4

EL AMOR O «CONTIGO PAN Y CEBOLLA»

INGREDIENTES:

1 kg de harina. (No importa el tipo de cereal. Puede ser harina de trigo, harina de maíz, harina de arroz, harina de centeno, espelta, kamut. Cualquiera)

500 ml de agua templada. (Tampoco importa el tipo agua, si no se encuentra otra, puede utilizarse agua de mar)

2 cucharaditas de levadura o masa madre

1 cucharada de sal (siempre y cuando no se haya utilizado agua marina)

1 cucharadita de azúcar (no es imprescindible y si la economía lo permite)

PREPARACIÓN:

Mientras tú precalientas el horno, yo juntaré la harina con el agua. Amasaremos poco a poco, sin prisas, juntos. Dejaremos fermentar unas horas y, mientras yo abro el horno, tú introducirás la masa en él. Cerraremos y esperaremos viendo como la masa crece dentro hasta explotar.

Solo me bastará un poco de ese pan, un poco de cebolla y tu amor para sobrevivir contigo en cualquier lugar del mundo, el resto de mi vida.

images

Siguió al A6 de su marido hasta la salida del pueblo. Debían desviarse a la carretera de Palma por un cruce. Armando aceleró sin esperarla. Un tractor y varios coches pasaron hasta que Anna pudo apretar el acelerador de su viejo BMW azul metalizado.

Apenas había recorrido treinta metros cuando el coche empezó a calarse. Sabía que tarde o temprano le iba a suceder… Llevaba varias semanas que notaba algo extraño en el motor. Pero no era el momento ni el lugar para calarse…

Intentó, en vano, encender el motor del coche varias veces. Menudo fastidio. Intentó llamar a su marido, aunque sabía que no lo cogería, no porque condujera, sino porque a ella no le cogía nunca el móvil. Ella dejaba el mensaje y él llamaba cuando podía. Así lo hizo, suponiendo que quizás a última hora de la tarde escucharía el mensaje.

Abrió la guantera del coche. Sacó el libro del RACC. Buscó el teléfono de urgencias en carretera y llamó.

Como era de esperar, una grabación de una suave voz femenina le indicó que todas las líneas estaban ocupadas y que no colgara; seguidamente la dejó en espera escuchando ofertas de la aseguradora.

Cinco minutos más tarde, la operadora contestó disculpándose por la espera. Le pidió nombre, apellido, domicilio, número de matrícula. La puso en espera de nuevo. Volvió a estar en línea y aclaró que la grúa llegaría, aproximadamente, entre cuarenta minutos y una hora y media más tarde.

—¡¿Una hora y media?! —repitió atónita Anna—. ¡¿Qué hago yo una hora en medio de un campo de almendros?! Hace frío, señorita, y la calefacción del coche no funciona… Pero para eso pago yo un seguro.

—Lo siento, señora. Tenemos las grúas ocupadas.

Anna arremetió de nuevo contra la chica de la centralita, que, acostumbrada ya a estas conversaciones subidas de tono, volvió como si de un robot se tratara a decir «lo siento» cinco veces más. Al quinto «lo siento», Anna explotó.

—¡No me diga más lo siento y mándeme la puta grúa de una vez!

Lanzó el móvil al asiento del copiloto extrañándose de su propia agresividad. Una agresividad que sabía que utilizaba en poquísimas ocasiones y con quien no se lo merecía.

Una hora y media… Podía volver caminando de nuevo al pueblo, esperar junto con su hermana en la panadería y quizás intentar persuadirla, pero era terca como una mula, ya lo decía su madre. Si había dicho que daría una contestación en un mes, no cambiaría de opinión. Además, el motivo por el que realmente prefirió esperar congelándose era que había vuelto a sentirse avergonzada. Marina no podía entender por qué aguantaba en su matrimonio. Claro, ella nunca había estado casada ni había tenido hijos. ¿Cómo iba a entenderlo? La convivencia no era fácil para ninguna pareja y una mujer tiene la obligación moral de aguantar, aunque solo sea por sus hijos. Marina no lo comprendería nunca. No era madre y a esas alturas ya no lo sería…

A los veinte minutos le llegó un mensaje al móvil. Lo cogió del asiento del copiloto. Miró la pantalla. Su hija. Abrió el mensaje: «Llegaré tarde».

—¿Cómo tarde? —dijo en voz alta.

Además, qué hacía Anita con el móvil encendido en horario escolar. Lo tenían absolutamente prohibido. La llamó. Anita no cogió. La llamó de nuevo. Nada. Anna escribió en su móvil.

«Tienes un examen de recuperación pasado mañana. A las cinco y media, en casa».

¿Por qué le había tocado una hija tan complicada y tan seca? A veces la observaba y, si no hubiese tenido la certeza de que la había llevado en su vientre nueve meses, habría pensado que no era hija suya. Pero no había nada de Anna en Anita. Absolutamente nada.

Le esperaba una noche ajetreada entre su marido y su hija. Solo de pensarlo se puso nerviosa.

Treinta minutos más tarde vio la grúa acercarse por la carretera. Aparcó delante del BMW. Anna bajó del coche y caminó hacia la grúa. El conductor bajó, iba en manga corta. A Anna le dio frío solo de verlo. Debía de tener su misma edad, fuerte, no muy alto, moreno, muy de la isla. La verdad es que Anna tenía ganas de decirle cuatro cosas dado el mosqueo que llevaba, pero a medida que iba acercándose a él pensó que igual el tipo se rebotaba y la dejaba dos horas más esperando.

El conductor de la grúa cogió una gamuza con la que se intentó quitar grasa de las manos.

—Hola. Buenos días. Por fin —esa fue su máxima recriminación—. Creo que es cosa de la batería —continuó Anna.

—Buenos días —dijo el mecánico atisbando sin interés a la propietaria del BMW mientras volvía a dejar la gamuza grasienta en el lateral de la puerta.

Bastó esa mirada de soslayo, esa décima de segundo en la que se cruzaron sus miradas, para que el cuerpo de Anna temblara. El mecánico volvió sus ojos hacia ella y también tembló.

—Antonio —dijo Anna susurrando.

Anna reconoció sus ojos negros. Su piel tostada. Su porte firme y la seguridad que siempre había desprendido y que no se había tambaleado a pesar del tiempo. Se miraron en silencio reconociendo el paso de los años el uno en el otro. Y mientras Anna descubría ese paso inexorable del tiempo en el que fue el verdadero amor de su vida, el pulso se le aceleró y se olvidó del frío, de las deudas de su marido, de la adolescencia indómita de su hija, de su recién llegada hermana, de la herencia.

Antonio se acercó a ella para darle dos besos y mientras lo hacía el subconsciente le traicionó una décima de segundo y sintió, sin quererlo, una leve erección. Se besaron en las mejillas.

—Qué guapa estás —dijo Antonio separándose de ella.

Anna sonrió con timidez.

—Estoy mayor —contestó Anna.

—Yo también estoy mayor —respondió.

Callados, sin saber qué decir.

—He tardado treinta años en volver a la roca —siguió Antonio, mirándola fijamente a los ojos.

Al pronunciar esa última frase se dio cuenta de que su inconsciente volvía a traicionarle una décima de segundo más. Porque esa frase contenía un reproche amargo que por lo que fuese no había logrado olvidar.

Anna bajó la mirada una décima de segundo después, muy consciente de las promesas no cumplidas en su juventud, sabiendo que le negó el deseo con el que tantas veces soñaron y que, con diecisiete años y tumbados una noche en el puerto de Valldemossa, él le susurró al oído: «Nos escapamos de aquí y salimos, por fin, de la puta roca juntos. Para siempre, tú y yo».

Ambos recordaron esa frase como si él la acabara de pronunciar.

—Cuelgo el coche en la grúa y charlamos en el camión antes de que te hieles —dijo rompiendo ese momento de décimas de segundo no controladas.

Anna puso su bota de tacón en el estribo, cogió impulso y subió al camión. Antonio hizo una maniobra con el volante y miró por el retrovisor. Anna se fijó en sus manos, las reconoció enseguida. Manos fuertes. Siempre morenas. Las primeras manos que rozaron su cuerpo desnudo.

—Los alisios nos abandonaron en medio del Atlántico…, fue duro —le dijo Antonio esbozando una sonrisa.

Él sí lo hizo. Él sí hizo realidad el sueño que compartieron a los diecisiete. Él sí se atrevió tal y como habían planeado a salir de la roca y ver el mundo que había más allá de las aguas del Mediterráneo. Él sí se subió al Lord Black, un velero antiguo de cincuenta y cuatro pies, propiedad de sir Peter Black, que les contrató como parte de la tripulación que les ayudaría a cruzar las aguas del Atlántico. Porque esa fue la oportunidad que tuvieron para huir de la roca en la que los dos habían nacido.

Antonio llevaba desde la cuna mecido por las aguas del Mediterráneo. Hijo de un pescador de S’Estaca, una aldea de catorce casitas entre el puerto de Valldemossa y Sa Foradada. Había aprendido el oficio de pescador de su padre y este de su abuelo, y nunca había habido otra profesión en su familia que la del mar. Pero Antonio, desde bien pequeño y subido en el humilde llaüt de vela latina, aprendiendo el oficio familiar, admiraba esos preciosos e imponentes veleros de inmensas velas en los que llegaban extranjeros de todo el mundo y que fondeaban cerca de sus casitas de pescadores.

Uno de esos extranjeros, un aristócrata inglés, bajó de su velero y con un pequeño auxiliar se acercó a la costa de S’Estaca. Sir Peter Black tenía nociones de castellano y explicó a los pescadores, que en esos momentos asaban sardinas en una parrilla, que buscaba tripulación para su aventura. Antonio dio un paso al frente y le estrechó la mano. Era joven, pero todo lo que sabía se lo había enseñado el mar. Convenció al aristócrata inglés de que su novia podía trabajar como cocinera de a bordo. Y la esperó, una madrugada de octubre de 1980, para huir los dos en el velero que les abriría las puertas del mundo.

—Cuéntame lo que me perdí… —le respondió Anna casi avergonzada—, por favor.

Le contó detalladamente cómo, al salir del puerto de Valldemossa, llegaron a Puerto Banús, en Málaga. De allí al Puerto de Santa María, en Cádiz, saltando a los tres días al Puerto de Isla Canela, en Ayamonte, Huelva. Siguió Fuerteventura, Senegal, Cabo Verde. En Cabo Verde tuvieron que esperar tres semanas hasta que soplaron los vientos alisios del nordeste y tres semanas en un Atlántico con el viento a favor hasta que este dejó de soplar. Dos semanas sin apenas moverse. Luego, un huracán despiadado y por fin llegaron a la República Dominicana. Anna escuchaba a Antonio sin interrumpirle.

Toda esa historia debía haber sido igual, pero con ella a bordo, subida a ese velero.

—¿Y al llegar allí?

—Ya te dije. Fue fácil encontrar trabajo… Solo tuve que preguntar en el puerto. Llegan cientos de embarcaciones en busca de tripulación y así me he pasao treinta años de marinero por el Caribe. También bajé a Brasil, a Argentina, a Uruguay… Y vuelta a subir.

Miró por el retrovisor y siguió hablando.

—Se cruzó en mi vida una dominicana y… tuvimos una hija que ahora ya tiene veinte años… Nos separamos y aquí estoy de nuevo. —La miró a los ojos y sonrió…—. En la roca.

Tomó un desvío.

—Y tú, Anna, ¿cómo ha sido tu vida?

—Yo no he salido mucho de aquí… Algún que otro viaje organizado por Halcón Viajes.

Ambos rieron.

—¿Te casaste?

—Sí… Tengo una hija de catorce años —contestó Anna escueta.

Porque lo que menos deseaba en ese momento era recordar nada de su vida ni compartir sus miserias con él.

—¿Y cómo has acabado… conduciendo una grúa? —añadió cambiando de tema.

—Intenté trabajar en el puerto de Palma al llegar. Pero de enero a abril es mala época y en un taller de un conocido necesitaban a alguien… mecánico de barcos…, mecánico de coches. Y aquí estoy… En abril buscaré en el puerto otra vez. Pero me gano bien la vida arreglando coches… Además, lo bueno del Caribe es que siempre hay trabajo para un marinero, pero aquí los marineros trabajamos en temporada de verano y a estas alturas de mi vida a la pesca, como mi padre, no me voy a echar.

Siguieron picoteando en las vidas que no habían tenido juntos hasta llegar al taller. Antonio bajó el coche de la grúa. Abrió el capó y con una linterna miró el motor. Al coche le faltaba de todo, agua, aceite y la batería efectivamente había muerto. El coche dormiría en el taller y Anna debería recogerlo al día siguiente.

Llegó el momento de la despedida. Se besaron otra vez en la mejilla. Y se sonrieron casi con timidez.

—Siempre sales en mi auxilio… Si no son los erizos es la batería del coche.

Antonio miró al suelo y volvió su mirada hacia ella. Parecía querer decir algo, pero dejó que se marchara. Le hubiera gustado preguntarle solo una cosa. Algo que casi le había dolido más que el hecho de que no emprendiera el viaje que habían planeado juntos.

«¿Por qué, Anna? ¿Por qué nunca contestaste a mis cartas?».

images

Un banco de sardinas de más de cincuenta metros de longitud paseaba bajo el llaüt de Antonio, que, junto con su padre, sujetaba paciente una red de arrastre. Era finales de agosto, la época de reproducción de las sardinas, pero hasta ese día no habían tenido suerte, ya que ese verano de 1979 las aguas no habían sido lo cálidas que esperaban y las sardinas hembra habían preferido desovar en aguas del sur. Sin embargo, ese cardumen tomó la decisión de soltar los huevos en aguas mallorquinas, con tan mala pata que luego fueron atrapadas, con gran alegría, por los dos humildes pescadores de S’Estaca. Con más de quince kilos de sardina fresca se plantó el padre de Antonio en la lonja de Palma. Antonio, su hijo, se quedó en el embarcadero del port de Valldemossa limpiando el llaüt y esperándolo para volver juntos a su pueblo.

Antonio lanzaba un cubo de agua dulce en el interior del llaüt mientras escuchaba la conversación que una chica joven de clase alta mantenía con su padre. Dedujo que era una niña bien de Palma por la leve afectación que tenían todas las niñas bien de Palma, tan diferentes a las hijas de los pescadores de su pueblo.

—Me quedo aquí, papá. Sopla la tramontana y, además, ¿qué hago esperándote mientras buscas tesoros? —Hizo una mueca burlona y siguió—: Además, sin Marina me aburro —dijo Anna a su padre—. Y, papá, no deberías salir hoy. Es peligroso.

—Vente, cariño. Vamos a Es Port d’es Canonge, almorzamos en las barracas y volvemos. Va, ven —le dijo su padre soltando el nudo que sujetaba el llaüt al embarcadero.

—No, papá, que no me apetece. Te espero aquí.

—Bueno, tú verás, cariño. En dos horas estoy de vuelta.

El llaüt se alejó. Anna pensó, mientras alzaba su mano despidiéndose de Néstor, que su padre era un cabezota, no había otra embarcación que hubiera salido a navegar con la mar picada. Pensó en el amor y en la felicidad que esas aguas daban a su padre y a ella, en el fondo, también.

Se quitó las sandalias y, remangándose el vestido, puso los pies en el agua y caminó, poco a poco, hacia dentro; era finales de mayo y el agua seguía fría. Antonio la observó disimuladamente sin dejar de limpiar el llaüt. Diecinueve años ya, todo un miura, o mejor dicho más miura que nunca. La vio tan finita, tan bonita, tan frágil… ya la primera vez. Ella lanzó una mirada de soslayo al joven marinero que sin camiseta y con tejanos limpiaba la barca, pero no vio nada en él más que un joven pescador fuerte y moreno de piel. Seguía dando pasos lentos hacia dentro del mar. Le gustaba notar las piedrecitas masajeando sus pies y se entretenía, sin prisas en ello.

—¡Ahhh! —chilló Anna.

Antonio, que no le había apartado la vista de encima, corrió hasta la orilla. Anna se encontraba a unos diez metros.

—¿Estás bien? —le preguntó Antonio desde la orilla.

—Me he clavado algo —respondió.

Antonio entró sin pensárselo. Sus tejanos se mojaron completamente.

—Cógete a mi cuello —dijo el joven pescador.

—No te preocupes —contestó Anna.

—Cógete —le ordenó.

Anna, con timidez, rodeó con su brazo los hombros de Antonio y él, cogiéndola la cintura, subió sus piernas a sus brazos.

Anna se sentía avergonzada en brazos de ese chico. Le miró a los ojos un segundo y él le sonrió también. No se dijeron nada. Llegaron a la orilla y él la sentó cuidadosamente en las rocas.

—Déjame ver —dijo cogiéndole el tobillo.

—Qué vergüenza.

Antonio le cogió el pie sin hacerle caso. Seguramente se habría clavado las púas de un erizo. ¡A él le había ocurrido tantas veces! Y sí. Eso era, tenía una veintena de púas clavadas en la planta del pie. Antonio fue al llaüt y de un neceser negro de plástico cogió unas pinzas. Volvió junto a ella, se sentó a su lado y una a una, con extremo cuidado, fue sacándole las púas. Ella se quejaba cuando Antonio debía hurgar en la piel para extraerlas y él paraba un segundo, le mojaba el pie con el agua del mar y seguía. Anna sentía vergüenza y no se atrevía a decir palabra, además, siempre había sido muy tímida con los chicos. Antonio, por su parte, podía haber sacado la gracia que le caracterizaba, porque Antonio era un tipo gracioso y con elocuencia callejera, o más bien elocuencia marinera, y digo callejera o marinera porque no había leído un libro en su vida, motivo por el cual dejó los estudios a los catorce. Pero era rápido y hacía reír a amigos, novietas y familiares con facilidad. Gracias a la labia que Dios le había dado, ligaba más que ninguno de sus colegas. Lo cierto es que con las mallorquinas lo tenía más complicado, por eso de que había que respetarlas, eran de religión católica y unas estrechas, pero con las guiris rubias que se desperdigaban por la isla en verano era un crack. Chapurreaba un par de palabras mal aprendidas en inglés, las cogía por la cintura y con todo el arte y un poco de calimocho se las llevaba a la playa. Se desvirgó a los catorce con una sueca que le sacaba una cabeza y que, además, muy liberada ella, le enseñó durante los dos meses que se quedó en la isla los rincones erógenos del sexo femenino. A partir de ahí fue, como presumía con sus colegas, coser y cantar, y no mentía porque, noche que salía, noche que pillaba.

Pero, por algún motivo, esa joven a quien le quitaba las púas de erizo del pie lo cohibía y, así como con cualquier otra hubiera soltado cualquier burrada para hacerla reír, con ella no se le ocurrió absolutamente nada.

Al día siguiente, Anna y su padre volvieron al puerto de Valldemossa. Cuando Anna cerró la puerta del coche, miró discretamente hacia el embarcadero esperando que Antonio estuviera allí, pero en la orilla solo un grupo de ingleses ponía sus kayaks en el agua. El mar estaba en calma, hacía sol, un día perfecto para navegar. Anna, alegando dolor en la herida del pie y además estar en sus días femeninos, se quedó en tierra, esperando que quizás él apareciera; y él, por supuesto, no tardó en aparecer. Se sentó junto a ella y la besó en la mejilla. Se hablaron como se hablan aquellos que se gustan, con vergüenza e intentando llenar silencios. Así un día, otro y el siguiente, y todos los días que marcaron el final del verano, porque Néstor siempre respetó que su hija no quisiera subirse más al llaüt, alegando que se sentía sola sin Marina en la barca. Prefería esperarlo en tierra tomando el sol. Y allí estuvieron los dos jóvenes isleños contándose sus vidas en las mañanas del verano de 1979.

Anna le explicó que le quedaba un año para acabar el bachillerato en el San Cayetano y después estudiaría un curso de secretariado. Antonio pensaba tomar unos cursos en Palma que organizaba la Dirección General de Marina Mercante para ser patrón de barco, porque él no quería ser pescador, lo que deseaba, de verdad, es ser marinero y viajar por el mundo entero.

En todos esos días sentados en el embarcadero del puerto de Valldemossa ni un solo beso se dieron. Él no había conocido un deseo mayor por una mujer, pero sentía que esa chica de clase alta, blanca y frágil le quedaba grande a un pobre pescador cuya familia solo tenía una humilde casita frente al mar.

Ella nunca había probado los labios de un hombre, pero cada beso en la mejilla o cada roce con su piel despertaban en ella una sensación desconocida. Una sensación física como si el alma le bajara del corazón al bajo vientre llegando poco a poco a sus partes íntimas, y esa sensación se paseaba por su cuerpo y ella respiraba disimuladamente intentando que él no notara ese placer desconocido que provocaba su presencia dentro de ella.

El 15 de septiembre se reanudaron las clases en el San Cayetano. Lunes, martes, miércoles… Anna contaba los días, las horas de los días, los segundos de las horas, las milésimas de segundo para que llegara el fin de semana y pudiera volver al mar junto a su pescador.

—Mi padre saca el llaüt del mar a finales de octubre —Anna miró al mar—, ya no nos podremos ver.

Anna introdujo sus manos por entre las piedrecitas de la playa mirando hacia el mar. Él supo, por fin, por esa mirada triste que ella dejaba escapar, que Anna le deseaba tanto como él la deseaba a ella. Le cogió la cara con las manos e hizo que le mirara. Y llegó otra vez esa sensación extraña por todo el cuerpo de Anna, y entonces él se acercó a ella, sabiendo que no lo rechazaría. Acercó sus labios a su boca y los dejó ahí, paciente, hasta que ella entreabrió sus labios y permitió que su lengua entrara. Él lo hizo sin prisas, con delicadeza, saboreando cada rinconcito nuevo que descubría en esa boca que tanto había deseado. Paseó la lengua por los dientes, por las encías y jugó muy lentamente con la lengua de Anna. Salió de ella. Los ojos de su niña, cerrados, y su boca entreabierta pedían más. Volvió a entrar ahora con más prisa y ella respondía y se dejaba hacer rendida por primera vez al amor del que sería para siempre el hombre de su vida.

A finales de octubre, Néstor sacó el llaüt del agua. Como cada año, lo dejaría en una barraca del puerto de Valldemossa hasta finales de abril y, siguiendo el ritual, solo el 1 de enero, hiciera el frío que hiciera y siempre y cuando no soplara el viento, lo pondría en el agua, para saludar al año que entraba.

—Vendré con mi moto cada día a verte —le dijo Antonio.

Y así lo hizo. Se encontraban a la salida del colegio en una callejuela colindante, fuera de las miradas de sus compañeras. Convenció a su madre para que la dejara llegar una o dos horas más tarde de lo habitual, ya tenía diecisiete años. Ana de Vilallonga se opuso: no era propio de una señorita salir por el pueblo con las amigas.

—Mamá, tu hija pequeña está a siete mil kilómetros de aquí y a mí no me dejas ir sola ni a la vuelta de la esquina. Quiero estar con mis amigas un rato después del colegio, por favor —le rogó.

Pero hasta que Néstor no intervino, su madre no entró en razón.

Subida en la moto con su uniforme de colegiala y el casco puesto, se inclinaba sobre la espalda de su chico mientras él aceleraba cuesta abajo. Unos días, Anna llevaba unos deliciosos bizcochos hechos por ella misma e iban a comérselos a las playas de Palma. Otros, cuando ya empezó a hacer frío, buscaban cafeterías apartadas del centro donde merendaban ensaimadas que les llenaban de azúcar las comisuras de los labios y que se relamían el uno al otro. Antonio se había comprado unos walkman y, compartiendo auriculares, escuchaban música, tirados en cualquier playa de la isla. Como todos los enamorados, escogieron una canción, una jota marinera que hablaba de los ocho vientos del mundo y que, además, una joven cantautora mallorquina, Maria del Mar Bonet, había puesto de moda. Otros días le explicaba lo duro que era el invierno para una familia de pescadores, pero siempre salpicando sus explicaciones con su propio sentido del humor. Anna, cada día más feliz, más prendada por ese joven pescador… Pero había algo que le pesaba y no le permitía entregarse tranquila al primer amor de su vida. Sabía, y estaba segura de ello, que su madre nunca aprobaría una relación con un chico como él. Nunca.

Pasó octubre, noviembre, diciembre y el amor de esa pareja de jóvenes se hacía cada vez mayor.

A finales de diciembre, llegó Marina del internado americano a pasar las navidades. Por fin, pudo explicarle a alguien todo lo que llevaba guardado en su corazón y que nunca se atrevió a contar a sus amigas del San Cayetano, a pesar de que algunas tenían novio y salían ya con chicos, todos ellos, claro está, pertenecientes a la alta burguesía mallorquina.

El 1 de enero lucía el sol. Hacía mucho frío, pero por primera vez Anna y Marina pidieron a su padre acompañarlo al puerto de Valldemossa, porque ellas también querían empezar el año saludando al mar. Sabían que su madre se mareaba en el llaüt y que su naturaleza hipocondríaca no supondría ningún riesgo para el plan que habían tramado juntas.

Con botas de agua y anoraks, pusieron el llaüt en el mar. El puerto de Valldemossa estaba muy cerca de las casitas de pescadores de S’Estaca. Subidos los tres en la barca, navegaron bajo el sol y con mucho frío hacia allí.

—¡Papá, mira! —dijo Anna señalando a S’Estaca.

El humo de un brasero subía hacia el cielo. Un grupo de pescadores celebraba la entrada de año cocinando pescado fresco en el embarcadero del pueblo.

—¡Vamos!

Néstor quería seguir navegando. Dar la vuelta a la isla, hasta donde el invierno le dejara, pero dada la insistencia de sus dos hijas navegaron hacia allí.

Antonio les esperaba, les hizo una señal con las manos para que se acercaran.

Anna saludó tímidamente para sorpresa de Néstor.

—¿Los conoces? —preguntó Néstor extrañado.

—Sí, papá. En verano los conocí.

Utilizó el plural sin atreverse a ser del todo sincera.

Llegaron hasta la orilla. Antonio se quitó los zapatos, se remangó el tejano y ayudó a Néstor a llevar la barca al embarcadero. Como regalo de Navidad había pedido una camisa blanca con un caballito en la pechera, como las de los niños bien de Palma, y Anna lo vio más guapo que nunca.

—Encantado, señor Vega —dijo Antonio estrechándole la mano a Néstor con cierto nerviosismo, pero con esa sonrisa simpática que tenía siempre.

—Hola, Marina —le dijo dándole dos besos—, he oído hablar tanto de ti. Tenía ganas de conocerte.

En el embarcadero, los abuelos, los padres, los tíos, los sobrinos y los vecinos se apiñaban alrededor del brasero esperando el desayuno, sardinas frescas para recibir el año nuevo. Los padres de Antonio se acercaron a ellos.

Benvinguts a S’Estaca. Ja m’ho va dir es meu fill que vendrien amics —dijo el padre de Antonio ofreciéndole un plato de sardinas—. Fresques d’aquest matí[10].

Enseguida Néstor entabló una conversación con el padre de Antonio, un viejo lobo de mar. Anna no hubiera planeado todo aquello si no supiera que su padre era un hombre sabio y cercano que trataría igual a los duques de Palma, con los que tenía relación, que a cualquier ser humano que se le pusiera delante, aunque fuera un humilde pescador analfabeto.

Se sentaron todos en las rocas a comer con las manos escuchando las batallas del lobo de mar, del patriarca de la familia.

—Un día iremos a verte los dos a Norteamérica —le dijo Antonio a Marina susurrándole y guiñándole el ojo disimuladamente a su chica.

—Me encantaría —dijo Marina con una triste sonrisa.

Marina necesitaba a su padre y Anna sabía que podía perderse un rato sin que la echaran mucho de menos. Se excusó y entremezclándose con los pescadores caminó con Antonio hacia el final del pueblecito. La última casa era la suya. Entraron. Era minúscula, de piedra oscura y húmeda. A Anna le impresionó que pudieran vivir allí, hacía tanto frío, pero no dijo nada y siguió de la mano hasta el pequeño dormitorio de Antonio. Un colchón con muchas mantas. Un mapa del mundo muy antiguo, pegado a la piedra con celo, hacía de cabezal. Desde una ventanita frente a la cama podía verse el mar. El mar que conducía a todos los mares de los sueños de Antonio.

Él la besó. Era la primera vez que estaban entre cuatro paredes, solos ellos dos. La miró. Le acarició el rostro.

—Te quiero, Anna.

Anna se deshizo por dentro, sin contestar. Era la primera vez que escuchaba esas palabras en boca de un hombre que no fuera su padre.

Dejó que él le quitara el anorak. A pesar del frío, notó su cuerpo arder. Le rodeó la cintura y lentamente subió sus manos por la espalda. La besó mientras sus manos acariciaban lentas su nuca. Bajó sus manos lentamente hacia sus pechos. Con cuidado, los acarició con las yemas de los dedos. Los sintió pequeños. Duros como rocas. Sin dejar de besarla, le rozó los pezones y notó como crecían. Jugó con ellos distrayéndose sin prisa y Anna sintió otra vez el alma bajándole hacia su sexo mientras sus pezones bombeaban sangre. Y él deslizó sus manos otra vez hacia allí donde le conducía su propia alma. Acarició sus caderas y las apretó cada vez un poco más fuerte. Le desabrochó un botón del tejano, lentamente la cremallera y su mano corrió por dentro de la braguita hacia el sexo húmedo de la mujer que amaba, y Anna gimió.

—Para, por favor.

—Perdona, mi amor. Perdona… Es que…

Él le abrochó los pantalones y la besó en la boca otra vez.

—Cuando tú quieras —susurró mientras le besaba la boca.

Ella asintió tímida y bajó la mirada.

—Mi padre va a sospechar.

Néstor estaba tranquilamente compartiendo un licor de almendra con los familiares de Antonio y ni cuenta se había dado de la ausencia de su hija. Se sentaron tras ellos. Anna miró a su hermana, que, sentada abrazando sus rodillas, sola en una roca, los observaba. Marina sonrió levemente al verla llegar. Anna le devolvió la sonrisa haciendo un ademán con la mano para que se acercara a ellos.

Los pescadores habían encendido una hoguera y el padre de Antonio, para vergüenza de su hijo, canturreaba junto con los otros marineros canciones populares mallorquinas. Néstor, también para vergüenza de la suya, canturreaba los estribillos acabados de aprender.

Navegaron de vuelta a sus vidas.

—Queda todo entre tú y yo, hija. No te preocupes —le dijo Néstor a su hija mayor.

Porque la mirada de Anna no requería de palabras. Néstor, sin que ella se lo explicara, supo que su hija se había enamorado por primera vez. Su esposa nunca aceptaría esa ingenua relación, pero él dejaría que Anna la viviera, sabiendo que era una historia de amor imposible, como la que él tuvo una vez. Auguró un final triste como el que él tuvo, pero sabía que pasara lo que pasara valía la pena vivirlo.

Marina volvió a Estados Unidos. Después de las fiestas empezaron de nuevo los paseos de Anna y Antonio en moto, los bizcochos caseros abrigadísimos a orillas del mar, el azúcar en las comisuras de los labios y los juegos de manos, sin prisas, por los rinconcitos del cuerpo de Anna.

Por fin abril, el buen tiempo, el llaüt en el mar y poco después los turistas en sus inmensos veleros, y con ellos los sueños de Antonio ahora soñados siempre junto a Anna.

Un domingo, cuando su padre y Marina se alejaban despidiéndose desde el llaüt, Antonio la llevó a su lugar preferido de la isla, el acantilado de Sa Foradada. Desde allí, la vista se perdía hasta el infinito. Bajaron de la moto y él la llevó hasta la punta más lejana del acantilado. Solos ellos dos. Se sentaron en la roca con los pies colgando hacia el mar. Él sacó de la mochila el mapa que le hacía de cabezal en su cuarto y lo abrió. Anna cogió de una punta y Antonio de la otra. Le cogió la mano y la posó sobre la isla de Mallorca. Antonio, sin soltarle la mano, hizo que sus dedos se deslizaran por el Mediterráneo hasta Gibraltar, de allí a Cabo Verde y siguieron hasta las aguas del Atlántico y cruzaron el océano hasta llegar a las islas del Caribe y de ahí para abajo, Venezuela, Brasil, Uruguay, Chile, Perú. Pasaron sus manos por debajo del mapa hasta llegar a Asia.

—Todo esto lo quiero hacer contigo.

—¿Y cómo? —Sonrió pensando que él jugaba con un sueño.

—En barco.

—¿Con el llaüt de tu padre o en el mío? —Sonrió Anna dulcemente y algo burlona.

—Se buscan marineros en el puerto. Mi primo es marino mercante y se fue a Cuba, y va y viene una vez al año.

—¿Y yo? ¿Qué hago yo en un barco? A mí no me van a contratar.

—Ya pensaremos… Quiero salir de esta roca, Anna, contigo… Veo a mis padres, toda la vida en esta isla. Toda la vida, Anna —le dijo cogiéndole la mano—. Cada día saliendo a la mar. Al mismo trozo de mar. Mis padres no han salido jamás de aquí. Nunca, Anna. Nunca. —La miró a los ojos serio como pocas otras veces la había mirado—. Yo no quiero esta vida para mí. No la quiero. Quiero ver el mundo. Quiero otra vida en otro lugar del planeta junto a ti.

La besó en los labios.

—Pronto cumples dieciocho. Ya no tendremos que escondernos. Néstor lo entenderá y tu madre tendrá que apechugar.

—¿Y de qué vamos a vivir?

—Los marineros cobran un buen sueldo. Y, cuando lleguemos a un puerto, encontraré trabajo. No será difícil. Lo tengo todo pensado. En el puerto de Dominicana dicen que hay mucho trabajo. Nos quedamos allí el tiempo que queramos. Un año, dos. Cuando nos cansemos…, vamos a otro puerto… Yo no necesito mucho para vivir, Anna. Te tengo a ti. Tengo el mar y tengo mis manos para ganar lo poco que necesitemos.

Anna no contestó. Supo que Antonio le hablaba desde el corazón. No era una de las divertidas historias que contaba. Aquellas palabras iban en serio.

—Ya sé que es una locura, Anna. Pero por lo menos podemos probarlo. Si no sale, la puta roca esta en la que vivimos no se moverá nunca de sitio.

Rieron los dos.

Antonio se tumbó en la tierra y ella se recostó en su pecho soñando con esa vida simple que juntos pretendían vivir. Permanecieron en silencio con los ojos cerrados dejando que el sol de la primavera les arropara.

—¿Sabes qué pienso? —le dijo Anna sin levantarse de su pecho—. Marineros se necesitan en todos los puertos…, pero panaderos también. Y yo eso sí que lo sé hacer muy bien.

Por primera vez en toda su etapa escolar y durante el último año de bachillerato, Anna devoró los libros de geografía y Antonio sacó de la minúscula biblioteca marítima del muelle viejo de Palma un libro de cartografía náutica y otro de los vientos de mar. Aprendieron de los vientos alisios del nordeste, tan necesitados para cruzar el océano Atlántico, de las tormentas tropicales que debían evitar a toda costa, de los monzones asiáticos. De latitudes, millas y nudos. Anna, sin pedir permiso, robó un libro de la estantería de su padre. Se había fijado en él desde bien pequeña, pero no porque le interesara leerlo, sino por el miedo que le provocaba la ilustración de la tapa, donde una gran ballena chocaba contra una pequeña barca de marineros asustados. Se titulaba Moby Dick, de un tal Herman Melville. Lo sacó de entre varios libros viejos de medicina y, antes de metérselo en el bolso, y para asegurarse de que era un libro de aventuras marítimas, leyó el primer párrafo:

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo.

Sí. Ese era el libro para Antonio. Esa tarde, después del colegio, fueron a una playita escondida y, mientras comían pan de limón con semillas de amapola, juntos empezaron la lectura de Moby Dick. El primer libro que ambos leyeron con pasión.

Anna compró una libreta y pasó a limpio todas la recetas de pan y bizcochos que tenía la abuela. Recibía cien pesetas a la semana y con los ahorros que tenía en la hucha podría sumar diez mil. Antonio llevaba ahorrando años, tenía poco más de veinte mil pesetas, pero había oído que con sesenta mil en Latinoamérica eras rico.

La mejor época para cruzar el Atlántico va de noviembre a febrero. Entrado el mes de septiembre, Antonio empezó a preguntar en el puerto de Palma. Pudo subirse a muchos barcos pero ninguno de ellos aceptó llevarse a Anna de cocinera. Había cocineros varones ofreciendo su trabajo y los hombres estaban más capacitados para afrontar las adversidades del mar. Un día, cansado ya de preguntar, apareció sir Peter Black por S’Estaca con su velero de madera clásico de cincuenta y cuatro pies. Había sido regatista en su juventud y seguían gustándole las aventuras fuertes. Navegaba junto con su esposa. Solos los dos. Pretendía viajar sin prisas. Tenía dinero suficiente para atracar en puertos y quedarse donde le viniera en gana, bueno, donde le viniera en gana a su mujer, que lo acompañaba siempre y cuando la dejara disfrutar de la vida de los puertos, de las playas y de los mercadillos estivales por los que le encantaba pasearse y comprar artesanía. Toda esa parte de compras la detestaba, así que llevar a otra mujer que, además de cocinar, acompañara a la suya a por pulseritas y pendientes le pareció una idea fantástica.

—Nos vamos, Anna. Mañana —le anunció Antonio eufórico, levantándola del suelo y dando tres vueltas sobre sí mismo.

La besó cinco veces seguidas, lleno de excitación y Anna sonrió como pudo, porque, al contrario de lo que pensaba al escuchar las palabras de su chico, sintió vértigo y miedo. Mucho miedo. Porque hasta entonces todo había sido un juego. Un sueño imposible que alimentaba cada día como quien alimenta un pececito en una pecera. Un pececito que sueña con salir al mar, un mar inmenso e inseguro que no conoce y para el que no está preparado tras tantos años nadando en su óvalo de cristal.

Esa noche volvió a casa y, cenando junto con Néstor y su madre, lloró. Lloró desconsoladamente sin atreverse a decir lo que le pasaba. Néstor supo enseguida que el joven marinero tenía algo que ver con el llanto descontrolado de su hija, pero tras preguntarle una vez y recibir un «Nada, papá» como respuesta, prefirió respetar su intimidad. Anna se encerró en el cuarto de su hermana, el único con pestillo. Dejó que el miedo entrara sin pudor por sus pensamientos, atacando su cuerpo e invadiendo su alma mientras su madre, intrusiva como era, aporreaba la puerta buscando explicaciones.

Antonio la recogería en moto a las cinco de la mañana del día siguiente. Bajarían hasta el puerto de Palma, donde les esperaba el velero del inglés, y de allí… al mundo.

Se quedó dormida en el cuarto de Marina. La primera luz de la mañana la despertó. Se incorporó aturdida. Abrió el pestillo y caminó hasta la cocina.

Veinte horas para partir, para salir de la roca que la vio nacer, para navegar por el mundo. Se preparó un tazón de leche, pero al primer sorbo le vinieron arcadas. Se sintió mareada y se acostó en el sofá. Pasó el día inquieta caminando como un alma en pena del sofá a la cama y de la cama al sofá. Descontando minutos, descontando segundos.

Quince horas para partir. Su madre le puso el termómetro. Unas décimas. Nada grave, pero enseguida le dio un ibuprofeno para relajarla. Lloraba de vez en cuando alegando pinchazos en el estómago.

Ana de Vilallonga llamó a su marido al hospital, estaba preocupada por su hija, nunca se había comportado así. Néstor, que sabía algo de pinchazos en el corazón, tranquilizó a su mujer. Anna no quiso cenar y se fue pronto a la cama.

Siete horas para partir. Esperó a que sus padres se durmieran y metió en una mochila negra, regalo de Marina, pantalones, camisetas, dos jerséis, ropa interior y el anorak. Se secó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas mientras guardaba el pasaporte, las pesetas ahorradas y la libreta con las recetas de pan y bizcochos en una bolsa con cierre hermético totalmente impermeable que le había comprado Antonio. Introdujo la bolsa dentro de la mochila y esperó despierta los ciento ochenta minutos que faltaban para las cinco de la mañana.

Tumbada en la cama, con la cabeza sobre las palmas de sus manos unidas y en posición fetal, sollozaba. Escuchó a su padre caminar por el pasillo. Anna escondió la mochila bajo la cama.

—¿Qué te pasa, hija? —le dijo con voz suave al entrar en su cuarto.

Néstor se sentó a su lado y le acarició el rostro.

—¿Ha pasado algo con Antonio?

Néstor esperó paciente. Anna parecía querer hablar, pero no lo hacía.

—Yo también me enamoré una vez de una mujer muy distinta a mí.

Anna le cortó. Necesitaba explicárselo y lo hizo… Le confesó el plan que había tramado con Antonio. Su madre, por supuesto, escondida tras la puerta, escuchaba furiosa.

—Pero tú eres imbécil. ¿De qué vais a vivir? —dijo Ana de Vilallonga asomándose por el umbral—. Eres una mentirosa y tú, Néstor, otro mentiroso. No has sido capaz de contarme nada. ¿Hace cuánto que sabes esta historia?

—Ana, tranquilízate. Vuelve a la cama —ordenó Néstor a su mujer.

—Si sales por la puerta, no vuelves a entrar —dijo Ana de Vilallonga a su hija saliendo del dormitorio.

Su madre aguardó tras la puerta, escuchando a su hija histérica proclamar a los cuatro vientos el amor incondicional por ese humilde pescador, los futuros planes de boda, el dinero que ganaba él y que podría ganar ella haciendo pan en los puertos del mundo, pero buscando inconscientemente la aprobación de sus padres y, por encima de todo, el empujón que le diera el valor para salir de su óvalo de cristal.

—Pero, a ver, niña. Tú no te habrás creído eso de «contigo pan y cebolla», ¿no? Este muerto de hambre lo que quiere es nuestro dinero.

—¡Basta, Ana, es suficiente! Déjanos solos, por favor —le reconvino Néstor autoritario a su esposa.

Se retiró a su cuarto sin añadir una palabra más. Padre e hija se quedaron en la habitación. Anna tenía la mirada perdida. Néstor la acarició.

—¿Estás segura, hija? ¿Es de verdad lo que quieres? —le preguntó cogiéndole la mano—. Pronto cumplirás dieciocho años. Eres libre para irte si tú quieres… No sé si estás preparada para atravesar el Atlántico… No es lo mismo esperar la tramontana para dar una vuelta a Mallorca que a los alisios para cruzar el océano. Es peligroso, hija… ¿Es lo que quieres, seguro?

—Yo lo quiero a él. Pero… —Bajó la mirada—. Yo no me quiero ir de aquí. No me quiero ir de Mallorca.

Miró la hora en su reloj de pulsera. Eran las cinco menos cuarto. En quince minutos, Antonio estaría con la moto esperándola fuera. Las lágrimas empezaron de nuevo; el miedo que paraliza. Era el mar lo que brotaba, ahora, de los ojos de Anna, un mar que dolía, un mar furioso, nunca antes tan lleno de rabia, nunca antes tan cobarde.

—Sal tú, papá. Yo no me atrevo a mirarle a los ojos… Dile que me escriba cada día, por favor. Lo esperaré, hasta que vuelva, toda la vida.

images

Marina hablo con Mathias desde el hotel. Le explicó su decisión de quedarse un mes en la isla. Se encontrarían en Haití a mediados de marzo. Volvió a la casa, había dejado la ropa de María Dolores dentro de la bolsa industrial en la despensa. Cogió un trapo húmedo y subió al dormitorio a limpiar el armario. Colocó los pantalones, las pocas camisetas y los dos jerséis en perchas. Guardó el fonendoscopio y la Moleskine en la mesilla. Por último, extendió la tela africana de cenefas verdes, amarillas y lilas que había comprado con Mathias en un pueblo de la República Democrática del Congo. Y, mientras con la palma de la mano la estiraba, recordó la primera vez que se vieron.

Marina se subía la cremallera de un mono de polietileno de alta densidad. Junto a ella se encontraba un médico congoleño, dos enfermeros también locales, un antropólogo americano y un joven médico recién llegado, Mathias. Todos en absoluto silencio se enfundaban el traje de protección biológica, mientras el personal local especializado supervisaba que siguieran el riguroso orden de colocación de, como lo llamaban en la jerga médica, el EPP o equipo de protección personal: mono aséptico, botas de goma, gafas de seguridad, guantes dobles, bata impermeable y mascarilla facial.

Marina se recogió el pelo en una trenza y lo metió dentro del EPP. Acabó de subirse la cremallera hasta la barbilla y se pasó la goma de la mascarilla por el cuello.

Se acercó al joven médico alemán. Ella era la jefe de misión de ese proyecto y adivinó, por su mirada llena de ilusión, que era su primera vez en el terreno.

—Gracias, Mathias. Ya me han dicho que te incorporabas hoy —le dijo con una sonrisa—. Somos unos héroes, lo sabes, ¿no? —añadió con ternura y con voz suave, mirándole a los ojos.

Quiso decirle esas palabras a Mathias porque, lejos de considerarse una heroína o de pensar que el trabajo de los cooperantes podía ser elevado a categoría de hazaña heroica, ese joven médico de mirada ingenua iba a presenciar algo que no esperaba. Iba a ser un golpe duro. Marina llevaba ya cinco años trabajando para la oenegé y sabía que empezar en esa misión devastadora iba a romperle de golpe esa preciosa mirada.

Se cubrieron la boca con las mascarillas y, como si de una tropa de astronautas se tratara, entraron en el Centro de Aislamiento de Alto Riesgo de Contagio de Ébola. El infierno. Cuarenta y un grados. Niños semidesnudos y solos yacían en camas sin sábanas. Mujeres tumbadas de lado vomitaban sangre en cubos. Los excrementos humanos de los mayores sobresalían de las camas. Personal local corría limpiando sin descanso. No había vacuna ni cura para el ébola. Cada uno de los médicos tenía asignada una fila e iban de paciente en paciente acercándose a los moribundos, hidratándoles con una mezcla de agua y sales minerales, suministrándoles paracetamol y antibióticos, y comprobando, constantemente, que la temperatura no ascendiera.

Dentro del EPP, no se aguantaba más de cuarenta minutos, el calor era extremo y las gotas de sudor nublaban la vista de los cooperantes. Marina vio como Mathias salía el primero y le fue siguiendo el resto del equipo. Ella podía aguantar unos minutos más y atender a una congoleña embarazada que la miraba con ojos suplicantes.

Los médicos hicieron un descanso de media hora sin apenas intercambiar palabras. Se hidrataron y volvieron a entrar.

A última hora de la tarde, Marina, Mathias y el resto de los cooperantes eran bañados en una solución de cloro por los especialistas sanitarios, siguiendo el estricto protocolo de desinfección. Después, continuaron con el orden establecido en la extracción del EPP. Primero el delantal, las botas sin tocarlas con las manos, la bata y los guantes poniendo la parte interna hacia fuera, las gafas de seguridad y, por último, la mascarilla, siempre desde atrás.

—No olvidéis, por favor, que no podéis tocaros entre vosotros. No podéis pasaros ningún objeto. Nada significa no poder pasarse un bolígrafo, la sal, la pasta de dientes. Nada. A veces os olvidáis. Cuidado, por favor. Hasta que no volváis a Europa, no podéis tocaros —le recordó el enfermero congoleño a Mathias.

Marina observó a Mathias escuchar al enfermero y vio lo que ya se había imaginado: sus ojos eran ahora esmeraldas rotas; su mirada, perdida y asustada. La mirada de la primera vez. La primera vez que los ojos dejan de contemplar el dolor ajeno desde la pantalla del televisor y se topan de bruces con la verdad.

Cada tarde les recogía un jeep y los llevaba al campamento base, donde convivían todos los expatriados. Cada uno tenía un minúsculo dormitorio y compartían la cocina. Tomaban juntos la cena preparada por una simpática cocinera congoleña contratada por MSF. Era una misión silenciosa, donde los cooperantes hablaban poco entre ellos. Se sentaban alrededor de la mesa, abatidos física y psicológicamente por el horror que presenciaban a diario y sobre todo por la sensación de impotencia que les producía estar allí viendo como el setenta y cinco por ciento de los enfermos que trataban morían por el virus letal sin que ellos pudieran hacer casi nada. Además, debían sentarse a un metro de distancia para que ningún miembro de su cuerpo rozara el de otro cooperante. Nadie estaba a salvo del ébola.

Una de esas noches, y viendo Marina a Mathias cabizbajo comer desganado la pasta de harina de mandioca y agua que les preparaban a diario, le preguntó por su vida antes de entrar a trabajar en la oenegé. Había estudiado en la Freie Universität de Berlín y, desde el primer día que entró en el edificio que albergaba la Facultad de Medicina, su único objetivo fue trabajar para Médicos Sin Fronteras. Soñaba con ser un médico altruista capaz de cambiar el mundo. Capaz de hacer un mundo mejor y ayudar a los más necesitados. Al licenciarse trabajó tres años en el hospital Charité Campus Berlin Buch con el propósito de adquirir la experiencia requerida para ser admitido en la oenegé. Y allí estaba en tierras africanas cumpliendo su sueño. Un sueño que se hizo trizas al segundo de poner un pie en el continente africano.

Y así pasaron tres meses en ese lugar enfermo del mundo junto a la muerte, que llegaba sin contemplaciones.

La noche antes de partir a Europa, Marina no pudo conciliar el sueño. Salió a beber agua. Se envolvió con la tela de cenefas que había comprado esa tarde con Mathias. Caminó hacia la cocina y por la ventana le vio sentado en un banco. Alisaba papel de fumar en la palma de la mano. Marina salió.

—¿Todo bien? —preguntó Marina.

Mathias asintió, sin decir palabra, mientras colocaba la boquilla en el papel de fumar. Cubrió el papel de tabaco y lo lio. Marina caminó hacia él y se sentó a su lado.

Mathias se sacó un mechero del bolsillo del tejano y encendió el cigarrillo. Marina miró cómo lo aspiraba y dejaba el humo escapar poco a poco.

—En otras circunstancias te pediría una calada —le dijo ella con una leve sonrisa.

Nunca se olvidaban del protocolo que les prohibía tocarse entre ellos. Y así llevaban noventa y cinco días sin contacto físico que no fuera a través del traje de aislamiento.

—En otras circunstancias te pediría que me abrazaras —le respondió Mathias sin mirarla y mientras una lágrima se escapaba despacio de sus preciosos ojos verdes.

Marina acercó su mano a la de Mathias y con la yema del dedo índice rozó la uñita de su dedo meñique, bajo la luna y mil millones de estrellas.