El día 9 de mayo ha pasado a engrosar la lista, cada vez más abultada, de los «Día de…» que festonean nuestro calendario. Pero éste, en concreto, nos interesa en estos momentos de nuestro periplo porque ha sido declarado Día Oficial del Orgasmo por el Ayuntamiento de Esperantina, una pequeña ciudad del noroeste de Brasil. La iniciativa partió de un prócer municipal preocupado, enamorado y abandonado por un problema de coordinación temporal. Don Arimatéia Dantas, concejal en esa localidad por el Partido de los Trabajadores, confesó públicamente que se le había ocurrido esta propuesta después de que su pareja le abandonase porque no era capaz de llevarla al orgasmo. «Ella era una mujer muy caliente, pero tardaba más tiempo que yo en alcanzar el orgasmo. Yo no la podía esperar y me dejó». El edil esperantino, además de aportar su frustrante experiencia personal, quiso apoyar la bondad de su propuesta con un trabajo estadístico en el que se demostraba que alrededor del 30 por ciento de sus conciudadanas se confesaban insatisfechas sexualmente porque no llegaban al orgasmo a causa de la eyaculación precoz de sus maridos. Es de suponer que una estadística tan abrumadora, quién sabe si también corroborada por las tristes experiencias propias del resto de ediles, hizo que la propuesta sobre el Día del Orgasmo fuese aprobada por unanimidad, con una única excepción. El alcalde, el conservador José Inaldo Franco (cuyo apellido nos lleva a pensar en una maldición capaz de superar océanos o en lo atinadas que son a veces ciertas coincidencias), afirmó que él no hablaba de «esas cosas» en público y que le parecía una ley pornográfica. Pues el señor alcalde no querrá hablar de ellas, pero «esas cosas» son un ingrediente muy importante en su vida —las practique o tan sólo las añore—, como lo es de los miles de millones que hacemos que la Tierra sea, presuntamente, un planeta con vida inteligente.

Por fin —dirán algunos—, vamos a conducir nuestros pasos hacia el meollo del asunto que nos traemos entre manos. A los impacientes nos gustaría advertirles que, como tan duramente ha aprendido don Arimatéia, los apresuramientos nunca son buenos en el amor y, además, «hasta el rabo todo es toro». La cópula, el coito, la fornicación, la «escena primitiva» de los freudianos es lo que va a ocupar las próximas páginas, donde veremos de qué diversos modos algunas culturas se las ingenian para pespuntear su existencia de nueves de mayo.

EL COITO COMO RITO

En un buen número de sociedades la cópula aparece asociada a rituales religiosos, creencias y ceremonias de la más variada índole, además de las que nos pueden parecer más obvias por estar relacionadas con la fertilidad de su comunidad, sus ganados y tierras de cultivo.

Las viudas en los pueblos africanos twi, tonga o yao tienen la obligación de acostarse con un hombre que no sepa que ella acaba de perder a su marido. Lo tienen que hacer si quieren librarse de una vez por todas de su marido. Estos pueblos creen que el espíritu del muerto seguirá rondando a su viuda hasta que ésta no le sea «infiel» con un desconocido.

Los muchachos kikuyu no ven terminar sus tribulaciones con la ceremonia de la circuncisión que todos los niños de esa tribu deben sufrir. Una vez le ha sido mutilado el prepucio, el chico tendrá que buscar una mujer casada y totalmente desconocida para copular con ella; a la fuerza si fuera necesario. En realidad, esta «violación ceremonial» suele limitarse a que el jovenzuelo se masturbe delante de la sorprendida señora y, como mucho, eyacule sobre su cuerpo. Una vez cumplida esta parte del ritual, el joven lleva a cabo otra ceremonia, consistente en arrojar lejos de sí un haz de estacas y los aros de madera que llevaba en las orejas hasta ese momento, en un claro símbolo de que ya se ha convertido en un hombre. De hecho, hasta no haber cumplido con todos estos requisitos, un joven kikuyu no puede ni tener relaciones ni casarse.

Los también africanos chagga y los nyakyusa tienen la costumbre de que los hijos «hereden» las mujeres de su padre polígamo, a excepción de su madre biológica. Quien piense que tamaño legado es una bicoca debe tener en cuenta que el heredero está obligado a copular con todas y cada una de las esposas heredadas en el transcurso de una sola noche. El día designado entre los chagga para cumplir con este precepto es aquel en el que a las viudas se les rapa el pelo en señal de duelo. Sólo las viudas que están en periodo de lactancia o embarazadas se librarán de cumplir este mandato. El hijo puede, por su parte, rehusar acostarse con todas estas esposas. Pero se trata de una decisión que hay que meditar, ya que, entonces, todos en el poblado entienden que ha renunciado oficialmente a sus derechos sobre todos los bienes del padre fallecido.

Por lo que respecta a los nyakyusa, más que cuestiones económicas, son razones de solidaridad sanitaria las que impelen al hijo del muerto a cumplir con la tradición. Deberá acostarse con todas las esposas de su padre, sin hacer distinción por motivos de edad o de su mayor o menor belleza. Porque si desprecia a alguna y la deja sin cumplimentar, las piernas de esa mujer se dilatarían y su cuerpo y mente se debilitarían gravemente.

Los bemba «santifican» la fundación de un nuevo poblado con un coito. Esta tribu habita la meseta nororiental de Zambia y áreas vecinas de Zaire y Zimbabue; practican una agricultura extensiva en la que queman una porción del bosque para abrir un espacio cultivable y fertilizar la tierra con las cenizas. Después de cuatro o cinco años, la tierra se agota y tienen que buscar un nuevo lugar donde recomenzar el proceso productivo. Después de haber levantado las cabañas donde va a vivir el grupo bemba, y antes de que nadie pase a ocuparlas, la costumbre ordena que el jefe copule con su esposa. Con este acto se da por inaugurado el nuevo poblado.

Los tonga, el segundo grupo tribal más numeroso de Zambia, son algo más complicados. Ellos prefieren empezar por el coito del jefe y su esposa sobre el lugar donde se van a levantar las nuevas casas. Desde ese mismo momento, todos los miembros del poblado se limitarán a trabajar duro en la construcción de sus hogares y de la empalizada que los rodeará mientras observan la más absoluta abstinencia sexual (es de suponer que esta exigencia agiliza bastante los trabajos y explica por qué no edifican rascacielos). Los tonga deben de estar ansiosos por ver el final de las obras, pues, en ese momento, y tras una ceremonia de purificación ritual, los hombres casados del poblado copulan por orden de prioridad con cada una de sus mujeres, siendo la última en hacerlo la esposa principal.

Otra peculiar costumbre la practican los habitantes de las Marquesas y está a medio camino entre el ritual y la puritita adulación. Como una muestra de cortesía hacia el jefe de la tribu o el grupo, consideran de buen gusto deshacerse en elogios sobre el tamaño y potencia de los órganos sexuales del jefe. ¡Cuántos consejos de administración discurrirían con mayor fluidez y armonía si los consejeros hicieran lo mismo cuando entra en la sala de juntas el director general!

Las parejas separadas o divorciadas de la tribu de los ganda no deben de esperar muy ilusionados la boda de una hija. Según su tradición, las parejas ganda, vivan juntas o no, tienen la obligación de copular durante ciertas ceremonias rituales y, muy en especial, en la noche del casamiento de una hija. Bien es verdad que si ambos se niegan, la tradición se muestra sensata y les facilita el mal trago dando por bueno el coito tan sólo con que la mujer salte sobre su marido.

Los hombres de las islas Marquesas tienen una participación tan activa como peculiar en el parto de sus hijos. Mantienen la creencia de que deben copular con su mujer inmediatamente después del parto. El acto debe tener lugar en cuanto la parturienta haya expulsado la placenta y se haya lavado en el arroyo. Según algunos informantes, es precisamente en esa corriente de agua donde tiene lugar el coito. La razón de hacerlo tan pronto proviene de su convencimiento de que es la mejor forma de cortar el flujo de sangre posparto.

Los inagotables lepcha también tienen entre sus costumbres sexuales un coito ritual. Tres, siete o veintiún días después del parto, los padres deben acostarse siguiendo un ceremonial preestablecido. El esposo deberá apoyarse sobre un costado. Su esposa le da la espalda mientras él la penetra lentamente y con delicadeza. El motivo último de este ritual busca que el semen eyaculado alivie los dolores puerperales.

UN TESORO QUE ADMINISTRAR

Como muestran los ejemplos que acabamos de visitar, el imaginario de numerosas culturas dota a los fluidos corporales implicados en el acto sexual de unos valores que van de lo meramente salutífero a los nebulosos universos de lo mágico y lo paranormal. La tradición cultural hindú considera el semen como una fuente de fuerza y vida que no debe malgastarse. Según creen, hacen falta cuarenta días y cuarenta gotas de sangre para que el cuerpo «fabrique» una sola de semen. El depósito donde se almacena, en una cantidad harto limitada, lo sitúan en la cabeza (algo parecido piensan muchas mentes de por aquí más aficionadas a los tópicos que a la finura intelectual). Resulta comprensible que algo tan laborioso de conseguir sea tenido como un tesoro que no debe despilfarrarse alegremente. Quien sepa mantener su depósito lleno será un superhombre. La obsesión hindú por el semen es tal que los hombres no usan jabón para lavarse pues creen que les privaría del aceite necesario para la producción de esperma. En su lugar, utilizan productos hechos a base de grasas vegetales con la esperanza de que, de algún modo, empapen las glándulas sexuales y contribuyan a la producción seminal.

Por añadidura, la cultura hindú atribuye al semen una gran capacidad contaminante. El semen eyaculado contamina tanto al hombre como a la mujer; pero, en el caso de la mujer, es más grave, puesto que la contaminación masculina es meramente externa y siempre se puede eliminar lavando los órganos genitales. En cambio, la femenina es interna. Esta creencia permite a los hombres fornicar con mujeres de una casta inferior. En cambio, que una mujer copule con un hombre de una casta inferior supone un delito, puesto que ella no podría desprenderse de la contaminación que el hombre de casta inferior le ha transmitido durante el acto. El castigo por este delito es su expulsión de la casta a la que pertenece por nacimiento.

Por otro lado, en la farmacopea tradicional hindú abundan los remedios para prevenir la aparición de poluciones nocturnas al tiempo que la masturbación es una práctica muy censurada. No, como entre nosotros, porque sea un pecado, sino porque priva al cuerpo de su vigor. El poder del semen, y su preservación, está muy extendido en esa parte del mundo y no tiene que ver sólo con motivaciones religiosas, ya que es una creencia compartida, al menos, por los musulmanes indios y los budistas de Sri Lanka.

Resulta, pues, más que comprensible su creencia de que el celibato es el primer requisito de la verdadera salud masculina y todo orgasmo, un lamentable desperdicio de una cantidad de semen laboriosamente formado, que sólo se justifica porque no hay otra forma de engendrar hijos. De ahí que los ascetas sean considerados seres especiales dotados de una enorme fuerza física y espiritual. Son éstas ideas muy extendidas que tienen acogida incluso entre las élites educadas al estilo occidental. Dominique Lapierre y Larry Colins cuentan en su libro Esta noche, la libertad que Ghandi solía poner a prueba su fuerza ascética durmiendo junto a muchachas y el tremendo disgusto que supuso para el líder de la no violencia descubrir una mañana que había tenido una erección, echando por tierra su entereza espiritual.

Ciertas sectas budistas, hindúes y jainistas equiparan el acto sexual con un rito espiritual a través del cual se llega a una «unión mística» con la divinidad. Sus adeptos masculinos deben tratar por todos los medios de no eyacular. Tienen que conducir su semen hacia la espina dorsal mediante una técnica llamada «conservación» (en sánscrito askanda). Cualquier médico o sexólogo occidental les diría que lo que le está exigiendo su religión es que lleguen a lo que se denomina incompetencia eyaculatoria o eyaculación retardada, que no es otra cosa que un trastorno sexual.

La filosofía tradicional china del Tao se basa en la oposición de dos fuerzas cósmicas: el Yin y el Yang. Esta oposición lo rige todo, incluido, por supuesto, el sexo. A riesgo de pecar de excesivamente esquemáticos, podemos decir que esta lucha se refleja de muchas maneras: oscuridad / luz, masculinidad / feminidad, corazón / estómago… Cuando se nace, el cuerpo está imbuido de estos dos principios de una forma equilibrada. El paso del tiempo hace que el Yin tienda a ganar terreno a costa del Yang. La muerte no es sino la lógica consecuencia de un desequilibrio excesivo entre ambos, lo mismo que una vida larga es fruto de saber conservar la mayor cantidad de Yang posible. En términos de sexualidad, el Yang representa el semen o la esencia seminal. Cuando el hombre eyacula durante el coito, pierde parte de esa esencia disminuyendo a la vez su volumen de Yang. A su vez, con cada orgasmo, la mujer se desprende de su esencia Yin, que pasará a engrosar los activos de Yin del hombre. En consecuencia, lo ideal para el hombre, según esta filosofía, es que encuentre el medio para no eyacular, al tiempo que logra que la mujer tenga un orgasmo. Del mismo modo, para la mujer lo más ventajoso sería no alcanzar el orgasmo y, al tiempo, extraer el Yang masculino. La abstinencia no beneficia a ninguno porque no produce aumento de Yang, lo cual, en último término, conduce a la muerte.

No es de extrañar que necesitasen prolijos manuales eróticos, de los que ya hemos hablado antes, para conseguir algo tan complicado. En ellos se anima a los iniciados afirmando que este autocontrol taoísta hace que la edad avanzada deje de constituir un obstáculo para la práctica sexual. Y también lo apoyan con asombrosas historias paradigmáticas. Cuentan el caso del emperador Huang-di, que alcanzó la inmortalidad después de haber copulado a la manera taoísta con más de mil doscientas mujeres. También narran las hazañas de la mítica Reina Madre del Oeste, quien se hizo más inmortal que el anterior al haber obtenido la esencia Yin de más de mil mujeres con las que se acostó y haberse apropiado del semen de innumerables hombres que desconocían el arte del amor y, por tanto, eran incapaces de impedir la pérdida de su Yang.

A pesar de que la ciencia ha archidemostrado que el semen poco o nada tiene que ver con nuestro rendimiento físico o mental, lo cierto es que se encuentra bastante extendida entre nosotros la idea de que la abstinencia sexual es beneficiosa. De tanto en tanto nos encontramos en los medios de comunicación con deportistas que la preconizan antes de un partido de fútbol o a cantantes que advierten de la pérdida de varios tonos si se copula antes de actuar. Quienes así piensan y actúan, puede que vivan —o no— más tiempo, pero seguro que se les hará mucho más largo su paso por esta vida.

Bien es cierto que se han propuesto sesudas teorías, como la desarrollada por Havelock Ellis, en las que se defiende que la evolución cultural es producto del proceso de transformación de la energía sexual en una serie de objetivos socialmente deseables. En esta misma línea podría situarse el concepto freudiano de la «sublimación». Don Sigmund creía que la energía psicosexual (nuestra vieja conocida, la libido) puede ser aplicada a otros fines fuera del contexto de la mera satisfacción sexual con mucho más aprovechamiento. De hecho, Freud defiende que dicha energía «desexualizada» fue uno de los principales factores que dieron lugar al nacimiento de la civilización y, en especial, del arte, en sus múltiples facetas. No sabemos que pensarán de esta teoría las parejas con familia numerosa o cómo explicar casos como el de J. S. Bach, feliz padre de 20 retoños, el rijoso W. A. Mozart, Gonzalo Torrente Ballester, con una obra aún más vasta que su progenie, o el de John Huston, con múltiples matrimonios y aventuras amorosas a sus espaldas.

Dejemos atrás las elucubraciones teóricas para dar un salto hacia el océano Pacífico y trasladémonos hasta el territorio de los étoro, para quienes el semen resulta también un artículo de primera necesidad masculina. Esta tribu, que habita las tierras altas del centro de Papúa-Nueva Guinea, comparte con los hindúes la creencia de que el semen es limitado. Cuando el hombre agota su reserva, muere. Comprenden que es necesario para tener descendencia, pero son muy cuidadosos y procuran por todos los medios no desperdiciarlo. Para hacerle un poco más complicada la vida a un joven étoro, su tradición afirma que el hombre no nace con esa provisión, sino que la consigue de otros hombres. El modo en el que se hacen con su provisión de semen, que les transforme en hombres cabales y les permita tener hijos, consiste en mantener relaciones orales con hombres mayores de su tribu. Entre los diez y los veinte años, son inseminados de este modo por los adultos, pero han de ser cuidadosos. Ser un buen mozo de aspecto rozagante no está lo que se dice bien visto entre los étoro. Le pueden acusar de brujería y de privar a sus compañeros de las preciosas reservas de semen acaparándolas para sí, como prueba el hecho de que crezca más deprisa y más saludable que el resto de jóvenes.

Gracias a los amplios trabajos de Gilbert Herdt, tenemos noticia de un conjunto de creencias similares a las de los étoro entre otro grupo habitante de Papúa-Nueva Guinea, los sambia. Ellos sostienen que las mujeres poseen todos los órganos y flujos vitales que se necesitan para «hacer» un hijo a través de una maduración que Herdt llama «natural», en contraposición con los hombres sambia, quienes se ven obligados a conseguir su masculinidad de una forma «no natura», basada en una serie de rituales secretos.

De acuerdo con sus creencias, cuando nacen, los hombres sambia tienen un órgano del semen, llamado kereku-kereku. Pero se trata tan sólo de una especie de depósito sin capacidad para producir ningún tipo de fluido. Únicamente por medio de la inseminación oral de un adulto a un joven se le puede convertir en un órgano activo capaz de procrear. Estas prácticas homosexuales institucionalizadas para conseguir la masculinidad tienen lugar durante un ritual de cinco días, tan secreto que se amenaza con la muerte a quien rompa este juramento de silencio.

Quienes van a ser iniciados son llevados a un lugar apartado. Los preámbulos suelen transcurrir entre bromas y parodias de actos sexuales en las que alguien, por ejemplo, hace que fornica con un tronco. El siguiente paso está marcado por una ceremonia con flautas, un instrumento que también adquirirá un papel esencial más adelante. A los novicios se les advierte de que deben ponerse flautas en la boca, incitándoles de esta forma, dice Herdt, en el aprendizaje de la fellatio homosexual. Los maestros de ceremonia les regañan por el mal uso que hacen de ellas y lo mal que suenan.

—¡Muchachos! Mirad a este viejo. ¿Qué pensáis que hizo? […] Todos «comieron» el pene y crecieron. Todos pueden copular con vosotros, todos vosotros podéis comer penes. Si los coméis, creceréis rápidamente.

Los guías de la ceremonia también animan a los jóvenes a que sigan el ejemplo de otros novicios.

—Cuando durmáis [copuléis] con los hombres, no deberéis tener miedo de comer sus penes. Pronto os gustará comerlos […], os daréis cuenta de que es como la leche del pecho de vuestra madre. Podéis ingerirlo todo el tiempo y crecer rápidamente […]. Cuando seáis mayores, vuestro pene será grande y no querréis dormir con los hombres mayores. Querréis copular con los muchachos. Así que debéis dormir con los hombres ahora.

Una vez han recibido toda esta serie de admoniciones, los novicios son conducidos, por primera vez, al interior de una casa determinada. Ésta será la última vez que las mujeres podrán verles en público hasta el final de la ceremonia. Al entrar, se les grita que ésa es la casa menstrual de las mujeres, al tiempo que éstas y los niños son alejados de la misma. Allí dentro pasarán varios días de agotadores rituales, después de los cuales los chicos acaban exhaustos. El último paso de la iniciación se anuncia con el sonido de las flautas, al tiempo que se renueva el juramento de silencio absoluto que deben guardar. Entonces entran en liza los hombres solteros, que se pavonean y se exhiben procazmente frente a ellos, algo que no habían hecho antes. Les enseñan las nalgas y les ridiculizan burlándose de su actitud. Pronto empiezan los encuentros eróticos que culminarán en una fellatio.

¿A TI CÓMO TE GUSTA? ¿Y CUÁNTAS VECES?

Tabla de sexualidad masculina mangaiana
Edad aproximada     Media de orgasmos por noche     Media de noches por semana
18 3 7
28 2 5-6
38 1 3-4
48 1 2-3

Tabla elaborada por D. Marshall, 1971.

Para los que ya estén cerrando las maletas y despidiéndose apresuradamente de los parientes antes de partir hacia la Polinesia, nos gustaría hacerles reparar en que la tabla se acaba en unos prematuros 48 años e insistiremos, una vez más, en que los paraísos no existen, ni siquiera en la Tierra.

A la luz de los datos, queda claro que los mangaianos tienen una vida sexual extraordinariamente activa, sobre todo durante la pubertad y antes del matrimonio. Las chicas reciben a numerosos pretendientes en casa de los padres y los muchachos compiten con sus rivales respecto al número de orgasmos que pueden conseguir. El romanticismo no es una flor que crezca en ese rincón de Oceanía. A las muchachas mangaianas no les interesan las declaraciones de amor, las caricias o los juegos preliminares al coito. La relación sexual no es una recompensa del amor, sino que el afecto es consecuencia del coito, según afirma Marvin Harris. De ahí que las expectativas de los jóvenes mangaianos se limiten por parte del varón a conseguir, al menos, un orgasmo y que el coito dure un mínimo de quince minutos por lo que a la mujer se refiere.

Frente al furor sexual que muestran pueblos como los mangaianos, o los asombrosos lepcha, la tradición judaica, en cambio, reglamenta muy estrictamente la frecuencia con la que deben copular los matrimonios de acuerdo con el trabajo del hombre. Así, en el Talmud se señala, por ejemplo, que los caballeros ociosos deben copular todas las noches. Los marineros, una vez cada seis meses; los agricultores que trabajen en su aldea natal, dos veces a la semana, o una si trabajan en otro lugar; los arrieros de mulos deben hacerlo una vez a la semana, los camelleros, una al mes, y los intelectuales, una vez a la semana, siendo la costumbre que se efectúe la noche del viernes, al contrario que los samaritanos, que prohibían el coito durante el sabbat, la fiesta judía semanal. Una primera reflexión llevaría a pensar que quizá sea el momento de ir planteándose cambiar de trabajo si eres marinero y cumples la ley talmúdica.

Pero también nos hace reflexionar sobre lo que nos gusta a los humanos reglamentar hasta el más íntimo de nuestros actos, a lo peor porque así nos sentimos menos perdidos y desorientados ante nuestra propia libertad para imaginar. El caso es que nada se deja al albur de los instintos, ni siquiera las posturas sexuales. En nuestro ámbito cultural, la postura del misionero se considera como «la natural» por antonomasia. De hecho, recibe tal denominación porque era la que recomendaban los misioneros: la más cristiana y adecuada. Con ello no hacían otra cosa que seguir las directrices de nuestro viejo conocido Pablo de Tarso, quien opinaba que la mujer debe someterse al hombre. De ahí que éste tenga que asumir la posición dominante. Sin embargo, dos pueblos tan alejados entre sí como los bororo brasileños o los habitantes de las islas Trobriand la consideran poco menos que una aberración escandalosa, por la humillación que supone para el que está debajo, además de poco recomendable, pues aplasta a la mujer y le impide responder adecuadamente. Los zulúes, simplemente, la consideran más propia de animales, lo cual no deja de ser sorprendente, además de bastante inexacto, etológicamente hablando.

El más famoso catálogo de posturas coitales lo encontramos en el Kamasutra. El sexólogo y comentarista de este manual erótico de la tradición hindú, Yashodhara, ha determinado que el número de formas posibles de realizar el acto sexual se eleva a 529. Sin embargo, un detenido análisis de sus elucubraciones nos lleva a pensar que ha inflado un tanto los datos, pues muchas de ellas sólo difieren entre sí por la postura de una mano o un pie. Así, por ejemplo, define la «postura de la vaca» como la posición a tergo, en la que el hombre toma a la mujer por detrás. «Del mismo modo», nos dice Yashodhara, «puede efectuarse la cópula del perro, de la cabra, del ciervo, la enérgica cópula del asno, la del gato, el salto del tigre, el estrujado del elefante, el roce del oso, y el apareamiento del caballo. En todos estos casos los rasgos de dichos animales deberán ponerse de manifiesto imitando sus gestos o sus sonidos».

Los isleños de las islas Truk también han hecho su particular aportación al acerbo mundial de posturas sexuales. Los propios truk parecen conscientes de su singularidad, pues la denominan «sorprendente posición truk» o lo que es lo mismo, y para que nos entendamos mejor: weche-wechen chuuk. Consiste básicamente en que el hombre se sienta con las piernas abiertas y extendidas y coloca la cabeza del pene en la abertura de la vagina de la mujer, quien se encuentra arrodillada frente a él. No llegan a la penetración sino que efectúan movimientos de arriba abajo con los cuales estimulan el clítoris. Cuando ambos se encuentran próximos al orgasmo, el hombre atrae a su compañera hacia sí y completa la penetración. Una sofisticada modalidad del mismo coito consiste en que la mujer introduzca un dedo en el pabellón auricular del hombre antes de que ambos alcancen el clímax.

En las islas Yap (Nueva Caledonia, Oceanía), practican el gichigich, una variante de la anterior. Prefieren no practicarla dentro del matrimonio, pues creen que su práctica continuada puede agotar a ambos cónyuges e impedirles rendir como deben en el trabajo. Por tanto, el gichigich se queda para los fogosos juegos entre novios. Cuando contraen matrimonio, recurren a la posición coital estándar, que es la del misionero.

Salesius investigó a este pueblo en los primeros años del siglo XX y a él debemos una descripción de esta postura sexual que ha quedado en los anales como una de las más gráficas de toda la literatura antropológica. Al igual que los truk, el hombre se sienta con las piernas abiertas e introduce apenas el pene entre los labios mayores de la mujer, que se halla sentada en su regazo, moviéndolo de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha durante un periodo de tiempo que puede ser bastante largo. El ritmo e intensidad de los movimientos varían, cosa que, al parecer, enloquece a la vez que deja exhausta a la mujer, quien comienza a experimentar orgasmo tras orgasmo, orinando un poco después de cada uno de ellos. Para el hombre también supone una experiencia en extremo placentera, a juzgar por los testimonios recogidos por Salesius.

E. Gregersen afirma que la única aportación occidental a la variedad de prácticas sexuales en el siglo XX ha sido el fist-fucking. Si bien comenzó a practicarse en lugares de «ambiente», hoy día se ha extendido a relaciones tanto homo como heterosexuales. Consiste en introducir una mano e incluso el antebrazo, previamente lubricado y despojado de cualquier objeto peligroso, como relojes, anillos o uñas, en el ano o la vagina de la pareja. Los expertos advierten que se trata de una actividad de riesgo que debe realizarse con sumo cuidado. Los interesados en esta práctica pueden consultar las páginas web o dirigirse a clubes de aficionados, como el TAIL (acróstico de la Sociedad para la Promoción del Contacto Sexual Anal, en su traducción al español) o asociaciones como la FFA, Fist-fucker of America. En esas páginas se facilitan direcciones de lugares y fiestas donde se practica habitualmente, además de un surtido material literario y videográfico.

Gracias al testimonio de Catherine Millet, hemos conocido el gusto de ciertos miembros de la tribu de los parisinos por los coitos multitudinarios. Espacios públicos de la capital francesa, como el bosque de Bolonia o la Porte Dauphine, aparcamientos o locales privados son el lugar de encuentro de grupos de hasta ciento cincuenta personas, en el caso de los más concurridos, que se reúnen para copular o, simplemente, mirar cómo otros lo hacen. Estas reuniones eróticas se denominan partouzes. En su obra La vida sexual de Catherine M., Millet nos ofrece un pormenorizado relato de esas bacanales, del cual entresacamos algunos párrafos ilustrativos: «El encadenamiento y la confusión de los retozos y los coitos eran tales que, si bien distinguía los cuerpos, o más bien sus atributos, no siempre distinguía a las personas. E incluso cuando recuerdo los atributos, debo confesar que no siempre tenía acceso a todos; algunos contactos son muy efímeros y, aunque pudiese con los ojos cerrados reconocer a una mujer por la suavidad de sus labios, no la reconocía forzosamente por contactos que podían ser enérgicos. Ha habido ocasiones en que sólo después caí en la cuenta de que había intercambiado caricias con un travestido […], hasta que Eric se separaba del grupo para venir a despegarme, como dice él mismo, “como a un hueso de la carne” […]. Me complacía esta situación de araña activa en medio de su tela».

Esta preferencia por los coitos públicos y multitudinarios también se descubre en los clubes de intercambio de parejas o en los «cuartos oscuros» que numerosos locales y bares en toda Europa o Estados Unidos ofrecen a su clientela homosexual para que practiquen el sexo anónimo y múltiple. Quienes entran en ellos ponen en juego todos sus sentidos, excepto el de la vista, haciendo del misterio y el vértigo ante una pareja desconocida un excitante más que eleve la temperatura del encuentro sexual.

Tanto las partouze como los «cuartos oscuros» se asemejan bastante a lo que hacen los pukakuka en unos locales de reunión que tienen al efecto, a los que denominan ati. Allí dentro, los hombres y mujeres de la tribu cantan, bailan y copulan libremente. Sin embargo, cuentan con una figura que no aparece en locales de intercambio sexual de Occidente. Se trata de un hombre a medio camino entre el gorila de discoteca y el maestro de ceremonias que se encarga de vigilar que todo lo que ocurra en el ati discurra por los cauces adecuados. Sobre todo, tiene como misión evitar que amantes desengañados o maridos celosos desencadenen una violenta trifulca que eche a perder la fiesta con sus salidas de tono y falta de fair play.

Además de por su agotador weche-wechen chuuk, los truk también han logrado la fama en la literatura antropológica por sus preferencias sadomasoquistas. Las chicas truk son muy aficionadas a producir pequeñas heridas o mutilaciones en el cuerpo de sus compañeros sexuales. El «progreso» que les ha llegado desde la cultura occidental se traduce hoy en que usan cigarrillos para producir quemaduras dispuestas en dos hileras paralelas sobre ambos lados del brazo de su compañero. Los hombres se contentan con producirles a sus amantes arañazos en las mejillas. Para ello, utilizan la uña del dedo pulgar, que se dejan crecer con este único fin.

Los sirionó bolivianos tampoco son un dechado de delicadeza cuando de copular se trata. Por ejemplo, ellos consideran una demostración de afecto meter un dedo en el ojo del amante. No es infrecuente que las parejas terminen sus encuentros amorosos marcados por arañazos y mordiscos. Esto se puede convertir en un problema más serio si se trata de un encuentro adúltero, pues debe de resultar difícil justificar esas marcas ante las suspicacias de sus parejas oficiales.

A fuer de ser sinceros, estas prácticas nos parecen bastante inocentes comparadas con nuestro sofisticado universo sadomasoquista, con sus herrajes, látigos, fustas, máscaras, esposas, pinzas, descargas eléctricas, mordazas, enemas, vestidos de estrictas gobernantas con afilados tacones y demás parafernalia a disposición de los adeptos en todos los establecimientos del ramo.