Segunda Parte: La criba y la arena

Ambos leyeron durante toda la larga tarde, mientras la fría lluvia de noviembre caía sobre la silenciosa casa. Permanecieron sentados en el vestíbulo, porque la sala de estar aparecía vacía y poco acogedora en sus paredes iluminadas de confeti naranja y amarillo, y cohetes, y mujeres en trajes de lamé dorado, y hombres de frac sacando conejos de sombreros plateados. La sala de estar resultaba muerta, y Mildred le lanzaba continuas e inexpresivas miradas, en tanto que Montag andaba de un lado al otro del vestíbulo para agacharse y leer una página en voz alta.

No podemos determinar el momento concreto en que nace la amistad. Como al llenar un recipiente gota a gota, hay una gota final que lo hace desbordarse, del mismo modo, en una serie de gentilezas hay una final que acelera los latidos del corazón…

Montag se quedó escuchando el ruido de la lluvia.

—¿Era eso lo que había en esa muchacha de al lado? ¡He tratado de comprenderlo!

—Ella ha muerto. Por amor de Dios, hablemos de alguien que esté vivo.

Montag no miró a su esposa al atravesar el vestíbulo y dirigirse a la cocina, donde permaneció mucho rato, observando cómo la lluvia golpeaba los cristales. Después, regresó a la luz grisácea del vestíbulo y esperó a que se calmara el temblor que sentía en todo su cuerpo.

Abrió otro libro.

—El tema favorito, yo.

Miró de reojo a la pared.

—El tema favorito, yo.

Eso sí que no lo entiendo —dijo Mildred.

—Pero el tema favorito de Clarisse no era ella. Era cualquier otro, y yo. Fue la primera persona que he llegado a apreciar en muchos años. Fue la primera persona que recuerde que me mirase cara a cara, como si fuese importante. —Montag cogió los dos libros—. Esos hombres llevan muertos mucho tiempo, pero yo sé que sus palabras señalan, de una u otra manera, a Clarisse.

Por el exterior de la puerta de la calle, en la lluvia, se oyó un leve arañar.

Montag se inmovilizó. Vio que Mildred se echaba hacia atrás, contra la pared, y lanzaba una exclamación ahogada.

—Está cerrada.

—Hay alguien… La puerta… ¿Por qué la voz no nos dice…?

Por debajo de la puerta, un olfateo lento, una exhalación de corriente eléctrica.

Mildred se echó a reír.

—¡No es más que un perro! ¿Quieres que lo ahuyente?

—¡Quédate donde estás!

Silencio. La fría lluvia caía. Y el olor a electricidad azul soplando por debajo de la puerta cerrada.

—Sigamos trabajando —dijo Montag.

Mildred pegó una patada a un libro.

—Los libros no son gente. Tú lees y yo estoy sin hacer nada, pero no hay nadie.

Montag contempló la sala de estar, totalmente apagada y gris como las aguas de un océano que podían estar llenas de vida si se conectaba el sol electrónico.

—En cambio —dijo Mildred—, mi «familia» si es mi gente. Me cuentan cosas. ¡Me río y ellos se ríen! ¡Y los colores!

—Sí, lo sé.

—Y, además, si el capitán Beatty se enterase de lo de esos libros… —Mildred recapacitó. Su rostro mostró sorpresa y, después, horror—. ¡Podría venir y quemar la casa y la «familia»! ¡Esto es horrible! Piensa en nuestra inversión. ¿Por qué he de leer yo? ¿Para qué?

—¡Para qué! ¡Por qué! —exclamó Montag—. La otra noche vi la serpiente más terrible del mundo. Estaba muerta y, al mismo tiempo, viva. Fue en el Hospital de Urgencia donde llenaron un informe sobre todo lo que la serpiente sacó de ti. ¿Quieres ir y comprobar su archivo? Quizás encontrases algo bajo Guy Montag o tal vez bajo Miedo o Guerra. ¿Te gustaría ir a esa casa que quemamos anoche? ¡Y remover las cenizas buscando los huesos de la mujer que prendió fuego a su propia casa! ¿Qué me dices de Clarisse McClellan? ¿Dónde hemos de buscarla? ¡En el depósito! ¡Escucha!

Los bombarderos atravesaron el cielo, sobre la casa, silbando, murmurando, como un ventilador inmenso e invisible que girara en el vacío.

—¡Válgame Dios! —dijo Montag—. Siempre tantos chismes de ésos en el cielo. ¿Cómo diantres están esos bombarderos ahí arriba cada segundo de nuestras vidas? ¿Por qué nadie quiere hablar acerca de ello? Desde 1960, iniciamos y ganamos dos guerras atómicas. ¿Nos divertimos tanto en casa que nos hemos olvidado del mundo? ¿Acaso somos tan ricos y el resto del mundo tan pobre que no nos preocupamos de ellos? He oído rumores. El mundo padece hambre, pero nosotros estamos bien alimentados. ¿Es cierto que el mundo trabaja duramente mientras nosotros jugamos? ¿Es por eso que se nos odia tanto? También he oído rumores sobre el odio, hace muchísimo tiempo. ¿Sabes por qué? ¡Yo no, desde luego! Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los mismos funestos errores. No esos estúpidos en tu sala de estar hablando de, Dios, Millie, ¿no te das cuenta? Una hora al día, horas con estos libros, y tal vez…

Sonó el teléfono. Mildred descolgó el aparato.

—¡Ann! —Se echó a reír.— ¡Sí, el Payaso Blanco actúa esta noche!

Montag se encaminó a la cocina y dejó el libro abajo…

«Montag —se dijo—, eres verdaderamente estúpido ¿Adónde vamos desde aquí? ¿Devolveremos los libros, los olvidamos?»

Abrió el libro, no obstante la risa de Mildred.

«¡Pobre Millie! —pensó—. ¡Pobre Montag! También para ti carece de sentido. Pero, ¿dónde puedes conseguir ayuda, dónde encontrar a un maestro a estas alturas?»

Aguardó. Montag cerró los ojos. Sí, desde luego. Volvió a encontrarse pensando en el verde parque un año atrás. Últimamente, aquel pensamiento había acudido muchas veces a su mente, pero, en aquel momento, recordó con claridad aquel día en el parque de la ciudad, cuando vio a aquel viejo vestido de negro que ocultaba algo, con rapidez, bajo su chaqueta. El viejo se levantó de un salto, como si se dispusiese a echar a correr. Y Montag dijo:

—¡Espere!

—¡No he hecho nada! —gritó el viejo, tembloroso.

—Nadie ha dicho lo contrario.

Sin decir una palabra, permanecieron sentados un momento bajo la suave luz verdosa; y, luego, habló del tiempo, respondiendo el viejo con voz descolorida. Fue un extraño encuentro. El viejo admitió ser un profesor de Literatura retirado que, cuarenta años atrás, se quedó sin trabajo cuando la última universidad de Artes Liberales cerró por falta de estudiantes. Se llamaba Faber, y, cuando por fin dejó de temer a Montag, habló con voz llena de cadencia, contemplando el cielo, los árboles y el exuberante parque; y al cabo de una hora dijo algo a Montag, y éste se dio cuenta de que era un poema sin rima. Después, el viejo aún se mostró más audaz y dijo algo, y también se trataba de un poema. Faber apoyó una mano sobre el bolsillo izquierdo de su chaqueta y pronunció las palabras con suavidad, y Montag comprendió que, si alargaba la mano, sacaría del bolsillo del viejo un libro de poesías. Pero no lo hizo. Sus manos permanecieron sobre sus rodillas, entumecidas e inútiles.

—No hablo de cosas, señor —dijo Faber—. Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo.

En realidad, eso fue todo. Una hora de monólogo, un poema, un comentario; y, luego, sin ni siquiera aludir el hecho de que Montag era bombero, Faber, con cierto temblor, escribió su dirección en un pedacito de papel.

—Para su archivo —dijo—, en el caso de que decida enojarse conmigo.

—No estoy enojado —dijo Montag sorprendido.

Mildred rió estridentemente en el vestíbulo.

Montag fue al armario de su dormitorio y buscó en su pequeño archivo, en la carpeta titulada: FUTURAS INVESTIGACIONES (?). El nombre de Faber estaba allí. Montag no lo había entregado, ni borrado.

Marcó el número de un teléfono secundario. En el otro extremo de la línea, el altavoz repitió el nombre de Faber una docena de veces antes de que el profesor contestara con voz débil. Montag se identificó y fue correspondido con un prolongado silencio.

—Dígame, Mr. Montag.

—Profesor Faber, quiero hacerle una pregunta bastante extraña. ¿Cuántos ejemplares de la Biblia quedan en este país?

—¡No sé de qué me está hablando!

—Quiero saber si queda algún ejemplar.

—¡Esto es una trampa! ¡No puedo hablar con el primero que me llama por teléfono!

—¿Cuántos ejemplares de Shakespeare y de Platón?

—¡Ninguno! Lo sabe tan bien como yo. ¡Ninguno!

Faber colgó.

Montag dejó el aparato. Ninguno. Ya lo sabía, desde luego, por las listas del cuartel de bomberos. Pero, sin embargo, quiso oírlo de labios del propio Faber. En el vestíbulo, el rostro de Mildred estaba lleno de excitación.

—¡Bueno, las señoras van a venir!

Montag le enseñó un libro.

—Éste es el Antiguo y el Nuevo Testamento, y…

—¡No empieces otra vez con eso!

—Podría ser el último ejemplar en esta parte del mundo.

—¡Tienes que devolverlo esta misma noche! El capitán Beatty sabe que lo tienes, ¿no es así?

—No creo que sepa qué libro robé. Pero, ¿cómo escojo un sustituto? ¿Deberé entregar a Mr. Jefferson? ¿A Mr. Thoreau? ¿Cuál es menos valioso? Si escojo un sustituto y Beatty sabe qué libro robé supondrá que tengo toda una biblioteca aquí.

Mildred contrajo los labios.

—¿Ves lo que estás haciendo? ¡Nos arruinarás! ¿Quién es más importante, yo o esa Biblia?

Empezaba a chillar, sentada como una muñeca de cera que se derritiese en su propio calor.

Le parecía oír la voz de Beatty.

—Siéntate, Montag. Observa. Delicadamente, como pétalos de una flor. Cada una se convierte en una mariposa negra. Hermoso, ¿verdad? Enciende la tercera página con la segunda y así sucesivamente, quemando en cadena, capítulo por capítulo, todas las cosas absurdas que significan las palabras, todas las falsas promesas, todas las ideas de segunda mano y las filosofías estropeadas por el tiempo.

Beatty estaba sentado allí levemente sudoroso, mientras el suelo aparecía cubierto de enjambres de polillas nuevas que habían muerto en una misma tormenta.

Mildred dejó de chillar tan bruscamente como había empezado. Montag no la escuchaba.

—Sólo hay una cosa que hacer —dijo—. Antes de que llegue la noche y deba entregar el libro a Beatty, tengo que conseguir un duplicado.

—¿Estarás aquí esta noche para ver al Payaso Blanco y a las señoras que vendrán? —preguntó Mildred.

Montag se detuvo junto a la puerta, de espaldas.

—Millie…

Un silencio.

—¿Qué?

—Millie, ¿te quiere el Payaso Blanco?

No hubo respuesta.

—Millie, te… —Montag se humedeció los labios— ¿Te quiere tu «familia»? ¿Te quiere muchísimo, con toda el alma y el corazón, Millie?

Montag sintió que ella parpadeaba lentamente.

—¿Por qué me haces una pregunta tan tonta?

Montag sintió deseos de llorar, pero nada ocurrió en sus ojos o en su boca.

—Si ves a ese perro ahí fuera —dijo Mildred—, pégale un puntapié de parte mía.

Montag vaciló, escuchó junto a la puerta. La abrió y salió.

La lluvia había cesado y el sol aparecía en el claro cielo. La calle, el césped y el porche estaban vacíos. Montag exhaló un gran suspiro. Cerró, dando un portazo.

Estaba en el «Metro».

«Me siento entumecido —pensó—. ¿Cuándo ha empezado ese entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? La noche en que, en la oscuridad, di un puntapié a la botella de píldoras, y fue como si hubiera pisado una mina enterrada.

»El entumecimiento desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí. Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la sonrisa —pensó—, la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella estoy perdido.»

El convoy pasó veloz frente a él, crema, negro, crema, negro, números y oscuridad, más oscuridad y el total sumándose a sí mismo.

En una ocasión, cuando niño, se había sentado en una duna amarillenta junto al mar, bajo el cielo azul y el calor de un día de verano, tratando de llenar de arena una criba, porque un primo cruel había dicho: «Llena esta criba, y ganarás un real.» Y cuanto más aprisa echaba arena, más velozmente se escapaba ésta produciendo un cálido susurro. Le dolían las manos, la arena ardía, la criba estaba vacía. Sentado allí, en pleno mes de julio, sin un sonido, sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Ahora, en tanto que el «Metro» neumático le llevaba velozmente por el subsuelo muerto de la ciudad, Montag recordó la lógica terrible de aquella criba, bajó la mirada y vio que llevaba la Biblia abierta. Había gente en el «Metro», pero él continuó con el libro en la mano, y se le ocurrió una idea absurda: «Si lees aprisa y lo lees todo, quizá una parte de la arena permanezca en la criba.» Pero Montag leía y las palabras le atravesaban y pensó: «Dentro de unas pocas horas estará Beatty y estaré yo entregándole esto, de modo que no debe escapárseme ninguna frase. Cada línea ha de ser recordada. Me obligaré a hacerlo.» Apretó el libro entre sus puños.

Tocaron las trompetas.

«Dentífrico Denham.»

«Cállate —pensó Montag—. Considera los lirios en el campo.»

«Dentífrico Denham.»

«No mancha…»

«Dentífrico…»

«Considera los lirios en el campo, cállate, cállate.»

«¡Denham!»

Montag abrió violentamente el libro, pasó las páginas y las palpó como si fuese ciego, fijándose en la forma de las letras individuales, sin parpadear.

«Denham. Deletreando: D-e-n…»

«No mancha, ni tampoco…»

Un fiero susurro de arena caliente a través de la criba vacía.

¡«Denham» lo consigue!

«Considera los lirios, los lirios, los lirios…»

«Detergente Dental Denham.»

—¡Calla, calla, calla!

Era una súplica, un grito tan terrible que Montag se encontró de pie, mientras los sorprendidos pasajeros del vagón le miraban, apartándose de aquel hombre que tenía expresión de demente, la boca contraída y reseca, el libro abierto en su puño. La gente que, un momento antes, había estado sentada, llevando con los pies el ritmo de «Dentífrico Denham», «Duradero Detergente Dental Denham», «Dentífrico Denham», Dentífrico, Dentífrico, uno, dos, uno, dos, uno dos tres, uno dos, uno dos tres. La gente cuyas bocas habían articulado apenas las palabras Dentífrico, Dentífrico, Dentífrico. La radio del «Metro» vomitó sobre Montag, como una represalia, una carga completa de música compuesta de hojalata, cobre, plata, cromo y latón. La gente era forzada a la sumisión; no huía, no había sitio donde huir; el gran convoy neumático se hundió en la tierra dentro de su tubo.

—Lirios del campo.

«Denham.»

«¡He dicho lirios

La gente miraba.

—Llamen al guardián.

—Este hombre está ido…

«¡Knoll Wiew!»

El tren produjo un siseo al detenerse.

«¡Knoll Wiew!» Un grito.

«Denham.» Un susurro.

Los labios de Montag apenas se movían.

—Lirios…

La puerta del vagón se abrió produciendo un silbido. Montag permaneció inmóvil. La puerta empezó a cerrarse. Entonces, Montag pasó de un salto junto a los pasajeros, chillando interiormente y se zambulló, en último momento, por la rendija que dejaba la puerta corrediza. Corrió hacia arriba por los túneles, ignorando las escaleras mecánicas, porque deseaba sentir cómo movían sus pies, cómo se balanceaban sus brazos, se hinchaban y contraían sus pulmones, cómo se resecaba su garganta en el aire. Una voz fue apagándose detrás de él: «Denham, Denham». El tren silbó como una serpiente y desapareció en su agujero.

—¿Quién es?

—Montag.

—¿Qué desea?

—Déjeme pasar.

—¡No he hecho nada!

—¡Estoy solo, maldita sea!

—¿Lo jura?

—¡Lo juro!

La puerta se abrió lentamente. Faber atisbó, parecía muy viejo, muy frágil y muy asustado. Él tenía aspecto de no haber salido de la casa en años. Él y las paredes blancas de yeso del interior eran muy semejantes. Había blancura en la pulpa de sus labios, en sus mejillas, y su cabello era blanco, mientras sus ojos se habían descubierto, adquiriendo un vago color azul blancuzco. Luego, su mirada se fijó en el libro que Montag llevaba bajo el brazo, y ya no pareció tan viejo ni tan frágil. Lentamente, su miedo desapareció.

—Lo siento. Uno ha de tener cuidado.

Miró el libro que Montag llevaba bajo el brazo y no pudo callar.

—De modo que es cierto.

Montag entró. La puerta se cerró.

—Siéntese.

Faber retrocedió, como temiendo que el libro pudiera desvanecerse si apartaba de él su mirada. A su espalda, la puerta que comunicaba con un dormitorio estaba abierta, y en esa habitación había esparcidos diversos fragmentos de maquinaria, así como herramientas de acero. Montag sólo pudo lanzar una ojeada antes de que Faber, al observar la curiosidad de Montag, se volviese rápidamente, cerrara la puerta del dormitorio y sujetase el pomo con mano temblorosa. Su mirada volvió a fijarse, insegura, en Montag, quien se había sentado y tenía el libro en su regazo.

—El libro… ¿Dónde lo ha…?

—Lo he robado.

Por primera vez, Faber enarcó las cejas y miró directamente al rostro de Montag.

—Es usted valiente.

—No —dijo Montag—. Mi esposa está muriéndose. Una amiga mía ha muerto ya. Alguien que hubiese podido ser un amigo, fue quemado hace menos de veinticuatro horas. Usted es el único que me consta podría ayudarme. A ver. A ver…

Las manos de Faber se movieron inquietas sobre sus rodillas.

—¿Me permite? Disculpe.

Montag le entregó el libro.

—Hace muchísimo tiempo. No soy una persona religiosa. Pero hace muchísimo tiempo. —Faber fue pasando las páginas, deteniéndose aquí y allí para leer.— Es tan bueno como creo recordar. Dios mío, de qué modo lo han cambiado en nuestros «salones». Cristo es uno de la «familia». A menudo, me pregunto si reconocerá a Su propio Hijo tal como lo hemos disfrazado. Ahora, es un caramelo de menta, todo azúcar y esencia, cuando no hace referencias veladas a ciertos productos comerciales que todo fiel necesita imprescindiblemente. —Faber olisqueó el libro—. ¿Sabía que los libros huelen a nuez moscada o a alguna otra especia procedente de una tierra lejana? De niño, me encantaba olerlos. ¡Dios mío! En aquella época, había una serie de libros encantadores, antes de que los dejáramos desaparecer. —Faber iba pasando las páginas—. Mr. Montag, está usted viendo a un cobarde. Hace muchísimo tiempo, vi cómo iban las cosas. No dije nada. Soy uno de los inocentes que hubiese podido levantar la voz cuando nadie estaba dispuesto a escuchar a los «culpables», pero no hablé y, de este modo, me convertí, a mi vez en un culpable. Y cuando, por fin, establecieron el mecanismo para quemar los libros, por medio de los bomberos, rezongué unas cuantas veces y me sometí, porque ya no había otros que rezongaran o gritaran conmigo. Ahora es demasiado tarde. —Faber cerró la Biblia—. Bueno, ¿y si me dijera para qué ha venido?

—Nadie escucha ya. No puedo hablar a las paredes porque éstas están chillándome a . No puedo hablar con mi esposa, porque ella escucha a las paredes. Sólo quiero alguien que oiga lo que tengo que decir. Y quizás si hablo lo suficiente, diga algo con sentido. Y quiero que me enseñe usted a comprender lo que leo.

Faber examinó el delgado rostro de Montag.

—¿Cómo ha recibido esta conmoción? ¿Qué le ha arrancado la antorcha de las manos?

—No lo sé. Tenemos todo lo necesario para ser felices, pero no lo somos. Falta algo. Miré a mi alrededor. Lo único que me constaba positivamente que había desaparecido eran los libros que he ayudado a quemar en diez o doce años. Así, pues, he pensado que los libros podrían servir de ayuda.

—Es usted un romántico sin esperanza —dijo Faber—. Resultaría divertido si no fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El mismo detalle infinito y las mismas enseñanzas podrían ser proyectados a través de radios y televisores, pero no lo son. No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros. Desde luego, usted no puede saber esto, sigue sin entender lo que quiero decir con mis palabras. Intuitivamente, tiene usted razón, y eso es lo que importa. Faltan tres cosas.

»Primera: ¿Sabe por qué libros como éste son tan importantes? Porque tienen calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel, cuanto más «literario» se vea. En todo caso, ésa es mi definición. Detalle revelador. Detalle reciente. Los buenos escultores tocan la vida a menudo. Los mediocres sólo pasan apresuradamente la mano por encima de ella. Los malos violan y la dejan por inútil.

»¿Se dan cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad. Conocerá usted la leyenda de Hércules y de Anteo, gigantesco luchador, cuya fuerza era increíble en tanto estaba firmemente plantado en tierra. Pero cuando Hércules lo sostuvo en el aire, sucumbió fácilmente. Si en esta leyenda no hay algo que puede aplicarse a nosotros, hoy, en esta ciudad, entonces es que estoy completamente loco. Bueno, ahí está lo primero que he dicho que necesitábamos. Calidad, textura de información.»

—¿Y lo segundo?

—Ocio.

—Oh, disponemos de muchas horas después del trabajo.

—De horas después del trabajo, sí, pero, ¿y tiempo para pensar? Si no se conduce un vehículo a ciento cincuenta kilómetros por hora, de modo que sólo puede pensarse en el peligro que se corre, se está interviniendo en algún juego o se está sentado en un salón, donde es imposible discutir con el televisor de cuatro paredes. ¿Por qué? El televisor es «real». Es inmediato, tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos. Ha de tener razón. Parece tenerla. Te hostiga tan apremiantemente para que aceptes tus propias conclusiones, que tu mente no tiene tiempo para protestar, para gritar: «¡Qué tontería!»

—Sólo la «familia» es gente.

—¿Qué dice?

—Mi esposa afirma que los libros no son «reales».

—Y gracias a Dios por ello. Uno puede cerrarlos, decir «Aguarda un momento.» Uno actúa como un Dios. Pero, ¿quién se ha arrancado alguna vez de la garra que le sujeta una vez se ha instalado en un salón con televisor? ¡Le da a uno la forma que desea! Es medio ambiente tan auténtico como el mundo. Se convierte y es la verdad. Los libros pueden ser combatidos con motivo. Pero, con todos mis conocimientos y escepticismo, nunca he sido capaz de discutir con una orquesta sinfónica de un centenar de instrumentos, a todo color, en tres dimensiones, y formando parte, al mismo tiempo, de esos increíbles salones. Como ve, mi salón consiste únicamente en cuatro paredes de yeso. Y aquí tengo esto —mostró dos pequeños tapones de goma—. Para mis orejas cuando viajo en el «Metro».

—«Dentífrico Denham»; no mancha, ni se reseca —dijo Montag, con los ojos cerrados—. ¿Adónde iremos a parar? ¿Podrían ayudarnos los libros?

—Sólo si la tercera condición necesaria pudiera sernos concedida. La primera, como he dicho, es calidad de información. La segunda, ocio para asimilarla. Y la tercera: el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos. Y me cuesta creer que un viejo y un bombero arrepentido pueden hacer gran cosa en una situación tan avanzada…

—Puedo conseguir libros.

—Corre usted un riesgo.

—Eso es lo bueno de estar moribundo. Cuando no se tiene nada que perder, pueden correrse todos los riesgos.

—¡Acaba de decir usted una frase interesante! —dijo, riendo, Faber—. Incluso sin haberla leído.

—En los libros hay cosas así. Pero ésta se me ha ocurrido a mí solo.

—Tanto mejor. No la ha inventado para mí o para nadie, ni siquiera para sí mismo.

Montag se inclinó hacia delante.

—Esta tarde, se me ha ocurrido que si resultaba que los libros merecían la pena, podríamos conseguir una prensa e imprimir algunos ejemplares…

—¿Podríamos?

—Usted y yo.

—¡Oh, no!

Faber se irguió en su asiento.

—Déjeme que le explique mi plan…

—Si insiste en contármelo, deberé pedirle que se marche.

—Pero, ¿no está usted interesado?

—No, si empieza a hablar de algo que podría hacerme terminar entre las llamas. Sólo podría escucharle, si la estructura de los bomberos pudiese arder, a su vez. Ahora bien, si sugiere usted que imprimamos algunos libros y nos las arreglemos para esconderlos en los cuarteles de bomberos de todo el país, de modo que las sospechas cayesen sobre esos incendiarios, diría: ¡Bravo!

—Dejar los libros, dar la alarma y ver cómo arden los cuarteles de bomberos. ¿Es eso lo que quiere decir?

Faber enarcó las cejas y miró a Montag como si estuviese viendo a otro hombre.

—Estaba bromeando.

—Si cree que valdría la pena intentar ese plan, tendría que aceptar su palabra de que podría ayudarnos.

—¡No es posible garantizar cosas así! Después de todo, cuando tuviésemos todos los libros que necesitásemos, aún insistiríamos en encontrar el precipicio más alto para lanzarnos al vacío. Pero necesitamos un respirador. Necesitamos conocimientos. Y tal vez dentro de un millar de años, podríamos encontrar barrancos más pequeños desde los que saltar. Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: «Recuerda, César, eres mortal.» La mayoría de nosotros no podemos andar corriendo por ahí, hablando con todo el mundo, ni conocer todas las ciudades del mundo, pues carecemos de dinero o de amigos. Lo que usted anda buscando, Montag, está en el mundo, pero el único medio para que una persona corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello está en un libro. No pida garantías. Y no espere ser salvado por alguna cosa, persona, máquina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y si se ahoga, muera, por lo menos, sabiendo que se dirigía hacia la playa.

Faber se levantó y empezó a pasear por la habitación.

—¿Bien? —preguntó Montag.

—¿Habla completamente en serio?

—Completamente.

—Es un plan insidioso, si es que puedo decirlo. —Faber miró, nervioso, hacia la puerta de su dormitorio—. Ver los cuarteles de bomberos ardiendo en todo el país, destruidos como nidos de traición. ¡La salamandra devorando su rabo! ¡Oh, Dios!

—Tengo una lista de todas las residencias de bomberos. Con un poco de labor subterránea…

—No es posible confiar en la gente, eso es lo malo del caso. ¿Quién, además de usted y yo, prenderá esos fuegos?

—¿No hay profesores como usted, antiguos escritores, historiadores, lingüistas…?

—Han muerto o son muy viejos.

—Cuanto más viejos, mejor. Pasarán inadvertidos. Usted conoce a docenas de ellos, admítalo.

—¡Oh, hay muchos actores que no han interpretado a Pirandello, a Shaw o a Shakespeare desde años porque sus obras son demasiado conscientes del mundo. Podríamos utilizar el enojo de éstos. Y podríamos emplear la rabia honesta de los historiadores que no han escrito una línea desde hace cuarenta años. Es verdad, podríamos organizar clases de meditación y de lectura.

—¡Sí!

—Pero eso sólo serviría para mordisquear los bordes. Toda la cultura está deshecha. El esqueleto necesita un nuevo andamiaje y una nueva reconstitución. ¡Válgame Dios! No es tan sencillo como recoger un libro que se dejó hace medio siglo. Recuerde, los bomberos casi nunca actúan. El público ha dejado de leer por propia iniciativa. Ustedes, los bomberos, constituyen un espectáculo en el que, de cuando en cuando, se incendia algún edificio, y la multitud se reúne a contemplar la bonita hoguera, pero, en realidad, se trata de un espectáculo de segunda fila, apenas necesario para mantener la disciplina. De modo que muy pocos desean ya rebelarse. Y, de esos pocos, la mayoría, como yo, se asustan con facilidad. ¿Puede usted andar más aprisa que el Payaso Blanco, gritar más alto que «Mr. Gimmick» y las «familias» de la sala de estar? Si puede, se abrirá camino, Montag. En cualquier caso, es usted un tonto. La gente se divierte.

—¡Se está suicidando, asesinando!

Un vuelo de bombarderos había estado desplazándose hacia el Este, mientras ellos hablaban, y sólo entonces los dos hombres callaron para escuchar, sintiendo resonar dentro de sí mismos el penetrante zumbido de los reactores.

—Paciencia, Montag. Qué la guerra elimine a las «familias». Nuestra civilización está destrozándose. Apártese de la centrífuga.

—Cuando acabe por estallar, alguien tiene que estar preparado.

—¿Quién? ¿Hombres que reciten a Milton? ¿Qué digan: recuerdo a Sófocles? ¿Recordando a los supervivientes que el hombre tiene también ciertos aspectos buenos? Lo único que harán será reunir sus piedras para arrojárselas los unos a los otros. Váyase a casa, Montag. Váyase a la cama. ¿Por qué desperdiciar sus horas finales, dando vueltas en su jaula y afirmando que no es una ardilla?

—Así, pues, ¿ya no le importa nada?

—Me importa tanto que estoy enfermo.

—¿Y no quiere ayudarme?

—Buenas noches, buenas noches.

Las manos de Faber recogieron la Biblia. Montag vio esta acción y quedó sorprendido.

—¿Desearía poseer esto?

Faber dijo:

—Daría el brazo derecho por ella.

Montag permaneció quieto, esperando a que ocurriera algo. Sus manos, por sí solas, como dos hombres que trabajaran juntos, empezaron a arrancar las páginas del libro. Las manos desgarraron la cubierta y, después, la primera y la segunda página.

—¡Estúpido! ¿Qué está haciendo?

Faber se levantó de un salto, como si hubiese recibido un golpe. Cayó sobre Montag. Éste le rechazó y dejó que sus manos prosiguieran. Seis páginas más cayeron al suelo. Montag las recogió y agitó el papel bajo las narices de Faber.

—¡No, oh, no lo haga! —dijo el viejo.

—¿Quién puede impedírmelo? Soy bombero. ¡Puedo quemarlo!

El viejo se le quedó mirando.

—Nunca haría eso.

—¡Podría!

—El libro. No lo desgarre más. —Faber se derrumbó en una silla, con el rostro muy pálido y la boca temblorosa—. No haga que me sienta más cansado. ¿Qué desea?

—Necesito que me enseñe.

—Está bien, está bien.

Montag dejó el libro. Empezó a recoger el papel arrugado y a alisarlo, en tanto que el viejo le miraba con expresión de cansancio. Faber sacudió la cabeza como si estuviese despertando en aquel momento.

—Montag, ¿tiene dinero?

—Un poco. Cuatrocientos o quinientos dólares, ¿por qué?

—Tráigalos. Conozco a un hombre que, hace medio siglo, imprimió el diario de nuestra Universidad. Fue el año en que, al acudir a la clase, al principio del nuevo semestre, sólo encontré a un estudiante que quisiera seguir el curso dramático, desde Esquilo hasta O'Neil ¿Lo ve? Era como una hermosa estatua de hielo que se derritiera bajo el sol. Recuerdo que los diarios morían como gigantescas mariposas. No interesaban a nadie. Nadie les echaba en falta. Y el Gobierno, al darse cuenta de lo ventajoso que era que la gente leyese sólo acerca de labios apasionados y de puñetazos en el estómago, redondeó la situación con sus devoradores llameantes. De modo, Montag, que hay ese impresor sin trabajo. Podríamos empezar con unos pocos libros, y esperar a que la guerra cambiara las cosas y nos diera el impulso que necesitamos. Unas cuantas bombas, y en las paredes de todas las casas las «familias» desaparecerán como ratas asustadas. En el silencio, nuestro susurro pudiera ser oído.

Ambos se quedaron mirando el libro que había en la mesa.

—He tratado de recordar —dijo Montag—. Pero ¡diablo!, en cuanto vuelvo la cabeza, lo olvido. ¡Dios! ¡Cuánto deseo tener algo que decir al capitán! Ha leído bastante, y se sabe todas las respuestas, o lo parece. Su voz es como almíbar. Temo que me convenza para que vuelva a ser como era antes. Hace sólo una semana, mientras rociaba con petróleo unos libros, pensaba: «¡Caramba, qué divertido!»

El viejo asintió con la cabeza.

—Los que no construyen deben destruir. Es algo tan viejo como la Historia y la delincuencia juvenil.

—De modo que eso es lo que yo soy.

—En todos nosotros hay algo de ello.

Montag se dirigió hacia la puerta de la calle.

—¿Puede ayudarme de algún modo para esta noche, con mi capitán? Necesito un paraguas que me proteja de la lluvia. Estoy tan asustado que me ahogaré si vuelve a meterse conmigo.

El viejo no dijo nada, y miró otra vez hacia su dormitorio, muy nervioso.

Montag captó la mirada.

—¿Bien?

El viejo inspiró profundamente, retuvo el aliento y, luego, lo exhaló. Repitió la operación, con los ojos cerrados, la boca apretada, y, por último, soltó el aire.

—Montag…

El viejo acabó por volverse y decir:

—Venga. En realidad, me proponía dejar que se marchara de mi casa. Soy un viejo tonto y cobarde.

Faber abrió la puerta del dormitorio e introdujo a Montag en una pequeña habitación, donde había una mesa sobre la que se encontraba cierto número de herramientas metálicas, junto con un amasijo de alambres microscópicos, pequeños resortes, bobinas y lentes.

—¿Qué es eso? —preguntó Montag.

—Una prueba de mi tremenda cobardía. He vivido solo demasiados años, arrojando con mi mente imágenes a las paredes. La manipulación de aparatos electrónicos y radiotransmisores ha sido mi entretenimiento. Mi cobardía es tan apasionada, complementando el espíritu revolucionario que vive a su sombra, que me he visto obligado a diseñar esto.

Faber cogió un pequeño objeto de metal, no mayor que una bala de fusil.

—He pagado por esto… ¿Cómo? Jugando a la Bolsa, claro está, el último refugio del mundo para los intelectuales peligrosos y sin trabajo. Bueno, he jugado a la Bolsa, he construido todo esto y he esperado. He esperado, temblando, la mitad de mi vida, a que alguien me hablara. No me atrevía a hacerlo con nadie. Aquel día, en el parque, cuando nos sentamos juntos, comprendí que alguna vez quizá se presentase usted, con fuego o amistad, resultaba difícil adivinarlo. Hace meses que tengo preparado este aparatito. Pero he estado a punto de dejar que se marchara usted, tanto miedo tengo.

—Parece una radio auricular.

—¡Y algo más! ¡Oye! Si se lo pone en su oreja, Montag, puedo sentarme cómodamente en casa, calentando mis atemorizados huesos, y oír y analizar el mundo de los bomberos, descubrir sus debilidades, sin peligro. Soy la reina abeja, bien segura en la colmena. Usted será el zángano, la oreja viajera. En caso necesario, podría colocar oídos en todas las partes de la ciudad, con diversos hombres, que escuchen y evalúen. Si los zánganos mueren, yo sigo a salvo en casa, cuidando mi temor con un máximo de comodidad y un mínimo de peligro. ¿Se da cuenta de lo precavido que llego a ser, de lo despreciable que llego a resultar?

Montag se colocó el pequeño objeto metálico en la oreja. El viejo insertó otro similar en la suya y movió los labios.

—¡Montag!

La voz sonó en la cabeza de Montag.

—¡Le oigo!

Faber se echó a reír.

—¡Su voz también me llega perfectamente! —Susurró el viejo. Pero la voz sonaba con claridad en la cabeza de Montag—. Cuando sea hora, vaya al cuartel de bomberos. Yo estaré con usted. Escuchemos los dos a ese capitán Beatty. Pudiera ser uno de los nuestros. ¡Sabe Dios! Le diré lo que debe decir. Representaremos una buena comedia para él. ¿Me odia por esta cobardía electrónica? Aquí estoy, enviándole hacia el peligro, en tanto que yo me quedo en las trincheras, escuchando con mi maldito aparato cómo usted se juega la cabeza.

—Todos hacemos lo que debemos hacer —dijo Montag. Puso la Biblia en manos del viejo—. Tome. Correré el riesgo de entregar otro libro. Mañana…

—Veré al impresor sin trabajo. Sí, eso puedo hacerlo.

—Buenas noches, profesor.

—No, buenas noches, no. Estaré con usted el resto de la noche, como un insecto que le hostigará el oído cuando me necesite. Pero, de todos modos, buenas noches y buena suerte.

La puerta se abrió y se cerró. Montag se encontró otra vez en la oscura calle, frente al mundo.

Podía percibirse cómo la guerra se iba gestando aquella noche en el cielo. La manera como las nubes desaparecían y volvían a asomar, y el aspecto de las estrellas, un millón de ellas flotando entre las nubes, como los discos enemigos, y la sensación de que el cielo podía caer sobre la ciudad y convertirla en polvo, mientras la luna estallaba en fuego rojo; ésa era la sensación que producía la noche.

Montag salió del «Metro» con el dinero en el bolsillo. Había visitado el Banco que no cerraba en toda la noche, gracias a su servicio de cajeros automáticos, y mientras andaba, escuchaba la radio auricular que llevaba en una oreja… «Hemos movilizado a un millón de hombres. Conseguiremos una rápida victoria si estalla la guerra…» La música dominó rápidamente la voz y se apagó después.

—Diez millones de hombres movilizados —susurró la voz de Faber en el otro oído de Montag—. Pero dice un millón. Resulta más tranquilizador.

—¿Faber?

—Sí.

—No estoy pensando. Sólo hago lo que se me dice, como siempre. Usted me ha pedido que tuviera dinero, y ya lo tengo. Ni siquiera me he parado a meditarlo. ¿Cuándo empezaré a tener iniciativas propias?

—Ha empezado ya, al pronunciar esas palabras. Tendrá que fiarse de mí.

—¡Me he estado fiando de los demás!

—Sí, y fíjese adónde hemos ido a parar. Durante algún tiempo, deberá caminar a ciegas. Aquí está mi brazo para guiarle.

—No quiero cambiar de bando y que sólo se me diga lo que debo hacer. En tal caso, no habría razón para el cambio.

—¡Es usted muy sensato!

Montag sintió que sus pies le llevaban por la acera hacia su casa.

—Siga hablando.

—¿Le gustaría que leyese algo? Lo haré para que pueda recordarlo. Por las noches, sólo duermo cinco horas. No tengo nada que hacer. De modo que, si lo desea, le leeré durante las noches. Dicen que si alguien te susurra los conocimientos al oído incluso estando dormido, se retienen.

—Sí.

—¡Ahí va! —Muy lejos, en la noche, al otro lado de la ciudad, el levísimo susurro de una página al volverse—. El Libro de Job.

La luna se elevó en el cielo, en tanto que Montag andaba. Sus labios se movían ligerísimamente.

Eran las nueve de la noche y estaba tomando una cena ligera cuando se oyó el ruido de la puerta de la calle y Mildred salió corriendo como un nativo que huyera de una erupción del Vesubio. Mrs. Phelps y Mrs. Bowles entraron por la puerta de la calle y se desvanecieron en la boca del volcán con «martinis» en sus manos. Montag dejó de comer. Eran como un monstruoso candelabro de cristal que produjese un millar de sonidos, y Montag vio sus sonrisas felinas atravesando las paredes de la casa y cómo chillaban para hacerse oír.

Montag se encontró en la puerta del salón, con la boca llena aún de comida.

—¡Todas tenéis un aspecto estupendo!

—Estupendo.

—¡Estás magnífica, Millie!

—Magnífica.

—¡Es extraordinario!

—¡Extraordinario!

Montag la observó.

—Paciencia —susurró Faber.

—No debería de estar aquí —murmuró Montag, casi para sí mismo—. Tendría que estar en camino para llevarle el dinero.

—Mañana habrá tiempo. ¡Cuidado!

—¿Verdad que ese espectáculo es maravilloso? —preguntó Mildred.

—¡Maravilloso!

En una de las paredes, una mujer sonreía al mismo tiempo que bebía zumo de naranja. «¿Cómo hará las dos cosas a la vez?», pensó Montag, absurdamente. En las otras paredes, una radiografía de la misma mujer mostraba el recorrido del refrescante brebaje hacia el anhelante estómago. De repente, la habitación despegó de un vuelo raudo hacia las nubes, se lanzó en picado sobre un mar verdoso, donde peces azules se comían otros peces rojos y amarillos. Un minuto más tarde, tres muñecos de dibujos animados se destrozaron mutuamente los miembros con acompañamiento de grandes oleadas de risa. Dos minutos más tarde, y la sala abandonó la ciudad para ofrecer el espectáculo de unos autos a reacción que recorrían velozmente un autódromo golpeándose unos contra otros incesantemente. Montag vio que algunos cuerpos volaban por el aire.

—¿Has visto eso, Millie?

—¡Lo he visto, lo he visto!

Montag alargó la mano y dio vuelta al conmutador del salón. Las imágenes fueron empequeñeciéndose como si el agua de un gigantesco recipiente de cristal, con peces histéricos, se escapara.

Las tres mujeres se volvieron con lentitud y miraron a Montag con no disimulada irritación, que fue convirtiéndose en desagrado.

—¿Cuándo creéis que va a estallar la guerra? —preguntó él—. Veo que vuestros maridos no han venido esta noche.

—Oh, vienen y van, vienen y van —dijo Mrs. Phelps—. Una y otra vez. El Ejército llamó ayer a Pete. Estará de regreso la semana próxima. Eso ha dicho el Ejército. Una guerra rápida. Cuarenta y ocho horas, y todos a casa. Eso es lo que ha dicho el Ejército. Una guerra rápida. Pete fue llamado ayer y dijeron que estaría de regreso la semana próxima. Una guerra…

Las tres mujeres se agitaron y miraron, nerviosas, las vacías paredes.

—No estoy preocupada —dijo Mrs. Phelps—. Dejo que sea Pete quien se preocupe. —Rió estridentemente—. Qué sea el viejo Pete quien cargue con las preocupaciones. No yo. Yo no estoy preocupada.

—Sí —dijo Millie—. Qué el viejo Pete cargue con las preocupaciones.

—Dicen que siempre muere el marido de otra.

—También lo he oído decir. Nunca he conocido ningún hombre que muriese en una guerra. Qué se matara arrojándose desde un edificio, sí, como lo hizo el marido de Gloria, la semana pasada. Pero a causa las guerras, no.

—No a causa de las guerras —dijo Mrs. Phelps—. De todos modos, Pete y yo siempre hemos dicho que nada de lágrimas ni algo por el estilo. Es el tercer matrimonio de cada uno de nosotros, y somos independientes. Seamos independientes, decimos siempre. Él me dijo: «Si me liquidan, tú sigue adelante y no llores. Cásate otra vez y no pienses en mí.»

—Ahora que recuerdo —dijo Mildred—, ¿visteis anoche, en la televisión, la aventura amorosa de cinco minutos de Clara Dove? Bueno, pues se refería a esa mujer que…

Montag no habló, y contempló los rostros de las mujeres, del mismo modo que, en una ocasión, había observado los rostros de los santos en una extraña iglesia en que entró siendo niño. Los rostros de aquellos muñecos esmaltados no significaban nada para él, pese a que les hablaba y pasaba muchos ratos en aquella iglesia, tratando de identificarse con la religión, de averiguar qué era la religión, intentando absorber el suficiente incienso y polvillo del lugar para que su sangre se sintiera afectada por el significado de aquellos hombres y mujeres descoloridos, con los ojos de porcelana y los labios rojos como rubíes. Pero no había nada, nada; era como un paseo por otra tienda, y su moneda era extraña y no podía utilizarse allí, y no sentía ninguna emoción, ni siquiera cuando tocaba la madera, el yeso y la arcilla. Lo mismo le ocurría entonces, en su propio salón, con aquellas mujeres rebullendo en sus butacas bajo la mirada de él, encendiendo cigarrillos, exhalando nubes de humo, tocando sus cabelleras descoloridas y examinando sus enrojecidas uñas, que parecían arder bajo la mirada de él. Los rostros de las mujeres fueron poniéndose tensos, en el silencio. Se adelantaron en sus asientos al oír el sonido que produjo Montag cuando tragó el último bocado de comida. Escucharon la respiración febril de él. Las tres vacías paredes del salón eran como pálidos párpados de gigantes dormidos, vacíos de sueños. Montag tuvo la impresión de que si tocaba aquellos tres párpados sentiría un ligero sudor salobre en la punta de los dedos. La transpiración fue aumentando con el silencio, así como el temblor no audible que rodeaba a las tres mujeres, llenas de tensión. En cualquier momento, podían lanzar un largo siseo y estallar.

Montag movió los labios.

—Charlemos.

Las mujeres se le quedaron mirando.

—¿Cómo están sus hijos, Mrs. Phelps? —preguntó él.

—¡Sabe que no tengo ninguno! ¡Nadie en su juicio los tendría, bien lo sabe Dios! —exclamó Mrs. Phelps, no muy segura de por qué estaba furiosa contra aquel hombre.

—Yo no afirmaría tal cosa —dijo Mrs. Bowles—. He tenido dos hijos mediante una cesárea. No tiene objeto pasar tantas molestias por un bebé. El mundo ha de reproducirse, la raza ha de seguir adelante. Además, hay veces en que salen igualitos a ti, y eso resulta agradable. Con dos cesáreas, estuve lista. Sí, señor. ¡Oh! El doctor dijo que las cesáreas no son imprescindibles, tenía buenas caderas, que todo iría normalmente, yo insistí.

—Con cesárea o sin ella, los niños resultan ruinosos. Estás completamente loca —dijo Mrs. Phelps.

—Tengo a los niños en la escuela nueve días de cada diez. Me entiendo con ellos cuando vienen a casa, tres días al mes. No es completamente insoportable. Los pongo en el «salón» y conecto el televisor. Es como lavar ropa; meto la colada en la máquina y cierro la tapadera. —Mrs. Bowles rió entre dientes—. Son tan capaces de besarme como de pegarme una patada. ¡Gracias a Dios, yo también sé pegarlas!

Las mujeres rieron sonoramente.

Mildred permaneció silenciosa un momento y, luego, al ver que Montag seguía junto a la puerta, dio una palmada.

—¡Hablemos de política, así Guy estará contento!

—Me parece estupendo —dijo Mrs. Bowles—. Voté en las últimas elecciones, como todo el mundo, y lo hice por el presidente Noble. Creo que es uno de los hombres más atractivos que han llegado a la presidencia.

—Pero, ¿qué me decís del hombre que presentaron frente a él?

—No era gran cosa, ¿verdad? Pequeñajo y tímido. No iba muy bien afeitado y apenas si sabía peinarse.

—¿Qué idea tuvieron los «Outs» para presentarlo? No es posible contender con un hombre tan bajito contra otro tan alto. Además, tartamudeaba. La mitad del tiempo no entendí lo que decía. Y no podía entender las palabras que oía.

—También estaba gordo y no intentaba disimularlo con su modo de vestir. No es extraño que la masa votara por Winston Noble. Incluso los hombres ayudaron. Comparad a Winston Noble con Hubber Hoag durante diez segundos, y ya casi pueden adivinarse los resultados.

—¡Maldita sea! —gritó Montag—. ¿Qué saben ustedes de Hoag y de Noble?

—¡Caramba! No hace ni seis meses estuvieron en esa mismísima pared. Uno de ellos se rascaba incesantemente la nariz. Me ponía muy nerviosa.

—Bueno, Mr. Montag —dijo Mrs. Phelps—, ¿quería que votásemos por un hombre así?

Mildred mostró una radiante sonrisa.

—Será mejor que te apartes de la puerta, Guy, y no nos pongas nerviosas.

Pero Montag se marchó y regresó al instante con un libro en la mano.

—¡Guy!

—¡Maldito sea todo, maldito sea todo, maldito sea!

—¿Qué tienes ahí? ¿No es un libro? Creía que, ahora, toda la enseñanza especial se hacía mediante películas. —Mrs. Phelps parpadeó—. ¿Está estudiando la teoría de los bomberos?

—¡Al diablo la teoría! —dijo Montag—. Esto es poesía.

—Montag.

Un susurro.

—¡Dejadme tranquilo!

Montag se dio cuenta de que describió un gran círculo, mientras gritaba y gesticulaba.

—Montag, detente, no…

—¿Las has oído, has oído a esos monstruos de monstruos? ¡Oh, Dios! ¡De qué modo charlan sobre la gente y sobre sus propios hijos y sobre ellas mismas y también respecto a sus esposos, y sobre la guerra, malditas sean!, y aquí están, y no puedo creerlo.

—He de participarle que no he dicho ni una sola palabra acerca de ninguna guerra —replicó Mrs. Phelps.

—En cuanto a la poesía, la detesto —dijo Mrs. Bowles.

—¿Ha leído alguna?

—Montag. —La voz de Faber resonó en su interior—. Lo hundirá todo. ¡Cállese, no sea estúpido!

Las tres mujeres se habían puesto en pie.

—¡Siéntense!

Se sentaron.

—Me marcho a casa —tartamudeó Mrs. Bowles.

—Montag, Montag, por favor, en nombre de Dios, ¿qué se propone usted? —suplicó Faber.

—¿Por qué no nos lee usted uno de esos poemas de su librito? —propuso Mrs. Phelps—. Creo que sería muy interesante.

—¡Eso no está bien! —gimió Mrs. Bowles—. No podemos hacerlo.

—Bueno, mira a Mr. Montag, él lo desea, se nota. Y si escuchamos atentamente, Mr. Montag estará contento y, luego, quizá podamos dedicarnos a otra cosa.

La mujer miró, nerviosa, el extenso vacío de las paredes que les rodeaban.

—Montag, si sigue con esto cortaré la comunicación, cerraré todo contacto —susurró el auricular en su oído—. ¿De qué sirve esto, qué desea demostrar?

—¡Pegarles un susto tremendo, sólo eso! ¡Darles un buen escarmiento!

Mildred miró a su alrededor.

—Oye, Guy, ¿con quién estás hablando?

Una aguja de plata taladró el cerebro de Montag.

—Montag, escuche, sólo hay una escapatoria, diga que se trata de una broma, disimule, finja no estar enfadado. Luego, diríjase al incinerador de pared y eche el libro dentro.

Mildred anticipó esto con voz temblorosa.

—Amigas, una vez al año, cada bombero está autorizado para llevarse a casa un libro de los viejos tiempos, a fin de demostrar a su familia cuán absurdo era todo, cuán nervioso puede poner a uno esas cosas, cuán demente. La sorpresa que Guy nos reserva para esta noche es leeros una muestra que revela lo embrolladas que están las cosas. Así pues, ninguna de nosotras tendrá que preocuparse nunca más acerca de esa basura, ¿no es verdad?

—Diga «sí».

Su boca se movió como la de Faber:

—Sí.

Mildred se apoderó del libro, al tiempo que lanzaba una carcajada.

—¡Dame! Lee éste. No, ya lo cojo yo. Aquí está ese verdaderamente divertido que has leído en voz alta hace un rato. Amigas, no entenderéis ni una palabra. Sólo dice despropósitos. Adelante, Guy, es en esta página.

Montag miró la página abierta.

Una mosca agitó levemente las alas dentro de su oído.

—Lea.

—¿Cómo se titula?

Paloma en la playa.

Tenía la boca insensible.

—Ahora, léelo en voz alta y clara, y hazlo lentamente.

En la sala, hacía un calor sofocante; Montag se sentía lleno de fuego, lleno de frialdad; estaban sentados en medio de un desierto vacío, con tres sillas y él en pie, balanceándose mientras esperaba a que Mrs. Phelps terminara de alisarse el borde de su vestido, y Mrs. Bowles apartara los dedos de su cabello. Después empezó a leer con voz lenta y vacilante, que fue afirmándose a medida que progresaba de línea. Y su voz atravesó un desierto, la blancura, y rodeó a las tres mujeres sentadas en aquel gigantesco vacío.

El Mar es Fe
Estuvo una vez lleno, envolviendo la tierra.
Yacía como los pliegues de un brillante manto dorado.
Pero, ahora, sólo escucho
su retumbar melancólico, prolongado, lejano,
en receso, al aliento
del viento nocturno, junto al melancólico borde
de los desnudos guijarros del mundo.

Los sillones en que se sentaban las tres mujeres crujieron.

Montag terminó:

Oh, amor, seamos sinceros
el uno con el otro. Por el mundo que parece
extenderse ante nosotros como una tierra de ensueños,
tan diversa, tan bella, tan nueva,
sin tener en realidad ni alegría, ni amor, ni luz,
ni certidumbre, ni sosiego, ni ayuda en el dolor;
Y aquí estamos nosotros como en lóbrega llanura,
agitados por confusos temores de lucha y de huida
donde ignorantes ejércitos se enfrentan cada noche.

Mrs. Phelps estaba llorando.

Las otras, en medio del desierto, observaban su llanto que iba acentuándose al mismo tiempo que su rostro se contraía y deformaba. Permanecieron sentadas, sin tocarla, asombradas ante aquel espectáculo. Ella sollozaba inconteniblemente. El propio Montag estaba sorprendido Y emocionado.

—Vamos, vamos —dijo Mildred—. Estás bien, Clara, deja de llorar. Clara, ¿qué ocurre?

— Yo… yo —sollozó Mrs. Phelps—. No lo sé, no lo sé, es que no lo sé. ¡Oh, no…!

Mrs. Bowles se levantó y miró, furiosa, a Montag.

—¿Lo ve? Lo sabía, eso era lo que quería demostrar. Sabía que había de ocurrir. Siempre lo he dicho, poesía y lágrimas, poesía y suicidio y llanto y sentimientos terribles, poesía y enfermedad. ¡Cuánta basura! Ahora acabo de comprenderlo. ¡Es usted muy malo, Mr. Montag, es usted muy malo!

Faber dijo:

—Ahora…

Montag sintió que se volvía y, acercándose a la abertura que había en la pared, arrojó el libro a las llamas que aguardaban.

—Tontas palabras, tontas y horribles palabras, que acaban por herir —dijo Mrs. Bowles—. ¿Por qué querrá la gente herir al prójimo? Como si no hubiera suficiente maldad en el mundo, hay que preocupar a la gente con material de este estilo.

—Clara, vamos, Clara —suplicó Mildred, tirando de un brazo de su amiga—. Vamos, mostrémonos alegres, conecta ahora la «familia». Adelante. Riamos y seamos felices. Vamos, deja de llorar, estamos celebrando una reunión.

—No —dijo Mrs. Bowles—. Me marcho directamente a casa. Cuando quieras visitar mi casa y mi «familia», magnífico. ¡Pero no volveré a poner los pies en esta absurda casa!

—Váyase a casa. —Montag fijó los ojos en ella, serenamente—. Váyase a casa y piense en su primer marido divorciado, en su segundo marido muerto en un reactor y en su tercer esposo destrozándose el cerebro. Váyase a casa y piense en eso, y en su maldita cesárea también, y en sus hijos, que la odian profundamente. Váyanse a casa y piensen en cómo ha sucedido todo y en si han hecho alguna vez algo para impedirlo. ¡A casa, a casa! —vociferó Montag—. Antes de que las derribe de un puñetazo y las eche a patadas.

Las puertas golpearon y la casa quedó vacía. Montag se quedó solo en la fría habitación, cuyas paredes tenían un color de nieve sucia.

En el cuarto de baño se oyó agua que corría. Montag escuchó cómo Mildred sacudía en su mano las tabletas de dormir.

—Tonto, Montag, tonto. ¡Oh, Dios, qué tonto! —repetía Faber en su oído.

—¡Cállese!

Montag se quitó la bolita verde de la oreja y se la guardó en un bolsillo. El aparato crepitó débilmente: «…Tonto… tonto…»

Montag registró la casa y encontró los libros que Mildred había escondido apresuradamente detrás del refrigerador. Faltaban algunos, y Montag comprendió que ella había iniciado por su cuenta el lento proceso de dispersar la dinamita que había en su casa, cartucho por cartucho. Pero Montag no se sentía furioso, sólo agotado y sorprendido de sí mismo. Llevó los libros al patio posterior y los ocultó en los arbustos contiguos a la verja que daba al callejón. Sólo por aquella noche, en caso de que ella decida seguir utilizando el fuego.

Regresó a la casa.

—¿Mildred?

Llamó a la puerta del oscuro dormitorio. No se oía ningún sonido.

Fuera, atravesando el césped, mientras se dirigía hacia su trabajo, Montag trató de no ver cuán completamente oscura y desierta estaba la casa de Clarisse McClellan…

Mientras se encaminaba hacia la ciudad, Montag estaba tan completamente embebido en su terrible error que experimentó la necesidad de una bondad y cordialidad ajena, que nacía de una voz familiar y suave que hablaba en la noche. En aquellas cortas horas le parecía ya que había conocido a Faber toda la vida. Entonces, comprendió que él era, en realidad, dos personas, que por encima de todo era Montag, quien nada sabía, quien ni siquiera se había dado cuenta de que era un tonto, pero que lo sospechaba. Y supo que era también el viejo que le hablaba sin cesar, en tanto que el «Metro» era absorbido desde un extremo al otro de la ciudad, con uno de aquellos prolongados y mareantes sonidos de succión. En los días subsiguientes, y en las noches en que no hubiera luna, o en las que brillara con fuerza sobre la tierra, el viejo seguiría hablando incesantemente, palabra por palabra, sílaba por sílaba, letra por letra. Su mente acabaría por imponerse y ya no sería más Montag, esto era lo que le decía el viejo, se lo aseguraba, se lo prometía. Sería Montag más Faber, fuego más agua. Y luego, un día, cuando todo hubiese estado listo y preparado en silencio, ya no habría ni fuego ni agua, sino vino. De dos cosas distintas y opuestas, una tercera. Y, un día, volvería la cabeza para mirar al tonto y lo reconocería. Incluso en aquel momento percibió el inicio del largo viaje, la despedida, la separación del ser que hasta entonces había sido.

Era agradable escuchar el ronroneo del aparatito, el zumbido de mosquito adormilado y el delicado murmullo de la voz del viejo, primero, riñéndole y, después, consolándole, a aquella hora tan avanzada de la noche, mientras salía del caluroso «Metro» y se dirigía hacia el mundo del cuartel de bomberos.

—¡Lástima, Montag, lástima! No les hostigues ni te burles de ellos. Hasta hace muy poco, tú también has sido uno de esos hombres. Están tan confiados que siempre seguirán así. Pero no conseguirán escapar. Ellos no saben que esto no es más que un gigantesco y deslumbrante meteoro que deja una hermosa estela en el espacio, pero que algún día tendrá que producir impacto. Ellos sólo ven el resplandor, la hermosa estela, lo mismo que la veía usted.

»Montag, los viejos que se quedan en casa, cuidando sus delicados huesos, no tienen derecho a criticar. Sin embargo, ha estado a punto de estropearlo todo desde el principio. ¡Cuidado! Estoy con usted, no lo olvide. Me hago cargo de cómo ha ocurrido todo. Debo admitir que su rabia ciega me ha dado nuevo vigor. ¡Dios, cuán joven me he sentido! Pero, ahora… Ahora, quiero que usted se sienta viejo, quiero que parte de mi cobardía se destile ahora en usted. Las siguientes horas cuando vea al capitán Beatty, manténgase cerca de él, déjeme que le oiga, que perciba bien la situación. Nuestra meta es la supervivencia. Olvídese de esas solas y estúpidas mujeres…

—Creo que hace años que no eran tan desgraciadas —dijo Montag—. Me ha sorprendido ver llorar a Mrs Phelps. Tal vez tengan razón, quizá sea mejor no enfrentarse con los hechos, huir, divertirse. No lo sé, me siento culpable…

—¡No, no debe sentirse! Si no hubiese guerra, si reinara paz en el mundo, diría, estupendo, divertíos. Pero, Montag, no debe volver a ser simplemente un bombero. No todo anda bien en el mundo.

Montag empezó a sudar.

—Montag, ¿me escucha?

—Mis pies —dijo Montag—. No puedo moverme. ¡Me siento tan condenadamente tonto! ¡Mis pies no quieren moverse!

—Escuche. Tranquilícese —dijo el viejo con voz suave—. Lo sé, lo sé. Teme usted cometer errores. No tema. De los errores, se puede sacar provecho. ¡Si cuando yo era joven arrojaba mi ignorancia a la cara de la gente! Me golpeaban con bastones. Pero cuando cumplí los cuarenta años, mi romo instrumento había sacado una fina y aguzada punta. Si esconde usted su ignorancia, nadie le atacará y nunca llegará a aprender. Ahora, esos pies, y directo al cuartel de bomberos. Seamos gemelos, ya no estamos nunca solos. No estamos separados en diversos salones, sin contacto entre ambos. Si necesita ayuda, cuando Beatty empiece a hacerle preguntas, yo estaré sentado aquí, junto a su tímpano, tomando notas.

Montag sintió que el pie derecho y, después, el izquierdo empezaban a moverse.

—Viejo —dijo—, quédese conmigo.

El Sabueso Mecánico no estaba. Su perrera aparecía vacía y en el cuartel reinaba un silencio total, en tanto que la salamandra anaranjada dormía con la barriga llena de petróleo y las mangueras lanzallamas cruzadas sobre sus flancos. Montag penetró en aquel silencio, tocó la barra de latón y se deslizó hacia arriba, en la oscuridad, volviendo la cabeza para observar la perrera desierta, sintiendo que el corazón se le aceleraba; después, se tranquilizaba; luego, se aceleraba otra vez. Por el momento, Faber parecía haberse quedado dormido.

Beatty estaba junto al agujero, esperando, pero de espaldas, como si no prestara ninguna atención.

—Bueno —dijo a los hombres que jugaban a las cartas—, ahí llega un bicho muy extraño que en todos los idiomas recibe el nombre de tonto.

Alargó una mano de lado, con la palma hacia arriba, en espera de un obsequio.

Montag puso el libro en ella. Sin ni siquiera mirar el título, Beatty lo tiró a la papelera y encendió un cigarrillo.

—Bienvenido, Montag. Espero que te quedes con nosotros, ahora que te ha pasado la fiebre y ya no estás enfermo. ¿Quieres sentarte a jugar una mano de póquer?

Se instalaron y distribuyeron los naipes. En presencia de Beatty, Montag se sintió lleno de culpabilidad. Sus dedos eran como hurones que hubiesen cometido alguna fechoría y ya nunca pudiesen descansar, siempre agitados y ocultos en los bolsillos, huyendo de la mirada penetrante de Beatty, Montag tuvo la sensación de que si Beatty hubiese llegado a lanzar su aliento sobre ellos, sus manos se marchitarían, irían deformándose y nunca más recuperarían la vida; habrían de permanecer enterradas para siempre en las mangas de su chaqueta olvidadas. Porque aquéllas eran las manos que habían obrado por su propia cuenta, independientemente de él, fue en ellas donde se manifestó primero el impulso apoderarse de libros, de huir con Job y Ruth y Shakespeare; y, ahora, en el cuartel, aquellas manos parecían bañadas en sangre.

Dos veces en media hora, Montag tuvo que dejar la partida e ir al lavabo a lavarse las manos. Cuando regresaba, las ocultaba bajo la mesa. Beatty se echó a reír.

—Muéstranos tus manos, Montag. No es qué desconfiemos de ti, compréndelo, pero…

Todos se echaron a reír.

—Bueno —dijo Beatty—, la crisis ha pasado y está bien. La oveja regresa al redil. Todos somos ovejas que alguna vez se han extraviado. La verdad es la verdad. Al final de nuestro camino, hemos llorado. Aquellos a quienes acompañan nobles sentimientos nunca están solos, nos hemos gritado. Dulce alimento de sabiduría manifestada dulcemente, dijo Sir Philip Sidney. Pero por otra parte: Las palabras son como hojas, y cuanto más abundan raramente se encuentra debajo demasiado fruto o sentido, Alexander Pope. ¿Qué opinas de esto?

—No lo sé.

—¡Cuidado! —susurró Faber, desde otro mundo muy lejano.

—¿O de esto? Un poco de instrucción es peligrosa. Bebe copiosamente, o no pruebes el manantial de la sabiduría; esas corrientes profundas intoxican el cerebro, y beber en abundancia nos vuelve a serenar. Pope. El mismo ensayo. ¿Dónde te deja esto?

Montag se mordió los labios.

—Yo te lo diré —prosiguió Beatty, sonriendo a sus naipes—. Esto te ha embriagado durante un breve plazo. Lee algunas líneas y te caes por el precipicio. Vamos, estás dispuesto a trastornar el mundo, a cortar cabezas, a aniquilar mujeres y niños, a destruir la autoridad. Lo sé, he pasado por todo ello.

—Ya estoy bien —dijo Montag, muy nervioso.

—Deja de sonrojarte. No estoy pinchándote, de veras que no. ¿Sabes? Hace una hora he tenido un sueño. Me había tendido a descabezar un sueñecito. Y, en este sueño, tú y yo, Montag, nos enzarzamos en un furioso debate acerca de los libros. Tú estabas lleno de rabia, me lanzabas citas. Yo paraba, con calma, cada ataque. Poder, he dicho. Y tú, citando al doctor Johnson, has replicado: ¡El conocimiento es superior a la fuerza! Y yo he dicho: «Bueno, querido muchacho», el doctor Johnson también dijo: Ningún hombre sensato abandonará una cosa cierta por otra insegura. Quédate con los bomberos, Montag. ¡Todo lo demás es un caos terrible!

—No le hagas caso —susurró Faber—. Está tratando de confundirte. Es muy astuto. ¡Cuidado!

Beatty rió entre dientes.

—Y tú has replicado, también con una cita: La verdad saldrá a la luz, el crimen no permanecerá oculto mucho tiempo. Y yo he gritado de buen humor: ¡Oh, Dios! ¡Sólo está hablando de su caballo! Y: El diablo puede citar las Escrituras para conseguir sus fines. Y tú has vociferado: Esta época hace más caso de un tonto con oropeles que de un santo andrajoso de la escuela de la sabiduría. Y yo he susurrado amablemente: La dignidad de la verdad se pierde con demasiadas protestas. Y tú has berreado: Las carroñas sangran ante la presencia del asesino. Y yo he dicho, palmoteándote una mano: ¿Cómo? ¿Te produzco anginas? Y tú has chillado: ¡La sabiduría es poder! Y: Un enano sobre los hombros de un gigante es el más alto de los dos. Y he resumido mi opinión con extraordinaria serenidad: La tontería de confundir una metáfora con una prueba, un torrente de verborrea con un manantial de verdades básicas, y a sí mismo con un oráculo, es innato en nosotros, dijo Mr. Valéry en una ocasión.

Montag meneó la cabeza doloridamente. Le parecía que le golpeaban implacablemente en la frente, en los ojos, en la nariz, en los labios, en la barbilla, en los hombros, en los brazos levantados. Deseaba gritar: «¡Calla! ¡Estás tergiversando las cosas, detente!». Alargó la mano para coger una muñeca del otro.

—¡Caramba, vaya pulso! Te he excitado mucho, ¿verdad, Montag? ¡Válgame Dios! Su pulso suena como el día después de la guerra. ¡Todo son sirenas y campanas! ¿He de decir algo más? Me gusta tu expresión de pánico. Swahili, indio, inglés… ¡Hablo todos los idiomas! ¡Ha sido un excelente y estúpido discurso!

—¡Montag, resista! —La vocecita sonó en el oído de Montag—. ¡Está enfangando las aguas!

—Oh, te has asustado tontamente —dijo Beatty— porque he hecho algo terrible al utilizar esos libros a los que tú te aferrabas, en rebatirte todos los puntos. ¡Qué traidores pueden ser los libros! Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden utilizarlos también, y ahí estás perdido en medio del pantano, entre un gran tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de mi sueño, me he presentado con la salamandra y he dicho: «¿Vas por mi camino?» Y tú has subido, y hemos regresado al cuartel en medio de un silencio beatífico, llenos de un profundo sosiego. —Beatty soltó la muñeca de Montag, dejó la mano fláccidamente apoyada en la mesa—. A buen fin, no hay mal principio.

Silencio. Montag parecía una estatua tallada en piedra. El eco del martillazo final en su cerebro fue apagándose lentamente en la oscura cavidad donde Faber esperaba a que esos ecos desapareciesen. Y, entonces, cuando el polvo empezó a depositarse en el cerebro de Montag, Faber empezó a hablar, suavemente:

—Está bien, ha dicho lo que tenía que decir. Debe aceptarlo. Yo también diré lo que debo en las próximas horas. Y usted lo aceptará. Y tratará de juzgarlas y podrá decidir hacia qué lado saltar, o caer. Pero quiero que sea su decisión, no la mía ni la del capitán. Sin embargo, recuerde que el capitán pertenece a los enemigos más peligrosos de la verdad y de la libertad, al sólido e inconmovible ganado de la mayoría. ¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la mayoría! Todos tenemos nuestras arpas para tocar. Y, ahora, le corresponderá a usted saber con qué oído quiere escuchar.

Montag abrió la boca para responder a Faber. Le salvó de este error que iba a cometer en presencia de los otros el sonido del timbre del cuartel. La voz de alarma proveniente del techo se dejó oír. Hubo un tic tac cuando el teléfono de alarma mecanografió la dirección. El capitán Beatty, con las cartas de póquer en una mano, se acercó al teléfono con exagerada lentitud y arrancó la dirección cuando el informe hubo terminado. La miró fugazmente y se la metió en el bolsillo. Regresó y volvió a sentarse a la mesa. Los demás le miraron.

—Eso puede esperar cuarenta segundos exactos, que es lo que tardaré en acabar de desplumaros —dijo Beatty, alegremente.

Montag dejó sus cartas.

—¿Cansado, Montag? ¿Te retiras de la partida?

—Sí.

—Resiste. Bueno, pensándolo bien, podemos terminar luego esta mano. Dejad vuestros naipes boca abajo. Preparad el equipo. Ahora será doble. —Y Beatty volvió a levantarse—. Montag, ¿no te encuentras bien? Sentiría que volvieses a tener fiebre…

—Estoy bien.

—¡Magnífico! Éste es un caso especial. ¡Vamos, apresúrate!

Saltaron al aire y se agarraron a la barra de latón como si se tratase del último punto seguro sobre la avenida que amenazaba ahogarles; luego, con gran decepción por parte de ellos, la barra de metal les bajó hacia la oscuridad, a las toses, al resplandor y la succión del dragón gaseoso que cobraba vida.

—¡Eh!

Doblaron una esquina con gran estrépito del motor y la sirena, con chirrido de ruedas, con un desplazamiento de la masa del petróleo en el brillante tanque de latón, como la comida en el estómago de un gigante mientras los dedos de Montag se apartaban de la barandilla plateada, se agitaban en el aire, mientras el viento empujaba el pelo de su cabeza hacia atrás. El viento silbaba entre sus dientes, y él, pensaba sin cesar en mujeres, en aquellas charlatanas de aquella noche en su salón, y en la absurda idea de él de leerles un libro. Era tan insensato y demente como tratar de apagar un fuego con una pistola de agua. Una rabia sustituida por otra. Una cólera desplazando a otra. ¿Cuándo dejaría de estar furioso y se tranquilizaría, y se quedaría completamente tranquilo?

—¡Vamos allá!

Montag levantó la cabeza. Beatty nunca guiaba pero esta noche sí lo hacía, doblando las esquinas con la salamandra, inclinado hacia delante en el asiento del conductor, con su maciza capa negra agitándose a su espalda, lo que le daba el aspecto de un enorme murciélago que volara sobre el vehículo, sobre los números de latón, recibiendo todo el viento.

—¡Allá vamos para que el mundo siga siendo feliz, Montag!

Las mejillas sonrojadas y fosforescentes de Beatty brillaban en la oscuridad, y el hombre sonreía furiosamente.

—¡Ya hemos llegado!

La salamandra se detuvo de repente, sacudiendo a los hombres. Montag permaneció con la mirada fija en la brillante barandilla de metal que apretaba con toda la fuerza de sus puños.

«No puedo hacerlo —pensó—. ¿Cómo puedo realizar esta nueva misión, cómo puedo seguir quemando cosas? No me será posible entrar en ese sitio.»

Beatty, con el olor del viento a través del cual se había precipitado, se acercó a Montag.

—¿Todo va bien, Montag?

Los hombres se movieron como lisiados con sus embarazosas botas, tan silenciosos como arañas.

Montag acabó por levantar la mirada y volverse. Beatty estaba observando su rostro.

—¿Sucede algo, Montag?

—Caramba —dijo éste, con lentitud—. Nos hemos detenido delante de mi casa.