Introducción

INTRODUCCIÓN

Por el coito hacia el coito

La rata de laboratorio golpeaba y golpeaba frenética el mismo interruptor. Los científicos que controlaban el experimento veían asombrados pasar las horas sin que el animal diese muestras de estar por fin satisfecho. Le habían conectado electrodos a una parte del cerebro que actúa sobre un centro de placer y habían adiestrado al animal para que se diese pequeñas descargas eléctricas en esa parte del cerebro mediante un interruptor, si lo deseaba. Y vaya si lo deseaba. Al lado tenía otro interruptor de igual funcionamiento pero que entregaba, a cambio de ser activado por el animal, agua y comida. Sin embargo, la rata ni siquiera lo rozaba. Compulsivamente, presionaba una y otra vez el interruptor del placer.

¿Algún voluntario para participar en este experimento? Bien, vale, tranquilos; no se alboroten y pónganse en aquella fila. Pero, antes de que rellenen los formularios, debo llamar su atención sobre un par de aspectos. Aquella rata, al igual que otros congéneres y unos cuantos perros también utilizados en el experimento, prefirió seguir estimulándose hasta morir de hambre y sed. El comportamiento de esta rata, suicida a golpes de auto-amor, bien podría llamarse «morirse de gusto», aunque no sea muy científico. Por otro lado, al parecer, los científicos todavía no han encontrado en nuestro cerebro ese centro que nos empuje a apretar compulsivamente el botón del orgasmo. Sin embargo, podemos muy bien llegar a comprender a la hermana rata, pues en nuestro hipotálamo, el cerebro primario que compartimos con el reptil que una vez fuimos, aún residen las cuatro «ces» esenciales: comer, combatir, copular y correr.

Así pues, el sexo figura, junto al hambre, entre las principales motivaciones de la acción humana y las fuerzas que han ido determinando nuestra evolución cultural. Y, como señala el gran gurú del materialismo cultural Marvin Harris, el hambre y el sexo son a la vez pulsión y apetito. Esto quiere decir que el ser humano siente la necesidad imperiosa de aliviar la tensión interna que le produce la abstinencia sexual, o la falta de alimento, pero aplacar esa tensión comporta, a su vez, unos placeres que nos hacen desear más y más, como la rata del experimento. Y todo porque la madre Naturaleza, de la mano de su instrumento predilecto, la selección natural, ha optado por hacer de la sobriedad, norma, y de la euforia, una placentera excepción. En la cima de esos momentos de euforia, la Naturaleza ha querido poner la estimulación de los órganos que inician el proceso de la reproducción y no la estimulación de, por ejemplo, las orejas; que sí, da gustirrinín, pero convendrá usted conmigo en que no es lo mismo.

Sin embargo, el homo sapiens de alguna manera se la ha jugado a la Gran Progenitora, pues ha conseguido gracias a la evolución cultural, desvincular el placer sexual y la reproducción. Edgar Gregersen, un sabio en el campo de los comportamientos sexuales humanos, al que oiremos hablar frecuentemente a lo largo y ancho de este libro, abunda en esta opinión, afirmando que la sexualidad se ha transformado, de puro hecho biológico, en nada menos que en uno de los ejes sobre el cual giran los códigos de conducta éticos y sociales de cualquier civilización, al tiempo que cumple una función primordial en sus manifestaciones artísticas o religiosas. El acto sexual o la forma de expresar los afectos no tienen, pues, nada que ver con «fenómenos naturales», sino que son modelados por la cultura, de la misma manera que es la cultura la que abre un abismo entre el mero hecho de alimentarse y el complejo y fascinante entramado de significados y de relaciones sociales que rodean la gastronomía.

Aquí es donde busca su hueco este humilde opúsculo que le estamos introduciendo, con perdón y con su permiso, faltaría más. Si decide entretener con él la espera hasta que los científicos encuentren ese fabuloso «punto G» cerebral o a que su siguiente reencarnación sea en rata de laboratorio —detalle que le agradezco de corazón y sepa que de rodillas me tiene—, hará un divertido y ameno viaje, espero, por las culturas más diversas a lo largo y ancho de este planeta. Viajaremos ayudados de una fabulosa cartografía dibujada por las formas tan dispares y sugerentes con las que ese nebuloso mundo de creencias, miedos, anhelos, sueños y supersticiones que es la cultura ha transformado el hecho biológico de la sexualidad humana. Esto y no otra cosa pretende ser este libro. Y como los mejores viajeros que en el mundo han sido, consideramos no ya recomendable, sino imprescindible, que deje en casa los prejuicios y las ideas preconcebidas, más propios de mentes obtusas y clericales que prefieren un dogma y una buena hoguera a la más ligera duda o a la sorpresa. Conceptos como «normal» o «anormal» no tienen sentido cuando se habla de costumbres sexuales, pues cada una de las culturas que vamos a conocer tiene sus propios cánones y sus tabúes. Así pues, aquí no encontrarán términos como aberraciones, desviaciones, perversiones, delincuencia y «actos contra natura», que tan caros les son —y, alguna vez, les cuestan— a los que oprimen, lapidan y mutilan mujeres en el mundo. Sencillamente asistiremos a distintas formas culturales de expresar y practicar el sexo. Y como de un viaje se trata, nada mejor que empezar por saber de dónde venimos para tener, al menos, una ligera idea de adónde vamos.

PRIMATES Y TRILEROS TRAMPOSOS

Se cuenta que Calvin Coolidge, presidente de los Estados Unidos de América entre 1923 y 1929, y la primera dama estaban visitando, por separado, unas granjas gubernamentales de reciente creación. Al pasar por el gallinero y ver un gallo copulando intensamente con una gallina, la señora Coolidge se interesó por la frecuencia con la que el gallo llevaba a cabo esa tarea.

—Docenas de veces al día —replicó el guía que acompañaba a la esposa del presidente.

Al oírlo, la señora Coolidge le pidió a su cicerone:

—Por favor, dígaselo al presidente.

Por supuesto, cuando el presidente pasó por el gallinero, fue debidamente informado del vigor sexual del gallo que tanto había impresionado a su esposa. El presidente preguntó entonces:

—¿Siempre con la misma gallina?

—¡Oh, no! —respondió el guía—. Cada vez con una distinta.

—Por favor, dígale eso a la señora Coolidge.

Esta anécdota, recogida por David Buss en su libro La evolución del deseo, ha servido para dar carta de naturaleza al término «efecto Coolidge», que se refiere a la tendencia del macho a volverse a excitar sexualmente ante la aparición de una nueva hembra, lo cual aumenta su impulso para lograr el acceso sexual a un número elevado de hembras.

Es más que probable que esgrimir el «efecto Coolidge» como excusa ante una infidelidad flagrante no le libre de las iras de su pareja, pero sí resulta un muy buen ejemplo para David Buss a la hora de explicar lo que él define como «estrategias sexuales», es decir, soluciones de adaptación a los problemas del emparejamiento entre mamíferos básicamente visuales, inteligentes, diurnos, tropicales, forestales y arborícolas, que es, ni más ni menos, lo que somos. Todos nosotros descendemos de una larga y continua línea de antepasados que compitieron con éxito por parejas deseables, atrajeron a compañeros valiosos desde el punto de vista reproductor, los retuvieron el tiempo necesario para procrear, rechazaron a rivales interesados y solucionaron los problemas que podían haber impedido el éxito reproductor. Estas estrategias no tienen por qué ser conscientes, del mismo modo que, por ejemplo, las glándulas sudoríparas son una estrategia contra el calor, pero no las controlamos conscientemente. Es más, Buss considera que, en realidad, la mayor parte de las estrategias sexuales humanas se desarrollan mejor sin que su agente sea consciente, lo cual, bien mirado, puede resultar una excusa con más futuro que la del «efecto Coolidge» para su delito: «Cariño, si es que la culpa es de los abuelitos y esa forma de comportarse suya…».

Las teorías de las estrategias sexuales parten de una realidad biológica: la hembra de la especie humana carece de estro, un periodo de celo en el que muestra a su posible pareja, mediante olores peculiares o tumescencias en alguna parte de su anatomía, por ejemplo, que dispone de un óvulo en disposición de ser fecundado. Frente a esta carencia, la evolución natural ha ideado un método sencillo, aunque bastante derrochador, para lograr que un óvulo y un espermatozoide se unan con éxito en los únicos tres días fértiles de cada periodo en la mujer. Nos ha concedido necesidades y apetitos sexuales tan fuertes que estamos predispuestos a tolerar, cuando no a desear ardientemente, el sexo todos los días a lo largo de muchos años. Esto supone, ni más ni menos, que hacemos trampas en el juego de trileros de la reproducción, como lo ha definido Marvin Harris, ya que, en vez de arriesgarnos a elegir, levantamos todos los cubiletes para hacernos con el gran premio. El maestro se apresura a señalar que esta táctica de fuego graneado, en vez del disparo bien afinado de otras especies, no conlleva que estemos permanentemente dispuestos a aceptar cualquier proposición sexual —vale, usted sí; pero sepa que es una excepción, aunque ya lo habrá notado ¿verdad?—. Los seres humanos disfrutamos de una considerable libertad para decidir con quién, dónde, cuándo y cuántas veces. Sin embargo, lo fundamental es que el acto sexual constituye una experiencia intensamente placentera para hombres y mujeres, y que no existen barreras fisiológicas ni hormonales que nos impidan practicarlo una o más veces al día durante un largo periodo de nuestra vida. En conclusión, a la Naturaleza le debemos un apetito sexual de lo más espabilado y, además, está el «efecto Coolidge». Entonces, ¿por qué nos casamos?

La aparente contradicción que se abre entre desear una pareja estable (más adelante veremos curiosas excepciones a este comportamiento sexual y social) y ese imperativo natural que nos impele a que nos abramos a infinitas posibilidades ha preocupado bastante a los científicos. Kingsley aventura una posible explicación: «No hay duda de que el macho humano, durante toda la vida, sería promiscuo en su elección de pareja sexual, si no hubiera restricciones sociales […]. A la hembra humana le interesa mucho menos la variedad de compañeros». C. Owen Lovejoy aún va más allá en esta misma línea de pensamiento, pues afirma que nuestros antepasados los australopitecos eran monógamos, y esta monogamia está estrechamente relacionada nada menos que con una característica esencial en el devenir de nuestra especie y en nuestras posturas sexuales: la posición bípeda. Si bien la monogamia no es exclusiva de los humanos, sí se da entre nosotros la originalidad de que existe además una relación sexual permanente, la mayor parte del tiempo sin un objetivo reproductor. Esto no significa otra cosa que, entre nosotros, el sexo existe además para mantener unida a la pareja, es decir, está al servicio del amor.

¡Qué bonito…! Pues sí, qué bonito, pero también qué útil. Porque esta teoría no contradice, ni mucho menos, los principios darwinistas de selección de los más aptos, sino que los refuerza, según Lovejoy. En una economía de cazadores y recolectores como la de nuestros antepasados durante siglos y siglos, el largo periodo de desarrollo de los niños hace que una madre sea incapaz de cuidar de varios a la vez. Vivir de forma estable con una pareja conlleva que el padre se incorpore a la ardua tarea de sacar adelante a la familia, la cual se convierte, de este modo, en una unidad reproductora y también económica.

Siempre siguiendo las elucubraciones del señor Lovejoy, la bipedestación no tiene que ver ni con una adaptación a entornos naturales abiertos y despejados como los bosques, ni con la termorregulación, ni con una locomoción más efectiva, ni con la liberación de las manos para fabricar utensilios. Sencillamente, esta postura liberaba las manos y los brazos de los machos para acarrear comida hasta donde esperaban su hembra y sus crías, quienes evitaban, así, exponerse a los mil peligros que les acecharían de tener que moverse constantemente tras sus progenitores en busca de alimento y, por tanto, serían los más exitosos en la lucha por la perpetuación. (No, si va a resultar que la idea de los abuelos de que casarse sirve para enderezarte la vida es bastante más antigua y acertada de lo que hemos creído generalmente).

Colgándose de la misma rama del evolucionismo darwinista, David Buss encuentra una solución al enigma de nuestro afán por atarnos a una pareja, haciendo hincapié en las reglas básicas establecidas por las mujeres a lo largo de nuestro devenir como especie. Puesto que es evidente que muchas de ellas exigían signos fiables de compromiso masculino antes de consentir tener relaciones sexuales, los hombres que no quisieran comprometerse sufrirían las consecuencias en el mercado de la pareja, un «parqué» más despiadado que el de Wall Street. Porque en la economía del esfuerzo para reproducirse, el coste de no buscar una relación permanente sería prohibitivo para la mayor parte de los hombres. Otro beneficio, nada desdeñable, era el aumento de la calidad de la pareja que el hombre era capaz de atraer. Dado que hemos acordado que las mujeres quieren un compromiso duradero, las muy deseables tienen más oportunidad de elegir y dar con lo que desean, favoreciendo además que haya sido ese tipo de hombre quien ha logrado perpetuar sus genes y su comportamiento a través de los hijos.

PARAÍSO SIN ERECCIONES

—¿Cómo llamarías a una mujer que no ha conocido varón en toda su vida?

—Idiota.

Esta contundente y aún más lógica respuesta fue la que recibió un antropólogo occidental cuando interrogó a un miembro de la tribu de los bantúes Ila, en el noroeste de África, sobre qué palabra utilizan ellos para designar a una mujer virgen. Este pueblo comparte con otros a lo largo y ancho de nuestro planeta, como los truk, los pukapuka o los tukano, entre otros, la carencia en su vocabulario de una palabra para definir la virginidad. Esta anécdota demuestra también lo difícil que a veces resulta, incluso para mentes científicas, despojarse del lastre que supone la propia cultura para adentrarse en otra y tratar de comprenderla, no de juzgarla. Así pues, y ya que hemos echado un rápido vistazo a nuestros orígenes, no estará de más que nos detengamos un momento en ver quiénes somos antes de ponernos en marcha.

Desde aquel desgraciado asuntillo de Adán y Eva con la serpiente y la manzana, el ayuntamiento carnal y todo lo relacionado con él no ha estado lo que se dice bien visto por estos lares. Como señala E. González Duro, en el área de influencia de la cultura cristiano-occidental, tradicionalmente la moral social ha hecho lo indecible por recluir la práctica sexual en el exiguo espacio de la procreación, rodeándolo de una alambrada erizada de pecado, suciedad y comportamiento animal. Para lograrlo, se ha valido de todos los medios disponibles a su alcance y ha esgrimido todo tipo de argumentaciones, desde religiosas y filosóficas hasta legales y científicas. Este pensamiento restrictivo aún se mantiene, aunque la libertad y la tolerancia de la sociedad, cada vez más laica y civil (de civilizada), estén ganando algunas batallas y se comience a considerar, por ejemplo, que la homosexualidad no es un desorden moral ni una enfermedad.

Estas ideas, difundidas por el cristianismo, se asientan en una concepción dualista del ser humano que debemos fundamentalmente a tres pensadores: Platón, Pablo de Tarso y Agustín de Hipona, de acuerdo con el teólogo J. J. Tamayo-Acosta. Platón distinguió dos elementos en lucha feroz y constante dentro del ser humano: el alma y el cuerpo. Lo que identifica al ser humano es el alma. El cuerpo es un pesado lastre; peor aún, es una cárcel donde vive prisionera el alma en su deambular por este valle de lágrimas. Por su culpa no podemos contemplar la verdad ni conocer nada de forma pura.

Pablo de Tarso, aquel de quien Nietzsche escribió: «… sin las tormentas de aquel espíritu […] apenas hubiéramos oído hablar de una secta judía, cuyo jefe murió en una cruz», hizo suyo este dualismo platónico y lo extendió entre sus adeptos a través de una copiosa correspondencia, más tarde reunida bajo el epígrafe Epístolas de San Pablo. En esas cartas podemos encontrar afirmaciones tan esclarecedoras acerca de lo poco partidario que era de darle alegrías al cuerpo como ésta: «Siento una ley en mis miembros que repugna la ley de mi mente y me encadena al pecado que está en mis miembros» (Romanos, 7, 23). O esta otra: «Proceded según el espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne […]. Las obras de la carne son: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias […]. Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias» (Gálatas, 5, 16 y ss.).

Allá por el final del siglo IV de nuestra era, un joven norteafricano llamado Agustín, inflamado por la pasión de conocer la verdad, creyó escuchar la voz de un niño que, según él mismo nos ha contado, le repetía: «Toma y lee». Lo interpretó como una exhortación a que leyese las Sagradas Escrituras. Optó por abrirlas al azar, topándose —vaya por Dios— precisamente con esta cita del «sieso» Pablo de Tarso: «Nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias. Revestíos del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Romanos, 13, 13-14).

En ese mismo momento, Agustín decidió abrazar —castamente, por supuesto— el cristianismo y defendió, armado de un brillante estilo y una capacidad de convicción no menos penetrante, esa separación absoluta entre cuerpo y alma que se ha convertido en la teoría y la práctica oficiales de las Iglesias cristianas. A él le debemos la opinión según la cual resulta dudoso que en el Paraíso hubiese erecciones, pues, antes de la caída en desgracia de Adán, la concupiscencia no había hecho su aparición en el mundo. Agustín, para la posteridad San Agustín, Padre de la Iglesia, afirmaba que sólo lacerando el cuerpo y practicando la abstinencia sexual es posible alcanzar la salvación y volver a ese paraíso casto y puro. En especial el cuerpo de la mujer es motivo de tentación y pecado por aquí abajo. Hay que evitar exhibirlo y embellecerlo. Es más, conviene ocultarlo y mortificarlo hasta hacerlo irreconocible, pues sólo es portador de sensualidad pecaminosa y arrastra al hombre a refocilarse en un mundo animal donde imperan los más groseros instintos.

Disponemos de escasísimos ejemplos en los que nosotros, los pertenecientes a esta tradición cultural cristiano-occidental, seamos el objeto de un análisis «antropológico» por parte de miembros de otras culturas. De ahí el especial valor de una serie de discursos que Tuiavii, un jefe de la isla de Tiavea, en el archipiélago de Samoa, dirigió a sus conciudadanos para contarles lo raros que le parecimos tras la visita que nos hizo en el primer tercio del siglo XX. El jefe Tuiavii percibió con claridad la influencia de las teorías paulinas y agustinianas en nuestros modos de vivir la sexualidad: «Cada muchacha cubre su cuerpo, aunque tenga la figura de la más bella Taopou [reina de mayo], de modo que nadie puede ver y disfrutar de tan espléndida visión. La carne es pecado. Esto es lo que los papalagi [los hombres blancos] dicen, porque para ellos sólo el espíritu cuenta […]. Con toda seguridad aquellas partes del cuerpo dedicadas a hacer nueva gente y a deleitar al mundo con ellas, ¡están llenas de pecado! […] Hay un veneno viviendo dentro de cada músculo, un veneno traidor que salta de una persona a otra. Aquellos que miran la carne absorben el veneno, son heridos por él y se convierten en seres tan depravados como los que la estaban enseñando. Esto es lo que la sagrada moral de los blancos nos dice. Ésta es la razón por la que el cuerpo de los papalagi va enteramente cubierto de taparrabos, esteras y pellejos de animales…».

Con la misma claridad con la que veía nuestros tabúes, costumbres y represiones, Tuiavii también descubría algunas contradicciones flagrantes: «Nunca he entendido por qué está permitido que mujeres y muchachas muestren la carne de sus espaldas y cuello en las grandes fono [festividades] sin caer en desgracia. Quizá en ello resida la gran atención de la fiesta, en que las cosas que han estado prohibidas todo el tiempo se permiten ahora».

Al jefe samoano también le dio tiempo a percatarse de otro comportamiento, podríamos decir sexual, de nuestra cultura que nos hace absolutamente peculiares, como luego veremos: «Como los cuerpos de las mujeres y muchachas están siempre cubiertos, vive dentro de los hombres el profundo deseo de ver su carne. Algo que uno puede muy bien imaginar. Tienen eso en su mente día y noche, y hablan mucho del cuerpo femenino de tal modo que vosotros pensaríais cómo una cosa tan bella y natural puede ser pecado y debe esconderse en la oscuridad. Sólo si empezaran a enseñar esa carne podrían centrar su atención en otras cosas y sus ojos cesarían de murmurar palabras sucias cuando pasa una chica».

Tuiavii y el filósofo Michel Foucault coinciden, cada uno a su manera, claro, en este análisis. El pensador francés considera que, si pudiera establecerse una pauta cultural de nuestra forma de entender el sexo, ésta sería la de haberlo trasladado al lenguaje. Cristalizada por primera vez en Europa en el siglo XVII, esta pauta o norma tiene sus orígenes, según el pensador francés, en los penitenciales medievales y en el precepto eclesiástico que obliga a confesar todos los pecados sexuales, y ha llegado hasta nosotros en forma de numerosas manifestaciones pornográficas, sesiones de psicoanálisis o incluso en los escritos de ciertos antropólogos. Gregersen abunda en esta idea y nos define como adictos a la masturbación y la pornografía (algo que no existe en otras culturas, pues, como veremos, los manuales eróticos son libros de texto, no formas de enardecer a los lectores, ni existe tanta profusión de imágenes dirigidas a excitar la libido), además de ser la única civilización que ha creado una ciencia del sexo: la sexología. Otro rasgo que distingue nuestro entorno cultural del resto del mundo es la consideración del sexo como algo profano, por lo que, entre nosotros, no existen cultos fálicos o ceremonias que aseguren la fertilidad.

De todo lo anterior se puede deducir, como dice el profesor José Antonio Nieto Piñeroba, que en nuestra área de influencia cultural el sexo es como el fútbol. Jugar, lo que se dice jugar, lo hacen veintidós jugadores. Pero son infinitamente más los que hablan, observan y hacen comentarios sobre el partido. Porque, reconozcámoslo, nos fascina todo lo relacionado con el emparejamiento entre seres humanos. Puebla nuestros cotilleos, novelas, películas, culebrones y reality shows televisivos; nos encandila desde los anuncios publicitarios y nos intriga incitándonos a rellenar mil cuestionarios que las revistas nos ofrecen cada semana, sin que, por el momento, demos muestras de hastío.

Pasemos, pues, sin más dilación, a cumplir con el papel de apasionados comentaristas que nos ha tocado —en este momento concreto, no se vaya a creer— y vayámonos por fin de viaje para descubrir de cuántas y tan diferentes maneras se juega este partido del sexo y del amor a lo largo y ancho del mundo, pues como dice Ovidio en su Ars amandi: «Los corazones tienen tantos humores cambiantes como el rostro expresiones. Cautivar mil corazones requiere mil estratagemas».

Pero permítaseme que aproveche el momento antes de embarcar para disculparme con don Julio Verne, por si le hubiese parecido un tanto irrespetuoso el título de este libro. Aunque estoy persuadido de que un hombre de su imaginación y pasión por conocerlo todo sabría perdonar esta pequeña licencia, poco poética bien es verdad. Además, el maestro ha demostrado su talento y aprecio por las metáforas subiditas de tono; y si no, ¿qué me dicen de ese burbujeante final de Viaje al centro de la Tierra con los protagonistas encaramados en la espuma de un gigantesco chorro de agua caliente hasta ser escupidos violentamente a través del orificio que forma el cráter del volcán Stromboli?

Y a propósito del título: Groucho Marx afirma en el prólogo de sus Memorias de un amante sarnoso que quien las comprase sólo por el título estaba tirando su dinero. Ya le hubiera gustado a él —y a éste su humilde devoto también, qué caray— haber escrito algo que fuese objeto de prohibiciones, pues opina que nada excita más la voracidad hacia la literatura que saber que a un autor lo han metido en prisión por perturbar la libido de millones de personas. Aunque, pensándolo bien y teniendo en cuenta lo que a continuación va a devorar el amable lector, si va ser por alborotar la libido de los congéneres, a lo peor sí que alguien acaba entre rejas… ¡y vende un montón de libros!

Vamos, pues; ¿a qué esperamos? ¡Más madera…!