Tercera Parte: Fuego vivo

Las luces iban encendiéndose y las puertas de las casas abriéndose a todo lo largo de la calle, para observar el espectáculo que se preparaba. Montag y Beatty miraban, el uno con seca satisfacción, el otro con incredulidad, la casa que tenían delante, aquella pista central en la que se agitarían numerosas antorchas y se comería fuego.

—Bueno —dijo Beatty—; ahora lo has conseguido. El viejo Montag quería volar cerca del sol y ahora que se ha quemado las malditas alas se pregunta por qué. ¿No te insinué lo suficiente al enviar el Sabueso a merodear por aquí?

El rostro de Montag estaba totalmente inmóvil e inexpresivo; sintió que su cabeza se volvía hacia la casa contigua, bordeada por un colorido macizo de flores. Beatty lanzó un resoplido.

—¡Oh, no! No te dejarías engañar por la palabrería de esa pequeña estúpida, ¿eh? Flores, mariposas, hojas, puestas de sol… ¡Oh, diablo! Aparece todo en su archivo. Qué me ahorquen. He dado en el blanco. Fíjate en el aspecto enfermizo que tienes. Unas pocas briznas de hierba y las fases de la luna. ¡Valiente basura! ¿Qué pudo ella conseguir con todo eso?

Montag se sentó en el frío parachoques del vehículo, desplazando la cabeza un par de centímetros a la izquierda, un par de centímetros a la derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda…

—Ella lo veía todo. Nunca hizo daño a nadie, los dejaba tranquilos.

—¿Tranquilos? ¡Narices! Revoloteaba a tu alrededor, ¿verdad? Uno de esos malditos seres cargados de buenas intenciones y con cara de no haber roto nunca un plato, cuyo único talento es hacer que los demás se sientan culpables. ¡Aparecen como el sol de medianoche para hacerle sudar a uno en la cama!

La puerta de la casa se abrió; Mildred bajó los escalones, corriendo, con una maleta colgando rígidamente de una mano, en tanto que un taxi se detenía junto al bordillo.

—¡Mildred!

Ella cruzó corriendo, con el cuerpo rígido, el rostro cubierto de polvos, la boca invisible, sin carmín.

—¡Mildred, no has sido tú quien ha dado la alarma!

Ella metió la maleta en el taxi, subió al vehículo y se sentó, mientras murmuraba:

—¡Pobre familia, pobre familia! ¡Oh! ¡Todo perdido, todo, todo perdido…!

Beatty cogió a Montag por un hombro, mientras el taxi arrancaba veloz y alcanzaba los cien kilómetros por hora antes de llegar al extremo de la calle. Se produjo un chasquido, como el de la caída de los fragmentos de un sueño confeccionado con cristal, espejos y prismas. Montag se volvió como si otra incomprensible tormenta le hubiese sacudido, y vio a Stoneman y a Black que, empuñando las hachas, rompían cristales de las ventanas para asegurar una buena ventilación.

El roce de las alas de una mariposa contra una fría y negra tela metálica.

—Montag, aquí Faber. ¿Me oye? ¿Qué ocurre?

—Esto me ocurre a mí —dijo Montag.

—¡Qué terrible sorpresa! —dijo Beatty—. Porque actualmente todos saben, están totalmente seguros, de que nunca ha de ocurrirme a mí. Otros mueren y yo adelante. No hay consecuencias ni responsabilidades. Pero sí las hay. Mas no hablemos de ellas, ¿eh? Cuando compruebas las consecuencias, ya es demasiado tarde, ¿verdad, Montag?

—Montag, ¿puede marcharse, echar a correr? —preguntó Faber.

Montag anduvo, pero no sintió cómo sus pies tocaban el cemento ni el césped. Beatty encendió su encendedor y la pequeña llama anaranjada fascinó a Montag.

—¿Qué hay en el fuego que lo hace tan atractivo? No importa la edad que tengamos, ¿qué nos atrae hacia él? —Beatty apagó de un soplo la llama y volvió a encenderla—. Es el movimiento continuo, lo que el hombre quiso inventar, pero nunca lo consiguió. O el movimiento casi continuo. Si se la dejara arder, lo haría durante toda nuestra vida. ¿Qué es el fuego? Un misterio. Los científicos hablan mucho de fricción y de moléculas. Pero en realidad no lo saben. Su verdadera belleza es que destruye responsabilidad y consecuencias. Si un problema se hace excesivamente pesado, al fuego con él. Ahora, Montag, tú eres un problema. Y el fuego te quitará de encima de mis hombros, limpia, rápida, seguramente. Después, nada quedará enraizado. Antibiótico, estético, práctico.

Montag se quedó mirando aquella extraña casa, que la hora de la noche, los murmullos de los vecinos, y el cristal quebrado habían convertido en algo ajeno a él; y allí en el suelo, con las cubiertas desgarradas y esparcidas como plumas de cisnes, yacían los increíbles libros que parecían tan absurdos. Verdaderamente, era indigno preocuparse por ellos, porque no eran más que rayitas negras, papel amarillento y encuadernación semideshecha.

Mildred, desde luego. Debió vigilarle cuando escondía los libros en el jardín, y había vuelto a entrarlos. Mildred, Mildred.

—Quiero que seas tú quien realice ese trabajo, Montag. Tú solo. No con petróleo y una cerilla, sino a mano, con un lanzallamas. Es tu casa y tú debes limpiarla.

—¡Montag, procure huir, marcharse!

—¡No! —gritó Montag con impotencia—. ¡El Sabueso! ¡A causa del Sabueso!

Faber oyó, y Beatty, pensando que el otro hablaba con él, también le oyó.

—Sí, el Sabueso está por ahí cerca, de modo que no intentes ningún truco. ¿Listo?

—Listo.

Montag abrió el seguro del lanzallamas.

—¡Fuego!

Un chorro llameante salió desde la boquilla del aparato y golpeó los libros contra la pared. Montag entró en el dormitorio y disparó dos veces, y las camas gemelas se volatilizaron exhalando un susurro, con más calor, pasión y luz de las que él había supuesto que pudiesen contener. Montag quemó las paredes del dormitorio, el tocador, porque quería cambiarlo todo, las sillas, las mesas; y, en el comedor, los platos de plástico y de plata, todo lo que indicara que él había vivido allí, en aquella casa vacía, con una mujer desconocida que mañana le olvidaría, que se había marchado y le había olvidado ya por completo, escuchando su radio auricular mientras atravesaba la ciudad, sola. Y como antes, era bueno quemar. Montag se sintió borbotear en las llamas y el insensato problema fue arrebatado, destruido, dividido y ahuyentado. Si no había solución… Bueno, en tal caso, tampoco quedaría problema. ¡El fuego era lo mejor para todos!

—¡Los libros, Montag!

Los libros saltaron y bailaron como pájaros asados con sus alas en llamas con plumas rojas y amarillas. Y luego, Montag entró en el salón, donde los estúpidos monstruos yacían dormidos con sus pensamientos blancos y sus sueños nebulosos. Y lanzó una andanada a cada una de las tres paredes desnudas y el vacío pareció sisear contra él. La desnudez produjo un siseo mayor, un chillido insensato. Montag trató de pensar en el vacío sobre el que había actuado la nada, pero no pudo. Contuvo el aliento para que el vacío no penetrara en sus pulmones. Eliminó aquella terrible soledad, retrocedió y dirigió una enorme y brillante llamarada amarillenta a toda la habitación. La cubierta de plástico ignífugo que había sobre todos los objetos, quedó deshecha y la casa empezó a estremecerse con las llamas.

—Cuando hayas terminado —dijo Beatty a su espalda—, quedarás detenido.

La casa se convirtió en carbones ardientes y ceniza negra. Se derrumbó sobre sí misma y una columna de humo que oscilaba lentamente en el cielo se elevó de ella. Eran las tres y media de la madrugada. La multitud regresó a sus casas; el gran entoldado del circo se había convertido en carbón y desperdicios, y el espectáculo terminó.

Montag permaneció con el lanzallamas en sus fláccidas manos, mientras grandes islas de sudor empapaban sus sobacos, y su rostro estaba lleno de hollín. Los otros bomberos esperaban detrás de él, en la oscuridad, con los rostros débilmente iluminados por el rescoldo de la casa. Montag trató de hablar un par de veces, y, por fin, consiguió formular su pensamiento.

—¿Ha sido mi esposa la que ha dado la alarma?

Beatty asintió.

—Pero sus amigas habían dado otra con anterioridad. De una u otra manera, tenías que cargártela. Fue la tontería ponerte a recitar poemas por ahí, como si tal cosa. Ha sido el acto de un maldito estúpido. Dale unos cuantos versos a un hombre y se creerá que es el Señor de la Creación. Cree que, con los libros, podrá andar por encima del agua. Bueno, el mundo puede arreglárselas muy bien sin ellos. Fíjate adónde te han conducido, hundido en el barro hasta los labios. Si agito el barro con mi dedo meñique, te ahogas.

Montag no podía moverse. Con el fuego había llegado un terremoto que había aniquilado la casa y Mildred estaba en algún punto bajo aquellas ruinas, así como su vida entera, y él no podía moverse. El terremoto seguía vibrando en su interior, y Montag permaneció allí, con las rodillas medio dobladas bajo el enorme peso de cansancio, el asombro y el dolor, permitiendo que Beatty le atacara sin que él levantase ni una mano.

—Montag, idiota, Montag, maldito estúpido; ¿qué te ha impulsado a hacer esto?

Montag no escuchaba, estaba muy lejos, corría tras de su imaginación, se había marchado, dejando aquel cuerpo cubierto de hollín para que vacilara frente a otro loco furioso.

—¡Montag, márchate de ahí! —dijo Faber.

Montag escuchó.

Beatty le pegó un golpe en la cabeza que le hizo, retroceder, dando traspiés.

La bolita verde en la que murmuraba la voz de Faber cayó a la acera. Beatty la recogió, sonriendo. La introdujo a medias en una de sus orejas. Oyó la voz remota que llamaba:

—Montag, ¿está usted bien?

Beatty desarmó el pequeño receptor y se lo guardó en un bolsillo.

—Bueno, de modo que aquí hay más de lo que me figuraba. Te he visto inclinar la cabeza, escuchando. De momento, he creído que tenías una radio auricular. Pero, después, cuando has empezado a reaccionar, he dudado. Seguiremos la pista de esto, y encontraremos a tu amigo.

—¡No! —exclamó Montag.

Abrió el seguro del lanzallamas. Beatty miró instantáneamente los dedos de Montag, y sus ojos se abrieron levemente. Montag vio la sorpresa que expresaban y, a su vez, se miró las manos, para ver qué habían estado haciendo. Más tarde, al recapacitar sobre la escena, Montag nunca pudo decidir si fueron las manos o la reacción de Beatty para con ellas, lo que le impulsó definitivamente al crimen. El último derrumbamiento de la avalancha resonó en sus oídos, sin afectarle.

Beatty mostró su sonrisa más atractiva.

—Bueno, éste es un buen sistema para conseguir un auditorio. Apunta a un hombre y oblígale a escuchar su discurso. Suéltalo ya. ¿De qué se tratará, esta vez? ¿Por qué no me recitas a Shakespeare, maldito estúpido? No hay terror, Casio, en tus amenazas, porque estoy tan bien armado de honestidad que pasan junto a mí cual una tenue brisa, que no me causa respeto. ¿Qué te parece? Adelante, literato de segunda mano, aprieta el gatillo.

Adelantó un paso hacia Montag.

Montag sólo pudo decir:

—Nunca habíamos quemado…

Y, entonces, se produjo una estridente llamarada, y un muñeco saltarín, gesticulante, ya no humano ni identificable, convertido en una llamarada, se retorció sobre el césped, en tanto que Montag lanzaba contra él un chorro continuo de ardiente líquido. Se produjo un siseo como cuando un escupitajo cae sobre el hierro ardiente de una estufa, un borboteo y un espumear, como si se hubiese echado sal sobre un monstruoso caracol negro para producir una terrible licuación y un hervor sobre la espuma amarilla. Montag cerró los ojos, gritó, gritó y forcejeó para llevarse las manos a los oídos, para aislarse de aquel ruido. Beatty giró sobre sí mismo una y otra y otra vez, y, por último, se contrajo sobre sí mismo como si fuera un muñeco achicharrado y quedó silencioso.

Los otros dos bomberos no se movieron.

Montag contuvo su mareo el tiempo suficiente para apuntar con el lanzallamas.

—¡Volveos de espaldas!

Ambos obedecieron, con sus rostros totalmente descoloridos y húmedos de sudor; Montag les quitó los cascos y les golpeó en la cabeza. Ambos cayeron sin sentido. Ambos permanecieron tendidos y sin movimiento. El susurro de una hoja otoñal. Montag se volvió y el Sabueso Mecánico estaba allí. Estaba atravesando el césped, surgiendo de las sombras, moviéndose con tal suavidad que parecía una sólida nube de humo blanco grisáceo que flotara hacia él en silencio.

El Sabueso pegó un último salto y cayó sobre Montag desde arriba, con las patas de araña alargadas y la aguja de procaína asomando en su enfurecido morro. Montag lo recibió con un chorro de fuego, un solo chorro que se abrió en pétalos amarillos, azules y anaranjados en torno al perro de metal, que golpeó contra Montag y le hizo retroceder tres metros, hasta chocar contra el tronco de un árbol; pero no soltó el lanzallamas. Montag sintió que el Sabueso se apoderaba de una de sus piernas y, por un instante, clavaba su aguja en él antes de que el fuego lanzara al Sabueso por el aire, hiciera estallar sus huesos de articulaciones de metal, desparramando su mecanismo interior como un cohete arrojado en plena calle. Montag permaneció tendido, observando cómo el aparato se agitaba en el aire y moría. Incluso entonces parecía querer volver junto a él y terminar la inyección que empezaba a causar efecto en la carne de su pierna. Montag experimentó una mezcla de alivio y de horror por haber retrocedido justo a tiempo para que sólo su pierna fuera rozada por el parachoques de un automóvil que pasó a ciento cuarenta kilómetros por hora. Temía levantarse, temía no ser capaz de volver a ponerse en pie, debido a su pierna anestesiada. Un entumecimiento dentro de otro entumecimiento, y así sucesivamente…

¿Y ahora…?

La calle vacía, la casa totalmente quemada, los otros hogares oscuros, el Sabueso allí, Beatty más allá, los otros tres bomberos en otro sitio. ¿Y la salamandra? Montag miró el enorme vehículo. También tendría que marcharse.

«Bueno —pensó—, veamos cómo estás. ¡En pie! Con cuidado, con cuidado… Así

Se levantó y descubrió que sólo tenía una pierna. La otra parecía un tronco de árbol que arrastraba como penitencia como algún pecado cometido. Cuando apoyó su pie en ella, una lluvia de alfileres de plata le atravesó la pantorrilla hasta localizarse en la rodilla. Montag lloró. «¡Vamos! ¡Vamos, no puedes quedarte aquí!»

Las luces de algunas casas volvían a encenderse calle abajo, bien a causa de los incidentes que acababan de ocurrir, o debido al silencio que había seguido a la lucha. Montag lo ignoraba. Cojeó por entre las ruinas tirando de su pierna maltrecha cuando le faltaba, hablando, susurrando y gritando órdenes a aquel miembro, y maldiciendo y rogándole que funcionara, cuando tan vital resultaba para él. Oyó una serie de personas que gritaban en la oscuridad. Montag llegó al patio posterior Y al callejón. «Beatty —pensó—, ahora no eres un problema. Siempre habías dicho: “No te enfrentes con un problema, quémalo.” Bueno, ahora he hecho ambas cosas. Adiós, capitán.»

Y se alejó cojeando por el lúgubre callejón.

Cada vez que apoyaba el pie en el suelo, un puñal se clavaba en su pierna. Y Montag pensó: «Eres un tonto, un maldito tonto, un idiota, un maldito idiota. En buen lío te has metido. ¿Qué puedes hacer ahora? Por culpa del orgullo, ¡maldita sea!, y del mal carácter. Y lo has estropeado todo. Apenas comienzas, vomitas sobre todos y sobre ti mismo. Pero, todo a la vez, todo, juntamente, Beatty, las mujeres, Mildred, Clarisse, todo. Sin embargo, no hay excusa, no hay excusa. ¡Un tonto, un maldito tonto! Ve a entregarte por propia voluntad.

»No, salvaremos lo que podamos, haremos lo que se deba hacer. Sí hemos de arder, llevémonos a unos cuantos con nosotros. ¡Ea!»

Recordó los libros y retrocedió, por si acaso.

Encontró unos cuantos allí donde los había dejado cerca de la verja del jardín. A Mildred, Dios la bendiga, la habían pasado por alto. Cuatro libros estaban ocultos aún, donde él los había dejado. Unas voces murmuraban en la noche, y se veía el resplandor de los haces de unas linternas. Otras salamandras hacían sonar sus motores en la lejanía, y las sirenas de la Policía se abrían paso con su gemido a través de la ciudad.

Montag cogió los cuatro libros restantes y cojeó y saltó callejón abajo y, de repente, le pareció como si le hubiesen cortado la cabeza y sólo su cuerpo estuviese allí. Algo en su interior le indujo a detenerse y, luego, le abatió.

Permaneció donde había caído, con las piernas dobladas y el rostro hundido en la grava.

Beatty había deseado morir.

En medio de su sollozo, Montag comprendió que era verdad. «Beatty quería morir. Permaneció quieto allí, sin tratar de salvarse. Se limitó a permanecer allí, bromeando, hostigándole», pensó Montag. Y este pensamiento fue suficiente para acallar sus sollozos y permitirle hacer una pausa para respirar. ¡Cuán extraño desear tanto la muerte como para permitir a un hombre andar a su alrededor con armas, y, luego, en vez de callar y permanecer vivo, empezar a gritarle a la gente y a burlarse de ella hasta conseguir enfurecerla! Y entonces…

A lo lejos, ruido de pasos que corrían.

Montag se irguió. «Larguémonos de aquí. Vamos, levántate, levántate, no puedes quedarte ahí sentado.», pero aún estaba llorando, y había que terminar aquello. Iba a marcharse. No había querido matar a nadie, ni siquiera a Beatty. Se le contrajo la carne, como si la hubieran sumergido en un ácido. Sintió náuseas. Volvió a ver a Beatty, convertido en antorcha, sin moverse, ardiendo en la hierba. Montag se mordió los nudillos. «Lo siento, lo siento. Dios mío, lo siento…»

Trató de encajar las piezas, de volver a la vida normal de algún tiempo atrás, antes de la criba y la arena, del «Dentífrico Denham», de las voces susurradas en su oído, de las mariposas, de las alarmas y las excursiones, demasiado para unos breves días, demasiado para toda una vida.

Unos pies corrieron en el extremo más alejado del callejón.

«Levántate —se dijo Montag—. ¡Maldita sea, levántate!» —dijo a la pierna. Y se puso en pie.

Parecía que le hundieran clavos en la rodilla; y, luego, sólo alfileres; y, por último, un molesto cosquilleo. Y tras arrastrarse y dar otra cincuentena de saltos, llenándose la mano de astillas de la verja, la molestia se hizo, por fin, soportable. Y la pierna acabó por ser su propia pierna. Montag había temido que si corría podría romperse el tobillo insensibilizado. Ahora, aspirando la noche por la boca abierta, y exhalando un tenue aliento, pues toda la negrura había permanecido en su interior, emprendió una caminata a paso acelerado.

Llevaba los libros en las manos. Pensó en Faber. Faber estaba en aquel humeante montón de carbón que carecía ya de identidad. Había quemado a Faber también. Esta idea le impresionó tanto que tuvo la sensación de que Faber estaba muerto de verdad, totalmente cocido en aquella diminuta cápsula verde perdida en bolsillo de un hombre que ahora apenas si era un esqueleto, unido con tendones de asfalto.

«Tienes que recordarlo: quémalos o te quemarán —pensó Montag—. En este momento, resulta así sencillo.»

Buscó en sus bolsillos: el dinero seguía allí, y en otro bolsillo, encontró la radio auricular normal con la que la ciudad hablaba consigo misma en la fría soledad de la madrugada.

—Policía, alerta. Se busca: fugitivo en la ciudad. Ha cometido un asesinato y crímenes contra el Estado. Nombre: Guy Montag. Profesión: bombero. Visto por última vez…

Montag corrió sin detenerse durante seis manzanas, siguiendo el callejón. Y, después, éste se abrió sobre una amplia avenida, ancha como seis pistas. «A la cruda luz de las lámparas de arco parecía un río sin barcas; había el peligro de ahogarse tratando de cruzarla», pensó Montag. Era demasiado ancha, demasiado abierta. Era un enorme escenario sin decorados, que le invitaban a atravesarlo corriendo. Con la brillante iluminación era fácil de descubrir, de alcanzar, de eliminar.

La radio auricular susurraba en su oído:

—…alerta a un hombre corriendo… Vigilen a un hombre corriendo… Busquen a un hombre solo, a pie… Vigilen…

Montag volvió a hundirse en las sombras. Exactamente delante de él había una estación de servicio, resplandeciente de luz, y dos vehículos plateados se detenían ante ella para repostar. Si quería andar, no correr, atravesar con calma la amplia avenida, tenía que estar limpio y presentable. Eso le concedería un margen adicional de seguridad. Si se lavaba y peinaba antes de seguir la marcha para ir… ¿dónde?

«Sí —pensó—, ¿hacia dónde estoy huyendo?»

A ningún sitio. No había dónde ir, ningún amigo a quien recurrir, excepto Faber. Y, entonces, advirtió que desde luego, corría instintivamente hacia la casa de Faber. Pero Faber no podría ocultarle; sólo intentarlo, sería un suicidio. Pero sabía que, de todos modos, iría a ver a Faber, durante unos breves minutos. Faber sería el lugar donde poder repostarse de su creencia, que desaparecía rápidamente, en su propia habilidad para sobrevivir. Sólo deseaba saber que en el mundo había un hombre como Faber. Quería ver al hombre vivo y no achicharrado allí, como un cuerpo introducido en otro cuerpo. Y debía dejar parte del dinero a Faber, claro está, para gastarlo cuando él siguiese huyendo. Quizá podría alcanzar el campo abierto y vivir cerca de los ríos o las autopistas, en los campos y las colinas.

Un intenso susurro le hizo mirar hacia el cielo.

Los helicópteros de la Policía se elevaban desde un punto tan remoto que parecía como si alguien hubiese soplado una flor seca de diente de león. Dos docenas de ellos zumbaron, oscilaron, indecisos a cinco kilómetros de distancia, como mariposas desconcertadas por el otoño. Y, después, se lanzaron en picado hacia tierra, uno por uno, aquí, allí, recorriendo las calles donde, vueltos a convertir en automóviles, zumbaron por los bulevares o, con igual prontitud, volvían a elevarse en el aire para proseguir la búsqueda.

Y allí estaba la estación de servicio, con sus empleados que atendían a la clientela. Acercándose por detrás, Montag entró en el lavabo de hombres. A través de la pared de aluminio oyó que la voz de un locutor decía: «La guerra ha sido declarada.» Estaban bombeando el combustible. Los hombres, en los vehículos, hablaban, y los empleados conversaban acerca de los motores, del combustible, del dinero que debían. Montag trató de sentirse impresionado por el comunicado de la radio, pero no le ocurrió nada. Por lo que a él respectaba, la guerra tendría que esperar a que él estuviese en condiciones de admitirlo en su archivo personal, una hora, dos horas más tarde.

Montag se lavó las manos y el rostro y se secó con la toalla. Salió del lavabo, cerró cuidadosamente la puerta, se adentró en la oscuridad y se encontró en un borde de la vacía avenida.

Allí estaba, había que ganar aquella partida, una inmensa bolera en el frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas anónimas y de ciertos matadores desconocidos. Sobre el inmenso río de cemento, el aire temblaba a causa del calor del cuerpo de Montag; era increíble cómo notaba que su temperatura podía producir vibraciones en el mundo inmediato. Era un objetivo fosforescente. Montag lo sabía, lo sentía.

Y, ahora, debía empezar su pequeño paseo.

Unos faros brillaban a tres manzanas de distancia. Montag inspiró profundamente. Sus pulmones eran como focos ardientes en su pecho. Tenía la boca reseca por el cansancio. Su garganta sabía a hierro y había acero oxidado en sus pies.

¿Qué eran aquellas luces? Una vez se empezaba a andar, había que calcular cuánto tardarían aquellos vehículos en llegar hasta él. Bueno, ¿a qué distancia quedaba el otro bordillo? Al parecer, a un centenar de metros. Probablemente, no eran cien, pero mejor calcular eso, puesto que él andaba lentamente, con paso tranquilo, y quizá, necesitase treinta segundos, cuarenta segundos para recorrer la distancia. ¿Los vehículos? Una vez en marcha, podían recorrer tres manzanas en unos quince segundos. De modo que, incluso si a mitad de la travesía empezase a correr…

Adelantó el pie derecho; después, el izquierdo, y luego, el derecho. Pisó la vacía avenida.

Incluso aunque la calle estuviese totalmente vacía, claro está, no podía tener la seguridad de cruzarla sin riesgo, porque, de repente, podía aparecer un vehículo por el cambio de rasante a cuatro manzanas de distancia y estar a tu altura o más allá antes de haber podido respirar una docena de veces.

Montag decidió no contar sus pasos. No miró a izquierda ni a derecha. La luz de los faroles parecía tan brillante y reveladora como el sol de mediodía, e igualmente cálida. Escuchó el sonido del vehículo que aceleraba, a dos manzanas de distancia, por la derecha. Sus faros móviles se desplazaron bruscamente y enfocaron a Montag.

«Sigue adelante.»

Montag vaciló, apretó los libros con mayor fuerza, y reanudó su andar pausado. Ahora estaba a mitad de la avenida, pero el zumbido de los motores del vehículo se hizo más agudo cuando éste aumentó su velocidad.

«La Policía, desde luego. Me ven. Pero, despacio, ahora, despacio, tranquilo, no te vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina, eso es, camina, camina…»

El vehículo se precipitaba. El vehículo zumbaba. El vehículo aceleraba. El vehículo se acercaba veloz. El vehículo recorría una trayectoria silbante, disparado por un rifle invisible. Iba a unos doscientos kilómetros por hora. Iba como mínimo, a más de doscientos por hora. Montag apretó las mandíbulas. El calor de los faros del vehículo quemó sus mejillas, le hizo parpadear y heló el sudor que le resbalaba por el rostro.

Empezó a arrastrar estúpidamente los pies, a hablar consigo mismo. Y, de repente, dio un respingo y echó a correr. Alargó las piernas tanto como pudo, una y otra vez, una y otra vez. ¡Dios, Dios! Dejó caer un libro, interrumpió la carrera, casi se volvió, cambió de idea, siguió adelante, chillando en el vacío de cemento, en tanto que el vehículo parecía correr tras sus pasos, a sesenta metros de distancia, a treinta, a veinticinco, a veinte; y Montag jadeaba, agitaba las manos, movía las piernas, arriba y abajo, más cerca, sudoroso, gritando con los ojos ardientes y la cabeza vuelta para enfrentarse con el resplandor de los faros. Luego, el vehículo fue tragado por su propia luz, no fue más que una antorcha que se precipitaba sobre él; todo estrépito y resplandor ¡De pronto, casi se les echó encima!

Montag dio un traspié y cayó.

«¡Estoy listo! ¡Todo ha terminado!»

Pero la caída le salvó. Un instante antes de alcanzarle, el raudo vehículo se desvió. Desapareció. Montag yacía de bruces, con la cabeza gacha. Hasta él llegó el eco de unas carcajadas, al mismo tiempo que el sonido del escape del vehículo.

Tenía la mano derecha extendida sobre él, llana. A levantar la mano vio, en la punta de su dedo corazón una delgada línea negra, allí donde el neumático le había rozado al pasar. Montag miró con incredulidad aquella línea media, mientras se ponía en pie.

«No era la Policía», pensó.

Miró avenida abajo. Ahora, resultaba claro. Un vehículo lleno de chiquillos, de todas las edades, entre los doce y los dieciséis años, silbando, vociferando, vitoreando, habían visto a un hombre, un espectáculo extraordinario, un hombre caminando, una rareza, y habían dicho: «Vamos a por él», sin saber que era el fugitivo Mr. Montag. Sencillamente, cierto número de muchachos que habían salido a tragar kilómetros durante las horas de luna, con los rostros helados por el viento y que regresarían o no a casa al amanecer, vivos o sin vida. Aquello era una aventura.

«Me hubiesen matado —pensó Montag balanceándose. El aire aún se estremecía y el polvo se arremolinaba a su alrededor. Se tocó la mejilla magullada— sin ningún motivo en absoluto, me hubiesen matado.»

Siguió caminando hasta el bordillo más lejano, Pidiendo a cada pie que siguiera moviéndose. Sin darse cuenta, había recogido los libros desperdigados; no recordaba haberse inclinado ni haberlos tocado, pasándolos de una a otra mano, como si fuesen una jugada de póquer o cualquier otro juego que no acababa de comprender.

«Quisiera saber si son los mismos que mataron a Clarisse.»

Se detuvo y su mente volvió a repetirlo.

«¡Quisiera saber si son los mismos que mataron a Clarisse!».

Sintió deseos de correr en pos de ellos, chillando.

Sus ojos se humedecieron.

Lo que le había salvado fue caer de bruces. El conductor del vehículo, al ver caído a Montag, consideró de inmediato la probabilidad de que pisar el cuerpo a aquella velocidad podía volcar el vehículo y matarlos a todos. Si Montag hubiese seguido siendo un objetivo vertical…

Montag quedó boquiabierto.

Lejos, en la avenida, a cuatro manzanas de distancia, el vehículo había frenado, girado sobre dos ruedas, y retrocedía ahora velozmente, por la mano contraria de la calle, adquiriendo impulso.

Pero Montag ya estaba oculto en la seguridad del oscuro callejón en busca del cual había emprendido aquel largo viaje, ignoraba ya si una hora o un minuto antes. Se estremeció en las tinieblas, y volvió la cabeza para ver cómo el vehículo lo pasaba veloz y volvía a situarse en el centro de la avenida. Las carcajadas se mezclaban con el ruido del motor.

Más lejos, mientras Montag se movía en la oscuridad, pudo ver que los helicópteros caían, caían como primeros copos de nieve del largo invierno que se aproximaba.

La casa estaba silenciosa.

Montag se acercó por detrás, arrastrándose a través del denso perfume de rosas y de hierba humedecida por el rocío nocturno. Tocó la puerta posterior, vio que estaba abierta, se deslizó dentro, cruzó el porche, y escuchó.

«¿Duerme usted ahí dentro, Mrs. Black? —pensó—. Lo que voy a hacer no está bien, pero su esposo lo hizo con otros, y nunca preguntó ni sintió duda, ni se preocupó. Y, ahora, puesto que es usted la esposa de un bombero, es su casa y su turno, en compensación por todas las casas que su esposo quemó y por las personas a quienes perjudicó sin pensar.»

La casa no respondió.

Montag escondió los libros en la cocina, volvió a salir al callejón, miró hacia atrás; y la casa seguía oscura y tranquila, durmiendo. En su camino a través de la ciudad, mientras los helicópteros revoloteaban en el cielo como trocitos de papel, telefoneó y dio la alarma desde una cabina solitaria a la puerta de una tienda cerrada durante la noche. Después, permaneció en el frío aire nocturno, esperando y, a lo lejos, oyó que las sirenas se ponían en funcionamiento, y que las salamandras llegaban, llegaban para quemar la casa de Mr. Black, en tanto éste se encontraba trabajando, para hacer que su esposa se estremeciera en el aire del amanecer, mientras que el techo cedía y caía sobre la hoguera. Pero, ahora, ella aún estaba dormida.

«Buenas noches, Mrs. Black», pensó Montag.

—¡Faber!

Otro golpecito, un susurro y una larga espera. Luego, al cabo de un minuto, una lucecilla brilló dentro la casita de Faber.

Tras otra pausa, la puerta posterior se abrió.

Faber y Montag se miraron a la media luz, como si cada uno de ellos no creyese en la existencia del otro. Luego, Faber se movió, adelantó una mano, cogió a Montag, le hizo entrar. Lo obligó a sentarse, y regresó junto a la puerta, donde se quedó escuchando. Las sirenas gemían a lo lejos. Faber entró y cerró la puerta.

—He cometido estupidez tras estupidez —dijo Montag—. No puedo quedarme mucho rato. Sabe Dios hacia dónde voy.

—Por lo menos, ha sido un tonto respecto a lo importante —dijo Faber—. Creía que estaba muerto. La cápsula auditiva que le di…

—Quemada.

—Oí que el capitán hablaba con usted y, de repente, ya no oí nada. He estado a punto de salir a buscarle.

—El capitán ha muerto. Encontró la cápsula, oyó la voz de usted y se proponía buscar su origen. Lo maté con el lanzallamas.

Faber se sentó, y, durante un rato, guardó absoluto silencio.

—Dios mío, ¿cómo ha podido ocurrir esto? —prosiguió Montag—. Hace pocas noches, todo iba estupendamente. Y, de repente, estoy a punto de ahogarme. ¿Cuántas veces puede hundirse un hombre y seguir vivo? No puedo respirar. Está la muerte de Beatty, que un tiempo fue mi amigo. Y Millie se ha marchado. Yo creía que era mi esposa. Pero, ahora, ya no lo sé. Y la casa ha ardido por completo. Y me he quedado sin empleo, y yo ando huyendo. Y, por el camino, he colocado un libro en casa de un bombero. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas cosas he hecho en una sola semana!

—Ha hecho lo que debía hacer. Es algo que se preparaba desde hace mucho tiempo.

—Sí, eso creo, aunque sea lo único que crea. Tenía que suceder. Desde hace mucho tiempo sentía que algo se preparaba en mi interior, y yo andaba por ahí haciendo una cosa y sintiendo otra. Dios, todo estaba aquí dentro. Lo extraño es que no se trasluciera en mí, como la grasa. Y, ahora, estoy aquí, complicándole la vida. Pueden haberme seguido hasta aquí.

—Por primera vez en muchos años me siento vivir —replicó Faber—. Me doy cuenta de que hago lo que hubiese debido de hacer hace siglos. Durante cierto tiempo, no tengo miedo. Quizá sea porque, por fin, estoy cumpliendo con mi deber. O tal vez sea porque no quiera mostrarme cobarde ante usted. Supongo que aún tendré que hacer cosas más violentas, que tendré que arriesgarme para no fracasar en mi misión y asustarme de nuevo. ¿Cuáles son sus planes?

—Seguir huyendo.

—¿Sabe que ha estallado la guerra?

—Lo he oído decir.

—¿Verdad que resulta curioso? —dijo el anciano—. La guerra nos parece algo remoto porque tenemos nuestros propios problemas.

—No he tenido tiempo para pensar. —Montag sacó un centenar de dólares—. Quiero darle esto, para que lo utilice de un modo útil, cuando me haya marchado.

—Pero…

—Quizás haya muerto a mediodía. Utilícelo.

Faber asintió.

—Si le es posible, será mejor que se dirija hacia el río. Siga su curso. Y si encuentra alguna vieja línea ferroviaria, que se adentra en el campo, sígala. Aunque en la actualidad todas las comunicaciones se hacen por vía aérea, y la mayoría de las vías están abandonadas, los raíles siguen allí, oxidándose. He oído decir que aún quedan campamentos de vagabundos esparcidos por todo el país. Les llaman campamentos ambulantes, y si anda usted el tiempo suficiente y se mantiene ojo avizor, dicen que quedan muchos antiguos graduados de Harvard en el territorio que se extiende entre aquí y Los Ángeles. La mayoría de ellos son buscados y perseguidos en las ciudades. Supongo que se limitan a vegetar. No quedan muchos, y me figuro que el Gobierno nunca lo ha considerado un peligro lo suficientemente grande como para ir en busca de ellos. Podría refugiarse con esos hombres durante algún tiempo y ponerse en contacto conmigo en St. Louis. Yo me marcho mañana, en el autobús de las cinco, para visitar a un impresor retirado que vive allí. Por fin salgo a campo abierto. Utilizaré el dinero adecuadamente. Gracias, y que Dios le bendiga. ¿Quiere dormir unos minutos?

— Será mejor que siga huyendo.

—Veamos cuál es la situación.

Faber condujo a Montag al dormitorio y levantó un cuadro que había en la pared, poniendo así al descubierto una pantalla de televisión del tamaño de una tarjeta postal.

—Siempre había deseado algo muy pequeño, algo a lo que poder hablar, algo que pudiera cubrir con la palma de la mano, en caso necesario, algo que no pudiera avasallarme a gritos, algo que no fuese monstruosamente grande. De modo que, ya ve.

Conectó el aparato.

—Montag —dijo el televisor. Y la pantalla se iluminó—. M-O-N-T-A-G. —Una voz deletreó el nombre—. Guy Montag. Sigue en libertad. Los helicópteros de la Policía le buscan. Un nuevo Sabueso Mecánico ha sido traído de otro distrito…

Montag y Faber se miraron.

—…Sabueso Mecánico nunca falla. Desde que fue usado por primera vez para perseguir una presa, este invento increíble no ha cometido ni un solo error. Hoy, esta cadena se enorgullece de tener la oportunidad de seguir al Sabueso, con una cámara instalada en un helicóptero, cuando inicia la marcha hacia su objetivo…

Faber sirvió dos vasos de whisky.

—Lo necesitaremos.

Bebieron.

—…olfato tan sensible que el Sabueso Mecánico puede recordar e identificar diez mil olores de diez mil hombres distintos, sin necesidad de ser rearmado.

Faber tembló levemente y miró a su alrededor, las paredes, la puerta, la empuñadura y la silla donde Montag estaba sentado. Éste captó la mirada. Ambos examinaron rápidamente la casa y Montag sintió que su nariz se dilataba y comprendió que estaba tratando de rastrearse a sí mismo, y que su nariz era, de pronto, lo suficientemente sensible para percibir la pista que había dejado en el aire de la habitación; y el sudor de su mano estaba pegado a la empuñadura de su puerta, invisible pero tan abundante como la cera de un pequeño candelabro. Su persona estaba por doquier, dentro, fuera sobre todo, era como una nube luminosa, un fantasma que volvía a hacer imposible la respiración.

Vio que Faber contenía, a su vez, el aliento, por miedo a introducir en su propio cuerpo aquel fantasma, a quedar tal vez contaminado con las exhalaciones del fantasma y los olores de un fugitivo.

—¡El Sabueso Mecánico está siendo desembarcado de un helicóptero, en el lugar del incendio!

Y allí, en la pantalla pequeña, apareció la casa quemada, y la multitud; y del cielo descendió un helicóptero, como una grotesca flor.

«Así, pues, tienen que seguir con su juego —pensó Montag—. El espectáculo sigue, aunque la guerra ha empezado hace apenas una hora…»

Contempló la escena, fascinado, sin desear moverse ¡Parecía tan remota y ajena a él! Era un espectáculo distinto, fascinante de observar, que no dejaba de producir un extraño placer.

«Todo eso es para mí, todo eso está ocurriendo por mi causa. Dios mío.»

Si lo deseaba, podía entretenerse allí, con toda comodidad, y seguir la cacería con sus rápidas fases, carreras por las calles, por las avenidas vacías, atravesando parques y solares, con pausas aquí y allí para dejar paso a la necesaria publicidad comercial, por otros callejones hasta la casa ardiendo de Mr. y Mrs. Black, y así sucesivamente hasta aquella casa en la que él y Faber estaban sentados, bebiendo, en tanto que Sabueso Mecánico olfateaba el último tramo de la pista silencioso como la propia muerte, hasta detenerse frente a aquella ventana. Entonces, si lo deseaba, Montag podía levantarse, acercarse a la ventana, sin perder de vista el televisor, abrirla, asomarse y verse dramatizado, descrito, analizado. Un drama que podía contemplarse objetivamente, sabiendo que, en otros salones, tenía un tamaño mayor que el natural, a todo color, dimensionalmente perfecto. Y si se mantenía alerta, podría verse, asimismo, un instante antes de perder el sentido, siendo liquidado en beneficio de la multitud de telespectadores que, unos minutos antes, habían sido arrancados de su sueño por la frenética sirena de sus televisores murales para que pudieran presenciar la gran cacería, el espectáculo de un solo hombre.

¿Tendría tiempo para hablar cuando el Sabueso lo cogiera, a la vista de diez, veinte o treinta millones de personas?, ¿no podría resumir lo que había sido su vida durante la última semana con una sola frase o una palabra que permaneciera con ellas mucho después de que el Sabueso se hubiese vuelto, sujetándolo con sus mandíbulas de metal, para alejarse en la oscuridad, mientras la cámara permanecía quieta, enfocando al aparato que iría empequeñeciéndose a lo lejos, para ofrecer un final espléndido? ¿Qué podría decir en una sola palabra, en unas pocas palabras que dejara huella en todos sus rostros y les hiciera despertar?

—Mire —susurró Faber.

Del helicóptero surgió algo que no era una máquina, un animal, algo que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecía con una débil luminosidad verdosa. Permaneció junto a las ruinas humeantes de la casa de Montag y los hombres trajeron el abandonado lanzallamas de éste y lo pusieron bajo el hocico del Sabueso. Se oyó un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes.

Montag meneó la cabeza, se levantó y apuró su bebida.

—Ya es hora. Lamento de verdad lo que está ocurriendo.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Mi casa? Lo merezco todo. ¡Corra deprisa, por amor de Dios! Quizá pueda entretenerles aquí…

—Espere. No vale la pena que se descubra usted. Cuando me haya marchado, queme el cobertor de esta cama, lo he tocado. Queme la silla de la sala de estar en su incinerador. Frote el mobiliario con alcohol, así como los pomos de las puertas. Queme la alfombra del salón. Dé la máxima potencia al acondicionador de aire y, si tiene un insecticida, rocíelo todo con él. Después, ponga en marcha sus rociadores del césped, con toda la fuerza que pueda, y riegue bien las aceras. Con un poco de suerte, podríamos evitar que nos siguieran la pista.

Faber le estrechó la mano.

—Lo haré. Buena suerte. Si ambos estamos vivos, la semana próxima o la siguiente nos pondremos en contacto. En la lista de Correos, de Saint Louis. Siento que, esta vez, no haya manera de poder acompañarle con mi cápsula auricular. Hubiese sido bueno para ambos. Pero mi equipo era limitado. Hágase cargo, nunca creí que habría de utilizarlo. Soy un viejo estúpido, sin ideas. Estúpido, estúpido. Y, ahora, no tengo otra cápsula verde para que pueda llevársela usted. ¡Márchese ya!

—Otra cosa, ¡aprisa! Una maleta. Cójala, con su ropa más sucia, un trapo viejo, cuanto más sucio mejor, una camisa, algunos calcetines y zapatos viejos…

Faber se marchó y regresó al cabo de algunos minutos.

—Para conservar en su interior el antiguo olor de Mr. Faber, claro está —dijo éste, sudoroso por el esfuerzo.

Montag roció todo el exterior de la maleta con whisky.

—No creo que ese Sabueso capte dos olores a la vez. Permítame que me lleve este whisky. Lo necesitaré más tarde. ¡Cristo, espero que dé resultado!

Volvieron a estrecharse la mano y, mientras se dirigían hacia la puerta, lanzaron una ojeada al televisor. El Sabueso estaba en camino, seguido por las cámaras de los helicópteros, silencioso, silencioso, olfateando el aire nocturno.

Bajaba por la Primera Avenida.

—¡Adiós!

Y Montag salió velozmente por la puerta posterior, corriendo con la maleta semivacía. Oyó que, a su espalda, los rociadores de césped se ponían en marcha, llenaban el aire oscuro con lluvia que caía suavemente y con regularidad, lavaban las aceras y corrían hasta la calle. Unas gotas de aquella lluvia mojaban el rostro de Montag. Le pareció que el viejo le gritaba adiós, pero no estuvo seguro.

Corrió muy aprisa, alejándose de la casa, hacia el río.

Montag corrió.

Podía sentir el Sabueso, como el otoño que se acercaba, frío, seco y veloz, como un viento que no agitara la hierba, que no hiciera crujir las ventanas ni desplazara las hojas en las blancas aceras. El Sabueso no tocaba el mundo. Llevaba consigo su silencio, de modo que, a través de toda la ciudad, podía percibirse el silencio que iba creando.

Montag sintió aumentar la presión, y corrió.

Se detuvo para recobrar el aliento, camino del río. Atisbó por las ventanas débilmente iluminadas de las casas las siluetas de sus habitantes que contemplaban en los televisores murales al Sabueso Mecánico, un suspiro de vapor de neón, que corría veloz. Ahora, en Elm Terrace, Lincoln, Cak, Park, y calle arriba hacia la casa de Faber.

«Pasa de largo —pensó Montag—, no te detengas, sigue adelante, no te desvíes.»

En el televisor mural apareció la casa de Faber, con su rociador de césped que empapaba el aire nocturno.

El Sabueso hizo una pausa y se estremeció.

¡No! Montag se aferró al alféizar de la ventana. ¡Por este camino! ¡Aquí!

La aguja de procaína asomó y se escondió, asomó, se escondió. Una gotita transparente de la droga cayó de la aguja cuando ésta desapareció en el hocico del Sabueso.

Montag contuvo el aliento, y sintió una opresión en el pecho.

El Sabueso Mecánico se volvió y se alejó de la casa de Faber, calle abajo.

Montag desvió su mirada hacia el cielo. Los helicópteros estaban más próximos, como una nube de insectos que acudiesen hacia una solitaria fuente luminosa.

Con un esfuerzo, Montag recordó de nuevo que aquello no era ningún espectáculo imaginario que podía ser contemplado mientras huía hacia el río; en realidad, era su propia partida de ajedrez la que estaba contemplando, movimiento tras movimiento.

Gritó para darse el impulso necesario para alejarse de la ventana de aquella última casa, y el fascinador espectáculo que había allí. ¡Diablo! ¡Y emprendió la marcha de nuevo! La avenida, una calle, otra, otra, y el olor del río. Una pierna, la otra. Veinte millones de Montag corriendo, muy pronto, si las cámaras le enfocaban. Veinte millones de Montag corriendo, corriendo como un personaje de película cómica, policías, ladrones, perseguidores y perseguidos, cazadores y cazados, tal como lo había visto un millar de veces. Tras de él, ahora, veinte millones de silenciosos Sabuesos atravesaban los salones, de la pared derecha a la central; luego a la izquierda, desaparecían.

Montag se metió su radio auricular en una oreja.

—La policía sugiere a toda la población del sector Terrace que haga lo siguiente: en todas las casas de todas las calles, todo el mundo debe abrir la puerta delantera o trasera o mirar por una ventana. El fugitivo no podrá escapar si, durante el minuto siguiente, todo el Mundo mira desde el exterior de su casa. ¡Preparados!

¡Claro! ¿Por qué no lo habían hecho antes? ¿Por qué, en todos los años, no habían intentado aquel juego? ¡Todos arriba, todos afuera! ¡No podía pasar inadvertido! ¡El único hombre que corría solitario por la ciudad, el único hombre que ponía sus piernas a prueba!

—¡A la cuenta de diez! ¡Uno! ¡Dos!

Montag sintió que la ciudad se levantaba.

—¡Tres!

Montag sintió que la ciudad se dirigía hacia sus millares de puertas.

¡Aprisa! ¡Una pierna, la otra!

—¡Cuatro!

La gente atravesaba sus recibidores.

—¡Cinco!

Montag sintió todas las manos en los pomos de las puertas.

El olor del río era fresco y semejante a una lluvia sólida. La garganta de Montag ardía y sus ojos estaban resecos por el viento que producía el correr. Chilló como si el grito pudiera impulsarle adelante, hacerle recorrer el último centenar de metros.

—¡Seis, siete, ocho!

Los pomos giraron en cinco millares de puertas.

—¡Nueve!

Montag se alejó de la última fila de casas, por una pendiente que conducía a la negra y móvil superficie del río.

—¡Diez!

Las puertas se abrieron.

Montag vio en su imaginación miles y miles de rostros escrutando los patios, las calles, el cielo, rostros ocultos por cortinas, rostros descoloridos, atemorizados por la oscuridad, como animales grisáceos que mirasen desde cavernas eléctricas, rostros con ojos grises e incoloros, lenguas grises y pensamientos grises.

Pero había llegado al río.

Lo tocó para cerciorarse de que era real. Se metió en el agua, se desnudó por completo y se roció el cuerpo, los brazos, las piernas y la cabeza con el licor que llevaba; bebió un sorbo e inspiró otro poco por la nariz. Después, se vistió con la ropa y los zapatos de Faber. Echó su ropa al río y contempló cómo se la llevaba corriente. Luego, con la maleta en la mano, se metió agua adentro hasta perder pie, y se dejó arrastrar en la oscuridad.

Estaba a unos trescientos metros corriente abajo cuando el Sabueso llegó al río. Arriba, las grandes aspas de los ventiladores giraban sin cesar. Un torrente de luz cayó sobre el río, y Montag se zambulló bajo la iluminación, como si el sol hubiese salido entre las nubes. Sintió que el río lo empujaba más lejos, hacia la oscuridad. Después, las luces volvieron a desplazarse hacia tierra, los helicópteros se cernieron de nuevo sobre ciudad, como si hubieran encontrado otra pista. Se alejaron. El Sabueso se había ido. Ya sólo quedaba el helado río y Montag flotando en una repentina paz, lejos de la ciudad, de las luces y de la cacería, lejos de todo.

Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.

La tierra oscura se deslizaba cerca de él, que seguía avanzando hacia campo abierto entre colinas. Por primera vez en una docena de años, las estrellas brillaban sobre su cabeza, formando una gigantesca procesión.

Cuando la maleta se llenó de agua y se hundió, Montag siguió flotando boca arriba; el río era tranquilo y pausado, mientras se alejaba de la gente que comía sombras para desayunar, humo para almorzar y vapores para cenar. El río era muy real, le sostenía cómodamente y le daba tiempo para considerar este mes, este año, y todo un transcurso de ellos. Montag escuchó el lento latir de su corazón. Sus pensamientos dejaron de correr junto con su sangre.

Vio que la luna se hundía en el firmamento. La luna allí, y su resplandor, ¿producido por qué? Por el sol, claro. ¿Y qué iluminaba al sol? Su propio fuego. Y el sol sigue, día tras día, quemando y quemando. El sol y el tiempo. El sol, el tiempo y las llamas. Llamas. El río le balanceaba suavemente. Llamas. El sol y todos los relojes del mundo. Todo se reunía y se convertía en una misma cosa en su mente. Después de mucho tiempo de flotar en el río, Montag supo por qué nunca más volvería a quemar algo.

El sol ardía a diario. Quemaba el Tiempo. El mundo corría en círculos, girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los años y a la gente, sin ninguna ayuda por su parte. De modo que si él quemaba cosas con los bomberos y el sol quemaba el Tiempo, ello significaría que todo había de arder.

Alguno de ellos tendría que dejar de quemar. El sol no, por supuesto. Según todas las apariencias, tendría que ser Montag, así como las personas con quienes había trabajado hasta unas pocas horas antes. En algún sitio habría que empezar a ahorrar y a preservar cosas para que todo tuviera un nuevo inicio, y alguien tendría que ocuparse de ello, de una u otra manera, en libros, en discos, en el cerebro de la gente, de cualquier manera con tal de que fuese segura, al abrigo de las polillas, de los pececillos de plata, del óxido, del moho y de los hombres con cerillas. El mundo estaba lleno de llamas de todos los tipos y tamaños. Ahora, el gremio de los tejedores de asbestos tendría que abrir muy pronto su establecimiento.

Montag sintió que sus pies tocaban tierra, pisaban guijarros y piedras, se hundían en arena. El río le había empujado hacia la orilla.

Contempló la inmensa y negra criatura sin ojos ni luz, sin forma, con sólo un tamaño que se extendía dos millares de kilómetros sin desear detenerse, con sus colinas cubiertas de hierba y sus bosques que le esperaban.

Montag vaciló en abandonar el amparo del agua. Temía que el Sabueso estuviese allí. De pronto, los árboles podían agitarse bajo las aspas de multitud de helicópteros.

Pero sólo había la brisa otoñal corriente, que discurría como otro río. ¿Por qué no andaba el Sabueso por allí? ¿Por qué la búsqueda se había desviado hacia el interior? Montag escuchó. Nada. Nada.

«Millie —pensó—. Toda esta extensión aquí. ¡Escúchala! Nada y nada. Tanto silencio, Millie, que me pregunto qué efecto te causaría. ¿Te pondrías a gritar “¡Calla, calla!” Millie, Millie?»

Y se sintió triste.

Millie no estaba allí, ni tampoco el Sabueso, pero sí el aroma del heno, que llegaba desde algún campo lejano y que indujo a Montag a subir a tierra firme. Recordó una granja que había visitado de niño, una pocas veces en que había descubierto que, más allá de los siete velos de la irrealidad, más allá de las paredes de los salones y de los fosos metálicos de la ciudad, las vacas pacían la hierba, los cerdos se revolcaban en las ciénagas a mediodía y los perros ladraban a las blancas ovejas en las colinas.

Ahora, el olor a heno seco, el movimiento del agua le hizo desear echarse a dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas autopistas, detrás de una tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su cabeza como el sonido de los años que transcurrían. Permaneció toda la noche en el pajar, escarbando el rumor de los lejanos animales, de los insectos y de los árboles, así como los leves e infinitos movimientos y susurros del campo.

«Durante la noche —pensó—, bajo el cobertizo quizás oyese un sonido de pasos. Se incorporaría, lleno de tensión. Los pasos se alejarían. Volvería a tenderse y miraría por la ventana del cobertizo muy avanzada la noche, y vería apagarse las luces de la granja, hasta que una mujer muy joven y hermosa se sentaría junto a una ventana apagada, cepillándose el pelo. Resultaría difícil verla, pero su rostro sería como el de aquella muchacha que sabía lo que significaban las flores de diente de león frotadas contra la barbilla. Luego, la mujer se alejaría de la ventana, para reaparecer en el piso de arriba, en su habitación iluminada por la luna. Y entonces, bajo el sonido de la muerte, el sonido de los reactores que partían el cielo en dos, yacería en el cobertizo, oculto y seguro, contemplando aquellas extrañas estrellas en el borde de la tierra, huyendo del suave resplandor del alba.»

Por la mañana no hubiese tenido sueño, porque todos los cálidos olores y las visiones de una noche completa en el campo le hubiesen descansado aunque sus ojos hubieran permanecido abiertos, y su boca, cuando se le ocurrió pensar en ella, mostraba una leve sonrisa.

Y allí al pie de la escalera del cobertizo, esperándole, había algo increíble. Montag descendería cuidadosamente, a la luz rosada del amanecer, tan consciente del mundo que sentiría miedo, y se inclinaría sobre el pequeño milagro, hasta que, por fin, se agacharía para tocarlo.

Un vaso de leche fresca, algunas peras y manzanas estaban al pie de la escalera.

Aquello era todo lo que deseaba. Algún signo de que el inmenso mundo le aceptaría y le concedería todo el tiempo que necesitaba para pensar lo que debía ser pensado.

Un vaso de leche, una manzana, una pera.

Montag se alejó del río.

La tierra corrió hacia él como una marea. Fue envuelto por la oscuridad, y por el aspecto del campo, por el millón de olores que llevaba un viento que le helaba el cuerpo. Retrocedió ante el ímpetu de la oscuridad, del sonido y del olor; le zumbaban los oídos. Dio media vuelta. Las estrellas brillaban sobre él como meteoros llameantes. Montag sintió deseos de zambullirse de nuevo en el río y dejar que le arrastrara a salvo hasta algún lugar más lejano. Aquella oscura tierra que se elevaba era como cierto día de su infancia, en que había ido a nadar, y una ola surgida de la nada, la mayor que recordaba la Historia, le envolvió en barro salobre y en oscuridad verdosa; el agua le quemaba la boca y la nariz, alborotándole el estómago. ¡Demasiada agua!

¡Demasiada tierra!

Desde la oscura pared frente a él, una silueta. En la silueta, dos ojos. La noche, observándole. El bosque, viéndole.

¡El Sabueso!

Después de tanto correr y apresurarse, de tantos sudores y peligros, de haber llegado tan lejos, de haberse esforzado tanto, y de creerse a salvo, y de suspirar, aliviado… para salir a tierra firme y encontrarse con…

¡El Sabueso!

Montag lanzó un último grito de dolor, como si aquello fuera demasiado para cualquier hombre. La silueta se diluyó. Los ojos desaparecieron. Las hojas secas se agitaron.

Montag estaba solo en la selva.

Un gamo. Montag olió el denso perfume almizclado y el olor a hierba del aliento del animal, en aquella noche eterna en que los árboles parecían correr hacia él, apartarse, correr, apartarse, al impulso de los latidos de su corazón.

Debía de haber billones de hojas en aquella tierra; Montag se abrió paso entre ellas, un río seco que olía a trébol y a polvo. ¡Y a otros olores! Había un aroma como a patata cortada, que subía de toda la tierra, áspero, frío y blanco debido al hecho de haber estado iluminado por el claro de luna la mayor parte de la noche. Había un olor como de pepinillo de una botella y como de perejil de la cocina casera. Había un débil olor amarillento como a mostaza. Había un olor como de claveles del jardín vecino. Montag tocó el suelo con la mano y sintió que la maleza le acariciaba.

Se irguió jadeante, y cuanto más inspiraba el perfume de la tierra, más lleno se sentía de todos sus detalles. No estaba vacío. Allí había más de lo necesario para llenarle. Siempre habría más que suficiente.

Avanzó por entre el espesor de hojas caídas, vacilante. Y, en medio de aquel ambiente desconocido, algo familiar.

Su pie tropezó con algo que sonó sordamente.

Movió su mano por el suelo, un metro hacia aquí, un metro hacia allá.

La vía del tren.

La vía que salía de la ciudad y atravesaba la tierra, a través de bosques y selvas, desierta ahora, junto al río.

Allí estaba el camino que conducía adonde quiera se dirigiese. Aquí había lo único familiar, el mágico encanto que necesitaría tocar, sentir bajo sus pies, mientras se adentrara en las zarzas y los lagos de olor y de sensaciones, entre los susurros y la caída de las hojas.

Montag avanzó, siguiendo la vía.

Y se sorprendió de saber cuán seguro se sentía de repente de un hecho que le era imposible probar.

En una ocasión, mucho tiempo atrás, Clarisse había andado por allí, donde él andaba en aquel preciso momento.

Media hora más tarde, frío, moviéndose cuidadosamente por la vía, bien consciente de su propio cuerpo, de su rostro, de su boca, con los ojos llenos de negrura, los oídos llenos de sonidos, sus piernas cubiertas de briznas y de ortigas, vio un fuego ante él.

El fuego desapareció, volvió a percibirse, como un ojo que parpadeara. Montag se detuvo, deseoso de apagar el fuego con un solo suspiro. Pero el fuego estaba allí, y Montag se fue acercando cautelosamente. Necesitó casi quince minutos para estar muy próximo a él y, entonces, lo observó desde un refugio. Aquel pequeño movimiento, el calor blanco y rojo, un fuego extraño, porque para él significaba algo distinto.

No estaba quemando. ¡Estaba calentando!

Montag vio muchas manos alargadas hacia su calor, manos sin brazos, ocultos en la oscuridad. Sobre las manos, rostros inmóviles que parecían oscilar con el variable resplandor de las llamas. Montag no había supuesto que el fuego pudiese tener aquel aspecto. Jamás se le había ocurrido que podía dar lo mismo que quitaba. Incluso su olor era distinto.

No supo cuánto tiempo permaneció de aquel modo, pero había sentido una sensación absurda y, sin embargo, deliciosa, en saberse como un animal surgido del bosque, atraído por el fuego. Permaneció quieto mucho rato, escuchando el cálido chisporroteo de las llamas.

Había un silencio reunido en torno a aquella hoguera y el silencio estaba en los rostros de los hombres, y el tiempo estaba allí, el tiempo suficiente para sentarse junto a la vía enmohecida bajo los árboles, con el mundo y darle vuelta con los ojos, como si estuviera sujeto en el centro de la hoguera un pedazo de acero que aquellos hombres estaban dando forma. No solo era el fuego lo distinto. También lo era el silencio. Montag se movió hacia aquel silencio especial, relacionado con todo lo del mundo.

Y entonces empezaron a sonar voces, y estaban hablando, pero Montag no pudo oír nada de lo que decían, aunque el sonido se elevaba y bajaba lentamente, y las voces conocían la tierra, los árboles y la ciudad que se extendía junto al río, en el extremo de la vía. Las voces hablaban de todo, no había ningún tema prohibido. Montag lo comprendió por la cadencia y el tono de curiosidad y sorpresa que había en ellas.

Entonces, uno de los hombres levantó la mirada y le vio, por primera y quizá por séptima vez, y una voz gritó a Montag:

—¡Está bien, ya puedes salir!

Montag retrocedió entre las sombras.

—No tema —dijo la voz—. Sea usted bienvenido.

Montag se adelantó lentamente hacia el fuego, y hacia los cinco viejos allí sentados, vestidos con pantalones y chaquetas de color azul oscuro. No supo qué decirles.

—Siéntese —dijo el hombre que parecía ser el jefe del pequeño grupo—. ¿Quiere café?

Montag contempló la humeante infusión que era vertida en un vaso plegable de aluminio y que seguidamente pusieron en sus manos. Montag sorbió cautelosamente el brebaje y se dio cuenta de que los hombres le miraban con curiosidad. Se quemó los labios, pero aquello resultaba agradable. Los rostros que le rodeaban eran barbudos pero las barbas eran limpias, pulcras, lo mismo que las manos. Se habían levantado como para dar la bienvenida a un invitado, y, entonces, volvieron a sentarse. Montag sorbió el café.

—Gracias —dijo—. Muchísimas gracias.

—Sea usted bien venido, Montag. Yo me llamo Granger. —El hombre alargó una botellita de líquido incoloro—. Beba esto también. Cambiará la composición química de su transpiración. Dentro de media hora olerá como otra persona. Teniendo en cuenta que el Sabueso le está buscando, lo mejor es esto.

Montag bebió el amargo líquido.

—Apestará como una comadreja, pero no tiene importancia —dijo Granger.

—Conoce usted mi nombre —observó Montag.

Granger señaló un televisor portátil que había junto al fuego.

—Hemos visto la persecución. Nos hemos figurado que huiría hacia el Sur, a lo largo del río. Cuando le hemos oído meterse en la selva como un alce borracho, no nos hemos escondido como solemos hacer. Hemos supuesto que estaría en el río cuando los helicópteros con las cámaras se han vuelto hacia la ciudad. Allí ocurre algo gracioso. La cacería sigue en marcha, aunque en sentido opuesto.

—¿En sentido opuesto?

—Echemos una ojeada.

Granger puso el televisor en marcha. La imagen era como una pesadilla, condensada, pasando con facilidad de mano en mano, toda en colores revueltos y movedizos. Una voz gritó:

—¡La persecución continúa en el norte de la ciudad! ¡Los helicópteros de la Policía convergen en la Avenida Ochenta y Siete y en Elm Grove Park!

Granger asintió.

—Están inventándoselo. Usted les ha despistado en el río y ellos no pueden admitirlo. Saben que sólo pueden retener al auditorio un tiempo determinado. El espectáculo tendrá muy pronto un final brusco. Si empezasen a buscar por todo el maldito río, quizá necesitasen la noche entera. Así, pues, buscan alguna cabeza de turco para terminar con la exhibición. Fíjese. Pescarán a Montag durante los próximos cinco minutos.

—Pero cómo…

—Fíjese.

La cámara, sujeta a la panza de un helicóptero, descendió ahora hacia una calle vacía.

—¿Ve eso? —susurró Granger—. Ha de tratarse de usted. Al final de esa calle está nuestra víctima. ¿Ve cómo se acerca nuestra cámara? Prepara la escena. Intriga. Un plano largo. En este momento, un pobre diablo ha salido a pasear. Algo excepcional. Un tipo extraño. No se figure que la Policía no conoce las costumbres de los pajarracos como ése, de hombres que salen a pasear por las mañanas, sólo por el capricho de hacerlo, o porque sufren de insomnio. De cualquier modo, la policía le tiene fichado desde hace meses, años. Nunca se sabe cuándo puede resultar útil esa información. Y hoy, desde luego, ha de serles utilísima. Así pueden salvar las apariencias. ¡Oh, Dios, fíjese ahí!

Los hombres que estaban junto a la hoguera se inclinaron.

En la pantalla, un hombre dobló una esquina. De pronto, el Sabueso Mecánico entró en el campo visual. El helicóptero lanzó una docena de brillantes haces luminosos que construyeron como una jaula alrededor del hombre. Una voz gritó:

—¡Ahí está Montag! ¡La persecución ha terminado!

El inocente permaneció atónito; un cigarrillo ardía en una de sus manos. Se quedó mirando al Sabueso, sin saber qué era aquello. Probablemente, nunca llegó a saberlo. Levantó la mirada hacia el cielo y hacia el sonido de las sirenas. Las cámaras se precipitaron hacia el suelo. El Sabueso saltó en el aire con un ritmo y una precisión que resultaban increíblemente bellos. Su aguja asomó. Permaneció inmóvil un momento, como para dar al inmenso público tiempo para apreciarlo todo: la mirada de terror en el rostro de la víctima, la calle vacía, el animal de acero, semejante a un proyectil alcanzando el blanco.

—¡Montag, no te muevas! —gritó una voz desde el cielo.

La cámara cayó sobre la víctima, como había hecho el Sabueso. Ambos le alcanzaron simultáneamente. El hombre fue inmovilizado por el Sabueso y la cámara chilló. Chilló. ¡Chilló!

Oscuridad.

Silencio.

Negrura.

Montag gritó en el silencio y se volvió.

Silencio.

Y, luego, tras una pausa de los hombres sentados alrededor del fuego, con los rostros inexpresivos, en la pantalla oscura un anunciador dijo:

—La persecución ha terminado, Montag ha muerto, Ha sido vengado un crimen contra la sociedad. Ahora, nos trasladamos al Salón Estelar del «Hotel Lux», para un programa de media hora antes del amanecer, emisión que…

Granger apagó el televisor.

—No han enfocado el rostro del hombre. ¿Se ha fijado? Ni su mejor amigo podría decir si se trataba de usted. Lo han presentado lo bastante confuso para que la imaginación hiciera el resto. Diablos —murmuró—. Diablos…

Montag no habló, pero, luego, volviendo la cabeza, permaneció sentado con la mirada fija en la negra pantalla, tembloroso.

Granger tocó a Montag en un brazo.

—Bienvenido de entre los muertos. —Montag inclinó la cabeza. Granger prosiguió—: Será mejor que nos conozca a todos. Este es Fred Clement, titular de la cátedra Thomas Hardigan, en Cambridge, antes de que se convirtiera en una «Escuela de Ingeniería Atómica». Este otro es el doctor Simmons, de la Universidad de California en Los Ángeles, un especialista en Ortega y Gasset; éste es el profesor West, que se especializó en Ética, disciplina olvidada actualmente, en la Universidad de Columbia. El reverendo Padover, aquí presente, pronunció unas conferencias hace treinta años y perdió su rebaño entre un domingo y el siguiente, debido a sus opiniones. Lleva ya algún tiempo con nosotros. En cuanto a mí, escribí un libro titulado Los dedos en el guante; la relación adecuada entre el individuo y la sociedad y… aquí estoy. ¡Bienvenido, Montag!

—Yo no soy de su clase —dijo Montag, por último, con voz lenta—. Siempre he sido un estúpido.

—Estamos acostumbrados a eso. Todos cometimos algún error, si no, no estaríamos aquí. Cuando éramos individuos aislados, lo único que sentíamos era cólera. Yo golpeé a un bombero cuando, hace años, vino a quemar mi biblioteca. Desde entonces, ando huyendo. ¿Quiere unirse a nosotros, Montag?

—Sí.

—¿Qué puede ofrecernos?

—Nada. Creía tener parte del Eclesiastés, y tal vez un poco del de la Revelación, pero, ahora, ni siquiera me queda eso.

—El Eclesiastés sería magnífico. ¿Dónde lo tenía?

—Aquí.

Montag se tocó la cabeza.

—¡Ah! —exclamó Granger, sonriendo y asintiendo con la cabeza.

—¿Qué tiene de malo? ¿No está bien? —preguntó Montag.

—Mejor que bien; ¡perfecto! —Granger se volvió hacia el reverendo—. ¿Tenemos un Eclesiastés?

—Uno. Un hombre llamado Harris, de Youngtown.

—Montag —Granger apretó con fuerza un hombro de Montag—. Tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le ocurriera a Harris, usted sería el Eclesiastés. ¡Vea lo importante que se ha vuelto de repente!

—¡Pero si lo he olvidado!

—No, nada queda perdido para siempre. Tenemos sistemas de refrescar la memoria.

—¡Pero si ya he tratado de recordar!

—No lo intente. Vendrá cuando lo necesitemos. Todos nosotros tenemos memorias fotográficas, pero pasamos la vida entera aprendiendo a olvidar cosas que en realidad están dentro. Simmons, aquí presente, ha trabajado en ello durante veinte años, y ahora hemos perfeccionado el método de modo que podemos recordar cualquier cosa que hayamos leído una vez. ¿Le gustaría algún día, Montag, leer La República de Platón?

—¡Claro!

—Yo soy La República de Platón. ¿Desea leer Marco Aurelio? Mr. Simmons es Marco.

—¿Cómo está usted? —dijo Mr. Simmons.

—Hola —contestó Montag.

—Quiero presentarle a Jonathan Swift, el autor de ese malicioso libro político, Los viajes de Gulliver. Este otro sujeto es Charles Darwin, y aquél es Schopenhauer, y aquél, Einstein, y el que está junto a mí es Mr. Albert Schweitzer, un filósofo muy agradable, desde luego. Aquí estamos todos, Montag: Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan.

—No es posible —dijo Montag.

—Sí lo es —replicó Granger, sonriendo—. También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores. ¿En qué piensa, Montag?

—Pienso que estaba ciego tratando de hacer las cosas mi manera, dejando libros en las casas de los bomberos y enviando denuncias.

—Ha hecho lo que debía. Llevado a escala nacional hubiese podido dar espléndidos resultados. Pero nuestro sistema es más sencillo y creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los conocimientos que, creemos, habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos proponemos hostigar ni molestar a nadie. Aún no, porque si se destruyen, los conocimientos habrán muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada. Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugía plástica en el rostro y en los dedos. En este momento, nos espera una misión horrible. Esperamos a que empiece la guerra y, con idéntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero es que nadie nos controla. Constituimos una extravagante minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de alguna utilidad al mundo.

—¿De veras cree que entonces escucharán?

—Si no lo hacen, no tendremos más que esperar. Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen, a su vez. De este modo, se perderá mucho, desde luego, pero no se puede obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar.

—¿Cuántos son ustedes?

—Miles, que van por los caminos, las vías férreas abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio, no se trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería recordar, y así lo hizo. Luego, durante un período de unos veinte años, fuimos entrando en contacto, viajando, estableciendo esta organización y forzando un plan. Lo más importante que debíamos meternos en la cabeza es que no somos importantes, que no debemos de ser pedantes. No debemos sentirnos superiores a nadie en el mundo. Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco. Algunos de nosotros viven en pequeñas ciudades. El Capítulo 1 del Walden, de Thoreau, habita en Green River, el Capítulo II, en Millow Farm, Maine. Pero si hay un poblado en Maryland, con sólo veintisiete habitantes, ninguna bomba caerá nunca sobre esa localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre llamado Bertrand Russell. Coge ese poblado y casi divida las páginas, tantas por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.

—¿Qué hacemos esta noche? —preguntó Montag.

—Esperar —repuso Granger—. Y desplazarnos un poco río abajo, por si acaso.

Empezó a arrojar polvo y tierra a la hoguera.

Los otros hombres le ayudaron, lo mismo que Montag, y allí, en mitad del bosque, todos los hombres movieron sus manos, apagando el fuego conjuntamente.

Se detuvieron junto al río, a la luz de las estrellas.

Montag consultó la esfera luminosa de su reloj sumergible. Las cinco. Las cinco de la madrugada. Otro año quemado en una sola hora, un amanecer esperando más allá de la orilla opuesta del río.

—¿Por qué confían en mí? —preguntó Montag.

Un hombre se movió en la oscuridad.

—Su aspecto es suficiente. No se ha visto usted últimamente en un espejo. Además, la ciudad nunca se ha preocupado lo bastante de nosotros como para organizar una persecución meticulosa como ésta, con el fin de encontrarnos. Unos pocos chiflados con versos en la sesera no pueden afectarla, y ellos lo saben, y nosotros también. Todos lo saben. En tanto que la mayoría de la población no ande por ahí recitando la Carta Magna y la Constitución, no hay peligro. Los bomberos eran suficientes para mantener esto a raya, con sus actuaciones esporádicas. No, las ciudades no nos preocupan. Y usted tiene un aspecto endiablado.

Se desplazaron por la orilla del río, hacia el Sur. Montag trató de ver los rostros de los hombres, los viejos rostros que recordaba a la luz de la hoguera, mustios, y cansados. Estaban buscando una vivacidad, una resolución. Un triunfo sobre el mañana que no parecía estar allí. Tal vez había esperado que aquellos rostros ardieran y brillasen con los conocimientos, que resplandeciesen como linternas, con la luz encendida. Pero toda la luz había procedido de la hoguera, y aquellos hombres no parecían distintos de cualesquiera otros que hubiesen recorrido un largo camino, una búsqueda prolongada, que hubiesen visto cómo eran destruidas las cosas buenas, y ahora, muy tarde, se reuniesen para esperar el final de la partida, y la extinción de las lámparas. No estaban seguros de que lo que llevaban en sus mentes pudiese hacer que todos los futuros amaneceres brillasen con una luz más pura, no estaban seguros de nada, excepto de que los libros estaban bien archivados tras sus tranquilos ojos, de que los libros esperaban, con las páginas sin cortar, a los lectores que quizá se presentaran años después, unos, con dedos limpios, y otros, con dedos sucios.

Mientras andaban, Montag fue escrutando un rostro tras de otro.

—No juzgue un libro por su sobrecubierta —dijo alguien.

Y todos rieron silenciosamente, mientras se movían río abajo.

Se oyó un chillido estridente, y los reactores de la ciudad pasaron sobre sus cabezas mucho antes de que los hombres levantaran la mirada, Montag se volvió para observar la ciudad, muy lejos, junto al río, convertida sólo en un débil resplandor.

—Mi esposa está allí.

—Lo siento. A las ciudades no les van a ir bien las cosas en los próximos días —dijo Granger.

—Es extraño, no la echo en falta, apenas tengo sensación —dijo Montag—. Incluso aunque ella muriera me he dado cuenta hace un momento, no creo que me sintiera triste. Eso no está bien. Algo debe de ocurrirme.

—Escuche —dijo Granger, cogiéndole por un brazo y andando a su lado, mientras apartaba los arbustos para dejarle pasar—. Cuando era niño, mi abuelo murió. Era escultor. También era un hombre muy bueno, tenía mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en nuestra ciudad; y construía juguetes para nosotros, y se dedicó a mil actividades durante su vida; siempre tenía las manos ocupadas. Y cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía. Lloraba porque nunca más volvería hacerlas, nunca más volvería a labrar otro pedazo de madera y no nos ayudaría a criar pichones en el patio ni tocaría el violín como él sabía hacerlo, ni nos contaría chistes. Formaba parte de nosotros, y cuando murió todas las actividades se interrumpieron, y nadie era capaz de hacerlas como él. Era individualista. Era un hombre importante. Nunca me he sobrepuesto a su muerte. A menudo, pienso en las tallas maravillosas que nunca han cobrado forma a causa de su muerte. Cuántos chistes faltan al mundo, y cuántos pichones no sido tocados por sus manos. Configuró el mundo, hizo cosas en su beneficio. La noche en que falleció, el mundo sufrió una pérdida de diez millones de buenas acciones.

Montag anduvo en silencio.

—Millie, Millie —murmuró—. Millie.

—¿Qué?

—Mi esposa, mi esposa. ¡Pobre Millie, pobre Millie! No puedo recordar nada. Pienso en sus manos, pero no las veo realizar ninguna acción. Permanecen colgando fláccidamente a sus lados, o están en su regazo, o hay un cigarrillo en ellas. Pero eso es todo.

Montag se volvió a mirar hacia atrás.

«¿Qué diste a la ciudad, Montag?»

«Ceniza.»

«¿Qué se dieron los otros mutuamente?»

«Nada.»

Granger permaneció con Montag, mirando hacia atrás.

—Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. «No importa lo que hagas —decía—, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre.»

Granger movió una mano.

—Mi abuelo me enseñó una vez, hace cincuenta años, unas películas tomadas desde cohetes. ¿Ha visto alguna vez el hongo de una bomba atómica desde trescientos kilómetros de altura? Es una cabeza de alfiler, no es nada. Y a su alrededor, la soledad.

»Mi abuelo pasó una docena de veces la película tomada desde el cohete, y, después manifestó su esperanza de que algún día nuestras ciudades se abrirían para dejar entrar más verdor, más campiña, más Naturaleza, que recordara a la gente que sólo disponemos de un espacio muy pequeño en la Tierra y que sobreviviremos en ese vacío que puede recuperar lo que ha dado, con tanta facilidad como echarnos el aliento a la cara o enviamos el mar para que nos diga que no somos tan importantes.

»Cuando en la oscuridad olvidamos lo cerca que estamos del vacío —decía mi abuelo— algún día se presentará y se apoderará de nosotros, porque habremos olvidado lo terrible y real que puede ser.» ¿Se da cuenta? —Granger se volvió hacia Montag—. El abuelo lleva muchos años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus dedos. Él me tocó. Como he dicho antes, era escultor. «Detesto a un romano llamado Statu Quo», me dijo. «Llena tus ojos de ilusión —decía—. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así. Y, si existiera, estaría emparentado con el gran perezoso que cuelga boca abajo de un árbol, y todos y cada uno de los días, empleando la vida en dormir. Al diablo con esto —dijo—, sacude el árbol y haz que el gran perezoso caiga sobre su trasero.»

—¡Mire! —exclamó Montag.

Y la guerra empezó y terminó en aquel instante.

Posteriormente, los hombres que estaban con Montag no fueron capaces de decir si en realidad había visto algo. Quizás un leve resplandor y movimiento en el cielo. Tal vez las bombas estuviesen allí, y los reactores veinte kilómetros, diez kilómetros, dos kilómetros cielo arriba durante un breve instante, como grano arrojado desde lo alto por la enorme mano del sembrador, y las bombas cayeron con espantosa rapidez y, sin embargo, con una repentina lentitud, sobre la ciudad que habían dejado atrás. El bombardeo había terminado para todos los fines y propósitos, así que los reactores hubieron localizado su objetivo, puesto sobre aviso a sus apuntadores a ocho mil kilómetros por hora; tan fugaz como el susurro de una guadaña, la guerra había terminado. Una vez soltadas las bombas, ya no hubo nada más. Luego, tres segundos completos, un plazo inmenso en la Historia, antes de que las bombas estallaran, las naves enemigas habían recorrido la mitad del firmamento visible, como balas en las que un salvaje quizá no creyese, porque eran invisibles; sin embargo, el corazón es destrozado de repente, el cuerpo cae despedazado y la sangre se sorprende al verse libre en el aire; el cerebro desparrama sus preciosos recuerdos y muere.

Resultaba increíble. Sólo un gesto. Montag vio el aleteo de un gran puño de metal sobre la ciudad, y conocía el aullido de los reactores que le seguirían diciendo, tras de la hazaña: Desintégrate, no dejes piedra sobre piedra, perece. Muere.

Montag inmovilizó las bombas en el cielo por un breve momento, su mente y sus manos se levantaron desvalidamente hacia ellas.

—¡Corred! —gritó a Faber, a Clarisse—. ¡Corred! —a Mildred—. ¡Fuera, marchaos de ahí!

Pero Clarisse, recordó Montag, había muerto. Y Faber se había marchado; en algún valle profundo de la región, el autobús de las cinco de la madrugada estaba en camino de una desolación a otra. Aunque la desolación aún no había llegado, todavía estaba en el aire, era tan cierta como el hombre parecía hacerla. Antes de que el autobús hubiera recorrido otros cincuenta metros por la autopista, su destino carecería de significado, su punto de salida habría pasado a ser de metrópoli a montón de ruinas.

Y Mildred…

¡Fuera, corre!

Montag la vio en la habitación de su hotel, durante el medio segundo que quedaba, con las bombas a un metro, un palmo, un centímetro del edificio. La vio inclinada hacia el resplandor de las paredes televisivas desde las que la «familia» hablaba incesantemente con ella, desde donde la familia charlaba y discutía, y pronunciaba su nombre, y le sonreía, y no aludía para nada a la bomba que estaba a un centímetro, después, a medio centímetro, luego, a un cuarto de centímetro del tejado del hotel. Absorta en la pared, como si en el afán de mirar pudiese encontrar el secreto de su intranquilidad e insomnio. Mildred, inclinada ansiosa, nerviosamente, como para zambullirse, caer en la oscilante inmensidad de color, para ahogarse en su brillante felicidad. La primera bomba estalló.

—¡Mildred!

Quizá, ¿quién lo sabría nunca? Tal vez las estaciones emisoras, con sus chorros de color, de luz y de palabras, fueron las primeras en desaparecer.

Montag, cayendo de bruces, hundiéndose, vio o sintió, o imaginó que veía o sentía, cómo las paredes se oscurecían frente al rostro de Millie, oyó los chillidos de ella, porque, en la millonésima de segundo que quedaba, ella vio su propio rostro reflejado allí, en un espejo en vez de en una bola de cristal, y era un rostro tan salvajemente vacío, entregado a sí mismo en el salón, sin tocar nada, hambriento y saciándose consigo mismo que, por fin, lo reconoció como el suyo propio y levantó rápidamente la mirada hacia el techo cuando éste y la estructura del hotel se derrumbó sobre ella, arrastrándole con un millón de kilos de ladrillos, de metal, de yeso, de madera, para reunirse con otras personas en las colmenas de más abajo, todos en rápido descenso hacía el sótano, donde finalmente la explosión le libraría de todo a su manera irrazonable.

Recuerdo. Montag se aferró al suelo. Recuerdo. Chicago. Chicago, hace mucho tiempo, Millie y yo. ¡Allí fue donde nos conocimos! Ahora lo recuerdo. Chicago. Hace mucho tiempo.

La explosión sacudió el aire sobre el río, derribó a los hombres como fichas de dominó, levantó el agua de su cauce, aventó el polvo e hizo que los árboles se inclinaran hacia el Sur. Montag, agazapado, haciéndose todo lo pequeño posible, con los ojos muy apretados. Los entreabrió por un momento y, en aquel instante, vio la ciudad, en vez de las bombas, en el aire. Habían permutado sus posiciones. Durante otro de esos instantes imposibles, la ciudad se irguió, reconstruida e irreconocible, más alta de lo que nunca había esperado ser, más alta de lo que el hombre la había edificado, erguida sobre pedestales de hormigón triturado y briznas de metal desgarrado, de un millón de colores, con un millón de fenómenos, una puerta donde tendría que haber habido una ventana, un tejado en el sitio de un cimiento, y, después, la ciudad giró sobre sí misma y cayó muerta.

El sonido de su muerte llegó más tarde.

Tumbado, con los ojos cubiertos de polvo, con una fina capa de polvillo de cemento en su boca, ahora cerrada, jadeando y llorando, Montag volvió a pensar: recuerdo, recuerdo, recuerdo algo más. ¿Qué es? Sí, sí, parte del Eclesiastés y de la Revelación. Parte de ese libro, parte de él, aprisa, ahora, aprisa, antes de que se me escape, antes de que cese el viento. El libro del Eclesiastés. Ahí va. Lo recitó para sí mismo, en silencio, tumbado sobre la tierra temblorosa, repitió muchas veces las palabras, y le salieron perfectas sin esfuerzo, y por ninguna parte había «Dentífrico Denham», era tan sólo el Predicador entregado a sí mismo, erguido allí en su mente, mirándole…

—Allí —dijo una voz.

Los hombres yacían boqueando como peces fuera fue del agua. Se aferraban a la tierra como los niños se aferran a los objetos familiares, por muy fríos y muertos que estén, sin importarles lo que ha ocurrido o lo que puede ocurrir; sus dedos estaban hundidos en el polvo y todos gritaban para evitar la rotura de sus tímpanos, para evitar el estallido de su razón, con las bocas abiertas, y Montag gritaba con ellos, una protesta contra el viento que les arrugaba los rostros, les desgarraba los labios y les hacía sangrar las narices.

Montag observó cómo la inmensa nube de polvo iba posándose, y cómo el inmenso silencio caía sobre el mundo. Y allí, tumbado, le pareció que veía cada grano de polvo y cada brizna de hierba, y que oía todos los gritos y voces y susurros que se elevaban en el mundo. El silencio cayó junto con el polvo, y sobre todo el tiempo que necesitarían para mirar a su alrededor, para conseguir que la realidad de aquel día penetrara en sus sentidos.

Montag miró hacia el río. «Iremos por el río. —Miró la vieja vía ferroviaria—. O iremos por ella. O caminaremos por las autopistas y tendremos tiempo de asimilarlo todo. Y algún día, cuando lleve mucho tiempo sedimentado en nosotros, saldrá de nuestras manos y nuestras bocas. Y gran parte de ella estará equivocado, pero otra será correcta. Hoy empezaremos a andar y a ver mundo, y a observar cómo la gente anda por ahí y habla, el verdadero aspecto que tiene. Quiero verlo todo. Y aunque nada de ello sea yo cuando entren, al cabo de un tiempo, todo se reunirá en mi interior, y será yo. Fíjate en el mundo, Dios mío, Dios mío. Fíjate en el mundo, fuera de mí, más allá de mi rostro, y el único medio de tocarlo verdaderamente es ponerlo allí donde por fin sea yo, donde esté la sangre, donde recorra mi cuerpo cien mil veces al día. Me apoderaré de ella de manera que nunca podrá escapar. Algún día, me aferraré con fuerza al mundo. Ahora tengo un dedo apoyado en él. Es un principio.»

El viento cesó.

Los otros hombres permanecieron tendidos, no preparados aún para levantarse y empezar las obligaciones del día, las hogueras y la preparación de alimentos, los miles de detalles para poner un pie delante de otro pie y una mano sobre otra mano. Permanecieron parpadeando con sus polvorientas pestañas. Se les podía oír respirando aprisa; luego, más lentamente…

Montag se sentó. Sin embargo, no se siguió moviendo. Los otros hombres le imitaron. El sol tocaba el negro horizonte con una débil pincelada rojiza. El aire era fresco y olía a lluvia inminente.

En silencio, Granger se levantó, se palpó los brazos, las piernas, blasfemando, blasfemando incesantemente entre dientes, mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Se arrastró hacia el río para mirar aguas arriba.

—Está arrasada —dijo mucho rato después—. La ciudad parece un montón de polvo. Ha desaparecido. —Y al cabo de una larguísima pausa se preguntó:

«¿Cuántos sabrían lo que iba a ocurrir? ¿Cuántos se llevarían una sorpresa?»

«Y en todo el mundo —pensó Montag—, ¿cuántas ciudades más muertas? Y aquí, en nuestro país, ¿cuántas? ¿Cien, mil?»

Alguien encendió una cerilla y la acercó a un pedazo de papel que había sacado de un bolsillo. Colocaron el papel debajo de un montoncito de hierbas y hojas, y, al cabo de un momento, añadieron ramitas húmedas que chisporrotearon, pero prendieron por fin, y la hoguera fue aumentando bajo el aire matutino, mientras el sol se elevaba y los hombres dejaban lentamente de mirar al río y eran atraídos por el fuego, torpemente, sin nada que decir, y el sol iluminó sus nucas cuando se inclinaron.

Granger desdobló una lona en cuyo interior había algo de tocino.

—Comeremos un bocado. Después, daremos media vuelta y nos dirigiremos corriente arriba. Tal vez nos necesiten por allí.

Alguien sacó una pequeña sartén, y el tocino fue a parar a su interior, y empezó a tostarse sobre la hoguera. Al cabo de un momento, el aroma del tocino impregnaba el aire matutino. Los hombres observaban el ritual en silencio.

Granger miró la hoguera.

—Fénix.

—¿Qué?

—Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y de arrojarnos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.

Granger sacó la sartén del fuego, dejó que el tocino se enfriara, y se lo comieron lenta, pensativamente.

—Ahora, vámonos río arriba —dijo George—. Y tengamos presente una cosa: no somos importantes. No somos nada. Algún día, la carga que llevamos con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando teníamos los libros en la mano, mucho tiempo atrás, no utilizamos lo que sacábamos de ellos. Proseguimos impertérritos insultando a los muertos. Proseguimos escupiendo sobre las tumbas de todos los pobres que habían muerto antes que nosotros. Durante la próxima semana, el próximo mes y el próximo año vamos a conocer a mucha gente solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «Estamos recordando.» Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún día, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecánica de la Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos, ahora. Ante todo, deberemos construir una fábrica de espejos, y durante el próximo año, sólo fabricaremos espejos y nos miraremos prolongadamente en ellos.

Terminaron de comer y apagaron el fuego. El día empezaba a brillar a su alrededor, como si a una lámpara rosada se le diera más mecha.

En los árboles, los pájaros que habían huido regresaban y proseguían su vida.

Montag empezó a andar, y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que los demás le seguían, en dirección norte. Quedó sorprendido y se hizo a un lado, para dejar que Granger pasara; pero Granger le miró y, con un ademán, le pidió que prosiguiera. Montag continuó andando. Miró el río, el cielo y las vías oxidadas que se adentraban hacia donde estaban las granjas, donde los graneros estaban llenos de heno, donde una serie de personas habían llegado por la noche, fugitivas de la ciudad. Más tarde, al cabo de uno o de seis meses, y no menos de un año, Montag volvería a andar por allí solo, y seguiría andando hasta que alcanzara a la gente.

Pero, ahora, le esperaba una larga caminata hasta el mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en todo, y mucho que recordar. Quizá más avanzada la mañana, cuando el sol estuviese alto y les hubiese calentado, empezarían a hablar, o sólo a decir las cosas que recordaban, para estar seguros de que seguían allí, para estar completamente ciertos de que aquellas cosas estaban seguras en su interior, Montag sintió el leve cosquilleo de las palabras, su lenta ebullición. Y cuando le llegara el turno, ¿qué podría decir, qué podría ofrecer en un día como aquél, para hacer el viaje algo más sencillo? Hay un tiempo para todo. Sí. Una época para derrumbarse, una época para construir. Sí. Una hora para guardar silencio y otra para hablar. Sí, todo. Pero, algo más. ¿Qué más? Algo, algo…

Y, a cada lado del río, había un árbol de la vida… con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones.

«Sí —pensó Montag—, eso es lo que guardaré para mediodía. Para mediodía…»

«Cuando alcancemos la ciudad.»