PARTE II
Reflexiones desde un cuerpo de mujer

El sexo suele empezar con una erección y acabar con una eyaculación.

(Cualquier mujer aburrida de sus relaciones)

Julia y Luis se conocen desde hace unos meses; el tiempo que llevan preparando el lanzamiento de un nuevo producto de la multinacional donde él trabaja. Es obvio que se gustaron mutuamente desde el primer día. Luis ha inventado mil y una excusas para reunirse con ella, Julia no menos, y han pasado muchas horas juntos e intimado más de lo habitual en estos casos. Pero aparte de que cada uno sabe mucho acerca de la vida del otro, no ha pasado nada: el trabajo es el trabajo. Bueno, lo ha sido hasta hoy. Hace unos días que se llevó a cabo la presentación, todo muy bien, y esta mañana han mantenido la última reunión para hacer balance. Ya no tendrán excusas para verse a menudo. Al menos, no por motivos laborales. Antes de marcharse, Luis le ha preguntado si podían cenar juntos esta noche. «Sí, claro que sí».

Julia se ha pasado el resto de la tarde ausente, pensando en Luis, en la ropa que iba a ponerse, en si se habría equivocado al cortarse la melena (hasta hace unas horas le encantaba su nuevo peinado). Es lo de siempre: cada vez que afronta una cita con posibles se pone nerviosa, «es como si tuviera que pasar un examen, y como Luis me importa, peor». Nada más salir de su oficina, corre a reunirse con su mejor amiga: «Lo siento, no puedo quedarme, tengo que arreglarme ¡sólo faltan tres horas para que pase a buscarme!».

Ya en casa, Julia se desnuda, se planta delante del espejo e inicia su rutina de comprobación: «¿Cejas? Bien depiladas. Ha habido suerte: no estoy ojerosa y ni un solo granito en la cara. Qué desastre de tetas, no sé para qué me mato a pectorales, siempre serán cerecitas. ¡Maldita sea!, tengo la barriga hinchada. Claro, está a punto de venirme. Mejor me pongo algo que no me apriete. Tendré que depilarme las piernas. ¿Pies? Necesito una lima para las uñas, ¿dónde la habré dejado? ¡Oh no!, la tiré el otro día y me he olvidado de comprar otra. ¡Mierda, otra vez a vestirse!», y a la calle.

Falta hora y media para que venga Luis y Julia está alterada, más que alterada. Para colmo, la ha llamado su madre y, como se le ha escapado lo de la cita, no ha parado de darle consejos: «No te muestres demasiado disponible, eso no les gusta. Hija, hazme caso, hazte de rogar. Y, ojo, hasta los que parecen de fiar, son de cuidado». De milagro, no le cuelga, pero habría sido peor, habría sido capaz de presentarse en su casa y pasar revista al pobre Luis: ¿«Por qué no vivirá en la Cochinchina»?

Se ducha, se pasa la maquinilla por las piernas, se embadurna de crema y se perfuma, hasta se pone un poco en las ingles: ¿acaso no decía Coco Chanel que hay que perfumarse los sitios donde una espera que la besen? Busca un vestido sugerente, pero sin ser excesivamente atrevido, «no vaya a pensar que me sirvo en bandeja». Y antes de salir de casa se mira por última vez: «En la próxima vida quiero ser hombre. Debe de ser comodísimo. Seguro que mientras yo me he pasado toda la tarde dándole vueltas al coco, preocupándome y acicalándome, él no ha sufrido. El mundo es injusto… y yo tendría que haberme puesto algo más holgado, mi barriga se nota demasiado. ¿Y si me cambio?».

No le da tiempo. Son las ocho y media. Él llega puntual. Está claro que no ha pasado por su casa: está exactamente igual que esta mañana, sólo que su ropa huele a tabaco y no le iría mal un afeitado. Razón: ha tenido una reunión muy larga, con lo cual, lo siente mucho, no ha podido cambiarse. Luis se disculpa:

—No estoy a tu altura, tú estás preciosa.

Ella sonríe con picardía:

—La verdad es que te he visto de mejor guisa. No sé si anular nuestra cita.

—Ni se te ocurra. He tenido que armarme de valor para invitarte; temía que me dieras largas.

Julia, radiante, musita:

«Definitivamente, el mundo no es injusto».

—Perdona, ¿qué dices?

—Nada, nada, que hace una noche preciosa.

Van a cenar. Conversación agradable, risas, complicidad a raudales. No importa que su ropa huela, Luis es divertido, amable, atento. Igual que siempre. Julia está en una nube. El tipo es una joya. Es responsable, si lo sabrá ella, le encanta leer, toca la guitarra, pasa del fútbol y se interesa mucho por Julia. ¡Prometía y promete!

Van a tomar una copa. Al entrar en el bar, él la coge por la cintura para ayudarla a pasar entre la gente. Es la primera vez que la toca, aparte del impersonal primer apretón de manos en la oficina. Lo que les ha costado mantener las formas. Ella siente un escalofrío y piensa: «No me sueltes, no me sueltes». No lo hace. Más conversación agradable, risas, complicidad a raudales.

Él le cuenta mil cosas, se pierde en sus ojos, le pregunta otras tantas. Coge su mano y juega con ella mientras charlan. Julia empieza a sentirse cómoda. Ambos lo están. Luis se siente fascinado por ella. Le gusta de verdad. Lentamente, a medida que cree ir afianzando el terreno, avanza: le aparta un mechón de los ojos, acaricia su cara. Ella sonríe y se deja hacer.

—¿Estás bien? —pregunta él.

No quiere correr demasiado, no quiere molestarla; lleva tanto tiempo esperando…

Ella sonríe.

Entonces, Luis se decide y la besa: en el cuello, la mejilla, la boca.

Julia cree desfallecer.

Son las dos de la madrugada. El local empieza a cerrar. A estas alturas, los dos tienen una idea en mente. Exactamente la misma, sólo que Luis lo tiene claro; Julia no tanto, y no será por la de semanas que lleva imaginándolo: «Si me acuesto con él a la primera, igual le parezco demasiado fácil y dejo de gustarle». Se reconcome durante un buen rato y, finalmente, extasiada por cómo le habla Luis, se recrimina sus inseguridades: «Soy tonta, si es obvio que está colado por mí».

Entonces le asalta la voz de su madre: «Si, según tú, está interesadísimo por ti, ¿por qué ha esperado tanto para invitarte a salir? ¿No te parece raro? ¿No será que como ahora ya no trabajáis juntos puede aprovecharse de ti sin temer las consecuencias?». Julia duda: «Igual tiene razón. ¿Por qué ha tardado tanto? Tal vez no está seguro o no le gusto y es todo teatro… No, no puede ser. Seré burra, llevamos meses trabajando juntos. Si fuera un cretino, ya me habría dado cuenta. La culpa de todo la tiene mamá, siempre metiéndome miedo en el cuerpo».

Veinte minutos después están en el piso de él. Ordenado, limpio, cálido. Esto desarma a Julia. Ya no sueña con Banderas ni Clooney, este chico es demasiado y es todo suyo, entero, bien enterito, pero…

Pero Julia no acaba de relajarse.

A medida que él va aproximándose, a ella le preocupan más y más cosas: «Quizá estoy cediendo demasiado rápido. No sé si he hecho bien. ¿Y si piensa que me voy con cualquiera? Seguro que no me vuelve a llamar… Es demasiado perfecto. ¿Por qué se habrá fijado en mí? Con lo guapo que es, la de mujeres que babearán por él. No sé si fiarme… No, si aún resultará que es un homosexual en busca de tapadera. No, no puede ser. Seré boba»…

«Pero y si»…

Luis la abraza.

—Julia, ¿te pasa algo?

—No, perdona, nada.

—Me vuelves loco. Lo sabes, ¿verdad?

Julia ni contesta.

La besa. Le susurra palabras hermosas. Le acaricia el cabello. Juega con su lóbulo izquierdo. Lame su cuello. Tentalea su cuerpo. Ella

Ella intenta meter barriga.

Luis le desabrocha el vestido y lo desliza lentamente por sus hombros hasta dejarlo caer. Sonríe, le gusta lo que ve. Le dice lo guapa que es: «Eres preciosa. Sabía que eras preciosa», pero…

Pero Julia no se entera.

Ha vuelto a desconectar. ¿En qué piensa Julia? ¡En la retención de líquidos!: «Con lo hinchada que estoy, creerá que soy una foca. Qué vergüenza, debería haberle dado largas. Seguro que le pareceré horrorosa, y con este pecho de niña… El lunes mismo pido hora con el doctor Puértolas y que me las deje como a mi prima».

Están desnudos, sus cuerpos se entrelazan. Es notorio, abultadamente notorio, que él está más que dispuesto. Julia cae en la cuenta: «¡El preservativo! ¿Tendrá uno? Espero que se lo ponga. ¿Y si no le gustan porque así no siente? Bueno, como tomo la píldora… Pero no, no puedo arriesgarme, he de decírselo, pero cómo. ¿Y si se ofende?».

Él, absolutamente entregado, acaricia su pecho, mordisquea suavemente sus pezones. Julia tiembla de placer y, por un instante, se olvida de todo. Luis nota cómo ella se abandona y, mientras la besa, desliza su mano lentamente hacia su pubis. Pero cuando pasa acariciando suavemente su ombligo, Julia regresa al mundo real y a su enorme barriga, su pecho de niña y el indispensable preservativo, mientras se repite inútilmente: «Tengo que relajarme, tengo que relajarme».

La lengua de Luis empieza a descender por el cuerpo de Julia, ella le sujeta:

—¡Para, para!

—¿No te gusta?

—No, sí, no. Bueno, sí.

—Pues déjame, quiero hacerlo.

Él hunde la boca entre sus piernas.

A ella le preocupa su olor: «He hecho mal en perfumarme, se dará cuenta de que esperaba que lo hiciéramos. ¡Qué vergüenza! ¿Y si es alérgico?».

Pero Luis no protesta y ya ni siquiera piensa; sólo disfruta, está encantado.

Julia recapacita: «No dice nada, igual no le molesta, y me ha dicho que le deje», y se deja hacer.

Bueno, es un decir, porque pasa un minuto, algo menos, y ya se siente mal, muy mal: «Estoy tardando demasiado. Su mandíbula debe de estar hecha polvo. Relájate Julia, Luis te ha dicho que quería hacerlo. Pero ¡si todo el trabajo lo está haciendo él, yo apenas le he tocado! Pensará que soy una mosquita muerta. Y no logro excitarme, estoy muy nerviosa. Parezco imbécil… ¡Soy imbécil!».

Su culpabilidad le puede y tira de él hacia arriba. Luis lo interpreta como una señal de que le quiere dentro, se coloca un preservativo y la penetra. «No, todavía no —piensa ella—. Aún no estoy preparada». Le hubiera gustado que se besaran un poco más, que él le hablase y le acariciase un poco más, pero se calla.

No quiere que piense que es muy fría. No quiere molestarle. No quiere quedar mal. «Bueno, da igual —se dice Julia—. Además, me gusta sentirle dentro», y se esfuerza en contraer sus paredes vaginales, ya que, por supuesto, es una chica muy informada, lee todo lo que sale en las revistas y lleva semanas practicando los ejercicios de Kegel[18].

Julia intenta encajar su cuerpo con el cuerpo de él.

Ella la disfruta; él, ¿acaso lo dudabas?, también.

«Ummm», gime Julia, alentándole, aunque sabe que para ella no es suficiente: salvo que se estimule el clítoris, no va a llegar, pero le da vergüenza hacerlo.

«¿Se molestará? ¿Le digo algo? No sé qué hacer».

Duda, duda unos segundos.

Entonces nota cómo Luis deja de respirar.

Ella sigue titubeando. Pero ya no importa: Él se corre, ella…

Ella se conforma.

—¿Te ha gustado? —pregunta Luis, tumbándose a su lado.

—Mucho —responde Julia, mientras piensa: «Otra vez será».

(Continuará).

CÓMO PREPARAN ELLOS UNA CITA

Tú te depilas, vas a la pelu, te pruebas mil y un conjuntos… ¿Qué hace él? Aparte del típico «me arreglo un poco más de lo habitual», estas son algunas de las respuestas más curiosas con las que me he topado (juro que no me he inventado ninguna):

«Compro una botella de vino, compruebo que tengo condones, me ducho a conciencia, me afeito, elijo mi mejor aftershave y me cepillo muy bien los dientes».

«Me masturbo. Así voy más tranquilo y evito el peligro de correrme demasiado de prisa».

«Pongo música a todo volumen y bailo frenéticamente para intentar desfogarme».

«Veo la tele o juego con la Play para intentar pensar en otra cosa».

«Planeo la cita al mínimo detalle. Todo lo que vamos a hacer, todos los temas de conversación, así no la aburro ni me quedo en blanco».

«Me corto las uñas de las manos, para no dañarle los genitales. ¡Una vez me pasó!».

«Preparo una gran cena. Les impresionan los tíos resueltos. Todas caen: nunca me ha fallado».

«Desconecto el contestador, no vaya a ser que llame otra». «Me limpio las orejas y me quito los pelos de la nariz».

«¿Preparativos? Cambiar las sábanas».

Parecía que iba para novela rosa pero, ya ves, nada que ver con las películas.

Vaya por delante que Luis me cae bien. Qué lejos está de esos donjuanes de tres al cuarto que pululan por el mundo, auténticos descerebrados, que creen que un clítoris es una ubre de vaca que hay que ordeñar. ¡Dios, qué manazas!, o se dedican a embestirnos con todas sus fuerzas, pensando que si nos revientan el cuerpo serán más machotes.

Sí, es verdad, Luis me gusta, porque no le va el fútbol, pero sobre todo por cómo se desenvuelve en el cuerpo a cuerpo, salvo ese desliz de ir demasiado de prisa al final, que ni siquiera ha sido cosa suya: si Julia no se hubiera sentido culpable y le hubiese dejado seguir, aún estaríamos en la escena del sofá y hasta puede que, antes de terminarla, ella hubiera tenido más de un orgasmo.

En cuanto a ella, mi querida Julia, tal vez la he exagerado un poquito (que cada mujer haga su propio examen de conciencia), pero tiene mucho de muchas de nosotras:

  • insegura por la supuesta fealdad de su cuerpo,
  • indecisa por temor al qué pensará de mí,
  • preocupada porque tarda demasiado en estar preparada (¿preparada para qué?),
  • nerviosa por estar a la altura y satisfacerlo,
  • angustiada por no cansarle o parecerle demasiado pedigüeña…

Estar a la altura. Julia se ha recriminado por trabajar poco («Pensará que soy una mosquita muerta») y puede que más bien se haya dejado hacer, pero ¿y qué? Se trata de gozar, no del debe y el haber. No hablamos de contabilidad, sino de sexo, y Luis se lo estaba pasando genial.

La otra cara de la moneda: muchas mujeres hacemos completamente lo contrario, es decir, nos esforzamos tanto en controlar la situación y cubrir todas sus necesidades, ¡las de él!, queremos ser tan buenas en la cama, que tampoco somos capaces de pasárnoslo bien.

Si ni siquiera nos libramos las mujeres que vivimos en pareja y se supone que deberíamos tener más confianza… Por poner unos ejemplos, ¿cuántas no damos el primer paso ni so pena de morir de inanición (sexual, se entiende)? ¿Cuántas andamos siempre escondiéndonos bajo las sábanas o huimos de la luz como si se tratara del diablo? ¿A cuántas no nos gusta estar encima porque «mis pechos se caen», «tengo papada» o «se nota mi barriga»? ¿Cuántas no decimos lo que deseamos (tócame aquí, aún no, dime guarradas, átame…) por vergüenza o temor a pedir en exceso? Y paro, que si no me deprimo.

Demasiadas ideas preconcebidas, demasiadas

inseguridades, demasiadas interferencias

¡Así no hay quien disfrute del sexo!

Nosotras solemos decir que hemos de tener los mismos derechos que los hombres. La pregunta es: ¿de verdad lo creemos? Verás, quítate la venda de las grandes palabras y echa una ojeada alrededor, míranos y te darás cuenta de que muchas nos comportamos como si creyéramos que ellos se merecen más.

Yo estoy convencida: es algo que se constata a diario y que, lógicamente, se refleja en nuestra vida sexual.

¿Existe algún motivo que justifique que ellos tengan

derecho a disfrutar más del sexo que nosotras?

No, claro que no. Julia está convencida de que no. Sin embargo, ya ves qué ha pasado, lo que a menudo suele pasar: ella se ha preocupado tanto de esconder su cuerpo, de vencer sus fantasmas y de que Luis no se cansara y quedara satisfecho, que finalmente se ha olvidado de su propio placer. Primero él, y si algo cae, ¡qué suerte la mía!

Somos tantas las mujeres que nos comportamos

como si nuestro placer fuera secundario

y ellos nos estuvieran haciendo un favor.

Un favor cuando dedican tiempo a acariciarnos, cuando nos comen el coño sin esperar nada a cambio, cuando —salvo que queramos— no nos penetran a la primera. Como si nuestra satisfacción fuera un regalo con el que nos agasajan.

¿Y sabes por qué? Recuerda lo que dijimos en el capítulo anterior: desde la noche de los tiempos hemos sido meras comparsas —receptoras pasivas (¿o debería decir recipientes?)— de las necesidades carnales masculinas. Nuestra sexualidad sólo ha existido como respuesta a la suya, es decir, lo que era bueno para ellos debía ser bueno para nosotras, y si no, a aguantarse tocaba. Y esto aún nos pesa, ¡y mucho! Ya han pasado varios lustros desde nuestra supuesta liberación sexual, pero miles de años de sumisión no se superan tan ¿rápido?, y aún hoy lo que se sale del modelo, es decir, todo lo que se desvía de la senda juegos preliminares-coito-fin o va más allá de priorizar la satisfacción masculina, aún sigue siendo ¡un extra[19]!

Lo cierto es que nosotras hemos interiorizado tan bien la lección que comulgamos con ruedas de molino y aceptamos como bueno el cuento, la falacia, de que nuestra sexualidad es algo tan complejo, tan misterioso, que nos cuesta tanto llegar… Y así las cosas, ¿quién es la guapa que no se acaba avergonzando o sintiendo culpable y callándose para no molestar más de lo estrictamente necesario? Y a veces ni eso. Fíjate en Julia. Es incapaz de disfrutar de lo que le hace Luis, y no me negarás que es un amante dispuesto y con traza de ir a por nota. Julia no está acostumbrada a obtener, la han educado en el dar, y cuando tiene que cambiar de papel se avergüenza, se siente incómoda, como si fuera una carga, y en seguida libera a su pareja de semejante cruz.

Es triste, muy triste, porque en el fondo lo que sucede es que Julia cree que no tiene derecho, se siente indigna.

Indigna por su deficiente cuerpo.

Indigna por tener una sexualidad tan complicada.

Indigna por necesitar más que Luis.

Indigna por no ajustarse al comportamiento que se espera de ella.

Por las razones que sea —nos cuesta tan poco menospreciarnos—, pero indigna, un sentimiento que la quiebra por dentro, le hace renunciar a sus deseos —a veces, ni siquiera sabe que los tiene— y le impide vivir plenamente su sexualidad.

Tal vez pienses que soy una exagerada, que no tienes nada que ver con estas palabras, que no te definen en lo más mínimo. Puede ser…

Yo sólo te propongo que si en algún momento te has visto reflejada en Julia, te preguntes por qué.

UNA CUESTIÓN DE AUTOESTIMA

Eres el principio de todo y si lo que piensas y sientes acerca de ti misma va en contra de ti… ¡ya me contarás! La autoestima, es decir, tener un adecuado sentimiento de la propia valía (dicho de otro modo: amarse, aceptarse, respetarse, cuidarse y confiar en una misma ¡sin necesidad de la constante aprobación externa!) es primordial para ir por la vida, también para vivir nuestra sexualidad. Quien no se siente bien en propia piel carece de esa sensación de orden y fortaleza interior necesarias para vivir la existencia que se desea, ir en pos de los sueños propios, pedir lo que se necesita, correr riesgos… Sin autoestima dependes demasiado de lo externo, de que alguien te dé una palmadita en la espalda, te haga de bastón, te asegure a cada paso…

La mujer que eres en la calle es la misma que comparte cama con un señor. No sois dos personas diferentes, sois una sola. Lo que sucede fuera del dormitorio refleja lo que sucede en él y viceversa. Tal vez nunca lo hayas contemplado de esta manera, hazlo ahora: piensa en cómo te comportas y cómo te sientes en tu vida cotidiana, en tu capacidad de autoafirmación, de pedir, de hacerte valer, de ser tú… y piensa cómo eres en el juego amoroso. Ahora, prueba al revés: primero, analízate en la cama, luego de puertas afuera.

Si lo que tienes es un claro problema de autoestima, no te quedes parada: leer libros sobre el tema y/o acudir a la consulta de un buen psicólogo son dos de las mejores inversiones que puedes hacer en ti misma. Mientras tanto, aquí tienes algunas propuestas que te pueden inspirar (y no seas comodona, he escrito «mientras tanto», o sea que no te conformes con esto):

  • Imagina a la niña que llevas dentro (todas la llevamos). Puede ayudarte una fotografía de cuando eras pequeña. En serio, cierra el libro y búscala. Tu niña eres tú, la verdadera tú, aunque te escondas bajo una fachada de mujer. Ahora mírala a los ojos y entiende lo mucho que te necesita: para crecer, superar sus miedos, desarrollar sus cualidades… ¡Vivir! ¿No crees que merece tus cuidados? Pues comprométete, ¡desde ya!, a tratarla y, por ende, a tratarte con respeto, justicia, tolerancia y compasión. No son palabras vacías, quizá las hayamos menospreciado demasiadas veces, pero piensa bien lo que significa cada una de ellas, ¡una por una!, y sé fiel a tu compromiso.
  • ¿Te cuesta entenderlo? Plantéatelo de otra forma: ¿qué haces cuando una buena amiga tiene un problema, dice sentirse mal consigo misma, se muestra insegura y/o se viene abajo? La animas, la apoyas, le aconsejas lo que crees mejor para ella, pero no se te ocurre hundirla aún más. No se te ocurre insultarla, menospreciarla, aplastarla… Sin embargo ¿cuántas veces reaccionas así contigo misma? Recuerda tu compromiso y, cuando no lo veas claro, aplícate el truco de la amiga, porque a menudo nos resulta más fácil ser objetivos, amables y generosos con los demás que con nosotros mismos.
  • ¿Cómo te hablas? ¿Te respaldas o eres tu peor adversaria? Obsérvate. Rastrea esos pensamientos negativos o desalentadores con los que te machacas («Nunca lo conseguiré», «soy un fracaso», «seré estúpida…», «no puedo»…) y esa actitud pesimista y nada positiva ante la vida («todo el mundo es egoísta/malo», «hemos venido a sufrir», «¿para qué esforzarse?»). ¡Te están marcando un camino que te impide ser feliz! Y, por supuesto, no estás siendo ni respetuosa, ni justa, ni tolerante, ni compasiva contigo misma. Recuerda tu promesa.
  • Tomar conciencia de lo mal que te hablas a ti misma, ¡de cómo te maltratas!, es el primer paso para dejar de hacerlo. El segundo consiste en que al pillarte en falso te cuestiones esos pensamientos automáticos, llamados así porque surgen de forma espontánea, es decir, sin que hayas reflexionado de verdad para llegar a dicha conclusión. Para superarlos, es necesario que te plantees fríamente lo que te has dicho y te preguntes cuáles son las evidencias a favor y en contra de dicho pensamiento (hazlo y te sorprenderá ver lo poco consistentes que son algunas de tus grandes verdades), qué ventajas y desventajas obtienes viéndote o viendo la vida así, cómo reaccionarías si te enteraras de que una buena amiga se dijera o pensara eso mismo, si existen otras formas de verlo… No te tomes lo leído a la ligera. Inténtalo, comprobarás que funciona y más con la práctica, y, poco a poco, si no bajas la guardia, lograrás poner cerco a tu enemiga interior. Cada vez que intente sacar la cabeza, lo que sucederá a menudo, ¡sartenazo!
  • Evita las compañías tóxicas; es decir, no te juntes con gente negativa, quejica, criticona, pedigüeña y poco generosa, que nunca te aporte nada positivo, que culpa a los demás de todo (¿incluida tú?)… Si tras estar un rato con una persona de esa ralea notas que te sientes agotada, desanimada, nerviosa…, en fin, peor de lo que estabas antes de verla, ¡mejor la evitas! De no poder esquivarla, busca formas de que su presencia te afecte lo menos posible: no le des cuerda, cambia de conversación, usa técnicas de relajación, afronta sus comentarios con bromas, restringe el tiempo que compartís, aléjate mentalmente (evadiéndote)…
  • ¿Cuidas de ti misma? ¿Te tienes en cuenta? Dedícale un tiempo a contestar estas preguntas. Para ello, piensa en todo lo positivo y negativo que hay en tu vida. ¿Qué quieres que siga igual? ¿Qué deseas cambiar para ganar en seguridad, disfrutar más de tu tiempo, estar más sana, hacer realidad tus sueños o lo que sea que te haga sentir bien? Aprende a distinguir lo que sí puedes cambiar de lo que no, y trabaja para lograr las mejoras que buscas. Y, por favor, no te compares con nadie. Tú eres tú y punto. De compararte, sólo has de hacerlo contigo misma. ¿Soy mejor hoy que ayer? ¡Y con empatía!
  • Algo más concreto: dedica un mínimo de un cuarto de hora diario a mimarte. No digas que no tienes tiempo. Esa es nuestra eterna excusa para todo. Haz cualquier cosa que te apetezca (a ti, sólo a ti, a nadie más). Dibujar, escuchar música, bailar, pasear por un parque, tumbarte al sol, cocinar tu plato favorito, escribir un diario, leer una novela, cantar… Si por ejemplo decides pintar, no juzgues lo que has hecho, ni pidas opiniones ajenas, lo estás haciendo para disfrutar. Quizá te preguntes qué tiene que ver esto con la autoestima. No dudes que mucho. Se trata de saber concederse un tiempo, de permitirse un placer, de cuidar de las necesidades propias. En definitiva, es un camino, una forma de ayudarte a entender que tú eres importante. A medida que pasen los días, aumenta el tiempo: media hora, cuarenta y cinco minutos, una hora si puedes.
  • Haz una lista de tus cualidades, habilidades y demás puntos fuertes sin cortarte. Si te cuesta valorarte, dedícale tiempo y ayúdate desglosando las diferentes áreas de tu vida, como: personalidad (responsable, voluntariosa, solidaria, simpática…), salud y aspecto físico, educación, cultura y creatividad, relaciones con los demás (ámbitos: familiar, social y profesional), vida académica y/o laboral, habilidades cotidianas… Añade todo lo que se te ocurra. Si quieres, puedes pedirle a una buena amiga y/o a tu pareja (si la tienes) que te ayuden a elaborarla. Los demás suelen ser más objetivos, y seguro que te harán ver que eres mejor de lo que crees. Al cabo de una semana, repásala y añade lo que desees. Sigue haciéndolo durante unos meses, hasta que notes que te sientes mejor contigo misma. Y, por muy bien que te veas, nunca te deshagas de esa lista. Es bueno tenerla a mano cuando amenazan nubarrones o directamente estalla la tormenta.
  • Al final del día, piensa en las cosas positivas que has hecho durante la jornada y prémiate por ello: una ducha para sentirte como nueva mientras suena tu música favorita de fondo, tumbarte en el sofá y leer ese artículo que tanto te interesa o retarte a un Sudoku ¡sin interrupciones!, prepararte una copa o un zumo o un vaso de leche con cacao y saborearlo poco a poco… lo que sea que te apetezca. Entérate: premio = algo que te haga disfrutar del momento, tu momento.
  • Escribe un diario. Hacerlo te ayudará a descubrirte a ti misma, a expresar tus sentimientos, a poner las cosas en perspectiva y ver cómo vas evolucionando.
  • Fundamental: mima tu salud. Intenta comer y dormir bien, y hacer ejercicio. Todo ello influye en nuestro estado de ánimo, y mucho más de lo que solemos creer. ¿Qué tal si aprendes alguna técnica de relajación?

Advertencia final: la autoestima no es algo que se logre en un día y ¡ya está! Habrá momentos en que te comerás el mundo y otros… que no tanto. La vida nos enfrenta a retos, escollos, momentos fantásticos y otros muy duros. El consejo, pues, es: estate atenta, aprende a observar lo que piensas y sientes, analiza a menudo tus puntos fuertes y débiles… En definitiva, no bajes la guardia. Cuidar de una misma es una misión de por vida.

Lecturas recomendadas: Conocerse a una misma es imprescindible para quererse y aceptarse. Es una de las tareas, diría placeres, que nos regala la vida. Si te interesa indagar sobre ti misma te recomiendo la lectura de A veces ni yo me entiendo, de la psicoanalista Lourdes Blanco, libro por el que siento especial predilección. Asimismo, si quieres entender cómo te tratas y cambiar tu relación contigo misma, no lo dudes, lee Autoestima, de Marisol Mora y Rosa M.ª Raich, un texto imprescindible tanto para detectar y combatir los pensamientos automáticos como para aprender a identificar nuestras cualidades y puntos fuertes. Se anuncia como una guía de intervención para terapeutas, ¡no te asustes!, es muy fácil de entender y, por si las moscas, incluye un capítulo para pacientes que despeja cualquier duda. ¡Vale la pena! Otro título que creo que se merece tu atención es ya un clásico: Psicología de la mujer, de Jean Baker Miller, sobre nuestro histórico papel secundario y las claves para cambiarlo. Además, en el mercado existen otros muchos libros sobre autoestima, o sea que lo mejor es que te pases por una librería y te los mires con calma para decidir cuál cubre mejor tus expectativas. Aquí sólo incluyo algunos títulos (por orden alfabético de autores): La autoestima, de Christophe André y François Lelord; Cómo mejorar su autoestima y La autoestima de la mujer, de Nathaniel Branden; Autoestima para la mujer, de Lynda Field; Bienestar, autoestima y felicidad, de Raimon Gaja, y Autoestima, de Gael Lindenfield.

Lo primero: ¡quitarse el corsé mental!

No es que seamos indignas, defectuosas, o lo que es lo mismo, inferiores a ellos. ¿O cómo crees que acabamos sintiéndonos cuando nos dicen que somos tan complejas, tan misteriosas o que nos cuesta tanto llegar…?

Lo que somos es diferentes.

Diferentes a ellos, ni mejores ni peores.

Y cuesta, o no se quiere, asumir esa diferencia.

(Y, reconozcámoslo, no sólo les cuesta a los hombres, también, a veces incluso más, a nosotras).

Tal vez exclames: ¡«No será para tanto»! ¿No? Dímelo tú. ¿No será que las apariencias engañan? Que las mujeres seamos sexualmente más activas puede hacernos creer que somos tan libres como los hombres y que disfrutamos del sexo tanto como ellos. Pura teoría. Que la virginidad ya no sea tan importante y que podamos acostarnos con más de uno (es un decir, porque ya sabes cómo nos pueden llamar a la primera de cambio) no implica que las relaciones hayan cambiado y que se tenga en cuenta nuestro placer: significa que nos lo montamos con mayor facilidad, no que lo hagamos en mejores condiciones.

No lo dudes: asegurar, como hemos hecho, que tenemos derecho a disfrutar de nuestro cuerpo, a experimentar y poner en práctica nuestros deseos, y a vivir una sexualidad plena, es pura verborrea si a la hora de la verdad nuestra educación, nuestras inseguridades, nuestra mente no nos lo permiten. Tenlo claro:

El sexo empieza en el cerebro.

Seguramente conoces ese dicho tan popular: «Libera tu mente, liberarás tu cuerpo». Pues de eso se trata. Reconozco que resulta más fácil decirlo que hacerlo. Y no confundamos: no me refiero a aquello de «relájate y goza», eso se lo decían a nuestras abuelas cuando se quejaban de no disfrutar en la cama. Lo que te estoy diciendo es que placer y autocensura no hacen buenas migas, no casan bien. Julia nos lo ha demostrado: es imposible gozar cuando nuestra mente está más pendiente de nuestro físico, del miedo a ser malas amantes, de si pedir o no pedir, de mil cosas, que del sexo.

No leas esto de pasada. Plantéatelo. Es obvio que nos quedan muchas batallas por ganar. Pero la más importante hemos de librarla contra nosotras mismas, ya que por mucho que digamos que tenemos derecho a vivir nuestra sexualidad, jamás lo lograremos si primero no nos quitamos nuestro corsé mental. Aunque yo no dedique páginas y más páginas a desarrollar esta cuestión,

en tu capacidad de darte permiso está la clave de todo.

IDEAS PARA ACABAR CON LA CENSORA QUE LLEVAMOS DENTRO

No existen fórmulas mágicas para liberar la mente. Es un camino que tienes que andar por tu propio pie, algo que se logra a diario, un trabajo personal que implica responsabilizarte de tu vida sexual y no vivirla sin más. Algunas ideas que pueden ayudarte:

  • Escúchate a ti misma (y, sobre todo, quiérete). El cuestionario que encontraste al final del primer capítulo pretendía ayudarte a conocerte desde el punto de vista sexual. Si te lo saltaste o lo tomaste a la ligera, dedícale más tiempo y utilízalo para plantearte cómo vives emocional y físicamente tu sexualidad, lo que quieres que siga igual, qué crees que debe mejorar y cómo lograrlo. Es fundamental que entres en contacto con tus propios deseos y sentimientos, por lo que no olvides aguzar las antenas para detectar cualquier idea preconcebida, mito inalcanzable o miedo infundado que perjudique tu capacidad de disfrutar. El objetivo es que tú, y no la sociedad en que estás inmersa (y tu/s pareja/s), seas quien decida cómo es/va a ser tu vida sexual. Piensa en ti, en lo que deseas y ve a por ello. ¿Acaso no lo mereces? ¿Por qué él sí y tú no?
  • Mantente informada, cuestiónatelo todo y aprende. Lo dicho, el sexo no es algo espontáneo y natural. Tampoco es cuestión de hacer codos, pero sí de estar informada. Eso es lo que estás haciendo ahora mismo con ayuda de este libro.
  • Vives rodeada de imágenes desvirtuadas de lo que es la sexualidad, por la escasa educación que recibimos, por lo que nos venden los medios de comunicación (sobre todo, esas películas donde los cuerpos son perfectos y el sexo insuperable), por lo poco que nos sinceramos al respecto, por tantas cosas… ¡Ah!, y para colmo, cuando hablamos de sexo, proliferan los bocazas, y no sólo varones, la de mujeres que van por la vida contando (sus) películas. Ayer mismo mi homeópata —una de las mujeres con mayor cultura sexual que conozco— me explicaba que durante una cena de ocho conocidas, todas, menos ella, alardearon de ser auténticos animales sexuales. Ni comunicación, ni juego previo, ni nada de nada. Pene, vagina y felicidad en el acto. «Sólo les faltó decir que llegaban a la vez. ¿A quién pretenden engañar?». Cuando defiendo que hemos de hablar, no me refiero a este tipo de alardes. Menos lobos… Para eso, mejor quedarse calladas.

En conclusión, para liberarte tienes que saber, no tragar lo que te colocan en el plato. Informarse de verdad disipa las dudas, quita complejos, sacude los miedos y genera seguridad. En definitiva, libera.

  • Practica, échale imaginación y elige. La teoría hay que conocerla, pero de nada sirve sin la práctica y, por supuesto, mejora mucho si le añades tu propia dosis de creatividad. La idea es probar y adaptar lo que ya sabes o vas aprendiendo a tu forma de ser y a la de quien comparte tu cuerpo contigo. Lo que te gusta lo guardas para tu repertorio, lo que no, lo suprimes.
  • Desafíate y permítete tropezar. Eres humana. Mientras respetes a los demás y te respetes a ti misma, arriésgate a pedir, a probar, a cometer equivocaciones, incluso a sentirte ridícula… ¡No lo eres! Recuerda lo que dicen quienes llegan a cierta edad y miran hacia atrás: se arrepienten más de lo que dejaron de hacer por miedo a equivocarse que de los errores que cometieron.

Algunos psicólogos recomiendan que cuando algo te dé miedo (pedirle, por ejemplo, que te azote las nalgas, te chupe los dedos de los pies o que represente el papel de alumno desvalido), te preguntes qué es lo más grave que puede ocurrirte si das el paso (en este caso, si te atreves a pedir). Normalmente, no suele ser tan terrible y si puedes asumir lo peor (¿quizá que te diga que no?), te resultará más fácil correr el riesgo. Si lo que te da miedo es que tu pareja te menosprecie por tus gustos y/o necesidades, ¿no será que no te conviene?

  • Pide ayuda. Si tu sexualidad es una fuente de conflictos, te está haciendo sufrir o crees que lo necesitas, no lo pienses dos veces, haz algo por ti: busca la ayuda de un buen terapeuta. Recuerda que tu vida sexual no es algo secundario, merece tu atención. Pero, ojo, no te pongas en manos de cualquiera: al final de este libro encontrarás algunas direcciones útiles.

La belleza como esclavitud

La historia de Julia es una prueba evidente de que no se puede hablar de sexo sin dedicar unas cuantas líneas a nuestro exagerado culto al físico. En los últimos años el inalcanzable ideal de belleza femenino y la obsesión por la eterna juventud se han convertido en una nueva forma de esclavitud. Sin embargo, antes de echarles la culpa a los demás te recuerdo la pregunta que te planteé unas páginas atrás: ¿Acaso crees que no tienes nada que ver con lo que te sucede, con lo que nos sucede a todas las mujeres? Abre los ojos, no somos tan inocentes, ¡somos cómplices!, y lo que sí podemos es reaccionar.

Supongo que has visto alguna fotografía de las mujeres Padaung (Birmania), que tienen la costumbre de alargarse el cuello mediante el uso de una serie de aros de cobre o plata. Debe de parecerte una crueldad, como lo era que a las mujeres de las clases pudientes chinas les vendaran los pies para que estos no pudieran crecer o que nuestras tatarabuelas llevaran corpiños que apenas las dejaban respirar. Sin embargo, no consideras cruel lo que el ideal de belleza te exige…

  • ¿Te has parado a pensar cuántas horas al día le dedicamos a nuestro físico?
  • ¿La de neuronas que gastamos pensando en él?
  • ¿La de dinero que invertimos?
  • ¿La de hambre que pasamos?
  • ¿La de complejos que tenemos? ¿Lo mucho que sufrimos? ¿La de energía que gastamos en una batalla perdida de antemano?

El ideal de belleza femenino imposibilita que una mujer

pueda estar satisfecha de sí misma.

SABÍAS QUE…

  • Una de cada dos mujeres hace dieta durante casi toda su vida.
  • La mayoría de las adultas se consideran más gordas de lo que son.
  • Una encuesta realizada en un revista femenina estadounidense reveló que la mitad de las mujeres prefería perder 5 kilos a encontrar al hombre de su vida o alcanzar sus aspiraciones profesionales.
  • «La mitad de la población se muere por adelgazar y la otra mitad se está muriendo de hambre». (Pintada en una pared).

El peso de esta lacra es tal que en demasiadas ocasiones logra eclipsar cualquier otra virtud o logro femenino. Da igual que una mujer sea inteligente, creativa, positiva, trabajadora, generosa, amable, simpática, comprensiva, solidaria, empática… Si su físico no es el adecuado, no es deseable, está fallando. ¡Es censurable!

Dicho de otro modo:

  • estar gorda (es decir, todo lo que no sea asemejarse a un hueso con una fina capita de piel) equivale a fracaso;
  • tener celulitis equivale a fracaso;
  • la flacidez equivale a fracaso;
  • tener estrías equivale a fracaso;
  • unas cuantas arrugas equivalen a fracaso;
  • las canas equivalen a fracaso… todo lo que no se asemeje a las modelos que aparecen en las revistas equivale a fracaso, ¡un fracaso personal!, porque, para colmo, nosotras somos responsables de nuestro físico.

La ley de la gravedad, el paso de los años, la ajetreada vida que llevamos, los disgustos, el cansancio, el miserable pan nuestro de cada día, nada tienen que ver. La culpa, ¿cómo no?, es nuestra. Porque no tenemos fuerza de voluntad para prescindir del postre y hacer dos horas diarias de gimnasia, porque no invertimos lo suficiente en potingues y tratamientos de belleza, porque no nos fundimos nuestra tarjeta de crédito en vestir a la moda, en definitiva, porque somos incapaces de controlarnos a nosotras mismas, o somos unas dejadas o, peor aún, no nos valoramos lo suficiente.

Seguro que has visto esos anuncios de una conocida marca cosmética que acaban siempre con la modelo de turno diciendo: «Porque tú lo vales». Ya lo creo, pero por mucho que use ese producto, nunca seré como ella, ¡no te fastidia! Lo siento, pero si, como me sucede a mí, no te pareces a esa monada, has fracasado. No importa lo fantástica que seas. Ni un premio Nobel te redimiría. No estás a la altura. Eres fea.

Es aberrante. Piénsalo, piénsalo detenidamente. Si nuestra seguridad depende de un físico que irremediablemente se deteriora y del visto bueno de los demás, somos totalmente vulnerables. Y ¿a quién le estamos jugando el juego?

Es evidente que este tema da para escribir un libro, pero este va de sexo, por lo que sólo me permito unos apuntes:

  • Es comprensible que deseemos gustar, pero no que la carrera por estar guapas nos tenga tan ocupadas (¿enajenadas?) que ensombrezca otros aspectos mucho más importantes de nuestras vidas y dinamite nuestra lucha contra la desigualdad sexual. Difícilmente podremos emanciparnos de verdad desde la posición de objeto. ¿Cómo se puede ser una misma y plantar cara a un sistema que nos minusvalora por el hecho de ser mujeres si nosotras mismas nos juzgamos y actuamos según sus reglas? Hay que despertar. Recuérdalo: nuestra falta de autoestima (qué es si no sentirse inferiores por culpa de nuestro cuerpo) hace que nos sintamos indignas y, por lo tanto, que no nos creamos con derecho a… ¡nada! Quien se infravalora no tiene fuerzas para luchar.
  • Nuestros complejos posibilitan un gran negocio. Piensa en la de millones que nos gastamos en cosmética, productos farmacéuticos y dietéticos, en institutos de belleza, en ropa y calzado de temporada, en cirugía plástica (cada vez hay más adolescentes que pasan por el quirófano y, lo que es peor, ¡como regalo!)… Piensa en la de millones que se gastan todas esas marcas en hacerse publicidad para convencernos de que nos convienen. Piensa en el nivel de libertad de expresión que puede tener un medio de comunicación que vive básicamente de esa clase de anunciantes. ¡Que se lo pregunten a las periodistas especializadas en belleza y moda[20]!
  • También existe un doble rasero en lo que se refiere a la imagen. Por ejemplo, mientras que nosotras hemos de parecer figurines, ellos aún pueden lucir la curva de la felicidad. Te habrás dado cuenta de que para ellos no es barriga, sino curva y, por si fuera poco, de la felicidad. ¿Quieres otra prueba? A nosotras las canas nos hacen viejas, las de ellos, en cambio, son atractivas o, como mínimo, interesantes. Y que no falte la guinda: según se afirma, nosotras nos fijamos en otras cosas. Es cierto que las mujeres valoramos muchas otras cualidades en un hombre, pero también nos gustan los tíos buenos. Me encantaría saber en qué se basan quienes afirman que su físico no nos importa. No será que, como siempre, les evitamos cualquier tipo de trauma y a nosotras ¡que nos zurzan!
  • Me pregunto cuántos hombres resistirían la presión de verse continuamente juzgados por su aspecto. La verdad es que ellos también van cayendo en la trampa —la de intereses económicos que hay en juego; imagino a los directivos de las multinacionales de belleza frotándose las manos—, pero todavía falta mucho para que lleguen a nuestros niveles de paranoia y, sinceramente, espero que sean más inteligentes en este aspecto. ¿Acaso no les basta con los complejos que les causa el tamaño de su falo?
  • De pequeñas no éramos tan tontas. Hasta aproximadamente los ocho años (algunos psicólogos advierten que antes), las niñas suelen tener una buena dosis de autoestima y una sana opinión de su apariencia física. Es a partir de entonces y sobre todo durante los difíciles años de la adolescencia cuando su autoimagen cae en picado. ¿Causa? Porque a partir de los ocho años, más o menos, las chicas tomamos conciencia de lo que se espera de nosotras y basta con fijarse en el modelo de atractivo que se nos exige para entender lo que sucede. Y, ojo, ese ideal inalcanzable no sólo se forja en los medios de comunicación y en la calle: la familia también tiene mucho que ver. Un progenitor obsesionado por su físico no es el mejor ejemplo y no menos nocivos son los comentarios tipo «¡pareces un chicote!» (todo porque a la niña le gusta darle al balón o se ha llenado de lodo mientras jugaba), «tu prima sí que es alta y delgada», «para estar guapa hay que sufrir», «si no te arreglas jamás encontrarás novio», «cuidado que vas a engordar», etcétera. Puede que en tu caso el daño ya esté hecho y tengas ante ti la ardua tarea de enderezar tu pobre autoimagen (y, por extensión, falta de autoestima), pero intenta no perpetuar el error: si tienes hijos, vigila lo que les dices y reflexiona sobre tu forma de comportarte respecto a esta cuestión.
  • A veces nuestro físico nos sirve de excusa para no afrontar nuestros auténticos problemas. Me refiero a frases del tipo: «Si fuera más guapa, seguro que tendría más éxito en el trabajo/ una pareja, etcétera». Puede que haya cierta parte de verdad en ello, se ha demostrado que la belleza ayuda profesionalmente y/o a captar el interés de más hombres, pero ojo con utilizar nuestras supuestas carencias físicas como pretexto para la inmovilidad y el victimismo. ¿Lo haces tú?
  • Lo que más me duele reconocer: la necesidad de gustar es capaz de enfrentar a las mujeres y hace emerger sus peores instintos; ¿te suenan, por ejemplo, la envidia, los celos y la mala leche? No me refiero sólo a la competición que se entabla entre muchas de nosotras por conseguir la atención del sexo contrario, la dichosa «lucha por el varón», sino a que nadie es capaz de hacerte sentir peor que esa encantadora conocida que te comenta que «hoy no tienes muy buena cara», y no precisamente porque le preocupe tu estado de salud; también puede decirte que esos pantalones que acabas de comprarte con toda la ilusión del mundo «te aprietan un poco, ¿no crees?», o pone cara de decepción mientras te mira de arriba abajo. No digo que siempre sea así, por suerte todas tenemos buenas amigas, pero ocurre. Y es patético.

Seguramente podríamos seguir sacándole punta a la cuestión[21], pero debemos volver a lo que nos ocupa en este libro, es decir, nuestra sexualidad, y en este sentido, ¿no te resulta paradójico que mientras se nos exige que aprendamos a conocer y sacar partido de nuestro cuerpo para resultar sexualmente atractivas para los demás, no se nos alienta a conocer y sacar partido de nuestro cuerpo para disfrutar (nosotras) de nuestra sexualidad? Tiene narices. ¿Acaso no te indigna?

Última reflexión, pero fundamental:

Si no te sientes cómoda en tu cuerpo difícilmente

vivirás bien tu sexualidad.

No querrás mostrar o dejarte tocar algo que te acompleja. Aún peor, si no te gusta tu cuerpo, si lo rechazas, ¿cómo vas a permitirle (permitirte) experimentar placer? No te lo consentirás. El sentimiento de inadecuación nos hace avergonzarnos de nuestros cuerpos, y eso coarta nuestra capacidad de compartirnos, de pedir, de hacer, de gozar…

Dos muestras: la primera, un estudio realizado entre doscientas universitarias del Columbia College (Estados Unidos), indicó que dos tercios de las entrevistadas tenían una imagen negativa de su propio cuerpo y que por ello rechazaban mantener relaciones sexuales, no disfrutaban de ellas o se mostraban más tímidas durante el sexo[22]. Y dos: tras preguntarles su opinión acerca de su peso y otros aspectos de su atractivo sexual (rellenaron un cuestionario), 85 mujeres fueron invitadas a entrar en una habitación, leer un relato erótico y puntuar cuánto les había puesto la historia. Las encuestadas que se consideraban atractivas sintieron un mayor deseo sexual que las que se sentían gordas y/o poco seductoras. Estas últimas, además, explicaron que sentían menos deseo en su vida de pareja.

Está claro: no gustarte a ti misma es un impedimento para el deleite. ¿Piensas esconderte toda la vida?, ¿piensas renegar de tu cuerpo eternamente? ¿No sería mejor aprender a aceptarte, amarte a ti misma y dejarte gozar?

RECONCÍLIATE CON EL ESPEJO

La forma en que vemos nuestro cuerpo influye mucho en nuestra autoestima. Por ello, si es tu enemigo, no te quedes de brazos cruzados y sufriendo. Aquí tienes algunos de los muchos ejercicios que proponen los psicólogos para gustarse a una misma:

  • Intenta eliminar de tu vida las conversaciones acerca de lo poco que te gusta tu físico, las dietas, el envejecimiento… Siempre que puedas, niégate a perder el tiempo hablando de esas cosas y defiende esta postura entre tus conocidos. No ayudemos a fomentar nuestras inseguridades.
  • Colócate desnuda delante de un espejo. A ser posible, utiliza uno en que puedas verte de cuerpo entero. De pie, mírate desde todos los ángulos. No vale criticar. Mírate con la tolerancia, la compasión (palabra que se merecería estar de moda) y el cariño con que mirarías a un ser amado (ya hemos hablado de autoestima y si te cuesta mirarte con amor, pide ayuda). No estás buscándote defectos, la idea es que te conozcas a fondo. Intenta observarte como si fuera la primera vez que lo hicieras, es probable que repares en partes de ti que jamás hayas contemplado. Siéntate y haz lo mismo. Adopta diferentes posturas. Si lo deseas, además de mirar puedes tocarte. Repite este ejercicio varias veces hasta sentirte cómoda en tu cuerpo.
  • Haz una lista de todo lo que te gusta de tu cuerpo. No pienses sólo en términos estéticos, piensa en todo lo que tu cuerpo te permite hacer, percibir, vivir. Puedes guardarla e ir añadiendo lo que quieras a medida que te sientas a gusto con él. Tal vez te ayude preguntarle a tu pareja o a una amiga. Hay psicólogos que recomiendan que empieces la lista con dos cualidades y vayas añadiendo nuevas poco a poco.
  • Hecho esto, analiza cada parte de tu cuerpo por separado: desde las puntas de tu cabello a los dedos de los pies. Piensa en lo que te gusta y lo que no de una forma objetiva, cuestionándote tus pensamientos automáticos negativos utilizando las técnicas que aprendiste en el apartado «Una cuestión de autoestima». Así podrás trabajar lo que se pueda mejorar y aprender a valorar de forma más realista lo que no puedas cambiar. Recuerda, no te exijas imposibles. Cuando te topes con un defecto terrible, puedes preguntarle a tu pareja o a alguien cercano a ti qué opina: descubrirás que los demás suelen encontrarte más atractiva que tú misma, lo que te ayudará a modificar tu perspectiva.
  • Trata tu cuerpo con mimo y resalta todo aquello que te guste de ti misma. Si hay algo de tu apariencia que quieras y puedas cambiar (desde el realismo), fíjate unos objetivos para lograrlo.
  • Cambia algo de tu apariencia física. Un nuevo peinado, otras gafas, estrenar un jersey pueden suponer una inyección de autoestima.
  • La educadora sexual Ducky Doo Little propone escribir en un folio los catorce factores que hacen que una persona sea sexy (según una encuesta que realizó a más de quinientas personas): sonreír, autoconfianza, sentido del humor, actitud, alegría, ojos (mirada), inteligencia, imaginación/creatividad, desinhibición, audacia, estilo, capacidad de coqueteo, comunicación e independencia. ¿Te has dado cuenta? Nada que ver con traseros, pechos, tallas o pesos. Cuando tengas escrita la lista, añade para cada una de esas cualidades una acción, algo que puedas hacer para hacerla más realidad en tu caso. Si lo pones en práctica, te darás cuenta de lo sexy que puedes llegar a ser. Vale la pena probarlo.
  • Sé realista. Para empezar, las modelos representan una proporción muy pequeña de la población. No te compares con nadie. Tú eres tú y punto. No pierdas el tiempo yendo tras ideales imposibles. Recuerda el lema que creó The Body Shop para su campaña de autoestima: «Hay tres mil millones de mujeres en el mundo y sólo ocho son top-models». A mí me encanta; de hecho, tengo una escultura de la voluminosa Ruby (era la imagen de la campaña) colocada al lado de mi ordenador. Ojalá la recuperaran[23].
  • Cuando alguien te diga «Qué guapa estás hoy» o «Qué bonito es el vestido que llevas», no contestes «No será para tanto» o «Lo compré en las rebajas», es decir, no te infravalores o infravalores tus logros, aprende a aceptar el halago y a creer en lo que te han dicho.
  • ¿Por qué no pruebas algo nuevo? Hay otras formas de aprender a conectar con el propio cuerpo, algunas haciendo, otras dejándose hacer. Por citar algunas: yoga, danza del vientre, meditación, quiromasaje, reflexoterapia, Reiki, gimnasia abdominal hipopresiva… Busca la tuya[24].

Lee libros sobre cómo gustarse a una misma[25], y si tu problema es grave, no te lo pienses, busca ayuda psicológica.

Guardo como oro en paño unas páginas de Cleo, una revista femenina australiana, con los resultados de un estudio sobre «Amor, sexo y dieta», que demuestra cuán distintas son nuestras formas de mirar. A los encuestados les enseñaron las fotografías de cuatro modelos de diferentes tipos para que eligieran el cuerpo ideal. La aplastante mayoría de las mujeres describió como perfecta a la más delgada, sólo el 19% de los hombres consideró que lo fuera. Ellos, en cambio, se decantaron mayoritariamente por una que el 85% de las encuestadas describió como «persona con sobrepeso o cierto sobrepeso». Yo misma he hecho la prueba: cada vez que he mostrado esas imágenes, he obtenido resultados similares[26].

La encuesta iba acompañada de un artículo en el que, entre otras cosas, se leía: «A los hombres nos sorprende el ideal femenino que se vende en las revistas de moda, porque lo que a nosotros nos gusta son las curvas y para eso es indispensable que haya carne. Nos gusta la suavidad, nos gusta abrazar un cuerpo de mujer. En definitiva, muchos opinamos que una señorita que se pasa el día intentando ser tan delgada como un lápiz difícilmente podrá vivir la vida con pasión, y ese es probablemente uno de los mayores atractivos que pueda tener una persona».

Existe una imagen estereotipada de hombre salivando ante la visión de una mujer tipo Jenna Jameson o Pamela Anderson en sus años mozos (si no sabes quiénes son, eso que te ahorras). No niego que se les vayan los ojos ante un trasero prieto, unos pechos turgentes o un rostro sugerente. Pero también lo es que a la hora de la verdad —olvidadas las exigencias y presiones sociales— son mucho más positivos que nosotras cuando se trata de juzgar nuestros físicos. Como le oí comentar una vez a una psicóloga: «Mientras que nosotras nos sentimos adefesios por culpa de nuestra celulitis y el vello que no hemos podido depilarnos, los hombres se calientan soñando con tocar nuestro fantástico trasero e imaginando cómo nuestras espléndidas piernas rodean su cuerpo».

Ahí queda eso.

Orgasmos a medida… de cada una

Si me permites —qué remedio—, quisiera contarte un polvo al estilo Hollywood. No te asustes, me basta con un párrafo. A ver qué te parece.

Aparecen en pantalla un hombre y una mujer. Luis y Julia o Bob and Mary, tanto da. (Los dos son altos, guapos, probablemente ricos, y sin duda alguna tienen cuerpos estupendos). Se contienen… a duras penas. Abren la puerta del apartamento, ascensor, servicio público. Él la mira, ella a él. La puerta se cierra. El mundo queda fuera. Ya no existe. Se besan. Se besan desesperadamente. Como si fuera el último día de su vida. La música va in crescendo. Él le sube el vestido. Le quita la ropa interior. Ella le desabrocha el cinturón. Le baja la cremallera, el pantalón, el slip. Se la coge. Todo muy de prisa, con mucho nervio, sin aliento. Eso cuando no se arrancan lo puesto. Entonces él la agarra de las nalgas, la alza, la monta en sus caderas y se la mete. Siguen besándose. Apasionadamente. Dos embestidas, tres. Se corren a la vez.

¡Y a mí me dan un Oscar al mejor guión original!

No sé tú, pero yo he llegado a la conclusión de que la mayoría de las escenas de sexo han sido escritas por el mismo guionista. De tan parecidas, vista una, vistas todas. ¿Acaso no te suena la mía? En fin, a lo que iba, puede que a ellos se les ponga dura, pero a mí lo que se me pone es cara de imbécil. No puedo evitarlo. Cuando me plantifican esta clase de secuencias, me pongo de los nervios. «¡Y dale!», pienso. Después, suelto alguna gansada o si no me cabreo. Me cabreo y mucho, porque una ya es mayorcita y sabe que eso es un polvo estelar, de esos que sólo se ven en el cine, pero ¿y las mujeres que no lo saben? ¿Y las que se lo creen a pies juntillas? ¿Y las que aún van buscando al príncipe azul de turno que nada más enseñársela las haga volar?

Ese polvo no existe.

Y para colmo, hace daño a quienes aún creen en las películas y miden su existencia según lo que les cuentan en ellas. Menuda desilusión que cuando él te bese no suene tu melodía favorita de fondo, que cuando te desabroche el primer botón tú no toques el séptimo cielo, que cuando él llegue, no llegues tú a la par… qué frustración cuando una se cree lo que ve en la pantalla y va toda la vida corriendo detrás de un ideal. No niego que eso sería probablemente lo ideal: sexo fácil, rápido, sin complicaciones… aquí te pillo, aquí te mato, y ambos tan felices.

Pero no te lamentes, no sirve de nada, puede que ese polvo no exista, pero los que existen pueden ser mejores. Y no porque sean tan fáciles, rápidos y carezcan de complicaciones (algunas veces también pueden serlo), sino porque te convenzan a ti, te llenen a ti, te hagan sentirte libre, dueña de tu cuerpo y tu placer.

En fin, ya me he desahogado. ¿Seguimos? Pues bien:

Luis tiene un pene; Julia una vagina. Una gran diferencia, una diferencia fundamental. Y Julia se ha quedado a dos velas.

—Bueno —dirá alguno—, no pasa nada, ya se sabe que a la mujer lo que más le importa es la intimidad emocional.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Pues eso, que lo que más valoran las mujeres del sexo es la intimidad emocional con su pareja: estar cerca de él, ser abrazada, sentirse querida…

—O sea, que las mujeres somos como ositos de peluche.

—No se ofenda, que eso lo sabe todo el mundo.

—¿Que somos ositos de peluche?

—¡Que a las mujeres les basta con la intimidad emocional!

¡Ya estamos! Estoy hasta el gorro de esa cantinela. Puedo estar de acuerdo con que nosotras generalmente necesitemos algún tipo de relación emocional para acostarnos con un señor. Pero una cosa es decir eso y otra bien distinta que si no alcanzamos el clímax, ¡no pasa nada!

¿Te imaginas a un hombre renunciando a su orgasmo? Vamos, anda. Puede que un día, una vez cada diez años, pero por sistema ¡no se lo cree ni él!

No obstante, eso es lo que nos pasa a muchas mujeres. Y no lo dudes, eso de la intimidad emocional, por muy bien que suene, nos lo inculcan para que nos conformemos.

No digo que siempre tengamos que llegar al clímax, en ocasiones, simplemente no nos apetece o no lo necesitamos o, sí, lo reconozco, nos basta con el abrazo. Pero lo dicho, sólo a veces.

Puedes elegir no llegar, pero sólo cuando eliges eres libre.

No llegar. No admitas que no llegar sea normal. Salvo que tengas un grave impedimento físico o psicológico, no lo es. Tienes tanto derecho como él y, además, la capacidad orgásmica de las mujeres suele ser mayor que la de los hombres. Sinceramente, me parece sospechoso que se hable tan poco de este tema. ¿Porque a ellos no les conviene? Recuperaremos esta cuestión en seguida.

Los hombres no se plantean la importancia del orgasmo o cómo lo logran, simplemente los tienen. Es lo normal. (Y cuando no es así, cuando padecen problemas de impotencia, ¡que se pare el mundo!, es el drama del siglo. Eso sí, las chicas solemos ser tan comprensivas…).

Pero, en cambio, nosotras…

Nosotras sí que nos planteamos la importancia del orgasmo, ya que muchas mujeres no los tenemos, o aún teniéndolos ¡y disfrutando de ellos!, dudamos de su idoneidad. ¿Chocante? Para nada. Uno de los errores que más dañan la sexualidad femenina es la creencia generalizada de que el equivalente al pene en la mujer es la vagina (en latín, vaina, o sea, funda para el falo). Es lógico caer en esa trampa, porque si el sexo se plantea desde el punto de vista masculino (y reproductivo), ¿qué le puede ir mejor a un falo? Sin embargo, no son equivalentes. El equivalente al pene en la mujer es el clítoris[27]. Y basta fijarse en nuestras respectivas anatomías genitales para darse cuenta de que quien creó nuestros cuerpos suspendió la asignatura de diseño, porque la forma en que generalmente se practica el sexo, es decir, el coito, no garantiza el placer femenino.

Dicho de otro modo, para una gran mayoría de las mujeres la penetración vaginal no basta para alcanzar el clímax, ya que el clítoris —nuestro órgano sexual por excelencia— no recibe la atención adecuada. De hecho, seis o siete de cada diez mujeres (probablemente más) alcanzan el orgasmo mediante:

  • la estimulación directa del clítoris y/o su zona circundante, sea con o sin penetración vaginal. Esta estimulación puede producirse manual (sea tu mano o la suya), oral (con la ayuda de una pareja) o mecánicamente, utilizando un vibrador u otro sistema (desde el roce de una almohada hasta el agua a presión de la ducha).
  • estimulación indirecta, cuando la postura coital permite la presión, el roce o la estimulación continua del área púbica de la mujer ¡y con ello de su clítoris[28]!

Sin embargo, entre muchas de nosotras, ¡y no te cuento entre los caballeros!, sigue prevaleciendo la convicción de que existen dos categorías de orgasmos: los vaginales (los auténticos) y los clitorianos (como mucho, de segunda clase), y que lo correcto es llegar sin más estímulo que el de la penetración. ¡Vaya sandez!

La culpa de este dislate se le suele echar al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien, a principios del siglo XX, expuso su teoría de que los orgasmos alcanzados por estimulación clitoriana suponían un primer estadio de placer y, por lo tanto, una forma un tanto infantil de gozar, y que la mujer alcanzaba su madurez sexual cuando llegaba al clímax por vía vaginal, es decir, por la acción del pene durante el coito. De no hacerlo, era sexualmente inmadura, neurótica y por consiguiente necesitaba someterse a tratamiento para aprender a transferir sus sensaciones eróticas del clítoris a la vagina.

Con anterioridad, jamás se había planteado la existencia de más orgasmo que el clitoriano. En palabras del historiador Thomas Laqueur, autor de La construcción del sexo: «Antes de 1905 nadie pensaba que hubiera otra clase de orgasmo femenino que el clitoriano. Esto está descrito con amplitud y precisión en cientos de textos médicos, eruditos y populares, así como en una literatura pornográfica que despegaba con fuerza […]. El clítoris, como el pene, fue durante dos milenios “joya preciosa” y órgano sexual, no un lugar “perdido o extraviado”…».

Tuvo que pasar medio siglo antes de que el biólogo Alfred Kinsey[29] pusiera en entredicho la teoría de Freud. No sólo señaló la importancia del clítoris para el placer femenino, también advirtió lo fácil que nos resulta alcanzar el clímax mediante su masturbación y explicó que el coito no es la forma más adecuada para provocar nuestro orgasmo.

Sin embargo, la jerarquía orgásmica siguió imperando hasta la llegada de Masters y Johnson, en la década de los sesenta: tras estudiar miles de coitos y prácticas masturbatorias, la pareja de investigadores subrayó la importancia del clítoris y rechazó que existieran diferentes tipos de orgasmo femenino. Gracias al eco que recibió su trabajo, el mundo occidental restauró en su trono a nuestra denostada joya preciosa. Continuando con Laqueur: «En la segunda mitad del siglo XX se aclamaron las viejas verdades como si fueran descubrimientos revolucionarios». Curioso.

Aun así, el agravio causado fue tal que, lo dicho, todavía hoy seguimos sufriendo las consecuencias. ¿Por qué cuesta tanto redimir el clítoris? ¿Por qué aún, ¡a estas alturas!, no se lo valora como merece? Sospecho que su descrédito se debe a lo poco que le conviene al modelo de sexualidad imperante, léase erección-cópula-eyaculación, porque ¿qué pasa cuando las mujeres llegamos a la conclusión de que los penes no nos resultan indispensables para alcanzar el clímax? ¿Cómo afecta a nuestra percepción de la sexualidad y, sobre todo, a nuestras relaciones carnales? ¿No será que existe cierta resistencia a que los varones pierdan su papel protagonista? Porque, no nos engañemos, en el momento en que un hombre admite nuestras necesidades sexuales, ya no puede ignorarlas y, comparado con lo de antes, ha de realizar un esfuerzo. ¡Con lo cómoda que resultaba la omnipotencia del falo! No me negarás que da qué pensar.

Sin embargo, hemos de admitir que la persistencia de la jerarquía orgásmica no sólo se debe a los intereses masculinos, también se nutre de un cúmulo de despropósitos, incluida nuestra escasa educación sexual, el equivocado binomio sexo igual a reproducción, la creencia de que las relaciones mal llamadas completas sólo lo son cuando hay penetración, y el conformismo y/o la cobardía femeninos al no decir hasta aquí hemos llegado.

En fin, aclarada la innegable importancia de nuestra joya preciosa, has de saber que el mapa de nuestro placer, el femenino, está todavía por dibujar. Los científicos que investigan nuestros orgasmos desconocen de cuántas formas podemos obtenerlos. De hecho, existen otras puertas de acceso, aparte del clítoris, ya que hay evidencias de que algunas llegamos por la estimulación del punto G o del cérvix (hablamos de ello en el próximo capítulo), e incluso hay muestras de otras formas de alcanzar el orgasmo que ni siquiera tienen que ver con los genitales.

Puede que no sean tan comunes, pero existen.

Diferentes trabajos de investigación han recogido testimonios de mujeres —pocas, pero las hay— que llegamos sólo con que nos acaricien o estimulen el pecho, el cuello, el ano, la boca, los dedos de los pies o las orejas[30]; y también hay quienes ni siquiera necesitamos estímulos físicos: un sueño erótico[31], meditar[32], la capacidad de fantasear (¡y no necesariamente sobre sexo!) o el morbo de la situación, por ejemplo, pueden provocarnos el clímax. Conozco a alguien que, en los inicios de su relación, le bastaba con que su amante —un hombre casado y, por lo tanto, prohibido— le clavara la mirada y fabular un poco para llegar al orgasmo (lo confieso: siento cierta envidia).

En definitiva:

Todos los orgasmos valen. ¡Todos!

El clímax se alcanza de muchas formas y no hay que hacer distinciones entre cuál es la mejor o la peor. Esto nos ha hecho perder mucho tiempo y muchos goces. De lo que se trata es de disfrutar.

Por cierto, imagino que alguna vez te has preguntado si hombres y mujeres sentimos los orgasmos de forma diferente. La verdad es que no se puede establecer a ciencia cierta, pero lo que sí sabemos es que, por lo menos, los describimos de la misma manera. Así lo comprobaron los psicólogos Elen B. Vance y Nathaniel N. Wagner (1976) cuando pidieron a veinticuatro estudiantes varones y veinticuatro mujeres, alumnos de un curso de psicología de la conducta sexual, que describieran por escrito sus orgasmos sin hacer referencia a nada que pudiera revelar su sexo. Entregaron estas explicaciones a un panel de expertos en sexualidad para que determinaran cuáles eran masculinas y cuáles femeninas, pero los especialistas, de ambos sexos, fueron incapaces de sacar conclusiones. No es de extrañar que Vance y Wagner subrayaran que la «experiencia es esencialmente la misma». Incluyo algunas de las descripciones para que puedas comprobarlo por ti misma: «una pérdida de la noción de todo lo que sucede alrededor exceptuando la otra persona»; «un subidón. Espasmos musculares intensos en todo el cuerpo. Sensación de euforia seguida de una profunda paz y relajación»; y «acumulación de tensión, y algunas veces de frustración, hasta llegar al clímax. Tensión interior, ritmo palpitante, explosión, y calidez y paz[33]».

¿CÓMO SON NUESTROS ORGASMOS?

Según Masters y Johnson, la forma en que responde nuestro cuerpo durante el clímax es básicamente la misma: se producen contracciones simultáneas y rítmicas del útero, el tercio exterior (o inferior) de la cavidad vaginal y el esfínter anal. Al principio, estas placenteras contracciones se producen cada 0,8 segundos y, a partir de la tercera o cuarta, su intensidad va disminuyendo y los intervalos alargándose, hasta llegar a un máximo de 10-15 contracciones.

¿Captaste? Pues si te vale, perfecto, pero si no, prohibido agobiarse, porque ahora resulta que la rigidez de esta descripción está siendo cuestionada por numerosos terapeutas que llevan años escuchando las explicaciones de miles de mujeres acerca de cómo son y dónde sienten sus clímax. A saber: no sólo puede variar la forma de experimentarlos, también puede variar dónde se sienten. Hay mujeres que apenas tienen o carecen totalmente de contracciones, las hay que localizan sus orgasmos en la zona vulvar, otras dicen que se concentran en la vagina o hablan de un intenso calor uterino, otras se refieren a una oleada de placer que se expande por todo su cuerpo, incluso hay quien describe un calambre lumbar, una explosión cerebral o «un cosquilleo ardiente en el pecho y las orejas», y, es más, hay muchas que simplemente no se entretienen en plantearse dónde o cómo los sienten.

Como has podido comprobar, hay para todos los gustos y, además, estos pueden variar con el tiempo, la práctica, los conocimientos… En definitiva, el placer es algo subjetivo. Y lo es hasta tal punto que los terapeutas sexuales se refieren a la huella digital orgásmica de cada mujer, tan única como su huella digital[34]. Moraleja: tu orgasmo lo defines tú ¡y punto! Otra cosa es que quieras intensificarlo. Si es así, sigue leyendo. En el próximo capítulo llevaremos nuestros genitales al gimnasio.

Aclaración, por si acaso: Las imágenes de mujeres gimiendo en la pantalla han hecho creer a más de uno que si su compañera no grita y se arquea cual contorsionista china es que no está disfrutando. Lo peor es que a algunas mujeres les acompleja no reaccionar así. Pues bien, tan normal es gritar como quedarse callada y/o estremecerse o permanecer inmóvil, por poner algunos ejemplos.

No todo acaba en un polvo

No existe una sola forma de practicar el sexo y ninguna

es mejor que las demás.

Sin embargo…

Juegos preliminares y cópula. Este es el modelo de sexualidad dominante. El patrón al que nos llevamos amoldando desde siempre.

¿Y cómo crees que serían nuestras relaciones sexuales si las mujeres decidiéramos?

No hace falta imaginar demasiado: creemos que el sexo aún puede mejorar y mucho. Antes, durante y después. Ya hemos hablado y seguiremos haciéndolo de todo lo que perjudica nuestro goce sexual, pero ahora quisiera centrarme en una cuestión de la que se suele hablar poco (por lo de siempre, porque no conviene).

Si las mujeres pudiéramos decidir,

el coito no lo sería todo.

¿Y cómo crees que son la mayoría de las relaciones heterosexuales? Exacto: se calcula que 90-95 veces de cada cien acaban en cópula, a pesar de no ser el método más efectivo para que nosotras alcancemos el orgasmo. Claro que nos gusta echar un polvo, pero también nos gustan otras cosas, sobre todo cuando aprendemos cómo es y funciona nuestro cuerpo.

No hace falta que insista en lo fácil que les resulta a los hombres estar listos para el asalto.

El mal llamado juego previo suele ser el peaje que se ven obligados a pagar para llegar a su destino: pene dentro de la vagina. Por eso, suele durar lo mínimo indispensable, salvo cuando, por edad, ellos necesitan de una mayor estimulación para conseguir la erección deseada[35].

El sexo oral, la masturbación mutua, la penetración con dedos para estimular el punto G, el uso de vibradores, esas otras formas con las que también podemos disfrutar y llegar al orgasmo, suelen relegarse a la categoría de juegos preliminares.

Pero ¿por qué han de ser preliminares?

¿Por qué no pueden serlo todo cuando así lo deseamos[36]?

Supongo que te acordarás de que Julia estaba preocupada porque tardaba demasiado en estar preparada. ¿Preparada para qué?, preguntaba entonces. ¿Para ser penetrada, cumplir con el ritual y quedarse con las ganas? Lo lógico es que se hubiera dejado llevar y que hubiera disfrutado del quehacer de Luis entre sus piernas ¡tardase lo que tardase!, que el chico ya es mayorcito y si le dolía la mandíbula, tenía boca para decirlo. Pero ella no lo resistió: en seguida se sintió culpable, pasaron a la siguiente fase del programa y todo acabó tan abruptamente para ella como ya sabes.

¿Acaso no podría haberse dejado hacer hasta alcanzar el clímax y luego hacerle lo propio a él, por poner un ejemplo?

¿No?

¿Y por qué no?

¿Porque se sale de guión?

¡Pues manda el guión a tomar viento fresco!

Los terapeutas sexuales no se cansan de decirlo:

Es una estupidez considerar que sexo equivale a coito.

No son sinónimos.

No lo son, entre otras cosas porque bajo esa perspectiva la relación suele acabar en el momento en que el hombre ha eyaculado, independientemente de que la mujer haya llegado o no. Si cuando él ha alcanzado el clímax se pone punto y final, ¿qué pasa con ella? Y, atención, no sólo me refiero a las ocasiones en que la mujer no haya gozado. Quizá haya logrado tener un orgasmo y esté más que satisfecha, pero puede que no le baste con uno para saciarse. Dicho de otro modo, si eres multiorgásmica es más que probable que el modelo de juegos preliminares-acto-eyaculación masculina-fin, no te satisfaga, y que cuando él ha acabado, tú sólo hayas iniciado tu fiesta y tengas cuerda para algo más. Entonces, ¿hay que fastidiarse y quedarse con las ganas? ¿No sería más lógico que en ese caso, antes de practicar el coito, tú ya hayas llegado para darte opción a más, o que cuando él se haya corrido tú puedas seguir obteniendo placer?

Multiorgásmica. Este término designa la capacidad de alcanzar varios orgasmos sucesivos, separados por escasos segundos o minutos (en este caso la excitación puede ser continua o no). Esto se debe a que, tras el orgasmo, la sangre que se ha acumulado en nuestros genitales se dispersa más lentamente que en los hombres y si seguimos siendo estimuladas, podemos volver a llegar. Por el contrario, ellos, tras correrse, suelen perder rápidamente la erección y, salvo en la adolescencia, necesitan de cierto tiempo —llamado período refractario— para volver a excitarse.

En general se admite que entre un tercio y la mitad de las mujeres alcanzan orgasmos múltiples, pero ya en su día Masters y Johnson aseguraron que esta cifra sería mayor si nos diéramos permiso y fuéramos adecuadamente estimuladas. Lo cierto es que tenemos más posibilidades o facilidad para ser multiorgásmicas a partir de cierta edad, básicamente porque entre los 35-40 años solemos alcanzar nuestra plenitud sexual, conocemos mejor nuestro cuerpo, superamos (o deberíamos haber superado) muchos prejuicios y solemos estar más seguras de lo que necesitamos y queremos. Asimismo, algunas mujeres explican que descubrieron su capacidad multiorgásmica o una mayor intensidad orgásmica durante el embarazo. ¿Causas posibles? Se barajan dos: la congestión pélvica y la presión del feto en los genitales.

Conseguir ser multiorgásmicas no ha de obsesionarnos. Por favor, no lo convirtamos en otro trauma como el del mito del orgasmo vaginal. Si llegas una vez y te sientes satisfecha y relajada es una tontería pensar que algo va mal. En cualquier caso, si lo deseas, y siempre que te lo tomes como un juego y no como una carrera, puedes intentarlo. ¿Cómo? Una vez alcanzado el clímax sigue estimulándote (puede que primero necesites detenerte unos segundos). ¿Necesitas más instrucciones? Un poco de calma. Las encontrarás en los próximos capítulos.

Sexo y coito no son sinónimos y desterrar esa falsa creencia es fundamental para que hombres y mujeres se entiendan mejor y sean más felices en la cama (o donde sea).

Hay que acabar con el modelo de sexualidad imperante.

¡Que no exista ninguno!

Lo mejor es la ausencia de modelo y jugar según el día,

las ganas, las preferencias de cada uno en cada encuentro.

Dicho de otro modo, si prefieres que te estimule manualmente, luego se lo harás tú a él, estupendo; la cópula sin más, estupendo; un cunnilingus y después echar un polvo mientras te sigues estimulando el clítoris, estupendo; estimularte mientras él te cuenta una fantasía y viceversa, estupendo; masturbaros a la par, estupendo; excitaros lo indecible, frenar en seco y dejarlo para mañana, estupendo; sexo anal, estupendo; una felación, pero que a ti ni te toque porque no tienes ganas de llegar, estupendo,

cualquier otra cosa, ¡pues también estupendo!

Respetándose el uno al otro, todo vale. Insisto, lo importante es que tus relaciones se desarrollen de forma satisfactoria para ti. También para él, por descontado. ¿O acaso crees que a él no le gusta correrse en tu boca, hacerte o dejarse hacer? Los hombres, cuando se dan cuenta de lo bien que pueden pasárselo, se apuntan a un bombardeo. Y todos, nosotras y ellos, tan felices.

(¿Sabes?, en el fondo creo que lo que nos falta a todos es un poco de humildad para reconocer que el placer de la mujer no depende del hombre, ni el del hombre depende de la mujer, porque cualquiera se basta a sí mismo para gozar. Puede que si lo hiciéramos, si admitiéramos nuestras limitaciones respecto al goce del otro, viviríamos nuestra sexualidad con mayor amplitud de miras y nuestros encuentros mejorarían).

Es obvio que hay bastante que plantearse. A estas alturas, creo que ha quedado muy claro que el sexo no es algo puramente instintivo que surge de forma espontánea y natural. El sexo es una cuestión cultural, es decir, se aprende. Por lo tanto, aprende a tu favor. En primera y última instancia, tú eres responsable de tu propio goce, de la riqueza o la pobreza de tu experiencia sexual. Eres tú quien ha de decidir qué necesitas y actuar para lograrlo.

¿Te convence lo que sucede en tu cama?

¿No?

Pues quizá deberías hacer algo por cambiarlo.

(Continuación).

Y Luis, ¿cómo habrá vivido él su cita con Julia? No esperarás que lo deje mal. Si a ella le gusta, a mí también. Además, para malos rollos ya tenemos los informativos diarios, y he decidido que sólo voy a hablar de hombres que valgan la pena. Los demás, mejor que se esfumaran.

Luis pensó en ella durante el día, no tanto como hubiera querido, tenía demasiado trabajo, pero también. Intentó lidiar con todo lo antes posible para marcharse a casa y ducharse, pero le fue imposible. Le incomodaba no haber podido cambiarse, sobre todo porque soñaba con acostarse con ella y no quería que pensara que olía como un cerdo. Sin embargo, al poco rato de estar con Julia, se olvidó de todo: se sentía tan cómodo, le gustaba tanto, que el resto quedó eclipsado. Como tiene que ser… A ver si te enteras, Julia.

Evidentemente, él no dudó de si tenía o no que acostarse con ella; de lo que sí dudó es de intentarlo, no fuera a meter la pata y ella le mandase a paseo. Podía esperar, Julia le interesaba, le interesaba de verdad. Cuando ella accedió a acompañarle a su casa, sintió un subidón de adrenalina y, por cierto, ni se le ocurrió cuestionarse la moralidad de esta mujer que, él lo ha dicho, le vuelve loco. Era feliz, salvo por un inquietante nubarrón: iba hecho un guarro. No dejaría que la boca de Julia se acercara a su pene, era lo menos que podía hacer.

¿Preocupaciones? Pues sí, no tantas como Julia, pero alguna tuvo. A saber: tomar precauciones —es decir, el preservativo—, no fallar, no correrse demasiado pronto y, sobre todo, que ella disfrutase. Y en eso estaba, hasta que ella tiró de él y todo terminó en un abrir y cerrar de ojos.

Ahora déjame que te cuente cómo acabó la noche.

—¿Te ha gustado? —pregunta Luis tumbándose a su lado.

—Mucho —responde Julia, mientras piensa: «Otra vez será».

Él no le da la espalda y se queda dormido.

Ni siquiera enciende un cigarrillo.

Luis vale la pena. Mira a Julia y con una sonrisa en los labios, le dice:

—¿Dónde te han enseñado a mentir tan bien? —Y comienza a besarla suavemente, mientras desliza la mano hacia su pubis. Ella no acaba de creérselo.

Pero al rato, el tiempo se detiene para Julia y toca el cielo.

Unos segundos después y vuelve a llegar.

A Luis eso le encanta, siempre le ha sorprendido la capacidad orgásmica de las mujeres e insiste en seguir.

Julia no se lo cree: ¿«De dónde ha salido este tío»?

Y ahora es cuando tengo la tentación de escribir: De la cama de alguna mujer que supo pedir.

En pocas palabras:

  • ¿Acaso no mereces disfrutar de tu sexo? ¿Por qué él sí y tú no?
  • No somos complejas, ni misteriosas, ni tardamos más en llegar… Somos diferentes a ellos, ni mejores ni peores, y esa diferencia ha de asumirse, empezando por nosotras mismas.
  • Las mujeres hemos de darnos permiso. No olvides este lema: libera tu mente, tu cuerpo la seguirá.
  • Para ello hemos de desprendernos de los falsos mitos, las ideas preconcebidas y nuestras inseguridades, incluido un ideal de belleza que nos esclaviza.
  • Metodología: escucharse a una misma, informarse, cuestionárselo todo, aprender, pedir, probar y buscar ayuda si creemos necesitarla.
  • Hay que superar la errónea disyuntiva entre orgasmos clitorianos y vaginales. El clímax se alcanza de muchas maneras y no hay que hacer distinciones entre cuál es la mejor o la peor. Lo importante es disfrutar.
  • No existe una sola forma de practicar el sexo, ni la que impera es mejor que las demás. El coito no tiene por qué serlo todo. Hemos de jugar según el día, las ganas, las preferencias de cada uno en cada encuentro.