Mircea Eliade ha escrito que todas las culturas descansan sobre la nostalgia de un paraíso perdido. La nuestra, en lo que al sexo se refiere, se ha pasado los últimos trescientos años soñando con mundos lujuriosos donde todo está permitido, lo cual puede ser visto como una prueba más de que sólo nos hace soñar lo que no tenemos. Relatos como los del británico James Cook, el más grande explorador del siglo XVII, sobre beldades tahitianas bailando ante sus atónitos ojos, llenas de lascivia y entregándose felices a sus marineros por un puñado de clavos, enardecieron la imaginación de sus contemporáneos. En realidad, ese comportamiento respondía a una estrategia de los aborígenes para que los extranjeros se comportasen de forma pacífica. Las chicas encargadas de esta «misión diplomática» no gozaban de la mejor reputación entre sus convecinos, mientras que las mujeres de más alto rango permanecían ocultas a los ojos de los intrusos. Otra explicación a este comportamiento quizá lo encontremos en un grupo singular. En Tahití existía la sociedad ariori, que estaba constituida por hombres y mujeres que recorrían las islas como una troupe de cantantes, bailarines y atletas a quienes se les permitía mantener relaciones sexuales con quien quisieran. Los exploradores occidentales que navegaban por aquellas aguas no podían saber que se trataba de una especie de organización religiosa cuyo comportamiento sexual tenía, al menos en parte, una componente mística.

Sin embargo, y a pesar de saber todo esto, aún hoy la evocación de esos paraísos libertinos nos cautiva, enredada en las palmeras y playas que ilustran los catálogos turísticos. Resulta doloroso desilusionar a quienes han caído en ese embrujo, máxime si ya han pagado la reserva del viaje, pero es necesario insistir, amigos: los Reyes Magos son los padres y los edenes de lujuria no existen.

A veces, los poetas se muestran más certeros que los filósofos y los científicos cuando se trata de explicar lo que somos. Así, Joan Manuel Serrat en un verso de su canción Esos locos bajitos, ha definido nuestra educación sexual mejor que muchos gruesos tratados: «Eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca» parece estar escrito con letras de hierro en el frontispicio de nuestra sociedad. Pero en esto no somos una excepción. Los humanos no hemos querido o no hemos podido construir nuestras culturas sin prohibiciones, reglas, tabúes, mandamientos, leyes, jueces y policías. Como dejó escrito uno de los padres de la antropología moderna, el polaco Bronislaw Malinowski, incluso en las sociedades aparentemente más licenciosas a nuestros ojos, hay tabúes que imposibilitan ciertas categorías de relaciones. Malinowski leía con pasión las obras de un médico vienés en las que proclamaba el papel medular de la sexualidad en la psicología humana. Se llamaba Sigmund Freud. Y, curiosamente, serían los trabajos de Malinowski, entre otros, quienes pondrían en duda la validez universal de las teorías freudianas.

Y ESE EDIPO, ¿QUIÉN DEMONIOS ES?

Aun a riesgo de provocar una cacerolada de furibundos psicoanalistas, nos atreveremos a resumir en las próximas líneas el pensamiento freudiano. Consideramos poco menos que imprescindible tamaña osadía porque su influencia es fundamental para entender la evolución del pensamiento occidental del siglo XX. Y también porque Freud situó la sexualidad, que es lo que nos interesa en este momento, en la raíz del comportamiento humano. Este «campeón de la libido», como lo define Marvin Harris —quien nos guiará en este breve paseo por el universo freudiano—, relega el sexo al «ello», fundamento animal de la psique humana.

Freud desarrolló un método para investigar y curar las enfermedades mentales que denominó psicoanálisis. Se basaba en analizar los conflictos sexuales inconscientes originados en la niñez. El origen de esos conflictos sexuales se encuentra en los años previos a la pubertad, cuando se produce un antagonismo traumático, universal e inevitable. Al de los niños lo llamó «complejo de Edipo», en referencia a un rey de la mitología griega que mató a su padre y se casó con su madre, eso sí, sin ser consciente. Siempre según Freud —sus teorías han sido y son muy controvertidas—, los primeros instintos sexuales de un niño se despiertan con su propia madre. Pero cuando descubre que ella es el objeto sexual de su padre, el niño entra en competencia con su progenitor por la posesión de la misma mujer. Y aquí está el meollo del trauma y las futuras neurosis. El padre es protector, pero también impone disciplina, refrenando los intentos sexuales de su hijo hacia la madre. El niño se frustra por esta represión, siente celos y puebla su imaginación de fantasías sobre asesinar a ese dictador egoísta. Pero el chaval también siente temor y culpabilidad. Miedo a que su padre le corte el pene y los testículos. Culpabilidad porque odia y ama a su padre. La forma de salir de este turbulento laberinto es que el niño canalice su sexualidad hacia otras mujeres al tiempo que aprende a vencer su miedo y a expresar su hostilidad de modo constructivo.

Y, si no lo logra, puede seguir el ejemplo de Alvy, protagonista de Annie Hall, película de Woody Allen. El neurótico Alvy llevaba quince años yendo al psicoanalista: «Le voy a conceder un año más y luego iré a Lourdes».

El buen doctor austriaco imaginó para las mujeres su trauma particular y por completo diferente del masculino. Carl G. Jung lo bautizaría posteriormente como «complejo de Electra». Parte del hecho de que las niñas también dirigen su sexualidad hacia la madre. Pero, durante lo que Freud llama la «fase fálica», la niña hace un descubrimiento crucial: no tiene pene. El caso es que la niña se siente frustrada porque ella sólo tiene un hueco donde el niño tiene un órgano sexual saliente. Culpa a su madre de no tener pito y dirige sus deseos sexuales hacia su padre, con quien espera compartir ese apéndice tan deseado. Sin embargo, su amor por el padre, y luego por los otros hombres, está teñido de «envidia del pene». Bien es verdad que Quino, el genial creador de Mafalda, nos ha enseñado que ese condicionante biológico no tiene por qué ser traumático si se mira con otros ojos. En una de sus tiras, su heroína explicaba a un amiguito que ella sabía que no tenía uno de «ésos» —señalando a la zona genital de su compañero—, pero su madre le había dicho que con uno de «éstos» —esta vez se señalaba su propio pubis— podría tener de «ésos» todos los que quisiera.

Pero volvamos a la Viena decimonónica y a las elucubraciones de don Sigmund. La falta de pene hacía de las mujeres seres anatómicamente «incompletos» que las condenaba a un papel subordinado, a ser el «segundo sexo». La única esperanza que ofrece Freud a las mujeres no resulta muy estimulante: para superar la envidia del pene, no tienen más remedio que aceptar su circunstancia y dedicarse a ponerse guapas, casarse y tener hijos varones, lo cual las hará muy felices pues traen consigo «eso» que tanto anhelan.

Marvin Harris no es ni mucho menos el único autor que ha opinado que las teorías freudianas en todo caso son apropiadas para una clase media urbana, decimonónica y centroeuropea —que es en la que Freud creció y la que estudió para desarrollar sus ideas—. Pero en absoluto puede aplicarse a todas las culturas del mundo. Los trabajos del ya citado Bronislaw Malinowski sobre la familia trobriandesa, en la década de 1920, pusieron de manifiesto que, en aquella isla del Pacífico, de complejo de Edipo, nada de nada. Por una sencilla razón: quien ejerce la autoridad familiar entre los trobriandeses es un tío materno y no el padre, lo cual hace obviamente difícil que el niño crezca con esos sentimientos de amor y odio hacia su padre.

El viajero escandinavo Bengt Danielsson corrobora esta aseveración cuando afirma, en su libro El amor en los mares del Sur, que no había presenciado nunca en Polinesia «ningún caso serio de niño que se chupe el dedo, que se complazca en contrariar, moje su cama, se muerda las uñas o tartamudee. De hecho, no se encuentra ni siquiera rastro del famoso complejo de Edipo».

También ciertas actitudes y comportamientos de la tribu de los sirionó pueden colaborar a que se tambaleen las teorías freudianas en tanto que hipótesis de aplicación universal. Esta pacífica tribu recorre las densas zonas selváticas del este de Bolivia, donde lleva una vida seminómada, cazando, recolectando frutos y cultivando de forma rudimentaria algunos alimentos, como maíz o batatas. Su cultura material y su organización social son bastante sencillas. Viajan llevando consigo el fuego de campamento en campamento, pues afirman que han olvidado el arte de hacerlo. A ojos de Occidente, la relación de los adultos y los niños sirionó puede resultar, cuando menos, insólita. Las madres sirionó suelen acariciar el pene de sus niños hasta que experimentan una erección, momento en el que gustan de frotarlo contra su vulva. Los que han estudiado esta cultura también han comprobado que, con frecuencia, los padres manifiestan una semierección mientras juegan con los genitales de sus niños. Para los psicoanalistas, y seguidores de Freud en general, queda el estudiar las posibles repercusiones en la vida adulta de estos comportamientos de pedofilia cultural que los sirionó han experimentado durante su niñez. De momento, los antropólogos no han descubierto problemas sexuales entre ellos, aunque Gregersen nos avisa de que bien pudiera deberse a que todas sus energías y preocupaciones están centradas en la dificultosa búsqueda de alimentos a la que se enfrentan cada día de sus vidas.

Otro par de clavos para el ataúd de la universalidad de las teorías freudianas lo forman dos casos de culturas que fomentan el incesto entre madre e hijo, si bien se trata de los únicos registrados hasta la fecha por la ciencia antropológica. Entre los indios kubeo, del noroeste de la selva amazónica, los chicos hacen su entrada en la actividad sexual de la mano de su propia madre, con quien tienen que acostarse. Por su parte, los chicos tutsi, un grupo que vive en Ruanda y Burundi, tienen también en su madre una ayuda nada despreciable. Si un novio experimenta impotencia durante la noche de bodas, acude a su progenitora, pero no precisamente para llorar en su hombro. Los tutsi creen, y lo llevan a la práctica, que la forma de que el novio «encasquillado» recupere la virilidad es copular con su mamá.

Y ya que hemos entrado en asuntos de familia, siempre tan delicados e inquietantes, no está de más que veamos con un poco más de detalle el crucial asunto del incesto. No en vano, autores tan dispares como el mismo Sigmund Freud, Henry Morgan o Claude Levi-Strauss sostienen que la organización social humana, tal y como hoy está instituida, hunde sus raíces en una prohibición taxativa y consciente del incesto. Freud llega a afirmar que el tabú del incesto es el precio que tenemos que pagar por ser civilizados. Tal afirmación resultaría al menos discutible si tenemos en cuenta que, por ejemplo, los chimpancés tampoco practican el incesto. Desde una visión evolucionista, el incesto parece más una opción cultural, producto de la selección natural que ha resultado a la postre muy útil para el intercambio genético, que un fenómeno natural.

Pero ¿en qué consiste el incesto? El diccionario de la RAE nos dice que es «la relación carnal entre parientes dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio», definición que se ajusta a nuestro entorno cultural, pero que en absoluto cubre todas las opciones de incesto con las que nos podemos encontrar a lo largo y ancho de nuestro mundo.

La prohibición del incesto entre primos o hermanos está muy extendida, si bien en lo que se refiere a los hermanos ofrece curiosas excepciones. En la isla de Bali dan por supuesto que un hermano y una hermana gemelos han tenido algún tipo de relación sexual en el claustro materno. Así pues, se les permite contraer matrimonio cuando son adultos, siempre y cuando antes hayan sido purificados en una ceremonia ritual. El matrimonio entre gemelos también está permitido entre los indios amazónicos aymará. Por el contrario, los habitantes de las islas Marshall, que también creen que los gemelos de distinto género tienen contactos sexuales en el útero, consideran que hay que matar al menos al varón recién nacido.

La razón «biológica» más extendida para prohibir el incesto es la que argumenta que es pernicioso porque se mezcla la misma sangre en los hijos, aunque sabemos que la sangre no juega ningún papel en la reproducción humana. Además del ya mencionado, existen otros tipos de incesto prohibidos relacionados con sustancias corporales, como por ejemplo el «incesto de leche». En el Corán se encuentran referencias a la prohibición de contraer matrimonio entre personas que se hayan alimentado con leche de la misma nodriza. Bien pudiera ser que el libro sagrado de los musulmanes no hiciera sino recoger una antigua costumbre, pues este tipo de incesto estuvo muy presente en toda la cuenca del Mediterráneo. El más extremado de estos «incestos de leche» es el que observan diversas tribus del Transkei surafricano donde, si un hombre bebe la leche del ganado de otra familia, no podrá casarse con ninguno de sus miembros.

Dos grupos tan alejados, geográfica y culturalmente, como los bosquimanos del sur de África y los judíos ortodoxos comparten un tabú: el incesto de nombre. Entre ellos, una persona no puede contraer matrimonio con otra que tenga el nombre de alguno de sus progenitores o hermanos. Otros tipos peculiares de incestos son los que mantienen los semang, un pueblo del suroeste de Asia, y los africanos azande, quienes tienen vedado casarse con la comadrona que asistió a su nacimiento. Los balineses no pueden casarse con una hija de su maestro.

El catálogo de castigos reservados a los incestuosos es escalofriante, excepción hecha, como ya hemos mencionado en páginas precedentes, de los kágaba, que obligan a purgar su culpa a los infractores repitiendo el delito. Tanto el semen como los flujos vaginales de los culpables deben recogerse en un paño para que luego un sacerdote realice un sacrificio ritual en honor de Heisei, su dios del sexo. Los ganda ahogaban a los culpables, mientras que los aztecas y los vietnamitas preferían estrangularlos. Pero la palma se la llevaban los ecuatorianos cayapa. A lo que parece, los culpables de incesto eran suspendidos sobre una mesa llena de velas encendidas para que se asasen hasta morir.

El incesto bien pudiera liderar un hit parade mundial de tabúes sexuales realmente largo. Podemos encontrar restricciones a las relaciones durante el embarazo, la lactancia o la primera infancia del hijo; antes de una batalla, antes de una partida de caza o después de haber matado o tocado una pitón, una hiena o un cocodrilo; durante el periodo de luto o una noche de tormenta. Otros prohíben comer determinados alimentos si se es hombre, mujer o niño recién circuncidado, o bañarse después del acto… La lista podría hacerse interminable, por lo que tan sólo haremos parada y fonda en algunos tabúes significativos, aquellos que nos puedan dar una idea de hasta qué punto necesitamos de preceptos y prohibiciones para guiar nuestros pasos titubeantes de primate inteligente.

SANGRE PELIGROSA

El tabú que pesa sobre las relaciones sexuales durante la menstruación ha sido visto tradicionalmente, por quienes lo practican y quienes lo estudian, como una imposición de los hombres sobre las mujeres. Como ya veremos, no mantienen relaciones con ellas e, incluso, las obligan a vivir en un lugar apartado, porque consideran que, durante esos días, las mujeres están impuras y pueden dañarlos de las formas más insospechadas. Sin embargo, si alguien se tomara la molestia de preguntar a las mujeres, podría llevarse alguna sorpresa. Marvin Harris se hace eco en su Introducción a la antropología general del testimonio de una mujer yukok, una tribu ubicada en el actual Estado norteamericano de California, quien consideraba una bendición el aislamiento, al que le obligaba su tradición, en una cabaña durante la menstruación. Para ella eran días felices en los que se libraba de la pesadez de los trabajos diarios y de tener que aguantar a su hombre. Le daba tiempo para pensar, para «encontrar el propósito de su vida». Era un tiempo de introspección, de reflexión, para hacerse más fuerte.

Otra cultura que ha creado una construcción para que las mujeres pasen aisladas las jornadas de menstruación es la de los kalash. La llaman bachalyn, «la casa de las impuras». En un puñado de aislados valles, allí donde se entrelazan las cordilleras del Pamir, el Hindu Kush y el Himalaya, viven repartidos en una veintena de aldeas los kafir kalash o kafiros negros, así llamados por las vestimentas de ese color que llevan sus mujeres. Se trata de un pueblo que ha logrado a duras penas mantener sus costumbres y creencias en un medio tan agreste en lo geográfico como poco tolerante en lo ideológico. La presión gubernamental del Estado paquistaní, al que pertenecen, es a veces brutal. Quieren obligarles a abandonar sus creencias panteístas y su culto a los antepasados, y pretenden eliminar unas costumbres que son contrarias al islam. Sus hermanos, que quedaron en territorio afgano tras la división arbitraria de su territorio en tiempos del colonialismo británico, acabaron convertidos a la fe de Mahoma a sangre y fuego.

Nos hemos acercado hasta el territorio kalash para examinar una costumbre que las mujeres deben observar rigurosamente, y que guarda relación con la pureza, concepto con el cual este pueblo es muy escrupuloso. En nombre de la pureza, las mujeres ven limitados su libertad de movimientos, sus trabajos (centrados en el hogar y las cosechas) y su dieta. Siempre cerca de un río, se levanta la bachalyn, una cabaña a la que los hombres no pueden siquiera acercarse. Se trata de una construcción muy sencilla, con una sola habitación oscura y de suelo de piedra, donde las mujeres deben pasar los días de la menstruación y dar a luz, dos momentos especialmente impuros para la mentalidad kalash. La estancia está presidida por una gran escultura que representa a Dizalik, su diosa de la fecundidad. Allí ejerce sus funciones una vieja hechicera. Es la encargada de lavar a las «impuras» con extrañas hierbas y hace las veces de comadrona para las parturientas.

Allí las mujeres pasan el tiempo, comen y rezan juntas. Para cuando abandonan la bachalyn con el fin de reincorporarse a la vida cotidiana, se han lavado, se han cambiado de ropa y se han peinado de nuevo su abundante pelo en pequeñas trenzas. Sobre ellas colocan la kupa, un elaborado tocado adornado con conchas de caracoles marinos, cuentas de colores y adornos metálicos, que les caen, como una rígida cabellera de vivas tonalidades, hasta la mitad de la espalda.

Los ila también apartan de la comunidad a las mujeres menstruantes y no les permiten acercarse a los campamentos. Tampoco pueden hacer fuego ni comida o acarrear agua. El hombre que coma junto a ellas verá volatilizarse su virilidad. Los también africanos thonga creen que el guerrero que se acuesta con una mujer «con el periodo» perderá la salud, sufrirá temblores incontrolables y se paralizará de miedo durante la batalla.

El tabú sobre la menstruación entre los chukchi, esquimales asiáticos, es extremado. Creen que las mujeres son tan peligrosas durante ese tiempo que su aliento es capaz de provocar que los hombres se ahoguen durante una de sus expediciones de pesca. No hacen el amor con ellas, ya que, de lo contrario, la mujer quedaría estéril y enfermaría. Otros esquimales, los gilyak, creen que una bruja puede matar a otra con sólo frotar sangre menstrual sobre los ojos de su enemiga. La base sobre la que se apoyan estas creencias debe de ser tan «científica» como la que sostenía la afirmación de nuestras abuelas según la cual las mujeres no podían hacer mayonesa durante «esos días» porque se cortaba.

Curiosamente, los ainu tenían unas tradiciones totalmente contrarias. Para esta cultura, que vivía en la isla japonesa de Hokkaido y el archipiélago ruso de las Kuriles, este fluido corporal es fuente de salud y de gran número de beneficios. Lo tenían por un potente antídoto contra todo tipo de dolores y se consideraba un amuleto de la suerte en la caza. Es más, si uno de ellos descubría una gota de sangre menstrual en el suelo, debía recogerla con el dedo para, a continuación, frotarse con ella el pecho. Por supuesto, no tenían ningún problema en mantener relaciones sexuales con sus mujeres durante la menstruación. Otro grupo que considera muy benéfica la sangre menstrual es el de los andamaneses, una tribu de cazadores y recolectores que habita las islas Andamán (India), en el golfo de Bengala. De hecho, los hombres emparentados con una chica utilizan el taparrabos que ésta ha llevado durante su primera regla, pues creen que es un excelente profiláctico con el que prevenir cualquier tipo de enfermedades. Sin embargo, no toleran las relaciones sexuales durante el periodo, pues creen que ello provocaría que a las mujeres se les hinchasen las piernas y los brazos.

Pero regresemos al corazón del continente asiático, a las recónditas aldeas kalash, para comenzar a hablar de otro tabú enormemente extendido: el adulterio.

CREMAS CONTRA EL ADULTERIO

Gracias a J. G. Pallarés y Alicia Labadía, compañeros de viaje por Asia central a finales de la década de los años setenta, tenemos noticia de los lances amorosos de Saggi, una auténtica rompecorazones entre sus convecinos kalash. Ella misma les aseguró que no tenía rival. Y las pruebas parecen avalar tanta suficiencia. El caso de Saggi nos demuestra que, si bien ciertas costumbres relacionadas con la pureza constriñen la vida diaria de estas mujeres, en lo que respecta a las relaciones sexuales parecen estar plenamente equiparadas a los hombres. «De una kalash no se dispone como de una desgraciada musulmana», les dijo Saggi en una ocasión a sus interlocutores. Por lo pronto, el adulterio, lo cometa quien lo cometa, jamás representa una tragedia entre los kalash. Como mucho, una transferencia de cabras.

Saggi lo había practicado con frecuencia y, cuando alguno de sus maridos la había descubierto —si es que ella no decidía contárselo antes—, jamás había conllevado un castigo, ni siquiera un disgusto entre la pareja. La cosa se había solventado con una tranquila conversación entre el marido y el amante en la que se acordaba el precio de la «afrenta». Un cesto de uvas solía ser lo corriente. Pero Saggi era especialmente hermosa y encantadora —para los cánones kalash, se empeña en recalcar Pallarés—, por lo que el pago ascendía a la nada despreciable cantidad de una cabra.

De acuerdo con la liberal forma de pensar de los kalash, la curiosidad sexual de hombres y mujeres casados hacia otras personas no es en absoluto reprochable. ¿O es que hay otra forma de saber que estás con la mejor pareja que los dioses te pueden dar? Saggi estaba contenta con su pareja gracias a que había hecho serias y concienzudas investigaciones. Y si un día enloquecía de amor por otro hombre, los pasos que debía seguir estaban perfectamente reglados por la costumbre kalash para evitar altercados. Y de esto Saggi sabía lo suyo, pues lo había hecho en una decena de ocasiones, desde que se casó por primera vez a los catorce años, hasta los cuarenta que tenía en el momento de conocer a los viajeros españoles.

El proceso se inicia cuando la enamorada abandona el hogar del marido para fundar un nuevo hogar con su amante. En contrapartida, el nuevo marido deberá pagar al abandonado el doble del din, la dote que éste pagó al padre de su infiel esposa. El din consiste, por lo general, en una treintena de cabras y una cantidad variable de sebo, miel, trigo y varios trajes para la novia y su madre. A cambio, la familia del novio entrega doce machos cabríos, madera para los rituales sagrados y, si pueden, un fusil. Si otro hombre volviese a enamorar a esta mujer debería pagar tres veces el valor del din, una tercera parte del cual irá al primer marido, lo cual ya empieza a significar un trasiego considerable de cabras. Y si la chica sigue sin saciar su curiosidad, acaba por convertirse en un excelente negocio para el primer marido, quien siempre recibirá sus cabras después de cada cambio de pareja, lo cual ayuda a explicar tanta tolerancia y sentido común por parte de los abandonados. El posible problema que podían plantear los hijos en común también está regulado por la tradición. El padre abandonado se queda con los hijos destetados. Si la esposa se va de casa estando embarazada, un toro o cinco cabras solucionan el conflicto de intereses y el futuro bebé pertenece ya a la nueva familia fundada por su madre con su nuevo amante.

—Quizá, antes de hacerme vieja me case dos o tres veces más aún. Es lo que más me gusta —confesó, por fin, la traviesa Saggi a los viajeros.

Y nosotros la creemos.

Frente a tanta liberalidad y sentido común como demuestran los kalash, hemos de contraponer la gravedad con que se contempla el adulterio en otras latitudes, como, por ejemplo, en la nuestra. Tal y como certeramente señala el doctor en antropología Josep Maria Fericgla, pertenecemos a una cultura «coitocéntrica», es decir, que hacemos girar nuestra sexualidad en torno a la penetración. De ahí que los sentimientos de celos se exacerben cuando el cónyuge ha realizado el coito con otra persona que no sea la propia pareja. Sin embargo, el mismo juego amoroso no se considera tan grave si no ha terminado en una penetración. La mejor prueba de esta aseveración la tuvimos durante el escarnio público que sufrió el presidente de EE UU William J. Clinton a raíz de sus tórridos encuentros eróticos con Monica Lewinsky, una becaria adscrita al personal de la Casa Blanca. La numantina defensa del presidente frente a los ultrareaccionarios que lo acusaban, y que le abrieron un proceso de impeachment [proceso extraordinario de destitución] para desalojarlo de la presidencia, se centró en que sólo había habido entre ellos una «relación íntima» (que incluyó sexo oral y jugueteos de discutible gusto con un puro habano) pero no sexual, tal y como él lo entendía, puesto que no habían practicado el coito.

Pero si Clinton hubiese nacido unos pocos miles de kilómetros más al sur, no hubiese tenido ningún problema, siempre y cuando supiera mantener los ojos quietecitos. Entre diversas tribus de la Amazonia, mirar de frente a la esposa de otro puede ser causa de un grave incidente con el marido, que pondría en serio riesgo la integridad del «mirón». Por el contrario, el coito se considera un acto impulsivo que genera pocas consecuencias violentas.

De magro consuelo le puede servir también al líder demócrata saber que en África el concepto de adulterio es mucho más amplio que entre nosotros. Así, por ejemplo, entre los lozi se considera adulterio que un hombre camine por el mismo sendero junto a la esposa de otro con la que no esté emparentado, o le ofrezca rapé o un trago de cerveza. Los twi incluso lo extienden al mundo de lo onírico. Si un consorte oye a su pareja relatar un sueño en el cual ha mantenido relaciones sexuales con otra persona, el esposo o la mujer así «ultrajados» tienen todo el derecho a acusar de adulterio al incauto soñador.

Otras tribus africanas prefieren acudir a la magia para descubrir y castigar a los infractores. Antes de la cópula, algunos varones azande se untan el pene con una pócima venenosa especial que tiene la propiedad de no afectar a la esposa pero sí a cualquier hombre que la penetre. El marido se libra de la muerte tomando antes la precaución de ingerir un antídoto. Las consecuencias de entrar en contacto con el veneno son pavorosas. Al adúltero el pene se le pudrirá y sufrirá una enfermedad en la piel que le llevará a la muerte.

Los ngoni y los zulúes también son aficionados a brebajes y conjuros asesinos para los amantes de sus esposas. Los zulúes, en concreto, elaboran una pócima que creen que provoca el agarrotamiento de los músculos, la aparición de coágulos en las venas y una dolorosa dilatación de los testículos. Y, por si fuera poco castigo, deja impotentes a los seductores.

Sin embargo, los azande no fían del todo su venganza a la magia. En una expedición a África central durante 1907 y 1908, Jan Czekanowski se encontró con un hombre a quien le habían cortado las manos y el pene por adúltero. Su esposa le amaba tanto que no le abandonó a pesar de la traición y el cruel castigo que había recibido. Según relata el viajero polaco, sus relaciones sexuales se limitaban a que él acariciara los órganos genitales de su mujer con los muñones.

Pero si un adúltero azande no ha sido atrapado in fraganti ni la pócima vaginal ha hecho efecto en él, aún puede ser delatado por unas infortunadas gallinas. Los azande saben fabricar un veneno consistente en un polvo rojo extraído de cierta enredadera salvaje que mezclan con agua hasta formar una pasta. Unas cuantas gallinas son obligadas a comer dicho mejunje. Su toxicidad hace que los pobres animales sufran tremendos espasmos y convulsiones, e incluso mueran. De cómo se comporten las aves en este trance dependerá que el acusado sea hallado culpable o inocente.

Los mong-nkundo se delatan por las rodillas. Mantienen la costumbre de que el hombre pase ciertos periodos de tiempo en una especie de reclusión ritual. Si durante ese tiempo comete adulterio, dañará a su hijo recién nacido. Si lo hace después de ese tiempo ritual, no perjudicará a su bebé, siempre y cuando no lo siente sobre sus rodillas el mismo día en el que ha pecado. Esta superstición se ha convertido para las mujeres mong-nkundo en un excelente «detector de infidelidades». Si el hombre se niega a acoger a su hijo en el regazo, se está delatando. De hecho, utilizan la expresión «ba ngó b’abé», que significa «las malas rodillas de un padre», para referirse al adulterio.

Pero no debemos cerrar este asunto del adulterio sin señalar que, en numerosas ocasiones, es de nuevo el sentido común y no las reglas consuetudinarias, el que acaba por decidir nuestra actitud. El testimonio de un varón de la tribu wógeo, de Papúa-Nueva Guinea, así lo demuestra. Después de admitir que el adulterio le parecía un acto incorrecto, le preguntaron cuál sería su reacción en caso de descubrir que su esposa le era infiel.

—No podría cubrir su vagina con mis manos todo el día y toda la noche. Por lo tanto, me limitaría a callar.

NI AL AIRE LIBRE NI POR LA MAÑANA

Aunque más de uno tenga en su escudo de armas el lema «Donde sea y cuando sea» sobre campo de gules, lo cierto es que el momento y lugar para hacer el amor no es asunto baladí en numerosas culturas y está sujeto a restricciones y costumbres muy específicas. Si nos paseamos por el continente africano, veremos que el coito al aire libre es una práctica inaceptable en muchas sociedades, como los dogon, los mossi, los edo, los edda, los ibbio, los twi, los tallensi y los lango nilóticos. Les resulta indecoroso incluso si los amantes son un par de casados echando una canita al aire.

En concreto, los tallensi y los lango tienen una costumbre peculiar. Si una pareja no ha podido o no ha querido buscar un lugar lícito para dar rienda suelta a sus pasiones, suelen cubrir el lugar donde los amantes han realizado el acto prohibido, que queda así señalado. Toda persona que pase por allí debe arrojar ramas, hojas o puñados de hierba en aquel punto. Según Bowdich, una autoridad en el estudio de los twi, si alguien pillaba in fraganti a una pareja haciéndolo al aire libre, podía tomarlos como esclavos. Bien es verdad que las familias de los infractores los podían redimir luego, mediante el pago de un rescate. Los bini prefieren hacer recaer el castigo sobre el hombre. Aquel que es sorprendido haciendo el amor a la intemperie se considera culpable de homicidio. La pena a la que es condenado consiste en cargarle de cadenas durante tres meses.

Este tabú no existe en otros pueblos africanos, como los bosquimanos (¿será porque no tienen casa?) o los pigmeos, a quienes les encanta retozar en el bosque. Este rechazo africano al aire libre contrasta enormemente con numerosas tribus de Nueva Guinea, donde lo que se prohíbe es copular en el interior de las casas.

Otro tabú frecuente en África es copular durante el día. Así lo creen los ganda, los mongo-nkundu, los fang o los masai. Los zulúes argumentan que esta actitud es fruto del sentido común, pues quienes así se comportan no se diferencian en nada de los perros. Otras tribus lo prohíben por motivos de salud. Para los bambara supone correr el riesgo de tener hijos albinos, mientras que para los kikuyu el sexo diurno traerá consigo innumerables males para personas y ganado.

Y ya que estamos fuera de la casa y al aire libre démonos una vuelta por los establos, pues también allí nos podemos topar con ciertos tabúes muy extendidos.

QUERIDO CAMELLO, AMADA GALLINA

E. Gregersen recoge el caso, citado por F. Beach y C. Ford en su libro Conducta sexual, de un curioso y trágico proceso penal incoado a un ciudadano por zoofilia. En 1750, en la localidad francesa de Vanvres, fue ahorcado un tal Jacques Ferron. Su delito: haber copulado con una burra. El animal (la burra, se entiende) fue absuelto con la atenuante de que había sido víctima de violencia y no había participado por su propia voluntad. El prior de la comunidad religiosa local y varios ciudadanos firmaron un certificado en el que se afirmaba que conocían a la pollina desde hacía cuatro años y que siempre se había mostrado como una hembra virtuosa, tanto en casa como fuera de ella, y que jamás había dado lugar a escándalo para nadie. Este documento fue presentado en el juicio y, según parece, ejerció una influencia decisiva en la sentencia del tribunal.

Pero mucho antes de que las leyes humanas ejerciesen su magisterio, ya las leyes divinas advertían sobre lo pernicioso de las relaciones entre hombres y bestias. En 1978, en plena crisis entre EE UU e Irán, se publicó un libro en el que se contenían extractos de los escritos del ayatolá Jomeini, líder de la revolución que derrocó al sha e impuso una república islámica en aquel país. Entre la multitud de materias que trataba, se encontraba una disertación sobre qué hacer con un camello sodomizado. En realidad, no se trata de un tema ni inaudito ni innovador, por cuanto esta normativa sobre los camellos se limita a seguir milenarias directrices recogidas en textos sagrados semitas, atenuándolas un tanto. Tanto las normas musulmanas como las judaicas prescriben que debe darse muerte al camello sodomizado y que su carne no debe ser consumida bajo ningún concepto. En la Biblia se puede leer: «No te unirás con bestia haciéndote impuro con ella. La mujer no se pondrá ante una bestia para unirse a ella; es una infamia» (Levítico, 18, 23). Las Sagradas Escrituras aún van más lejos: «Se dará muerte a quien yazca con un camello» (Éxodo, 22, 19). Otro libro básico en la tradición judía, el Talmud, advierte que las viudas no deben tener perros, pues podría dar que pensar a los convecinos.

Pese a que la ley islámica es, en general, contraria a todo tipo de bestialismo, en Turquía se ha elaborado una distinción muy sutil, en el sentido de que sólo supone un pecado cuando se sodomiza a animales cuya carne va a ser consumida, tales como el ganado lanar o vacuno. Los muchachos rifeños, una región norteafricana, copulan con mulas con un doble fin. Además de aliviar las tensiones propias de la edad, creen que practicando sexo con acémilas conseguirán alargar sus penes, una superchería que comparten, por ejemplo, con los turcos. Algunos rifeños van más lejos en su afán por tener un falo más grande y sumergen su órgano en montones de excrementos frescos de mula con ese mismo propósito.

El momento del alumbramiento puede suponer un trance difícil para el hombre samoyedo y sus aficiones zoofílicas ocultas. Cuando un parto se presenta difícil, es costumbre entre los samoyedos —una tribu siberiana— que tanto el hombre como la mujer confiesen los actos sexuales como una forma de expiar y hacerse perdonar culpas que quizá estén influyendo negativamente en la llegada del bebé. En el caso del hombre, no es difícil que en esta confesión se citen las veces que ha copulado con perras y renos hembra.

Shultze (1907) se hace eco de un caso de verdadera pasión erótica por un animal. Se produjo entre los hotentotes nama, quienes encontraban muy excitante la visión de los órganos genitales de los animales. De hecho, relata el caso de un hombre que, tras contemplar los genitales de una elefanta que había sido muerta en una cacería, «fue presa de tal erección que le era imposible caminar erguido».

Por su parte, Robert Suggs recoge referencias a relaciones sexuales de hombres con gallinas en su estudio sobre el comportamiento sexual de los habitantes de las islas Marquesas. Según nos cuenta, durante el coito, la gallina gira frenéticamente, batiendo sus alas, produciendo una brisa refrescante, muy de su gusto. A esto, los informantes del científico lo llaman el «ventilador de Nuku Hiva». Pilar Cristóbal cuenta que algunos entendidos en el sexo con aves de regular tamaño le dan un toque sádico, pues suelen ahogar a su emplumada pareja en el momento del orgasmo. El estrangulamiento hace que el ave contraiga fuertemente la cloaca, lo que aumenta el placer del hombre que la está penetrando.

Esta sexóloga también hace referencia a la costumbre de los ponapé, una tribu de Micronesia, de utilizar hormigas para excitar el clítoris. Gracias a dicha tradición esta tribu saltó a la fama internacional, pues aparecieron en un número de la revista Playboy de 1976. Los ponapeanos también utilizan peces vivos que los hombres lamen después de introducirlos a medias en la vagina de la mujer, aunque Gregersen se inclina más por pensar que, quizá, este juego sea más bien producto de la fantasía popular.

Las hormigas también eran, al parecer, las protagonistas de una práctica muy de moda durante el periodo de entreguerras en los burdeles de Trieste (Italia). El cliente era sumergido en un baño dejando que sólo su glande sobresaliera por encima del nivel del agua. Entonces se soltaba un buen puñado de hormigas, que nadaban desesperadas hacia la seguridad de la «isla». Parece ser que los espasmos producidos por las náufragas mientras luchaban para ponerse a salvo resultaban en extremo placenteros.