HUELES COMO PAPÁ

Tantas noches desperdiciadas imaginando y ensayando las maniobras de acercamiento y seducción. Tantos regalitos, ardientes mensajes en el móvil y litros de brebajes espirituosos con los que hacer acopio del valor necesario para dar el primer paso… derrochados. Horas y horas de gimnasio, rayos UVA y depilaciones láser… para nada. Desengañémonos, la ciencia afirma que lo que decide a una mujer a la hora de elegir pareja es el olor del hombre. Antes de que las perfumerías sufran asaltos a manos de una turbamulta de machos en celo poco partidarios del jabón, me apresuro a especificar que se trata de un aroma relacionado con los genes, y no se expende en los establecimientos del ramo. De momento.

En febrero de 2002, la psicóloga Martha McClintock y la experta en genética humana Carole Ober, dos investigadoras de la Universidad de Chicago (EE UU), publicaron en la prestigiosa revista Nature Genetics un sorprendente estudio con el que aseguraban demostrar dos cosas. En primer lugar, las mujeres tienen un sentido del olfato tan extraordinario que les permite distinguir entre ínfimas variantes genéticas de los hombres. Sostienen, en segundo lugar, que las mujeres prefieren el olor genético que más se parece al de su padre, siempre y cuando no sea tan parecido que propicie el incesto.

No se trata de que las chicas husmeen entre los pretendientes disponibles el entrañable recuerdo oloroso de su padre cuando eran niñas. Se trata más bien de algo todavía más desazonador. Lo que importa no es cómo huele papá sino qué genes, de un paquete genético llamado MHC (Major Histocompatibility Complex, Complejo Principal de Histocompatibilidad) y responsable de que el cuerpo reconozca como propia a cada una de sus partes, han pasado del padre a la hija. Bien podríamos deducir que buscan, en definitiva, una pareja con la que tener alguna seguridad de repetir el éxito reproductor que ha tenido su padre, además de asegurarse hijos genéticamente diversos y sanos.

El experimento que llevó a Carole Ober y Martha McClintock a tan sorprendente conclusión se centró en cuarenta y nueve mujeres de una comunidad anabaptista estadounidense, que desciende de doscientos fundadores allá por 1528, donde tan sólo se dan 64 combinaciones —entre millones posibles— del MCH. Frente a su nariz pusieron el aroma de un montón de camisetas sudadas durante dos noches seguidas por hombres de distintas etnias. Las mujeres no fueron informadas sobre la naturaleza del experimento ni se les preguntó nada relacionado con el sexo; tampoco vieron las camisetas. Tan sólo debieron decir qué olor les resultaba más agradable. Resultado: eligieron el que más se parecía a papá. Sin ninguna duda, las conclusiones de esta investigación pueden arrojar una nueva luz sobre los mecanismos de seducción y emparejamiento entre seres humanos. Pero no toda la luz.

El olfato no parece jugar un papel decisivo a la hora de explicar los numerosos enamoramientos que se producen actualmente a través de internet ni permite aclarar las palabras de la divina Lauren Bacall, cuando afirma que se prendó locamente de Humphrey Bogart viendo sus películas. Por fortuna, el delirio amoroso se despierta por causas mucho más numerosas y complejas que un montón de genes entrecruzándose en el éter buscando una pituitaria amable. Además, gozamos de algo que las más de las veces resulta decisivo en el amor: la libre voluntad.

Así pues, y teniendo en cuenta, como ya hemos mencionado más arriba, que tenemos propensión —como especie— a dejarnos guiar por lo visual, veamos qué significa ser bello y atractivo y cómo se consigue serlo.

ARMAS DE SEDUCCIÓN

¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué las mujeres tienen los pechos permanentemente hinchados? Vale, quizá no sea esto lo que más espabile la imaginación cuando se piensa en esas turgencias. Sin embargo, sabemos de alguien que sí ha dedicado su tiempo a este asunto: Desmond Morris. En su conocido ensayo El mono desnudo, aventura una teoría de lo más sugerente —en el más amplio sentido de la palabra, como dentro de un momento comprobaremos— y que nos ayudará a comenzar a desentrañar los múltiples enigmas de la atracción entre humanos con fines sexuales.

Morris parte de una evidencia biológica: entre las especies primates subhumanas, incluidos los grandes simios, los pechos de las hembras sólo aumentan de tamaño durante el periodo de lactancia. Sin embargo, las hembras humanas desarrollan su pecho en la pubertad y así permanece con independencia de que tengan descendencia y amamanten o no. Asimismo, su tamaño depende de unos tejidos grasos que nada tienen que ver con las glándulas que segregan la leche ni con la cantidad que son capaces de producir estas glándulas. Por lo tanto, su verdadera función debe obedecer a otras necesidades, pues, como nos dejó dicho Darwin, aquel órgano que no se usa se atrofia, y que cada cual se aplique esta máxima como y donde considere.

Fue Desmond Morris el primero en plantear una solución al dilema. Los pechos abultados no son otra cosa que la traslación de las señales sexuales desde la parte trasera del cuerpo de los primates (donde aparecían en forma de tumescencias perineales encargadas de comunicar a los machos que la hembra era receptiva) a la parte delantera, en consonancia con la posición bípeda que hemos adoptado los humanos y la propensión al examen visual inmediato que tenemos, heredada de nuestros ancestros simios. Del mismo modo, el vello púbico y la posición de los genitales externos masculinos y femeninos se han adaptado a la utilización de la parte delantera del torso, en posición vertical, para los escarceos sexuales. Morris lleva mucho más allá sus deducciones, hasta afirmar que los senos y los labios de la mujer forman una unidad en la cual la abertura de bordes encarnados de la boca no es sino una representación de la abertura de bordes encarnados de una vagina de simia.

Marvin Harris considera que la teoría de Morris es quizá fantasear demasiado a la hora de comprender por qué, en los humanos, los pechos sustituyeron como semáforos sexuales a las señales perineales. Este antropólogo considera que unos pechos rebosantes excitan a los machos humanos sencillamente porque están relacionados con el éxito reproductor en tanto que son la prueba fehaciente del buen estado físico de quien los luce.

Los senos femeninos están formados fundamentalmente por grasa almacenada —al menos hasta el triunfo actual del imperio de las «Barbie Melones» donde la silicona y demás prótesis quirúrgicas están invadiendo ese espacio— y las mujeres de grandes pechos suelen tener amplias reservas de grasa no sólo en el busto sino también en el resto del cuerpo. Es decir, cuentan con reservas suficientes para afrontar el embarazo y la alimentación de las crías aún en circunstancias de grave carestía alimenticia. De tal modo, afirma Harris, la selección natural habría favorecido a las hembras de senos permanentemente desarrollados y pendulares y a los machos que las encontraban sexualmente atractivas. Sin embargo, conviene no olvidar que el potencial de los pechos grandes, como señal sexual, quizá fuese más intenso en los primeras fases de la evolución de los homínidos, antes del despegue cultural. Porque resulta evidente que no se trata de un patrón común a todas las culturas. Frente a la, en apariencia, patológica obsesión de los norteamericanos por las pechugonas, podríamos contraponer, por ejemplo, a los ulithis de Micronesia, estudiados por William A. Lessa. A estos isleños del Pacífico no les excitan en absoluto los pechos femeninos y no comprenden por qué armamos tanto alboroto a cuenta de ellos. Por su parte, las chicas muria, en el centro de la India, sustentan su atracción erótica en la forma en la que llevan la ropa, sus adornos y sus hombros, porque, como dicen los hombres muria, «la belleza de una muchacha está en sus pechos, pero sus pechos no persisten; sólo sus hombros jamás nos traicionan». Incluso en nuestro propio ámbito no siempre fuimos tetudadictos, pues en los locos años veinte se pusieron de moda las chicas garçon, de pecho plano, y no existen datos para afirmar que fuesen menos cortejadas o deseadas.

Ya en 1871, al mismísimo Charles Darwin le preocupó el tema y se puso manos a la obra con el fin de realizar un detallado estudio sobre las preferencias sexuales en distintas tribus de todo el mundo. Buscaba un patrón común, una clave que explicara la atracción física. Pero la única conclusión a la que pudo llegar es que los humanos tendemos a exagerar y a admirar los rasgos o características que nos son más comunes. Estudiosos posteriores han preferido hablar de la capacidad de atracción de la simetría corporal, algo que la cultura griega clásica convirtió en canon artístico, basado en la proporción y la armonía de formas. Al parecer, una forma corporal simétrica envía un mensaje subconsciente de aptitud para la procreación e inicia el proceso de atracción. Siempre según esta teoría, las características fenotípicas de la asimetría son señales de problemas genéticos subyacentes que advierten de futuros problemas. Por fortuna para feos y contrahechos que en el mundo son, la realidad nos muestra a cada paso que esto no es siempre así y que hay muchos más factores, además de la apariencia física, a la hora de ser aceptado por una pareja.

Lo que sí se puede afirmar es que los criterios sobre qué es atractivo desde el punto de vista físico difieren enormemente según las distintas zonas del mundo. En opinión de Donald Symons, es imposible definir unos patrones comunes más allá de una buena dentadura, ojos claros o el paso firme, tal vez porque sencillamente son indicativos de buena salud y ya hemos visto lo importante que ha sido este factor a lo largo de nuestra historia evolutiva. Más claro, generalizado y hasta justificable parece ser lo que repugna: espinillas, malos olores, suciedad, mal aliento…

En definitiva, podemos concluir que la apariencia física es o no atractiva dependiendo de las circunstancias concretas de cada cultura. Gregersen aporta un ejemplo que corrobora esta afirmación. En ciertas tribus del oeste de África las mujeres son encerradas antes de su matrimonio en unas «chozas de engorde», donde se dedican única y exclusivamente a engullir grandes cantidades de comida con las que ganar el mayor peso posible. No nos resulta muy difícil hacer una comparación con lo que pasa entre nosotros, donde la grasa ha sido equiparada a la peste bubónica y acatamos sin rechistar la dictadura de la talla 36. Hordas de futuros matrimonios se martirizan en el gimnasio y roen zanahorias y ramas de apio durante las semanas previas a su enlace con el fin de perder unos cuantos kilos.

Por lo que se refiere a los hombres, Gregersen afirma que el ideal de belleza masculina tiene más que ver con la fuerza, la riqueza, la inteligencia o su disposición frente al trabajo. En definitiva, son características no físicas las que resultan al final determinantes a la hora de hacer atractivo a un hombre. Así lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que las mujeres de la India codicien al hombre que es capaz de capturar más búfalos en un acto ritual de gran prestigio que se celebra durante los funerales. «Por más hermoso que sea el rostro», dicen las mujeres de la tribu muria, en el centro de la India, «hay que saber si es buen trabajador. Desviamos la vista si es un holgazán».

Pascal Dibie, en su Etnología de la alcoba, llama la atención sobre un párrafo de un famoso texto chino, el Che-king, en el que se encuentra uno de los retratos más delicados —y sorprendente a nuestros ojos— de una dama de la alta nobleza, Cuang-Kiang. Lo traemos a colación porque resulta otro luminoso ejemplo de la diversidad cultural a la hora de definir la belleza. En él se comprueba cómo los chinos unen los conceptos de belleza y sexualidad al amor por el mundo vegetal, tan propio de su civilización. De hecho, los hombres dispensan a la mujer las atenciones de un jardinero:

«Cuando Cuang-Kiang aparece con sus dedos delicados como nuevos retoños, su piel blanca como afeite, su cuello fino como un gusano, sus dientes semejantes a las semillas de calabaza, su frente ancha como la de las cigarras, sus cejas parecidas a las antenas de los gusanos de seda, el poeta pide a la gente que se retire muy pronto y no canse con su presencia al afortunado señor de esta hermosa mujer de talla imponente».

DESTAPARSE PARA NO PROVOCAR

Ya hemos visto lo mucho que asombraba al bueno del jefe Tuiavii el empeño que ponemos los occidentales en ahogarnos el cuerpo entre pellejos de animales muertos, esteras y telas. Claro que, al jefe samoano, precisamente por no conocer bien nuestra cultura, se le escapaba lo sugerentes y excitantes que también pueden llegar a ser para nosotros algunas prendas textiles o una determinada forma de llevarlas. Porque, a lo largo y ancho del planeta, la costumbre de cubrirse el cuerpo puede ser tanto un símbolo de pudor como de sensualidad. En algunas culturas, el desnudo se vincula a la lujuria; en otras, a la pureza. Por ello, ni mucho menos debemos considerar automática la relación que nuestra cultura ha establecido entre desnudez y concupiscencia. Sin embargo, el empeño misionero occidental por extender, cuando no imponer, su forma de pensar ha provocado en los pueblos iluminados serias contradicciones. Así, por ejemplo, en ciertas culturas del sur de África, enseñar el cuerpo era un símbolo de moralidad, pues consideraban que quien tapa sus genitales o los pechos es que quiere ocultar una vida licenciosa, la causante, dentro de su forma de pensar, de tener cuerpos débiles y vergonzantes. Pero la influencia de los misioneros les está poniendo en un grave dilema. Si van desnudos son vilipendiados y reprendidos por los clérigos. Pero si les hacen caso y se visten, son los ancianos de la tribu, que no aceptan las nuevas creencias cristianas y gozan del respeto de la comunidad, los que muestran su escándalo ante tamaña evidencia de una moral sexual licenciosa.

Un trabajo de Gwen J. Broude y Sarah J. Green pone de manifiesto que de 186 culturas estudiadas, tan sólo seis practicaban el desnudismo masculino y, de éstas, sólo en cuatro era común el femenino. Estas cifras revelan que el considerable esfuerzo realizado por los misioneros cristianos, entre otros, para erradicar la desnudez de todos los rincones del globo ha sido bastante fructífero (con el efecto colateral de la alegría que esto debe causar a la industria textil). Hace tan sólo cien años había muchos más pueblos que despreciaban o no tenían en cuenta la indumentaria.

Otra relación «automática» que debiéramos desterrar es la que une desnudez y falta de pudor. A los kwoma, junto al río Sepik, en Papúa-Nueva Guinea, se les inculca, desde la niñez, un profundo sentido del pudor. Los adultos reprenden, y hasta llegan a golpear, a los niños sorprendidos mirando los genitales de una chica, lo cual debe resultar difícil de evitar, ya que todos van desnudos. Un comportamiento correcto de un chico frente a una chica pasa por clavar la mirada en el suelo o sentarse dándole la espalda. Es más, si un hombre se cruza con una mujer, no deben hablar hasta que hayan pasado de largo.

Las chicas kwoma no lo tienen más fácil. Su vida está regida por estrictas reglas. Así, por ejemplo, reciben una severa instrucción sobre cómo deben sentarse. Nunca lo harán con las piernas abiertas o dobladas hacia arriba, sino con ellas extendidas en línea recta y juntas, y tampoco se les ocurrirá inclinarse frente a un hombre. El castigo para aquellas chicas que no guardan estas normas de conducta es social: son tachadas de licenciosas y sus posibilidades de contraer matrimonio se reducen dramáticamente.

Otras culturas experimentan un pudor que podíamos definir como «localizado». Las mujeres del pueblo naga, en la India, al igual que las de una tribu que vive en un pueblo tailandés en las cercanías del Mekong, sólo cubren sus pechos, dejando a la vista el pubis. Piensan que es absurdo tapar algo que todos han podido ver desde que nacieron. Sin embargo, los pechos se desarrollan bastante después. Por eso consideran que deben ocultarlos.

En ocasiones, el pudor en algunos pueblos no está relacionado directamente con los órganos genitales. Por ejemplo, algunos grupos brasileños sienten gran pudor cuando se les despoja de sus aros nasales, de igual forma que algunos indios de Alaska lo sienten respecto a la pérdida de sus adornos labiales o, en la China tradicional anterior a la revolución, cuando se desprendían de los calcetines.

En varias sociedades de Oceanía, los hombres utilizan como única prenda de vestir, si es que se le puede considerar como tal, un adminículo que intriga a los antropólogos, pues no han sabido aún desentrañar cuál es su verdadera función y si tiene algo que ver o no con el pudor. Se trata de las fundas peneales o falocriptos. Suelen estar hechas de materiales vegetales, tales como calabazas vaciadas o troncos huecos de bambú, y a veces alcanzan un enorme tamaño pues van desde la base del pene, en cuyo interior se refugia, hasta la garganta. En principio no tienen una función anticonceptiva dado que se desprenden de ellas para copular, y también para orinar. Tampoco parece que sirvan para ocultar el pene, si bien quienes lo usan identifican el decoro con el acto de cubrir el glande. Pero son tan grandes y de una complejidad tal que casi obligan a dirigir la atención hacia los órganos genitales en lugar de ocultarlos. Además, los adornan profusamente con dibujos, plumas o colas de animales, lo cual no los convierte precisamente en un monumento a la discreción. Algunos autores han querido interpretarlos como una forma de impresionar tanto a las mujeres como a los enemigos, haciendo gala de una enorme virilidad.

Si de alcanzar la desnudez se trata, probablemente la forma más radical sea la depilación. Quitarse el vello corporal es un hábito que podemos encontrar en todos los continentes. Resulta curioso descubrir que, según Gregersen, no existe una cultura, a excepción de los bororo, cuyo hábitat está en el sur de América, en la que los hombres se depilen si no se depilan también las mujeres. Entre los bantúes ila se observa una peculiar costumbre que une depilación y matrimonio. Al alba de la mañana posterior a la consumación del matrimonio, la esposa se dedica a rasurar el vello púbico y la barba de su esposo. Y tendrá que ser muy minuciosa en esa tarea, porque una anciana del poblado se acercará más tarde por la casa para comprobar su pericia pasando los dedos por los genitales y la cara del marido y asegurarse así de que están suaves.

Y ya que nos hemos trasladado hasta estos territorios corporales, centrémonos en ellos desde el punto de vista del atractivo físico, pues son muchas las sociedades que tienen criterios estéticos bien definidos acerca de los genitales tanto femeninos como masculinos, sobre todo en lo que se refiere a su magnitud.

EL TAMAÑO… ¡VAYA SI IMPORTA!

«¿Alguien sabe si existen pesas para desarrollar el miembro viril?

Si es así, me gustaría saber si se puede ir a algún gimnasio para utilizarlas, porque en casa no las puedo tener, ya que las vería mi madre.

Gracias a todos por su ayuda».

Este mensaje de auxilio, encontrado en una página web durante la redacción de estas líneas, nos muestra bien a las claras que la preocupación por el tamaño del miembro viril sigue siendo una de las obsesiones más acendradas entre los hombres. Y también explica hasta dónde están dispuestos a llegar algunos para alargar un poco su anatomía por ese extremo (¡colgarse de ahí unas pesas! ¿Y qué pensaba hacer con ellas, series de «levantadas»?). Disponemos de unos 22 500 centímetros cuadrados de superficie corporal para ser explorados, besados o acariciados, pero parece que a algunos hombres sólo les obsesionan los que creen no tener, los que les faltan para sentirse de verdad machos. Con el fin de aliviar en lo posible a este internauta, y a todos los que comparten su complejo, conviene señalar que tenemos el pene más largo de todos los primates, con una cumbre registrada —aunque no confirmada por fuente fidedigna— entre las piernas del ciudadano norteamericano cuyo nombre artístico era Long Dong Silver (Gran Badajo Silver, en traducción libre). Este superdotado cargaba con unos escalofriantes 48,3 centímetros. En cambio, un macho adulto de gorila, de unos noventa kilos de peso, dispone de apenas cinco centímetros en erección para cumplir con su harén de hembras.

Lo cierto es que esta ofuscación por el sistema métrico decimal en los genitales masculinos está bastante extendida y aparece en numerosas culturas. Entre los chinos y otros grupos de Extremo Oriente se produce el Koro, un síndrome cultural que no es otra cosa que una respuesta psicosomática de la preocupación masculina por «dar la talla». Sus síntomas son ansiedad, palpitaciones, dolores precordiales, temblores y sensación de muerte inminente. Pero el más llamativo de estos síntomas es que el enfermo cree que se le está encogiendo el pene o retrayéndose en el abdomen. Como señala David D. Gilmore en su obra Hacerse hombre, este síndrome, muy extendido en Asia, se ceba en jóvenes y adolescentes de personalidad débil o dependiente, agobiados por no ser capaces de satisfacer los estrictos patrones de actuación que su cultura establece. Dicen que son las situaciones límite las que nos desvelan cómo somos de verdad y también cuáles son los fantasmas que nos aterrorizan. Así pues, el testimonio del reportero de guerra Michael Herr sobre sus experiencias en el conflicto de Vietnam nos pueden ahorrar más circunloquios sobre la importancia que se da a los genitales masculinos en nuestro entorno cultural. «Algunos temían la herida en la cabeza, otros en el pecho o en el estómago, pero todos temían la herida más herida de todas las heridas: la Herida. Algunos rezaban y rezaban (sólo tú y yo, Dios, ¿vale?). Ofrecían lo que fuera, por librarse de aquello: llévate las piernas, las manos, llévate los ojos, llévate esta vida puñetera, llévatela cabrón, pero, por favor, por favor, por favor, éstos no te los lleves. Cuando caía un proyectil en un grupo, todos olvidaban la andanada siguiente y se lanzaban a bajarse los pantalones, para comprobarlo con histérico alivio, […] sostenidos por su propio alivio y por la conmoción, la gratitud, la adrenalina».

Se han ingeniado los más singulares remedios para hacer crecer los penes de pequeño tamaño, quizá con el sueño de convertirlos en «máquinas terroríficas, más propias de asnos que de hombres», como definió un antropólogo de principios del siglo XX a algunos penes de sudaneses arabizados que había contemplado. Entre los sirionó está muy extendida la creencia de que el pene debe ser cuanto más grande mejor. Los varones usa, por su parte, se complacen en pregonar en sus canciones de alabanza que son unos «rompedores de vaginas». Por poner una nota discordante y enfriar tanta testosterona suelta, si acudimos al famoso texto erótico de la tradición hindú Ananga Ranga, descubriremos una opinión diferente, amén de algo más elaborada, sobre el tema de las tallas: «El hombre cuyo linga [pene] sea muy largo, será pobre toda su vida. En cambio, aquel cuyo linga sea muy grueso será afortunado. Aquel cuyo pene sea corto será un rajá».

En nuestro ámbito cultural los que «la tienen pequeña» no se sienten precisamente rajás, sino más bien parias. Entre nosotros este trauma ha hecho florecer un gran negocio donde conviven clínicas dedicadas al alargamiento de pene por medios quirúrgicos y más o menos científicos con empresas que comercializan rocambolescos, y también bastante peligrosos, aparatos similares a ordeñadoras eléctricas que lo succionan o bien lo retuercen o lo someten a tracción.

El Kamasutra ofrece otro método de elongación del pene que se nos antoja igualmente arriesgado, de dudoso éxito y doloroso. El manual erótico hindú aconseja al hombre que se dé friegas en el falo con las púas de ciertos insectos que viven en los árboles. Después tiene que untarlo con aceite durante diez noches consecutivas. Una vez transcurrido ese tiempo, el sujeto se aplicará las púas de nuevo. Repetirá el procedimiento hasta que se produzca el alargamiento. Entonces, el paciente (y tan paciente que debe ser; más que el santo Job) se tumbará boca abajo, dejando colgar el miembro a través de un agujero practicado en su choza. En el milenario texto indio se asegura que los efectos de este método son eternos, que es lo menos que se le puede pedir después de lo que ha tenido que sufrir.

La sexóloga Pilar Cristóbal hace referencia, en su libro Prácticas poco usuales del sexo, al uso de abejas para lograr la prolongación del orgasmo, aumentar la sensibilidad del pene así como su grosor. El proceso se inicia poniendo dos abejas en un bote que se agita con el fin de atontar a los agresivos insectos. Luego se les toma por las alas para situarlas a ambos lados del glande y, mediante una suave presión, obligarlas a que claven su aguijón e inoculen el veneno. Cristóbal afirma que la picadura apenas se nota. Lo que sí se percibe es el escozor posterior cuando el pene se hincha. Recomienda atarse la base del falo para evitar que la hinchazón se extienda, aunque no tan fuerte como para impedir la circulación de la sangre. El resultado es que el grosor del miembro aguijoneado puede dilatarse hasta veintidós centímetros.

Y ya que estamos hablando de recetas, un antiguo tratado árabe aporta una para favorecer la erección que todavía hoy es utilizada por algunos pueblos. Consiste en elaborar una pomada con la que friccionar el pene; la crema se confecciona con 40 gramos de azucenas, frutos del bosque triturados (fresas, moras, frambuesas…), un poco de mostaza y almizcle. Y si no funciona, al menos le dará un sabor y olor interesantes.

A propósito, conviene dejar muy claro que el amable lector no se halla ante un libro de cocina en el que el autor ha probado todas las recetas antes de ofrecérselas. La naturaleza nos ha dotado de muchos más centímetros de intestino que de otros apéndices para arriesgar en aras del conocimiento y la divulgación científica.

Los órganos sexuales femeninos también son sometidos a una panoplia de criterios estéticos a los que atenerse para resultar atractivos. Los mangaianos varones sienten cierta preocupación por el tamaño, forma y consistencia del monte de Venus, así como por el grado de aspereza y despunte del clítoris. Los habitantes de las islas Marquesas sienten predilección por los pubis lisos. Los sirionó se inclinan por las vulvas gruesas y los de la isla de Pascua por los grandes clítoris.

Quizá el ejemplo más divulgado por los antropólogos de la preferencia estética por unos grandes labios de la vulva sea el «delantal hotentote» que lucen las jóvenes khoikhoin (hotentote es un término, más bien peyorativo, puesto de moda por los afrikáners que colonizaron el sur de África). Pero no es el único, ni mucho menos. El estiramiento de los labios menores es del gusto de los dahomey, de los habitantes de las islas Marquesas o de los tonga, entre otros. Con diez o doce años, las niñas de la tribu africana de los venda comienzan a tirar de ellos para alargarlos. Si no lo hacen, son acusadas de perezosas y les reprochan que «pareces un palo, un árbol sin ramas, un agujero sin más». Las chicas de Ponape, una isla de Micronesia, al este del archipiélago de las Carolinas, utilizan un método singular para conseguir un clítoris y unos labios más grandes. Según el estudio de Clelland S. Ford y Frank A. Beach, las ponapeanas dejan que viejos de la tribu, ya impotentes, golpeen, chupen y tiren de ellos. También se valen de la picadura de ciertas hormigas para hacer que aumenten de tamaño, debido a la inflamación que provocan.

Entre los kgatla, unos labios menores grandes poseen un inmenso valor erótico, siendo en ocasiones denominados «lo que excita al toro». Por lo tanto, es comprensible que las mujeres de este grupo, que habita las altas praderas del extremo sur de África y pertenece a los tswana de lengua bantú, se preocupen bastante por poseer una vulva de grandes labios. Con la llegada de la pubertad, las muchachas kgatla comienzan a tirar de ellos, frecuentemente ayudadas por las amigas. Si no se produce el resultado apetecido en un tiempo prudencial, recurren a la magia. Matan un murciélago para cortarle las alas, quemándolas acto seguido. Con las cenizas y un poco de grasa, las muchachas elaboran un ungüento que aplican sobre los labios, después de haberles practicado unas incisiones. El fin de este mejunje esotérico es conseguir que alcancen la longitud de las alas del murciélago.

Alas de murciélago y falos descomunales pueblan las fantasías y las neurastenias de muchos de nuestros congéneres y simbolizan el afán por poseer unos atributos físicos irresistibles con los que gustar y atraer una pareja. Aunque quizá no sean más que eso: fantasías que enmascaran el temor a la soledad y a enfrentarse a la propia realidad; a no ser queridos y aceptados.

CONCURSOS «MISTER WODAABE»

Cortes, quemaduras, escarificaciones, inserción de cuerpos extraños en el cuerpo, maquillajes, tatuajes o pinturas corporales. Son asombrosamente numerosos los métodos que hemos ingeniado para hacernos más bellos actuando directamente sobre nuestro cuerpo. El norteamericano Melville J. Herskovits nos habla de la costumbre entre las jóvenes dahomey de lucir en su mejilla izquierda una pequeña escarificación circular. Cuando se emocionan, esa cicatriz palidece y significa que es ahí donde deben besarlas. Pero estas chicas también adornan su cuerpo con otras escarificaciones cuyo mensaje es más atrevido. En la parte interna de los muslos se practican una red de incisiones que el estudioso califica de «turbadoras». Su nombre es zidón, cuyo significado no puede ser más preciso: «Empújame». Otras señales, esta vez acústicas, pero igual de excitantes, son las que emiten las mujeres de las islas Truk con unos artilugios insertados en sus labios menores. Según parece, el tintineo que producen al caminar tiene un efecto intensamente erótico.

Las mujeres del pueblo surma, que vive de forma seminómada en el montañoso suroeste de Etiopía, junto a la frontera con Kenia y Sudán, se insertan algo bastante más voluminoso e incómodo. Los hombres surma pintan su cuerpo con unos dibujos geométricos a base de tiza mezclada con agua con el fin de atraer a las mujeres e intimidar a los enemigos. Las mujeres también se decoran con esa mixtura la cara y los senos, pero su belleza y valor se mide sobre todo por un adminículo que llevan inserto en la boca. El proceso se inicia, cuando las chicas rondan los veinte años, con la perforación del labio inferior, para luego ir agrandando el orificio con discos de barro cocido cada vez más grandes y que no suelen quitarse en presencia de los hombres. Su tamaño es una cuestión importante, pues fija el número de reses que el padre de una novia puede pedir a cambio de su mano. El plato más grande que vieron las periodistas de la National Geographic Society, Carol Beckwith y Angela Fisher, que pasaron cinco años con los surma, le valió al padre de la chica nada menos que cincuenta cabezas de ganado. Gregersen hace referencia a otra tribu que también usa los discos labiales, los sama. Sin embargo, parece ser que comenzaron a utilizarlo por un motivo completamente distinto: para hacer a sus mujeres repulsivas a los traficantes de esclavos. Pero, con el paso del tiempo, la costumbre acabó por gustarles, aunque después entró en decadencia.

Antes de enfrentarse al disco, las niñas surma tienen que cargar con otra pesada obligación. Cuando alcanzan la pubertad, se les obliga a llevar delantales de piezas de acero (por ejemplo, vainas de balas de rifle) que pueden pesar más de cuatro kilos, para evitar que tengan relaciones sexuales. Deben vestirlos hasta que se casan. De hecho, un delantal muy elaborado ayuda a encontrar marido. Y si el delantal/cinturón de castidad no cumple su función y una chica se queda embarazada fuera del matrimonio, sufre la humillación de no llevar plato en el labio, incluso si el hombre accede a casarse con ella y entrega cabezas de ganado a sus padres.

Si alguien puede afirmar que la belleza pesa, ésas son las mujeres jirafa de la tribu karen. Este grupo, originario de la zona montañosa de Myanmar, la antigua Birmania, se ha visto confinado en una aldea en territorio tailandés tras decenas de años de guerras civiles. Es mundialmente conocido por los numerosos adornos de latón que llevan sus mujeres en el cuello, algunas también en antebrazos y tobillos, y que les dan ese aspecto de estilizadas modelos de Modigliani. El primer anillo se les pone a las niñas a los cinco o seis años y se les van añadiendo collares macizos de aproximadamente un kilo de peso cada cierto número de años, hasta el momento de su matrimonio, en el que el collar tendrá un máximo de veinticinco vueltas. Resulta obvio señalar que tamaña presión limita sus movimientos de forma drástica, pero supone una fuente de ingresos para su pueblo. Más de cien mil turistas visitan cada año esta aldea sin agua ni luz eléctrica, ávidos por contemplar a estas mujeres, víctimas, según algunos antropólogos, de una costumbre que encierra, en el fondo, una cruel forma de dominación masculina.

Los grupos feministas no son ya los únicos en identificar los concursos de belleza femenina con otra forma de explotación y «cosificación» de la mujer por parte de los hombres. Y afirmaciones como la de un concejal de Algeciras (Cádiz), donde se celebró el certamen de Miss España 2001, no ayudan precisamente a que cambiemos esta opinión. Con campechano desparpajo, el prócer municipal afirmó en una rueda de prensa que para él «la mejor miss es la candidata de León, pues, además de guapa, es sordomuda». En esto de los concursos de misses también es una curiosa excepción el área de influencia de la cultura occidental. Hasta donde han llegado las investigaciones de expertos como Edgar Gregersen, no existen en culturas ajenas a la nuestra celebraciones de este tipo de certámenes de belleza, con una única excepción: los wodaabe del desierto del Sahel. Pero quienes compiten son los hombres. Un jurado de mujeres se encarga de decidir quién es el más guapo, algo así como el mister wodaabe de la temporada.

«Eres bonita desde la frente hasta debajo de la nariz, pero entre la nariz y la barbilla eres menos interesante. Desde el cuello hasta la cintura estás bien, pero no lo estás entre la cintura y los muslos. Las rodillas y los tobillos son excelentes, y lo más bonito de todo son tus pies».

Es probable que alguien haya pensado, al leer las líneas precedentes, que su autor es Luis María Anson, en funciones de inveterado juez de los ebúrneos muslos de las bellezas patrias. Pero se equivoca quien así elucubre. Tan incisivas y pormenorizadas apreciaciones estéticas pertenecen a Mokao, un hombre wodaabe a quien la fotógrafa y escritora Carol Beckwith cometió la temeridad de pedirle una opinión sobre su belleza. La cara de Carol debió delatarle, porque Mokao se apresuró a afirmar que tenía una nota muy alta en togu, un término que aúna encanto, personalidad y magnetismo, algo que «para nosotros es mucho más importante que la belleza física. Los que tienen togu nunca estarán solos». Mentira cochina. O al menos, mentira piadosa, como más adelante veremos.

Los wodaabe llevan una dura vida nómada, siempre en busca de pasto y agua para sus rebaños, a lo largo y ancho del Sahel, un árido e inclemente territorio de África occidental que limita al norte con el Sáhara y al sur con la sabana. Se trasladaron allí desde Nigeria a finales del siglo XIX, huyendo de la presión colonialista británica y de la influencia musulmana. Wodaabe significa «el pueblo del tabú» y, de hecho, su vida está regida por infinidad de prohibiciones, como, por ejemplo, no mirarse a los ojos cuando se saludan o no dar la mano a la esposa en público, y códigos de comportamiento sustentados sobre conceptos como el semteende, la reserva y la modestia, o el munyal, la paciencia y la fortaleza.

Con la llegada de la temporada de lluvias, que atempera un tanto su áspera vida, tienen lugar unas ceremonias anuales sobre las que gira la vida de los woodabe: el worso y el geerewol. En el worso los grupos pertenecientes a un mismo linaje se reúnen, ataviados con sus mejores vestidos, para celebrar los matrimonios y nacimientos que han tenido lugar durante el año. Es también el momento en el que los hombres presumen ante la familia montando sus mejores camellos y las mujeres pueden exponer su colección de calabazas ceremoniales, el símbolo de su riqueza y motivo de orgullo para sus maridos. Durante varios días, se suceden los cantos y bailes, así como el sacrificio de animales para celebrar banquetes. Las narraciones de historias duran hasta bien entrada la noche, como culminación de unas celebraciones que reafirman su identidad como grupo en torno a un pasado común.

Unas semanas más tarde, tienen lugar unas celebraciones que superan con mucho en espectacularidad al worso. Esta vez, los dos grupos que se reúnen en un lugar determinado pertenecen a distintos linajes, con lo cual se favorecen los contactos entre jóvenes de ambos sexos fuera de su círculo de primos. El fin de este encuentro es celebrar ni más ni menos que unos concursos de belleza masculina. Y de igual manera que nuestras misses tienen que desfilar ante un jurado con distintos atuendos, los jóvenes varones wodaabe participan en dos danzas: el yaake y el geerewol.

El yaake es la competición del encanto. Para participar en ella los chicos se someten a un elaborado proceso de maquillaje, tratando de hacer resaltar las características físicas más admiradas en su cultura. Se pintan la cara con polvos de color amarillo, y se ponen una pintura negra alrededor de ojos y boca a fin de resaltar el blanco de las órbitas y los dientes, algo esencial en el canon de belleza woodabe. Para alargar la nariz, se pintan una línea desde la frente hasta la barbilla, mientras que, con una franja de cuero cabelludo afeitado, buscan resaltar su frente. Así «decorados» y vistiendo sus mejores ropas, se dirigen hacia el lugar donde tendrá lugar el yaake. Allí comienzan lo que podíamos llamar «maniobras de seducción» destinadas a mostrar su encanto, magnetismo y personalidad. Lo mismo que nuestras misses se peinan, maquillan, sonríen, caminan y contestan a preguntas anormales tratando de hacer brillar sus muchos encantos, los chicos del yaake se agitan de puntillas para parecer más altos que sus compañeros y convierten su cara en un catálogo de exageradas muecas destinadas a que se les vea más el blanco de ojos y dientes. Incluso mueven el ojo derecho de un lado a otro, una rara habilidad muy apreciada por las chicas que los contemplan. Es creencia común entre ellos que atraen a las mujeres con la fuerza de los ojos. Los mayores se pasean entre las filas de participantes burlándose y criticándoles, a fin de incitarles a ser aún más exagerados. Pero si una mujer se acerca y golpea a un chico en el pecho con la cabeza, el así señalado sabe que está impresionando y puede que acabe siendo el ganador del yaake.

Con el correr de los días festivos, la celebración se transforma en un maratón de danzas. La más destacada es el geerewol, que tiene lugar durante varias tardes y noches maratonianas. De hecho, no todos los chicos se atreven a participar, dada su dureza y lo exigentes que son las juezas. Porque son tres jóvenes casaderas, elegidas por los ancianos de acuerdo con su belleza, las que tienen la potestad de señalar qué danzantes son los más agraciados. Mientras los chicos danzan de forma frenética en medio de cantos obsesivos, las tres juezas los observan de rodillas al tiempo que esconden discretamente la mirada tras su mano izquierda.

Conforme pasan las horas, el agotamiento va haciendo mella en algunos bailarines, que no tienen más remedio que retirarse. Los que aguantan, sustituyen las plumas de avestruz de su tocado por colas de caballo y continúan aún más salvajes, siempre enfundados en unos estrechos vestidos amarrados a las rodillas y con los collares blancos cruzados sobre el pecho desnudo. Cuando las tres jóvenes responsables de la decisión última consideran que tienen un veredicto, se levantan y señalan con la mano a sus favoritos. La recompensa por esta victoria no es un coche donado por los patrocinadores ni joyas ni nada material. Tan sólo el orgullo de saberse envidiados por los hombres y deseados por las mujeres.

El final de las fiestas se sella con un buey asado que los anfitriones ofrecen en honor de los que están a punto de partir hacia sus territorios de pastoreo. Y, tras el banquete, todos desaparecen por los alrededores con un fin que Beckwith, quien pasó un año con los wodaabe, no especifica, aunque ni ella ni nosotros necesitamos mucha imaginación para suponerlo.