Tres
El Viajero se despertó.
Había permanecido apagado durante las décadas de tránsito. Un ser como Alfa los habría pasado consciente, probablemente habría ocupado su mente en alguna creación intelectual o artística (para ella no había diferencia alguna), o quizá revisando una obra existente por el placer de la contemplación, o se habría entretenido en una actividad demasiado abstracta como para expresarla con palabras. Las capacidades del Viajero, pese a que eran muchas, no habrían bastado para ello. El hardware y el software (volvemos ahora al lenguaje del mito) de su expresión corpórea se habían diseñado principalmente para la interacción con el universo material.
En realidad, no podía hacer nada. Ni siquiera podía entablar una conversación, ya que los sistemas robóticos de la nave eran sutiles y tenían potencia, pero carecían de una auténtica conciencia, no les hacía falta, y la distracción o el aburrimiento podían convertirse en un riesgo. Tampoco podía hablar con otras entidades, las señales habrían tardado demasiado tiempo en transmitirse. Lo que sí hizo fue pasar un rato, minutos enteros de tiempo externo, reviviendo la existencia de su elemento Christian Brannock, estudiando su personalidad, acostumbrándose a sus hábitos. De ahí en adelante…, estuvo durmiendo.
La nave lo reactivó en el momento en que cruzaba lo que quedaba de la nube de Oort y recuperó la consciencia de inmediato; se acopló a todos los instrumentos, uno tras otro, y escudriñó el sistema solar. Aunque su base de datos resumió los informes de Gaia, juzgó prudente analizarlos personalmente. Estaba ansioso, tenía una sensación agridulce de vuelta a casa, que oscilaba en torno a su lógica serena, y que procedía de Christian Brannock. Imaginemos los sentimientos olvidados tiempo atrás renaciendo dentro de nosotros en el instante en que volvemos a nuestra más tierna infancia.
Lógicamente, el espíritu que la máquina contenía en su interior sabía que se habrían producido cambios gigantescos desde que sus ojos mortales se cerraron para siempre: los anillos de Saturno eran ahora frágiles y estaban hechos trizas; Júpiter había adquirido unos cuantos muy ostentosos a partir de la muerte de un satélite, aunque su Gran Mancha Roja había desaparecido hacía siglos; Marte no tenía luna y su eje se había inclinado pronunciadamente… Una mayor resolución habría revelado unos escasos vestigios de humanidad. Desde las plantas de antimateria en el interior de la órbita de Mercurio hasta los recolectores de cometas más allá de Plutón, todo lo que había dejado de tener utilidad había sido desmantelado o abandonado. El viento, el agua, la química, la tectónica, la roca cósmica, la corrosión radiactiva, la descomposición nuclear o los intercambios cuánticos habían reclamado pacientemente las reliquias para el caos. Pero existían algunos fósiles y algunos fragmentos erosionados sobre la superficie o en el espacio; de no ser así, solo permanecerían en la memoria de Gaia.
No importaba. Era hacia su hogar hacia donde se dirigía a toda velocidad la faceta del Viajero que era Christian Brannock.
Con una visión no asistida no habría podido distinguir demasiadas novedades en el Sol; era algo más grande y sustancialmente más brillante. La visión humana habría percibido la luz más blanca, con aquel tono ligeramente azulado; la piel desprotegida habría sufrido una reacción inmediata a los potenciados rayos ultravioletas. También el viento solar era más fuerte, pero a la distancia a la que se encontraba, los cambios eran comparativamente secundarios. La estrella estaba aún en la secuencia principal. Los planetas que tenían atmósferas de efecto invernadero eran los más afectados. Ciertos minerales de Venus se habían fundido. La Tierra…
La nave se precipitó hacia el interior alcanzando su objetivo y realizó una maniobra de estacionamiento en órbita. De cerca, el Viajero observó lo que tenía ante sí.
Sobre Luna, las formas de los mares eran algo distintas, las montañas estaba muy desgastadas y nuevos cráteres habían destruido u ocultado los antiguos. Se podían ver anomalías, cúmulos de escombros en las ciudades desiertas en donde la tierra se había hundido. No obstante, en esencia, la luna volvía a ser el mismo lugar desolado, ardiente durante el día y mortalmente frío por las noches, que había sido antes de que la vida hiciera acto de presencia. Había retrocedido, aunque no demasiado en términos astronómicos, provocando que el período de rotación de la Tierra se prolongara en una hora aproximadamente. De todos modos, aún orbitaba lo suficientemente cerca como para estabilizar ese movimiento giratorio.
El planeta madre ofrecía menos a nuestros ojos fantasiosos. Las nubes lo cubrían de un blanco deslumbrante. Si se observaba detenidamente, se veían remolinos y franjas, pero a primera vista la capa era prácticamente informe; solo algunas grietas indecisas dejaban escapar los destellos azules del agua, los marrones de la tierra (no había hielo ni nieve), la oscuridad sin luces, cuando se hacía de noche. Y las ondas radiofónicas rebosaban de silencio.
¿Cuándo fue la última vez que un ser humano pisó este mundo? El Viajero buscó en su base de datos, pero no tenía la información. Quizá no había datos, podía ser que se desconocieran. Quizá aquel último cuerpo de carne y hueso decidiera morir solo o en privado.
Desde luego había ocurrido hacía mucho, mucho tiempo. ¡Qué corto había sido el lapso del Homo sapiens, desde la piedra y el fuego hasta la inteligencia artificial! El final no llegó de repente ni fue un desenlace simple, hicieron falta milenios, según decía la base de datos, tiempo en que civilizaciones enteras se pusieron en pie y se desmoronaron, dando paso a sus descendientes mutantes. A veces, el declive de la población se invirtió en un lugar u otro, a veces las naciones tomaron en cuenta los vaticinios de los profetas y se esforzaron en darle la vuelta a la historia, por un tiempo… un tiempo. Pero en ningún caso se había podido eludir la tendencia.
Los recuerdos recopilados de Christian Brannock despertaron una reflexión en el Viajero que hicieron que pareciese que era el hombre quien hablaba: «Fui testigo del principio. No pude prever el final. Para mí fueron los magníficos albores de la esperanza».
«¿Estaba equivocado?».
El individuo orgánico es mortal. No tiene modo de evitar el advenimiento de la desintegración final; la química cuántica lo impide. Asimismo, si un hombre pudiera vivir durante apenas mil años, la capacidad de almacenamiento de datos del cerebro se saturaría y sería incapaz de asimilar más información. Mucho antes de que eso sucediera, se vería superado por el incremento geométrico de las correlaciones, que le provocarían un debilitamiento de la mente o bien la enajenación. Tampoco sobreviviría a los rigores del viaje estelar a cualquier velocidad razonable o a los entornos extraterrestres, en un universo que nunca fue su sitio.
Sin embargo, al ser transferido a la estructura orgánica adecuada, el patrón neuronal y molecular, y las relaciones que establecen, convertidos en su esencia interna, se hacen potencialmente inmortales. El complejo proceso que lo permite hace posible que siga teniendo sentimientos y que pueda pensar. Si la calidad de las emociones sufre cambios, esto se debe a que su organismo físico se ha hecho fuerte, más sensible, más inteligente y consciente. Pronto perderá cualquier nostalgia respecto a su existencia anterior. Su nueva vida le aporta mucho más, un cosmos de sensaciones y de experiencias, memoria y razonamiento, espacio y tiempo. Puede multiplicarse, fundirse con otros y volver a separarse, crecer espiritualmente hasta alcanzar un límite que antes habría sido inconcebible; y después de todo eso, convertirse en parte de una mente aún más inmensa y seguir creciendo.
Lo increíble era, reflexionó Christian Brannock, que si algunos humanos habían resistido, aferrados al primitivismo, se negaban a reconocer que su herencia ya no era el ADN, sino la psique.
Y aun así…
La pregunta a medio formular se quedó en el aire, mientras que su personalidad a medio formar se reunió de nuevo con el Viajero. Gaia estaba contactando desde la Tierra.
En efecto, había recibido la notificación, que había llegado a la nave espacial con algunos años de antelación. Los múltiples instrumentos de que disponía en el planeta y fuera de él habían detectado la aproximación. Para el mensaje que ahora enviaba, había escogido un flujo modulado de neutrinos. Imaginemos que dice:
—Bienvenido. ¿Necesitas ayuda? Estoy preparada para proporcionarla, si está en mi mano. —Imaginemos una voz grave y cálida.
Imaginemos que el Viajero responde:
—Gracias, pero todo va bien. Descenderé directamente, si no tienes inconveniente.
—No entiendo muy bien el motivo de tu visita. ¿Nuestra relación ha sido inadecuada?
No, se abstuvo de decir el Viajero.
—Te lo explicaré más tarde, la transmisión no permitiría informarte sobre los detalles. Básicamente, la razón es la que te comunicaron. Nos preguntamos —más que excluirla, quitó algo de énfasis— si deberíamos salvar la Tierra de la expansión solar.
Su tono de voz se hizo más frío.
—Lo he dicho más de una vez: no. Podéis perfeccionar vuestras técnicas de ingeniería en cualquier otra parte, aquí la situación es excepcional. No podemos predecir qué conocimientos nos aportará la observación del libre curso de los hechos, pero serán muchos y tengo razones para creer que tendrán un valor extraordinario.
—Podría ser. Escucharé tus argumentos gustosamente, si accedes a desarrollarlos más ampliamente de lo has hecho hasta ahora. Pero me gustaría llevar a cabo personalmente una inspección y desarrollar mis propias recomendaciones. No es una crítica contra ti, ambos sabemos que una sola mente no tiene capacidad para valorar cada una de las posibilidades ni para considerar todas las interpretaciones, así como tampoco puede seguir todos los factores en curso respecto a lo que es objeto de observación, y lo que se nos pasa por alto puede resultar ser el agente de un cambio hacia el caos. Podría detectar algo que se te haya escapado. No es probable, lo reconozco, después de los millones de años que llevas aquí, prácticamente te has convertido en la Tierra misma y en la vida que la habita, ¿no es así? No obstante, nos gustaría tener una opinión independiente.
Imaginemos que se echa a reír.
—Al menos eres educado, Viajero. De acuerdo, baja. Te acompañaré.
—No será necesario. Tu centro físico está en la región ártica, ¿verdad? Yo mismo lo encontraré.
Notó una cierta severidad oculta tras su apacible discurso.
—Es mejor que te guíe. Tu perspectiva sobre la situación es de caos intrínseco. Si desciendes arbitrariamente podrías perturbar seriamente ciertas cosas en las que estoy interesada. Por favor.
—Como desees —concedió el Viajero.
Los dispositivos robóticos tomaron el mando. El módulo de carga útil de la nave espacial se desprendió del módulo de propulsión, que permaneció en órbita. El objeto cilíndrico, resplandeciente sobre la violenta luz espacial, frenó y puso rumbo a su destino haciendo uso de su propia energía, aunque controlado desde abajo.
El Viajero perforó la capa de nubes y observó con impaciencia. Pero no era ése un recorrido turístico; la trayectoria de descenso sacrificaba la eficiencia y se encaminó directamente a latitud norte. Iba dejando un rastro de estampido sónico.
Lo que sí se paró a mirar fueron los límites de un gran continente orientado a este y oeste, y observó que la mayor parte de esas zonas eran verdes; más allá había una extensión marítima. Creyó haber visto algo curioso, pero lo sobrevoló demasiado deprisa, y estaba más concentrado en lo que tenía ante sí como para estar seguro.
La masa terrestre que rodeaba el polo entró en su campo visual. El Viajero comparó los mapas que Gaia había transmitido y Christian Brannock no recordaba haber visto nada parecido. El movimiento de las placas tectónicas se había ralentizado, a medida que la radiactividad y el calor original del núcleo terrestre disminuían; sin embargo, la deriva continental, la subducción y los solevantamientos seguían su curso.
Estaba más preocupado por la vida de allí. Una época tras otra, Gaia había estado observando y había descrito su evolución poshumana; tras la extinción masiva del Paleotécnico había recobrado la abundancia y la diversidad del Cretácico o la era Terciaria. Sin embargo, todo era distinto, salvo unos cuantos supervivientes. Para el Viajero, al igual que para Alfa y, por ende, para el cerebro galáctico, aquellos informes se les antojaban cada vez más incompletos, de alguna forma, no tenían demasiado sentido ecológico respecto a los últimos cien mil años, más o menos. Y las respuestas de Gaia a sus preguntas, tampoco.
Era posible que no lograra recopilar todos los datos, quizá los estuviera malinterpretando, a lo mejor… Era otro de los motivos por los que había sido enviado.
Ártica apareció bajo el navegante. Imaginemos que les iba poniendo nombre a la zona y a sus accidentes. Mientras estuvo conviviendo con ellos, les dotó de una identidad propia. La cordillera Costera se elevaba justo detrás del litoral y se veía atravesada por el río Remanente, que crecía cuando las lluvias se hacían más frecuentes, pero que seguía siendo inmenso. Sus afluentes inundaban el valle de la Abundancia. En el lado opuesto, había estribaciones bordeando las abruptas montañas Boreales. Hubo un tiempo en que la cima de la más alta de todas ellas había estado cubierta por una capa de nieve, pero ahora los picos rocosos estaban desnudos. Por sus laderas corrían torrentes, la mayoría de los cuales acababan por unirse al Remanente en su curso a través de los barrancos que iban a dar al mar. En un valle elevado brillaba el Cuenco de las Aguas, el gran lago que constituía la cabecera del río. Dominándolo todo por el norte, apareció la Morada de la Mente, una montaña cuyo pico más alto, el centro físico de Gaia, quedaba oculto entre la capa de nubes.
De algún modo, las imágenes le resultaban familiares. Gaia había enviado una gran cantidad de transmisiones completas en términos sensoriales como parte de su contribución a la sabiduría y al pensamiento universales. El Viajero podía llegar a recordar el pasado geológico, antes incluso de la época en que Ártica quedó liberada y se desplazó a la deriva, hacia el norte, chocando contra la tierra ya existente para contribuir a la elevación de las Boreales hacia el cielo. Era capaz de extrapolar el futuro geológico al mismo nivel de detalle, hasta el momento en que un gigante rojo cubriese la mitad del cielo y lo deslumbrase todo para convertirlo en una esfera de roca y arena sin aire que acabaría por derretirse. No obstante, la realidad, el hecho de encontrarse allí físicamente, lo estaba castigando más de lo que esperaba. Sus sensores se esforzaban por absorber cada uno de los datos a medida que la nave, a una velocidad innecesariamente excesiva, volaba hacia su destino.
Se fue acercando a la montaña. No era la más alta de las que sobresalían hacia el sur. Estaba cubierta por monte bajo, exuberante en las laderas más bajas y más seco en las zonas elevadas, donde se veían muchos árboles sin hojas convertidos en esqueletos. Aquello se debía a un cambio climático reciente que había provocado un descenso del nivel medio de las nubes, lo cual se tradujo en que una zona con abundante humedad venía sufriendo una sequía que ya duraba décadas. (Sí, la Tierra se encaminaba rápidamente hacia la hora del juicio final). El fuego debía de ser una amenaza constante, pensó. Pero no, los agentes de Gaia tenían capacidad para apagarlos de inmediato, o bien simplemente los ignoraría. Pese a no ser muy grande, la zona que ocupaba en la cima estaba pavimentada e, indudablemente, allí no había nada que fuera vulnerable al calor o al humo.
Aterrizó. Por un instante de tiempo planetario, interminable para las mentes que funcionan a velocidades cercanas a la de la luz, hubo un silencio en la comunicación.
Estaba de nuevo sobre la capa blanca de nubes, arremolinada en torno al pico que sobresalía por encima de ellas como una isla entre muchas otras, hacia los rayos horizontales del ocaso. Por encima de él se proyectaba un arco de claridad violácea y una suave brizna de aire, fría a aquella latitud. En un círculo llano con una superficie de color negro azulado de alrededor de un kilómetro de ancho, se apiñaban las estructuras y los aparatos que formaban el centro.
Un ser humano habría divisado una cúpula opalescente rodeada de torres, algunas afiladas como lanzas, otras intrincadamente enredadas; y telas de araña plateadas, y otras cosas menos importantes, con formas variadas pero curiosamente sencillas, unidades móviles esperando ser enviadas a emprender su cometido. Había objetos lanzándose en vuelos precipitados y planeando por todas partes, la mayoría de ellos eran tan pequeños y exquisitos como colibrís (si nuestro humano hubiera sabido lo que era un colibrí). Para él, la panorámica habría tenido un cierto parpadeo, como si la viera a través de una cortina de agua en movimiento, o como si palpitase con una suave energía, o tuviese un pulso de dentro hacia fuera del espacio y el tiempo. No habría percibido la complejidad de los campos de fuerza ni las ondas mecanocuánticas, ni las entidades microscópicas y submicroscópicas que formaban la mayor parte de ellas.
El Viajero tuvo sensaciones distintas. Entonces Gaia dijo:
—Bienvenido, de nuevo.
—Y de nuevo, gracias —contestó el Viajero—. Me alegro de estar aquí.
Se miraron, pero no como cuerpos (ninguno de ellos llevaba puesto uno) sino como mentes, como matrices de memoria, individualidad y conciencia. Interiormente, se preguntó qué opinaría Gaia de él. No le estaba ofreciendo mucho más de lo que siempre había transmitido a través de las líneas de comunicación interestelares, es decir: un organismo nodal, del mismo tipo que Alfa u otros tantos millones, que había incrementado sus capacidades a lo largo de eones mientras experimentaba y reflexionaba sin cesar; eras de interacción con la Tierra y la vida que la habitaba probablemente habían moldeado su alma más profundamente que el tiempo en que había coexistido con los de su propia especie; signos de descargas humanas ancestrales, aunque no eran como Christian Brannock, copias dispersas por la galaxia; no, éstos habían preferido quedarse en la madre tierra…
—Te he dicho que yo también —dijo Gaia con un tono de reproche—, pero en realidad no estoy muy contenta. Cuestionáis mi gobierno.
—No es así, exactamente —repuso el Viajero—. Espero que eso no suceda. Solo queremos saber más sobre cómo lo llevas a cabo.
—Pero ya lo sabéis. Como cualquiera de los que están establecidos en un planeta, mi actividad principal consiste en estudiar sus complejidades, seguir su evolución. En este planeta, eso significa, sobre todo, la evolución de la vida, desde la genética a la ecología. ¿Qué información he dejado de compartir con mis compañeros?
«Mucha», dijo el Viajero para sus adentros. Y abiertamente contestó:
—Una vez que consideramos —se refería al cerebro galáctico— detenidamente el asunto, nos encontramos con incontables enigmas sin resolver. Por ejemplo…
Expuso cientos de ejemplos, más de un millar. Tomemos uno de ellos. Unos diez mil años atrás, el gran continente al sur de Ártica había soportado un abundante crecimiento de la población de grandes animales de pasto. Los rebaños cubrían las praderas e inundaron los bosques de ruidos. Gaia los había descrito con todo lujo de detalles, desde los cuernos en forma de lira de una de las especies hasta las crines ondeadas por el viento de otra. Abruptamente, en términos de tiempo histórico, dejó de transmitir información sobre ellos. Cuando se le preguntó la razón, alegó que se habían extinguido, aunque no explicó cómo.
El Viajero recibió una precipitada explicación que le hizo pensar que Gaia reconocía haber cometido un error. (Recordemos que esto es un mito).
—Fue a causa de una combinación de factores: el clima se volvió más inclemente por el aumento de las temperaturas…
—Disculpa —objetó—, pero al analizar los datos meteorológicos que nos proporcionaste se ve claramente que, en esas regiones en concreto, el calentamiento y la desertificación no podían tener niveles tan significativos.
—¿Cómo podéis estar tan seguros? —replicó. Imaginemos que está enfadada—. ¿Alguno de vosotros ha vivido con la Tierra durante megaaños para saberlo con certeza? —Adoptó un tono más serio—. No aspiro a alcanzar un conocimiento total. Un mundo vivo es demasiado complejo, caótico. ¿Es que no lo veis? Hay muchos fenómenos que todavía no comprendo. En este caso, tened en cuenta un simple cambio en las condiciones ambientales unido a las nuevas enfermedades y a una serie de factores, por lo general sutiles. Supongo que la combinación acaba con el equilibrio de la naturaleza. Pero hasta que no sepa algo más no voy a desperdiciar más ancho de banda en hablar de ello.
—Estoy de acuerdo —dijo el Viajero en un tono más calmado, buscando la reconciliación—. Quizá yo pueda descubrir o aportar algo que sea de ayuda.
—No. Ignoras demasiadas cosas, estás ciego, sería perjudicial.
Se puso tenso:
—Ya veremos —y volvió a intentar apaciguar la situación—. No he venido a crear un conflicto, he venido porque aquí está el origen de todos nosotros y estamos pensando en salvarlo.
Gaia también recobró la calma.
—¿Cómo pensáis hacerlo?
—Ése es uno de los motivos por los que he venido, para averiguar cuál es el modo más adecuado de conseguirlo, en caso de ponernos manos a la obra.
Para empezar, quizá, una pantalla de dimensiones planetarias que se interpusiera entre la Tierra y el Sol, por efecto de la interacción de la gravedad y el electromagnetismo, para protegerla de la fracción de energía no deseada. Solo se trataría de una medida temporal, aunque posiblemente no mereciera la pena. Eso dependería del tiempo que se tardase en concluir la auténtica tarea. Se habrían puesto en órbita algunos artefactos alrededor de la estrella, muy cerca de ella, que se nutrirían energéticamente de sus radiaciones, y que podrían llegar a generar corrientes en su cuerpo que trasladasen hidrógeno nuevo hacia el núcleo para devolver al horno nuclear su estado original. También podrían drenar gas al espacio para reducir la masa solar, mitigando su fuego pero añadiendo billones de años durante los cuales su evolución quedaría bloqueada. A consecuencia de ello, los planetas iniciarían un movimiento de alejamiento, un factor que se debía tener en cuenta, pero que reduciría las necesidades.
Se hiciera lo que se hiciera, se iban a requerir los recursos de ciertas estrellas para llevarlo a cabo, pues el tiempo que restaba se estaba acortando a una velocidad cósmica.
—Es una enorme tarea —dijo Gaia. El Viajero se preguntó si tendría en mente el dramatismo que conllevaría; apariciones en el cielo, como en los siglos en los que se veían salir claramente fuentes de fuego de la esfera solar.
—Para una enorme gloria —declaró.
—No —respondió bruscamente—. Para nada, o algo peor. La destrucción de todo aquello por lo que he vivido. La pérdida eterna de un legado.
—Pero ¿no es la Tierra el legado?
—No, el legado es el conocimiento. Traté de explicárselo a Alfa. —Hizo una pausa—. Y te lo vuelvo a decir a ti: la evolución de la vida, sus adaptaciones, sus luchas, sus transformaciones y cómo se enfrenta finalmente a la muerte… Todo eso es impredecible, y en ningún otro lugar del universo espaciotemporal existe un mundo como éste para que se desarrollen estos acontecimientos. Nos ilustrarán en aspectos que ni siquiera el cerebro galáctico podría concebir, podrían abrirnos a fases enteras, desconocidas hasta ahora, de la realidad más remota.
—¿Por qué no iba a hacer eso, e incluso más, una vida que ha transcurrido a lo largo de gigaaños?
—Porque aquí, yo, observadora durante eras, he adquirido conocimientos de este destino y no otro, he adquirido un cierto sentimiento de unidad… —suspiró—. No lo entiendes, no quieres entenderlo.
—Al contrario —dijo el Viajero con la mayor suavidad que pudo—. Espero poder entenderlo. Una de las razones por las que he venido es para tratar de que la comunicación de ser a ser sea más completa que a través de años luz, y desde luego más rápida.
Se quedó en silencio durante un instante y cuando volvió a hablar empleó un tono más delicado:
—Más… íntima. Sí, perdona mi resentimiento. Ha sido un error. Haré todo lo que pueda para que estés cómodo y para ayudarte a aprender.
—Gracias —dijo el Viajero satisfecho—. Y yo haré todo lo que pueda para lograrlo.
El sol se puso tras la capa de nubes. Una luna creciente apareció en lo alto. El viento soplaba algo más fuerte, un poco más frío.
—Pero si decidimos no salvar la Tierra —preguntó el Viajero—, si dejamos que se derrita y se convierta en algo informe, todos los restos de la historia se disolverán, ¿no lo lamentarías?
—Los registros que tengo guardados estarán a salvo —contestó Gaia.
Comprendió lo que quería decir: la base de datos sobre todo lo que sabía respecto a aquel mundo. Todo estaba allí, en su interior. Gran parte se almacenaba también en otros lugares, pero ella contenía la información íntegra. A medida que el Sol se transformaba en un monstruo voraz, ella trasladaría su planta física a los límites exteriores del sistema solar.
—Pero has hecho mucho más que conservarlos pasivamente, ¿no? —dijo.
—Claro que sí. —¿Cómo podía haberse contenido una inteligencia como la suya?—. He analizado los datos, he trabajado sobre ellos, los he evaluado y he tratado de reconstruir las condiciones que los ocasionaron.
«Y en los últimos milenios también ha desarrollado una actitud más taciturna o manifiestamente evasiva,» pensó.
—Tenías muchos vacíos por rellenar —insinuó.
—Inevitablemente. También el pasado es probabilismo cuántico. ¿Qué vías, qué medios, tiene la historia para llegar hasta nosotros?
—Así que creas varias simulaciones para comprobar a dónde llevan. —Casi no había hablado sobre ese tema.
—Ya lo sabíais. Ya que me presionas, admitiré que además de intentar averiguar qué sucedió, provoco a los mundos para que me muestren qué podía haber pasado.
Por un breve instante sintió una punzada de pánico. No había sido su intención sonsacarle una confesión; entonces se dio cuenta de que ella había presentido que, en el momento en que unieran sus mentes en serio, no iba a poder evitar reconocerlo.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Qué motivo puede haber sino el conocimiento total?
En su interior, el Viajero reflexionó: sí, llevaba en este lugar desde los tiempos de la humanidad, su embrión ya existía antes de que Christian Brannock naciera. Su totalidad en crecimiento se había llenado de los patrones mentales de los humanos que habían decidido no ir a las estrellas, sino vivir en la vieja Tierra. Y decenas de millones de años fueron pasando.
Evidentemente se sentía fascinada por el pasado, debió de pasar la mayor parte de su vida en ese pasado. ¿Sería ése el motivo por el cual se mostraba indiferente respecto al futuro cercano, o incluso se inclinaba por la catástrofe?
De algún modo, ese sentimiento no le pareció correcto. Gaia era un misterio que tenía que resolver.
Con cautela, se aventuró a decir:
—Entonces, actúas como un médico sondeando configuraciones hipotéticas de la función de ondas a través del espacio y el tiempo, solo que los sujetos de tus experimentos son conscientes.
—No provoco ningún daño —dijo—. Ven conmigo a alguno de estos mundos y compruébalo.
—Con mucho gusto —consintió sin estar seguro de si estaba mintiendo. Se armó de valor—. De todas formas, el deber me exige que lleve a cabo mi propia investigación sobre el entorno material.
—Como prefieras. Permíteme que te ayude a prepararte. —Estuvo callada un momento. En aquel aire liviano, un humano habría divisado el primer fulgor de las estrellas—. Pero creo que para conocernos realmente deberías escuchar la historia de mi gestión.