QUERIDA TÍA, ODIADA VIEJA

—¿Tú sabes qué es eso del sexo anal?

Cuando un retoño suelta una pregunta de este calibre a sus progenitores, qué lejos les debe parecer aquel feliz día en el que oyeron sus primeras palabras. Y qué poco conscientes debían de ser entonces de que, con aquel balbuceo, se estaba abriendo una caja de Pandora de la que escaparían serios aprietos para ellos. Por no imaginar la cara que pondrían al conocer ciertos juegos sexuales a los que se entregan sus vástagos. En sus trabajos sobre adolescentes madrileños, Paloma Aznar, periodista experta en sexología que firma sus artículos con el seudónimo Vampirella, ha tenido noticia de que a ciertos grupos de chicos les encanta formar un corro en torno a un pastel, un trozo de pan, o cualquier producto de bollería para, a continuación, proceder a masturbarse al unísono hasta eyacular encima del alimento. El último en lograrlo pierde. La penitencia que debe cumplir es comerse esta merienda de los campeones «enriquecida».

Si hay algo que sea común a todas las culturas en el tema de las relaciones sexuales es que, más pronto que tarde, los adultos tienen que enfrentarse al momento de abrir los ojos de las nuevas generaciones sobre lo que nuestros cursis y mojigatos gustan en llamar «los misterios de la vida». Pero la coincidencia termina ahí mismo. De nuevo, una asombrosa diversidad vuelve a ser la protagonista de nuestro periplo por el mundo. De acuerdo con los trabajos de C. Ford y F. Beach, podríamos hacer una diferenciación entre culturas restrictivas y las que, por el contrario, optan por no ocultar nada a los niños, incluso desde su más tierna infancia.

Entre las primeras nos encontraríamos, sin duda, con la nuestra, cuya mentalidad hipócrita respecto al sexo no es sino un pernicioso efecto más de la base ideológica que sustenta nuestra manera de enfrentar el sexo. Permítaseme ahora recordar a un bienintencionado cura «progre» que empleaba las horas de catequesis para pasar unas diapositivas (entonces se llamaban filminas) llenas de sfumatos horteras y metáforas visuales bastante candorosas en las que se apoyaba para dar una clase teórica sobre el sexo a unos chicos que, en realidad, estaban ansiosos por pasar a las prácticas cuanto antes. Aunque lo que les aguardaba era «la fila de los mancos» en los cines, portales y rincones inhóspitos donde magrearse apresuradamente o amagos de infarto cuando la puerta de la casa paterna se abría de improviso. Para los más afortunados, quedaban las frías e incómodas noches en automóviles con los cristales humedecidos por el vaho del amor.

Los dahomey y los chagga también prefieren esconder a sus niños todo lo referente al sexo hasta que tengan la edad para pasar por la ceremonia de su circuncisión. Hasta entonces, los padres procuran esconderse de ellos para hacer el amor. Y si hay preguntas inconvenientes, como, por ejemplo, de dónde vienen los niños, lo solucionan contestando que los encuentran en el bosque. En esto hay que reconocer que nosotros le hemos echado algo más de imaginación con cigüeñas-cartero, coliflores o incluso París: animales, plantas y ciudades a las que atribuimos el origen de los bebés.

En el otro extremo encontraríamos a pueblos, como los africanos ila, para quienes la infancia es un periodo de preparación de cara a la vida adulta, y, por tanto, también un proceso de aprendizaje destinado a un comportamiento maduro respecto al sexo. Cuando llega el tiempo de la cosecha, los ila construyen unas cabañas para las niñas, donde ellas se llevan a un chico para «jugar a los matrimonios». La costumbre de facilitar a los jóvenes un espacio propio para sus escarceos sexuales es bastante común. Los chewa opinan que lo mejor es saberlo todo cuanto antes, pues, de lo contrario, los niños jamás saldrán del cascarón, y les proveen de cabañas para jugar a papás y a mamás. En Asia, los ifugao también utilizan cabañas para los niños, donde les animan a que jueguen al sexo. Pero este grupo del norte de Luzón, la isla más grande del archipiélago de las Filipinas, opta por que niños y niñas ocupen chozas diferentes. La costumbre ifugao es que las chicas inviten cada noche a un muchacho diferente. La finalidad de esta promiscuidad es que no se creen lazos demasiado fuertes con una determinada pareja. Dada su corta edad, es muy raro que se queden embarazadas, pero, en caso de que eso ocurra, sencillamente se casan con uno de los chicos con los que han compartido noche de juegos amorosos en su cabaña.

En las islas Trobriand, también conocidas como Kiriwina y situadas al norte de Papúa-Nueva Guinea, los niños reciben una educación sexual sin inhibiciones desde muy pequeños y gozan de entera libertad para explorar su cuerpo, aunque lo hacen sin que haya adultos cerca. Con la aquiescencia de éstos, los niños prefieren ir al bosque o a la «cabaña de los solteros» para juguetear. De hecho, las niñas se inician en el sexo entre los seis y los ocho años, mientras que los niños lo hacen cuando rondan los diez o doce. Esta libertad para aprender e investigar se lleva hasta sus últimas consecuencias entre los chiquillos trobriandeses y es común, según Ford y Beach, que sus juegos sexuales impliquen la estimulación mutua oral y manual e incluso la simulación del coito. La llegada de la pubertad significa un cambio en la vida de los jóvenes. Desde entonces, pasan a mantener relaciones sexuales completas durante dos o tres años antes de contraer matrimonio. El fenómeno natural de la esterilidad adolescente hace que los trobriandeses duden de la relación entre sexo y procreación.

Los lepcha no les van a la zaga en cuanto a liberalidad. Estos habitantes de Sikkim, en la falda sur del Himalaya, que no dejarán de asombrarnos a lo largo de este libro, consideran la iniciación al sexo de las niñas como una necesidad biológica, por cuanto es para ellos la condición indispensable para que maduren. De hecho, lo habitual es que las chicas ya no sean vírgenes a los diez u once años. El inicio de las relaciones sexuales puede darse entre los propios jóvenes de ambos sexos, que se masturban mutuamente o bien hacen el amor con total libertad. Pero también es frecuente que sea un adulto el encargado de esta iniciación. El que un hombre adulto se acueste con una niña no es motivo de escándalo u ofensa entre los lepcha, sino que, como mucho, provoca las chanzas y risas de los convecinos. Por su parte, los chicos suelen contar en sus primeros escarceos sexuales con la solícita ayuda de la esposa de un hermano mayor o de un tío.

Si alguien duda todavía sobre lo trascendental que es la forma en la que nos iniciamos en el sexo y cómo puede conformar el resto de nuestra vida, le invito a que nos acompañe hasta el territorio de los kágaba. Las peculiares costumbres y creencias de este pueblo agricultor que vive en el norte de Colombia nos han llegado a través de los trabajos de Gustaf Bolinder y Konrad Theodor Preuss, así como del prestigioso antropólogo Gerardo Reichel-Domatoff. Según estos investigadores, los kágaba han desarrollado una muy compleja teoría cósmica sobre la sexualidad, acerca de la cual tienen una opinión francamente negativa, pues la consideran peligrosa y en extremo dañina. Así, por ejemplo, creen que si disminuye el ritmo de los movimientos del varón durante el coito, los futuros hijos, su pareja o él mismo se verán perjudicados. En cambio, la mujer debe quedarse absolutamente inmóvil. Si hiciese un solo movimiento, el mundo temblará y se caerá de los hombros de los cuatro gigantes que, según su mitología, lo sostienen.

Debe de ser el único pueblo de América, y probablemente de todo el mundo, que admite abiertamente que la masturbación es su forma favorita de satisfacción sexual. Más aún, éste es también el único grupo del mundo en el cual el sexo con animales ocupa un lugar preeminente en el conjunto de relaciones erótico-afectivas propias de la comunidad. En definitiva, para los hombres kágaba el ideal es un mundo asexual. No lo es tanto para las mujeres, quienes se muestran más abiertas y también algo insatisfechas, lo que explicaría los esporádicos casos de violaciones de hombres a manos de un grupo de mujeres. Además, son de los pocos grupos con una original forma de expiar el delito de incesto: obligan a los culpables a repetirlo.

La tasa de impotencia masculina es muy alta, problema que algunos varones admiten sin dificultad cuando han sido interrogados por los investigadores. Se han esgrimido diferentes teorías a la hora de explicar tamaño número de trastornos sexuales. Se ha achacado a una dieta inadecuada y a los ayunos rituales que practican. También se han querido ver en el alcoholismo, en el consumo de coca (los hombres creen que inhibe el apetito sexual) o en las creencias religiosas los verdaderos causantes de estas disfunciones.

Sin embargo, Gregersen quiere llamar nuestra atención sobre un factor adicional, y puede que determinante, al que los hombres kágaba temen referirse. Tiene que ver con la forma tradicional de su iniciación al sexo. Tan pronto como un niño parece capaz de copular, es entregado a una anciana del pueblo con la que está obligado a hacerlo. Suele tratarse de una viuda que ronda los cincuenta o sesenta años. Teniendo en cuenta las condiciones extremas de vida en las que se desenvuelven, el aturdido niño se las tiene que ver con una vieja famélica, arrugada y frecuentemente desdentada. Por si este primer encuentro sexual no fuese ya de por sí un trago, las secreciones sexuales resultantes deben ser recogidas para ofrecerlas a su dios de la fecundidad.

Nadie se extrañará, pues, de que los hombres kágaba recuerden estos momentos con verdadero espanto y cuando se les ha preguntado por la causa de su impotencia, solían relacionarla con aquella primera experiencia sexual con la repulsiva viuda, señalando que «no podían olvidarse de la vieja».

EL GHOTUL, LA ESCUELA DEL AMOR

«El ghotul se ha hecho sencillamente para impedir a los niños que espíen a los padres cuando tienen relaciones. Una vez que los varones y las niñas comprenden lo que es, los enviamos al ghotul. Es una gran vergüenza espiar a los padres en ese momento. “¿Qué están haciendo?”, se pregunta el niñito que se asombra. Se pregunta: “¿Por qué mi padre echa para atrás así a mi madre?”. Los llevamos al ghotul y ya no preguntan. Pero yo, muria, me pregunto: ¿qué hacen los niños hindúes y los hijos de sahibs, que viven en una sola casa y no tienen ghotul?».

Este testimonio pertenece a un hombre de la tribu de los muria, un grupo que ha desarrollado una forma muy peculiar y sofisticada de educar sexualmente a sus hijos, centrada en un espacio denominado ghotul, una verdadera escuela del amor para los jóvenes de la aldea.

Los muria son una de las tres grandes tribus gond que viven de la agricultura en las duras tierras altas de Bastar, en el estado hindú de Madya Pradesh, ubicado en el centro del subcontinente hindú. Su salto a la «fama» en el mundo de la investigación antropológica se produjo gracias a los trabajos del británico Verrier Elwin. Llegó a la India con ardor misionero, como pastor anglicano, pero después de varios años de trabajo de apostolado, decidió abandonarlo todo para convertirse en un estudioso de la etnología de los aborígenes de la India. Elwin pasó tres años de la década de 1950 con los muria, recogiendo testimonios como el que abre este apartado, y estudiando en profundidad el sentido del ghotul. En la actualidad, la visita a los muria está muy restringida y su territorio se encuentra vigilado por el ejército hindú. Ni fotógrafos ni cámaras de cine o televisión extranjeras pueden acceder a sus aldeas.

Sin embargo, M. Soutif, N. Dray y P. Dibie nos cuentan en su artículo «Ritos amorosos en las culturas del mundo» que en 1991 el reportero Philippe Body consiguió colarse en el territorio reservado a los muria y comprobó que la costumbre de acudir al ghotul seguía tan vigente como en tiempos de Elwin. Body no pudo entrar en ese intrigante edificio y sus preguntas sólo recibían elusivas respuestas, cuando no el silencio más absoluto. Pero el hecho es que vio cómo los jóvenes abandonaban la casa familiar al anochecer para no regresar hasta las primeras luces del amanecer.

¿Qué hacen los chicos y chicas muria durante esas horas en el ghotul? Aprenden los misterios del amor y reafirman las estructuras sociales de su grupo.

A Elwin le decían que el ghotul nació, como ya hemos visto, para que los chicos no viesen eso que los psicoanalistas llaman «la escena primitiva», con unos enardecidos papá y mamá en los papeles estelares. Otro anciano le dijo que lo habían construido porque «no sabíamos qué hacer con estos productos de vagina de fierecilla. Estábamos hartos de arreglar sus camorras… Por eso, para que vivieran lejos de nuestro descanso, han llegado a tener su propia casa».

Esa casa es, en realidad, un conjunto de edificios rodeados por una cerca de madera o adobe. En el centro se levanta una casa central con una sala interior muy amplia. Junto a ella se encuentran una cabaña para las reuniones o para dormir en noches calurosas y varios cobertizos. No cuentan con muchos muebles ni elementos decorativos. Apenas unos cuantos taburetes y mesas, además del kutul, unos largos y estrechos maderos que lo mismo sirven de asiento como de almohada. Destacan por su decoración con tallas de dibujos geométricos y toscas representaciones de chicos, chicas, vaginas y senos. Quienes usan este adusto mobiliario y ocupan estos edificios son los jóvenes de ambos sexos de la aldea. La autoridad está en manos de los de más edad y su papel es muy relevante, como pronto veremos.

El ghotul ha experimentado una evolución en las reglas que rigen bajo su techo. Así, se debe diferenciar entre un ghotul «antiguo» y uno «moderno». En el que podríamos llamar ghotul original, los chicos y las chicas se unían de una forma más o menos larga, casi como un matrimonio. En el «moderno» las relaciones largas se prohíben. Permanecer más de tres días con un mismo compañero o compañera acarrea sanciones.

En su Etnología de la alcoba, Pascal Dibie sostiene que la razón de este cambio de actitud tiene que ver con la voluntad de los padres de conservar el orden social y tradicional del grupo. Ocurre que los matrimonios muria nacen de un acuerdo entre familias, incluido, por supuesto, el montante de la dote. Así pues, la aparición de parejas espontáneas, producto de la pasión y el amor, pueden estropear un buen acuerdo matrimonial ya convenido y crucial para la economía de ambas familias. Resquebrajan viejas alianzas, amenazan el pago de deudas y crean tensiones que no favorecen la seguridad y tranquilidad del hogar de toda la aldea. Además, consideran que si antes del matrimonio han saciado la curiosidad sexual acostándose con todos los miembros del ghotul, parece evidente que el riesgo de adulterio quedaría reducido drásticamente y los celos no tendrían sentido. Los restos del espíritu clerical que aún se refugiaran en el cerebro del antiguo misionero Elwin debieron de estremecerse al ver cómo el adulterio se consideraba la mejor medicina para un matrimonio estable y feliz. «Demasiado amor antes del casamiento, significa demasiado poco después», dicen los muria.

Así pues, los chicos y chicas encargados del buen orden dentro del ghotul reprenden a los que se acuestan juntos más de tres veces. Si persisten en esta actitud, son castigados. Ante cualquier demostración de afán posesivo por parte de un chico respecto de una chica, que se demuestra en actitudes, como por ejemplo, «si su rostro se desfigura cuando la ve hacer el amor con otro… si se ofende porque ella se niega a frotarlo y se va con otro, sus compañeros le recuerdan con firmeza que ella no es su mujer».

Pero también existe una razón, podríamos decir «biológica» —en el contexto de sus creencias—, que explicaría estas normas de comportamiento. Los muria creen que la concepción sólo se produce si una pareja permanece mucho tiempo junta y tiene relaciones sexuales ininterrumpidas sin que haya divergencias entre ambos. Claro que las estadísticas de «accidentes» dentro del ghotul deberían haberles hecho meditar sobre lo poco idónea que es la promiscuidad como método anticonceptivo. Pero ya sabemos que la física y la química poco tienen que hacer contra las fantasías y las tradiciones de cualquier cultura.

Dibie pone mucho empeño en recalcar que no debemos pensar en la muchachada muria como unos rijosos entregados a orgías continuas o que se comportan como «un rebaño de cabras», que es como se lo imaginaron algunos curas. Las chicas le decían a Elwin que «cambiamos de pareja porque queremos que todos sean felices; […] los mejores varones y las mejores muchachas serían propiedad de individuos en vez de ser propiedad del ghotul, y el resto sería miserable, […] varones y chicas se aman unos a otros como aman los hermanos a sus hermanas, como aman los padres a sus hijos y como los maridos a sus mujeres».

En realidad, la vida en el ghotul está perfectamente reglamentada y todo se desarrolla en el marco de una extrema moralidad. Con las últimas luces del atardecer, los chicos se llegan hasta «la casa de los jóvenes». Los varones llevan la estera para dormir bajo el brazo y uno o dos troncos de leña que dejan en una pila fuera del vallado. Algunos también traen consigo tambores. Los chicos mayores se reúnen alrededor del fuego para contarse los sucesos del día, fumar sus pipas y masajearse las piernas unos a otros. Las chicas, por su parte, esperan en un rincón a que lleguen todas las compañeras para ir a buscar a los chicos junto al fuego. Cuando están todos juntos se inicia un alegre intercambio de pullas, juegos y bailes al son de los tambores y las flautas. En una de esas danzas, las chicas bailan cada una con un bastón que representa un pene y, con movimientos bruscos de las nalgas, simulan el acto sexual. A eso de las diez de la noche, se instaura el orden ritual. Los novatos saludan a los veteranos y se reparten tabaco mientras las chicas mayores asignan a sus compañeras el varón que tendrán que atender.

Todo comienza con una agradable sesión de peinado y masaje. El acto de peinar es también una forma de seducción. El peine utilizado suele ser un regalo que los chicos hacen a sus compañeras. Pero también se convierte en un mensaje. Según con qué color y arte estén tallados, la chica puede adivinar el grado de interés hacia ella de quien se lo ha ofrecido. Su forma de responder afirmativa o negativamente es adornarse o no el peinado con él. Viendo peinar a una de las chicas del ghotul, un no iniciado podría pensar que lo que pretende es espantar al chico a base de golpes y tirones. Pero en realidad esos empellones forman parte de una técnica destinada a matar los piojos y quitar las costras del cuero cabelludo. El mismo peine sirve, en ocasiones, para pasarlo por la columna vertebral o los brazos.

El masaje es mutuo y se realiza con la ayuda de un aceite elaborado a partir de ciertas semillas autóctonas. No dejan ningún rincón del cuerpo, por recóndito que sea, sin palpar, mientras los compañeros de dormitorio les jalean y animan a ser más y más audaces en las caricias. Es ocioso señalar que después de un masaje así, ambos jóvenes saben a qué atenerse y si quieren que suceda algo más a continuación. Los mayores, encargados del buen orden, se preocupan de que las parejas duerman bien juntas. Si se trata de un chico o chica de más edad con un niño o niña, se consigue con ello, según Dibie, que los mayores despierten sus instintos maternales o paternales. Si son parejas de más edad, pasa lo que tiene que pasar…

De acuerdo con el relato de un viejo muria citado por este autor, la relación sexual que podríamos llamar «normal» en el ghotul sucede más o menos así: «Se acuestan juntos en la estera; él pone una mano en sus pechos, pero esto no quiere decir nada. Cuando todos duermen, él tiene que hacer una señal. No puedo decir qué señal, pero todos la conocemos… Él se levanta y le separa las piernas. Enseguida, ella se quita la ropa. Cuando él está sobre ella, ésta con la mano pone el órgano en su lugar. Ella no dice nada, él tampoco… Él debe sufrir; si usted no suda, si el calor lo abandona, no está satisfecho. Ella dice: “Empuja, empuja”. No lo dejará irse antes de estar satisfecha. Por último, la palabra Hai sale de sus labios. Entonces dejan de estar embriagados. Cuando ya se siente saciada, ella ha calmado su humor».

Porque entre los muria, la relación sexual es un deber para el hombre y un derecho de la mujer, que se le habría concedido como desagravio por el fastidio de la menstruación y los dolores del parto.