Como todos los chicos de su edad, Dulac sueña con una vida de caballero legendario. Pero lo más probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representación del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente héroe de sus sueños. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ejército del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania está en juego.

Wolfgang Hohlbein

La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

Heike Hohlbein

© 2000, Die Legende von Camelot I. Gralszauber

Traducción: Marinela Terzi

El monstruo era rápido. A pesar de su enorme tamaño, se movía tan ágil como una comadreja y a sus negros, pérfidos y relucientes ojos no escapaba el más mínimo movimiento de su víctima. Sus dientes brillaban como puñales afilados y sus espeluznantes garras se hundían en el blando suelo del bosque mientras se disponía a saltar.

El corazón de Dulac latió acelerado. Permanecía absolutamente quieto, sin atreverse a pestañear, ni siquiera a respirar, y su mano derecha agarraba la espada tan fuertemente que sus nudillos resaltaban como pequeñas cicatrices blancas a través de la piel. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión. Observaba al monstruo desde el otro lado del claro con la misma concentración con la que la bestia lo examinaba a él.

No sabría decir cuánto tiempo llevaban así, allí quietos, mirándose fijamente.

Con toda probabilidad, apenas unos instantes, pero a él le parecían horas. Y si interminable le resultaba aquel enervante tiempo de espera, brevísima sería la pelea. Dulac lo sabía. Un único vistazo a los ojos del monstruo negro le había confirmado que no iba a vérselas en ningún caso con una fiera común.

Era el lobo más grande que Dulac había visto en su vida… ¡Y ya se había topado con unos cuantos de esos feroces animales!

El animal debía de pesar aproximadamente como una persona y sus mandíbulas podrían arrancar un brazo de Dulac sin demasiado esfuerzo, a pesar de la armadura que llevaba el joven. Éste había visto la velocidad que aquel monstruo imponía a sus movimientos. Y no esperaba demasiado: que pudiera sobrevivir a la primera acometida del lobo sería sólo cuestión de suerte. Además, el animal le menospreciaba. Seguramente lo tomaba por uno de esos campesinos sin valor de los que, en los últimos meses, se habría comido una buena docena larga.

No iba a ponérselo tan fácil.

Dulac y el lobo comenzaron a acecharse despacio, y él tuvo la absoluta certeza de que aquel lobo era cualquier cosa menos un lobo al uso. Cuando regresara a Camelot y estuviera en presencia de Arturo, en la sala de la Tabla Redonda, tendría una interesante historia que contar.

Cuando regresara.

No lo tenía muy claro. Como caballero de la Tabla Redonda, Dulac estaba acostumbrado a pelear contra enemigos peligrosos, e incluso superiores en ocasiones. Pero aquel animal estaba hechizado. Tal vez fuera un demonio, que se había introducido en el cuerpo de un lobo, para causar estragos entre los hombres. Cuando el monstruo se decidiera a atacar, lo haría rápidamente y con todo su ímpetu. La batalla se decidiría en la primera acometida.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el lobo soltó un gruñido sordo y comenzó a aproximarse hacia él. Sus belfos se entreabrieron y dejaron la dentadura al descubierto; un escalofrío recorrió la espalda de Dulac. El brillo de maldad de los ojos del animal se hizo mayor.

– ¡Ven de una vez, monstruo! -dijo Dulac-. No te tengo miedo. Puede que estés poseído por el diablo, pero yo soy un caballero de la Tabla. ¡No nos dan miedo los demonios!

El lobo no se quedó muy impresionado ante aquellas palabras. Gruñó más fuerte y se acercó con pasos sosegados; con toda probabilidad pretendía alcanzar la distancia adecuada para saltar sobre su objetivo. Dulac movió levemente la espada en su mano y tensó los músculos para estar dispuesto en el momento del combate. El lobo iba a atacar. Ya…

– ¡Dulac!

La voz cortó como un latigazo los pensamientos de Dulac, todavía lejana, pero estridente y airada.

– ¡Dulac, haragán, no vales para nada! ¡No hay vago más vago que tú! ¿Dónde andas ahora? ¿Jugando con el perro hasta que llegue la noche?

El chico pestañeó. El oscuro verdor del bosque que le rodeaba desapareció por completo y en su lugar surgió la pared de gastados tablones de un granero, por cuyos resquicios se colaba el viento. La hierba dejó paso a un suelo cubierto de paja medio podrida. La espada de su mano se transformó en una rama rota y también el lobo se redujo considerablemente de tamaño, adoptando el aspecto de un pequeño terrier bastante roñoso, que no le llegaba a Dulac más allá de la rodilla y que le observaba agitando la cola.

– ¡Por supuesto! ¡Lo sabía! -la puerta se abrió de golpe y apareció Tander, se paró delante de él y apoyó con fuerza los puños sobre los rodillos de grasa que tenía en el lugar donde usualmente suelen estar las caderas. Dulac bajo el palo precipitadamente y se volvió hacia el posadero calvo mientras intentaba esconder la rama tras la espalda, pero era demasiado tarde. Tander la había visto ya y la expresión de su rostro se enturbió todavía más.

– ¿Sabes lo tarde que es, pedazo de inútil? -gritó-. Ha amanecido hace rato. ¡Ya tendrías que estar en el castillo! ¿El rey tiene que esperar a la hora que a ti te apetezca llevarle la comida?

No era una pregunta que esperara respuesta, más bien se trataba del prólogo a una de esas bofetadas que Tander no tenía reparo en repartir a voluntad, por muy avaro que fuera con la comida o el dinero. Dulac estaba preparado, así que no le resultó difícil bajar la cabeza y, de esa manera, sortear el golpe que el hombre le tenía destinado. Como sabía lo traicionero que era el posadero, dio rápidamente un paso hacia atrás. Y de no ser porque en ese momento estaba Lobo detrás de él, habría funcionado.

Así, sin embargo, Dulac tropezó con el perrillo, extendió los brazos desconcertado y finalmente se cayó todo lo largo que era. La paja húmeda atenuó algo el golpe, pero de todas maneras la parte de atrás de su cabeza golpeó el suelo de tal forma que, por un momento, el chico vio las estrellas.

– ¡Esto es el colmo! -se acaloró Tander más todavía-. Le digo al zagal que se ponga a trabajar y ¿qué hace él? ¡Sigue perdiendo el tiempo! ¡Espera, chico, que te voy a enseñar lo que es bueno!

Dulac sabía lo que iba a llegar a continuación, así que saltó veloz hacia un lado. A pesar de ello, Tander le acertó dos patadas en el muslo antes de que el muchacho pudiera incorporarse y se arrastrara unos metros más allá.

– ¡Y ahora vete de una vez al castillo, antes de que traigas la desgracia sobre mí y sobre mi familia! -gritó Tander-. ¿Es así cómo me agradeces que te haya acogido y tratado como carne de mi carne? ¿Qué es lo que he hecho para que Dios me castigue de este modo?

Dulac podría haber respondido a aquella pregunta… pero no sólo habría empleado el resto de la mañana sino que, además, le habría caído encima una nueva somanta. Así que se levantó, le echó una mala mirada a Lobo y, dando un rodeo para no rozar ni siquiera a Tander, salió del granero. El terrier le siguió ladrando y moviendo la cola, mientras el posadero continuaba maldiciendo su destino a voz en grito a pesar de que ya no había nadie que le oyera.

Dulac parpadeó al salir y toparse con la clara luz de la mañana. En una cosa había dado Tander en el clavo: el sol ya estaba alto en el cielo. Iba a llegar tarde.

Dejó de correr y adoptó un trote ligero que le ahorraba fuerzas. Tenía un buen trecho por delante. El castillo de Camelot se encontraba al otro lado de la ciudad del mismo nombre, que, aunque no tenía muchos habitantes -por lo menos, en comparación con las ciudades extranjeras de las que Arturo y sus caballeros hablaban a veces-, se extendía sobre una gran llanura, de tal manera que a paso tranquilo se tardaba más de media hora en recorrerla.

Dulac lo consiguió en menos de cinco minutos.

Desde la distancia ya vio que la gran puerta de doble hoja permanecía abierta y en el patio había un ir y venir de gente.

Aquello no era lo usual. El rey Arturo y sus caballeros no eran nada tempraneros. Normalmente Dulac, Dagda y dos o tres criados más eran los únicos cuyos pasos y voces se oían por las mañanas en el castillo. Sin embargo, ahora, por lo menos una docena de hombres y mujeres corrían por el patio, y cuando se acercó un poco más, divisó un caballo desconocido y lujosamente enjaezado.

Visita.

Y eso también era extraño. Muy a menudo llegaban viajeros a Camelot, pero raramente lo hacían sin anunciarse. Y nunca si se trataba de caballeros o nobles. Dada la riqueza de sus jaeces, el caballo no podía pertenecer más que a un rey. Dagda estaría babeando de ira.

Dulac atravesó el umbral con dos rápidas zancadas y bajó como un rayo por las escaleras que desembocaban en la cocina y dependencias afines. Allí todavía estaba más oscuro. La noche había dejado un rastro de frescor y, como siempre que bajaba a aquel lugar, un escalofrío recorrió su cuerpo. Oficialmente las distintas habitaciones del oscuro sótano estaban destinadas a la fresquera, la despensa, la cocina y el dormitorio de Dagda, pero a veces Dulac sentía algo más en ellas; algo muy antiguo que vivía en las sombras y en la piedra de los muros.

El chico recorrió algo encogido el pasillo de techo bajo, entró en la cocina y confirmó sus peores sospechas. Sobre el fuego hervía una sopa en un enorme caldero. Concentrada bajo el techo había una espesa humareda que provocaba la tos; y, junto a la olla, el propio Dagda sujetando el cazo con su mano izquierda, removía el líquido una y otra vez. Con la otra mano iba añadiendo ingredientes al caldo hirviente. Era un hombre viejo y muy delgado, cuya espalda se había ido encorvando debido al peso de los años. El cabello blanco le caía por los hombros, pero era tan fino ya, que la piel se vislumbraba por debajo de su cabeza. Su rostro parecía formado sólo por arrugas y pliegues, y su cuello era tan escuálido que Dulac a veces se preguntaba por qué extraño motivo no llegaba a quebrarse. El chico nunca se había atrevido a preguntarle por su edad, pero sospechaba que por lo menos tenía que ser centenario, si no más. Todo en él denotaba vejez y, en ocasiones, sus movimientos eran incluso temblorosos. Únicamente sus ojos no concordaban con aquella impresión, porque, a pesar de que estaban enterrados en una red de numerosas arrugas diminutas, relucían tan claros y despiertos como los de un hombre joven.

Por lo menos, en otras ocasiones.

Aquel día sus ojos estaban empañados y Dagda se veía mucho más viejo que de costumbre. La tez de su cara había adquirido un tono gris y su nerviosa manera de moverse confería un aspecto quebradizo a su persona. Cuando Dulac entró en el cuarto, apenas le echó una mirada huidiza, luego inclinó la cabeza de nuevo sobre el caldero de sopa.

– Perdóname, Dagda -dijo Dulac casi sin aliento-. Sé que he venido tarde, pero…

– Ahórrate tus disculpas y más vale que me ayudes -le cortó Dagda-. Rápido, ponte tus mejores ropas y sirve un buen vino al rey y a su visitante.

El muchacho se quedó un momento sin saber qué hacer. Llevaba sus mejores ropas… que, por otro lado, eran las únicas que tenía. Hasta hacía dos años aquel tosco atuendo había pertenecido al hijo mayor de Tander, pero cuando se le quedó pequeño, el posadero había regalado los harapos, tan generoso como de costumbre, a su pupilo Dulac.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Dagda-. ¿Te has dormido? Coge el vino, rápido. Arturo no anda de muy buen humor. Creo que su visitante no le ha traído buenas noticias.

Dulac hizo lo que se le decía y se guardó muy mucho de protestar. Aquellas palabras sonaban a fuerte reprimenda dado el habitual buen carácter de Dagda. Había algo que no funcionaba. Dagda era una de las pocas personas de Camelot que se llevaba bien con él; tal vez incluso el único amigo verdadero que tenía. Pero también de aquello tendría que preocuparse después. Ahora era preciso correr al salón del trono. Dagda tenía razón: Arturo no estaba de buen humor cuando le despertaban tan temprano.

Lobo quiso seguirlo, pero Dulac se lo impidió con una orden tajante. A Arturo no le gustaban los animales, y menos los perros. Vacilando bajo el peso de una bandeja repleta de viandas, abandonó la cocina y se puso en camino hacia el salón del trono.

Gracias a Dios el castillo de Camelot no era demasiado grande. Muchos de los viajeros que acudían por primera vez se extrañaban, e incluso se decepcionaban, cuando veían el legendario castillo del rey Arturo y de sus caballeros, porque Camelot constaba de no mucho más que las habitaciones privadas del rey y de su séquito, una colindante torre vigía de treinta metros de altura y una muralla de gruesos muros que rodeaba el retinto. Sus paredes tampoco habían sido construidas con oro, como decía la leyenda, sino con basta piedra arenisca, que más bien tenía el color del estiércol de gallina… por lo menos si se hacía caso de las palabras de Dagda.

Pero era un castillo, y aunque sus habitantes a menudo fueran sin afeitar, olieran casi siempre mal y acostumbraran a beber más de la cuenta, seguían siendo caballeros; y el mayor deseo de Dulac era convertirse un día en uno de ellos y ganarse un puesto en la Tabla de Arturo. Algún día, lo sabía, llevaría él también una armadura y recorrería el mundo para luchar contra paganos y demonios, y asegurar la paz en su tierra.

Respirando entrecortadamente, llegó al primer piso, en donde se encontraba el salón del trono. Sus pasos se hicieron más pausados a medida que se acercaba a la sala. Las voces excitadas de Arturo, Gawain y otros caballeros de la Tabla alcanzaron su oído, pero también la de un forastero, que hablaba en un dialecto difícil de entender y con un tono nada amistoso. Dulac caminó más despacio todavía y con los dedos de la mano izquierda se compuso el cabello antes de penetrar en la sala.

En aquel momento había muy pocos caballeros en el recinto. Aparte de Arturo y Gawain, cuyas voces ya había oído desde el pasillo, sólo estaban sentados tres hombres más en la gigantesca mesa, que, sin embargo, podía llegar a tener capacidad para sesenta comensales. Se trataba de dos caballeros de la Tabla y un extranjero alto, de cabello oscuro, ataviado con una lujosa armadura y una capa granate. Tenía la cara ancha, la barba dura; y unos ojos fríos que se posaron brevemente en Dulac cuando éste entró en la sala. Luego se giró hacia Arturo de nuevo.

– Como os estaba diciendo, amigo mío -dijo Arturo mientras hacía una señal a Dulac con gesto autoritario-, resulta absolutamente imposible. La ley me lo prohibe.

El rostro del hombre se ensombreció todavía más.

– ¿La ley?

– La ley de la Tabla, querido Mordred -dijo Gawain en lugar de Arturo-. Por lo que parece, vos no habéis oído hablar de ella, pero está en vigor en todo nuestro territorio.

Mordred iba a rebatirle, pero Dulac ya se había aproximado a la mesa y Arturo se le adelantó:

– Bebed un sorbo de vino -dijo-. La fama del vino de Camelot es grande y con su aroma en la garganta se conversa mucho mejor.

La expresión de Mordred se endureció un poco más y Dulac bajó rápidamente la vista y comenzó a escanciar el vino. Arturo tomó la primera copa, sus manos temblaban levemente. La noche anterior Dulac le había estado sirviendo vino a él y a otros caballeros hasta más allá de medianoche, cuando Dagda lo mandó por fin a su casa. Los ojos de Arturo estaban subrayados por unas oscuras ojeras y su tez mostraba un tono ceniciento. Tampoco Gawain y los otros tenían mejor aspecto.

– ¡La ley! ¡Permitidme que me ría! -se acaloró Mordred mientras hacía un gesto de rechazo a Dulac cuando éste iba a servir su copa-. ¡Una ley que vos mismo habéis promulgado!

– Y por eso tiene validez también para mí -le aclaró Arturo y bebió un trago-. Lo siento mucho, noble Mordred, pero ni vos ni vuestros acompañantes podréis traspasar las fronteras de Camelot.

– Oh, claro, claro que podremos, rey Arturo -respondió Mordred adoptando un tono ofensivo al llegar a la palabra «rey».

– Pero yo no puedo permitirlo -dijo Arturo con tranquilidad.

Dulac no estuvo muy seguro de si había ignorado el tono peyorativo de Mordred, o si, sencillamente, todavía no estaba lo suficientemente despierto para tomarlo en cuenta. Con excepción de Mordred había ya servido todas las copas y, por tanto, no le quedaba más que hacer allí. Pero no abandono la sala, sino que se retiró unos cuantos pasos y permaneció con la mirada baja y los oídos atentos.

– ¿Por qué nos negáis el derecho a pasar, Arturo? -quiso saber Mordred-. No estamos en guerra con vosotros. No os demandaremos ni alimentos ni tejado. ¡Rodear las fronteras de vuestro reino nos llevará tres semanas! Ese tiempo lo aprovecharán nuestros enemigos para prepararnos una emboscada. ¡Si nos cerráis el camino, estáis mandando a la muerte a cientos de nuestros soldados!

– Es vuestra guerra, no la nuestra, Mordred -respondió Gawain-. Si os dejásemos pasar, tendríais la oportunidad de llevar a la muerte a numerosos soldados del ejército de Cunningham.

– Vos…

– Nuestra ley nos impide interferir en el destino de nuestros vecinos, Mordred -le interrumpió Arturo-. A no ser que nos pidan ayuda.

– Vuestra ley, ¡No me hagáis reír! -dijo Mordred con hostilidad-. ¡Una ley que habéis establecido vos! ¡Sois el rey de este país! Podéis cambiar la ley cuando se os antoje.

– Por supuesto que no -respondió Arturo y bebió un nuevo sorbo de vino-. Mirad a vuestro alrededor: ¿veis esta mesa?

Mordred estaba irritado, a pesar de eso sus ojos vagaron por la mesa, en la que había quince sillas a cada lado. Encogió los hombros.

– ¿Y?

– ¿Imagino que habéis oído hablar de la Tabla Redonda del rey Arturo? -preguntó el rey-. Bueno, ésta es. En esta sala no hay ningún trono, a pesar de que es el salón del trono. En esta mesa todas las sillas son iguales, porque todos nosotros somos iguales. Cuando me siento aquí, no soy el rey, sino un igual entre iguales. Si incumplo una ley sólo porque soy el rey, ¿cómo podría demandar a cualquiera de mis súbditos que la acatara?

– ¡Palabrería! -dijo Mordred con desdén-. Ya me avisaron de que intentaríais embrollarme con las palabras -se levantó-. Bueno. Lo he intentado, he cumplido las reglas. Pero hay otras maneras. Cruzaremos vuestras tierras, Arturo, con o sin vuestro permiso. Mientras no intentéis retenernos, no sucederá nada. Si lo hacéis, hablarán nuestras armas.

– ¡Mordred, os lo suplico! -dijo Gawain conciliador-. Este es un lugar de paz. ¿Realmente habéis venido hasta aquí para amenazarnos? No puedo creerlo.

Dulac sí estuvo dispuesto a creerlo cuando levantó la mirada y vio el rostro de Mordred. El guerrero permanecía de pie con la mano derecha sobre la espada de su cincho. Sus ojos brillaban desafiantes.

– No amenazo. Sólo digo lo que va a ocurrir. En una semana nuestro ejército cruzará las fronteras del norte. No pensamos acercarnos ni a la ciudad ni al castillo. Pero si nos obligáis, lucharemos para liberar nuestro camino.

Sin una palabra de despedida, se dio la vuelta y salió de la estancia. Dulac tuvo la certeza de que habría dado un portazo si la puerta no hubiera sido tan pesada.

Gawain esperó a que hubiera desaparecido, luego suspiró y se giró con cara preocupada hacia Arturo.

– Podríamos tomarlo casi como una declaración de guerra.

– Ves las cosas demasiado negras -contestó Arturo. Bebió un sorbo y apuró la copa de un segundo trago, luego alargó la copa en la dirección de Dulac-. Más vino, chico. Y en lo que se refiere al tal Mordred, no es el primero que llega aquí y cree que puede impresionarnos con su ejército, con su reino o sólo con su osadía. ¿Quién es, al fin y al cabo?

Dulac llenó la copa y Perceval respondió:

– Nadie sabe a ciencia cierta quién es. Pero yo os puedo decir lo que es: desde hace un año sirve a Denold, el rey de los pictos.

– Y los pictos están en guerra con Cunningham -añadió Gawain con tono preocupado.

– Esa lucha no nos atañe -dijo Arturo-. No vamos a inmiscuirnos.

– Me temo que no es tan sencillo -suspiró Perceval-. Si es cierto lo que he oído, Mordred marcha con un ejército de quinientos hombres contra Cunningham. Y su camino le traerá a Camelot en menos de un día a caballo -se rió levemente, pero su risa no sonó demasiado divertida-. Me temo que las circunstancias sí nos obligarán a inmiscuirnos, eso es lo que hay.

– Eso sin contar con que Cunningham es nuestro amigo -dijo Gawain-. Si nos pide ayuda, debemos ofrecérsela -suspiró con rotundidad-. Habrá guerra.

– ¿Guerra? -Arturo rió, se levantó y golpeó con la rodilla el canto de la mesa con tanto ímpetu que el dolor le hizo tirar la copa y a punto estuvo de derribarle al suelo. Dulac saltó hacia delante intentando agarrar el recipiente, pero sólo consiguió rozarlo y éste se hizo añicos en el suelo-. ¿Guerra? -repitió Arturo impresionado-. No hemos llegado tan lejos -apoyó la mano izquierda sobre la mesa, cojeó unos cuantos pasos con expresión de dolor y sacudió la cabeza-. No, todavía no hemos llegado tan lejos. Chico… limpia esa porquería. Y luego vete y dile a Dagda que tengo que hablar con él.

– ¿Guerra? -Dagda sacó el cazo lleno del caldero, probó la sopa caliente y su cara adoptó una expresión de repugnancia-. ¿Guerra? -dijo de nuevo-. Ese cabeza de chorlito lleva diez años sin pelear. Y cuando lo hacía…

– Yo no creo que Arturo quiera -dijo Dulac con precipitación-. Pero Perceval y Gawain parecían muy convencidos.

Dagda miró la olla con la frente fruncida, tiró un puñado de sal y removió con fuerza.

– Gawain y Perceval son jóvenes locos, con la sangre caliente, y no saben lo que realmente significa la palabra «guerra» -dijo-. No te preocupes. Hablaré con Arturo. No habrá guerra.

– Eso espero -respondió Dulac y saltó con las rodillas dobladas sobre el alféizar de la única ventana que había en la cocina. Estaba justo debajo del techo. Como la cocina se encontraba en el sótano del castillo, lo único que podía ver desde allí era el tosco empedrado del patio y algún zapato que iba y venía de vez en cuando. Era su asiento preferido cuando Dagda cocinaba. La sopa hervía en el caldero sobre el fuego y toda la cocina se había llenado de vapor. El poyete de la ventana era el único lugar en el que se podía respirar sin problemas. Y desde el que se tenía una panorámica, no sólo del sótano, sino también de las escaleras, de tal modo que Dulac descubría a quien entraba mucho antes que el propio Dagda. Y también con tiempo suficiente para saltar de nuevo al suelo y disimular que estaba ocupado si aparecía algún visitante sin anunciarse. Si había algo que Arturo odiaba todavía más que levantarse temprano, era la holgazanería de la servidumbre.

De momento no había peligro. Arturo iba poco por allí y aquel día seguro que no aparecería; seguiría rompiéndose la cabeza con sus caballeros tratando de imaginar qué les depararía el futuro. Y, mientras, el vino correría por la mesa…

Con esos pensamientos la mirada de Dulac -no por primera vez- se quedó prendida del anaquel que Dagda había colgado en la pared junto a la puerta. Contenía una gran cantidad de recipientes, que iban desde sencillos vasos de estaño hasta una lujosa copa de oro puro, decorada con abundantes piedras preciosas. Dagda le había explicado en una ocasión que Arturo había traído cada uno de aquellos vasos de sus distintos viajes y, por tanto, todos tenían su propia historia. Unas las conocía Dulac, otras no; unas eran emocionantes, otras menos, y la mayoría seguramente inventadas.

Por encima de todas, a Dulac le interesaba la historia de una discreta copa negra. No era muy grande y estaba bastante deteriorada, pues tenía diversas mellas en el borde, como si alguien la hubiera utilizado como martillo… ¿o como arma?

Algo especial tenía que haber ocurrido con aquel recipiente si Arturo lo había traído y Dagda lo había colocado en el anaquel con el resto… Pero hasta entonces Dagda siempre se había negado a contar su historia.

Arrinconó aquel pensamiento. En realidad, en aquel momento no era importante. Y preguntó de nuevo:

– ¿Guerra?

– No tengas miedo -insistió Dagda mientras tiraba algo bastante grande en el caldero-. ¡Guerra! ¡Vaya tontería!

Lobo gimoteó. Estaba sentado bajo Dulac, junto a la pared. Con las dos patas delanteras en el hocico, miraba con envidia el vapor que era incapaz de atrapar.

– Eso espero -dijo Dulac-. Ese Mordred parecía hablar muy en serio.

Dagda dejó de remover la sopa.

– ¿Qué es lo que has dicho? -jadeó.

– No creo que fuera una mera amenaza -insistió Dulac, pero Dagda lo interrumpió con un movimiento de cabeza, dejó el cazo en el caldero y se aproximó hacia el chico con pasos rápidos

– ¡Su nombre! ¿Cómo le has llamado?

– Mordred -respondió Dulac.

– ¡Mordred! -el rostro de Dagda perdió cualquier rastro de color-. ¿Estás seguro?

– Claro que estoy seguro -contestó Dulac en tono contenido-. Ése era el nombre que le daban. ¿Por qué?

– ¿Qué aspecto tenía? -quiso saber Dagda, sin responder a su pregunta. Meneó la mano indignado-. Déjate de tonterías y baja de una vez. Respóndeme: ¿qué aspecto tenía?

El timbre de su voz hizo que Dulac obedeciera. No era raro que en los últimos tiempos Dagda tuviera un comportamiento triste y malhumorado, pero no recordaba haberlo visto nunca tan asustado. Sacó rápidamente las piernas del alféizar y saltó al suelo. Lobo gimió atemorizado y desapareció como un rayo.

– ¡Habla! -le exigió Dagda.

– Muy alto -respondió Dulac-. Ancho de hombros. Creo que es muy fuerte.

– Su cara -le interrumpió Dagda-. ¿Cómo era su cara? ¡Sus ojos!

– ¿Sus ojos? -Dulac no acabó de comprender a qué se refería Dagda.

– ¿Cómo eran sus ojos? -Dagda casi gritó-. ¡Piénsalo bien! ¿Tenía los ojos de Arturo? ¡Di!

¿Los ojos de Arturo? En un primer momento Dulac sólo pensó en responder soltando una carcajada. ¿Cómo iba a tener alguien los ojos de Arturo? Pero después intentó concentrarse para imaginar el rostro de Mordred, y cuanto más lo pensaba… Sí, sin duda…, en ellos… había algo. No su aspecto. Pero había algo en la mirada de Mordred. Algo que le recordaba efectivamente al rey Arturo, aunque antes no se hubiera percatado. No respondió, pero su silencio dio la razón a Dagda.

– Así que era él -murmuró el anciano. Sonó… conmovido-. Que Dios nos proteja. Ha regresado.

– ¿Quién ha regresado? -preguntó Dulac perplejo-. ¿Mordred? ¿Lo conoces?

– ¿Conocerle? -Dagda rió con amargura-. Claro, por supuesto que lo conozco. Y Arturo también lo conoce, aunque todavía no lo sepa. Sabía que un día vendría… pero, ¿por qué precisamente ahora?

Sacudió la cabeza y se dio la vuelta para volver al caldero. De pronto parecía muy cansado.

– Lo… conoces -dijo Dulac titubeante-. ¿Sabías que vendría?

– Sí -murmuró Dagda.

– ¿Quien es ese hombre? -preguntó Dulac. Su corazón latía con fuerza-. ¿Por qué te atemoriza tanto?

– Porque supone un gran peligro -respondió Dagda, sin girarse hacia él-. Traerá la desgracia sobre Camelot. Y a Arturo puede que, incluso, la muerte.

– ¿La muerte? -Dulac se asustó de verdad-. No… ¡no lo dices en serio!

– No he dicho nunca nada más en serio -respondió Dagda-. Está escrito que será así y de ninguna otra manera -miró a Dulac, lleno de tristeza y dolor-. De la mano de Mordred el rey Arturo encontrará la muerte -movió la cabeza con expresión cansada-. Y yo no estaré allí para socorrerle.

– ¿Por qué?

– Porque voy a morir, bobo -contestó Dagda.

– ¿Vas a morir? -Dulac abrió los ojos desconcertado, pero Dagda hizo un gesto apaciguador con su mano derecha. Con la otra agarró el cazo y comenzó a remover la sopa de nuevo.

– No ahora -dijo-. No esta semana y tal vez ni siquiera este año. Pero, ¡mírame! Soy un hombre viejo. Mis fuerzas se apagan. Estoy enfermo y débil. Cada vez olvido más cosas, a veces hasta me cuesta recordar la receta de mi sopa ¡y eso que llevo veinte años cocinándola todos los días! Pronto no podré acompañar a Arturo en su batalla. Precisamente ahora que me necesita más que nunca.

– Entonces tienes que advertirle -dijo Dulac sintiendo una especie de liberación. Las palabras de Dagda le habían asustado infinitamente, pero en realidad no le había dicho nada nuevo. Dagda era viejo, muy viejo. Era la persona más vieja con la que se había topado, y en algún momento iba a morir, por supuesto. Nadie vivía eternamente.

– ¿Advertirle? -preguntó Dagda despacio-. Pero, ¿de que?

– De Mordred -respondió Dulac sin comprender-. ¡De que le va a intentar matar!

– ¡De Mordred…! -Dagda sonrió con amargura-. ¿Cómo podría yo, mi joven amigo? Dime: ¿cómo puedo decirle a mi rey que su propio hijo ha venido para acabar con él?

Dagda le había dejado el resto del día libre, pero Dulac estaba tan abrumado por todo lo que había experimentado y, sobre todo, descubierto, que no pudo alegrarse por ello. Mientras regresaba a la posada a paso tranquilo, comprendió dolorosamente que apenas sabía nada de Camelot, del rey Arturo, de los caballeros de la Tabla Redonda, de la historia del castillo, de Dagda y… sí, incluso de sí mismo. No sabía siquiera qué edad tenía. No conocía de dónde provenía, quiénes eran sus verdaderos padres y tampoco cómo se llamaba realmente. Desde que tenía uso de razón vivía con Tander, el dueño de la única posada de Camelot.

Dagda le había contado que, hacía cosa de diez años, el propio rey Arturo y algunos de sus caballeros pasaron junto a un pequeño lago, en cuya orilla descansaron un rato para que los caballos bebieran. De pronto oyeron el llanto de un niño, y cuando comenzaron a buscar, encontraron una extraña barca muy deteriorada y, entre los restos, un chiquillo de tres o cuatro años, medio hambriento y parloteando en una lengua incomprensible. La búsqueda de los padres del niño resultó infructuosa, al igual que la de los otros ocupantes de la barca o la de algún rastro de su proveniencia, así que Arturo finalmente llevó el niño a Camelot. Dagda, que se ocupó del huérfano en los primeros momentos, le puso el nombre de Dulac, asegurando que tenía algo que ver con el lugar donde le habían encontrado, pero nunca se había molestado en aclarar esa afirmación, y fijó arbitrariamente su edad en cuatro años. Lo que tenía por resultado que, ahora, ante la consabida pregunta sobre su edad, Dulac respondiera que catorce años… pero que también podrían ser quince o, incluso, trece. ¿Qué más daba? También muchos de los caballeros de Arturo ignoraban su edad, y muy pocos eran capaces de escribir su nombre… Al contrario que Dulac, a quien Dagda le había enseñado a leer y escribir años antes.

Los primeros cuatro años Dulac vivió y trabajó con la familia de Tander, pues allí lo llevó Arturo. Tres de esos cuatro años supusieron una buena vida para Dulac. Como los demás miembros de aquella gran familia, tenía que arrimar el hombro y participar de acuerdo con su edad en las faenas propias de una posada. Pero la mujer de Tander murió y desde entonces el posadero se tornó gruñón y tacaño. Dulac tuvo que abandonar su pequeña habitación de la buhardilla y trasladarse al granero, en donde hacía frío en invierno y calor en verano, y el pequeño sueldo que Dagda le pagaba debía entregarlo enteramente. Si volvía del trabajo a casa y todavía había clientes en la taberna, se le exigía ayudar tras el mostrador e, incluso los domingos, cuando todos estaban en la iglesia, tenía que quedarse para limpiar la posada. A pesar de eso, Tander siempre le increpaba que se veía obligado a alimentarle y que haber acogido a aquel niño bajo su tejado iba a ser causa de su ruina. Dulac estaba convencido de que ya lo hubiera echado o vendido como un esclavo si no hubiera tenido que vérselas con la ira de Arturo.

Sin embargo, Dulac no quería quejarse. Era una vida dura, pero mejor que el destino de muchos otros que conocía, incluso en la ciudad, y, además, no iba a durar siempre. Un día -y algo le decía que ese día no estaba ya muy lejos- se quitaría esa vida de encima como si fuera un vestido viejo y se le revelaría su verdadero destino.

Tal vez descubriría incluso quiénes habían sido sus verdaderos padres, aunque no estaba muy seguro de querer conocerlos. Tenía tan pocos recuerdos de ellos como de su vida antes del día en que Arturo y sus caballeros lo habían encontrado. Pero sospechaba que su comportamiento no había sido el que se espera de unos padres. Dejar a su pequeño al arbitrio del destino, o de cualquier desconocido que pasase por allí… En realidad, tenían que haber sido realmente crueles porque, aparte de los harapos que llevaba aquel día, lo único que le habían legado eran dos finas y profundas cicatrices en las orejas, como si le hubieran cortado la punta o se la hubieran quemado con un hierro candente. ¿Qué padres harían eso con su hijo?

Dulac estaba tan ensimismado en sus pensamientos que se dio cuenta demasiado tarde de que había cometido un error. Había elegido el camino más corto para regresar a casa, en lugar de alejarse en otra dirección y emplear la tarde libre en el bosque cercano o con alguno de sus pocos amigos, y ya era inútil dar la vuelta, porque en ese mismo momento se abrió la puerta de la posada y apareció Tander.

Dulac se quedó quieto y Tander parpadeó realmente asombrado de verlo a esa hora tan temprana. Pero enseguida se recobró de la sorpresa. Antes de que Dulac pudiera idear una buena excusa para salir corriendo, adoptó la acostumbrada expresión avinagrada de su rostro y le hizo señas con la mano.

– Ya era hora de que vinieras -refunfuñó-. ¿Qué haces ahí parado papando moscas? ¿Te crees que el trabajo se hace solo? -inclinó la cabeza y sus ojos se estrecharon-. ¿Qué haces aquí? ¿No será que te han despedido por ser un gandul?

– Dagda me ha dado la tarde libre -respondió Dulac haciendo hincapié en el «me», pero Tander pareció ignorarlo.

– Seguramente no puede soportar tu vagancia -gruñó-. No me vengas un día diciendo que has perdido tu trabajo. No puedo tener aquí a alguien que no aporte su parte. Si pierdes tu puesto, te echo de aquí, tenga o no el rey su mano protectora sobre ti. Y ahora, ¡a la cocina! Tenemos huéspedes que pagan por su alojamiento y su comida. No como otros…

Dulac no respondió, por si acaso. ¿Qué podría decir? Fuera lo que fuera, Tander lo utilizaría como excusa para una nueva andanada de insultos. Iba a marcharse cuando percibió un movimiento en la casa, justo detrás del posadero. Una dama delgada y de pelo negro había aparecido detrás del hombre. Estaba demasiado sumergida en la sombra del zaguán para que Dulac la viera con precisión, pero intuyó que unos atentos ojos oscuros lo examinaban con curiosidad, y sintió que era muy hermosa.

Tander volvió la cabeza y se mostró ligeramente turbado cuando vio quién estaba allí. Miró a Dulac con precipitación y le gritó sin más contemplaciones:

– ¡Vete de una vez! ¿Qué haces ahí todavía? -empleó un tono mucho más reposado para dirigirse a la figura de atrás-: Por favor, perdonad la insolencia del muchacho. Yo me encargaré de azotarle.

– ¡No! -dijo ella. Parecía un poco asustada. Con un paso rápido salió hacia la luz.

Su presencia dejó a Dulac sin respiración.

De lo primero que se percató fue de que se había equivocado de medio a medio en cuanto a su edad. No era una dama, tan sólo una doncella que, como mucho sería de su edad, probablemente más pequeña. A pesar de ello, nunca había visto un rostro tan hermoso. Tenía el pelo negro, rizado, que le caía suelto sobre los hombros. Los ojos eran del mismo color y parecieron penetrar en él hasta su misma alma.

– No quiero que sea castigado -añadió la joven.

– Pero os ha mirado, señora -dijo Tander.

– Más bien, me ha admirado, diría yo -respondió ella-. Qué mujer no se enorgullecería de sentirse admirada por un muchacho guapo, aunque la mayoría no lo acepte. ¿Cómo te llamas?

– Du… lac -tartamudeó el joven, sin poder creer que aquella aparición feérica le dirigiera la palabra.

– ¿Dulac? Un nombre poco corriente… pero me gusta. De algún modo encaja contigo. ¿He oído bien? ¿Trabajas en el castillo de Camelot?

Dulac asintió. No conseguía emitir ni una palabra.

– Eso es un poco exagerado, noble Ginebra -Tander se dio mucha prisa en corregirla-. Sólo es mozo de cocina. Aparte de la despensa y el foso, no ha visto mucho más de Camelot -a medida que hablaba se inclinaba más y más, lo que no le impidió echar una mirada a Dulac que dejó bien a las claras que todavía pensaba en el castigo-. No creáis todo lo que dice. Es un niño y a los niños les gusta fanfarronear.

– Debe de tener la misma edad que yo, por lo menos -respondió Ginebra burlona. Tander se inclinó nuevamente-. Y con todo lo que ha visto de Camelot, sabe más del castillo del rey Arturo que yo -y dirigiéndose al propio Dulac, dijo-: ¿Has visto al rey alguna vez?

– Le sirvo diariamente su comida -respondió Dulac impulsivo. Los ojos de Tander mostraron instinto asesino, pero Ginebra pareció entusiasmada.

– ¡Tienes que contármelo! -dijo nerviosa-. Hace tanto tiempo que deseo ver al famoso rey Arturo y a sus caballeros de la Tabla Redonda, ¡y tú pasas cada día un rato a su lado!

– Disculpad, noble Ginebra -dijo Tander-, pero al chico lo necesitan en la cocina. Y él no es compañía adecuada para vos. Un inútil vagabundo, que sólo por lástima dejo vivir bajo mi propio techo.

Por un instante los ojos de Ginebra mostraron ira. No estaba acostumbrada a que la contradijeran. Y Dulac estuvo casi seguro de que con unas pocas palabras iba a poner a Tander en su lugar. Pero entonces la joven observó a Dulac de nuevo y una expresión amable regresó a sus ojos.

– Seguramente tienes razón… en lo que se refiere al trabajo -dijo-. No quiero que tenga complicaciones. Pero me alegraría de que fuera él quien nos sirviera la cena a mi esposo y a mí. ¿Podría ser, posadero?

¿Esposo?, pensó Dulac incrédulo. ¿Había dicho esposo?

– Por supuesto, señora -acató Tander-. Él estará a vuestro servicio todo el tiempo que deseéis.

– Perfecto -respondió Ginebra-. Entonces hasta después, Dulac. Ah, una última cosa -señaló a Lobo-. Trae tu perro contigo. Es encantador.

Se recogió levemente la falda, se dio la vuelta y desapareció en la casa. Tander esperó a que no pudiera oírle, luego se giró de golpe hacia Dulac y lo miró lleno de odio.

– ¿Qué esperas echándole miraditas? -susurró para no ser oído-. ¿Quieres que caiga la desgracia sobre nosotros?

– Pero si yo no…

– ¿Sabes quién es? -le interrumpió Tander.

– ¿Ginebra?

– ¡Lady Ginebra! -corrigió Tander-. ¡Es la mujer del rey Uther, desgraciado! ¡Sólo con que la miraras, podría costamos a todos la cabeza! ¿Eso es lo que quieres? ¿Ese es el agradecimiento que me profesas por haberte acogido y ofrecido techo, comida y bebida?

Dulac no había oído hablar jamás del rey Uther, pero no lo dijo.

– ¿Su mujer? -murmuró incrédulo-. Pero… debe de tener los mismos años que yo.

– Hay reyes que son más jóvenes que tú -le aseguró Tander mientras comenzaba a frotarse las manos tan desesperado como si acabara de ver al verdugo-. Ahora ya sabes quién es. Compórtate como corresponde. Como sigas mirándola a los ojos en presencia de Uther, nos cuelgan a todos. No podrá ayudarnos ni tu amigo Dagda. Y no se hable más, ¡A la cocina! Lávate antes de servir las viandas. Y dile a Wander que te preste sus mejores ropas, no vayas a avergonzarnos delante de tan altas personalidades.

Dulac se había ido a la cocina, como le había ordenado Tander, y después se había dedicado a cortar leña, bajar al sótano a buscar provisiones y sacar agua del pozo. Empleó casi una hora en disponer la mejor vajilla de plata de la alacena, y lavar y pulir todas sus piezas con agua y arena, hasta que parecieron recién bruñidas y pudo ver su reflejo en ellas; finalmente, ayudó en la preparación de los distintos manjares y en la elección del vino que Tander quería ofrecer a tan nobles comensales.

A pesar de ello, el día parecía no tener fin. Cuando Tander entró en la cocina y le indicó que fuera a lavarse y ponerse la ropa limpia, tuvo la sensación de que había transcurrido una semana entera.

Wander, el hijo mayor de Tander, no se sintió muy entusiasmado ante la idea de tener que prestarle su mejor traje, pero su padre acalló su tímida protesta de la manera habitual: le pegó una sonora bofetada que hizo brotar lágrimas de ira en Wander y el chico acabó saliendo de la casa dando un portazo. Por un momento, Dulac sintió alegría ante el mal ajeno, pero enseguida se tornó preocupación. Estaba claro que Wander iba a vengarse antes o después. Dulac no le caía bien y siempre aprovechaba cualquier oportunidad para humillarle o hacerle daño. En cuanto Ginebra y Uther partieran, las cosas irían todavía mucho peor.

Pero nada iba a enturbiar su felicidad por volver a ver a Lady Ginebra. Se aseó a conciencia, se vistió con la ropa que le había dado Wander y bajó a la cocina.

Había oscurecido. En el comedor vecino sonaba la música, se oían voces amortiguadas y, de vez en cuando, una risa cantarina, que provocaba en el corazón de Dulac saltos de placer. Era la voz de Ginebra. Aunque sólo la había escuchado una vez, la reconocería entre otras mil.

– ¡Lleva vino a nuestros huéspedes! -le ordenó Tander, mostrando de nuevo un nerviosismo que ya había estado a punto de hacerle volcar la jarra de plata cuando supervisó la bandeja-. Lady Ginebra acaba de preguntar por ti. Ni se te ocurra mirarla a los ojos. ¡Si lo haces, te fustigaré con el látigo!

Dulac asintió, tomó la bandeja con ambas manos y entró en el comedor.

La gran sala, por lo común bastante sucia, estaba por completo transformada. Las estrechas ventanas se habían cubierto con lienzos para no incomodar a unos huéspedes de tan alta condición con la visión de la pobre ciudad y, sobre todo, para protegerlos de las miradas de curiosidad de fuera. Tander había comentado que aquella noche la taberna estaba cerrada para cualquier otro cliente; a pesar de eso, allí había otras personas además de Ginebra y su esposo. A ambos lados de la mesa, dos criados con ricas vestiduras estaban al tanto para que ningún deseo de sus amos quedara sin atender, y dos soldados hacían guardia algo más alejados.

– ¿Qué haces ahí como un pasmarote? -silbó la voz de Tander en su oído-. ¡Muévete de una vez, chico!

Dulac se dio cuenta de que llevaba un buen rato parado bajo el dintel de la puerta. Dio un respingo, se puso rápidamente en movimiento y balanceó la bandeja hasta la mesa. El posadero había unido tres de sus sencillas mesas de madera para improvisar algo parecido a una mesa de banquete. Seguía siendo tosca, pero muy larga. Uther estaba sentado en una cabecera, Ginebra en la otra. Dulac no osó mirar a Ginebra directamente, pero también sentía una cierta timidez que le impedía fijar sus ojos en el rostro del rey. Mientras se aproximaba a la mesa con la cabeza inclinada, vio de todas formas que Uther era mucho mayor de lo que imaginaba. Tras la corta conversación con Tander, no se habría asombrado de encontrarse con un hombre que pudiera ser el padre de Ginebra. Pero Uther era lo bastante viejo para ser, pura y llanamente, su abuelo. Uno de los dos guardianes que estaban junto al rey le impidió el paso, pero Uther le hizo una seña y dijo:

– ¡No! Sólo es un niño. No tendrá ninguna intención de envenenarme -se rió despacio, hizo un gesto conciliador con la mano y tomó la jarra de vino de la bandeja de Dulac. Antes de que uno de sus criados o el propio Dulac pudieran impedirlo, se sirvió él mismo un vaso de vino, lo cató, se agitó exageradamente y dijo-: ¿O quizá sí? ¡Posadero!

Tander apareció al momento.

– ¿Señor? -preguntó nervioso.

– ¿Éste es el mejor vino que tienes en tu bodega? -preguntó Uther.

Por decirlo con más precisión: era su único vino; pero Tander respondió de todas maneras:

– El mejor de los mejores, señor. Sólo tengo unas cuantas cubas, reservadas para los huéspedes más especiales. El mismo rey Arturo lo saborea cuando viene por aquí.

– Sí. He oído que Arturo no rehusa jamás un rato de placer -respondió Uther, confiriéndole a la frase un sentido mucho más amplio. Bebió otro trago, agitó su cuerpo de nuevo y puso el vaso con fuerza sobre la mesa-. Bueno, si no hay nada mejor… Trae ya la comida.

Dulac iba a darse la vuelta, pero Uther lo retuvo.

– Tú no.

– ¿Señor? -respondió Dulac desconcertado. ¿Había hecho algo mal?

– ¿Eres el chico del que me ha hablado Ginebra? -preguntó Uther-. ¿El que sirve en el castillo de Camelot?

Dulac asintió, incapaz de decir una palabra.

– Entonces cenarás con nosotros -afirmó Uther-. Ginebra está ansiosa de escuchar historias del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda… Y yo también, si he de decir la verdad. Puede ser, ¿no?

Tras la última frase, Tander, que casi se atraganta, se apresuró a contestar con una inclinación de cabeza.

– Por supuesto, señor. Lo que deseéis -se dio la vuelta y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Dulac lo oyó dando órdenes en la cocina.

Uther rió en voz baja.

– Eso le tendrá un rato entretenido -dijo-. Mírame, chico.

El muchacho levantó la cabeza titubeando. El corazón le latía deprisa y los dedos le temblaban; escondió las manos entre los pliegues de su ropa para que los otros no lo descubrieran. No se sentía a gusto en su piel. Dios sabía que no era la primera vez que se encontraba frente a un rey de carne y hueso, aun sin contar a Arturo, pero sí era la primera vez que iba a comer en su misma mesa. De algún modo tenía la impresión de que no resultaba conveniente. Y además allí estaba Ginebra. Ni siquiera se había atrevido a mirar en su dirección, pero intuía la mirada de ella como el roce de una mano ardiente sobre sus omoplatos.

– Como ordenéis, señor -respondió apocado.

Uther frunció el ceño, pero no dijo una palabra y Dulac empleó unos cuantos segundos en lograr mirarlo atentamente.

El rey Uther era realmente tan viejo como había pensado al principio. Hacía tiempo que había rebasado los cincuenta, pero no tenía aspecto achacoso; los años le habían otorgado una expresión solemne y digna de respeto. Su cabello, bastante abundante aún, era blanco y le llegaba hasta los hombros; la barba, del mismo color, estaba cuidadosamente rasurada y le confería un aire de nobleza.

– ¿Contento? -preguntó Uther un rato después.

– ¿Señor?

– Con lo que ves -le aclaró el rey sonriendo-. Quiero decir: ¿cumplo tus expectativas? Seguro que estás acostumbrado a ver reyes y gente de la nobleza.

– Claro, señor -respondió Dulac-. Es sólo que… -se mordió la lengua para no seguir hablando, pero ya era demasiado tarde.

Uther asintió.

– Entiendo. Tras conocer a Ginebra, esperabas encontrarte a un pobre carcamal.

– ¡No, señor! -contestó Dulac con celeridad, lo que era una mentira lisa y llanamente-. Me ha parecido… quiero decir… Vos… bueno, yo.

– ¿Por qué le mortificas tanto, Uther? -se metió Ginebra en la conversación-. Se va a morir de miedo.

La joven se rió y Dulac, titubeando, se dio la vuelta hacia ella.

Ginebra le pareció todavía más hermosa que al mediodía. Llevaba el mismo vestido, pero fruncido a la cintura, y se había puesto una diadema de oro. Si Dulac había visto en alguna ocasión una mujer que se ganara el título de reina, era Ginebra en aquel instante, a pesar de su juventud.

Lo único que no concordaba del todo con su distinción era el brillo burlón de sus ojos.

– No dejes que Uther te tome el pelo -dijo-. A veces le gusta poner a las personas en apuros. Déjale, Uther.

La mirada desconcertada de Dulac fue de Ginebra a Uther y viceversa. Tenía la impresión de que ambos se permitían con él algún tipo de juego que no acababa de comprender.

Gracias a Dios la puerta se abrió en ese momento y Tander y sus dos hijos entraron para servir la cena. A la orden de Uther colocaron un servicio más en la mesa, lo que, si bien provocó en el posadero una mirada de horror, hizo nacer en Dulac un intenso sentimiento de alegría. Nunca habría podido imaginar que fuera a ser servido por Tander. Seguramente lo pagaría amargamente, pero en aquel momento le daba lo mismo.

– Bueno -dijo Uther, cuando ya estuvieron servidos y solos de nuevo-. Háblanos de una vez de Camelot y del rey Arturo.

Dulac titubeó, pero por fin empezó a hablar del castillo y de la vida en la corte. Y una vez que logró sobreponerse, las palabras salieron a raudales de su boca. Habló de Arturo y de sus heroicidades, de los caballeros de la Tabla Redonda y de sus batallas, y de la ecuanimidad de las leyes de Camelot, que desde hacía una generación velaban por la paz y la prosperidad del territorio. Por supuesto, él no había vivido en primera persona ninguno de esos actos, ninguna de esas batallas, pero aquello no le impidió narrarlos con todo tipo de detalles e, incluso, adornarlos con elementos de su propia cosecha. Uther le escuchaba en silencio la mayor parte del tiempo, y sólo le interrumpió para realizar alguna pregunta, pero en ocasiones no podía disimular una sonrisa y un par de veces intercambió una significativa mirada con Ginebra.

– Parece que te manejas bien en la corte -dijo, cuando Dulac llevaba por lo menos una hora hablando, si no más.

– Ya lo veis -respondió el chico con orgullo-. Sólo soy un mozo de cocina, pero casi siempre ando cerca de Arturo.

– Los mozos de cocina y los criados suelen estar mejor informados que los ministros y los generales -contestó Uther-. Dime, Dulac, ¿Dagda sigue cocinando para Arturo y sus caballeros?

El muchacho asintió.

– ¿Conocéis a Dagda?

– Por supuesto -respondió Uther-. Cualquiera que haya estado en Camelot recuerda a Dagda y los exquisitos bocados que prepara en su cocina.

– Vos… vos ¿habéis estado ya en Camelot? -preguntó Dulac perplejo.

– Más de una vez -respondió Uther-. Pero hace muchos años. No me podía imaginar que Dagda todavía viviera -sacudió la cabeza-. ¡Entonces ya debía de tener casi cien años!

– ¿Conocéis al rey Arturo? -quiso cerciorarse Dulac, mirando a Ginebra. Ella sonrió y el brillo burlón de sus ojos se reforzó más todavía. Pero ni siquiera intentó responder a la pregunta, se agachó bajo la mesa para tirarle un trozo de carne a Lobo. Desde que había entrado, Dulac no había vuelto a ver al perro. El animal no había parado de saltar y mover la cola alrededor de Ginebra y había comido más de su comida que ella misma.

– Desde hace tiempo -confirmó Uther por su parte-. Ni yo mismo sé ya cuánto.

– Pero, entonces, ¿por qué os habéis alojado aquí y no en Camelot? -se asombró Dulac.

– Acabamos de nombrar una de las causas -respondió Uther sonriendo-. Las especialidades culinarias de Dagda. Tras la última vez que estuve en Camelot, pasé tres meses sufriendo del estómago.

Sí, Dulac sabía a qué se refería. Uther había tenido suerte si había salido de aquello tan sólo con un ligero dolor de estómago.

– Pero ése no es el único motivo -añadió Uther-. Arturo y yo no nos despedimos como amigos.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Dulac e, inmediatamente, se sintió avergonzado porque a él no le iba ni le venía saber aquello, pero a Uther pareció no molestarle su curiosidad.

– Eso es lo de menos -respondió sonriendo-. No somos enemigos, si eso es lo que temes. Pero en nuestros últimos encuentros hubo… digamos: una disonancia. Es mejor que pasemos la noche aquí y mañana continuemos viaje. Y más ahora, que Arturo tiene ya bastantes preocupaciones.

– ¿Preocupaciones?

– Mordred -respondió Uther.

Dulac se asustó.

– ¿Lo sabéis?

– Ha estado esta mañana en Camelot -confirmó Uther-. Aunque no nos hayas explicado nada de eso… Lo que, por otra parte, respeto en ti. Saber guardar silencio es una gran virtud.

– ¿Quién os lo ha dicho? -preguntó Dulac.

Uther se rió.

– No es ningún secreto que los pictos van camino del sur -contestó-. Creo que Arturo era el único que lo desconocía. Pero mientras Dagda siga cuidándole, no tengo que preocuparme por él.

– Sobre todo si Mordred y su ejército aceptasen una invitación a comer en el castillo -comentó Dulac.

Uther se rió.

– Eso es cierto. Y una buena manera de acabar, según creo. Se ha hecho tarde. Voy a retirarme.

– Por supuesto, señor -Dulac se levantó de un salto y Uther frunció el ceño.

– ¿Qué pretendes?

– Bueno, habéis dicho que…

– Yo iba a retirarme -le cortó Uther-. No que tú tengas que marcharte -señaló a Ginebra-, Hasta ahora sólo hemos hablado nosotros, pero estoy seguro de que Ginebra tiene mil preguntas para ti. Admira profundamente a Arturo, ¿lo sabías?

– ¿Vos… vos me vais a dejar con vuestra mujer a solas? -preguntó Dulac incrédulo.

Uther rió en voz baja.

– Eres un hombre de honor… ¿o? Y no tienes que menospreciar a Ginebra. Es muy joven, cierto, pero está en posición de defender su virtud. Quedaos un rato a conversar tranquilamente.

Se marchó. Y aún hubo más: para mayor desconcierto de Dulac, abandonaron la estancia no sólo los dos criados, sino también ambos soldados. Ginebra y él se quedaron a solas.

– Creía que no se iba a cansar nunca -suspiró Ginebra-. Uther es encantador, pero cuando empieza a hablar no hay manera de que termine.

En realidad, había sido Dulac el que había hablado mientras Uther escuchaba.

– Yo… yo no acabo de comprender, señora -tartamudeó el joven.

– ¿Señora? -Ginebra arrugó la frente-. Para de decir sandeces.

– ¡Pero vos sois una reina! -protestó Dulac.

– Porque mi marido es un rey, sí -suspiró Ginebra-. Pero puedes estar tranquilo. Uther es un rey, pero de los poco importantes.

– De todas formas, vos sois su mujer -perseveró Dulac. Cada vez se sentía menos a gusto. Por mucho que hubiera deseado volver a ver a Ginebra, lo cierto es que ahora su máxima felicidad habría sido desaparecer de allí cuanto antes.

– Eso es verdad -dijo Ginebra-. Pero no como tú piensas.

– No entiendo a qué os referís -confesó Dulac.

Se abrió la puerta y Tander asomó la cabeza.

– ¿Todo bien, señora?

– Por supuesto -respondió Ginebra.

– Pensaba que… como el rey Uther acaba de marcharse y…

– Todavía no estoy cansada -le interrumpió ella-. Vamos a quedarnos un rato más a conversar. Pero te agradezco las atenciones, si necesito algo ya te llamaré.

– De acuerdo, señora, Como mandéis -Tander fue andando hacia atrás con la cabeza gacha y salió cerrando la puerta. Aunque Dulac no pudo ver su cara, sintió con toda plenitud la ira de sus ojos. Ginebra le miro sacudiendo la cabeza.

– Un hombre peculiar -dijo-. ¿Te trata bien?

– Siempre dice que me trata como a su propio hijo -respondió Dulac con diplomacia-. Y es cierto.

– Oh -dijo Ginebra-. Entiendo. Entonces, no es tu padre.

– No conozco a mis padres -indicó Dulac-. Seguramente están muertos. Arturo me encontró de pequeño en el bosque y me trajo aquí.

– Entiendo -repitió Ginebra y se quedó mirando hacia la puerta como si intuyera que Tander estaba al otro lado con la oreja apoyada a la madera. De pronto, se levantó con un movimiento rápido-. Tu perro está intranquilo -dijo-. Vamos afuera con él, antes de que ocurra algo malo.

Lobo no necesitaba salir. Movía la cola junto a Ginebra, mientras miraba su plato con avidez a pesar de que Dulac estimaba que acababa de zamparse su propio peso en carne asada. Por fin comprendió. Ginebra sospechaba que estaban espiándoles y quería salir para hablar sin ser molestados. Asintió con la cabeza y se levantó, pero no tenía la conciencia tranquila. No obstante su aparente liberalismo, Uther era un rey y Ginebra su esposa. Una reina.

Sin embargo, la siguió afuera sin rechistar. Aunque al día siguiente, cuando se enterara, Uther sólo arrugara el entrecejo, Tander le azotaría sin contemplaciones… Pero la sola perspectiva de pasar cinco minutos con Ginebra mitigaba todo lo demás.

Únicamente cuando ya estaban fuera y se habían alejado algunos pasos, se atrevió a decir:

– Realmente, no sé, señora, si es adecuado que…

– Ginebra -le interrumpió ella-. Si vuelves a llamarme «señora», me enfadaré de veras. Y lo que es o no adecuado, lo decido yo. Al fin y al cabo soy la reina y tú sólo un mozo de cocina.

– Por supuesto, se… -comenzó Dulac y pronto se corrigió-: Ginebra.

– Aunque… -siguió Ginebra pensativa-. Si no conoces a tus padres, podrías ser un príncipe o algo similar. Tal vez tus padres fueran reyes. O bandidos.

– Me estáis tomando el pelo.

– Por supuesto -dijo Ginebra sonriendo. Miró a su alrededor. Camelot estaba desierto. Tan sólo hacía dos horas que se había puesto el sol, pero en la mayoría de las casas habían apagado las luces y todo permanecía en silencio.

– ¿La gente aquí se va siempre tan pronto a dormir? -preguntó.

– Sí -respondió Dulac-. ¿Es diferente allá de dónde venís?

Ginebra no contestó, pero tuvo la impresión de que su rostro se ensombrecía. Tal vez su pregunta había removido algo en su interior que le resultaba desagradable.

Fue Lobo el que, sin saberlo, le salvó de la incómoda situación. Hasta aquel momento el perro no se había separado ni un segundo del lado de Ginebra, parecía haber olvidado que existía Dulac. De pronto, se quedó quieto, aguzó las orejas y desapareció como el rayo con un aullido estridente. Un momento después, tres gigantescos perros negros se interpusieron ladrando entre Ginebra y Dulac y salieron detrás del perrillo.

– ¡Ey! -dijo Ginebra asustada-. ¿Qué es esto?

– Los perros de los vecinos -la tranquilizó Dulac-. Se divierten persiguiendo a Lobo, pero nunca lo atrapan.

– ¿Se divierten? -preguntó Ginebra dubitativa-. No me ha parecido un juego precisamente.

No lo era. Si cogían a Lobo, iban a acabar con él; lo sabía. Y tenía remordimientos por no ayudar a su amigo. Pero le tranquilizaba pensar que hasta ahora nunca lo habían alcanzado, a pesar de que la enemistad duraba desde que el terrier había llegado. Lobo era tan pequeño que podría protegerse en cualquier agujero.

– Eso espero -dijo Ginebra recelosa-. Que sea sólo un juego, quiero decir.

Por toda respuesta, Dulac sonrió nervioso. Tuvo que dominarse para no parecer atemorizado. Aparte de los tres perros de los vecinos también había tres hijos de los vecinos, que se permitían a menudo el mismo tipo de juego. Dulac se había ganado de ellos más de una tunda. Pero no estaban cerca. Seguramente yacían en sus camas durmiendo a pierna suelta.

– ¿Caminamos un poco? -propuso-. Lobo nos encontrará.

– Lobo -Ginebra sonrió-. No parece un nombre muy adecuado para él.

– ¿Porque es así de pequeño? -Dulac sacudió la cabeza-. No os dejéis engañar por su tamaño. Es muy animoso.

– Ya lo he visto -respondió Ginebra.

– La fuerza no vale para enfrentarse a un enemigo contra el que no se tienen posibilidades -afirmó Dulac con un tono algo más fuerte de la cuenta-. Si no se puede vencer a un enemigo por la fuerza, hay que engañarlo con alguna argucia.

– ¿Proviene de ti esa sabiduría? -preguntó Ginebra irónica.

– De Dagda -respondió Dulac.

– Dagda, ah, sí… ¿El coci…?

– Es mucho más que el cocinero de Arturo -respondió Dulac-. Cocinero, astrólogo, amanuense, cronista… Sencillamente, todo.

– Entonces, espero que cumpla con sus otras obligaciones mejor que con las del caldero -Ginebra sintió un escalofrío-. Uther explica historias de terror sobre la comida de Camelot.

A Dulac le habría encantado contradecirla, pero no pudo hacerlo. Las especialidades de Dagda eran tristemente célebres en toda la zona. Buena parte del sustento de Dulac corría a costa del castillo, pero no era extraño que el chico regresara a la posada con indigestión.

– Tengo frío -dijo Ginebra un rato después. Antes de que Dulac pudiera responder, se aproximó a él, le agarró del brazo y se apoyó en su hombro-. Así está mejor.

Dulac siguió caminando, pero interiormente sintió que se iba a convertir en estatua de sal. Ni en sus sueños más íntimos se habría atrevido a imaginar que Ginebra le tocara, pero al mismo tiempo tenía claro lo peligroso que aquello podía llegar a ser. Si llegaba a oídos de Uther, podía costarle la cabeza. De todas maneras, no se separó de su brazo como había sido su primer impulso. Su cercanía resultaba maravillosa. Con mucho cuidado dijo:

– No interpretéis mal mis palabras, Ginebra, pero…

De nuevo, ella lo interrumpió con su risa clara.

– Tienes miedo de que mi marido te cuelgue de tus partes más nobles.

En ese castigo exacto no había pensado, pero intuyó que se acercaría bastante a la verdad. Asintió perplejo.

– No tengas miedo -dijo Ginebra-. Uther no es celoso.

– ¿No? -se asombró Dulac-. Si yo tuviera una mujer como vos, sería celoso.

– Gracias por el cumplido -dijo Ginebra-. Pero nosotros no somos… marido y mujer, ¿sabes? No realmente. El podría ser mi abuelo.

– Lo sé -dijo Dulac-. Pero vos misma dijisteis que era vuestro esposo.

– Lo es -aseguró Ginebra. Dulac ya no entendía nada-. Llevamos dos años casados ante Dios y ante la ley.

Dulac la observó desconcertado.

– Pero si vos no… Quiero decir, si vosotros no… Bueno… Uther y vos, vosotros…

– No, no lo hemos hecho y no lo haremos -Ginebra se rió cuando descubrió su creciente perplejidad. Dulac notó que la sangre afloraba a su cara y que sus orejas se ponían como la grana.

– Pero entonces, ¿por qué se ha casado con vos? -se asombró el joven.

– Para protegerme -respondió Ginebra, súbitamente seria-. Uther y mi padre eran buenos amigos. Lo conozco desde que nací. Hace tres años mataron a mi padre.

– ¿Mataron? -preguntó Dulac asustado-. ¿Quiénes?

– Un hombre que juró acabar con toda mi familia -la voz de Ginebra se hizo amarga-. Vinieron por la noche. Docenas de hombres nos atacaron sin misericordia. Nuestros soldados no tuvieron ninguna oportunidad. Todos fueron asesinados, también mis padres.

– Qué horror… -susurró Dulac-. Lo siento mucho.

– Yo fui la única superviviente -añadió Ginebra despacio-. Y también habría muerto si Uther no me hubiera salvado. Me llevó a su castillo, pero el asesino de mis padres se presentó allí y pretendió que me entregase. Así que Uther decidió casarse conmigo para protegerme. Esperaba que Mordred no comenzara una guerra… pues eso es lo que tendría que hacer para matar a la mujer de Uther.

– ¿Mordred? -se sorprendió Dulac-. Mordred, el hi… -se mordió los labios para no seguir, pero ya era muy tarde. Ginebra levantó la cabeza y le miró interrogante.

– El hidalgo -respondió Dulac rápido-, el hidalgo que ha visitado a Arturo esta mañana.

– Sí, ese Mordred -dijo Ginebra-. Yo no lo llamaría hidalgo. Es un monstruo que no respeta la vida de un hombre. Uther dice que tiene parentesco con el diablo.

– No os preocupéis -dijo Dulac con convicción-. Mientras estéis en Camelot, no os ocurrirá nada. Arturo os protegerá.

Ginebra sacudió la cabeza con tristeza.

– Uther no le pediría ayuda a Arturo jamás en la vida -dijo-. Nosotros permaneceremos sólo esta noche en la ciudad. Mañana a primera hora continuaremos nuestro viaje.

A pesar de que Dulac se dijo que no tenía derecho a ello, sintió una punzada de decepción. ¿Qué podía esperar? Que Ginebra y él… era absurdo.

– ¿Qué sucedió entre Uther y el rey Arturo? -preguntó un rato después.

– No lo sé -respondió Ginebra-. Fueron buenos amigos, pero algo ocurrió. Uther no habla de eso. No habríamos venido si Mordred y sus pictos no nos hubieran interceptado el paso.

– ¿Os persiguen?

– No, ni siquiera saben que estamos aquí. Por eso mañana saldremos temprano. Uther no quiere que Arturo se vea envuelto en su lucha contra Mordred.

«Seguramente ya lo está», pensó Dulac. A su mente acudió aquel hombre de cabello negro y aspecto rudo y un escalofrío recorrió su espalda. Fue incapaz de descubrir la causa de aquel sentimiento, pero intuyó que con Mordred una gran desgracia se cernería sobre Camelot y sobre sus habitantes.

– Ya hemos intercambiado demasiados negros pensamientos -dijo Ginebra de pronto y, con un tono muy distinto, añadió-: Tengo un ruego que hacerte. ¿Querrás cumplírmelo?

«Si supiera lo que es», pensó Dulac. En voz alta dijo:

– Claro.

– Camelot -dijo Ginebra-. Quisiera ver Camelot.

– ¿Camelot? -el chico se quedó parado-. ¿Queréis decir…?

– El castillo -confirmó Ginebra-. Quiero ver el castillo. La sala del trono del rey Arturo, y la famosa Tabla Redonda.

– Yo… no sé… -Dulac intentó ganar tiempo.

– ¡Por favor! -imploró Ginebra.

– Es tarde -dijo el joven algo molesto-. Ya estarán todos durmiendo y… y…

– Mucho mejor le interrumpió Ginebra-. Sólo quiero ver el castillo, no hablar con Arturo. Uther se enfadaría mucho si lo hiciera. Seguro que conoces un camino para llegar al castillo sin ser vistos.

– Sí lo conozco -dijo Dulac-, pero yo…

– Me lo has prometido -se enfurruñó Ginebra.

Realmente no lo había hecho. Ni siquiera lo había insinuado.

Pero entonces ella le miró con sus hermosos ojos negros y su respuesta fue «sí».

No fue exactamente como había dicho. La mayor parte de Camelot se encontraba en una profunda oscuridad y también los dos vigilantes de la puerta dormían plácidamente apoyados en sus lanzas; era un truco que cualquier vigilante aprendía enseguida. Pero, en el primer piso, se veía una luz tras los cristales, y cuando se deslizaron de puntillas a través de la puerta, oyeron voces y carcajadas.

– El salón del trono -susurró Dulac indicándolo con un gesto de la mano-. Me temo que no voy a poder enseñaros la Tabla Redonda.

– No importa -respondió Ginebra. Se quedó parada y miró a su alrededor con ojos brillantes-. Así que esto es Camelot. El famoso Camelot, ¡El castillo del legendario rey Arturo! -alargó la mano y acarició admirada la tosca piedra de la bóveda de entrada-. Había oído que sus murallas eran de oro puro.

– La gente exagera -respondió Dulac-. No todo lo que se cuenta de Arturo y de Camelot es cierto -«Más bien casi nada», añadió en su pensamiento. Sólo en su pensamiento.

– Pero es Camelot -aseguró Ginebra-. Desde que tengo uso de razón deseaba ver Camelot. Y por fin estoy aquí.

Dulac la observó con creciente nerviosismo. Los ronquidos de los vigilantes a su espalda eran tan altos que podrían oírse en todo el castillo y estaba seguro de que, salvo Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, no había nadie más despierto. A pesar de eso, cada vez estaba más convencido de ser observado por unos ojos invisibles. Hacía rato que se arrepentía de haber cedido a la voluntad de Ginebra llevándola hasta allí. Con la ilusión que le había hecho cumplirle su deseo… tenía la sensación de haber cometido una falta grave. La desgracia se palpaba en el ambiente.

– Es demasiado peligroso seguir -dijo-. Si Arturo o uno de los caballeros nos descubren…

– Afirmas que soy una amiga de la ciudad -terminó Ginebra.

Acababa de descubrir una condición de su carácter que no le gustaba: era extraño que dejara a su interlocutor terminar alguna frase. Suspiró con fuerza.

– ¿Por qué no me enseñas dónde trabajas? -preguntó Ginebra.

Dulac asintió titubeante. En el sótano no había nada interesante, pero por lo menos no existía el peligro de que fueran descubiertos. Hizo un gesto, adelantó con pasos rápidos a Ginebra y, una vez que cruzó la bóveda, torció a la derecha; ella le siguió a corta distancia.

Con la cabeza gacha y de puntillas, bajó por las escaleras hacia el sótano. Contaba con que estuviera oscuro y en silencio, pero cuando empujó la puerta al final de los empinados escalones, se encontró con todo lo contrario: oyó ruido y vio que de la habitación vecina salía una flameante luz roja. Se quedó parado.

– ¿Qué pasa? -preguntó Ginebra tras él.

Dulac le indicó con la mano izquierda que se quedara callada.

– Dagda -murmuró-. Todavía está levantado. ¡Maldita sea! Habría jurado que llevaba ya un buen rato durmiendo.

– ¿Dagda? -la voz de Ginebra no sonó nada inquieta, más bien entusiasmada-. ¿Puedo verlo?

– Mejor no -susurró-. Él… a veces se comporta de manera poco usual, ¿sabes? Es un anciano.

Ginebra reaccionó justo como él esperaba: ignoró su objeción y pasó por su lado empujándole. Dulac alargó la mano para impedirle continuar, pero enseguida dejó caer el brazo.

– ¡Así que éste es el famoso caldero de Dagda! -Ginebra se había parado junto a la gastada olla de sopa y examinaba el recipiente con los ojos muy abiertos. Estaba claro que Uther le debía de haber contado muchas historias sobre las dotes culinarias de Dagda.

Hizo que sí con la cabeza, gesticuló indicándole que no hablara tan alto y se deslizó de puntillas hasta la siguiente habitación. La luz roja y los ruidos que no lograba identificar provenían de allí. Cautelosamente, asomó la cabeza… y se llevó un susto de muerte.

Dagda estaba sentado, de espaldas a la puerta, ante el vetusto mueble que él llamaba «su escritorio». Ante él reposaba un libro abierto, encuadernado en piel, como los que había a docenas en su estantería.

Pero no era un libro cualquiera.

Las páginas del volumen brillaban con un fulgor amarillo y las letras llameaban en color rojo fuerte, como si fueran de fuego. Y parecían moverse.

Y aquello no era lo más inquietante.

Todavía más increíble era el espectáculo que ofrecía la pared de enfrente.

Allí, en el lugar que normalmente ocupaban simples sillares y la puerta que llevaba al dormitorio de Dagda, bailaban ahora un puñado de deslumbrantes llamas que crepitaban sin producir, sin embargo, ningún calor. Formaban una especie de portal, a través del cual Dagda podía echar un vistazo a un mundo, que resultaba tan sin sentido que no podía ser real: una llanura interminable poblada de árboles floridos y flores silvestres, ua fina línea de plata de un río, que se curvaba en múltiples meandros, serpenteaba hasta llegar a un horizonte de poderosas montañas coronadas por la nieve. En primer plano destacaban varios seres de lo más estrafalario: unicornios blancos como la nieve; un número indefinido de minúsculos puntos luminosos, que mirados con detenimiento se transformaban en elfos no mayores que una mano humana, y también otras criaturas que Dulac se sentía incapaz de describir. En la lejanía, se intuía más que verse, una frágil formación de plata y oro, quizá un castillo, quizá algo totalmente fuera de lo común. Y por muy hermosa y fascinante que resultara esa visión, a Dulac le produjo un miedo profundo.

Ginebra apareció a su lado, abrió los ojos con incredulidad y se puso la mano en la boca, aunque a pesar de ello no pudo reprimir un pequeño grito.

Dagda se sobresaltó violentamente, como si hubiera recibido un golpe. La imagen de la pared osciló; las llamas de sus bordes crecieron y -Dulac pudo apreciarlo- empezaron a despedir calor. Los unicornios que pastaban en la llanura se arremolinaron asustados y huyeron despavoridos a galope tendido. Y Dagda se dio la vuelta en su silla con un movimiento increíblemente rápido. Las llamas volvieron a crepitar, se tragaron la visión del centro y desaparecieron. Por un momento, del muro surgió una tonalidad plateada, casi invisible y, enseguida, se borró.

– ¿Qué…? -jadeó Dagda. Abrió los ojos y los fijó en Dulac, absorto-. ¿Dulac? ¿Tú?

– Sí… señor -contestó Dulac tartamudeando. Habría deseado reducirse al tamaño de un ratón o hundirse en el suelo.

– ¿Qué haces aquí? -le recriminó Dagda y se levantó tan deprisa que su silla cayó al suelo-. ¿Y quién es esta muchacha?

Señaló a Ginebra, que seguía al lado de Dulac con la misma expresión de asombro: los ojos abiertos de par en par, la mano derecha sobre la boca y la izquierda estirada en actitud de defensa.

– ¡Te he hecho una pregunta! -le conminó Dagda al no recibir respuesta alguna. Dulac no recordaba haberle visto nunca tan enfadado.

– Es Gi… -se dominó rápidamente-. Gisela, una amiga. De la ciudad.

– ¿Una amiga? -los ojos de Dagda se entrecerraron-. No sabía que tuvieras una amiga. ¿Y cómo es que no la conozco si vive en la ciudad?

– Acabamos de trasladarnos hace unos días -dijo Ginebra. Había logrado sobreponerse, aunque todavía estaba muy pálida y su mirada iba una y otra vez hacia la pared donde habían visto aquellas extrañas imágenes-. Es mi culpa -añadió-. No le castiguéis, señor. Él no quería, pero se lo he rogado tantas veces que al final me ha dicho «sí».

– ¿A qué?

La pregunta había sido dirigida a Dulac, pero fue Ginebra quien contestó:

– Quería ver Camelot -dijo-. El castillo del rey Arturo.

– Y, por supuesto, al viejo y chiflado mago de la corte -terminó Dagda huraño.

– Él no os describió así -respondió Ginebra. Una sonrisa tímida iluminó su cara-. Dijo que erais un anciano sabio y muy cariñoso. Y un renombrado cocinero.

Dagda hizo una mueca.

– Qué lástima. Me habría encantado creerte, pero seguro que eso último no lo dijo.

– Tal vez no con esas palabras… -aceptó Ginebra-. Pero el resto…

– También es una mentira -la interrumpió Dagda, pero en sus ojos había un brillo divertido y la rabia había desparecido de sus facciones. Por lo que parecía, le resultaba tan difícil resistirse al encanto de Ginebra como a Dulac-. Pero, en todo caso, una mentira con buena intención.

Se agachó con un gemido para recoger la silla, pero Dulac se le adelantó. Mientras la levantaba, el chico miró con disimulo a la pared sobre la que había visto las llamas y aquel mundo tan misterioso. Allí no había ahora nada más que un muro de piedra tosca. Aquello no había sido más que un truco, eso era todo. ¿Dagda, un mago verdadero? ¡Daba risa hasta pensarlo!

Colocó la silla frente a la mesa y, de paso, examinó el libro que Dagda había estado leyendo. No había nada raro en él. Era un libro más entre los muchos que poseía. Valioso, pero no mágico.

Y a pesar de eso… Había habido algo más. Por muy breve que hubiera sido aquel momento, había visto algo, algo que había salido del portal para ir hacia el otro mundo; más que verlo lo había sentido.

– No te quedes ahí parado, Dulac -dijo Dagda de pronto-. Sírvele a tu amiga un vaso de zumo de uvas. ¿Te gusta el zumo de uvas, Gisela?

– Sí, señor -respondió Ginebra enseguida.

– Perfecto -dijo Dagda-. Tenía miedo de no poderte agasajar como es debido. Pudiera ser que estuvieras acostumbrada a mejores caldos.

Ginebra intercambió una rápida mirada con Dulac antes de responder:

– Cómo se os ocurre, señor…

– Tu vestido -dijo Dagda-. Es tan lujoso que podría ser el de una reina.

– Ah, eso -dijo ella-. Yo también lo encuentro exagerado. Pero mi madre dice que tengo que llevarlo por lo menos los primeros días. Para dar buena impresión.

– ¿Tu madre?

– Sí, es modista, señor -dijo Ginebra-. Ella cose vestidos como éste.

– Asombroso -Dagda movió la cabeza y se rió en voz baja-. Bueno, sí; no se te puede negar que tienes el don de la palabra. Dulac, ¿viene ese zumo?

Dulac se dio la vuelta y corrió a buscar la bebida. Cuando regresó, Dagda se había sentado de nuevo frente a su escritorio. Ginebra estaba junto a él y hojeaba el libro. Dulac sintió una leve punzada de celos. A él Dagda nunca le había permitido hacer aquello.

– Así que sois nuevos en la ciudad -dijo Dagda mientras Dulac ponía dos vasos sobre la mesa y los llenaba con el líquido rojo de una jarra.

– Sí, efectivamente -afirmó Ginebra-. Antes vivíamos en el campo, pero mis padres pensaron que aquí podrían hacer mejores negocios.

– Es curioso -Dagda tomó un vaso, se lo pasó a Ginebra, y cogió el otro, de tal manera que Dulac se quedó sin ninguno-. A veces me da la impresión de que aquí el tiempo no se mueve y, de pronto, pasan muchas cosas juntas. Tú y tu familia, ya sois los segundos que habéis llegado a Camelot en poco tiempo.

– ¿Sí? -preguntó Dulac nervioso.

– Sí. Hoy mismo ha llegado a mis oídos que el rey Uther y su mujer estaban en la ciudad. ¿No has oído hablar de la bella Ginebra? Es raro, viviendo como viven en la posada de Tander.

– Puede… puede ser -tartamudeó Dulac-. He pasado todo el día en el granero y luego Tander me ha mandado cortar leña, hasta que se ha hecho de noche.

– Pues te has perdido algo grande -dijo Dagda-. Dicen que la reina Ginebra todavía es muy joven, pero que se ha convertido en la mujer más hermosa de toda Inglaterra. Personalmente creía que exageraban -volvió la cabeza lentamente, miró a Ginebra con atención y añadió-: Pero sin duda lo será en pocos años.

– No… no entiendo… -murmuró Ginebra.

– ¡Por favor, niña! -dijo Dagda sonriendo-. ¿De verdad creías que no te iba a reconocer? Te senté sobre mis piernas cuando no tenías ni un año.

– ¿A mí? -Ginebra abrió más los ojos.

– Fui a menudo al castillo de tu padre -confirmó Dagda-. ¿No te lo contó nunca?

– No -dijo Ginebra-. Y Uther tampoco.

– Uther, sí -suspiró Dagda-. El viejo Uther. Es un hombre recto, pero no ha sido muy listo viniendo hasta aquí. No en tiempos como éstos.

– ¿No se lo diréis a Arturo? -preguntó Ginebra atemorizada.

– ¿Qué te crees? -respondió el anciano. Sonaba algo ofendido-. Lo que hay entre Uther y él es cosa suya. No me mezclo -se giró en la silla-. Ha sido inteligente por tu parte no llevarla ante Arturo. La habría reconocido sin duda y eso no habría traído más que complicaciones. En este momento tiene otros intereses.

– Mordred -supuso Dulac.

Dagda asintió con la cabeza.

– El hombre que atacó el castillo de Uther y os expulsó de vuestra patria, sí -afirmó Dagda mirando a Ginebra-. Ha estado aquí. Pero no te preocupes. Arturo y sus caballeros lo mantendrán a raya.

Ginebra no pareció muy convencida. De todas formas, no continuó con ese tema, sino que señaló la pared de enfrente.

– Eso que habéis hecho… ¿Era Avalon?

– Sólo ha sido un truco -respondió Dagda-. Un juego de manos para engañar los sentidos, una ilusión para la vista.

– Pero parecía real.

– Esa es la esencia del truco -explicó Dagda-. Y tú quieres volver a adularme, me parece a mí. No ha sido bueno. Antes, yo era muy bueno haciendo ese tipo de cosas, pero me he hecho viejo y estoy entumecido.

– Me ha parecido muy convincente -aseguró Ginebra-. Pero, ¿era Avalon? ¿Tengo razón?

– Tal vez -contestó Dagda.

– ¿Tal vez?

– Tal vez -dijo Dagda de nuevo-. Nunca he estado allí. Ningún mortal ha pisado el suelo de Avalon. Nadie sabe cómo es. O si existe realmente.

– ¡Todo el mundo sabe que Avalon existe! -protestó Ginebra.

– Que todo el mundo crea saber algo no provoca que eso sea real -contestó Dagda con una sonrisa-. Este castillo, por ejemplo. Todo el mundo cree que sus murallas son de oro y, a pesar de eso, no es cierto.

– ¿Y la magia? -preguntó Ginebra-. ¿Tampoco existe realmente?

– Una pregunta inteligente -respondió Dagda-. La respuesta es sí y no.

– ¿Sí y no?

– Todo depende del punto de vista -dijo Dagda-. Lo que a uno le parece totalmente normal, otro lo ve como mágico, y viceversa.

– ¿Eso lo decís vos? -se asombró Ginebra-. ¿Un mago?

– Yo no soy un mago -dijo Dagda de nuevo-. Sé hacer unos cuantos trucos, eso es todo; ni siquiera los domino.

– Lo que acabo de ver era bueno.

Dagda encogió los hombros.

– Tal vez sea este sitio -dijo-. Creo que si hay algo parecido a la magia es porque está ligada a un determinado lugar. En el mundo hay lugares mágicos. O, por lo menos, lugares en donde reinan fuerzas que se nos escapan.

– Y Camelot es un lugar de esos.

– No Camelot -Dagda hizo un gesto con la mano libre-. Estos muros son mucho más viejos que los que forman las torres y las paredes de Camelot. El castillo se construyó sobre las ruinas de una fortaleza mucho más antigua. Y antes de esa fortaleza había aquí un templo al que acudían las personas para adorar a sus dioses y ofrecerles sacrificios, y antes otro más, y otro y otro. Y cuando dentro de muchos años Camelot caiga y se convierta en polvo y el nombre del rey Arturo sea olvidado para siempre, aquí se erigirá otro lugar sagrado. Las personas sienten que un lugar es especial.

Dulac escuchaba fascinado. En todos los años que llevaba junto a Dagda, jamás había averiguado tanto sobre la historia de Camelot como en los últimos cinco minutos. Y ni siquiera se lo había relatado Dagda.

– Ahora tenéis que marcharos -dijo Dagda de repente-. Es tarde. Uther se va a preocupar y Arturo podría aparecer. No puede verte.

– Tenéis razón -dijo Ginebra con tristeza-. Lástima. Me habría gustado hablar con vos un poco más.

– Quizá volvamos a vernos -dijo Dagda.

– Imposible -respondió Ginebra-. Uther y yo nos marchamos mañana temprano.

– No -dijo Dagda-. No os iréis -ignoró la mirada desconcertada de Ginebra, se levantó y se dirigió a Dulac.

– Llévala de regreso -dijo- y luego vete a la cama. Te necesito mañana muy temprano. Arturo ha ordenado que todos los caballeros se encuentren en la orilla del río al alba, para ejercitarse con las armas.

Hizo lo que Dagda le había demandado. Llevó a Ginebra por el camino más corto hasta la posada y se despidió de ella de la forma más rápida posible para no sufrir. La observación de Dagda le había dado esperanzas de que tal vez algún día volvería a verla, pero aun así no había ninguna posibilidad de que pudieran ser algo más que amigos. Aunque Uther -según las mismas palabras de su esposa- fuera sólo un rey de los poco importantes, él era un minúsculo mozo de cocina e, incluso, eso sólo el tiempo que Arturo mantuviera su mano protectora sobre él. Entre Ginebra y él se abría un abismo que ningún puente podría cruzar.

Dulac había regresado al granero y se había tumbado sobre la paja, pero le costó mucho conciliar el sueño aquella noche. Habían ocurrido demasiadas cosas para un solo día y, además, no podía dejar de pensar en Ginebra. A Dulac nunca le habían interesado las chicas (bueno, la realidad era que las chicas de Camelot jamás se habían interesado por él), pero Ginebra no se le iba de la cabeza. Cuando cerraba los ojos, veía su bello rostro y en el silencio de la noche le parecía oír la tonalidad de su voz y su risa cantarina. La misma paja sobre la que estaba echado olía al aroma de sus cabellos.

Mucho después de medianoche cayó en un sueño intranquilo (en el que, por supuesto, soñó con Ginebra) y del que despertó con todo el cuerpo dolorido y nada descansado. Pero enseguida se dio cuenta de que no volvería a dormirse; así que podía ir al castillo y ayudar a Dagda. Cuando Arturo y sus caballeros se ejercitaban con las armas, siempre había después numerosos rasguños y heridas de arma blanca que curar, y a veces cosas peores.

Se levantó, se sacudió la paja de la ropa y bajó la escalera del sobrado donde dormía. Todavía estaba muy oscuro y un vistazo al cielo le confirmó que faltaba por lo menos una hora para la salida del sol. Si se ponía ya en camino, iba a encontrarse a Dagda todavía dormido cuando llegara a Camelot. Pero no quería regresar al granero.

Dulac tenía que rodearlo para tomar el camino más directo al castillo, y eso le hizo pasar por la parte trasera de la posada. Casi contra su voluntad levantó la vista y sus ojos se quedaron prendidos de la ventana de la habitación donde dormían Uther y Ginebra. Se imaginó su rostro con tanta precisión que casi creyó poder tocarlo.

El corazón saltó dolorosamente en su pecho. ¿Eran esas las zozobras del amor?

Se dijo a sí mismo que debía apartar aquel estúpido pensamiento de su cabeza, pero no lo logró del todo. En todo caso, se trataba de una experiencia nueva; al mismo tiempo amarga e increíblemente dulce.

Como no tenía prisa, se entretuvo en el camino yendo y viniendo sin rumbo fijo. Lobo zigzagueaba dando saltos tras él, salía corriendo o desaparecía por unos segundos cuando husmeaba algún rastro interesante.

De pronto se quedó quieto, aguzó las orejas y gruñó amenazador. De la oscuridad surgieron tres sombras, que se le parecían, sólo que por lo menos eran cinco veces más grandes. Los tres perros de los vecinos. No habían podido alcanzar a Lobo el día anterior y ahora lo estaban acechando. Lobo gruñó más alto y mostró los dientes, lo que no le impidió retroceder hasta protegerse tras las piernas de Dulac. Los tres perros lo siguieron despacio y comenzaron a separarse para rodearlo.

– ¡Desapareced! -gritó Dulac enfadado-. ¡Buscaos a alguien de vuestro tamaño si queréis pelea!

La respuesta de los perros fue un gruñido a tres bandas y se aproximaron algo más.

– Ya basta -dijo Dulac tajante-. Desapareced si no queréis ganaros una buena patada.

– Bueno, eso habrá que verlo.

Detrás de los tres perros aparecieron tres sombras mucho mayores y el corazón de Dulac pegó un brinco. Eran los tres hijos de los vecinos, los dueños de los tres perros. ¿Cómo demonios estaban levantados a esas horas de la mañana?

Lobo gimió estridentemente y desapareció como el rayo, los tres canes salieron ladrando en su persecución. Dulac hizo el amago de salir tierras de ellos, pero se quedó parado cuando uno de los tres chicos le cortó el camino. Los otros dos se acercaron despacio.

– Bueno, bueno, así que querías patear a nuestros perros -dijo Mike, el hijo del panadero.

– No, no iba a hacerlo -respondió Dulac-. Sólo quería defender a mi perro.

– Fíjate, eso es lo mismo que queremos nosotros -ése era Stan, el hijo del herrero, un tipo tosco y bruto que había odiado a Dulac desde el primer momento.

– Como tú mismo has dicho -tomó la palabra Evan, el tercero en discordia-, cuando quieras pelea búscate a alguien de tu tamaño.

– No quiero pelearme con nadie -dijo Dulac. Realmente se debatía entre dos fuegos. Se sentía muy capaz de poner en peligro a cada uno de aquellos chicos por separado, también a Stan, pero eran tres y estaban dispuestos a luchar.

– ¿No quieres? -preguntó Stan con una mueca. Colocó los brazos delante del pecho y se aproximó dando pequeños saltitos-. ¿Y qué pasa si nosotros sí queremos?

– Entonces, vosotros mismos -dijo Dulac altanero-. No voy a defenderme. No tengo ninguna oportunidad con vosotros tres.

– Muy hábil -dijo Stan y se acercó algo más mientras sus compañeros se separaban hacia los lados para cortarle la huida; igual que habían hecho antes sus perros con Lobo-. ¿Te crees que yo soy un hombre de honor y te voy a dejar escapar?

– En absoluto -respondió Dulac-. A lo dicho, no me voy a defender. Si os produce alegría luchar tres contra uno, ¡adelante!

Stan bajó los brazos. Su rostro se ensombreció.

– ¡Contigo acabaré yo solo! -gritó y se abalanzó sobre él.

Era justamente lo que Dulac esperaba y estaba preparado. Stan era más fuerte que él, pero también más lento, y rabioso luchaba con tanta consideración como un toro bravo.

Dulac le dejó hacer, se escabulló bajó su salto y le pegó un puñetazo en la nariz al mismo tiempo que le ponía la zancadilla. Stan chilló de furia y dolor, tropezó torpemente y acabó cayendo todo lo largo que era sobre el lodazal.

Antes incluso de que llegara al suelo, Dulac lo rodeó para recibir a Evan, que arremetía por la derecha, con una fuerte bofetada que mandó al chico junto a Stan, pero él, por su parte, le dio un intenso golpe en la espalda, que le hizo doblarse sobre las rodillas. Dulac jadeó de dolor, pero no estaba nada sorprendido. No había contado ni por un segundo con que los tres fueran a mantener su palabra y dejaran a Stan solo frente a la batalla.

Intuyó la embestida de Mike antes de que la llevara a efecto y se dejó caer a un lado. La potente patada de Mike dio en el vacío y, en vez de empujar a Dulac al suelo, del impulso de su propia patada salió despedido hacia delante y tuvo que luchar por mantener el equilibrio en una postura realmente cómica.

Dulac contribuyó al pisarle violentamente la articulación del pie, Mike aterrizó dándose un buen porrazo en el trasero y comenzó a aullar en tonos agudos. Por su parte, Dulac saltó rápidamente hacia arriba.

Estaba claro que al final no iba a tener la más mínima oportunidad. El era más rápido y se daba más maña que cualquiera de sus tres competidores, pero el desequilibrio numérico era demasiado grande. Había peleado a conciencia, pero al final estaba en el suelo, y Stan, Mike y Evan, inclinados sobre él, le rodeaban con una mueca de sorna.

– Realmente se ha comportado como un valiente, nuestro caballero encantado -dijo Mike con una falsa sonrisa.

– Sí, sólo que no le ha servido de nada -añadió Stan mientras le asestaba una patada en el costado, que le hizo chillar de dolor. El chico se rió con sarcasmo y cogió aire para propinarle otra más cuando en la oscuridad, por detrás de ellos, se oyeron unos pasos severos y una voz profunda dijo:

– ¿Os parece cosa de valientes lanzaros tres contra uno?

Stan se dio la vuelta, al igual que los otros dos, y los tres se quedaron muy sorprendidos. Dulac levantó con esfuerzo la cabeza y observó a los tres chicos: tras ellos había aparecido una figura oscura entre las casas, pero todavía no estaba tan cerca como para reconocer a quién pertenecía.

– ¿Quién eres? -preguntó Stan desafiante.

– Sólo un hombre al que le parece de cobardes que tres peleen contra uno -contestó la sombra, cuya voz resultó conocida a Dulac. Algo peligroso parecía emanar de la tenebrosa figura.

Quizá Stan también lo sintiera porque, aunque no hizo amago de retroceder, ni siquiera de bajar las manos, al volver a tomar la palabra su voz sonó más obstinada que retadora.

– No te metas en esto -dijo-. No tiene nada que ver contigo. Desaparece o tú mismo vas a experimentar cómo se siente uno cuando es atacado por tres.

– ¿Así que ésas tenemos? -preguntó la figura-. Bueno, no os quedéis con las ganas -adelantó dos pasos más y se paró de nuevo; todavía no había alcanzado la zona de luz, pero no estaba ya totalmente oculto por las sombras.

Stan dio un respingo y Dulac pudo observar cómo perdía cualquier atisbo de color. Mike emitió un chillidito casi ridículo y Evan se dio media vuelta y salió corriendo a toda velocidad. Ni siquiera un segundo después, Mike se fue volando también y el mismo Stan reculó unos pasos.

– ¿Y bien? -preguntó Arturo riéndose-. ¿Querías decirme algo más? -como en un gesto casual su mano se posó sobre la espada.

– No… señor -tartamudeó Stan-. Yo… yo -se calló, bajó la mirada y susurró con una vocecilla sofocada-: Perdón, señor. Lo… lo siento. Al principio… no… no os había reconocido.

– Desaparece -dijo Arturo-. Corre a tu casa y piensa si es honrado pegar a alguien desarmado.

Stan no se lo hizo decir dos veces: se dio la vuelta y desapareció tan rápidamente como si la noche se lo hubiera tragado. Con el corazón latiéndole con fuerza, Dulac miró un momento en la dirección por la que el chico se había evaporado, luego se levantó con dificultad y se volvió hacia Arturo.

– Os doy las gracias, señor -dijo-. Si no hubierais venido, no…

– No te habría ido nada bien -acabó Arturo la frase mientras Dulac lo miraba con los ojos muy abiertos.

Porque Arturo ya no era Arturo, sino Dagda.

– ¿Dag… da? -murmuró Dulac tartamudeando.

– La última vez que hablaron conmigo así me llamaron -dijo Dagda sonriendo-. ¿Estás herido?

– No -respondió Dulac sin pensarlo demasiado. Realmente le dolían todos los huesos del cuerpo, pero no era momento de detenerse en ello-. Pero… pero, ¿cómo puede ser?

– ¿Qué? -preguntó Dagda.

– Arturo -murmuró Dulac-. Yo… Tú… eras…

– ¿Sí? -preguntó Dagda sin mostrarse sobresaltado.

Dulac se calló. Estaba convencido de haber visto a Arturo y, a la vista de sus reacciones, también a Stan y a los otros les había ocurrido lo mismo. Dio medio paso a un lado para mirar hacia la oscuridad, justo detrás de Dagda. No pudo entrever nada más allá de la negritud, pero de haber habido alguien, lo habría sentido.

– ¿Esperas a alguien? -en los ojos de Dagda apareció un brillo de diversión.

– No -respondió Dulac-. Estaba pensando en ayer por la noche. En lo que dijiste de… tus juegos de manos.

– A veces son muy útiles -aseguró Dagda-. ¿Estás bien de verdad?

– No ha sido tan grave- contestó Dulac-. Otras veces he recibido más golpes.

– ¿De esos tres? ¿Quiénes son?

– Tres majaderos -Dulac hizo un gesto con la mano, como si quisiera quitárselos de encima-. No merece la pena ni hablar de ellos. ¿Qué haces aquí?

En cuanto lo hubo dicho, se percató de que no debía haberle hecho esa pregunta. Pero el viejo mago no pareció tomarlo a mal, porque encogió los hombros y dio un paso atrás, metiéndose de nuevo en la oscuridad.

– Por ejemplo, salvarte a ti el pescuezo -dijo-. Pero, ¿qué haces tú aquí, en medio de la noche?

– Tú mismo me dijiste que tenía que llegar pronto -le recordó Dulac-. Arturo y los demás iban a adiestrarse en el manejo de las armas. Y ya sabes lo que sucede en esos casos.

Dagda asintió. Dulac no pudo ver la expresión de su cara porque estaba sumergido en las sombras.

– Sí, ahora que lo dices… Me temo que me estoy haciendo muy mayor. Vete. Espérame en el río.

– ¿Y cuánto vas a… tardar? -preguntó Dulac.

– Lo que tarde -respondió Dagda de forma vaga. Saludó con la mano-. ¡Ahora vete! -su voz había cobrado tanta fuerza que Dulac se sintió incapaz de rebatirle.

El joven se dio la vuelta, caminó un paso, y se paró de nuevo para mirar a Dagda.

Mejor dicho: para mirar el lugar donde había estado Dagda.

Él había desaparecido.

Dulac emprendió deprisa el camino hacia el castillo y la hora larga que quedaba desde allí para llegar a la orilla en donde Arturo y sus caballeros solían ejercitarse. Estaba casi seguro de que Stan y los otros dos habían corrido a sus casas como si el demonio en persona les pisara los talones, pero nunca se sabía… En todo caso, mejor andarse con ojo. Su cupo de aventuras estaba cubierto por el momento. El de peleas también. Con el recuerdo de la odiosa escena, su rostro se ensombreció. Le había asegurado a Dagda que el incidente no le importaba, pero no era cierto. No era para nada cierto.

Dulac hervía de rabia cuando pensaba en ello de nuevo. No era por los golpes que había recibido. A eso estaba acostumbrado. Además, había asestado más de los que había recibido: los tres iban a amanecer al día siguiente con una buena colección de rasguños y moratones, que nada tendrían que envidiar a los de Dulac.

Pero lo que más le dolía era la humillación.

Stan y los otros llevaban martirizándole desde que había llegado a la ciudad. Y a medida que pasaban los años la cosa iba a peor. Cuanto mayores se hacían, más duras eran las bromas que se permitían con él, y desde hacía unos meses el juego se había vuelto realmente peligroso. Estaba próximo el momento en que uno de ellos (lo más probable, Dulac) caería severamente herido, y cuando Stan fuera un poco mayor y un día, no muy lejano, tuviera un arma en sus manos…

No, Dulac prefería no pensar en lo que podría suceder en ese caso. Algún día, lo sabía, ellos iban a pagárselo. Cuando vistiera una armadura y se hubiera ganado su lugar en la Tabla Redonda del rey Arturo…

– Hasta entonces te queda un largo trecho, amigo mío -esta vez Dulac reconoció la voz enseguida. Asustado, se dio la vuelta.

– Y me temo que está un poco alejado para ti -añadió Arturo. Su voz había adquirido un tono de reproche, pero sonreía y Dulac se dio cuenta de que no estaba enfadado.

De todas formas, desanduvo dos o tres pasos y bajó la vista. Dando un respingo, comprendió que había pronunciado parte de sus pensamientos en voz alta, y por eso Arturo los había oído.

– Perdonad, señor -murmuró-. No quería…

– ¿Qué? -le interrumpió Arturo-. ¿Soñar? Por eso no tienes que disculparte. Los sueños son el bien más preciado que los hombres poseen.

Dulac no entendió realmente lo que quería decir, pero estaba tan embargado por la admiración que tampoco era capaz de darle muchas vueltas. Aunque no acostumbraba a pasar ni un solo día sin ver al rey, Arturo no parecía sentir su presencia. Y que le hablara -salvo para comunicarle alguna orden- le resultaba portentoso. Dulac se preguntó si Arturo sabría en realidad quién era él.

– Me temo que yo… yo no entiendo del todo lo que decís -balbuceó.

Para su sorpresa, Arturo sonrió como si él hubiera dicho algo divertido.

– Entonces eres un chico con suerte -dijo y rió despacio-. Así que quieres convertirte en un caballero -añadió tras una breve pausa-. Si es así, tendrás que familiarizarte con el escudo y la espada -miró en todas direcciones-. Es temprano. Los otros tardarán un rato. Si quieres… -Desenvainó la espada y los ojos de Dulac se abrieron de la emoción. Arturo debió de entender mal su gesto, porque bajó rápidamente el arma y dijo en tono tranquilizador-: No tengas miedo. No voy a hacerte nada.

– Lo… lo sé, señor -tartamudeó el chico-. Sólo que me… me he sorprendido. ¿Arturo, rey de Britania, quería enseñarle el arte de la espada a un simple mozo de cocina? Resultaba difícil de creer.

– Palabras -dijo Arturo.

Se dio la vuelta, se dirigió hacia su caballo y regresó un instante después. En la mano llevaba una segunda espada algo más pequeña y ligera; se la entregó a Dulac por el lado de la empuñadura.

– Cógela -le invitó-. No va a morderte.

Dulac la asió con el corazón desbocado. El arma era más pesada de lo que imaginaba y tenía un solo filo y la punta roma, seguramente para ejercitarse sin peligro de salir mal herido. Tampoco había sido forjada con valioso acero como la espada de Arturo, sino con simple hierro. A pesar de eso, cuando asió la espada con miedo se sintió, por decirlo de alguna manera,… bien.

– ¿Has tenido alguna vez una espada en tus manos? -preguntó Arturo-. Quiero decir: para pelear, no para bruñirla o jugar con ella sin ser visto.

Dulac negó con la cabeza. Realmente, había desenvainado la espada de Arturo en numerosas ocasiones secretamente. Le gustaba admirar el resplandor de su hoja y blandiría para sentirse un verdadero caballero, pero a la pregunta de Arturo debía responder honestamente que no.

– Entonces, ha llegado el momento de la primera lección -dijo Arturo con una sonrisa-. Pero antes de que comencemos, piensa siempre que un arma no es ningún juguete. Hasta esta espada de adiestramiento resulta peligrosa, puede herir e incluso matar. ¿Lo has comprendido?

– Sí, señor -dijo Dulac respetuosamente.

– Todo bien, entonces -dijo Arturo-. Y ahora… atácame.

Dulac no se movió.

– Vamos -dijo Arturo animoso-. Sin miedo. Coge tu espada e intenta tocarme con ella.

– ¿Estáis… seguro, señor? -preguntó Dulac.

– Claro que estoy seguro -contestó Arturo. Su voz sonó algo impaciente-. ¿A qué esperas? ¡Atácame!

El muchacho agarró la espada con ambas manos… y, un momento después, Arturo estaba jadeando de espaldas en el suelo, mientras miraba atónito la espada cuya punta Dulac apoyaba en su garganta.

Nadie estaba más asustado que el propio Dulac. Con un movimiento de horror, saltó hacia atrás, dejó caer el arma y sus ojos desconcertados fueron de sus manos a Arturo, y viceversa.

– ¡Disculpad, señor! -balbuceó-. Por favor, ¡no me lo tengáis en cuenta! Yo… no sé cómo… Oh…

Enmudeció cuando comprendió que Arturo no escuchaba sus palabras. El rey se levantó inseguro, observó a Dulac y, luego, con ojos de desamparo buscó el lugar al que había volado su espada.

– ¿Cómo lo has hecho? -se asombró.

– No lo sé, señor -respondió Dulac, y era cierto. No sólo no tenía ni la más remota idea, sino que tampoco recordaba exactamente lo que había hecho. Todo había ocurrido muy deprisa-. ¡Por favor, disculpadme, señor! ¡No quería heriros! No sé cómo…

– Tengo que haber tropezado -murmuró Arturo-. Qué torpe por mi parte. Levanta tu espada, vamos a intentarlo otra vez.

– Mejor no, señor -dijo Dulac-. No creo que…

Arturo se agachó para recoger su arma, se levantó enérgicamente e insistió:

– ¡Levanta tu espada e inténtalo otra vez!

Era una orden que Dulac no podía rebatir. Con manos temblorosas levantó la espada de adiestramiento y miró a Arturo.

– Realmente no quiero hacer esto, señor -dijo-. Quiero decir…

– Pero yo quiero que lo hagas -le interrumpió el rey. Su voz ya no sonaba amistosa-. ¡Atácame!

– Como ordenéis, señor -suspiro Dulac.

Cuando Arturo se levantó por segunda vez del suelo, su rostro había perdido buena parte de su color y un hilillo de sangre manaba a través de una herida de su cuello. Su espada había salido volando tan lejos que no se distinguía en la oscuridad.

– Lo… lo… lo siento muchísimo, señor -volvió a balbucear Dulac. Estaba próximo a las lágrimas. ¡Había vertido la sangre del rey! Daba lo mismo que lo hubiera hecho a propósito o no, merecía la muerte.

– Ah, ¡cierra la boca! -gruñó Arturo. Se levantó, palpó su cuello y miró con el ceño fruncido la sangre adherida a sus dedos.

– Así que no has tenido nunca una espada en tus manos, ¿no? -gruñó-. O tienes un talento natural o eres el mayor mentiroso con el que me he topado jamás.

– Yo os juro, señor, que no… no sé lo que ha sucedido -tartamudeó Dulac, y decía la verdad. Sólo recordaba que… algo había ocurrido. Como si no hubiera sido él quien hubiera blandido la espada, sino la espada quien le hubiera dirigido a él, y tan rápido que ni siquiera había planeado sus propios movimientos.

Temblando de miedo, cayó sobre sus rodillas y hundió la cabeza.

– ¡Perdonadme, señor! -imploró-. Por favor, no me matéis. Os juro que no ha sido intencionado.

Arturo lo observó con una mirada lúgubre, luego se dio la vuelta y se arrodilló junto a la orilla del río para lavarse la sangre del cuello.

– Puedes irte -murmuró.

– ¿Irme? -Dulac levantó incrédulo la cabeza-. ¿Queréis decir que no vais a castigarme?

– ¿Por qué? -pregunto Arturo malhumorado.

– Os he herido -dijo Dulac.

– ¿Herido? ¡No me hagas reír! Ha sido mi propia torpeza, ¿qué te crees, chico? ¿Tengo que aceptar que un mozo de cocina me gane con la espada? -sacudió la cabeza con fuerza-. Vete de una vez. Ve y busca a Dagda, ese viejo curandero. Que venga deprisa y traiga vendas. Y en lo que se refiere a ti, no quiero verte por la corte en los dos próximos días.

Media hora después se hizo de día, pero no encontró a Dagda. Para decir la verdad: no había empleado mucho tiempo en buscarlo.

Dulac se encontraba al otro lado de la ciudad, pero no sabía muy bien cómo había llegado hasta allí. Continuaba absolutamente turbado. Seguía sin comprender ni un ápice de lo que había ocurrido en la ribera del río, pero algo sí tenía claro: no había sido una simple casualidad y tampoco una torpeza del rey. Seguramente Arturo no era invencible en el manejo de la espada, como decía la mayor parte del mundo (los que no vivían en Camelot, se entiende), pero sí era un caballero con largos años de experiencia. Era del todo imposible que un mozo de cocina que nunca antes hubiera empuñado una espada pudiera desarmarlo, y dos veces seguidas.

Y, sin embargo, eso es lo que había ocurrido.

Tenía que hablar con Dagda.

Dulac meditó un momento. No sabía si regresar al castillo, donde a esas alturas Dagda estaría ya sanando las diversas heridas que Arturo y sus caballeros se provocaban cuando se ejercitaban con las armas. Pero el rey le había prohibido muy claramente aparecerse por allí en los dos próximos días, y no tenía ganas de probar hasta dónde llegaba su paciencia. De pronto, recordó que Dagda había emprendido el camino de la posada. Con un poco de suerte todavía podría encontrarlo y les daría tiempo a conversar de regreso al castillo.

Se puso rápidamente en camino. La ciudad despertaba a su alrededor cuando llegó, las calles estaban llenas de gente enfrascadas en su trabajo.

La posada todavía estaba en silencio. No había ninguna luz encendida, pero se oían ruidos que provenían de la cocina y, cuando fue hacia allí, se chocó con Tander, todavía muy dormido y del mismo humor de siempre: detestable.

– ¿Qué haces aquí, holgazán? -le espetó antes de que Dulac dijera una sola palabra-. Hace horas que tendrías que estar en el castillo, trabajando.

– El… el rey me ha mandado -improvisó el joven- para buscar a Dagda.

– Ha estado aquí -gruñó Tander-. Pero llegas tarde.

– ¿Se ha marchado ya?

– Sólo ha estado un momento -dijo Tander contrariado-. Ha hablado con Uther y su esposa.

– ¿Has oído lo que han dicho? -preguntó Dulac.

Tander entrecerró los ojos.

– ¿A ti qué te importa? ¿Estás acusándome de espiar a mis huéspedes?

No, no quería acusarle. Simplemente sabía que era así.

– ¿Ya no tratas conmigo? -preguntó Tander enfurecido cuando vio que el otro no respondía enseguida. Dulac bajó la cabeza por si acaso-. Pero, claro, casi lo había olvidado: ahora eres especial, desde que cenas con reyes y das paseos nocturnos con reinas…

Dulac decidió no contestar tampoco, pero con eso ya contaba Tander, porque siguió sin apenas una pausa:

– No te alegres demasiado pronto. En cuanto esta tarde llegues del trabajo, se te habrá acabado la buena vida.

Dulac logró evitar preguntar a que buena vida se estaba refiriendo. En lugar de eso, encogió los hombros de manera apenas perceptible y dijo despacio:

– El rey Uther y su séquito viajan hoy, lo sé.

– Ya están en camino -replicó Uther-. Tus protectores se han marchado en cuanto Dagda se ha ido. Y te puedo decir que lo que me han pagado dista mucho de ser «real».

– ¿Ya se han marchado? -se asombró Dulac.

– Ya puedes olvidarlos -dijo Tander con un punto de sarcasmo-. Y te aseguro que vas a trabajar cada minuto que malgastaste con Uther y esa muchacha.

– ¿Se han ido? -volvió a la carga Dulac-. ¿Sin más? Quiero decir… ¿no han… dicho… nada?

– ¿Qué se te ocurre que tenían que haber dicho? ¿Que Uther te hubiera adoptado o que te hubiera incluido en su testamento? -resopló-. Siempre he tenido claro que eras un soñador. Pero te voy a quitar los pájaros de la cabeza. Vete fuera y trae leña del cobertizo y luego…

– Tengo que regresar al castillo -le interrumpió Dulac-. Arturo me ha ordenado buscar a Dagda.

– Entonces, esta tarde harás lo que no has hecho esta mañana -dijo Tander-. No te preocupes, ya diré que te guarden el trabajo.

Dulac no escuchó más, estaba demasiado decepcionado. Naturalmente, no se había hecho ilusiones de que entre Ginebra y él pudiera nacer algo más que una simple amistad, una amistad más fuerte por parte de él, porque seguramente la joven reina lo olvidaría en pocos días. Pero, a pesar de ello, había esperado verla por lo menos otra vez, para poder despedirse.

– ¿Cuándo… cuándo se han marchado? -preguntó a trompicones.

– Ya hace un rato largo -contestó Tander. Sus ojos brillaron maliciosos-. Y por mí no hace falta que vuelvan nunca más. ¡Vaya con la nobleza! Viven bien a costa de nosotros, pero no les importa lo más mínimo cómo nos va.

Dulac se fue. Cuando Tander empezaba con las recriminaciones, sus palabras no parecían tener fin y la mayor parte de las veces acababa volcando la rabia sobre él. Además, Uther y Ginebra todavía no andarían muy lejos. Sólo había dos vías que llevaban a Camelot y más allá. Por una había regresado él, así que Uther y los suyos tenían que haberse marchado por la otra. Y con toda la comitiva, y sus equipajes, no podrían darse mucha prisa. Dulac tenía una oportunidad de alcanzarlos. Abandonó la posada dirigiéndose hacia el oeste e hizo algo en verdad inaudito: sin saber muy bien por qué, en vez de regresar al castillo, como le había asegurado a Tander, adoptó un paso ligero y se dispuso a alcanzar al rey Uther y a Ginebra.

Al oeste de Camelot, más o menos a medio día de camino, se extendía un terreno de suaves colinas cubiertas por la hierba y salpicado de vez en cuando por diminutos bosques, en algunos casos de gran espesor. Por allí vivían muy pocas personas. Camelot era la ciudad más grande a lo ancho y a lo largo y la siguiente localidad que podía denominarse así estaba a un día a caballo. En todo caso, en el camino hasta allí había fincas y posadas, en donde Uther y su séquito podrían reponerse del viaje, así que Dulac no dudaba en tener la oportunidad de alcanzarlos tarde o temprano. Se había propuesto no caminar más allá del mediodía para estar de nuevo en la ciudad, como muy tarde, a la caída del sol. Una vocecilla le martilleaba obstinadamente la cabeza con la pregunta constante de qué hacía allí… Era de locos perder un día entero de camino sólo para ver a Ginebra otra vez y despedirse de ella. Sin embargo, Dulac se negaba a escucharla.

De todos modos, las cosas tenían que suceder de otra manera.

Dulac llevaba una hora de marcha más o menos. El camino bordeaba la orilla de un lago pantanoso y era muy estrecho en aquel lugar. A la derecha se erigía un espeso bosque, invadido todavía por la escarcha de la noche pasada, y justo enfrente de él, el sendero hacía un pronunciado recodo, que seguramente le salvó la vida. Iba con la cabeza gacha porque el sol todavía estaba muy bajo y su luz le cegaba los ojos, pero también porque esperaba descubrir algún rastro en la tierra blanda.

No vio nada, pero de pronto oyó voces y el trote ligero de unos caballos, y algo… le avisó.

Dulac se quedó quieto. Su corazón comenzó a latir con estrépito. Desconocía el motivo de aquella sensación, pero sintió que allí delante le acechaba un peligro.

El joven escrutó a su alrededor. Su primer pensamiento fue ocultarse bajo los arbustos, pero los zarzales eran tan espesos que parecía imposible abrirse camino entre ellos; desde luego, no sin dejar huellas. Así que su vista se dirigió al otro lado, al agua. El lago no era demasiado grande, pero en la orilla crecían juncos casi tan altos como un hombre, podría esconderse allí… Rápido, pero con mucho cuidado, para que los juncos no crujieran, se metió en el agua y se acuclilló bajo las cañas de la ribera.

Justo a tiempo. Dos, luego tres y, por fin, cuatro jinetes torcieron por el camino. Negras sombras contra la deslumbrante luz del sol, que a Dulac en su agitación le parecieron demonios de carne y hueso, directamente salidos del infierno. Si hubiera esperado un latido más, se habrían precipitado literalmente sobre él.

El primer jinete dejó trotar a su caballo unos pasos más, luego se paró e inclinó la cabeza para escuchar mejor. También los otros hombres sujetaron sus monturas y el que iba a su derecha preguntó:

– ¿Qué te ocurre?

– Nada -respondió el desconocido con un tono que indicaba justo lo contrario-. Me ha parecido oír algo, pero me habré equivocado.

Dulac se hundió más en el agua, hasta que sus rodillas rozaron el fondo resbaladizo del lago. Estaba seguro de que no podrían verlo detrás de los juncos… pero si él había sentido la proximidad de los caballeros, ¿por qué no iba a suceder lo mismo con ellos?

– Tal vez sería mejor esperar aquí -propuso el otro jinete-. El bosque nos protege. No quiero echar a perder la sorpresa que le tenemos preparada al rey.

Se rió con rudeza, desmontó y se echó hacia atrás la capucha de su capa negra. El corazón de Dulac empezó a latir con tanta fuerza que por un momento creyó que el sonido iba a llegar a oídos de los cuatro.

Era Mordred.

A pesar de que Dulac sólo lo había visto en una ocasión y ahora iba vestido de otra manera, lo reconoció enseguida. De pronto, se sentía muy feliz de haber seguido su instinto. También Mordred sólo lo había visto una vez a él, pero seguramente no se habría molestado en fijarse en la cara de un mozo de cocina. Pero, después de todo lo que había averiguado sobre Mordred, sabía que no iba a dudar en cortarle el cuello sólo por precaución.

– Espero que ese maldito aparezca -gruñó el caballero que había hablado el primero. Desmontó del caballo, al igual que los otros dos, y se quitó la capa. Su cara ancha, angulosa, era la de un extranjero de facciones agradables; tenía el pelo negro y unos ojos azules muy claros. Su manera de hablar denotaba un suave acento que Dulac no supo reconocer.

– Vendrá -aseguró Mordred y se rió ligeramente-. No en vano le he prometido una moneda de oro; por ella vendería a su madre.

– En el caso de que la tenga -respondió su acompañante-. Estos bastardos ingleses son todos unos hijos de perra.

Sus dos compañeros se rieron a carcajadas, pero el rostro de Mordred configuró una mueca que podría tomarse por una sonrisa, pero también por todo lo contrario.

– Por si lo has olvidado, mi querido amigo -dijo en un tono muy amable-, mi madre era una reina inglesa.

– Y vuestro padre, un rey inglés, lo sé -respondió el otro impasible-. Y a pesar de eso, vos estáis a nuestro servicio y os dejáis pagar por luchar contra los britanos.

La mano de Mordred se posó en la empuñadura de la espada.

– En ocasiones también lucho sin que me paguen -dijo.

El del cabello negro sacudió la cabeza.

– No voy a pelear con vos -dijo. Un instante después y, en voz más baja, añadió para sí-: Todavía no.

Mordred fijó sus ojos en él durante un rato, luego menguó la tensión de su rostro y su mano se separó de la espada.

– Tienes razón -dijo-. Nuestras espadas ya van a verter mucha sangre en los próximos días. Que no sea la nuestra.

Pictos. Dulac recordó su conversación con Dagda y estuvo seguro de que aquellos tres hombres eran pictos. Tanto Dagda como Uther habían asegurado que se trataba de un pueblo de bárbaros, pero para los ojos de Dulac aquellos tres hombres no se diferenciaban en nada de muchos de los nobles que acudían de visita a Camelot. Lo que tal vez quería decir que también ellos…

Dulac equilibró un poco el peso de su cuerpo para lograr una posición algo más cómoda. No sirvió de mucho. El agua estaba tan helada, que casi no sentía las piernas y el frío se iba metiendo lento pero sin tregua en su cuerpo. Además, el lodo sobre el que se encontraba arrodillado no era tan blando como debería. Algo duro se escondía debajo. Tendría que cambiar de sitio porque no quería arriesgarse a hacer ruido con aquello y que le descubrieran.

Tal vez lo había hecho ya, porque súbitamente Mordred levantó la cabeza y miró justo en su dirección; no podía ser casualidad. Sus ojos se entrecerraron. Por espacio de unos segundos parecieron taladrarle, después comenzó a aproximarse a la orilla.

A Dulac le asaltó el pánico. Estaba convencido de que Mordred le había descubierto o que lo iba a hacer en los próximos minutos.

– Ahí está -dijo el picto.

Mordred cambió de dirección y observó hacia el lugar que le indicaba el hombre, y Dulac lanzó un suspiro de alivio porque con toda seguridad el caballero habría acabado descubriéndole.

La expresión de su rostro se agravó cuando vio la persona que llegaba por el camino, montada sobre un burro. No era otro que Evan.

– Ya era hora -dijo Mordred mientras iba al encuentro del muchacho-. Tendrías que haber llegado ya hace rato. ¿Qué te ha demorado?

– No he podido llegar antes, señor -se apresuró Evan a contestar. Su voz tenía un dejo de miedo, y también de obstinación, aunque dominó el miedo. Y si Dulac no hubiera estado profundamente encolerizado y atemorizado al mismo tiempo, se habría percatado de la ridícula figura que ofrecía Evan a lomos de su burro. El animal no era muy grande, de tal modo que las piernas enjutas del muchacho casi rozaban el suelo, y por mucho que él intentara dárselas de sereno e, incluso, de desafiante, el aspecto que mostraba era justamente el contrario.

– ¿Y por qué no, si puedo preguntarte? -interrogó Mordred en un tono pretendidamente amistoso, que provocó un escalofrío en la espalda de Dulac.

– Ahora mismo no es tan fácil, señor, abandonar Camelot -respondió Evan-. Por lo menos, sin que lo sepan Arturo y sus caballeros. Reina mucha agitación, señor. Creo que por vuestra causa.

Los ojos de Mordred relampaguearon. Por espacio de un segundo no logró conservar la fachada de amabilidad e indulgencia de antes. La cabeza de Evan peligraba, pero él no parecía notarlo.

– ¿Y? -preguntó Mordred.

– He tenido que dar un gran rodeo para pasar inadvertido por la ciudad -aseguró Evan-. Y tampoco ha sido sencillo sacarle la verdad a ese estúpido posadero. Primero no quería hablar, pero al fin he podido averiguar lo que vos queríais.

– Ya… -dijo Mordred mientras su mano volvía a asir la espada.

Evan miró a su alrededor.

– Nos prometisteis una… recompensa -recordó.

– Y la tendrás -contestó Mordred-. Puedo garantizarte que va a ajustarse al valor de tus informaciones.

– ¿Señor? -preguntó Evan sin comprender.

Mordred suspiró.

– Tendrás tu pieza de oro -dijo resignado-. ¡Habla!

En la cara de Evan apareció una sonrisa ancha, casi triunfante

– Sé dónde están Uther y los suyos.

– Qué suerte para ti -dijo Mordred irónico-. ¿Y tendrás la amabilidad de hacernos partícipes de tu sabiduría?

– ¿Una pieza de oro? -se cercioró Evan-. ¿Para mí solo?

Mordred comenzó a sacar la espada de su vaina y, luego, la dejó caer con un sonido metálico.

– Digamos que, en cualquier caso, te prometo una pieza de metal -respondió, e incluso Evan comprendió por fin el sentido literal de sus palabras, porque se puso lívido de golpe.

– En… en El jabalí negro -dijo deprisa-. Van a hacer un alto allí hacia el mediodía.

– ¿El jabalí negro?

– Una posada a dos horas de camino -contestó Evan-. Con vuestros briosos caballos, mucho menos -respiró más tranquilo-. ¿Me vais a dar la pieza de oro?

Mordred apartó la mano de la espada y fue una gran suerte, mucho más de lo que se imaginaba Evan.

– En cuanto haya comprobado que dices la verdad -dijo.

– Pero… -protestó el chico.

– ¿Acaso desconfías de mi palabra? -preguntó Mordred con frialdad.

– Por… por supuesto que no, señor -tartamudeó Evan-. Es sólo que… que los demás confían en mí y…

– Recibiréis lo que os merecéis -le interrumpió Mordred-. Sí realmente encuentro a Uther en El jabalí negro y puedo hablar con él, regresaremos a Camelot como muy tarde mañana y obtendréis vuestra recompensa.

Evan meditó un momento la propuesta, pero pareció comprender que era mejor no irritar más a Mordred.

– Entonces… mejor me marcho ya -balbució.

– Hazlo -respondió Mordred-. Y ni una palabra de nuestro encuentro. Quiero sorprender a Uther.

– Claro -dijo Evan nervioso-. Y… y muchas gracias de nuevo, señor -el muchacho llevó al burro hacia el estrecho camino con el fin de montarse y partir.

La sombría mirada de Mordred lo siguió hasta que ya estuvo bastante lejos. Después el caballero dijo lentamente:

– Heldaar, encárgate de que no hable. Tiene una lengua muy ligera.

Uno de los tres guerreros pictos subió a su montura y se marchó por el mismo camino por el que habían llegado, y Mordred se dirigió al moreno con el que había dialogado al principio:

– Me resulta difícil de creer que Uther nos lo ponga tan fácil.

– No sabe que estamos aquí -consideró el picto.

– Lo sabe -afirmó Mordred torvo-. Estás cometiendo la misma falta que en el pasado llevó a tu pueblo a ser prácticamente aniquilado, amigo mío. Menosprecias a tus enemigos. Yo no lo hago. Conozco a Uther desde hace muchos años. Se ha vuelto viejo, un lobo al que se le están cayendo los dientes. Pero sigue siendo un lobo.

El picto apretó los labios desdeñoso.

– Nada más que un perro grande.

«Otro que tampoco vivirá mucho», pensó Dulac. El joven no podría aguantar mucho más en aquel lugar. No sentía ninguna parte de su cuerpo más abajo del ombligo, a excepción de los pinchazos de su rodilla derecha; pero el dolor de la espalda y de los hombros era insoportable. Así que, pese a todo, si hacía un solo movimiento -y el consiguiente ruido- el picto le sobreviviría seguro.

– Pongámonos en camino -dijo Mordred, como si no hubiera escuchado la respuesta del picto-. El chico ha hablado de dos horas. Seguramente necesitaremos sólo una, pero no queda mucho más para el mediodía.

Sus dos acompañantes montaron a caballo, y también Mordred se aproximó a su montura y alargó la mano hacia las riendas, pero se paró antes de asirlas y volvió la cabeza ¡justo en la dirección de Dulac!

– Hay alguien allí -murmuró. En lugar de subirse a la silla, se volvió de nuevo y se acercó despacio a la orilla.

Por un segundo Dulac fue presa del pánico y, contra sus propias convicciones, se agarró como un clavo ardiendo a la esperanza de que Mordred se pararía o tomaría otra dirección. Pero él no hizo ni lo uno ni lo otro. No se paró y siguió andando hacia el escondite de Dulac como si conociera su presencia.

Por la cabeza del joven pasaron mil pensamientos enfrentados. Aunque hubiera tenido la fuerza suficiente para huir -sus piernas estaban tan insensibles como si fueran de piedra -, era ya demasiado tarde. Mordred estaba sólo a dos pasos de distancia. Sólo le quedaba una posibilidad. El guerrero levantó los brazos, para apartar los tupidos juncos, y en el mismo momento en que penetró en el agua, Dulac se dejó caer hacia un lado.

La frialdad del agua le dejó sin respiración. Sus pulmones estaban a punto de explotar y sus dedos intentaron agarrarse de pura desesperación al lodo resbaladizo. Un momento más y tendría que salir; entonces Mordred lo mataría. Pero por lo menos así podría respirar. De pronto, sus dedos palparon algo duro y muy grande. Con el entendimiento casi perdido a causa de la falta del aire y del miedo, Dulac arrancó su hallazgo del barro y tuvo todavía energías suficientes no sólo para reconocer que se trataba de un viejo casco herrumbroso sino también para preguntarse cómo había ido a parar al fondo del lago aquella pieza de armadura.

Sin saber por qué, levantó el casco con la mano derecha, se lo puso en la cabeza y… pudo respirar.

La sensación de coger aire de nuevo fue en un primer momento tan reparadora que ni siquiera se preocupó por saber de dónde le llegaba el oxígeno salvador, simplemente inspiraba y espiraba, una y otra vez, como si fuera lo único fundamental en su vida.

Únicamente cuando hubo pasado ya un minuto, se atrevió a abrir los ojos y escudriñar a través de la fina abertura del yelmo.

Las botas de Mordred chapoteaban apenas a un palmo de él, pero el caballero se había dado la vuelta y miraba en la otra dirección. Tal vez aún podría salir de ésta.

Por enésima vez, Dulac volvió a preguntarse cómo demonios estaba vivo todavía. ¡Se encontraba a dos palmos por debajo del nivel del agua! En el casco tenía que haberse formado una burbuja de aire cuando se hundió.

Mordred se movió. Sus pies seguían agitando el lodo marrón de la ribera, de tal modo que Dulac no podía ver nada, pero sentía que Mordred seguía alejándose. Por muy increíble que pareciera, no lo había descubierto.

¿Cuánto duraría el aire depositado en el yelmo? No mucho más. Notaba ya un gusto extraño, en unos momentos se habría consumido.

Dulac contó hasta veinte, después aspiró con fuerza, se quitó el casco y se enderezó con infinita precaución.

– … Me habré equivocado -oyó la voz de Mordred algo apagada a causa del agua que todavía tenía en los oídos, pero sí notó que venía de la izquierda, allí donde los juncos eran más espesos-. No hay nadie.

– Entonces salid del agua y vayámonos. No queda mucho hasta el mediodía.

Dulac apartó con cuidado las cañas. Mordred estaba sólo a una docena de pasos, pero salió de allí con rapidez, sin vacilar, llegó hasta su caballo y se montó. Sus dos acompañantes querían partir sin más dilación, pero él se dio la vuelta de nuevo y paseó la vista sobre el lago. Sus ojos entornados mostraban desconfianza.

– Habría jurado… -murmuró. Luego movió la cabeza como si se hubiera hecho una pregunta con el pensamiento y la respuesta le resultara completamente absurda.

– ¿Qué es lo que habrías jurado?

No fue Dulac el único que se atemorizó al oír aquella voz que provenía de la nada. También Mordred mostró visos de asustarse y se volvió con tanta celeridad en la silla que su caballo resopló enojado e intentó arrancar a galopar.

Una figura salió del bosque. En el primer momento, Dulac no pudo verla con precisión, a pesar de que se encontraba a plena luz del sol. Había algo singular en ella.

No. Esa no era la palabra adecuada. Inquietante. Mucho mejor. Pudo reconocer que se trataba de una mujer, pero eso era todo. Era como si hubiera traído consigo una parte de la oscuridad que reinaba en el interior del bosque, y Dulac experimentó un escalofrío gélido que se le metía hasta los huesos, mucho mayor que el que le había provocado el agua.

La mujer dio un paso más y de la sombra surgió una figura, que tenía materia y rostro. Un rostro muy hermoso, tuvo que confesar Dulac, aunque algo tenebroso e inquietante pareciera acechar bajo sus proporcionadas facciones. Estaba seguro de no haber visto jamás la cara de aquella belleza morena, pero algo en ella le resultaba increíblemente familiar.

– Mor… -comenzó Mordred, pero un gesto airado de la joven dama le impidió seguir.

– ¿Qué hacéis aquí? -reprendió ella a los hombres-: Ya hace tiempo que deberíais estar en la posada. ¿No teníais una cita?

– Perdonad, señora -dijo inmediatamente uno de los pictos-. Hemos… -se calló cuando la mujer del pelo negro se volvió y clavó en él una mirada que habría transformado en hielo una tea encendida. El hombre bajó la cabeza y ordenó recular a su caballo.

– ¿Entonces?

– Ya… estamos en camino -dijo Mordred despacio-. Perdona.

– ¡Daos prisa! -ordenó la dama-. ¡De hablar ya habrá tiempo después!

Mordred asintió y, sin más palabras, aflojó las riendas de su caballo y salió galopando. Sus acompañantes también se dieron prisa en ponerse en marcha. Y los tres jinetes desaparecieron por el mismo recodo por el que habían llegado unos minutos antes.

Dulac se quedó agachado en el agua con el corazón latiéndole a toda velocidad. Esperaba que también la inquietante desconocida se marcharía de allí. Pero ella no se movió. Permaneció parada durante interminables segundos, mirando en la dirección en que Mordred y los suyos habían partido. Luego, se volvió muy despacio y sus ojos otearon el lago.

El corazón de Dulac saltó en su pecho. Por un momento estuvo convencido de que ahora sí que había sido descubierto, pues los negros ojos de la desconocida miraban con tanta exactitud en su dirección que ya no podía tratarse de una simple casualidad. Y, de pronto, sus facciones adoptaron una expresión singular. Algo que podía ser una sonrisa, pero también lo contrario, y que estaba destinado claramente hacia él.

La desconocida se dio la vuelta y desapareció en el bosque de manera tan callada e inquietante como había aparecido.

Dulac respiró tranquilo, pero se concedió casi un minuto antes de aventurarse a ponerse de pie y dar un paso fuera del lago.

Su pie tropezó con algo consistente; con toda seguridad el yelmo que le había salvado la vida. Aunque fuera tan sólo un trozo de viejo metal, a Dulac le habría parecido inadecuado dejarlo ahí tirado, así que se agachó, metió los dedos en el lodo y tocó algo liso y duro. No era el yelmo. Se trataba de algo mucho más pesado.

Dulac tuvo que utilizar todas sus fuerzas para lograr sacar aquel hallazgo del lodo. Era un escudo. Tan viejo y abollado como el yelmo y, a pesar de su gran tamaño, no demasiado pesado. Dulac lo aguantó entre sus manos sin saber qué hacer y luego lo tiró con un fuerte impulso hacia el barro.

En los minutos siguientes, Dulac encontró un peto y un espaldar, cujas y canilleras, guanteletes y guardabrazos y, naturalmente, el yelmo que le había salvado la vida. En resumidas cuentas: una armadura completa. Recogió el escudo de donde lo había tirado en el barro y allí se encontró un cincho de metal labrado y la esbelta vaina de una espada, de la que sobresalía la empuñadura de una delicada arma; una espada hecha y derecha para Dulac, pero sólo un juguete en las manos de un verdadero caballero. El joven se encontraba muy confuso. Aquello era un auténtico tesoro. Vieja o no, una armadura era algo tan increíblemente valioso que nadie podía tirar así como así. A no ser que…

Un temblor frío bajó por su espalda cuando Dulac comprendió que, con toda probabilidad, había encontrado la armadura de un muerto. El hombre tenía que haber muerto en la orilla y caído con su armadura al agua. Ésta habría permanecido allí hasta que su dueño hubiera desaparecido comido por los peces y los gusanos.

Bueno, pensó Dulac estremecido, ya sabía por qué el aire del casco tenía ese gusto tan extraño.

Ahora lo más importante para él era el tiempo. Aun así, Dulac siguió dándole vueltas a qué hacer con su hallazgo. Era demasiado valioso para tirarlo de nuevo al agua o dejarlo sin más en la orilla. Y no era sólo su valor material -aunque éste fuera enorme- lo que le fascinaba. Había algo… especial en aquella armadura. Era como si le hablara de alguna forma misteriosa. No, no eran palabras, y si lo fueran, Dulac no habría podido entenderlas, pero sentía un extraño murmullo apagado. Sencillamente sabía que no había sido cosa del azar que aquella armadura le hubiera salvado la vida. Tampoco había sido casualidad que la hubiera encontrado. Más bien se trataba de que ella le había… ¿llamado?

Dulac rió nervioso e intentó apartar aquellos pensamientos de su cabeza cuando oyó una voz a su espalda:

– ¿Qué haces ahí, chico?

Dulac se sobresaltó. Su corazón latía despacio pero sonoramente. Se quedó en la postura en la que estaba: inclinado hacia delante y la mano derecha sobre la empuñadura de la espada. Aunque se resistió a darse la vuelta, aterrorizado como estaba, supo como por arte de magia lo que había ocurrido: ¡el picto había regresado!

Sin incorporarse ni apartar la mano de la espada, decidió girarse y vio que sus temores no sólo se confirmaban sino que eran superados: el guerrero había vuelto, pero no estaba solo. Tiraba de las riendas de una mula, sobre cuyo lomo reposaba un cuerpo inconsciente. Dulac no pudo reconocer la cara de Evan, pero el cabello del chico, que caía enmarañado hacia abajo, estaba cubierto de sangre.

– Te he preguntado qué haces, chico -repitió el picto enojado. Soltó las riendas de la mula, se apeó de la montura y se acercó a Dulac desafiante-. ¿Qué estás planeando?

La mano de Dulac agarró la espada con más fuerza. Con un sonido estridente, peculiar… ansioso, ésta se desenvainó.

– Tu muerte -dijo el joven.

El jabalí negro no tenía nada que ver con lo que en Camelot -o en cualquier otra ciudad- recibía el nombre de posada. Se componía de una tosca construcción de una planta, adosada a una cuadra destartalada, que, por el aspecto que tenía, no iba a lograr aguantar el próximo invierno. Pero en un perímetro de medio día de camino era el único lugar donde los viajeros podían descansar y cambiar sus caballos, y aquel momento se parecía más a un campamento militar que a la acostumbrada tabernucha que era en realidad: más de tres docenas de corceles protegidos por sus bardas estaban atados en la linde del bosque y la misma cantidad de guerreros ataviados con brillantes armaduras formaban pequeños grupos junto a ellos, registraban la posada o escudriñaban el bosque vecino. El propio Arturo, acompañado por Gawain y Perceval, se encontraba cerca de la entrada, y frente a ellos, un joven con el cabello rubio manchado de sangre que, de la emoción, no paraba de saltar de una pierna a otra.

– ¡Lo que os estoy diciendo, señor! -aseguró Evan retorciéndose las manos-. Ni más ni menos: ese caballero…

– Despacio, chico -Perceval le interrumpió con un gesto-. Tal vez tendríamos que aclarar primero qué es lo que entiendes por un caballero. Descríbelo.

Evan examinó al joven caballero de la Tabla Redonda con una mirada de temor y respeto a la vez, y en la que también latía un rastro de desprecio.

– Era muy alto -respondió-. Como vos por lo menos, señor; o más. No he podido ver su cara, porque llevaba la visera bajada.

– ¿Llevaba una armadura? -se cercioró Arturo-. Como nosotros.

– No como vosotros -contestó Evan moviendo la cabeza-. Era toda de plata, igual que su espada. Ha matado al picto.

Arturo y Perceval intercambiaron una rápida mirada, que seguramente pasó inadvertida a Evan, pero no a Dulac.

– ¿A un picto dices? -comprobó Perceval-. ¿Cómo lo sabes?

– El Caballero de Plata me lo ha dicho -respondió Evan, lo que sin duda era una mentira. Dulac lo sabía, pero también Perceval pareció intuirlo.

– ¿Y tú has visto que mataba al picto? -le interrogó Arturo.

– No… directamente, señor -confesó Evan-. Cuando me he despertado, estaba muerto y el Caballero de Plata se encontraba delante de mí, con una espada ensangrentada en la mano. ¿Quién lo iba a haber matado si no?

Gawain iba a añadir algo; pero Arturo levantó la mano con rapidez, haciéndole callar, y preguntó:

– ¿Y luego?

– Él… me ha encargado que os pusiera sobre aviso, señor -respondió Evan tartamudeando-. He cogido el caballo del picto muerto y he venido cabalgando como ánima que lleva el diablo.

– Y él mismo ha venido hasta aquí y ha logrado que Mordred y sus dos acompañantes salieran huyendo -añadio Arturo como si estuviera hablando consigo mismo. Sacudió la cabeza-. El solo. Un hombre contra tres. Es difícil de creer.

– Por lo menos eso es lo que ha asegurado el posadero -comentó Gawain.

– Y el rey Uther también -recordó Perceval.

– Uther… -suspiró Arturo. Su rostro adquirió una extraña expresión que Dulac no supo interpretar, pero que no le pareció muy agradable. Y como si hubiera leído sus pensamientos, Arturo se volvió hacia él y le observó con una mirada penetrante.

– ¿Señor? -preguntó Dulac nervioso.

– Nada -respondió Arturo. Su mano rozó en un gesto apenas perceptible la pequeña y no muy limpia venda de su cuello, luego el rey recobró su anterior posición y se dirigió a Evan con un tono diferente:

– Has hecho bien en avisarnos, chico. Ven mañana temprano al castillo y tendrás una recompensa apropiada. ¡Ahora vete!

Evan no se fue, realmente salió volando. Arturo miró cómo saltaba sobre su asno y emprendía el camino de regreso con un trote ligero. Entonces se giró otra vez hacia Dulac, lo observó de nuevo con aquella mirada tan peculiar, y luego le preguntó:

– ¿Y tú qué haces aquí?

Dulac habría dado su mano derecha por poder contestar a aquella pregunta. No lo sabía. No sabía ni siquiera cómo había llegado hasta allí.

– He… he visto que vos y vuestros caballeros abandonabais el castillo -improvisó una mentira que le pareció una excusa bastante creíble-. Os he seguido porque he pensado que… que tal vez necesitarais ayuda.

«No te creo ni una palabra», dio a entender la mirada de Arturo. Pero pareció darse por satisfecho porque, sacudiendo la cabeza, se dirigió a Gawain con un profundo suspiro:

– Si de verdad existe ese Caballero de Plata, ¿por qué no está aquí? ¿Cómo es que arriesga su vida para luchar contra Mordred y no se queda para que podamos agradecérselo?

– No lo sé -respondió Gawain-. Preguntadle a Uther. Quizá pueda respondeos. Él estaba presente -y señaló con la cabeza hacia la casa. La puerta de El jabalí negro se abrió y salió el rey Uther acompañado por Leodegranz y Braiden, dos caballeros de la Tabla Redonda. Como los demás, habían venido también para salvaguardarle a él y a los suyos. A pesar de ello, daban más la impresión de vigilantes que de protectores.

El corazón de Dulac se aceleró. La puerta se volvió a cerrar tras Uther. Ginebra no salió de la casa. De todas formas, Dulac dio unos pasos hacia atrás para buscar protección en la sombra de la linde del bosque. Su corazón latía con fuerza. No había nada que deseara más que ver a Ginebra, y nada le daba más miedo también.

Arturo permaneció en silencio y en actitud inusualmente tensa mientras Uther se acercaba. Y también la expresión en la cara de Uther era… extraña. La alegría de sus facciones era real, pero en ellas había algo más.

– Arturo -dijo.

– Uther, viejo amigo -le saludó él-. No sabéis cómo me tranquiliza veros ileso… Estáis ileso, ¿no?

– Sí -contestó Uther-. Sólo mi orgullo está herido -su rostro se ensombreció-. Intentaba vencer a Mordred. Hace veinte años lo habría conseguido.

– Y en los próximos veinte años llegará alguien que lo logre -tomó Arturo la palabra-. Y también a mí. Es el paso del tiempo.

– Lo sé -respondió Uther-. ¿Pero tiene que gustarme?

Arturo se rió con una breve carcajada.

– No -dijo-, contad.

– No hay mucho que contar -respondió Uther despacio-. Mordred y sus bárbaros guerreros nos han atacado. Mis soldados se han defendido con valentía, pero han sido masacrados. Y también yo habría muerto de no haber aparecido ese caballero desconocido.

– ¿El Caballero de Plata? -preguntó Perceval.

Uther se encogió de hombros.

– No ha dicho su nombre -dijo-. Para ser precisos, no ha dicho nada. Mordred y sus guerreros me tenían rodeado. Me podían haber matado, pero Mordred quería jugar conmigo un poco más. De pronto ha aparecido ese extranjero. Se comportaba como el más violento entre los violentos. Nunca antes había visto pelear así. Ha matado a la mayoría de los pictos.

– Lo sé -dijo Arturo-. Hemos encontrado sus cuerpos. Algunos en la posada y más todavía en el bosque. ¿Y estaba solo? ¿Totalmente solo?

– Totalmente solo -confirmó Uther-. Sólo con verlo, casi todos los pictos salieron huyendo. También habría matado a Mordred de no ser porque varios de los pictos se sacrificaron por él.

– Así que Mordred escapó con vida -quiso cerciorarse Arturo. El tono de su voz no daba muestras de ningún sentimiento.

– Está herido -respondió Uther. Dudó un momento y levantó los hombros-. Puedo equivocarme, pero tengo la impresión de que no quería matarlo.

– Qué raro -comentó Perceval frunciendo el ceño y Leodegranz añadió:

– ¿Por qué iba a arriesgar su vida y, después, dejarlo escapar? Conocéis a Mordred tan bien como yo, Uther. No va a dejar pasar esta derrota así como así.

Arturo hizo un gesto de indignación.

– Preguntas y más preguntas. Las aclararemos, pero no ahora. Ahora mismo sólo cuenta que estáis a salvo, mi querido amigo. Y, por supuesto, vuestra esposa. ¿Lady Ginebra está bien, espero?

Uther dudó un momento.

– No está herida -respondió-. Pero ha sufrido mucho. No quisiera en este momento…

– Entiendo -le interrumpió Arturo. Su voz se había impregnado de cierta frialdad, pero sonrió-. Tampoco es tan necesaria. Lo que importa ahora es que estáis sanos y salvos. Volvamos a Camelot. Allí estaréis seguros y podréis reponeros de tanta tensión y tanta fatiga. Ya hablaremos después.

Uther asintió. No dijo nada, pero la expresión de su rostro hablaba por sí misma. Las palabras de Arturo no eran una invitación en toda regla, pero ¿qué elección le quedaba?

– Gawain, Perceval -dijo Arturo-, me acompañaréis a Camelot por el camino más rápido -levantó la voz-. A los demás os responsabilizo de que Uther y su esposa lleguen a Camelot sin contratiempos. ¡Y mandad emisarios a todos los reinos amigos! ¡Me temo que nos encontramos al borde de una guerra contra los pictos!

La vuelta a Camelot le resultó interminable, a pesar de que no la hizo a pie como a la ida. Ninguno de los hombres de Uther había sobrevivido a la matanza causada por los pictos, y varios de los bárbaros habían caído después bajo la espada del Caballero de Plata, así que no había precisamente carestía de caballos y Dulac pudo cabalgar como todos los demás. Arturo le había asignado un lugar al final de la columna, desde donde no podía divisar a Uther… ¡ni tampoco a Ginebra! Y, para su decepción, los invitados de Arturo fueron conducidos a sus aposentos en cuanto alcanzaron el castillo.

Una vez superado el desengaño, Dulac tuvo que aceptar que había sido mejor emprender el camino de regreso más o menos solo. Había demasiadas preguntas para las que no encontraba respuesta… y varias cuyas contestaciones prefería no conocer.

Por ejemplo, cómo había llegado hasta El jabalí negro.

O, qué había ocurrido en el espacio de tiempo entre el momento en que se había vuelto hacia el picto y el instante en que Arturo y sus caballeros habían aparecido frente a la posada.

Por la posición del sol tenían que haber transcurrido unas tres horas entre medias, incluso cuatro, pero en la zona de su memoria en la que debería guardar el recuerdo de ese periodo no había más que un agujero negro. Recordaba haberse vuelto hacia el guerrero y…

Nada.

Lo siguiente que sabía es que estaba en la linde del bosque y veía cómo los caballeros de la Tabla Redonda saltaban de sus caballos y se desplegaban por el bosque a la búsqueda de pictos vivos.

Y eso le llevaba a otra pregunta… fundamental: ¿cómo es que todavía estaba vivo?

Preguntas y más preguntas, pero ni una sola respuesta. Cada nueva posibilidad que se le ocurría le parecía más disparatada que la anterior.

El día andaba avanzado cuando franquearon la puerta de Camelot, pero todavía era muy pronto para volver a casa. Allí sólo le esperaba Tander, para atosigarlo con trabajos y reproches, y si se quedaba en el castillo tal vez tendría una pequeña oportunidad de intercambiar por lo menos una mirada con Ginebra. Así que bajó a la cocina. Quizá Dagda pudiera ayudarle a arrojar algo de luz sobre el asunto.

No lo encontró. La cocina estaba desierta. Bajo el caldero no crepitaba el fuego y las habitaciones vecinas estaban igualmente vacías. Ya iba a marcharse cuando cambió de opinión y fue a la biblioteca en la que la noche anterior Ginebra y Dagda habían conversado a la luz del libro secreto.

Ahora, de día, la habitación no le parecía tan mágica e inquietante como la noche pasada. No era más que un húmedo cuartucho en el que apenas penetraba la luz y que estaba repleto de estanterías de madera llenas de rollos de pergamino y voluminosos tomos. El libro que había leído Dagda continuaba en el mismo lugar.

Dulac entró, acarició con los dedos la piel de su encuadernación y lo abrió de golpe. ¡Las páginas estaban vacías!

Las ilustraciones y las hermosísimas capitulares que había visto la noche anterior ya no se encontraban allí.

¡Pero era imposible! Dulac examinó las páginas verdaderamente desconcertado, luego cerró el volumen y volvió a observar las tapas. Se trataba del mismo libro con toda seguridad.

Sólo que ahora sus páginas estaban completamente vacías. Los textos habían desaparecido sin dejar rastro, al igual que aquellos misteriosos dibujos que Ginebra y él contemplaron… Ginebra.

Dulac sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. Daba lo mismo lo que hiciera o sobre qué cavilara… sus pensamientos siempre acababan por regresar a Ginebra.

Se dio la vuelta y… se pegó un susto tan horroroso que a punto estuvo de perder el equilibrio. Dagda estaba tras él. Ese hecho de por sí no habría sido tan terrorífico porque conocía a Dagda desde hacía el suficiente tiempo como para saber que, a pesar de su edad, era capaz de moverse tan sigiloso como un gato. Pero tras Dagda no había… nada. Sólo una pared de piedras macizas, en la que no se abría ninguna puerta, ninguna oquedad, ¡Ni siquiera la más mínima rendija!

– ¿Has encontrado lo que buscabas? -preguntó Dagda. Su voz sonó áspera y en sus ojos había un fulgor que sobrecogió a Dulac.

– Sí… No sé lo que… -balbuceó el chico.

– Exacto -dijo Dagda con rudeza-. No sabes nada. Ése es el problema. No sabes nada de nada. Por no saber, no sabes que no sabes nada.

Dulac no tenía ni la más remota idea de qué estaba hablando Dagda, pero no era la primera vez que le sucedía aquello. El anciano hablaba a menudo por medio de acertijos. Incluso había veces que Dulac tenía la sospecha de que sólo decía disparates.

Se estrujó el cerebro para dar con una respuesta adecuada, pero Dagda parecía no necesitarla, porque gesticuló aparatosamente y añadió:

– ¿Dónde has estado todo el santo día? ¿Y por qué andas tan agitado?

– Yo… Arturo… -tartamudeó Dulac.

– ¿Arturo? -Dagda frunció el ceño y el chico se fijó de pronto en el mal aspecto que tenía. Sus mejillas se habían descolgado y su piel se mostraba mate y cenicienta. No olía bien: a sudor frío y enfermedad.

– Me ha echado -respondió Dulac-. Estaba… muy enfadado conmigo, me temo.

– ¿Enfadado? ¿Qué has hecho?

– Le he herido -susurró Dulac. Sólo recordar la espantosa escena de la mañana le provocó mayor malestar. Pero al mismo tiempo se sentía aliviado de poder hablar con alguien sobre tan extraño acontecimiento.

– ¿Qué ha sucedido? -quiso saber Dagda. De pronto daba señales de estar muy interesado.

– Estaba en el río -contestó Dulac-. Arturo ha llegado antes que los otros. Hemos conversado de… mi interés por convertirme en caballero y… y entonces me ha entregado una espada para practicar un poco con él, y…

– … y vuestro protegido ha estado a un paso de cortarme la cabeza acallo la frase una tercera voz.

Dagda levantó la cabeza precipitadamente y, con el corazón en un puño, Dulac se dio la vuelta hacia Arturo, que había entrado en el cuarto sin hacerse notar.

– Ha sido mi propia torpeza -explicó Arturo, mientras levantaba la mano para rozarse la pequeña venda del cuello. Para asombro de Dulac, sonreía-. Aunque es un comportamiento insólito en mí -añadió, dirigiéndose al chico-, quiero disculparme. No tenía que habértelo recriminado. Si alguien tiene la culpa, ése soy yo. No tenía que haber puesto una espada en tus manos. Alguien como yo tendría que saber que un arma no es ningún juguete.

– Que habéis hecho… ¿qué? -preguntó Dagda fuera de sí-. ¿Le habéis dado una espada? ¿Habéis permitido que vierta sangre?

Dulac resopló con incredulidad. El tono que Dagda estaba empleando con el rey era absolutamente inadecuado. Pero lo que más le llamó la atención todavía fue la reacción de Arturo a las palabras de Dagda. En lugar de ponerle en su sitio, por un momento se dibujó en su cara una expresión de terror, y cuando finalmente habló, lo hizo con un tono de voz muy bajo:

– Sólo ha sido un ejercicio inofensivo. No podía imaginar…

– … ¿lo que iba a ocurrir cuando tuviera una espada en sus manos? -le tomó la palabra Dagda.

– ¡No era una espada de verdad! -se defendió Arturo. A Dulac le resultaba increíble, pero Arturo usaba claramente un tono de defensa, a pesar de que él era el rey y Dagda sólo el cocinero y mago de la corte-. Sólo se trataba de un juguete algo mejorado, que…

– … por un pelo casi os cuesta la cabeza -acabó la frase Dagda-. Ya os habéis olvidado de todo -se calló de pronto, dio medio paso hacia atrás y bajó la mirada perplejo-. Perdonadme, mi rey -dijo-. Me he dejado llevar.

– Bueno, no pasa nada -respondió Arturo sonriendo, pero a su manera parecía tan asustado y perplejo como Dagda-. Ha sido un día complicado para todos. Esta noche tenemos huéspedes en Camelot. Preocupaos de que se sirvan las mejores viandas de vuestra cocina.

– Por supuesto, mi rey -respondió Dagda sin levantar la mirada.

– Y tú… -Arturo se dio la vuelta hacia Dulac-. ¿Conoces a ese chico que nos ha advertido?

– Evan -asintió él.

– Vete a verlo y preocúpate de que mañana temprano esté en el castillo. Le he prometido una recompensa. Y tengo que hablar con él de ese Caballero de Plata.

Dagda levantó la vista. Una profunda arruga se marcó entre sus cejas, pero no dijo nada. Cuando Arturo se volvió hacia él, bajó de nuevo la mirada y esperó a que el rey se hubiera marchado con pasos rápidos. Sólo entonces quiso saciar su curiosidad con Dulac.

– ¿Qué significa eso del Caballero de Plata? -preguntó.

– No sé nada -mintió Dulac-. Pero, ¿por qué le has censurado que me haya entregado una espada?

– Por nada en especial -respondió Dagda-. Ha sido hablar por hablar.

– No -rebatió Dulac en un tono que no permitía réplica-. No ha sido así.

Dagda titubeó. Tosió, se giró y dio algunos pasos.

– Es difícil de explicar -dijo-. No sé si lo entenderás.

– ¡Pruébalo! -le propuso Dulac. Su corazón latía con fuerza. Tenía la sensación de que Dagda estaba a punto de comunicarle algo muy importante.

– Tú siempre has sido muy especial para mí, Dulac -respondió Dagda despacio-. Sé que a veces resulta difícil de creer para ti, pero es la verdad. Nunca he querido que fueras como los demás.

– ¿Quiénes son los demás?

– Todos -respondió Dagda-. Esos muchachos que ayer te atacaron. Arturo y sus caballeros. Mordred. Los pictos -sacudió la cabeza-. Incluso, Uther. No conocen otra cosa más que la batalla, muertes, armas… -suspiró profundamente-. No quiero que tú crezcas así, Dulac. No con la espada en la mano y odio en el corazón.

Dulac estaba desconcertado. Las palabras de Dagda -por más extrañas que le parecieran- sonaban convincentes, sobre todo si se conocía la personalidad de Dagda y sus opiniones, en ocasiones tan diferentes de las del resto de la humanidad. Y a pesar de eso, tenía la sensación de que se trataba de una excusa, una excusa que además iba inventando a medida que hablaba.

– ¿Y cómo voy a salvar el pellejo si me encuentro con alguien que no piensa así? -preguntó-. Como ayer por la tarde, por ejemplo.

– ¿Qué habría ocurrido si ayer hubieras tenido un arma? -interrogó Dagda a su vez-. Tal vez ahora uno de los tres chicos estaría muerto. Tal vez, todos. Tal vez, tú también.

Dulac no respondió. Sabía perfectamente el poco tino que había demostrado tener. Dagda era un verdadero maestro en llevar una conversación a su terreno. Cambió el tema y también el timbre de la voz.

– Si Arturo desea un banquete, tenemos que empezar a prepararlo.

Dagda tosió con fuerza.

– Hoy no me siento con ánimos para una labor así. Ve a la posada y encárgale a tu amo un ágape para esta noche. Se alegrará ante ese inesperado cometido.

– Más bien querrá cortarte las orejas -dijo Dulac-. Tander es un verdadero usurero y sólo pensará en los gastos que hoy le reportará la comilona.

Dagda sonrió.

– Que no se preocupe por eso -dijo-. Dile que la cuenta me la traiga a mí.

Dulac sospechó que la conversación terminaba ya, así que dio unos pasos, pero de pronto se quedó parado de nuevo. Vio algo que le asustó.

Dagda seguía en el mismo sitio donde le había dejado y parecía mirar en su dirección, pero sus ojos estaban turbios y daban la impresión de traspasarlo. Sus labios estaban blancos, como si la sangre no llegara a ellos, y si se prestaba la bastante atención uno se daba cuenta de que sus manos temblaban. Parecía increíblemente viejo.

– ¿Dagda? -preguntó Dulac.

Dagda se estremeció, pestañeó y consiguió que una sonrisa asomara a su boca, aunque más bien semejaba una mueca.

– ¿Qué?

– ¿Te encuentras bien? -preguntó titubeando-. No tienes muy buen aspecto.

– No estoy enfermo -respondió Dagda enfadado-. Soy viejo, por si no lo habías notado. Pero gozo de estupenda salud -tosió de tal manera que sus propias palabras quedaron impugnadas-. Sin embargo, a ti parece que te ocurre algo en los oídos. ¿No te he hecho un encargo?

La inesperada solicitud de Camelot no emocionó tanto a Tander como había esperado Dagda. Por el contrario, reaccionó de muy mal humor, lamentándose de que esos encargos de la corte siempre acababan costándole dinero y de que terminaría no sólo teniendo que pagar sino en la ruina total, como Arturo siguiera acudiendo a él con semejantes peticiones.

Dulac no se molestó en escucharlo. Por supuesto, el posadero le exigió que realizara la mayor parte del trabajo y, a pesar de que Dulac se organizó también como pudo, repitió el trayecto de la posada al castillo por lo menos una docena de veces a lo largo de aquella noche. Era mucho más de medianoche cuando regresó, derrengado, al granero para dormir las pocas horas que quedaban hasta el amanecer. El banquete había durado buena parte de la noche y, al final, había degenerado en una bacanal por la que había corrido el vino a diestro y siniestro. Ni Uther ni Ginebra participaron en la velada. Dulac se consolaba con la idea de que la vería al día siguiente. Pero en aquel instante nada era más importante para él que tumbarse sobre la paja y dormir.

Sin embargo, no iba a ser tan fácil lograrlo. Cuando estaba subiendo la escalera del sobrado, oyó un crujido y Lobo saltó hacia él ladrando contento y lamiéndole las manos. Dulac sintió ciertos remordimientos: había olvidado al perro por espacio de todo el día, no le había destinado ni el más mínimo pensamiento. Se arrodilló, le acarició la cabeza y dijo:

– No tan alto, pequeño. Vas a despertar a Tander y, entonces, nos enviará a contar las estrellas del cielo o el empedrado de la calle.

Lobo gimió despacio, como si hubiera entendido las palabras de su amo; corrió hacia el montón de paja del que había salido y volvió a ladrar contento.

– ¡Lobo, cállate! -ordenó Dulac.

Lobo ladró todavía más fuerte y Dulac torció los ojos. Lobo no se iba a quedar tranquilo hasta conseguir sus propósitos. La única alternativa era dejarlo ladrar a gusto hasta que Tander se despertara y viniera… y en ese caso ¡ni soñar en dormir aquella noche!

Extendió la mano hacia el perro, pero Lobo se escapó y desapareció entre la paja. No se lo estaba poniendo nada fácil.

Dulac suspiró con más fuerza, rebuscó entre la paja y… abrió los ojos incrédulo. En lugar de un perrillo con la cola levantada, se dio de bruces con un espaldar plateado.

Y no sólo eso.

Dulac siguió revolviendo entre la paja y sacó una armadura completa… la armadura de plata que había encontrado en el lago.

Su corazón latió desacompasado. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién la había traído y, sobre todo, por qué?

El cansancio de Dulac había desaparecido como por encanto. Con dedos temblorosos fue cogiendo una pieza tras otra. Había visto muchas armaduras, espadas y escudos, pero nunca algo tan preciado. El metal tenía un tono más parecido al de la plata que al del hierro, y a pesar de los años que había pasado en el agua, en su superficie no se dibujaba ni un solo arañazo. Escudo, peto y yelmo estaban ricamente cincelados, y también la empuñadura de la espada había sido adornada con una filigrana delicadamente labrada.

En gran parte se trataba de signos sin sentido y símbolos eminentemente decorativos, pero un determinado motivo se repetía una y otra vez… más grande en el peto y el escudo, algo más pequeño en los guanteletes, los sobrecodales y las rodilleras: el dibujo de un lujoso cáliz, que a Dulac no le resultó del todo desconocido, aunque fue incapaz de recordar dónde lo había visto antes.

Pero tras pensarlo durante un rato, por fin creyó reconocer aquel símbolo. La armadura tenía que haber pertenecido a un caballero noble y, sobre todo, muy rico, y la mayoría de la gente noble decoraba sus armaduras con motivos religiosos: los símbolos de la nueva creencia, aquella que estaba arrinconando a los viejos dioses. Lo más probable es que el cáliz fuera la representación del Santo Grial, aquel legendario recipiente del que había bebido el propio hijo de Dios y que había compartido con sus apóstoles durante la Ultima Cena, y que desde entonces todos los caballeros y aventureros del mundo buscaban. También varios de los caballeros de Arturo portaban el Santo Grial en su escudo y en su blasón, aunque no tan identificables como los de aquella armadura.

Con cierto titubeo Dulac sacó la espada de su vaina. En la hoja brillaban extrañas runas, letras en una escritura que Dulac no sabía descifrar, pero que le parecieron extrañamente familiares.

La espada no era muy grande. Su hoja no era mucho más larga que su antebrazo y no más ancha que tres dedos juntos. La empuñadura se ajustaba tan perfectamente a su mano que parecía hecha a la medida para él, y su peso apenas se notaba.

Agarrándola, Dulac sentía algo distinto, algo muy inquietante: era como si oyera susurros y murmullos, voces claras que hablaban en una lengua extraña y al mismo tiempo familiarmente agradable, y luego vio

Brillante acero, que cortaba el aire con un sonido escalofriante y poderoso.

Ojos, que se llenaban de asombro y luego del súbito miedo de la muerte.

Carne, hendida con un atroz ruido de acero.

Sangre derramada y gritos estridentes, hombres aterrorizados que arrojaban sus armas y huían atenazados por el pánico, y experimentó el embriagador sentimiento de poder que recorría la hoja de la espada y llegaba hasta su mano, y

Jadeando horrorizado, Dulac guardó la espada en la vaina y las visiones desaparecieron tan de repente como habían venido. Inmediatamente dejó caer el cincho y caminó dos, tres pasos hacia atrás. Su corazón palpitaba a toda velocidad y todo su cuerpo tiritaba.

¿Qué era aquello?

Sólo una ilusión, con toda certeza, pero la ilusión más inquietante de la que había oído hablar en toda su vida. Más que una mala jugada de sus nervios, mucho más.

Lo que había visto era… la batalla en El jabalí negro.

Sin duda. Tras los rostros contraídos por el miedo había reconocido la vieja posada, y también había reconocido a alguno de aquellos guerreros: había visto sus cuerpos al mediodía, delante de El jabalí negro.

Dulac observó la armadura plateada con miedo renovado. Había sólo una explicación para aquel hecho tan misterioso como espantoso, pero le resultaba tan absurda que rechazó de pleno seguir pensando en ella.

Dagda.

Tenía que hablar con Dagda. Mañana a primera hora, antes que nada, iría a contárselo todo.

Dulac ocultó la armadura de plata nuevamente entre la paja, teniendo mucho cuidado de rozar siquiera la espada. Luego, subió al sobrado y se acomodó sobre la paja para dormir.

Se despertó antes de que saliera el sol, antes incluso de que apuntara el crepúsculo o fuera Tander a llamarlo para que hiciera algún trabajito previo a su ida a Camelot. Bajó por la escalera, dio un gran rodeo para no pisar la armadura escondida bajo la paja y salió a la calle. Lobo le siguió, corrió unos cuantos pasos adelante y se quedó parado gruñendo por lo bajo. Cuando Dulac miró en su dirección, vio tres sombras delgadas que emergían de la oscuridad.

– Otra vez no -gimió al reconocer a Mike, Evan y Stan. Aquellos tres estúpidos debían de haber estado esperándole toda la noche-. ¿No tenéis otra cosa que hacer que pelearos conmigo?

Con toda seguridad no tenían otra intención más que acabar lo que habían comenzado la tarde anterior. Pero sucedía algo curioso: Dulac no tenía miedo. Era como si… supiera que no era preciso temer a aquellos simples camorristas.

– ¿Pelearnos contigo? -Mike se aproximó negando con la cabeza-. ¿Cómo se te ocurre que te vayamos a levantar la mano? ¿Estando como estás bajo la protección del rey? No haríamos jamás algo así.

– ¿Qué queréis? -preguntó Dulac desafiante.

– Queríamos quitarte un poquito de trabajo -sonrió Mike y señaló con la cabeza a Evan-. El rey te ordenó buscar a Evan y llevarlo a su presencia, ¿no es cierto? Le había prometido una recompensa.

– Y por una recompensa hacéis lo que sea -dijo Dulac.

Los ojos de Mike se estrecharon.

– ¿A qué te refieres?

Dulac se habría mordido la lengua, pero ya era tarde.

– ¿Cómo lo sabéis? -interrogó en vez de responder a la pregunta de Mike.

– Uno tiene sus fuentes -sonrió Mike-. Eres el recadero de Arturo, ¿no?

– Si lo quieres llamar así.

– Quiero -aceptó Mike-. Entonces, ¿qué? ¿Acompañas a Evan a ver al rey o no?

– A él sí -respondió Dulac-. ¡Pero a vosotros no!

Evan iba a llevarse la mayor sorpresa de su vida si el rey descubría el verdadero motivo de su presencia en el lago. Dulac no sabía todavía muy bien cómo hacérselo saber sin confesar la parte que se refería a él, pero estaba seguro de que se le ocurriría la manera.

– Lo que tu digas, mozo de cocina -con una mueca, Mike hizo un gesto de invitación a Evan-. Marchaos de una vez.

Dulac titubeó un momento, luego adelantó a Mike e intercambió una significativa mirada con Evan.

– ¡Eh, mozo! -llamó Mike cuando llevaban ya andados unos cuantos pasos.

Dulac se paró y se dio la vuelta.

– ¿Sí?

– No te muestres tan seguro -dijo Mike-. Arturo te protege, pero quién sabe, tal vez cambien los tiempos.

– Tal vez -dijo Dulac. «Para ti, seguro», añadió en su pensamiento. En cuanto Arturo conociera la verdad, Mike y sus dos amigos se pudrirían en la mazmorra más profunda del castillo. Siguió andando.

– No tendrías que provocarle sin necesidad -dijo Evan cuando llevaban un rato caminando y Mike ya no podía oírlos-. Mike es muy rencoroso. Todavía no te ha perdonado lo de ayer.

– Yo tampoco -contestó Dulac.

– Es distinto -afirmó Evan, sacudiendo la cabeza para reforzar sus palabras-. Mike es peligroso. No soporta perder.

– ¿Por qué estás con él, entonces? -preguntó Dulac de mala gana. No quería conversar con Evan, tenía miedo de que se le escapara alguna cosa que no debía decir.

Evan dudó durante un buen rato, antes de responder:

– Yo mismo no lo sé. Siempre ha sido así.

– ¿Qué? -preguntó Dulac-. ¿Que tú haces lo que Mike dice, sin pensarlo?

– Tú también haces siempre lo que dice el rey, sin replantearte sus órdenes, ¿no? -dio Evan por respuesta.

– ¡Hay una buena diferencia!

– ¿Sí? -cuestionó Evan-. Mi padre dice que todas las personas siempre necesitan a alguien que les diga lo que tienen que hacer. Por eso, tenemos reyes.

– Tu padre es un hombre inteligente -dijo Dulac con ironía-. Pero no parece que haya engendrado a un hijo muy inteligente que se diga. Mike no es ningún rey, ¿sabes?

– ¿Y? -Evan no se había ofendido-. Me ha dicho que Arturo no es rey de nacimiento, sino que viene de una familia sencilla.

– No sé nada de eso -respondió Dulac-. ¿Por qué no se lo preguntas tú mismo?

Evan parpadeó y su rostro pareció perder algo de color, pero no comentó nada más y también Dulac permaneció callado un largo rato. Únicamente cuando ya se vislumbraba Camelot en la distancia, rompió el incómodo silencio.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Depende -dijo Evan.

– El Caballero de Plata -dijo Dulac-. Cuando lo encontraste en el lago, ¿qué sucedió exactamente?

Evan se quedó quieto y lo observó con la cabeza erguida.

– ¿Cómo sabes que me encontré con él en el lago? -preguntó.

Dulac se habría dado de bofetadas, pero era muy tarde para tragarse sus palabras.

– Lo contaste tú mismo, cuando hablaste con Arturo -aseguró.

– No, no lo hice -respondió el chico-. Nadie lo sabe. Sólo… -sus ojos se agrandaron y se puso lívido-. Tú estabas allí -murmuró-. Tú… tú…

– Os espié a Mordred y a ti, sí -le interrumpió Dulac. No tenía sentido seguir mintiendo.

– Entonces… ¿me vas a descubrir? -balbuceó Evan.

– Te lo estás ganando a pulso -respondió Dulac-. Pero creo que no lo haré. Imagino que a estas alturas ya habrás comprendido que es mejor no hacer negocios con los pictos. Una vez que te marchaste, Mordred ordenó a uno de los suyos que fuera en tu busca y te matara. Luego me fui corriendo. No esperaba verte vivo otra vez.

– Yo tampoco, la verdad -dijo Evan conmocionado-. El picto me atacó, efectivamente, pero eso es todo lo que te puedo contar.

– ¿Y el Caballero de Plata?

Evan encogió los hombros.

– Cuando me desperté, el picto estaba tirado en el suelo sobre un charco de sangre y el caballero desconocido, inclinado sobre mi cuerpo, me daba golpes en la cara para que volviera en mí -explicó Evan-. Todavía me duelen todos los dientes.

– ¿Podrías reconocer su cara? -preguntó Dulac.

Evan negó con la cabeza.

– Llevaba el yelmo -dijo.

– ¿Qué te dijo?

– No mucho. Sólo que cabalgara a Camelot y avisara a Arturo. Y eso hice -nervioso, se mojó los labios con la lengua-. ¿Vas a… vas a descubrirme?

– No -contestó Dulac tras pensar unos segundos-. No, si tú no cuentas que estaba en el lago.

– Claro que no -dijo Evan aliviado-. No sé ni de qué lago me estás hablando.

Dulac amagó una sonrisa. Las muestras de alivio de Evan le parecían casi ridículas, pero de pronto comprendió que en los últimos minutos el chico había sentido literalmente el pánico de la muerte.

Y tal vez con motivo.

Hasta aquel instante Dulac no lo había pensado, pero lo que él y los otros dos habían hecho podría interpretarse perfectamente como alta traición. Un delito penado con la muerte.

– No -volvió a decir-. No voy a descubrirte. Pero en el futuro te vas a mantener alejado de Mike y de Stan, ¿está claro?

– De acuerdo -dijo Evan inmediatamente-. Tenlo por seguro. Y en lo que se refiere a la recompensa, ya no la quiero. Quizá… quizá sea mejor que me vaya ahora.

– Arturo te quiere ver -respondió Dulac-. ¿Tengo que decirle que no tienes tiempo para él?

A ese comentario, Evan reaccionó únicamente con una mirada de miedo. Siguieron caminando.

Camelot permanecía oscura y en silencio cuando alcanzaron el castillo, pero al contrario que el día anterior, cuando había ido allí con Ginebra, un guardia les impidió la entrada. Aunque su rostro mostraba ojeras de cansancio, parecía muy despierto y le preguntó a Dulac con voz ruda qué había venido a buscar.

– El rey quería hablar con Evan -respondió el joven mientras señalaba al chico que tenía a su lado. Estaba un poco asustado ante el brusco comportamiento del soldado, pero al mismo tiempo le tranquilizaba. Arturo no era tan despreocupado como creían muchos.

– ¿A estas horas? -el centinela adoptó una expresión desconfiada-. Falta todavía una hora para que salga el sol.

– Lo sé -respondió Dulac-. Antes queríamos hablar con Dagda. Evan tiene que ayudarme. Se esperan muchos invitados en el castillo. Es demasiado trabajo para mí solo.

El vigilante meditó un momento, luego asintió:

– De acuerdo. Pero no hagas ruido. El castillo entero está durmiendo.

– Claro que no -aseguró Dulac. Hizo un gesto a Evan-: Ven.

Traspasaron deprisa el arco, recorrieron el patio y bajaron las escaleras.

– ¿Trabajo? -preguntó Evan-. ¿Qué sinsentido es ese? ¡Yo no soy mozo de cocina!

– Quiero que hables con Dagda -respondió Dulac-. Tienes que contarle lo del Caballero de Plata. Es muy importante.

– ¿Por qué va a ser importante que le cuente algo a un cocinero? -se asombró Evan.

– Hazlo sin más -contestó Dulac-. Y ahora cállate.

Cruzaron la cocina y se dirigieron a la derecha para acceder al cuarto de Dagda. Dulac se movía deprisa y tan silencioso como podía, pero Evan, que no conocía aquellas estancias, se tropezaba en todas partes y soltaba de vez en cuando algún gemido de dolor. Dulac lo miraba resignado.

– ¿Qué es esto? -gruñó Evan-. ¿Un trastero? ¿Y qué es esta peste tan asquerosa? ¡Voy a acabar mareándome!

– El caldero de Dagda -respondió Dulac-. Puedes fregarlo. Esa será tu primera tarea. Y ahora cállate.

Evan obedeció, aunque emitiendo un resoplido de disgusto. Dulac alcanzó la puerta en medio de la oscuridad y la empujó con precaución.

El cuarto estaba en una absoluta penumbra, pero se notaba un olor fétido y enseguida oyó una respiración ronca entrecortada por algunos gemidos amortiguados.

– ¿Dagda? -llamó en la oscuridad.

No recibió respuesta, pero los gemidos se repitieron.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Evan.

– Nada -contestó Dulac-. Quédate ahí. No te preocupes.

Se dio la vuelta, palpó en medio de la oscuridad hasta encontrar lo que buscaba: dos pedernales y una astilla de madera, de los que Dagda tenía distribuidos por toda la cocina para que en cualquier momento se pudiera encender la luz sin problemas. Frotó los pedernales un par de veces hasta que prendió la astilla, sopló para atizar el fuego y, finalmente, tomó una vela de la alacena. Cuando prendió la mecha, le pasó la astilla a Evan, diciéndole:

– Enciende más velas. Y haz un fuego en la chimenea. Hace frío.

Evan parecía muy turbado, pero hizo lo que Dulac le decía, y éste levantó la vela y atravesó el umbral. La palpitante llama amarilla provocaba más sombras que luz y en un primer momento a Dulac le pareció que había algo grande, incorpóreo, humeante, que se desprendía de la delgada figura postrada en la cama y volaba de nuevo hacia el lugar sombrío del que procedía. Un escalofrío gélido recorrió su espalda. Dulac ahuyentó sus malos pensamientos, levantó la mano ante la llama de la vela, para que no se apagara, y se aproximó con pasos rápidos hacia la cama de Dagda.

A pesar de que lo esperaba, lo que vio le dejó helado de espanto.

Dagda estaba tumbado de espaldas, con los ojos semicerrados. Se encontraba tan bañado en sudor que tenía la camisola pegada al cuerpo; sus hundidas mejillas conferían a su rostro el aspecto de una calavera. Sus labios estaban agrietados y secos. El olor pestilente que flotaba en el ambiente provenía de él.

– Por el amor de Dios -gimió Dulac-. ¡Dagda! ¿Qué te ocurre?

Dejó la vela sobre la mesilla junto a la cama, se inclinó sobre él y comenzó a golpear su hombro mientras gritaba ininterrumpidamente su nombre. El anciano se quejó y su cabeza se movió a izquierda y derecha, pero sus ojos permanecieron vacíos.

Evan apareció en la puerta, con una tea encendida entre las manos. La luz roja expulsó las sombras, pero remarcó todavía más la impresión de enfermedad y debilidad del rostro de Dagda.

– ¡Dios mío! -soltó Evan-. ¿Qué…?

– ¡Cierra la boca! -le ordenó Dulac-. Deja aquí la tea y corre arriba a avisar al vigilante. ¡Dagda está enfermo! Tiene que despertar a Sir Galahad. Él conoce el arte de la sanación.

– ¿Sir Galahad? -preguntó Evan dubitativo-. ¡Pero es un caballero!

– ¡Vete de una vez! -esta vez Dulac le gritó tan fuerte que Evan casi tiró la tea al suelo. Luego, se giró y salió corriendo, con la tea entre las manos por supuesto.

Dulac se inclinó sobre la cama otra vez. Dagda gimió débilmente. En su cuello una vena palpitaba tan fuerte como si fuera a estallar, y sus labios intentaron pronunciar algunas palabras. Sus uñas arañaron la sábana de lino rústico que cubría la cama.

Dulac cada vez estaba más atemorizado. Desde hacía días sabía que algo no iba bien con Dagda, pero tal como lo veía ahora parecía más próximo a la muerte que a la vida.

El joven miró a su alrededor tiritando. Como Evan se había llevado la tea, la oscuridad había vuelto a la habitación, y con ella las sombras. Formaban un cerco en torno al tembloroso círculo de luz de la vela, y de nuevo volvió a percibir la presencia de algo incorpóreo e increíblemente poderoso. Y también, casi no se atrevía ni a imaginarlo, malvado…

Dagda abrió los ojos entre gemidos y sus pupilas parecieron reconocerle.

– ¿Lan… celot? -murmuró.

– ¿Lancelot? -se extrañó Dulac. ¿Quién era ése? Sacudió la cabeza-. Soy yo, Dagda, Dulac. ¿No me reconoces?

– Lancelot Dulac -repitió Dagda, aunque pronunció el nombre de Dulac de forma extraña, algo así como «Di lac».

– ¡Yo soy Dulac! -insistió el joven.

– Ese es tu nombre completo -murmuró Dagda. Le costaba mucho esfuerzo hablar-. Lancelot del Lago. Nadie, salvo yo, lo conoce. Ni siquiera Arturo. Hace tiempo que te lo tenía que haber dicho, pero…

«Realmente tenía que habérmelo dicho hace mucho tiempo», pensó Dulac con amargura.

– ¿Qué te sucede, Dagda? -preguntó.

– Me muero, tonto -respondió Dagda.

– Ni se te ocurra decirlo -dijo Dulac enfadado-. Estás enfermo, no es más que eso.

– Mi enfermedad se llama «años» -aseguró Dagda. Intentó incorporarse y, para asombro de Dulac, lo consiguió. Sus hombros se hundieron sin fuerza hacía delante. Se le veía increíblemente viejo-. Trescientos años son suficientes, ¿no te parece?

Dulac abrió los ojos. ¿Qué había dicho Dagda? ¿Trescientos años? ¡Imposible! La fiebre le hacía delirar.

– Pero el momento es realmente inoportuno -añadió Dagda en medio de una tos seca-. No quiero decir que haya un momento oportuno para morir, pero éste es especialmente inoportuno. No ahora que Mordred está llevando sus planes adelante.

Levantó la cabeza y, en un primer instante, Dulac creyó que le miraba, pero cuando empezó a hablar, comprendió que su vista iba más allá, a la ondulante oscuridad que se extendía tras él.

– Ha sido un buen intento, Hada Morgana -dijo-. Pero todavía no estoy acabado. Eres más fuerte que yo, pero la fuerza no lo es todo. La magia negra nunca vencerá a la luz.

Dulac miró nervioso hacia atrás. A su alrededor no había nada más que la oscuridad y el misterioso movimiento que le parecía percibir era sin duda producto de sus nervios. Dagda tenía mucha fiebre y deliraba, eso era todo.

– Ve y… tráeme unas hierbas del saquito verde -dijo Dagda tartamudeando-. Y un vaso de agua -intentó sonreír-. No tengas miedo. Me moriré, pero no ahora mismo. No, si haces fuego y me traes mi medicina. Hace un frío espantoso aquí.

Dulac se levantó deprisa e hizo lo que Dagda le había encargado.

Una vez que encontró la bolsita de piel y se la llevó a Dagda con el agua, encendió media docena de velas más y llevó un brazado de leña seca a la chimenea. En el espacio de pocos minutos crepitaba una fogata cuyas llamas ahuyentaron no sólo la frialdad sino también las inquietantes sombras del lugar. Por su parte, Dagda echó unas pocas hierbas en el vaso y removió el líquido durante un buen rato mientras iba murmurando unas palabras que Dulac no supo si se trataba de un conjuro o simplemente del parloteo sin sentido de un viejo.

Cuando el chico se levantó de la chimenea, se abrió la puerta y aparecieron Sir Galahad y el rey Arturo. Parecía que habían trasnochado y en sus rostros tenían una expresión de miedo rayana al pánico.

– ¡Dagda! -gritó Arturo-. ¿Qué os ocurre?

– ¡El chico ha dicho que estabais muy enfermo! -añadió Galahad. Tras ellos sonaron pasos. Por lo que parecía, Evan había despertado a medio castillo.

Dagda tosió antes de responder:

– Tal vez haya exagerado un poco…

Arturo le transmitió una mirada de enfado a Dulac, pero Dagda movió la mano en un gesto apaciguante.

– No debéis tenérselo en cuenta. Tengo un poco de fiebre y seguramente he hablado en sueños. Estaba preocupado por mí.

– Has hecho bien en avisarnos -dijo Galahad antes de que Arturo pudiera hablar. Se acercó con pasos rápidos a Dagda, le puso la mano en la frente y estuvo un rato muy atento.

– ¿Un poco de fiebre? Estáis ardiendo, Dagda. ¡Estáis muy enfermo!

– ¡Tonterías! -le contradijo Dagda tosiendo. Intentó apartar la mano de Galahad, pero le fallaron las fuerzas.

– Tal vez deberíamos ir a buscar un médico -propuso Evan. Había entrado tras Galahad con aspecto de preferir estar en un lugar muy alejado de allí.

– Dagda es el médico de Camelot -dijo Arturo y se quedó un rato pensativo-, Galahad, llévalo al salón del trono. Allí hace más calor que aquí. Y tú, chico -se volvió a Dulac-. Pon agua al fuego y prepárale a Dagda una sopa caliente. Utiliza los mejores ingredientes. Dagda tiene que reponer sus fuerzas.

– Yo… yo no sé cocinar, señor -respondió Dulac.

– Pues ya es hora de que aprendas -dijo Arturo y con una mirada de reojo a Dagda, añadió-: Tus dotes de cocinero no pueden ser peores que las suyas.

– Te he oído -dijo Dagda.

La luz del sol que, a través de las altas cristaleras, inundaba el salón del trono iluminaba una escena inusual para esa hora. En la chimenea ardía un fuego recién encendido, aunque el ambiente ya era cálido y, por eso, los caballeros habían ocupado su lugar en la Tabla Redonda, de tal modo que Dulac y Evan, que sin demora había adoptado las labores de criado, no daban abasto para mantener las copas llenas de vino y cerveza. Nadie pensaba que hubiera algo mejor para desayunar. Aunque había muchos, no estaban todos los caballeros de Camelot. No acostumbraba a suceder que los cincuenta y seis se encontraran a la vez en el castillo.

Entre los cuarenta comensales reunidos entorno a la mesa, había que contar a Uther, Ginebra y al propio Arturo. Dagda reposaba en un sillón junto a la chimenea. A pesar del calor de las llamas, se había envuelto en una manta que no impedía que todo su cuerpo tiritara. Su estado era lamentable.

Evan se retiró el sudor de la frente y silbó entre dientes.

– ¡Bufff! -hizo cerrando los ojos-. No tenía ni idea de que tuvieras que trabajar tanto…

– Yo tampoco -respondió Dulac.

Evan lo miró irritado, se ahorró la respuesta y agarró la jarra de vino al ver que uno de los caballeros le miraba haciéndole un gesto con la mano. Dulac y él se habían retirado a un rincón de la grandiosa sala para que no pareciera que espiaban a los caballeros en sus conversaciones. A pesar de eso, entendían cada palabra que Arturo y los caballeros se decían, aunque fuera en voz baja, pues la sala tenía una acústica perfecta. Pero así eran las complicadas reglas de la etiqueta.

Dulac tenía otro motivo más para actuar de forma discreta. Ese motivo era Ginebra, que estaba sentada en la silla situada entre la de Uther y la de Arturo, vistiendo una sencilla túnica de color azul. Aunque llevaba la cara semioculta por un velo, Dulac creía a veces sentir su mirada como el roce de una mano invisible. Su corazón latía si miraba en su dirección y cuando antes le había servido la bebida, sus manos habían temblado tanto que estuvo a punto de verter el vino. Evitaba incluso aproximarse a ella. Arturo tendría que estar ciego para no notar que Ginebra era para él mucho más que uno de los múltiples invitados de la nobleza que pisaban Camelot.

Evan rellenó las copas y tuvo que volver a contar -era por lo menos la vigésima quinta vez que lo hacía- la historia de su encuentro con el Caballero de Plata. Todos los ojos estaban fijos en sus labios, sólo Ginebra aprovechó la oportunidad para mirar a Dulac.

Dulac habría preferido que no lo hubiera hecho. ¿Por qué lo torturaba así? Desde que la había visto por primera vez, era prácticamente lo único en lo que podía pensar, pero tenía perfectamente claro que se trataba de un deseo inalcanzable. Ojalá nunca se hubiera encontrado con ella.

Dagda sacó la mano de debajo de la manta y le hizo una seña. Dulac cogió la jarra y se dirigió hacia él, aunque para hacerlo dio un gran rodeo para evitar la mesa.

– Dame un sorbo de agua -pidió Dagda.

– Entonces tengo que… -empezó Dulac, pero Dagda le interrumpió con un gesto cansado pero que no admitía réplica.

– El vino también servirá -dijo.

Dulac le llenó la copa, pero Dagda bebió un pequeño sorbo, sólo para humedecer sus labios. Cuando Dulac iba a girarse, hizo un gesto con la cabeza mientras le indicaba:

– Quédate.

Dulac dejó la jarra y se colocó en el otro lado del sillón. El calor que irradiaba de la chimenea era casi insoportable. Sin embargo, podía oír el castañeteo de los dientes de Dagda.

– Tengo que hablar contigo -dijo Dagda despacio-, pero no aquí. Después volveré a mi aposento. Espera unos minutos y ven. Es importante.

Antes de que pudiera responder, Dulac vio por el rabillo del ojo que Ginebra se levantaba y se acercaba hacia ellos con pasos rápidos. Mientras lo hacía, se apartó el velo de la cara y el corazón de Dulac comenzó a latir con más fuerza todavía. El rostro de la joven estaba pálido y muy serio, pero era tan hermoso como en su memoria; por no decir más. Cuando se cruzaron sus miradas, tuvo que contenerse para no responderle con una sonrisa reluciente o, mejor todavía, ir a su encuentro y estrecharla entre sus brazos.

– Dagda -empezó Ginebra-. No podéis imaginaros lo que me duele veros así -se aproximó más, se inclinó sobre el anciano y le dio un beso en la mejilla. Luego se dirigió a Dulac en voz muy baja-: No le he dicho a Arturo que nos conocemos. Déjalo así.

Sus palabras le provocaron un pinchazo de dolor, aunque eran razonables. A pesar de ello, se sintió casi traicionado.

Pero quizá era demasiado tarde para aquel aviso. Arturo había vuelto la cabeza y miraba con el ceño fruncido en su dirección. Luego se levantó de un salto y se acercó a ellos. Posó los ojos en Dulac brevemente, pero de manera nada amigable, y le preguntó a Dagda:

– ¿Cómo os encontráis?

– Mejor -respondió éste con una mueca-. Pero voy a acabar volviéndome sordo si sigo escuchado vuestro parloteo durante más tiempo. Sois peor que los gansos.

Arturo asintió.

– Estáis mejor -dijo y se volvió a Ginebra-: Tengo que disculparme por mis rudas maneras, Mylady -dijo-. No he logrado daros la bienvenida como os merecéis. Camelot debe transformarse en una fortaleza de oro ahora que vos moráis en ella.

– Me aduláis, rey Arturo -dijo Ginebra sonriendo, pero el tono de su voz era algo más frío de lo que debería haber sido.

– Al contrario, Mylady -respondió Arturo-. Y no me llaméis rey, os lo suplico. Arturo. Mi nombre es Arturo. Ya os conocía cuando vos erais una niña pequeña. Por lo que veo, os habéis convertido en una hermosísima joven.

– Vuestro marido es causa de envidia -dijo Dulac. En cuanto pronunció aquellas palabras, se arrepintió de haberlo hecho.

Arturo no reaccionó en un primer momento y el joven confió en que no hubiera escuchado el comentario.

Pero claro que lo había escuchado. Un instante después, se volvió a Dulac y su rostro había adoptado la textura de una roca. No había ira en sus ojos, sino otra cosa. Su mirada se clavó en Dulac, buscó la de Ginebra y volvió a Dulac. «Lo sabe», pensó éste. Sencillamente, lo percibía.

– Sí -dijo Arturo con frialdad-. Vuestro marido es causa de envidia.

Dulac temió algún reproche por parte de Arturo y estaba pensando ya en cómo aplacarlo cuando las circunstancias vinieron a ayudarle: se abrió la puerta y un hombre con las vestimentas desgarradas se precipitó en la sala. Respiraba con dificultad y parecía que ni siquiera le quedaban fuerzas para permanecer de pie. Bamboleándose, dio dos o tres pasos hacia atrás, chocó contra la mesa y cayó de rodillas llevándose por delante dos sillas.

Arturo se aproximó a él mientras casi todos los caballeros se levantaban de sus asientos: algunas manos se habían posado en las empuñaduras de sus espadas y en la mayoría de los rostros afloró el desconcierto y el sobresalto.

– ¿Que ha ocurrido? -Arturo alcanzó al caído y se arrodilló a su lado-. ¿Quién tres? ¡Habla!

– Yo… yo… señor -gimió el hombre-. Los… los pictos. Ellos…

Su voz se quebró. Por mucho que lo intentó, no pudo proferir más que unos tremendos estertores. Arturo se dirigió a Dulac y le ordenó:

– ¡Chico! ¡Trae agua!

Como Dagda antes, tuvo el hombre que conformarse con beber vino. Ingirió ávidamente unos sorbos, y, aunque escupió la mayor parte, se atragantó y acabó con un fuerte ataque de tos. Cuando hubo bebido la mitad del vaso, Arturo se lo quitó de las manos y dijo con algo más de suavidad:

– Ahora, tranquilízate. Lo mismo da un momento más o menos.

El hombre asintió agradecido. Dulac pudo darse cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas recobrar el ritmo de la respiración. Tenía muy mal aspecto. Sus ropas, con los colores y el emblema de Camelot, llamaban la atención por su suciedad, pero también por la sangre que tenían pegada, y tardó un buen rato en lograr ponerse en pie. Arturo levantó del suelo una de las sillas y lo ayudó a sentarse en ella.

– Ahora, habla.

– Los pictos, señor -respondió el soldado, todavía jadeando por la fatiga y con temblores en todo el cuerpo-. Han traspasado la frontera del norte con doscientos hombres.

– ¿Doscientos?

– ¡Por lo menos, señor! -contestó el soldado-. Tal vez, incluso, más.

– ¿Cuándo? -interrogó con dureza Galahad.

– Ayer por la tarde, a la caída del sol. No tuvimos ninguna oportunidad, señor. Nos sorprendieron del todo. Eran demasiados.

– Nadie te está reclamando nada -dijo Arturo-. ¿Eres el único que ha sobrevivido?

Por un instante una expresión de miedo se asomó a los ojos del hombre.

– Me habría quedado con mis compañeros, para morir con ellos, pero…

– … Pero entonces no estarías aquí para avisarnos y Camelot podría acabar como el resto de tus tropas, acorralada también -le interrumpió Arturo-. Has hecho lo correcto. ¿Estaba Mordred con ellos?

– No lo sé, señor -respondió el guerrero. Alargó una mano tembloroso hacia Dulac y éste le sirvió otro vaso de vino, una vez que Arturo le hizo un gesto de conformidad con la cabeza. En esta ocasión bebió más lentamente y con tragos mayores, antes de empezar a hablar de nuevo:

– No conozco a Mordred, pero al mando iba un hombre que no tenía aspecto de ser picto.

– Mordred -dijo Galahad con rabia-. No pierde el tiempo.

– Menos de lo que vosotros pensáis -dijo el soldado-. Cuando estuve seguro de que había conseguido esquivarlos, me quedé un rato acechándolos. Marchan hacia Camelot, señor. Muy rápido.

Galahad iba a hacer una nueva pregunta, pero Arturo le hizo callar con un gesto brusco.

– ¿Estás seguro? ¿A qué distancia se encuentran de aquí?

– A no más de medio día -respondió el guerrero-. He intercambiado dos caballos para llegar lo más rápido posible, pero ellos marchan muy deprisa, señor.

– Bien -dijo Arturo con aspereza-. Nos has prestado un gran servicio, amigo mío. Más tarde hablaré contigo de nuevo, pero por ahora ya basta. Ve abajo y que te sirvan algo de comer; luego descansa. Te mandaré llamar.

El hombre se levantó y se fue con paso inseguro. Nadie habló hasta que abandonó la sala y cerró la puerta tras de sí.

– Me resulta difícil de creer -dijo Gawain-. Ni el propio Mordred osaría levantar la mano contra Camelot.

– Creedlo, Gawain -dijo Uther-. Camelot es lo que ansiaba de veras, desde el principio.

– Pero…

– Uther tiene razón -le interrumpió Arturo-. Sabía que iba a suceder, sólo esperaba tener algo más de tiempo.

– Doscientos hombres es un gran ejército -dijo Ginebra-. Y están cerca. ¿Habrá tiempo suficiente para movilizar a vuestro propio ejército y organizar la defensa?

Arturo la miró muy serio y sin pronunciar una sola palabra, y Uther le dijo con dulzura:

– Camelot no tiene ningún ejército, querida niña.

Ginebra abrió los ojos desmesuradamente, sin poder creer lo que estaba oyendo.

– ¿Ningún ejército? -repitió-. Pero eso… eso no puede ser. Quiero decir: ¡Camelot es famoso en toda Britania por su fortaleza y su poder! Creía que teníais un ejército poderoso.

– Uther está diciendo la verdad, Mylady -dijo Arturo y con su mano hizo el gesto de abarcar a todas las personas que se encontraban alrededor de la mesa-. Nosotros somos el ejército de Camelot. Es más que suficiente.

– ¿Vosotros solos contra doscientos hombres?

– Ya hemos luchado contra ejércitos mayores y vencido -respondió Arturo-. No tengáis miedo. Mordred recibirá lo que se merece. Y pagará también por la muerte de vuestro padre y por lo que os hizo a Uther y a vos.

– Pero…

– Por favor, niña -dijo Uther con sosiego-. Arturo tiene razón. Mordred debe de haber perdido la razón para venir aquí con sus hombres. Sabe que no tiene ninguna posibilidad.

– Eso es lo que me preocupa -dijo Arturo en tono lúgubre-. Mordred puede ser muchas cosas, pero no un estúpido. Lleva a sus hombres a una muerte segura. Y me pregunto por qué -cerró el puño-. Se lo preguntaré antes de clavarle la espada en el corazón.

– ¿Por qué no le aguardamos aquí? -preguntó Uther-. ¡Dentro de los muros de Camelot sus hombres caerán como moscas!

– ¿Y traer la guerra a la ciudad? -Arturo señaló a Evan-. Los padres de este chico y los demás habitantes de la ciudad confían en que nosotros protegeremos sus vidas. No… saldremos dentro de una hora al encuentro de los pictos. Los atacaremos en campo abierto.

– Os acompaño -dijo Uther. Ginebra lo miró asustada y Arturo levantó la mano, sacudiendo la cabeza.

– Por mucho que os comprenda, viejo amigo, no puedo permitíroslo. Alguien tiene que velar por la seguridad de Lady Ginebra. Cinco de mis caballeros y la guarnición del castillo quedan a vuestro cargo, para protegeros.

Uther no quedó muy convencido, pero intuyó que era totalmente inútil alargar la discusión. Bajó la mirada y, un instante después, Ginebra se aproximó a él y puso la mano sobre su hombro.

Dagda se incorporó gimiendo del sillón.

– Entonces, tengo que ponerme a trabajar.

– Que vas a hacer ¿qué? -se asustó Dulac.

– Una hora no es mucho tiempo -respondió Dagda-. Los caballeros querrán comer antes de salir. Se pelea mal con el estómago vacío.

Alargó la mano y Dulac se dispuso a ayudarle cuando Arturo lo atajó con un gesto autoritario de su mano derecha mientras con la otra señalaba a Evan-. Que os ayude este chico. Quiero que Dulac nos acompañe.

– ¡Vaya disparate! -rumió Dagda-. ¿De que os iba a servir?

– Se encargará de vuestras funciones -dijo Arturo-. Estáis demasiado enfermo para acompañarnos, pero alguien tiene que actuar de testigo y cronista de los hechos. Le habéis enseñado a leer y escribir, ¿no?

– Sí -asintió Dagda-, pero…

– Entonces es suficiente -tomó la palabra Arturo-. No os preocupéis, sólo observará. Me ocuparé personalmente de que no toque ni un arma -se aproximó a Dulac y le dijo algo ceñudo-: Ve al establo y búscate un caballo. Y todos vosotros: disponed lo necesario. ¡Abandonamos Camelot dentro de una hora justa!

Era una magnífica a la par que vistosa cabalgata la que una hora después cruzaba la puerta de la fortaleza para dirigirse al norte: treinta y cuatro caballeros, un rey y un chico, nervioso, desconcertado y malhumorado, todo a un tiempo. Arturo había evitado por todos los medios que viera de nuevo a Dagda o a Ginebra. Uno de sus caballeros había pasado todo el resto del tiempo a su lado, supuestamente para ayudarle en la elección de la montura y enseñarle cómo ensillarla. Dulac no tenía dudas de que en realidad estaba obrando por mandato del rey.

Pero ¿por qué? Incluso, aunque Arturo percibiera que entre Ginebra y él había algo que no debía haber existido, ¿por qué lo mantenía apartado de Dagda? Hasta la bolsa de piel con las obleas y los utensilios de escritura se la había entregado Evan, no Dagda.

El mal humor de Dulac se fue apaciguando en cuanto abandonaron el castillo. Para alcanzar la calzada hacia el norte, tenían que atravesar la ciudad y, naturalmente, tanta impedimenta provocó la curiosidad y agitación de sus habitantes. Los hombres cabalgaban ataviados con sus armaduras completas y también los caballos portaban gualdrapas y bardas. La ciudad resonaba bajo los cascos de los caballos, de las lanzas de los soldados colgaban gallardetes de colores y a la cabecera de la cabalgata ondeaba el estandarte de Camelot. El sol se reflejaba en el acero y en las piezas plateadas y doradas de las armaduras, de tal manera que era imposible observar de cerca el paso de las tropas sin ser cegado por su luz. Pero, a pesar de aquella visión tan espectacular, las masas que pronto abarrotaron las calles permanecían asombrosamente silenciosas. Dulac oía sólo, de vez en cuando, un vítor o un «¡Larga vida al rey!», y la expresión en la mayor parte de los rostros era de temor. Las malas noticias se habían divulgado con rapidez. Las personas sabían que Arturo y sus caballeros acudían a la guerra y no a una simple parada militar.

Salieron de la ciudad y durante dos horas trotaron a ritmo ligero hacia el norte. Aunque al principio se cruzaron con algunos carruajes, jinetes o personas a pie, a medida que avanzaban, el paisaje, a derecha e izquierda del camino, se fue haciendo cada vez más solitario. Ya no había haciendas, ni casas; al final, desapareció hasta la calzada, y bajo los cascos de los caballos no quedó más que tierra baldía y hierba.

Galoparon durante una hora y sólo cambiaron el rumbo para bordear los bosques o los territorios pantanosos, que iban aumentando cuanto más hacia el norte avanzaban.

Dulac no sabía de dónde sacaba la fuerza para mantenerse sobre la silla. Le dolía cada músculo de su cuerpo y cada paso que daba el caballo era como un puntapié que caía directamente sobre él. La montura que Sir Braiden le había asignado era un animal poderoso, entrenado para grandes distancias, pero era evidente que estaba al límite de sus fuerzas. Le resultaba cada vez más difícil mantenerse a la altura de los otros caballos, a pesar de que no llevaba barda ni tenía que cargar a un caballero con su armadura completa. Para Dulac era un misterio cómo lograban los caballeros de la Tabla Redonda y sus corceles soportar tanta fatiga.

Justo en el momento en que creía que iba a desplomarse de la silla, Arturo levantó el brazo en señal de parada. Frente a ellos se divisaba una colina poblada de árboles, que ofrecía, incluso a un ejército con tanta impedimenta como el de ellos, una protección perfecta en el caso de un ataque sorpresa. Una vez que se acalló el golpeteo de los cascos, Dulac pudo oír el sonido de un río, que corría muy próximo, seguramente al otro lado del bosque.

Los caballeros se apearon de sus monturas, y también Dulac lo intentó, pero se quedó quieto soltando un silbido de dolor. Las corvas, la zona interior de los muslos y, sobre todo, la parte de su cuerpo sobre la que estaba sentado le ardían como el fuego.

– ¿A qué esperas? -también Arturo había desmontado y caminaba a paso rápido hacia él. Llevaba el casco de cobre en el brazo izquierdo y tenía un aspecto descaradamente vigoroso, como si llegara de un paseo tranquilo por el bosque y no de una cabalgada de horas. De pronto, paró la marcha, inclinó la cabeza a un lado y sonrío-. Ya entiendo -dijo-. ¿Te has sentado en un campo de ortigas?

– ¿Señor? -preguntó Dulac sin comprender.

– Estás escocido -explicó Arturo-. Ese es el verbo que se emplea en estos casos.

– Oh -murmuró Dulac-. Entiendo.

La sonrisa de Arturo se ensanchó más y el rey le tendió la mano.

– Yo te ayudo. Baja. Sin más. Si quieres ser un caballero, tendrás que superarlo.

Dulac le cogió la mano, apretó los dientes y bajó de golpe de la silla. Le dolía muchísimo todo el cuerpo y tuvo la sensación de que su espalda iba a quebrarse como una rama seca.

Arturo mantuvo su mano algo más del tiempo necesario, como si no estuviera muy seguro de que Dulac lograra ponerse en pie por sí mismo. Luego le preguntó:

– ¿Lo quieres?

– ¿Que?

– Ser un caballero, como yo y los otros -respondió Arturo.

– Por supuesto, señor -contestó Dulac espontáneamente.

– ¿Qué chico de tu edad no lo querría? -dijo Arturo-. La pena es que Dagda tenga otros planes para ti.

Aquellas palabras desconcertaron a Dulac. Estaba casi convencido de que Arturo se lo había llevado para castigarlo por algún motivo. Pero ahora el rey utilizaba con él un tono de lo más afable. ¿Adonde quería ir a parar?

Sin aclarar el motivo de su comportamiento, Arturo pasó al otro lado del caballo y llamó a un caballero:

– ¡Sir Lioness! Los pictos se encuentran en la otra parte de la colina. Por favor, comprobad lo lejos que están. Me gustaría orar un poco antes de ir a la batalla.

El caballero ataviado de rojo y oro desapareció rápidamente, dispuesto a acatar las órdenes del rey, y Dulac se quedó mirando a Arturo realmente asombrado.

– ¿En la otra parte de la colina? ¿Cómo lo sabéis?

Arturo rió en voz baja.

– Doscientos hombres no marchan sin dejar huellas -dijo-. ¿Ves esos puntos arriba, en el cielo?

Los ojos de Dulac miraron en la dirección que señalaba el rey. Asintió.

– Pájaros.

– Demasiados pájaros y todos en el mismo lugar -explicó Arturo-. El ejército de Mordred los ha espantado y, si te fijas mejor, apreciarás el polvo en el ambiente.

– No me… habría dado cuenta jamás -confesó Dulac y observó a Arturo con una mirada casi reverencial.

– ¿Cómo ibas a hacerlo? Dagda te ha educado para ser mozo de cocina y criado. Pero no me puedo imaginar que te baste ese tipo de vida.

– Dagda ha sido muy bueno conmigo -respondió Dulac-. Me ha enseñado mucho.

– Y también te ha mantenido alejado de muchas cosas -añadió Arturo y el pensamiento de Dulac recayó en la disputa entre él y Dagda. Revivió la conversación que el día anterior se había interrumpido de forma tan abrupta, de otra manera muy distinta a la que él esperaba.

Habló sin pensar lo que salía de su boca.

– ¿Ya… no estáis enfadado conmigo? -preguntó con precaución.

– ¿Enfadado? ¿Por el pequeño arañazo? -Arturo se rió-. Fue por mi propia torpeza. Fui injusto contigo. Y fue muy estúpido por mi parte entregarte una espada. No hay nada más peligroso que un arma en manos de un hombre que no está familiarizado con ella.

Dulac permaneció en silencio. Las palabras de Arturo no sólo habían respondido a su pregunta sino que lo habían golpeado en lo más hondo. Y ya ni siquiera sabía si realmente quería aprender a utilizar una espada.

Días antes habría respondido a esa pregunta con un «sí» rotundo. Pero había ocurrido algo. Había tenido una espada entre las manos y las imágenes que ésta le había mostrado resultaron espeluznantes.

– Pronto se desencadenará la batalla -dijo Arturo-. ¿Tienes miedo?

– No -respondió Dulac, pero ésa no era, por lo visto, la respuesta que quería escuchar Arturo porque su cara desveló una expresión preocupada.

– Deberías tenerlo -dijo-. Vamos a vencer con toda seguridad, pero morirán personas y eso es siempre malo.

– Son sólo pictos.

– ¿Y los pictos no son personas? -preguntó a su vez Arturo-. Tal vez para nosotros no sean más que bárbaros, que adoran a dioses oscuros y amenazan nuestra manera de vivir. Nuestros enemigos. Pero también son maridos y padres e hijos. Si no regresan a sus casas, en sus hogares se derramarán muchas lágrimas.

Dulac se preguntó por qué Arturo se había convertido en un guerrero si pensaba así. Y, prácticamente en contra de su propia voluntad, le hizo esa pregunta… aunque enseguida se arrepintió. Acabaría costándole el cuello tener una lengua tan ligera.

Sin embargo, Arturo no pareció molestarse, más bien se sonrió como si hubiera esperado esa pregunta y estuviera contento de escucharla.

– Porque desgraciadamente es necesario, chico -respondió-. Tal vez llegará un día en que los humanos no necesiten más guerreros, pero aún no hemos alcanzado esa época. No hace mucho, este territorio era como el de los pictos. Salvaje, bárbaro y violento. Los habitantes de Britania aprendieron y ahora es tiempo de que aprendan los pictos -puso la mano sobre la espada-. A veces aprender hace daño. No me alegro de matar a sus guerreros, pero también tengo que proteger a la gente que confía en mí.

Sir Lioness regresó.

– Están allí -dijo-. Al otro lado de la colina, a una legua de distancia. Han acampado en la linde del bosque. Creo que saben que estamos aquí.

– Quieren atraernos al bosque, allí donde nuestros caballos y las armaduras no sean más que una rémora para nosotros -dijo Arturo taciturno-. Pero no voy a complacerles -pensó un momento-. Mandad un emisario. Quiero parlamentar con su capitán dentro de media hora, solos él y yo.

– Van a aprovechar ese tiempo para rodearnos -comentó Lioness.

– Que lo hagan -replicó Arturo-. Id. Haced lo que os he dicho -elevó la voz-. ¡Sir Mandrake! ¡Celebremos una misa para pedirle a Dios fuerzas para la próxima batalla!

Dulac se sintió un poco desamparado. Para ser exactos: fuera de lugar. Con toda seguridad, Arturo había mantenido aquel diálogo con él para ocupar de algún modo el tiempo hasta que regresara el caballero, no porque se tratara de algo de vital importancia. Ahora llamaba a sus caballeros a la oración y él poco tenía que hacer allí. Arturo y sus caballeros eran, como casi todos en Camelot, cristianos. Dagda, sin embargo, seguía creyendo en los viejos dioses, que ya reinaban sobre ese territorio y sus habitantes cuando el Dios de los cristianos ni siquiera existía, y en lo que se refería a él… a estas alturas no tenía las cosas demasiado claras. ¿En qué creía? Si es que creía en algo. En el Dios de los cristianos seguro que no, aquel Dios que predicaba el amor y el perdón y amordazaba la vida de los hombres con un montón de reglas, prohibiciones y mandamientos, hasta que no les quedaba casi aire que respirar. Tander lo sabía y no hacía mucho caso, pero lo aprovechaba como pretexto para cargarle el domingo de trabajo cuando los demás acudían a la iglesia. También Arturo le había dejado claro en una ocasión que no le molestaba su actitud. De todas formas, Dulac sabía que muchos de los caballeros de Arturo eran verdaderos fanáticos de la religión y no quería que el rey tuviera problemas por su causa. Más de uno de los caballeros de la Tabla Redonda habría reaccionado en su contra si hubiera averiguado que Arturo admitía a un pagano en su corte.

Se dio la vuelta, caminó unos pasos hasta la linde del bosque y buscó un sitio en el que sentarse y reposar su espalda dolorida. Reinaba el silencio. Del bosque no salía ni el más mínimo ruido, ni siquiera el crujido de una rama o el susurro de las hojas, y el viento trajo un olor ligeramente enmohecido que a Dulac no le resultó desagradable, pues otorgaba al lugar una sensación de vida que rara vez había experimentado con tanta intensidad.

Aquella geografía le gustaba cada vez más, a pesar de que en un principio le había resultado increíblemente inhóspita. Estaban a gran distancia de cualquier enclave habitado, y más aún de aquello que Arturo solía definir con la palabra civilización. A Dulac no le habría asombrado descubrir que por allí no pasaban personas en meses, por no decir en años. Tal vez era eso mismo lo que sentía: la inmovilidad de aquel lugar.

No muy lejos de donde se encontraba, Arturo y sus caballeros se despojaron de las espadas y las colocaron en el suelo frente a ellos, luego se arrodillaron y cruzaron sus manos en actitud de rezo. Sir Mandrake, el único que se mantuvo de pie, comenzó a recitar en voz muy baja versos en latín, que seguramente sólo Arturo y él lograban comprender.

Dulac no pudo reprimir un escalofrío. La visión le hizo rememorar a los hombres que se arrodillaban frente a las cruces de las tumbas para rogar misericordia para las almas de los difuntos. Y no podía quitarse de encima la inquietante sensación de que se trataba de sus propias tumbas…

Intentó apartar el pensamiento de su mente, pero no lo logró plenamente. Quedó un poco del resquemor que había traído consigo. Tenía la misteriosa impresión de haber echado un vistazo al futuro, de una determinada manera sabía que había sido así. En los años que llevaba en Camelot había visto ir y venir a varios caballeros, y la mayoría de los que se habían marchado era porque habían caído en la batalla. Los caballeros de la Tabla Redonda y, por encima de todos, Arturo, se habían convertido en una leyenda viva, pero no eran ni inmortales ni invulnerables. La mayoría de ellos -por no decir todos- caerían bajo la espada con la que habían convivido. Tal vez no hoy, tal vez no dentro de un mes o un año, pero caerían bajo la espada. Se preguntó si eso era a lo que se había referido Dagda.

La oración terminó. Mandrake levantó la mano para bendecir a los caballeros, paró antes de acabar y miró irritado a su alrededor. El corazón de Dulac dio un vuelco. Se levantó de golpe, corrió a su caballo y desató de la cincha la bolsa de piel que le había proporcionado Dagda. Mientras corría hacia Mandrake, la abrió rápidamente y con dedos temblorosos sacó la segunda bolsita de piel, más pequeña, que guardaba en su interior. Tardó menos de medio minuto, pero cuando llegó junto al caballero, éste le perforó con la misma mirada que emplearía para el que hubiera cometido un delito de sangre y le arrancó la bolsa de las manos.

Dulac salió corriendo una media docena de pasos, para no interrumpir la ceremonia por más tiempo y atenuar así la cólera de Mandrake. El caballero le regaló una nueva mirada de enfado, abrió el saquito y vertió las formas en su mano izquierda. Mientras seguía murmurando frases en latín a media voz, los caballeros se fueron aproximando hacia él, uno detrás de otro; se arrodillaban y esperaban que él pusiera una hostia sobre sus lenguas y con la otra mano hiciera la señal de la cruz en sus frentes. Aunque Dulac no fuera un habitual de las iglesias, conocía el significado de aquel gesto, pero se quedó un poco extrañado. No creía en absoluto que ésa fuera la forma usual de la comunión; o que ésta pudiera celebrase en una situación como aquélla.

Pero, por otro lado, nunca antes había cabalgado hacia la batalla con Arturo y sus hombres.

Dulac contempló en silencio cómo los caballeros bebían un sorbo de vino del sencillo recipiente que Mandrake les ofrecía.

Un rato después, frunció la frente asombrado, se acercó unos pasos -no demasiados para no provocar el enfado de Arturo o de alguno de los otros caballeros- y entrecerró los ojos para fijar mejor la vista. Reconocía la copa que tenía Sir Mandrake en las manos. No era un cáliz valioso como cabía esperar, sino el recipiente abollado que solía estar en el anaquel de Dagda; no parecía ni digno de un mendigo, ¿cómo iba a serlo de un rey? ¿Por qué -se preguntó- les había entregado Dagda a los caballeros precisamente el más sencillo y estropeado de sus cálices? En cuanto regresaran, tenía que preguntárselo… aunque no estaba muy seguro de obtener una respuesta. Y no le sorprendería que fuera una de aquellas bromas bastante peculiares de Dagda: eso de dejar que Arturo y todos sus caballeros fueran a la batalla con aquel bote de hojalata abollado en lugar de un cáliz de oro…

Arturo fue el último que comulgó. Después se levantó, pero no cogió su espada del suelo, para colgarla de nuevo del cincho, como hicieron los demás, sino que se volvió hacia Dulac y dijo:

– ¡Chico! ¡Tráeme a Excalibur!

Dulac corrió junto al caballo de Arturo, un hermoso semental blanco ataviado con una loriga de metal dorado, desató de la cincha una funda de terciopelo rojo y se la llevó al rey. Arturo la cogió y comenzó a abrirla mientras regalaba a Dulac una sonrisa cálida, casi como si quisiera resarcirle por el anterior comportamiento de Sir Mandrake.

Dulac sintió un inmenso respeto cuando Arturo dejó al descubierto a Excalibur en su vaina de piel blanca. El rey le entregó la funda de terciopelo a Dulac, se desabrochó el cincho y lo soltó sin más. Dulac lo cogió al vuelo, antes de que cayera a tierra.

Mientras Arturo se colocaba el cincho de Excalibur, Dulac asió la otra espada y la envainó, dispuesto a llevarla a su caballo para guardarla en la silla, donde permanecería hasta su regreso, pero el rey le retuvo.

– Llévatela contigo -le ordenó.

– ¿Señor?

– Llévala tú -repitió Arturo con un gesto impaciente-. Vas a acompañarme.

– ¿Yo? -preguntó Dulac sin creer lo que oía-. ¿Cómo yo? Quiero decir…

– No te pasará nada si permaneces a mi lado -le interrumpió Arturo-. Vas a acompañarme. Si después todavía sigues queriendo ser caballero, yo personalmente me ocuparé de tu educación.

Había dicho lo que tenía que decir, así que se giró hacia sus caballeros.

– Comencemos -dijo, posó la mano sobre la empuñadura, desenvainó a Excalibur y la levantó hacia el cielo-. ¡Por Camelot!

– ¡Por Camelot! -repitieron los caballeros a coro.

Y Dulac se quedó casi sin respiración.

Era la primera vez que veía a Excalibur.

Dagda le había explicado en una ocasión que Excalibur no sólo era un arma sagrada sino también mágica, que sólo podía utilizarse en batallas reales, y por eso hasta aquel momento la había visto siempre dentro de su vaina de piel blanca.

Aunque aquello no era del todo cierto.

Había visto a Excalibur ya en una ocasión o, por lo menos, una espada como esa. De hecho sólo habían pasado unas horas desde que la había tenido en sus manos.

Porque Excalibur y la espada que había encontrado en el lago se parecían como dos gotas de aguas…

Arturo se dirigió hacia él como si fuera a decirle algo y arrugó la frente al ver la expresión de perplejidad con la que Dulac observaba la espada. Pero la interpretó erróneamente, porque, tras unos segundos, sonrió y dijo:

– Un arma magnífica, ¿no crees? ¿Te gustaría asirla por una vez?

Le tendió la espada y el corazón del joven comenzó a latir a mayor velocidad cuando vio las runas que decoraban su cazoleta. Aunque no las había visto con detenimiento, no había la más mínima duda: eran las mismas. Excalibur y la espada del lago eran hermanas gemelas.

– Vamos -dijo Arturo invitándole-. No te va a morder. Por lo menos, si no eres su enemigo.

Dulac alargó la mano dubitativo, pero no se atrevió a agarrar el arma. Después de lo que le había ocurrido al coger la espada del lago, ¿qué sucedería ahora si tomaba entre sus manos a Excalibur?

– Bueno -encogiendo los hombros, Arturo envainó la espada de nuevo-. Tal vez no debería esperar demasiado. Móntate, nos vamos.

Tal como había dicho Sir Lioness, el ejército de los pictos estaba al otro lado de la colina, para ser más exactos: ante el tupido bosque que se erigía media legua más allá. E, incluso Dulac, que no tenía la mínima idea de estrategia o táctica militar, supo enseguida que era una trampa. Los pictos habían tomado posición en una larga línea escalonada al borde del bosque, y si ese bosque era tan denso como el que estaba a espaldas de su campamento, a los pocos pasos, los caballeros de Arturo, montados sobre sus caballos guarnecidos con sus bardas, se iban a quedar irremediablemente atrapados allí.

Se asustó al ver cuántos eran. El ejército de los pictos se componía de pocos jinetes, pero tenía por lo menos doscientos hombres a pie. Llevaban atavíos de tela basta y nada parecido a una verdadera armadura, tampoco su armamento tenía nada que ver con el de los caballeros de la Tabla Redonda. Pero eran realmente muchos.

– Allí está -Arturo señaló a un jinete vestido de negro, que se acercaba lentamente-. El negociador.

– No es Mordred -dijo Galahad, que cabalgaba al lado derecho de Arturo. Dulac había llevado su caballo al otro lado, pero lo mantenía unos pasos por detrás de los otros dos.

– Ya lo veo -dijo Arturo con sequedad-. No me gusta.

– Tendríamos que atacar inmediatamente -propuso Galahad-. Con toda seguridad, se trata de una trampa.

– Presumiblemente -respondió Arturo-. Se lo preguntaré. Quedaos aquí.

Asustado, Galahad silbó entre dientes.

– ¿No pretenderéis presentaos allí solo?

– No voy a ir solo. No tengas miedo -Arturo volvió la cabeza-. ¡Dulac!

Obediente, Dulac puso su caballo a la altura del del rey.

Galahad dijo algo más y, a cambio, recibió una buena reprimenda, pero Dulac no oyó las palabras que ambos habían intercambiado. Aquella situación le parecía cada vez más irreal, como si estuviera viviendo un sueño, absurdo y espantoso, en el que sin embargo no parecía tener miedo. Con un suave movimiento de las riendas, Arturo indicó a su caballo que bajara la colina y Dulac lo siguió unos pasos después.

– ¿Miedo? -preguntó el rey despacio y sin mirarlo.

– No lo sé -respondió el chico y, enseguida, se corrigió-: Sí, un poco.

– Cuando esto haya pasado, tendrás mucho miedo -dijo Arturo, y a Dulac le dio la impresión de que añadía en tono muy bajo-: Ya me encargaré yo.

– ¿Por qué hacéis esto, señor? -preguntó Dulac.

– ¿Por qué quiero que me acompañes? -Arturo rió de una forma que provocó que un escalofrío bajara por la espalda del joven-. Tómalo como una prueba.

– ¿Una prueba?

– Tengo que saber hasta dónde puedo llegar contigo -respondió Arturo-. Y tú mismo también tienes que saberlo. Las mujeres admiran a los caballeros, no a los muchachos.

Un súbito puñetazo en la cara no le habría golpeado tanto. Sintió que su corazón dejaba de palpitar. No se atrevió a preguntar nada más porque, si hablaba, sus palabras llegarían hasta el picto, pues se encontraban ya muy cerca, y estaba claro que Arturo no iba a contestarle tampoco. Y un momento más tarde, la visión de aquel hombre le asustó todavía más que el anterior comentario de Arturo.

El picto era un hombre robusto, de cabello negro, que llevaba una capa negra sobre calzas del mismo color y un peto de piel granate. De su cincho sobresalía la empuñadura de una magnífica espada, que la mayoría de los hombres manejarían con las dos manos, y de su silla colgaba una gigantesca hacha de dos hojas. Sin duda, portaría esas armas únicamente para subrayar su aspecto de bárbaro y amedrentar a sus enemigos, porque con todo lo impresionantes que parecían, serían sin embargo muy poco prácticas para la lucha. La última vez que lo había visto, llevaba una espada normal. Era el picto con el que Mordred había conversado en la orilla del lago.

– Rey Arturo.

El picto saludó bajando la cabeza y Arturo correspondió al saludo sin tener ni la consideración de interesarse por su nombre. Sin más dilación, preguntó:

– ¿Dónde está Mordred?

– Sir Mordred está… ocupado con otros asuntos -contestó el picto con la misma frialdad-. Me temo que tendréis que entenderos conmigo. Vos habéis mandado un emisario para parlamentar…

Si tanta descortesía acabó con la paciencia del rey, en todo caso no lo dejó traslucir.

– Vais al grano sin rodeos -dijo-. Bien. También yo lo prefiero. Resumiendo: ¿qué pretendéis?

– No buscamos pelea con vos, Arturo -respondió el picto-, o con Camelot. Únicamente vamos de paso. Os aseguro que ninguno de los habitantes de vuestras tierras tiene algo que temer de nosotros.

– Sé por lo que estáis aquí -Arturo calló, a propósito, la opinión que le merecía su anterior afirmación-. No puedo permitíroslo. Creía que se lo había dejado bien claro a Mordred. ¿No os transmitió mi respuesta?

– Lo hizo -replicó el picto-. Pero no la puedo aceptar. Tardaríamos demasiado rodeando las fronteras de vuestro reino.

– Ése es vuestro problema -respondió Arturo-. Las cosas están como están: dad la vuelta inmediatamente y a vuestros hombres no les pasará nada. Si no lo hacéis, llegará la hora de que hablen las armas.

El cuerpo del picto se puso en tensión, pero mantuvo el dominio de sí mismo y sus palabras sonaron tan frías como al principio:

– Pensadlo bien, Arturo. No queremos pelear con Camelot, pero tampoco vamos a asustarnos si tiene que ser así. Nadie desea una guerra. Morirán muchos hombres, de los dos bandos. Eso no debe suceder.

– Entonces arreglémoslo ahora mismo, entre nosotros -dijo Arturo apoyando la mano sobre la empuñadura de la espada-. Sólo nosotros dos. Así salvaremos muchas vidas.

El picto negó con la cabeza.

– No soy ningún cobarde, rey Arturo, pero tampoco soy lo suficientemente temerario como para luchar contra un hombre que tiene la magia de los viejos dioses de su parte.

– ¡Cuidad vuestra lengua! -siseó Arturo-. ¡Yo lucho en nombre de Dios, no en el de dioses paganos como vosotros!

– Arturo, ¡os lo ruego! -el picto señaló a Excalibur con la cabeza-. Vos y yo, los dos, sabemos de dónde viene el poder de esa espada.

– Voy a regresar junto a mis hombres -dijo Arturo, sin hacer caso de las palabras del picto-. Ese es el tiempo que tendréis para decidiros. Si para entonces no habéis empezado la retirada, ¡atacaremos!

Ni siquiera esperó la respuesta del picto. Dio la vuelta al caballo y se puso en movimiento. También Dulac iba a hacer lo mismo, pero de pronto gritó para avisar al rey, pues el guerrero enemigo, en lugar de girarse, había arrancado la espada de su cincho y dio un contundente mandoble.

Arturo reaccionó con sobrenatural rapidez y de una manera totalmente distinta a la que esperaba Dulac; y seguramente, también el capitán de los pictos. En lugar de hacer un movimiento de defensa o intentar acurrucarse, hincó las espuelas en los flancos del caballo, de tal forma que el animal dio un brinco y se encabritó. La espada del picto cortó el aire a menos de un palmo de la espalda del rey britano. De haber alcanzado su objetivo, habría decapitado a Arturo sin duda alguna. Así, sin embargo, dio en el vacío y, además, estuvo a punto de causarle la muerte a su dueño. El impulso de su propio movimiento y, sobre todo, el enorme peso del arma tiraron al guerrero hacia delante con tanto ímpetu que casi salió por encima del cuello del caballo, aunque en el último momento consiguió permanecer anclado a la silla.

Mientras el enemigo luchaba por mantener el equilibrio, el rey tiró con todas sus fuerzas de las riendas del caballo para que éste hiciera una sorprendente maniobra que le llevó a ponerse sobre las patas traseras y patear con las delanteras, al mismo tiempo que relinchaba con violencia. Arturo consiguió que permaneciera un rato así, encabritado y bailando en el sitio. Y en lugar de volverse a poner a cuatro patas, el corcel pateó de pronto, con las pezuñas delanteras, al sorprendido picto.

El hombre, que acababa de recuperar el equilibrio y estaba colocándose de nuevo en la silla, echó la cabeza hacia atrás con un gesto de perplejidad y, de esa manera, consiguió esquivar el ataque del animal por los pelos. Los cascos mortíferos del corcel no machacaron el cerebro del guerrero, pero dieron de lleno en la espada e hicieron que ésta volara de sus manos.

El picto gritó iracundo y, durante unos segundos, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no caer de espaldas.

Por fin, Arturo soltó las riendas y el caballo volvió a su postura habitual con un bufido de protesta, e inmediatamente retrocedió unos pasos. En la cima de la colina, delante del bosque, doscientas gargantas emitieron un poderoso alarido, y también el picto gritó de ira y sacó su hacha del cinturón. En el mismo instante, Excalibur pareció salir por sí misma de la vaina para saltar a la mano de Arturo.

El rugido de la colina se hizo más ensordecedor y, a pesar de que a Dulac le resultaba imposible apartar la vista de ambos contendientes, vio por el rabillo del ojo como más y más guerreros bárbaros se ponían en movimiento hacia ellos.

El picto empuñaba su vistosa hacha con las dos manos, como si hubiera perdido todo rastro del temor que le había producido la espada mágica de Arturo, porque no dudó en atacar bramando de cólera. Su caballo chocó contra la loriga de la montura de Arturo y estuvo a punto de caer sobre las patas delanteras; de todas formas, el hacha pasó rozando al rey.

Este amagó el golpe sin demasiados problemas. Su espada levantada atinó de costado en las muñecas del picto, logrando que soltara el arma, porque no había nada que resistiera la dentellada de Excalibur. Su mandoble fue tan violento que paralizó las manos del guerrero picto, con lo cual éste dejó caer el hacha con un grito de dolor y, aturdido, estuvo a punto de desplomarse. Sin embargo, Arturo evitó matar al hombre, o incluso herirlo severamente. En lugar de eso, guió al caballo para que rodeara al enemigo mientras él lanzaba la espada una y otra vez, sin infligirle sin embargo más que algunos rasguños y cortes inofensivos. Dulac no entendía qué pretendía con aquello. Era como si jugara con su enemigo, igual que un gato con un ratón que hubiese atrapado.

De pronto, Arturo grito:

– ¡Desaparece! ¡Están aquí!

Dulac miró en alto y comprendió con horror lo que quería decir el rey: los pictos atacaban de frente. La mayoría estaban todavía a cien pasos o más, pero los veinte o treinta que iban delante casi los habían alcanzado.

Lleno de pánico, hizo girar a su caballo… y gritó de miedo e impotencia al descubrir que tampoco en aquella dirección había escapatoria, pues los caballeros de la Tabla Redonda galopaban hacia él.

Todo iba demasiado deprisa como para que pudiera meditar con claridad. Arturo dejó por fin a su indefenso contrincante y, unos instantes después, los dos frentes se mezclaron a su alrededor. El número de soldados era similar, pero eso era lo único en lo que coincidían ambos bandos.

Pocos minutos después, el primer choque había pasado, y Dulac tenía la sensación de que casi no había habido pelea. El ejército dorado y plateado de los caballeros de la Tabla Redonda había atacado al de los pictos, y lo arrasó en toda regla. La mayor parte de los jinetes fueron arrojados de los caballos en la primera embestida o se desplomaron junto con sus monturas, y los pocos que sobrevivieron al ataque cayeron bajo los despiadados mandobles de los caballeros. Sólo un instante después de que hubiera comenzado la contienda, ésta ya se había acabado. Ningún picto logró superarla, sin que hubiera ni un solo herido por parte de los caballeros de Arturo. Arturo alineó su caballo al lado del de Dulac.

– Ahora vete de una vez -dijo-. Pronto esto va a resultar muy desagradable. Espéranos arriba, en la linde del bosque -se rió-. Ha sido mucho para la caballería enemiga. Pero demasiado fácil para nosotros.

Dulac creyó comprenderlo. El extraño comportamiento de Arturo tenía su razón de ser, una razón muy poderosa además. Estaba casi seguro de que había provocado la alevosa ofensiva de los pictos conscientemente, para propiciar el ataque de su ejército al completo y, de esa manera, mermar sus fuerzas.

El joven se giró estremecido. Media docena de caballos muertos y aproximadamente treinta pictos asesinados cubrían el suelo, una visión que le recordó a la acaecida en El jabalí negro, sólo que incomparablemente peor. Y eso que la verdadera batalla todavía no había comenzado.

Arturo levantó la voz.

– ¡Formación! -gritó.

Los caballeros comenzaron a colocarse alrededor de su señor, formando un gran círculo, y Dulac comprendió que había llegado el momento de evaporarse. Los pictos estaban como mucho a treinta pasos de distancia, pero la estructura de su ejército comenzó a cambiar. Los soldados del centro abandonaban sus posiciones para reforzar los flancos, con el claro propósito de cercar a los caballeros de Arturo y caer sobre ellos desde todos los ángulos. De algún modo, Dulac intuyó que justo eso era lo que esperaba Arturo de ellos…

Antes de que también él cayera en el cerco, hincó las espuelas y galopó colina arriba. Sólo a mitad trayecto, dejó que el caballo corriera más despacio y miró hacia atrás por encima del hombro.

Los pictos habían culminado su maniobra. El anillo de los caballeros estaba rodeado ahora por un segundo círculo, que en el momento en que se cerró, comenzó también a contraerse. Pero también los caballeros de la Tabla Redonda se estaban situando. En lugar de acometer el ataque de los pictos en una densa barrera frontal, como éstos esperaban sin duda, se dispusieron rápidamente en dos grupos de igual tamaño y se abalanzaron sobre los pictos, rompiendo el anillo. Casi en el mismo instante su formación se disolvió por completo.

La atención de Dulac se concentró de nuevo en el frente y galopo hacia ahajo tan rápido como pudo. Cuando llegó a la linde del bosque, saltó de la silla y corrió unos pasos parra protegerse en la espesura. Luego, se volvió de nuevo.

Aquellos segundos habían bastado para que la visión se transformara de lleno. En lugar de dos ejércitos perfectamente ordenados, no vio más que una única y caótica confusión. Los caballeros de Arturo, organizados en grupos de tres, se daban mutua protección mientras hacían estragos sin misericordia en el bando de los bárbaros.

Incluso desde aquella distancia, Dulac pudo darse cuenta de que la situación era desesperada para los pictos. Aproximadamente eran diez veces más, pero iban mal armados, a pie y sin apenas protección. No tendrían ninguna posibilidad sobre los caballeros, que, protegidos por sus corazas y armados hasta los dientes, embestían sobre ellos como demonios de un lejano pasado. Por lo que pudo ver Dulac, hasta aquel momento no había caído ninguno de los caballeros de la Tabla Redonda, tampoco ninguno había sido herido al precipitarse ferozmente sobre los pictos. En breves minutos el ejército enemigo sería aniquilado.

De repente, Dulac tuvo la intensa sensación de que no estaba solo. Se dio la vuelta, nervioso, y comprobó que sí. A su alrededor reinaba el silencio lleno de sombras del bosque, acompañado únicamente por el mismo olor a humedad que ya había notado antes. Y, a pesar de ello, aquel sentimiento de que alguien o algo estaba allí se reforzaba a cada segundo. La agitación de Dulac se hizo mayor, miró hacia atrás de nuevo y, luego, dio unos pasos para guarecerse entre los árboles. La batalla continuaba abajo, todavía más encarnizada, pero desde allí los gritos de los guerreros y heridos habían perdido volumen.

A su izquierda crujió una rama. Dulac se ocultó con presteza tras unos arbustos mientras Mordred y dos hombres con el atuendo negro de los pictos salían del bosque dos pasos más allá. De haberse escondido dos segundos más tarde, lo habrían descubierto con toda seguridad.

– La batalla no marcha bien -dijo uno de los pictos.

Mordred miró hacia abajo durante unos segundos para comprobar el estado de los acontecimientos y sacudió los hombros.

– Todo depende del punto de vista con que lo mires -dijo-. Yo creo que va bien. Arturo está ganando. Así es como tenía que ser, ¿no?

El picto puso una mirada sombría.

– Esos de allí abajo son nuestros hermanos, Mordred. Arturo quiere matarlos a todos.

– Y en eso estará ocupado un buen rato -dijo Mordred-. No te hagas el sorprendido. Las cosas marchan tal como las habíamos planeado. Los soldados están para morir. Míralo desde otro punto: si hubiéramos atacado el ejército de Arturo en campo abierto, os habría costado mucho más que doscientos soldados. Imagino que los de allí abajo no son vuestros mejores hombres…

– No -aceptó el picto con sequedad.

– Entonces es un precio pequeño por lo que al final vais a recibir de mí… cuando vuestros hombres cumplan su trabajo en Camelot, se sobreentiende.

¿Camelot? Dulac abrió los oídos. ¿Qué sucedía con Camelot?

– Lo harán -aseguró el picto-. Mientras la bruja se ocupe del mago.

Mordred se abalanzó sobre el picto con un movimiento irascible y lo cogió del cuello con ambas manos.

– Si vuelves a llamarla bruja, ¡te corto el cuello! -siseó.

– Yo… perdonadme, señor -farfulló el picto. Casi no podía hablar porque el ataque de Mordred le había quitado la respiración. Su rostro había perdido el color-. Yo… por supuesto, me refería a Lady Morgana.

Mordred lo sostuvo por espacio de unos segundos más, luego dejó de presionar su cuello y lo empujó con tanta fuerza que el otro estuvo a punto de caer.

– Acepto tus disculpas -dijo-. Pero en el futuro procura sujetar la lengua. Si haces un comentario similar en su presencia, ¡será el último sin duda!

– Por supuesto, señor -dijo el picto con nerviosismo-… Perdonad.

Mordred hizo un gesto con la mano.

– Olvídalo. Y en lo que se refiere al hada Morgana, ten por seguro que se ocupará del viejo loco. Tiene una cuenta pendiente con Merlín y ya lleva demasiado tiempo esperando para cobrársela -movió el brazo de forma autoritaria-. Cabalga hasta Camelot y encárgate de que todo vaya según el plan convenido. Os espero a ti y a tus hombres como muy tarde mañana temprano en Malagon.

El picto y sus compañeros se alejaron rápidamente, pero Mordred se quedó un momento quieto, observando la contienda. Entonces, sucedió algo que casi provocó que la sangre de Dulac se coagulara en sus venas. Mordred se dio la vuelta, miró en su dirección exacta y dijo:

– No sé quién eres o lo que quieres, pero sé que estás ahí. Estabas ayer en el lago, ¿no es cierto?

Un sentimiento de pánico creció en el interior de Dulac. ¡Mordred sabía que estaba allí! Pero ¿cómo podía ser? El horror le hizo contener la respiración, pero por el rabillo del ojo buscó la forma de escapar.

– Muéstrate -exigió Mordred-. No tienes nada que temer, ¡te doy mi palabra!

Dulac no hizo ni el más mínimo movimiento. No habría podido hacerlo, aunque hubiera querido. Estaba paralizado de miedo.

– Bien, como quieras -dijo Mordred un rato después y se rió en voz baja-. No voy a andar buscándote. Tal vez solo seas un curioso. Mientras no me estropees mis planes, no te haré nada. Pero intenta ir en mi contra y te las verás conmigo.

Y sin más se marchó, mientras el chico se quedaba con el corazón latiéndole a mil por hora. Si Mordred hubiera ido a buscarle, no habría tenido ninguna posibilidad de escapar. El entumecimiento de su cuerpo había desaparecido, pero todo él tiritaba y su corazón palpitaba tan deprisa que le impedía hasta respirar. ¿Cómo podía ser que Mordred hubiera descubierto su presencia? Estaba convencido de no haber hecho ningún ruido, y en aquel lugar el bosque era tan oscuro que resultaba imposible que lo hubiera visto. Y, sin embargo, había sabido que estaba allí.

Por otro lado… también él, por su parte, había sentido ya en dos ocasiones que Mordred estaba en las proximidades, y ese sentimiento le había salvado ambas veces. Si él notaba la cercanía de Mordred, tal vez podría ocurrir lo mismo a la inversa.

Aunque eso no daba respuesta a la pregunta de cómo era posible algo así.

Dulac permaneció allí varios minutos más, agachado en su escondite, esperando que su corazón se sosegara, y sus piernas y rodillas dejaran de temblar. Las dos cosas terminaron por ocurrir, pero el agitado caos de sus ensoñaciones no se calmó. Finalmente, consiguió levantarse y, con el mayor sigilo, salió de nuevo.

Mordred y sus acompañantes habían desaparecido y la batalla se acercaba a su fin. Los soldados pictos apenas ofrecían resistencia. La mayoría buscaba salvación en la huida, pero Dulac dudaba que pudieran escapar a la acometida de los caballeros de la Tabla Redonda. El estrecho valle estaba cubierto de cadáveres y moribundos, y los hombres de Arturo andaban a la caza de los supervivientes sin demostrar la más mínima piedad. Dulac tenía una visión clara de lo que iba a ocurrir a continuación. Arturo y los suyos no eran conocidos precisamente por hacer prisioneros.

Camelot.

¡Tenía que ir a Camelot!

El caballo estaba próximo a la extenuación cuando alcanzaron la ciudad. Para un trayecto en el que, esa misma mañana, habían tardado más de tres horas, empleó ahora menos de la mitad. El animal estaba bañado en sudor. Jadeaba, tenía temblores por todo el cuerpo y una espuma blanca salía por sus ollares.

Pero llegó demasiado tarde.

Dulac había visto el humo ya desde lejos: una nube negra, que se levantaba desde el corazón de la ciudad y se extendía como una manta compacta que fuera a volcar una terrible tormenta sobre Camelot. Por unos instantes, se asió a la dudosa esperanza de que tan sólo se tratara del humo proveniente de algunas chimeneas, pero no era más que un deseo.

Camelot ardía.

Cuando se aproximó, descubrió al menos una docena de fuegos llameando tras las murallas, y también sobre las almenas del castillo se levantaba un humo negro y denso. Dulac penetró en la ciudad a través de la Puerta Norte, pero tras breves minutos tuvo que retener a su caballo y acabó desmontándose de él, porque las calles estaban plagadas de personas corriendo y gritando, y le resultaba imposible avanzar. Probablemente, así, le salvó la vida al caballo, pues, al desmontar, éste se tambaleó unos pasos hacia un lado a punto de caer agotado, pero Dulac no reparó en ello. Hundido en la desesperación, salió corriendo de allí.

Le bastaron diez minutos para llegar al centro, pero esos diez minutos le parecieron una eternidad. Camelot era una pesadilla. Numerosas casas ardían y en muchas más descubrió el rastro de fuegos apagados. También el rejado de la posada había quedado reducido a un armazón de vigas renegridas, y muchas de las personas con las que se cruzó llevaban vendajes ensangrentados o heridas abiertas… También vio más de un picto muerto.

Nada de eso importaba. Dulac corría con la lengua fuera para alcanzar el castillo y, sin embargo, tenía la sensación de no moverse de su sitio. Hasta el último instante, se aferró a la esperanza de que la fortaleza hubiera soportado el ataque y que el humo de las almenas fuera sólo de los fuegos de defensa utilizados para hervir el aceite y la pez que se arrojaba sobre los enemigos.

Pero era una esperanza vana.

La puerta del castillo no había sufrido desperfectos, pero estaba abierta, y bajo el pétreo arco de entrada yacían, cubiertos de sangre, tres cadáveres ataviados con los colores de Camelot. El humo negro que inundaba el patio impedía respirar a Dulac. La mayor parte de las ventanas que daban sobre el patio estaban reventadas y en algunas de ellas todavía podían verse llamas rojizas. Docenas de hombres iban y venían, intentando apagar los fuegos o tratando de poner los bienes a buen recaudo. Dulac vio más muertos vestidos con los colores de Camelot. La armadura de uno estaba manchada de sangre. También había muertos del bando de los bárbaros; por lo menos una docena, si no más. Los pictos habían pagado un alto precio por el triunfo sobre Camelot, porque tal como se desprendía de la situación: habían ganado.

Dulac permaneció en el patio por un momento, mirando desamparado a su alrededor; por fin, corrió hacia las escaleras del sótano. Por lo menos, no había humo en esa zona. Esperaba que los pictos no hubieran bajado hasta allí. Al fin y al cabo, ¿para qué iban a atacar una cocina?

El humo y el calor agobiante quedaron fuera mientras él bajaba por las escaleras. Allí el ambiente era hasta fresco.

Reinaba un misterioso silencio. La devastación no había llegado a aquel lugar. Si alguno de los enemigos había bajado al sótano, no había arremetido contra nada. En esa zona no se había producido ninguna lucha.

Dagda no andaba por allí.

– ¿Dagda? -gritó Dulac-. ¿Dónde estás?

No recibió contestación. De pronto, se dio cuenta de algo que le resultó inquietante: no es que el ambiente fuera fresco, es que hacía frío, un frío tan helador que su propia respiración provocaba que un vaho gris saliera por su boca, y la piel de sus manos empezó a escocerle.

– ¿Dagda? -llamó otra vez-. ¡Contéstame!

Tampoco esta vez recibió respuesta. Sin ni siquiera notarlo, sus pasos se hicieron cada vez más lentos y, al llegar a la puerta del dormitorio de Dagda, todo su cuerpo temblaba. La puerta estaba entornada. La madera resplandecía, y cuando Dulac la empujó con la mano, descubrió que era a causa del… hielo.

Imbuido de un mal presagio, abrió la puerta del todo y entró en el cuarto.

Se quedó sin respiración.

La visión era tan fantástica que en un primer momento no pudo ni sentir miedo, se limitó a mirar a su alrededor con los ojos abiertos como platos.

La habitación de Dagda se había convertido en una cueva de hielo. Los blancos cristales relucían en las paredes, el techo y el suelo, todo lo que se encontraba en aquel lugar estaba cubierto por una capa de hielo de un dedo de grosor. Incluso el fuego de la chimenea se había helado. Resplandecía rojo y amarillo, pero no se movía ni siquiera un poco, y si se observaba con detenimiento podía divisarse la coraza de hielo que rodeaba las llamas.

¿Qué había dicho el picto? Mientras la bruja se ocupe del mago…

El cuerpo de Dulac fue presa de un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío que invadía la estancia.

Magia. Aquellos fenómenos eran producto de la magia negra, cosa de brujería. No había duda. La causante tenía que haber sido la bruja de la que hablaba el picto… ¿Cómo la había llamado?… El hada Morgana. Y, en última instancia, ella sería también la responsable de la caída de Camelot. Ningún ejército, por fuerte que fuera, podría haber tomado Camelot, aunque sólo hubiera estado defendido por cinco caballeros y un puñado de armas. De pronto, tuvo que pensar otra vez en la desasosegante sombra que había visto allá abajo, y comprendió que había sido testigo de la primera agresión de magia negra que había tenido lugar en el sótano.

Un gemido apagado rompió sus pensamientos. Dulac se sobresaltó, miró alarmado a su alrededor y observó con espanto que el contorno helado de la cama de Dagda ¡se movía!

De un solo salto se plantó allí y su espanto se trocó en pánico cuando descubrió que, efectivamente, era Dagda el que reposaba bajo la manta congelada.

Se habían formado carámbanos en su barba y en sus cabellos ralos, y cuando levantó los párpados, Dulac vio que también sus ojos estaban cubiertos por una fina capa de hielo. Al respirar, profería un rugido desagradable, como si varias astillas de hielo se friccionaran unas con otras.

– ¿Dagda? -murmuró Dulac. No recibió respuesta, así que tendió la mano para rozar el hombro del anciano, pero se lo impidió el absurdo temor de que aquel gesto pudiera romper al viejo como ocurriría con una estatua de hielo blando.

Volvió a susurrar el nombre de Dagda dos o tres veces, sin que en los nublados ojos del anciano se produjera signo alguno de reconocimiento. De pronto, siguiendo su instinto, decidió utilizar el nombre que había citado Mordred durante su conversación con el picto en la linde del bosque.

– ¡Merlín!

Dagda volvió la cabeza y le miró directamente a los ojos. Levantó la mano y sus delgados dedos se agarraron con tanta fuerza al antebrazo del chico, que el dolor le hizo asomar las lágrimas. Su mano estaba tan fría como un témpano de hielo.

– Lancelot -susurró con una voz muy fina, vidriosa-. Morgana. Me ha… yo… yo no la creía capaz.

– No hables, Dagda -dijo Dulac despacio. Intentó desasirse, pero el viejo tenía una fuerza inusitada-. Te sacaré de aquí. Vas a congelarte.

– Demasiado tarde -murmuró Dagda, moviendo la cabeza ligeramente. La almohada helada hizo un ruido semejante al de unas uñas afiladas arañando cristal-. Lancelot…, atiende -respiró con fuerza-. No puedes…

– ¿Qué es lo que no puedo? -preguntó Dulac cuando Dagda no siguió hablando. No estaba seguro de obtener una respuesta. A pesar de que los dedos de Dagda continuaban agarrando su muñeca con la fuerza de un torno, podía percibir que otra fuerza, mucho más poderosa, se estaba apagando muy dentro de él, silenciosa y con terrible determinación.- ¡Dagda, no te mueras! -murmuró.

– Lancelot -gimió Dagda-. Mordred ha… la… la armadura… Avalon… Tú no… puedes… bajo ningún… concepto…

Y se murió. No fue nada especialmente dramático. Aquella fuerza apagada que Dulac había percibido, desapareció de un momento a otro, y sus ojos no fueron ya más que bolas muertas de hielo pintado.

– ¡No! -murmuró el chico-. Dagda, no, tú… tú no…

Su voz enmudeció, pero no sólo porque el dolor le atenazó la garganta. Hacía tanto frío allí dentro, que el aire parecía helarle los pulmones, y cuando se miró las manos, comprobó que también él estaba cubriéndose de una fina y brillante capa de escarcha, al igual que sus ropas. Tenía que salir de aquel lugar lo antes posible, si no quería acabar congelado.

Tuvo que emplear todas sus fuerzas para lograr separar los dedos de Dagda de su muñeca y conseguir que el brazo del anciano reposara sobre la cama congelada, y a pesar de todo, se quedó unos segundos más para cerrar los ojos de Dagda. Sólo entonces se dio la vuelta y salió del aposento tan rápido como pudo.

Tiritando todavía de dolor y frío, alcanzó el patio con los ojos llenos de lágrimas. Aunque le parecía mucho el tiempo transcurrido, sólo había estado unos minutos en el sótano y las cosas allí habían cambiado poco. La mayor parte de los fuegos continuaban encendidos y los hombres seguían yendo de acá para allá, cargados con cubos de agua o mantas, o intentando penetrar entre las llamas para arrebatarle los víveres al fuego.

Dulac no pudo mover ni un dedo para ayudarlos. Todavía trataba de asimilar que Dagda estuviera muerto. Desde que tenía uso de memoria, conocía al anciano. No había pasado ni un solo día sin estar con él. Dagda había sido casi un padre para el chico; en cierto sentido, más que un padre. Que estuviera muerto era realmente triste, pero la muerte forma parte de la vida y eso Dulac habría podido sobrellevarlo, si se hubiera muerto de muerte natural. Pero aquella muerte, resultado de la magia negra, era más de lo que podría soportar. Alguien tendría que pagar por esa muerte. Morgana, la bruja. Aunque ahora no supiera quién era.

Pero aún iba a ocurrirle algo peor.

Dulac se giró para marcharse, cuando se dio cuenta de que el guerrero supuestamente muerto que estaba en la escalinata, se movía. Asustado, corrió hacia él, se arrodilló a su lado y, con todas sus fuerzas, le dio la vuelta a la figura de pesada armadura. El caballero llevaba la visera del casco levantada. Su rostro estaba manchado de sangre, pero Dulac lo reconoció inmediatamente. Era Sir Caldridge, uno de los caballeros de la Tabla Redonda de más edad y experiencia. Aunque ésta, al final, no le había servido para nada. Un solo vistazo a los ojos de Sir Caldridge le hizo comprender a Dulac que iba a morir.

– Dulac -murmuró Caldridge-. Has vuelto. ¿Dónde está Arturo?

– Yo me he adelantado para preveniros, pero he llegado demasiado tarde -contestó el joven-. ¿Qué ha ocurrido?

– Una trampa -respondió Caldridge en voz muy baja-. Los pictos. Una trampa para que Arturo y los demás… se marcharan. Aparecieron… dos horas después de que os fuerais. Cientos. Un ejército completo. Cerramos las puertas, porque pensamos que querían atacar el castillo, pero ellos… atacaron la ciudad. No había soldados en Camelot. Sólo mujeres y niños. Los acosaron como demonios y prendieron varios fuegos.

– Y luego os obligaron a entregar el castillo o arrasarían por completo la ciudad -imaginó Dulac.

– Y como contrapartida, ellos nos ofrecieron libertad para escapar -confirmó Caldridge-. Tuvimos que aceptar. Si no, habrían quemado la ciudad entera y aniquilado a todos sus habitantes. Pero nos mintieron. En cuanto abrimos las puertas, cayeron sobre nosotros. Nos defendimos, pero eran demasiados.

– Tranquilo -dijo Dulac-. Estoy seguro de que hicisteis todo lo que pudisteis. No os hagáis reproches. Iré a buscar un médico.

– Demasiado tarde -dijo Caldridge-. Sé que voy a morir, pero no importa. Dile a Arturo que… que todos están muertos. Hemos… matado por lo menos a cincuenta, si no más, pero eran demasiados. Y… dile que Uther y Lady Ginebra…

– ¿Ginebra? -Dulac tuvo la impresión de que una mano fría apretaba su corazón-. ¿Qué le ha sucedido?

– Los pictos -murmuró Caldridge-. Se han… llevado a Sir Uther y a Lady Ginebra. Dile a Arturo que… que los dos están bien, pero… el cabecilla de los pictos dijo que le espera en Malagon. Le da… tres días.

Dulac se quedó con Caldridge hasta que el alma del caballero de la Tabla Redonda abandonó su cuerpo. Cuando vio las terribles heridas que tenía, le pareció un verdadero milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Estaba claro que había reunido todas sus fuerzas para lograr transmitir la información a Arturo. Una vez que sabía que ésta llegaría al rey, pudo descansar en paz.

Malagon…

Dulac había oído cómo Mordred pronunciaba esa misma palabra. Había dicho que esperaría allí a los pictos y a sus guerreros, como muy tarde a la mañana siguiente. Aquel lugar no debía de estar muy lejos, entonces. Pero el joven no sabía ni lo que era Malagon exactamente ni dónde se encontraba.

Una vez que Caldridge hubo muerto en sus brazos, abandonó el castillo y se puso en camino hacia la posada de Tander. Si alguien fuera del castillo sabía lo que era Malagon, ése sería sin duda el posadero.

Sólo en el camino de vuelta, pudo Dulac darse realmente cuenta del lamentable estado en el que se encontraba Camelot. No había ni una sola casa que hubiera salido indemne de la batalla, todos los ciudadanos habían sufrido daños. Más tarde descubriría que muy pocos habían sido gravemente heridos y que sólo cinco estaban muertos, pero en aquel momento le pareció que estaba atravesando una ciudad plagada de cadáveres, que había sido destruida cientos de años antes y en la que uno se topaba con la muerte mil vetes más que con la vida.

Su moral estaba por los suelos cuando llegó a la posada medio calcinada de Tander. Con un rápido vistazo se cercioró de que el granero no había sufrido desperfectos y entró en el edificio principal. Con asombro descubrió que se sentía aliviado al comprobar que tanto Tander como sus hijos estaban a salvo. Los tres se encontraban en la cocina tratando de poner orden en aquel caos. Aunque no había señales de fuego, daba la sensación de que las tropas de los pictos al completo habían pasado por allí arramblando con todo.

Cuando Dulac entró, Tander dejó el trabajo y se le quedó mirando con ojos enojados.

– ¿Dónde has estado? -le preguntó-. ¡Mira a tu alrededor! ¡Estoy arruinado!

– Con Arturo -respondió el joven.

– Con Arturo, por supuesto -comentó Tander irónico-. ¡Camelot es pasto de las llamas y la mitad de sus habitantes son asesinados, y el caballerito no tiene otra cosa mejor que hacer que irse con el rey de excursión por la zona! -el tono que empleó para pronunciar la palabra «rey» le habría costado el cuello si hubiera estado en presencia de Arturo.

– ¡No hables así de nuestro rey! -dijo Dulac.

Tander se rió malcarado.

– ¡Oh, claro, el rey! -siguió todavía más sarcástico-. ¡Mira de una vez lo que ha sucedido aquí! ¿Dónde estaba tu maravilloso rey cuando los pictos han caído sobre nosotros y tanto lo necesitábamos?

– Hemos luchado contra los pictos -respondió Dulac con serenidad-. Ha sido una gran batalla.

– ¡Una gran batalla! ¡No me hagas reír!

– ¿Quién ha ganado? -quiso saber Wander, el hijo mayor del posadero.

– Nosotros -contestó Dulac-. Arturo y sus caballeros han denotado a doscientos píctos.

– Algo es algo -dijo Tander-. De todas formas, lo necesitábamos aquí. Y a ti también. ¿Qué haces ahí parado? ¡Apechuga! ¡Tenemos trabajo para un año entero!

– No tengo tiempo -dijo Dulac-. Tenéis que contestarme a una pregunta.

Por un momento aquella respuesta dejó sin habla a Tander. Por fin, suspiró y dijo:

– ¿No tienes… tiempo? ¿Cómo te atreves? Ahora mismo vas a…

– Malagon -le interrumpió Dulac-. ¿Qué sabéis de ese lugar?

Tander se aproximó con la mano levantada en actitud amenazante.

– Ya basta. Te voy a enseñar…

– No lo hagas -dijo Dulac. No habló en tono fuerte ni provocativo, y sin embargo sucedió algo muy extraño. Tander dio un paso más, pero luego se paró y miró a Dulac desconcertado. La expresión de ira de sus ojos se mudó en algo que Dulac habría denominado «temor», si no hubiera sabido que era totalmente imposible-. Malagon -repitió Dulac.

Tander bajó el brazo despacio.

– De eso no sé nada -aseguró-. Sólo es una vieja leyenda.

Y Tander se calló; pero Sander, su hijo pequeño, dijo:

– Una antigua fortaleza, arriba, muy al norte.

– ¿En el país de los pictos?

– No -respondió Sander-. De camino hacia allí. Dicen que está embrujada.

– ¿Embrujada?

– Espíritus y demonios deambulan por allí, y por las noches se ven luces extrañas. Algunos caminantes que buscaban refugio tras sus muros desaparecieron para siempre.

– ¡Tontas supersticiones! -dijo Tander-. ¡Cerrad la boca de una vez y a trabajar, los dos!

Dulac ignoró sus palabras y se dirigió a Sander.

– ¿En el norte, dices?

– En la costa -afirmó Sander-. Las personas de la vecindad evitan pasar por allí, pero se dice que…

– ¡Ya basta de una vez! -dijo Tander autoritario.

Dulac miró a Sander con agradecimiento y se volvió, pero Tander debía de haber superado su desconcierto, porque lo agarró por el brazo y tiró de él con violencia.

– ¿Puedo preguntarte adonde demonios vas? -siseó.

– Tengo que irme -respondió Dulac-. Arturo me ha enviado aquí con un encargo. Pero espera mi regreso. ¿Le digo que en lugar de hacer lo que me ha ordenado he tenido que quedarme a recoger tu cocina?

Tander le soltó de mala gana.

– Desaparece de una vez -gruñó-. Pero no te creas que te vas a salir con la tuya tan fácilmente. Hablaremos de esto.

Dulac no se tomó la molestia de responder. Simplemente se dio la vuelta, salió de la casa y fue directamente al granero. Cuando atravesó el umbral, una bola de pelo le salió al encuentro ladrando sin parar. Por lo visto, Lobo no había abandonado el granero en todo el día.

– ¿Has estado vigilando, no es cierto? -preguntó Dulac-. Te has portado bien.

Lobo saltó moviendo la cola y esperó que su amo le acariciara en señal de agradecimiento. Pero Dulac no tenía tiempo para él.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, se aproximó al montón de paja donde había escondido la armadura. Sentía un miedo terrible ante lo que iba a hacer, pero no había elección. Al fin y al cabo, Dagda le imbuía la fuerza para hacerlo.

A pesar de ello sus manos temblaban tanto, que le costó un esfuerzo ímprobo separar la paja y sacar las piezas de la armadura. Por un instante pasó por su mente la idea de ponérsela, pero enseguida decidió lo contrario. No había olvidado las palabras tan crueles que Tander había utilizado al hablar del rey. Dado el ánimo que reinaba ahora mismo en Camelot, no sería muy inteligente por su parte cruzar la ciudad ataviado con una armadura.

Además, eso le haría perder unos minutos preciosos hasta conseguir vestirla por completo.

Fue al otro lado del granero, cogió un saco vacío y guardó allí las piezas lo mejor que pudo. A pesar del tamaño y el peso de las mismas, el sacó le sorprendió por su ligereza cuando se lo colgó al hombro y salió del granero. Lobo lo siguió agitando la cola, pero con una expresión irritada en sus ojos.

Dulac se puso en camino hacia la Puerta Norte. Evitó las calles principales y atajó por callejones y patios traseros; aun así, se cruzó con numerosas personas, muchas de las cuales le miraron con recelo. Tal vez imaginaban que llevaba el producto de una rapiña en su saco; una sospecha que tenía su razón de ser. El saqueo era uno de los delitos más despreciables de los que Dulac tenía noticia, y también uno de los más extendidos.

Pero nadie le dirigió la palabra. Tal vez porque el huérfano que dormía sobre la paja y trabajaba en el castillo era conocido en toda la ciudad, pero quizá se tratara de algo más. Posiblemente la misma causa que había impedido que Tander le pegara. A Dulac le daba lo mismo. Lo principal era que nadie le detuviera.

Abandonó la ciudad sin complicación alguna y se puso en camino hacia un bosquecillo cercano. Una vez que se aseguró de que estaba solo, extendió el contenido de su saco por el suelo para examinar de nuevo pieza a pieza. No había motivo para ello; salvo ganar tiempo antes de ponérsela.

Lo que le producía más miedo era pensar que después no recordaría nada de lo ocurrido. En lo más profundo de sí mismo hacía tiempo que Dulac había decidido que nadie más que él era el Caballero de Plata que Evan había visto en la orilla del lago y también el que había salvado a Uther de los pictos; o para ser más exactos: la armadura. Pero ninguna armadura, por muy encantada que estuviese, se movía sola. El chico seguía sin recordar nada; sin embargo, tenía que haber sido la propia armadura la que le había obligado a colocársela. No era la armadura la que estaba a su servicio, sino él al servicio de la armadura. Un pensamiento que le resultaba desasosegante. Preferiría cortarse la mano derecha antes que ponerse de nuevo esa cosa mágica, pero se trataba de la vida de Ginebra. Y, además, las palabras de Dagda en su último aliento de vida le obligaban a vestirse la armadura para neutralizar el poder del hada Morgana.

Con el corazón palpitando dentro de su pecho, se fue poniendo las distintas piezas, se ciñó el cincho con la espada y se ató el escudo a la espalda. Por último, levantó el yelmo del suelo. De pronto, se asombró de no haberse dado cuenta antes de que aquella no era una armadura normal y corriente. ¡Había podido respirar bajo el agua gracias a su casco!

Dulac apartó aquellos pensamientos de su mente, cerró los ojos y se puso el casco. Unos instantes después, levantó los párpados contando con encontrarse horas o días más tarde, y en otro lugar completamente distinto. Sin embargo, estaba en el mismo sitio y había pasado justo el tiempo necesario para ponerse el yelmo y abrir los ojos.

Dulac respiró aliviado, se levantó la visera y probó a andar unos pasos. Le resultó mucho más sencillo de lo que pensaba. No tenía la sensación de llevar una armadura. Más bien le parecía que un atuendo de piel suave se pegaba a su cuerpo.

Su mano rozó la espada y sintió algo. Como si una energía invisible corriera por su mano, algo que brotaba directamente de la espada y le confería fuerzas casi invencibles.

Levantó la mano de la espada, pero le costó un gran esfuerzo. Habría preferido mil veces desenvainarla, para hincarla en carne caliente, viva, dejar que la hoja bebiera la sangre de un cuerpo, para medir así sus fuerzas…

Dulac cerró los ojos y apretó los párpados tanto que unos rayos de luz cruzaron la oscuridad. Al mismo tiempo, presionó los puños dentro de los guanteletes con tanta fuerza que le dolieron. Aquella avidez que sentía en su interior desapareció poco a poco, y en su lugar quedó un vago temor. La armadura -y mucho más la espada- estaban misteriosamente encantadas. Sólo esperaba conseguir dominar esa magia.

No tenía otra elección.

Dulac retrocedió un paso en dirección al bosque, y se quedó parado de nuevo al darse cuenta de que había cometido un error. Había demostrado ser muy cauteloso poniéndose la armadura fuera de la ciudad, pero también muy estúpido al no haberse hecho con ningún caballo. ¡Cómo iba a hacer el camino hasta Malagon a pie!

Detrás de él sintió unos golpes sordos. Se dio la vuelta, asustado.

A pocos pasos, había un vigoroso caballo, protegido por una barda plateada. Era un animal hermoso, tan grande como el del rey, pero mucho más elegante. De su testera sobresalía una especie de punzón de plata retorcida, del tamaño de un palmo más o menos, que le otorgaba el aspecto de un mítico unicornio. Su barda y su gualdrapa estaban adornadas por el mismo símbolo, constantemente repetido, que también aparecía en el escudo que llevaba Dulac a la espalda. Una aureola suave, realmente singular, rodeaba al animal. Era como una luz proveniente de un mundo extraño, que por un momento dibujó su contorno y después desapareció. El animal agitó la cabeza, lo miró con sus ojos grandes y sagaces, y resopló invitándole a acercarse.

– Sí, sí, ya voy -dijo Dulac-. Tienes razón. No tenemos mucho tiempo -mientras se puso al costado del caballo e, impulsándose de un salto, se sentó sobre la silla, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa, una sonrisa se esbozó en sus labios-. Menos mal que no se me ha ocurrido desear un dragón -suspiró.

El caballo dio un bufido, como si hubiera comprendido sus palabras, luego se volvió y, sin que su dueño le diera ninguna orden, se puso en camino rumbo hacia el norte.

Cabalgó el resto de la tarde y gran parte de la noche sin parar ni una vez a descansar. Su caballo trotaba infatigable hacia el norte, no demasiado deprisa, pero a ritmo constante, y sin apartarse del camino. Cabalgaron a través de bosques, praderas llanas y planicies de roca; y ningún bosque le pareció al corcel de la barda de plata demasiado denso, ningún camino demasiado pedregoso, ningún collado demasiado empinado. Hacia la medianoche, alcanzaron la costa y el animal la bordeó el resto de la noche. Cuando por el este asomaban los primeros resplandores del nuevo día, Dulac/Lancelot se encontraba a unos pasos de llegar a su meta. Malagon estaba frente a él.

Lancelot -era curioso, pero desde que iba ataviado con aquella armadura de plata, el joven se sentía cada vez más Lancelot, el apelativo que le había dado Dagda, y no Dulac-; Lancelot, entonces, no había visto Malagon hasta aquel momento y tampoco ahora podía divisar nada más que una sombra oscura, con una silueta extrañamente jorobada, pero sabía con absoluta certeza que era su meta. Aquella sombra que se erigía delante de él tenía el aspecto de ser mucho más que una mera sombra. De ella afloraba una oscuridad que tenía algo de viva. Malagon…

Lancelot repitió el nombre varias veces en su pensamiento, sin que perdiera por ello un ápice de su tenebroso eco. Aunque no conocía la lengua de los pictos, estaba seguro de que ese término no provenía de ella. Sonaba muy distinto a las palabras que había escuchado de boca de los pictos. Parecía encerrar algo malvado en su interior, como si fuera mucho más que un simple nombre, más bien una palabra mala por sí misma, que traía la desgracia sólo con ser pronunciada.

Su mano tiró de las riendas, sin que él mismo fuera consciente de aquel gesto. No estaba en absoluto cansado. A pesar de las innumerables leguas que llevaba a sus espaldas, se encontraba tan despejado como si empezara a cabalgar en aquel mismo instante. Debía de ser cosa de la armadura mágica: le imbuía una fuerza que parecía casi inagotable. Pero se preguntó, alarmado, si por esa fuerza prestada tendría que pagar algún precio, y si era así, ¿cuál?

Su caballo relinchó. El sonido se desplegó de una manera misteriosa por las rocas negras entre las que se había detenido, y Lancelot no pudo reprimir un escalofrío. Eso era algo de lo que la armadura no lo podía proteger: el miedo.

El día anterior se había reído de las palabras de Sander, pero ahora lo que había dicho el hijo del posadero sobre Malagon ya no le parecía tanta chifladura. Dulac no creía en los dioses, fueran del tipo que fueran, pero sí estaba convencido de la existencia de espíritus y demonios.

Algo había allí, algo invisible, que como un olor desagradable parecía impregnarlo todo y con cada nueva aspiración se metía más y más en su cuerpo. El pensamiento le pareció, en un primer momento, tan absurdo como los cuentos que le había relatado Sander… pero, ¿no había sido testigo pocas horas antes de un acto de magia negra y no llevaba él mismo una armadura que era imposible que hubiera sido forjada por la mano del hombre?

De pronto, pensar en la armadura mágica le provocaba más inquietud que sensación de protección. Si existía la magia, los poderes oscuros con los que iba a vérselas se manifestarían de una manera mucho más potente que los que estaban de su lado. No había ninguna arma que no pudiera ser vencida y ningún escudo que protegiera de todas las armas.

Lancelot intentó guardar aquellos pensamientos en el rincón más recóndito de su cerebro y miró a su alrededor una vez más. Estaba más o menos a una legua de Malagon. En breves instantes, el sol se levantaría sobre el mar, y si para entonces no había llegado a Malagon, sería muy difícil que lograra hacer el último trecho del camino sin ser visto. Con lo reluciente que era la armadura de plata, actuaría como un espejo con que la tocara un solo rayo de luz. Tenía que darse prisa.

Su caballo pareció moverse de mala gana, ejerciendo cierta resistencia, cuando él lo guió entre las sombras hacia el acantilado. En más de una ocasión tuvo que hincarle las espuelas o aflojar las riendas para que siguiera avanzando; algo que no había ocurrido en todo el resto del trayecto. A pesar de ello, alcanzaron la fortaleza unos segundos antes de que el sol emergiera del mar como un globo de fuego.

Visto de cerca, Malagon no era grande. Misteriosamente seguía siendo sólo una sombra tenebrosa. Al pie de la colina rocosa había grietas y hendiduras tan profundas que servirían de escondite hasta para un caballo tan poderoso como el suyo. Llevó al animal a uno de aquellos escondites naturales, desmontó y oteó la fortaleza. Malagon era una ruina, pero tampoco en sus mejores tiempos habría sido un edificio imponente; una torre achaparrada, rodeada por una muralla algo asimétrica, eso era todo. Y, sin embargo, a la tenue luz de la mañana, tenía más prestancia que Camelot… o, por lo menos, resultaba más intimidatoria. La puerta semicircular tenía derruida la parte superior, lo que la asemejaba a la boca de un dragón abierta de par en par.

Lancelot medito un momento si subir hasta allí y explorar el castillo. En circunstancias normales no lo habría pensando ni un segundo, sencillamente lo habría hecho sin la más mínima duda y con entusiasmo. Pero no había llegado hasta allí para satisfacer su curiosidad, sino para salvar a Uther, y sobre todo a Ginebra. Transcurrirían aún varias horas antes de que aparecieran los pictos con sus prisioneros. Había salido por lo menos dos horas más tarde que ellos, pero había galopado mucho más deprisa y por un camino que los guerreros pictos seguramente no conocían. Mordred había dicho que esperaría la llegada de los pictos por la mañana temprano.

Una escalera de peldaños desiguales, esculpida en la piedra, llevaba hasta la puerta. Lancelot subió hasta medio trayecto y luego se dio la vuelta y miró hacia el sur, en la dirección que tomarían los pictos. No pudo divisar nada. El sol estaba saliendo, pero todavía no había la claridad suficiente. Ataviados de negro como iban, no descubriría a los guerreros bárbaros hasta que estuvieran justo delante de él.

Oyó un ruido que no pertenecía al habitual devenir de la mañana: el vaivén de las olas, que rompían a veinte metros de él, al pie de los acantilados; la brisa del bosque, que se colaba entre las rocas y agitaba las copas de los árboles… Tras él rodó una piedra. Lancelot se volvió y examinó el terreno atentamente, pero no vio nada extraño. Un nuevo crujido, y tuvo claro que venía de la puerta abierta de la fortaleza. Allí había alguien.

No tenía elección.

Lancelot desató el escudo de su espalda y lo agarró con la mano izquierda, mientras siguió subiendo hacia la puerta. La naturalidad con la que lo hizo le dejó perplejo. Era como si nunca hubiera hecho otra cosa. Realmente debería haberse planteado que, nuevamente, era cosa de la armadura, pues cuando la vestía, dominaba otras destrezas que, de ordinario, no poseía.

Al cruzar el arco quebrado, caminó más despacio hasta pararse. Por la extensión de la bóveda, la muralla debía de ser casi tan gruesa como alta. El techo estaba horadado con una serie de agujeros desiguales, por los que, en caso de ataque, se podrían arrojar piedras o aceite hirviendo sobre los enemigos.

De la puerta no quedaba apenas nada, pero de las paredes sobresalían unas gigantescas bisagras cubiertas de herrumbre, y cuando llegó al otro lado tuvo que agacharse bajo los restos de una pesada reja. Malagon era pequeño; pero, por lo que parecía, había gozado de abundantes medidas de protección. Sin embargo, al final había caído. Los rastros de violentas batallas eran casi tan antiguos como la propia fortaleza, y numerosísimos; y por un instante Lancelot creyó escuchar el fragor de la guerra, el olor de los incendios, y tuvo ante sus ojos el flameo de las llamas…

Le costó un gran esfuerzo apartar aquellas imágenes de su cabeza para concentrarse de nuevo en el aquí y ahora. El patio apareció silencioso y desamparado ante él, pero, como anteriormente, volvió a sentir que no estaba solo.

Tras una corta búsqueda, comprobó que su sospecha era cierta.

Al otro lado del patio, tras las almenas resquebrajadas, descubrió una sombra oscura, que miraba inmóvil en dirección este hacia el mar. Un momento después, divisó un segundo centinela arriba, en la torre, que oteaba justo en dirección contraria. Malagon no estaba tan vacío como parecía desde fuera.

Lancelot dudó si trepar por la muralla para eliminar al vigilante de las almenas, pero enseguida comprendió que aquel acto le supondría quedar al descubierto ante el otro centinela, el de la torre. Inmediatamente y lleno de estupor, asimiló lo que había estado a punto de hacer: planificar con absoluta frialdad la conveniencia o no de matar a un hombre, no en defensa propia o en la batalla, sino con alevosía y a traición, con toda premeditación. Un guerrero seguramente podría justificar aquel pensamiento sin reparos, pero Dulac -no Lancelot- experimentó por unos segundos un horror gélido. Aquella armadura no sólo le otorgaba la fortaleza y las delicadas maneras de un guerrero, sino que le transformaba en alguien que le atemorizaba profundamente. Si se hubiera tratado únicamente de Uther, incluso de Arturo, habría claudicado y salido corriendo de allí, muerto del pánico. Pero el rostro pálido de Ginebra vino a su mente y no lo hizo. Daba lo mismo el precio que tuviera que pagar, rescataría a Ginebra.

Y se ocuparía de que Mordred no volviera a hacerle daño nunca más.

Pero no por eso se convertiría en un asesino, por mucho que la voz de su interior tratara de convencerlo con mil argumentos que intentaban acallar su sentido común.

Lancelot levantó la mano de la empuñadura de la espada, esperó al momento que más favorable le pareció y, haciendo el menor ruido posible, cruzó el patio como una exhalación. No fue lo bastante silencioso, ya que la sombra de las almenas se giró con un movimiento impetuoso y, muy concentrado, examinó el patio de parte a parte. Pero, para alivio de Lancelot, se volvió de nuevo y siguió escrutando el mar. Lancelot permaneció un instante pegado al muro y luego se lanzó de nuevo. No tenía nada que temer. El patio estaba oscuro como la pez y los ojos del hombre se habían acostumbrados a la luz del sol. Era totalmente invisible.

Enfrente de él había una puerta. Lancelot la traspasó rápidamente, corrió unos metros más y se quedó parado para escuchar. Oyó ruidos más adelante. No podía identificarlos con precisión, pero no parecían de origen natural. Lancelot siguió un trecho hasta llegar a un cruce de pasillos. Intentó orientarse y dobló a la derecha en pos del ruido. Ahora podía distinguir dos, quizás tres voces, y tras un recodo, se topó con el parpadeo de una luz rojiza que le señalo el camino.

Ante él apareció una escalera que se hundía en las profundidades. Sus muros estaban formados por grandes sillares de piedra y la cubierta abovedada era tan baja que tuvo que inclinar la cabeza para no tropezar. Aquí y allá colgaban de la pared varias antorchas comidas por el óxido. Los peldaños de la escalera estaban desgastados por los innumerables pies que los habían pisado. A lo largo de los muros pudo divisar pequeñas hornacinas horadadas en la piedra irregularmente. La mayor parte estaban vacías, pero en una descubrió la pequeña estatua de un ídolo, esculpida toscamente en piedra o lava. De vez en cuando, también había cincelados en la piedra signos que le recordaron las runas de su espada y las de la barda de su caballo.

No sabía quién había construido aquella fortaleza, pero Malagon tenía que ser antiquísima.

A medida que se iba acercando al final de la escalera, el entorno fue cambiando. Los escalones, las paredes y el techo ya no estaban construidos con grandes cuadrantes de piedra, sino que habían sido labrados directamente en la roca. Se encontraba más abajo del nivel del suelo.

La luz y las voces aumentaron. Lancelot divisó frente a él una gran explanada de paredes irregulares; probablemente, una cueva sobre la que edificaron la fortaleza.

Caminaba cada vez más despacio y pronto se demostró que su prudencia tenía razón de ser. La escalera terminaba en una extensa cueva de techo muy bajo, en la que se entreveraban zonas iluminadas por el danzante parpadeo rojo de varias antorchas con otras de absoluta penumbra. Justo al otro lado de la cueva, había una pesada puerta doble de hierro negro y, no lejos de ella, una mesa de madera rústica, rodeada por un montón de sillas; una torpe copia que, sin embargo, lograba el propósito de quien la había ideado: escarnecer la mesa de Arturo en el salón del trono.

Al otro lado de la entrada, dos soldados, con las armaduras negras de los pictos, guardaban la estancia. A ellos pertenecían las voces que había oído Lancelot. Le descubrieron en el mismo momento en el que él pisó la cueva y los vio, y a pesar de que estaban inmersos en una conversación y no contaban en absoluto con la intromisión de un extraño, reaccionaron al instante. El primero agarró la lanza que estaba apoyada a su lado en la pared, mientras el segundo se abalanzaba hacia Lancelot con su capa ondulante y la espada en ristre.

No tuvieron ni la más mínima oportunidad de emitir un grito de socorro. Aunque fueron muy rápidos, a Lancelot sus movimientos le parecieron irrisiblemente lentos. La espada rúnica estaba de pronto en su mano, sin que él recordara haberla desenvainado y, como aquella mañana en que luchó con Arturo, el arma fue la que le ordenó qué hacer, y no al revés. La espada saltó y, sin oposición por parte del contrario, penetró a través de la coraza en el pecho del soldado, y antes de que el hombre se desplomara, Lancelot pasó por su lado con el brazo izquierdo en alto. Descargó su escudo sobre el otro guerrero con tanto ímpetu que arrojó al hombre contra la pared y le obligó a soltar la lanza. Inmediatamente, la espada de Lancelot volvió a probar el gusto de la sangre. El segundo soldado cayó también sin articular palabra y murió al instante.

Lancelot devolvió la espada al cincho y dio rápidamente una vuelta completa. Nadie había dado la voz de alarma, nadie salió de las sombras. Estaba solo.

Estuvo un rato más concentrado, escuchando atentamente para cerciorarse de ello; luego, apartó cuerpos y armas hacia la parte más oscura de la cueva. En el suelo quedó un ostensible reguero de sangre.

Una parte de él -Dulac- observó su propio acto con desolación, pero la otra parte -Lancelot-, mucho más fuerte en aquel momento, finalizó el trabajo con gran precisión y rapidez. Unos minutos después, había logrado borrar las huellas de la pelea lo mejor que pudo y se acercaba a la puerta del otro lado de la cueva. No estaba cerrada del todo. Por la ranura penetraba una luz oscilante roja y amarilla; le pareció oír nuevas voces.

Cuando estuvo junto a la puerta, se dio cuenta de que también ésta había sido decorada con los mismos símbolos que tenían las hornacinas de la pared. Algunos parecían representar ídolos y demonios; otros, escenas de batallas bárbaras o también de torturas. Eran muy antiguos, pero habían sido realizados por la mano del hombre y su sola visión le producía un escalofrío en la espalda. Fueran quienes fueran los integrantes de la civilización extinguida que había llevado a cabo tanto Malagon como aquellas imágenes, se sentía feliz de no tener que vérselas con ellos.

Siguió moviéndose con cuidado, se levantó la visera del yelmo y espió por la ranura entre las dos hojas de la puerta. La visión de otra cueva, algo más pequeña, le cortó la respiración.

Era casi redonda. Del techo abovedado colgaba una maraña de estalactitas. El agua que soltaban había formado un pequeño lago en el medio de la caverna. Del centro de ese lago no sobresalía un cúmulo de estalagmitas, como habría sido lo normal en una gruta de ese tipo, sino una enorme filigrana de cristales que, observados uno por uno, eran oscuros, pero en su conjunto brillaban vistosamente como si un fuego frío alimentara su interior. Algunos de esos relucientes cristales eran del tamaño de un hombre, otros como simples agujas, no más largas que el dedo de un recién nacido. Aquella formación irradiaba algo fascinante que no tenía nada que ver con su fantástico aspecto. Era como el cuchicheo y relampagueo de algo vivo, algo que él percibía con una parte de su alma, no con el normal raciocinio humano.

Le costó mucho trabajo aparrar la vista de aquel punto para examinar el resto de la gruta.

En la cueva iluminada por las oscilantes luces multicolores había dos personas. La visión de la primera hizo que su rostro se ensombreciera bruscamente y deseara desenvainar la espada e irrumpir a través de la puerta, pues no era otro que Mordred, el hombre responsable del cobarde asalto a Camelot y, en última instancia, de la muerte de Dagda. Pero la contemplación de la segunda figura le convenció del peligro que suponía actuar sin establecer un plan previo.

No pudo verla bien porque se encontraba más atrás y con la espalda hacia la puerta, de tal manera que sólo divisaba una silueta negra, que intuyó viva gracias a que la luz vacilante de los cristales iluminaba su contorno, otorgándole una especie de aureola. Pero había algo en aquella figura que le advertía que tuviera precaución. Sintió que, a su manera, era mucho más peligrosa que Mordred.

– … no lo comprendo -decía Mordred en aquel momento. El tono de su voz desvelaba ira contenida-. ¿Por qué no hemos llegado hasta el final? Camelot estaba prácticamente en nuestras manos, y ¡Arturo al descubierto! Ahora podríamos estar sentados en el salón del trono en lugar de en este agujero inmundo.

La figura se rió.

– Ese hombre al descubierto ha matado a más de doscientos de tus guerreros pictos, Mordred -respondió, y a Lancelot le pareció que ya había oído antes esa voz-. Y eso sin perder ni uno solo de sus caballeros.

– No eran guerreros -contestó Mordred con desdén-. Hombres viejos, desdentados, débiles y enfermos. ¡Y lo ha logrado sólo porque tenía la magia de Merlín de su parte! ¿Cuánto tiempo va a aguantar ahora que está muerto?

– No mucho -respondió la figura; se dio la vuelta y Lancelot descubrió, con sorpresa, que se trataba de la mujer de melena negra que ya había visto en una ocasión junto a Mordred. Ya entonces, en el lago, le pareció difícil intuir su edad, y ahora, en medio de aquella luz parpadeante, le resultaba imposible. Podía tener veinte años, o cuarenta, o cuatrocientos. Sus hermosas facciones, sin arrugas, le imprimían un aspecto atemporal.

– De todas formas, es mejor esperar a que la magia de Merlín se haya diluido por completo -añadió ella mientras se aproximaba a su interlocutor, y, por consiguiente, también a Lancelot. Como Mordred, vestía completamente de negro, pero mientras él llevaba la armadura y la capa de un guerrero, ella iba ataviada con un traje tan lujoso como el de una reina-. Y tenemos que poner los medios adecuados con el fin de que no encuentre otro camino para manifestarse.

– Lo sobrevaloras, madre -dijo Mordred-. Ese ha siempre tu gran error.

«¿Madre?», pensó Lancelot sorprendido. ¿Esa mujer era la madre de Mordred? Le pareció difícil de creer. Tenía un aspecto visiblemente más joven que el de él.

– De ninguna manera, Mordred -respondió seria-. Tu error ha sido siempre menospreciar a tus enemigos. Te crees invencible y casi lo eres, pero sólo casi. Un día esa pequeña diferencia puede costarte la vida, no lo olvides nunca. ¿He oído que te peleaste con Calvis? Tendrías que haberle amenazado con cortarle el cuello.

– Mejor tendría que haberlo hecho -gruñó Mordred-. ¡Ese perro te llamó bruja!

Lancelot se sobresaltó tanto que a punto estuvo de descubrirse. Ahora sabía quién era aquella mujer: el hada Morgana. La mujer que había matado a Dagda. Su mano agarró la empuñadura de la espada sin que pudiera evitarlo.

– Pero eso es lo que soy -se rió Morgana-. Tendrías que dominar tu temperamento, Mordred. Calvis es uno de los tres caudillos del ejército picto. Y lo necesitamos.

– Eso no le da derecho a hablar así de ti -refutó Mordred, haciendo un gesto de rechazo-. Además, ya no importa. Está muerto. Arturo lo mató.

– No -replicó Morgana-. Él no hizo eso.

Mordred pestañeó.

– ¿No?

– Lo dejó bastante maltrecho, eso es cierto -dijo Morgana-. Pero vive. Arturo tendría que haberse molestado en comprobar que estaba realmente muerto. Me da la impresión de que se está volviendo algo descuidado. Me he ocupado de que lo llevaran a su casa y curaran sus heridas. Tal vez lo necesitemos de nuevo. Cada hombre que odia a Arturo es un hombre que tenemos de nuestra parte.

– ¡No te entiendo! -dijo Mordred, y comenzó a caminar inquieto de un lado a otro, mientras no dejaba de golpear con el puño derecho el metal que recubría su muslo-. ¿Para qué esperar? Arturo no tiene ejército, sólo un puñado de caballeros, ¡Y nosotros tenemos miles de soldados! ¿Por qué no nos lanzamos sobre Camelot y tomamos lo que nos corresponde por derecho?

– ¿Para gobernar sobre unas ruinas? -Morgana sacudió la cabeza y, de repente, paró en seco y miró fijamente en dirección a Lancelot, lo que hizo temer a éste que lo hubiera descubierto, pero después volvió la vista a Mordred y continuó-: Tendrás tu batalla y el lugar en la mesa de Arturo que te pertenece, pero debes tener paciencia.

– ¡Paciencia! ¿Cuánto tiempo más? ¿Cuántos años tengo que esperar para castigarle por lo que te hizo?

Morgana se rió despacio.

– Eres un actor muy malo, Mordred -dijo-. Quieres Camelot. Quieres el trono y la muerte de Arturo porque no podrás gobernar sobre Camelot mientras él o alguno de sus caballeros viva. Lo que me haya hecho o dejado de hacer a mí, no te interesa lo más mínimo. -Mordred iba a contradecirla, pero Morgana levantó la mano y, con un movimiento enérgico, le impidió hablar-. De acuerdo. Eres malvado y egoísta, y no dudarías ni un segundo en matarme también a mí si me interpusiera en tu camino. No me mientas. Eres tal como yo te he hecho. Y no olvides una cosa: lo mismo vale para mí.

– Entiendo -dijo Mordred. Su voz sonó muy amenazante, mucho más que si hubiera empleado palabras y palabras para seguir desafiándola.

– En eso confío -respondió Morgana sonriendo-. Pero antes de que continuemos peleándonos por demostrar quién de los dos tiene el alma más negra, deberíamos concentrarnos en vencer a Arturo. ¿Para cuándo esperas la llegada de Uther y su amada esposa, tu futura prometida?

– Dentro de una hora como mucho -contestó él de mala gana-. Tal vez antes, a no ser que…

Paró a mitad de la frase, se giró hacia la puerta y entrecerró los ojos. Su mano asió la espada y, unos segundos después, la soltó de nuevo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Morgana. Parecía divertida.

– Nada -dijo Mordred-. Me… me ha parecido que había alguien.

Morgana se rió.

– Bueno, eso podría ser porque realmente hay alguien ahí -dijo-. Lleva un buen rato escuchándonos. Mejor dicho, desde el momento en que ha matado a los dos centinelas -se volvió hacia la puerta-. ¿No es así, amigo mío?

Atemorizado, Lancelot dio un paso hacia atrás. Sin embargo, pudo ver cómo Mordred, a punto de desenvainar la espada, se lanzaba hacia la puerta; pero Morgana lo contuvo con un gesto de la mano.

– ¡Espera! -gritó-. Sólo quiero hablar contigo, nada más.

Lancelot dudó. Lo único sensato que podía hacer era salir corriendo antes de que Mordred se abalanzara sobre él o llamara a medio ejército picto para que lo redujeran. Sin embargo, se quedó quieto.

– Lo sabía -masculló Mordred-. No me he equivocado. Sentía que había alguien ahí.

– ¿Qué esperabas? -su madre lo observó con una mirada casi desdeñosa-. Es uno de los nuestros.

¿Uno de los nuestros? ¿Qué significaba aquello?

– ¿Por qué no entras y hablamos cara a cara? -propuso Morgana-. No tienes nada que temer.

Y Lancelot hizo algo que ni él mismo comprendía: en contra de su voluntad, levantó la mano, se bajó la visera y volvió a la puerta. Con un ligero empujón la abrió y dio un paso dentro de la cueva.

Mordred aspiró con fuerza. Su mano volvió a la empuñadura de la espada.

– ¡Tú!

– Veo que ya os conocéis -dijo Morgana muy entretenida.

La faz de Mordred todavía se ensombreció más.

– ¡Éste es el tipo que mató a mis hombres! -gritó.

– A causa de esa precipitada visita tuya a Uther, con la que pretendías dominarle y que no valió para nada -conjeturó Morgana-. Ya voy entendiendo muchas cosas -inclinó la cabeza a un lado y examinó a Lancelot de los pies a la cabeza. Luego, asintió-. Debo decir que tienes mucha suerte de estar vivo todavía, Mordred. ¿Quién eres, amigo mío?

«Cualquier cosa, menos tu amigo», pensó Lancelot. Y permaneció en silencio.

– No quieres hablar -dijo Morgana-. Ya entiendo.

– ¡Déjame a mí y yo le haré hablar! -exclamó Mordred.

– ¡No seas loco! -respondió Morgana con voz airada-. ¿Quieres que te mate? ¿No ves su armadura y su espada? Es de los nuestros. Aunque no estoy muy segura de que lo sepa -mirando a Lancelot con una sonrisa de disculpa, añadió-: Perdona a mi hijo. Es joven y, a veces, algo impetuoso. Espero que no tomes a mal sus palabras.

Lancelot siguió sin responder y Morgana pareció tomar su silencio como un asentimiento, pues la sonrisa de su rostro se hizo un punto más cálida.

– Creo que estás muy desconcertado -dijo-. No llevas mucho tiempo aquí, ¿verdad? Solo en una tierra extraña, de la que no conoces a sus habitantes ni entiendes sus reglas. También yo he necesitado mucho tiempo para aprenderlas -dudó, esperó una respuesta y finalmente agregó-: Puedo contestar a todas tus preguntas. ¿Por qué no te acercas y las planteas?

Dio un paso hacia Lancelot y él se echó para atrás. Morgana se quedó quieta.

– De acuerdo -suspiró-. Bien, no es fácil entablar una conversación cuando sólo habla uno. Y tampoco es sencillo dar respuestas cuando no se plantean preguntas. Pero creo que las conozco casi todas.

Mientras hablaba, ocurrió algo excepcional: su cara no se transformó, pero de pronto Lancelot la vio diferente. Antes ya le había resultado una mujer cautivadora, pero ahora se dio realmente cuenta de lo hermosa que era. Toda ella desprendía algo muy cálido, íntimo, y sus ojos le seducían de tal modo que con cada segundo que transcurría le era más costoso aparrar de ellos la mirada. Olvidó todo lo demás. Sólo existía ella, su maravilloso rostro y sus ojos, en los que había una promesa de dicha inimaginable, la mujer…

… que había matado a Dagda.

La bruja, que era responsable de la devastación de Camelot, la que había jurado la muerte de Arturo y ordenado el secuestro de Ginebra.

No fue Lancelot el que tuvo aquel pensamiento, sino Dulac quien, desde lo más recóndito de su interior, le envío aquella advertencia. Y a pesar de lo fina y débil que era su voz, rompió la magia que había tejido Morgana.

De los ojos de la bruja desapareció aquel imán cuando sintió que sus artes habían fracasado. Lancelot profirió un chillido y se precipitó fuera del lugar.

– ¡Volveremos a vernos, amigo mío! -gritó el hada Morgana-. ¡Muy pronto! ¡Y entonces responderé a todas tus preguntas!

Lancelot siguió corriendo, tan deprisa como pudo.

La fortaleza se hallaba ya a una buena distancia cuando Lancelot, por fin, logró poner sus pensamientos en orden. No recordaba cómo había abandonado Malagon ni cómo había montado sobre su caballo. Había corrido por la escalera, los oscuros corredores y pasillos como si le acosaran las furias del infierno, sin parar para coger aire o mirar hacia atrás. Algunos retazos de su memoria le decían que en su huida se había topado con otro guerrero picto, al que había arrollado sin ni siquiera aminorar la marcha, pero no estaba seguro de que aquello fuera realidad o simples imaginaciones suyas. Su cerebro le suministraba diferentes imágenes de una lucha encarnizada. Sentía pánico. Las palabras de la bruja le habían provocado tal horror que no podía plasmarlo en palabras, y sus ojos…, en sus ojos había algo que convirtió en hielo una parte de su alma.

Y con todo, lo peor había sido su propia reacción.

A posteriori, comprendía lo próximo que había estado de dejarse seducir por la bruja. «Uno de los nuestros». Oía las palabras de Morgana una y otra vez. «Uno de los nuestros». «Tú eres uno de los nuestros». Y aunque no entendiera a qué se refería, aquella frase le llenaba de espanto. Tal vez porque sentía que había algo de verdad en ella. El sentimiento de familiaridad que había experimentado junto a Morgana no era un invento suyo, y era lo que más le había asustado: la sola idea de que él pudiera ser -aunque se tratara tan sólo de una mínima parte de su persona- como Mordred o, incluso, como la bruja era más de lo que podría soportar.

Lancelot intentó convencerse de que tal vez la armadura fuera la causa. Ella debía de haber visto algo especial en la armadura, y no en lo que había en su interior. Aquel pensamiento hizo que una sonrisa amarga asomara a sus labios. ¿Precisamente él, que en numerosas ocasiones había negado la existencia de dioses y demonios, pensaba ahora cosas tan peculiares como ésa?

Tenía que razonar, no podía dejarse llevar por ideas absurdas. Ordenó a su caballo que trotara más despacio y, al fin, optó por detenerlo. Se puso derecho en la silla para mirar los alrededores. Había clareado. El sol todavía no relucía, pero daba la suficiente luz para arrebatar al mundo de la zarpada de la noche.

Y para descubrirle a Lancelot que no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba.

A su izquierda había un bosquecillo, no demasiado extenso, pero tan impenetrable y oscuro como todos en aquellos contornos. Hacia la derecha se extendía una suave pradera, cuyas briznas de hierba se mecían al son de la brisa, aunque eso se intuía más que verse, pues una niebla gris se había posado sobre el suelo, inundándolo todo con su humedad y otorgándole a aquel paisaje una impronta algo mística. Otros -el mismo Dulac pocos días antes- habrían calificado la escena de inquietante, pero a él le pareció hasta cierto punto… familiar. Si no hubiera sabido que era imposible, habría dicho que se sentía como en casa…

«¿Y si Morgana tiene razón?», pensó con un estremecimiento. ¿Si realmente era uno de ellos, fueran quienes hieran, y la bruja no hubiera visto únicamente la armadura, sino también al hombre que había dentro de ella? Nadie sabía quién era él y de dónde procedía. La única persona en el mundo que lo había sabido, estaba muerto, había fallecido antes de haberle desvelado el misterio de su origen. Lo único que habían conseguido las pocas indicaciones que Dagda le había dado antes de su muerte era aumentar su desconcierto. Ninguna respuesta, sólo más preguntas.

A pesar de ello, poco a poco, fue conformando una imagen que le asustaba más de lo que quería aceptar. Estaba al corriente de que lo habían hallado en la orilla de un lago… ¿y no había encontrado la armadura en un lago también? ¿Y si era el mismo lago?

Ese pensamiento le condujo a otra pregunta todavía más perturbadora.

¿Y si era realmente su armadura? ¿Que no la hubiera encontrado por pura casualidad, sino que la armadura hubiera estado esperándolo allí todo el tiempo?

Oyó un ruido, levantó la vista y sus ojos se toparon con una larga hilera de fantasmas que salían silenciosos de la niebla.

Eran guerreros vestidos de oscuro, montados sobre caballos negros. La niebla borraba sus contornos y atenuaba el ruido de los cascos, lo que les confería ese aspecto fantasmal. Eran los pictos. Su descontrolada huida le había llevado por puro azar justo en la dirección por la que llegaban los secuaces de Mordred.

Aquel pensamiento le hizo sonreír. ¿Por puro azar? ¡Seguro que no! No había casualidades; no mientras vistiera aquella armadura, y quizás nunca.

Se bajó la visera, comprobó que llevaba el escudo bien sujeto a su mano izquierda y cabalgó hacia los soldados a ritmo pausado. Mientras se acercaban, los fue contando. Eran catorce siluetas: doce guerreros pictos sobre sus poderosas monturas y dos figuras algo más pequeñas, también enfundadas en capas negras, pero montadas sobre caballos mas esbeltos y de mejor linaje. Reconoció a uno de los caballos. Lo había visto en el patio del castillo de Arturo. Uther y Ginebra.

Su mano bajó instintivamente hacia la espada y volvió arriba antes, incluso, de finalizar el movimiento. Eran doce soldados. Algo le decía que esa superioridad de fuerzas no tenía que preocuparle, pero eran realmente demasiados como para permitirse el más mínimo error. Debía pensar en lo que Morgana le había dicho a Mordred. Que no volviera a cometer el error de menospreciar a sus contrincantes.

Los caballeros continuaron acercándose al mismo ritmo y, luego, comenzaron a cabalgar más despacio, mientras iban apretando sus filas. Lancelot podía imaginarse lo que su aparición había supuesto para ellos. Igual que él los había tildado de fantasmas silenciosos que surgían de la niebla, la visión que los otros habían tenido de él habría sido, sin duda, todavía más inquietante: una figura enfundada en una armadura de plata reluciente, que aparecía como de la nada entre los vapores grises de la mañana, montada sobre un unicornio de plata también, de cuya barda rezumaba la humedad. Si hubiera estado en el lugar de los pictos, habría experimentado verdadero miedo.

Y a la vista estaba que aquello era lo que les sucedía, pues cada vez cabalgaban más despacio, y finalmente se detuvieron formando una columna compacta. Sus caballos se agitaban nerviosos y los rostros de los soldados, expectantes ante lo que iba a suceder, mostraban el rigor del pánico. Lancelot recordó que aquellos hombres no sólo eran bárbaros, sino también paganos supersticiosos que creían en dioses, demonios y diablos. Con toda probabilidad, lo tomarían por alguna de esas criaturas, un hecho que podría resultarle muy útil.

Se paró a cinco pasos de los guerreros. Intentó intercambiar una mirada con Uther, y sobre todo con Ginebra, pero no lo logró. Los dos miraban en su dirección, pero se encontraban demasiado lejos y estrechamente protegidos por los pictos. Pudiera ser que los bárbaros le temieran, pero se tomaban su trabajo muy en serio.

Uno de los hombres cabalgó hacia él y se detuvo a un paso.

– ¿Quién eres? -le preguntó en un defectuoso inglés-. ¿Qué quieres de nosotros?

Lancelot no respondió. A través de la visera de su yelmo, clavó la vista en él y el miedo de los ojos del picto se transformó en espanto.

– ¿Quién sois? -preguntó de nuevo el picto, en voz más alta y en un tono desafiante que, en realidad, subrayaba su nerviosismo-. Dejad el camino libre. ¡No queremos pelearnos con vos!

Que hubiera cambiado al tratamiento de respeto y que asegurara, al único caballero que interceptaba el paso de sus tropas, que no tenían ninguna pretensión de pelear, evidenciaba su miedo muy a las claras. Ahora Lancelot estaba seguro de que en él veía mucho más que un simple jinete en medio del camino. Tal vez supiera de quién se trataba. Y tal vez aquél era el momento para obtener un par de respuestas.

– ¿Por qué no decís nada? -interrogó el picto, nervioso-. Si no queréis hablar, entonces… entonces…

Se interrumpió tratando de dar con las palabras apropiadas y, para su propia sorpresa, Lancelot se escuchó responder:

– Podéis hablar en vuestra lengua. Os entiendo -se había expresado en picto, una lengua ¡que había escuchado por primera vez hacía tan sólo unos días! ¡Las palabras habían acudido a su boca como si hubiera crecido hablando aquel idioma!

– Entonces, explicadme lo que queréis de nosotros, noble señor -respondió el picto en su lengua madre-. ¡Estamos realizando una misión importante y no tenemos mucho tiempo!

La mano de Lancelot señaló a Uther y a Ginebra. No dijo nada, pero el otro comprendió el significado de aquel gesto.

Se mostró asustado, pero no sorprendido, casi como si esperara justamente aquello.

– Soy responsable de que nuestros invitados lleguen con bien a su destino, señor -respondió-. Mordred nos matará a todos si no cumplimos la misión.

En la columna de los pictos se palpaba la agitación. La visera reducía el campo de visión de Lancelot, pero, de todas formas, él sabía lo que estaba ocurriendo: algunos de los guerreros llevaron sus monturas a un lado, para acceder a su espalda y rodearlo con más facilidad. No podía permitirlo.

– Liberadlos -ordenó y, al mismo tiempo, levantó la espada. La hoja decorada con runas salió de la vaina con un ávido chirrido y relampagueó en la luz de la mañana.

– No puedo hacerlo, señor -contestó el picto.

– Entonces, moriréis -dijo Lancelot.

Esta vez pudo percibir lo que sucedió, aunque ocurrió en menos de una fracción de segundo. Armadura, escudo y espada tomaron el control de su voluntad sin anularla por completo. Al contrario que la última vez, cuando había acabado con los dos guardianes, ya no era un mero observador. Pero las armas mágicas parecían decirle lo que debía hacer, y Dulac reaccionaba con tal rapidez y disposición como si hubiera gastado cada hora de su vida ejercitándose.

Contrariamente a lo que los pictos esperaban, no atacó al guerrero que tenía delante, sino que dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia los hombres que se habían colocado a su espalda.

Eran tres. Lancelot derribó al primero con una estocada certera en el pecho, levantó el escudo para atajar una arremetida del segundo y, al mismo tiempo, su espada sesgó el aire atravesando con su punta el brazo armado del tercer bárbaro. Mientras el hombre caía al suelo con un estridente grito de dolor, finalizó el movimiento del escudo y arrojó al segundo de la silla, derrumbando también a su caballo. Sin que él tuviera nada que ver, el caballo de Lancelot pasó por encima del animal caído, saltó tres o cuatro pasos a galope tendido y, luego, se dio la vuelta. El duelo completo no había durado más de un segundo.

El resto del ejército picto se había quedado paralizado. Las facciones de los soldados mostraban pánico, y Lancelot podía entenderles. Todo había trascurrido tan rápido, que apenas habían podido darse cuenta de lo que ocurría, y ahora tres de sus compañeros estaban muertos o próximos a la muerte.

Lancelot, por el contrario, se sentía… grandioso. Una parte de él, Dulac, que a cada momento se debilitaba más y más, aullaba en silencio ante lo que había cometido pero otra parte, la mayor, saboreaba las mieles del triunfo. Se sentía fuerte. Su respiración era acompasada y los tremendos mandobles que había asestado a diestro y siniestro no le habían mermado las fuerzas, sino que le habían dotado de un nuevo vigor, como si la espada rúnica se hubiera bebido la vitalidad de los hombres. Su caballo, intranquilo, golpeaba el suelo con los cascos, pero no a causa del miedo o de los nervios, sino por la impaciencia que sentía de volver a la batalla. De pronto, al observar los rostros de los pictos, Lancelot sintió que podía ver el futuro. Sabía con absoluta seguridad que iba a matar a aquellos hombres, a cada uno de ellos.

De todas formas, levantó de nuevo la espada y señaló a Uther.

– ¡Liberadlos!

En lugar de responder, los pictos atacaron. Seis de los nueve que aún quedaban vivos guiaron sus caballos hacia él, profiriendo gritos de guerra, mientras los tres restantes agarraban de las riendas a los corceles de Uther y Ginebra y salían galopando en dirección contraria.

Lancelot maldijo en su interior. ¿Creía que iba a ser tan sencillo? Había menospreciado el valor de aquellos guerreros. Indudablemente, estaban al tanto de las malas expectativas que tenían de vencerlo, pero parecían dispuestos a ofrecer su vida para que sus compañeros llevaran a los prisioneros a la fortaleza y cumplieran las órdenes de Mordred.

De acuerdo. Los soldados no podrían detenerle; por lo menos, no lo suficiente para dejar escapar a los otros.

Se abalanzó sobre los pictos, levantó espada y escudo y, en el último momento, viró hacia la izquierda para no encontrarse en el centro de la acometida, sino en un flanco. Su estrategia funcionó. Un nuevo picto se derrumbó, muerto, de la silla, antes siquiera de que sus camaradas pudieran levantar las armas, pero segundos después los cinco supervivientes cargaban sobre Lancelot.

Sin la armadura mágica no habría sobrevivido ni a la primera embestida. Los pictos lo rodearon y lo atacaron por todas bandas con un aluvión de mandobles y estocadas.

Ninguno de ellos logró penetrar a través de su armadura mágica. Lancelot sentía los pinchazos; pero sólo se trataba de una rozadura, ningún dolor, tampoco el ímpetu con el que se acometía el mandoble. Mientras el primer guerrero al que había atacado todavía se bamboleaba, con el cuello cortado, de espaldas en su silla, realizó un enérgico gesto con su espada y sesgó el aire. No alcanzó a ninguno, pero consiguió que tres de ellos se mantuvieran a distancia y pudo volverse sobre los otros dos sin peligro. Levantó su escudo y golpeó a uno con tanta violencia que éste se balanceó en su silla y habría caído prácticamente inconsciente si no le hubieran aguantado los estribos. El otro cometió la falta de intentar utilizar sus mermadas fuerzas para asestarle un golpe en la espalda desprotegida. Echando chispas, la hoja produjo un sonido chirriante al friccionar el metal del espaldar, sin ni siquiera causar un arañazo en su superficie, y el picto pagó el ataque con su muerte. La espada de Lancelot cortó con un crujido penetrante su coraza. El hombre profirió un gemido, se tambaleó de la silla y cayó hacia un lado. Entonces, Lancelot se dirigió hacia el otro guerrero.

Le golpearon dos o tres veces más, pero la armadura decorada con los griales le protegió con lealtad mientras los mandobles de su espada coronaban con éxito su acción. Al final, sólo quedaba el hombre que había parlamentado con Lancelot. El Caballero de Plata fijó la mirada en los ojos del otro y vio miedo y desesperanza. Cuanto más convencido estaba de vencer en ese duelo, más claro tenía el picto que iba a morir. A pesar de ello, agarró su espada y atacó a Lancelot sin vacilación. ¿Por qué lo hizo? Mientras Lancelot estaba ocupado con sus compañeros, habría tenido tiempo suficiente para huir, pero ni tan sólo lo intentó, simplemente prefirió tomar su arma y marchar a una muerte segura.

Lancelot no quería matarlo. La espada de su mano demandaba sangre, pero él no lo deseaba. Aquel hombre no era su enemigo. Nunca antes se habían visto y lo más seguro es que sus caminos no volvieran a encontrarse. En vez de aceptar las exigencias de la hoja decorada con runas, Lancelot paró las dos primeras acometidas del picto y le asestó con todas sus fuerzas un único golpe que desarmó al atacante sin herirlo lo más mínimo. El guerrero se tambaleó a causa del ímpetu del revés, pero logró sentarse de nuevo en la silla y miró estupefacto sus manos vacías.

Lancelot se disponía a decirle que se marchara cuando su caballo hizo un rápido movimiento hacia delante. La barda del corcel chocó contra el flanco del caballo picto, desequilibrándolo, y el cuerno en espiral de su testera horadó con un crujido la coraza del guerrero y penetró en su pecho por completo.

Lancelot observó al herido con una mezcla de horror e incredulidad. El hombre cayó hacia atrás en la silla y en sus ojos había una expresión que el caballero no iba a olvidar nunca en la vida. Su caballo trastabillo, intentó recuperar el equilibrio con un trotecillo torpe y cayó una vez más cuando el corcel de Lancelot lo empujó de nuevo por el flanco. Unas patadas raudas de sus potentes cascos bastaron para sellar el destino del animal definitivamente.

Lancelot estaba profundamente afectado. Sabía que acabaría peleando y que varios soldados pictos iban a encontrar la muerte en la batalla. Sin embargo, lo que le había sucedido a aquel guerrero no tenía nada que ver con el combate. Éste ya había acabado y Lancelot quería regalarle la vida. ¿Para qué matar a un contrincante cuando ya había sido vencido y no podía defenderse?

El corcel giró la cabeza y lo miró de una manera sombría e inquietante, luego relinchó a media potencia y golpeó con los cascos sobre la tierra ensangrentada. Todavía no había acabado todo. La misión por la que estaba allí aún no había concluido.

Lancelot se dio la vuelta en la silla y buscó con la mirada a los tres pictos huidos. Se habían alejado aproximadamente media legua y se encaminaban a galope tendido hacia el bosquecillo que había bordeado Lancelot anteriormente. Tal vez confiaban en ocultarse del Caballero de Plata en la espesura del monte bajo. Pero Lancelot sabía que nunca lo iban a lograr. Su unicornio era mucho más rápido que los pesados caballos que montaban y, además, los dos prisioneros harían todo lo posible para retrasarlos.

Emprendió el galope. Tras breves instantes, el unicornio plateado corría como una flecha y sus cascos apenas rozaban el suelo. A pesar de su gran empuje no alcanzó a los guerreros hasta unos cincuenta metros antes de la linde del bosque, los superó y giró tan bruscamente al animal que éste estuvo casi a punto de caer sobre las patas delanteras.

Los tres soldados habían contemplado la pelea y sabían con quién tenían que vérselas pero, como sus compañeros, estaban dispuestos a luchar hasta monir. Mientras uno de ellos asió las riendas de los caballos de Uther y Ginebra y los apartó con rapidez a un lado, los otros dos sacaron sus armas y se abalanzaron sobre él. El primero llevaba una espada; el segundo, un mangual, un arma cuya sola visión producía siempre en Dulac un enorme espanto.

Interceptó con su escudo la embestida que le propinó el primer guerrero; pasó por debajo de la cadena acabada en una bola plagada de pinchos, tratando de atinar en el picto que la manejaba, pero falló y sólo le ocasionó un leve arañazo en el hombro, que únicamente consiguió reforzar la ira del hombre. El guerrero lanzó de nuevo el mangual hacia la espalda de Lancelot y esta vez alcanzó su objetivo.

La bola de hierro del tamaño de un puño no pudo taladrar la armadura con sus puntiagudos pinchos, pero el golpe fue tan fuerte que Lancelot cayó sobre el cuello envuelto en metal del unicornio. Casi en el mismo momento, un mandoble resonó sobre su escudo a escasos centímetros de la ranura entre el yelmo y el peto.

De nuevo, fue el caballo el que decidió la victoria. Cuando el picto volvió a la carga, el unicornio giró bruscamente la cabeza. El cuerno de su testera rajó el flanco del otro caballo y el animal se derrumbó relinchando de dolor y aplastando a su dueño con su cuerpo.

Lancelot se colocó derecho sobre la silla. Sin apenas tiempo de agarrar la espada con energía y marchar a una posición más segura, el segundo picto salió a su encuentro blandiendo de nuevo su mangual. Su éxito anterior le había dado confianza y se sentía dispuesto a terminar el combate con aquel asalto. Un error que le costó la vida.

El arma cayó con fuerza aniquiladora sobre el escudo de Lancelot, pero el terrible golpe no hizo ni un arañazo en el metal plateado. Además, en el último momento, Lancelot había girado ligeramente el brazo que portaba el escudo, de tal manera que desvió la bola de hierro y el impulso de la misma estuvo a punto de arrojar al guerrero de su silla. La espada de Lancelot remató la batalla casi sin su intervención. El caballo del picto arrancó a correr de pronto, mientras Lancelot espoleaba al unicornio para que saliera en persecución del último guerrero.

No tardó más que breves segundos en alcanzarlo y, para su alivio, el hombre se reveló más inteligente que sus compañeros. Comprendió lo inútil que era oponer resistencia y optó por soltar las riendas de los dos caballos y salir galopando lo más rápido que pudo. Por un horrible momento, a Lancelot le pareció que el unicornio iba a desoír sus órdenes y salir detrás del hombre para matarlo, pero finalmente le obedeció. El picto desapareció a galope tendido y Lancelot dio la vuelta y regresó junto a Uther y Ginebra. Mientras metía la espada en el cincho y se aproximaba a los dos prisioneros, hizo un nuevo descubrimiento: su corazón latía por el esfuerzo, y la espalda y los hombros le dolían de manera casi insoportable. Junto a otras cosas a las que le gustaría renunciar, había aprendido que la armadura de plata le transformaba en un adversario poderoso, pero no invulnerable.

Mientras se acercaba, Ginebra y Uther le miraban con los ojos abiertos como platos. Uther estaba muy pálido. Tenía hinchada la parte izquierda del rostro y un corte profundo sobre el ojo. Por lo visto, no había caído en manos de los pictos sin oponer resistencia. Por un breve espacio de tiempo, permanecieron frente a frente, en silencio; luego, Lancelot se inclinó, sacó el puñal del cincho y cortó con un movimiento rápido las ataduras que asían las muñecas de Uther al pomo de la silla. Ginebra aproximó su caballo, sin duda esperaba que Lancelot hiciera lo mismo con ella. En lugar de eso, el se puso derecho de nuevo y le ofreció el puñal a Uther. Seguía sin mirar a Ginebra. Ella no reconocería su cara tras el yelmo de plata, pero no estaba seguro de que sucediera lo mismo con sus ojos. Y no creía que pudiera contenerse cuando ella le mirara.

Uther cogió el puñal de plata, vacilante. Sus manos llevaban horas atadas, inmóviles, y le costó romper las ataduras de Ginebra. Pero lo logró sin herirla.

– Os lo agradezco -dijo, devolviéndole el cuchillo a Lancelot. Intentó sonreír, pero su boca se abrió en una mueca.

Lancelot cogió el puñal con un asentimiento de la cabeza, pero sin pronunciar ni una palabra, y lo introdujo en su cincho. Percibió que Ginebra le miraba y se dio cuenta de que era una verdadera sandez hacer como que ella no estaba allí. Volvió la cabeza con cierta reticencia y la observó con una mirada furtiva, y cuando vio su cara, su corazón comenzó a palpitar de dolor.

Ginebra no estaba herida, pero el agotamiento había hecho mella en su rostro y, bajo el alivio del momento, planeaba un dolor que tal vez nunca iba a desaparecer. Seguía siendo tan hermosa como siempre, pero ya no parecía una chiquilla. Lancelot se preguntó cómo pudo creer, aunque sólo fuera por espacio de un segundo, que el hada Morgana tenía algo en común con ella.

– Esta es la segunda vez que vos nos liberáis de los bárbaros, noble caballero -dijo Uther-. Me parece que un simple agradecimiento no es suficiente.

Lancelot se volvió hacia él. Era curioso: ahora que ya había pasado todo, no sabía qué debía decir.

– Dejadme ver vuestro rostro, noble caballero -pidió Ginebra-. Quiero saber cuál es el aspecto del jinete a quien mi marido y yo debemos agradecer nuestras vidas.

Lancelot sacudió la cabeza. ¿Abrir la visera? Imposible. Si no era Uther, sería Ginebra quien le reconocería de inmediato.

Ginebra quiso protestar, decepcionada, pero Uther le hizo callar con un gesto.

– Como deseéis -dijo-. Pero, por lo menos, reveladnos vuestro nombre.

Lancelot volvió a dudar, pero por fin respondió:

– Lancelot. Mi nombre es Lancelot Dulac.

– Lancelot Dulac -Uther repitió el nombre como si intentara descubrir algo familiar en él, y, mientras, Lancelot clavó los ojos en Ginebra. Ella lo examinaba atentamente, pero no dio muestras de ninguna reacción. Probablemente el yelmo distorsionaba su voz y ella no podía reconocerle.

– ¿Y de dónde venís, Sir Lancelot? -quiso saber Uther.

– De muy lejos -respondió Lancelot, evasivo-. De un lugar, cuyo nombre seguramente no habéis escuchado nunca, Uther.

Uther sonrió distraído. Había comprendido lo que Lancelot quería decir con aquella respuesta.

– Respeto vuestro deseo, Sir Lancelot -dijo-. ¿Cómo no iba a hacerlo después de todo lo que habéis hecho por mi esposa y por mí? ¿Qué puedo hacer para agradecéroslo?

– Nada -contestó Lancelot-. Que vos y Lady Ginebra estéis vivos e ilesos es suficiente. Pero para que siga siendo así, deberíamos ponernos en camino hacia Camelot. Uno de los pictos ha huido.

– Y regresará pronto con refuerzos -dijo Uther asintiendo-. Tenéis razón. Aquí no estamos a salvo. Aunque no me asombraría que aniquilarais el ejército picto al completo -miró a Lancelot con franca admiración-. Por Dios, me he topado con muchos caballeros, pero nunca he visto a un hombre pelear así. Ni siquiera imaginaba que fuera posible.

Lancelot estuvo a punto de responder: «Yo tampoco». Pero hizo un movimiento que Uther interpretó como una sacudida de hombros, y señaló hacia el sur.

– Deberíamos marcharnos -dijo-. Hay un largo trecho hasta Camelot.

Uther asintió y una voz irónica pronunció por detrás de Lancelot:

– Me temo que no puedo permitirlo.

Ginebra soltó un pequeño grito de temor y rápidamente se tapó la boca con la mano. Por su parte, Lancelot dio la vuelta a su caballo y lo que vio le paralizó de espanto.

Estaban a unos veinte o treinta pasos del bosque. El hada Morgana y Mordred habían salido de la espesura, silenciosos como fantasmas. La bruja vestía todavía la sencilla túnica negra que llevaba en la cueva, pero se había recogido parte de la melena con una diadema de diamantes negros, y Mordred portaba un gigantesco arco en la mano derecha y dos flechas negras, adornadas con plumas, en la izquierda.

– Te dije que volveríamos a vernos, amigo mío -dijo Morgana-. Ha sido una batalla realmente impresionante. Tengo que darle la razón al rey Uther: pocas veces he visto a un hombre pelear así. A pesar de ello, todavía tienes mucho que aprender. Podría enseñarte, si quieres.

Ginebra suspiró y Uther preguntó en voz baja:

– ¿Conocéis a esta mujer, Sir Lancelot?

Antes de que el caballero pudiera contestar, Morgana dijo riendo:

– No como vos os imagináis, Uther. Vuestro valiente caballero no está haciendo ningún doble juego, si eso es lo que pensáis -sacudió la cabeza, dio un paso a un lado y observó a Ginebra con una mirada pensativa-. Una muchacha guapa -dijo-. Vuestra esposa se convertirá pronto en una hermosísima mujer, Uther. Creo que ahora entiendo mejor a mi hijo… y también a vos, Sir Lancelot.

– ¿Qué queréis? -preguntó Uther.

La sonrisa de los ojos de Morgana desapareció. No respondió a la pregunta de Uther, sino que se dirigió a Lancelot de nuevo.

– No puedo permitir que dejes escapar a mis invitados -dijo.

– Entonces, trata de impedírmelo -la desafió Lancelot. Su mano asió la espada, pero Morgana se mostró poco impresionada. Le hizo una señal a Mordred y éste levantó su arco y colocó las dos flechas juntas en la cuerda.

– No estás en posición de retarme, amigo mío -dijo ella con un tono severo-. Tal vez te exijo demasiado. Te daré tiempo para decidirte con tranquilidad.

– ¿A qué… te refieres? -preguntó Lancelot desconfiado.

Morgana levantó la mano y Mordred tensó el arco.

– Puedes irte, Lancelot -dijo ella-. Y te haré un regalo. Puedes llevarte a uno de los dos. Ginebra o Uther. Decídete.

– Jamás -dijo Lancelot.

– Sed razonable, Lancelot -dijo Uther despacio-. No conocéis a esta mujer. Dejadme aquí y salvad a Ginebra.

– Qué noble -dijo Morgana en tono burlón-. No habría esperado otro comportamiento por parte de un rey.

– ¡Jamás! -repitió Lancelot-. Marchaos u os mataré a los dos -en esa ocasión lo decía absolutamente en serio. Su mano agarró la empuñadura de la espada mientras observaba a Mordred y a su arco con atención. No sabía qué pretendía poniendo las dos flechas a la vez. Aunque pudiera tirarlas juntas, sólo atinaría en una diana.

¿Pero en cuál de las dos?

– Tendrás que decidirte -dijo Morgana-. ¡Ahora!

Mordred disparó. La cuerda del arco se aflojó con el sonido de un latigazo y las dos flechas se transformaron en una sombra veloz. Lancelot se tiró con un movimiento vacilante hacia un lado e intentó levantar el escudo, pero se dio cuenta de que actuaba de manera lenta, demasiado lenta. La flecha, que en principio iba dirigida a Ginebra, sobrepasó la parte de arriba de su escudo, golpeó con fuerza su armadura y la atravesó, para clavarse profundamente en su hombro. El empuje de la flecha lo echó hacia atrás en la silla, pero mientras caía y el mundo se hundía en un dolor rojo, vio algo absolutamente increíble. La segunda flecha de Mordred había tomado su propio camino y había alcanzado otra diana. Uther dio un gemido, su cuerpo se venció hacia delante y cayó al suelo por encima del cuello de su caballo.

El golpe hizo que Lancelot perdiera prácticamente la conciencia. Una niebla roja flotaba delante de sus ojos. Desde muy lejos, oyó gritar a Ginebra, pero fue incapaz de reaccionar. El dolor de su hombro era insoportable. Aquel tormento parecía dividirse en finas líneas que clavaban dentelladas en su cuerpo hasta lo más profundo. A pesar del sufrimiento, comprendió que la flecha estaba envenenada. La armadura mágica no había podido protegerle.

Entrevió un rostro entre aquellos remolinos rojos que no paraban de ondularse. Alguien le tocó el hombro y el dolor lacerante se transformó en el escozor de una quemadura y, después, despareció por completo.

– Sabía que ibas a decidirte -comentó Morgana con tranquilidad. Se arrodilló junto a él, lo empujó hacia el suelo con la mano izquierda y utilizó la derecha para asir la flecha que salía de su hombro. El dolor regresó, multiplicado por dos, y Lancelot emitió un agudo lamento cuando Morgana tiró de la flecha con todas sus fuerzas.

– Te regalo la vida, amigo mío -dijo con semblante serio-. Pero es un regalo que no va a repetirse. Si dependiera de Mordred, te habría cortado el cuello aquí mismo. Sin embargo, yo tengo otros planes para ti -se levantó, rompió la flecha en dos y dejó caer ambos pedazos.

– Si vuelves a meterte en mis cosas, no te perdonaré -añadió-. Por esta vez, puedes irte; pero tienes que saber de qué lado estás.

Lancelot quiso responder, pero antes de que pudiera hacerlo el dolor penetró en él como una tormenta de fuego y perdió el conocimiento.

Sentía el hombro dormido y una mano fría posada en su frente cuando despertó. Alguien le había quitado el yelmo.

Lancelot levantó los párpados y lo primero que vio fueron unos ojos hermosísimos que le miraban desde una cara de rasgos regulares, muy pálida.

– ¿Cómo os encontráis? -preguntó Ginebra. Hablaba en un tono de voz muy bajo y que daba muestras de la misma preocupación que sus ojos.

Iba a responder con un «bien» automático, pero de pronto se dio cuenta de lo infantil que habría resultado. Además, un pinchazo doloroso taladró su hombro y las lágrimas estuvieron a punto de asomar a sus ojos.

En lugar de contestar, preguntó:

– ¿Uther?

Las facciones de Ginebra se oscurecieron.

– Está… está muerto -dijo tartamudeando-. La flecha de Mordred ha ido directamente a su corazón. Pero no os lo reprochéis, Sir Lancelot. No ha sido vuestra culpa. Vos sois el hombre más valiente con quien me he encontrado jamás, pero ni un valor como el vuestro puede vencer a la magia negra.

Lancelot observó a Ginebra con desconcierto. ¿Por qué le hablaba así? ¡Al quitarle el yelmo tenía que haberle reconocido! ¿A qué juego cruel estaba jugando? No podía imaginarlo. No, después de lo que había ocurrido.

Se incorporó con mucho cuidado, para que el dolor de su hombro no se redoblara, y miró a su alrededor. Uther yacía a pocos metros, sobre su espalda. Alguien -seguramente Ginebra- le había colocado la gualdrapa de un caballo sobre la cabeza. Los dos corceles pacían tranquilos mientras el unicornio permanecía algo más lejos, atento a sus movimientos. No había rastro del hada Morgana ni de Mordred.

– Se han ido -dijo Ginebra. Había interpretado lo que requerían sus ojos. Titubeando, añadió-: Ella… me ha dicho algo antes de marcharse.

– ¿Y? -preguntó Lancelot cuando vio que no continuaba.

Se dio cuenta de lo difícil que le resultaba a Ginebra responder a su pregunta.

– Tengo que recomendaros algo. Ha dicho que… que tenéis que hacer lo que os dicte el corazón. Que sólo así encontraréis el camino.

Lancelot meditó un instante aquellas palabras, pero no logró encontrarles ningún significado. No, si venían de boca de Morgana.

Consiguió levantarse tras algunos esfuerzos, recogió el escudo que había tirado al suelo e hizo señas al unicornio para que se aproximara. Pudo oír a Ginebra moviéndose tras él y ocupó unos segundos más en sujetar el escudo con tan solo una mano a la cincha de la silla. Seguía sin comprender por qué Ginebra actuaba como si no lo hubiera visto en la vida. ¿Podría ser a causa de la armadura? Claro que lo había reconocido, pero tal vez creía que era él el que había jugando con ella cuando se encontraron en Camelot.

Aquella situación tenía que terminar, ahora mismo. Se dio la vuelta de golpe y tuvo que hacer una mueca cuando su hombro reaccionó al brusco movimiento con un estallido de dolor.

– Ginebra -dijo-. Debo aclararos algo.

Ella lo observó expectante.

– ¿Sí?

– En Camelot -empezó-, cuando nos encontramos, yo no sabía que…

Se interrumpió al ver la expresión de incomprensión que se desplegó por el rostro de Ginebra.

– ¿En… Camelot? -repitió desconcertada-. ¿Vos… os referís a esa posada? El jabalí negro.

Esta vez fue Lancelot el que titubeó. La expresión de su cara no era ficticia. ¡Realmente no lo había reconocido!

– Bueno -dijo extrañado-. Perdón. Yo… estoy algo confuso -señaló al cadáver de Uther-. Lo lamento, pero tenemos poco tiempo. Que Morgana se haya marchado no significa que no vaya a regresar. ¿Podéis ayudarme a montarlo sobre el caballo? -rozó su hombro con la mano y Ginebra asintió. Al unísono subieron el cuerpo sin vida a la montura, luego montaron ellos mismos y cabalgaron hacia el sur.

Durante un largo periodo de tiempo, no habló ninguno de los dos. De vez en cuando, Lancelot dejaba escapar una mirada furtiva hacia ella. La mayoría de las ocasiones, la veía con la vista perdida, pero de tanto en tanto su mano rozaba casi con ternura el cuello del caballo sobre el que yacía su marido muerto, y las lágrimas asomaban a sus ojos. Aunque no hubieran vivido realmente como «marido y mujer», tal como le había contado en Camelot, estaba claro que le había querido.

También Lancelot sentía la muerte de Uther. Apenas lo había conocido, pero las pocas frases que habían intercambiado entre ellos le habían confirmado que Uther era un hombre recto; algo que se podía decir de muy pocos hombres de los que conocía. Su muerte carecía de sentido. Mordred no tenía ningún motivo para matarle.

– Lo lamento tanto, Mylady -dijo despacio-. Yo no conocía a Uther, pero por todo lo que he oído de él, sé que era un buen hombre.

– Lo era -aseguró Ginebra-. Y yo le he llevado a la muerte.

Lancelot la miró sobresaltado.

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Lo que he dicho -respondió Ginebra. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero su cara permaneció impenetrable y en su voz había un profundo vacío-. Sobre mí pesa una maldición. Llevo a la muerte a todos los que se cruzan conmigo. Así que haríais bien en permanecer lejos de mí, caballero Lancelot.

– Qué tontería -la contradijo Lancelot con vehemencia.

– No es una tontería -las lágrimas de Ginebra se hicieron más evidentes, pero su cara continuó igual que antes, como cincelada en piedra-. Primero fue mi padre. Perdió su reino, su castillo y, al final, la vida. Y ahora Uther. Primero Mordred le quitó su territorio, luego su castillo y ahora la vida.

– Yo no tengo ningún territorio que pueda perder -dijo Lancelot-. Tampoco tengo un castillo.

– Pero sí una vida -Ginebra se rió con amargura-. Quizás tendría que seguir a Uther para no llevar a la muerte a más personas inocentes.

– ¡No habléis así! -dijo Lancelot enfadado-. ¡No lo permito! ¡Es una blasfemia!

Para su sorpresa, Ginebra se dio la vuelta en la silla y le sonrió, de una forma que hizo que su corazón saltara desbocado.

– Blasfemia… -bajó la cabeza, pensativa-. ¿Sois cristiano, Sir Lancelot?

– ¿Por qué lo preguntáis? -preguntó Lancelot evasivo.

– Estamos cabalgando hacia Camelot -respondió Ginebra-. Hace mucho que Arturo ha incluido la cruz de la cristiandad en su estandarte, pero yo veo los símbolos de los viejos dioses en vuestro escudo.

– ¿Y? -preguntó Lancelot.

– Eso no le causa ningún problema a Arturo -explicó Ginebra-. Uther me contó que, aunque fue bautizado, todavía no ha abandonado del todo la creencia en los viejos dioses. Muchos de sus caballeros no son tan tolerantes tomo él -examinó la armadura con una mirada penetrante-. No podéis ocultar vuestra armadura, pero tal vez sería mejor que a la hora de conversar sobre vuestras creencias… os reservarais un poco.

Lancelot entendió a qué se refería. Decir de ciertos caballeros que no eran tan tolerantes era decir bien poco. Algunos -sobre todo Sir Lioness, a pesar de la amabilidad con la que trataba a todo el mundo- eran verdaderos fanáticos de la religión.

– Yo también creo en los viejos dioses -dijo Ginebra de pronto.

– ¿Vos? -se asombró Lancelot-. Pero Uther…

– Uther -Ginebra le cortó la palabra- era un hombre muy inteligente que sabía interpretar correctamente los signos de los tiempos. La cristiandad va a conquistar este país por entero. Estas tierras se han doblegado a la fuerza contra la que lucharon durante años, en lugar de quebrantarla. El cristianismo puede erigir con toda tranquilidad sus símbolos en los tejados de nuestra casa, pero nuestros corazones no los conquistará… ¿Y qué ocurre con vos?

Lancelot nunca había meditado realmente sobre ese tema. No pudo contestar. Pero las palabras de Ginebra le afectaron; sintió que algo muy profundo en él sí había formado su propia opinión, sólo que ésta no llegaba a su conciencia. Calló, desconcertado.

– No queréis hablar de ello -dijo Ginebra algo decepcionada-. Lo comprendo. Tal vez sea lo más inteligente.

– Si la actitud de Arturo y sus caballeros es la que vos decís, Mylady -comentó Lancelot-, tal vez sería mejor que también vos os reservarais vuestras verdaderas convicciones.

– Nadie me hará nada -respondió Ginebra convencida-. Más segura que con Arturo no lo estaré con nadie -se rió-. Y dejad de llamarme Mylady. ¡Me da la impresión de ser viejísima!

– Sólo si vos dejáis de llamarme Sir y caballero -respondió Lancelot.

– ¿Lancelot? -propuso Ginebra.

– Ginebra -afirmó él riendo.

Y Ginebra coreó esa risa. A pesar de que no podía quitarse de encima la profunda tristeza que la envolvía, aquella risa resultó reparadora y pareció devolverle a la luz del sol un poco de su primitivo brillo. En el mar de dolor en el que amenazaban con hundirse, esa sencilla carcajada fue como un atisbo de esperanza, la confirmación de aquella fuerza silente que siempre capacitaba a las personas para llevar a cabo lo que se propusieran, aunque fuera a todas luces imposible.

– ¿Conocéis a Arturo? -quiso saber Ginebra.

Lancelot negó con la cabeza.

– No he estado nunca en Camelot -mintió.

– Os caerá bien -Ginebra lo miró pensativa-. ¿Estáis seguro de que no habéis estado nunca en Camelot? Quiero decir… tengo la sensación de que nos hemos visto antes.

El corazón de Lancelot saltó en su pecho y él deseó con todas sus fuerzas que sus verdaderos sentimientos no afloraran a su rostro.

– Estaréis confundida, Ginebra -dijo-. Yo no podría olvidar a una mujer tan hermosa como vos. Ningún hombre de carne y hueso podría hacerlo.

Ginebra se sonrojó.

– Me aduláis, Lancelot. Lo que os decía: Arturo os gustará. Ambos os parecéis mucho. El es mayor que vos, por supuesto, y más avezado en los modales de la corte…

– Oh -dijo Lancelot-. Con eso queréis decir que yo soy un patán, imagino.

Ginebra se rió.

– Claro que no. Dejad de burlaros de mí, Lancelot. Arturo es tan político como caballero, a partes iguales. Vos sois el mejor guerrero.

– Tenía entendido que Arturo era un consumado espadachín -contestó Lancelot.

– Es cierto -aseguró Ginebra, aunque inmediatamente sacudió la cabeza-. Pero algo así…, si me lo hubieran contado, no lo habría creído. Incluso ahora me resulta difícil de creer, a pesar de que lo he visto con mis propios ojos. ¡Doce hombres! ¡Habéis vencido a doce hombres completamente solo!

Lancelot tardó en responder. La conversación estaba tomando un cariz que le resultaba muy incómodo.

– Sólo… fueron once -dijo al final.

– Al último lo dejasteis escapar, lo sé -dijo Ginebra-. Estoy contenta de que no lo persiguierais para matarlo también. Arturo no habría actuado así.

– ¿Tan cruel es? -preguntó Lancelot.

– Algunas veces sí, creo -contestó ella-. No lo conozco lo suficiente para permitirme un juicio sobre su conducta. Pero Uther me hablaba bastante de él.

– Eran buenos amigos, ¿no es cierto? -preguntó Lancelot en tono bajo.

– ¿Buenos amigos? -Ginebra frunció el ceño, lo miró pensativa unos segundos y luego dijo-: ¿Buenos amigos? -negó con la cabeza-. ¿No lo sabéis?

– ¿Qué? -preguntó Lancelot desconcertado.

– Uther y Arturo -respondió Ginebra-. Creía que sabíais que Uther Pendragon era el padre de Arturo.

Llevaban varias horas viajando en dirección sur y sólo habían hecho dos altos para que el caballo de Ginebra descansara unos minutos. El unicornio de Lancelot no conocía el agotamiento y también Ginebra aguantaba estoicamente, pues cabalgaba desde hacía más de veinte horas sin haber dormitado ni tan siquiera unos segundos. Sin embargo, su caballo y ci de Uther estaban apunto de reventar.

Y Lancelot tampoco se encontraba bien. Sentía pinchazos en el hombro; no eran imposibles de soportar, pero sí constantes, y en el transcurso de la mañana le subió la fiebre. Fue la confirmación de que la flecha de Mordred estaba envenenada. De no ser por la armadura mágica, habría llevado ya un buen tiempo muerto. Pero, aun así, podía percibir que su cuerpo se debatía en una lucha de la que, para ser sinceros, no sabía a ciencia cierta quién resultaría vencedor.

Eso contribuyó a que las palabras de Ginebra no se le fueran de la cabeza. ¿Uther era el padre de Arturo? Le costaba difícil de creer. No imaginaba que Ginebra pudiera engañarlo, eso no. Pero había oído cómo Uther hablaba de Arturo y cómo Arturo había hablado con Uther. No parecía una conversación entre padre e hijo; más bien, un diálogo entre dos viejos amigos, cuya amistad se hubiera enfriado por algo ocurrido muchos años antes y que todavía no estaba superado.

Se preguntó si Mordred estaría al corriente de la verdadera identidad de Uther. En ese caso, su actuación podría considerarse más infame todavía, porque con ella habría vertido la sangre de su propia familia: la sangre de su abuelo.

En cuanto se le vino aquella idea a la cabeza, se dio cuenta de lo ridícula que era. Mordred no tenía ningún escrúpulo en verter la sangre de su padre… ¿por qué iba a titubear, aunque sólo fuera un segundo, por hacer lo mismo con su abuelo?

El sol estaba en su cénit y hacía calor. A pesar de que la niebla se había disipado ya, el paisaje estaba cubierto por una especie de aliento invisible. El camino corría entre pequeños, pero numerosos, bosquecillos y extensos terrenos pantanosos. La vegetación estaba compuesta, predominantemente, por matas bajas y los pocos arbustos que se divisaban habían perdido la mayor parte de las hojas. Mirados de refilón, parecían a veces figuras enjutas, acurrucadas en el suelo. De los bosques se deslizaban las sombras y el mismo silencio inquietante, que ya había sentido por la mañana, continuaba impregnándolo todo.

Como si hubiera leído sus pensamientos, haciendo un gesto de su mano izquierda con el que pretendía abarcar el terreno que se extendía frente a ella, Ginebra dijo:

– Una tierra extraña, ¿no? Las personas cuentan historias de ella, y la evitan. Me gusta -Lancelot la miró sorprendido y la joven, con un leve movimiento de la cabeza para reforzar sus palabras, continuó-: Me gusta porque es tan salvaje y está intacta. Puedo imaginarme que antes todo era igual. Antes de la existencia de la humanidad, me refiero.

– En los tiempos de las viejas tribus.

Ginebra se encogió de hombros.

– Quizá mucho antes: aquí es todo tan… pacífico. Llamadme loca, pero a veces tengo la impresión de que pertenezco a este lugar y no a Camelot, o a cualquier otra ciudad.

¿Loca? No, aquello no le parecía ninguna locura. En absoluto. En todo caso, misterioso; porque lo que ella estaba diciendo era casi, palabra por palabra, lo que había pensado él aquella misma mañana en otra zona, muy semejante a ésa, de la misma región.

– ¿Tenéis intención de quedaros en Camelot? -preguntó Lancelot.

– Arturo le prometió a Uther que se ocuparía de mí si le sucedía algo a él -contestó Ginebra.

– Sí, pero ¿es eso lo que vos deseáis? -indagó el caballero con franqueza.

Ginebra tardó lo suficiente como para no parecer tan convincente como hubiera deseado antes de afirmar:

– Sí.

– ¿Sí?

– ¿Qué otra elección tengo? -dijo-. No puedo ir a ningún otro sitio. El castillo de mis padres está destruido y sobre el palacio de Uther gobiernan los pictos -rió con amargura-. Puede que sea una reina, pero soy tan pobre y falta de raíces como una mendiga. Sólo poseo lo que llevo encima.

– Eso mismo me sucede a mí -afirmó Lancelot.

– ¿Vos sois un rey pobre y falto de raíces? -preguntó Ginebra con un brillo de burla en los ojos.

– No -sonrió Lancelot-. Pero tampoco poseo nada más que lo que llevo conmigo. Sin embargo, no necesito más: las propiedades del mundo son una carga. El cofre de un tesoro o una casa no pueden llevarse encima cuando vas de viaje.

– Y vos vais mucho de viaje -supuso Ginebra.

Lancelot permaneció callado.

– No queréis hablar de ello -dijo Ginebra-. No podréis hacer lo mismo con Arturo. Os agobiará tanto con sus preguntas que al final tendréis que contar vuestras aventuras.

– Yo… no voy a acompañaros hasta Camelot -dijo Lancelot midiendo sus palabras.

Ginebra volvió la cabeza, alterada.

– ¿No?

– No os preocupéis -dijo Lancelot rápidamente-. Os acompañaré hasta que estéis a salvo. Pero es mejor que no entre en Camelot.

– ¿Por qué? ¿No me habéis dicho que no conocéis a Arturo?

– No tiene nada que ver con Arturo -contestó el caballero-. Tengo mis razones. Por favor, respetadlas.

– Por supuesto -dijo Ginebra. Su voz sonaba triste y decepcionada-. Es sólo que… Yo creía…

– Es mejor así, creedme -la interrumpió Lancelot-. Camelot no es buen sitio para mí.

– No lo conocéis.

– Tampoco hace falta -dijo Lancelot. ¿Camelot? Era imposible que él fuera a Camelot o que se presentara ante Arturo. No con aquella armadura-. Estoy convencido de que es una ciudad llena de encanto, pero no me suelo quedar demasiado tiempo en ningún lugar.

– Tampoco… -Ginebra se interrumpió y, durante unos instantes, no supo hacia dónde mirar. En lugar de terminar la frase, dibujo una sonrisa a medio camino entre la timidez y la perplejidad. Lancelot sabía lo que había querido decir y esa convicción penetró como un puñal ardiente en su corazón.- Entonces, no queréis ver a Arturo -dijo Ginebra un rato después.

– Es mejor así -confirmó Lancelot.

Ginebra encogió los hombros.

– En ese caso, será mejor que os deis prisa. Si no me equivoco, es ése de ahí delante.

Lancelot levantó la vista asustado. Mientras conversaban, no había prestado atención ni al camino ni a los alrededores. Tampoco había vislumbrado a la docena de caballeros que cabalgaban ante ellos. Eran jinetes enfundados en lujosas armaduras, montados en corceles poderosos que en sus cabezas portaban el distintivo de Camelot. El propio Arturo cabalgaba al frente de la comitiva.

Lancelot tiró de las riendas del unicornio hasta detenerlo y dio media vuelta. También detrás habían aparecido caballeros, y cuando miró a derecha e izquierda, descubrió, ya sin asombro, un buen número de figuras ataviadas en plata y oro. Estaban rodeados. Al principio, no comprendió la maniobra, pero le enfadó sobremanera. Pero luego descubrió que, en realidad, el rey había obrado con gran cautela. Ginebra y Uther habían sido sacados de Camelot por la fuerza y ahora el rey se encontraba frente a un grupo realmente variopinto: un caballero desconocido, la misma Ginebra y un tercer caballo, con un cadáver sobre el lomo. Arturo estaba tomando la medida más adecuada, nada más.

– Ahora tendréis que contarle a Arturo alguna de vuestras historias, lo queráis o no -dijo Ginebra. No daba muestras de sentirse muy desgraciada, según le pareció a Lancelot-. Si no se os ocurre qué contadle, inventad algo. No os preocupéis, no voy a delataros.

– No creo que funcione, Ginebra -respondió Lancelot con pesar-. Tengo que despedirme de vos. Arturo os acompañará el resto del camino a Camelot.

– Pero… -empezó Ginebra.

Lancelot levantó la mano, cerró la visera y obligó al unicornio a retroceder. El cerco que habían formado los caballeros de la Tabla Redonda estaba casi cerrado, pero a la izquierda había todavía un pequeño resquicio. Con un caballo normal no habría tenido la menor oportunidad de cruzarlo antes de que éste desapareciera, pero el unicornio lo superó con limpieza.

Fue Dulac, no Lancelot, el que regresó a Camelot mucho después de la llegada de la noche, y en las horas que habían transcurrido desde su despedida de Ginebra, algo le había quedado muy claro: nunca más volvería a vestir la armadura mágica.

Era medianoche. La mayor parte de las casas de Camelot estaban a oscuras, pero aquí y allá brillaba alguna luz y, de vez en cuando, se podían oír martillazos y golpes amortiguados. Los habitantes de la ciudad procuraban reparar los desperfectos de sus casas. El castillo también estaba iluminado y el reflejo de su luz permitía caminar a lo largo de toda la ciudad sin problemas.

Su meta no era el castillo. Había cabalgado durante todo el día sin descansar ni una sola vez. En el mismo bosque en el que había encontrado al unicornio, decidió desmontar y quitarse la armadura para ocultarla bajo un espeso zarzal. Cuando se incorporó de nuevo, el unicornio había desaparecido. Descubrirlo no le causó pena, sino más bien alivio. Como en el caso de la armadura, la fascinación que le producía el caballo hacía ya tiempo que se había transformado en malestar mezclado con un rastro de temor. Esa misma mañana se había preguntado si tendría que pagar un precio por la fuerza y la invulnerabilidad que le conferían. Ahora tenía la respuesta. Había un precio, y era más alto de lo que imaginaba. Tal vez incluso más alto de lo que pensaba en ese momento. Había matado personas. No una, sino muchas, más de una docena; sin esfuerzo, sin titubeos, como si se hubiera tratado de apagar un simple fuego. Cierto -intentaba consolarse- que lo había hecho para salvar a Ginebra; pero, aunque aquel pensamiento correspondía a la verdad, no por ello mitigaba su mala conciencia. Había matado personas. No importaba cuántas o por qué motivo. Sus manos estaban manchadas de sangre, sólo eso contaba. Jamás volvería a ponerse esa armadura maldita, fuera lo que fuera lo que sucediera.

En lugar de tomar rumbo hacia el castillo, fue a la posada de Tander. Llegó cuando le flaqueaban ya las fuerzas. Una vez que se había quitado la armadura, su cuerpo había empezado a reclamar descanso. Las pocas decenas de pasos que quedaban hasta la puerta le costaron más esfuerzo que las innumerables leguas que había dejado atrás, y el hombro cada vez le dolía más. La herida, que se le había abierto de nuevo, sangraba y cada paso era un mayor suplicio que el anterior. Aunque hubiera querido, no habría podido alcanzar el castillo.

A punto de desfallecer, llegó a la posada y, tambaleando, se dirigió hacia el granero. La casa estaba a oscuras. No se oía ni un solo ruido. Tander y sus hijos debían de llevar horas durmiendo. Dulac empujó la puerta con el hombro ileso y subió como pudo hasta el sobrado.

Una bola de pelo negro apareció ante él, ladrando con estridencia, y comenzó a saltar a su alrededor mientras meneaba la cola.

– No tan alto, Lobo -murmuró Dulac-. Vas a despertarlos a todos.

Lobo ladró más fuerte, saltando de alegría. No iba a tener sosiego hasta que el perro hiciera su santa voluntad y despertara a media ciudad por lo menos. Dulac se acuclilló, dando un suspiro de resignación, y alargó los brazos. El perrillo se aproximó y comenzó a lamerle los dedos, como hacía siempre para saludarlo; pero, de pronto, paró y dejó de mover la cola. Gruñó. Cuando Dulac le extendió la mano, dio un paso hacia atrás y enseñó los dientes, amenazador.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó Dulac-. Lobo, ¿qué pasa?

Acercó la mano hacia el animal. Lobo gruñó de nuevo, retrocedió unos pasos… y atrapó la mano de su dueño con los dientes.

– ¡Lobo! -gritó Dulac, asustado-. ¿Te has vuelto loco?

El can gruñó desafiante y comenzó a correr arriba y abajo como si lo persiguieran los demonios. Dulac miró sin comprender en la dirección en la que había desaparecido el perro y, luego, se examinó la mano derecha. Los dientes de Lobo habían dejado dos pequeñas heridas, del tamaño del pinchazo de una aguja, en el dorso de su mano. Jugando con el can, más de una vez había recibido un arañazo, pero hasta ahora Lobo nunca le había mordido a propósito.

Estaba demasiado cansado para calentarse la cabeza con el extraño comportamiento de su perro. Sin acabar de incorporarse siquiera, se tumbó sobre el montón de paja más próximo, se acurrucó de lado y cerró los ojos.

En ese mismo momento, se abrió la puerta de par en par y entraron Tander y su hijo mayor. El posadero llevaba una vela oscilante en la mano derecha y Wander se había armado con un grueso garrote.

Dulac levantó la cabeza de la paja y los miró, parpadeando.

– ¿Que pasa? -murmuró.

Wander suspiró tranquilo al reconocerle, pero el rostro de Tander se ensombreció más todavía.

– Ah, no… -dijo con sorna-. ¿El caballero se ha dignado volver a su casa? Espero que te hayas recuperado mientras nosotros nos extenuábamos casi hasta morir.

Dulac volvió a apoyar la cabeza en la paja y cerró los ojos. Estaba demasiado derrengado para pelearse con Tander, o para responderle al menos. Desde que se había quitado la armadura, sus fuerzas se iban debilitando por momentos. Sólo quería dormir.

Pero Tander no estaba por la labor de dejar las cosas así como así. Se acercó con dos o tres pasos rápidos y agarró a Dulac del hombro herido.

– Te voy a enseñar a…

Dulac chilló de dolor y, asombrado, Tander se echó para atrás mirándose la mano. Había sangre en sus dedos.

Su hijo se hizo cargo de la situación antes que él.

– ¡Estás herido! -gritó asustado. Se arrodilló junto a Dulac, le quitó la camisa manchada de sangre y soltó una exclamación.- Tiene mala pinta -dijo-. ¿Qué te ha pasado?

– Los pictos -respondió Dulac. Había ideado aquella historia en el camino de vuelta. Era muy simple y, por eso mismo, le parecía muy convincente-. Salí de la ciudad y me fui hacia el norte.

– Para buscar Malagon -dijo Tander irónico-. ¿Lo encontraste?

Dulac ignoró la pregunta.

– En el bosque hice un alto para orientarme. Eran dos. Estaban escondidos en la espesura. Cuando los vi, salí corriendo. Era más rápido que ellos, pero cuando se dieron cuenta de que no podrían cogerme, me dispararon.

– ¡Tonterías! -dijo Tander-. Con lo torpe que es, lo más seguro es que se haya hecho esa herida él mismo y ahora nos cuenta esta historia para darnos pena.

– La herida es de una flecha -le contradijo Wander mientras ponía la mano sobre la frente de Dulac-. Tiene fiebre. Tenemos que llevarlo a la cama y ponerle compresas frías. Y necesita tomarse una sopa caliente.

– No es necesario -dijo Dulac-. Dejadme dormir. Mañana temprano estaré mucho mejor.

– Ni hablar -Wander hizo un gesto de la mano para indicar que no iba a cambiar de opinión-. ¿Puedes caminar tú solo?

Dulac no estaba seguro, pero asintió y se agarró de la mano que Wander le tendía para levantarse. Le temblaban las rodillas. Sin la ayuda de Wander no habría conseguido llegar hasta la casa.

Dentro hacía calor y el ambiente era muy confortable. En el hogar debía de haber ardido un fuego poco tiempo antes, porque Wander tardó muy poco en regresar con un cuenco de sopa humeante, que colocó sobre la mesa frente a Dulac. Su padre lo miraba malhumorado. No movió ni un dedo para ayudarle, aunque tampoco se quejó de que Dulac recibiera una sopa sin trabajar por ella, lo que constituía una sorprendente generosidad por su parte.

Dulac estaba extenuado. No quería nada más que tumbarse en el duro banco de la cocina. Pero el olor de la sopa caliente le despertó el hambre. Llevaba más de un día sin comer y le crujieron las tripas cuando sus dedos temblorosos agarraron la tosca cuchara de madera.

– Voy a buscar vendas -dijo Wander-. Tómate la sopa tranquilo.

– Los pictos -interrogó Tander mientras su hijo se levantaba-, ¿qué te hicieron tras dispararte con el arco?

– No lo sé -respondió Dulac-. Debieron de imaginar que estaba muerto. Eso creo, porque se marcharon.

– Espero que estén muertos -gruñó Tander-. ¡Malditos perros! ¡Debían de andar algo rezagados, aguardando a alguien para asaltarle! Pero pagarán por ello. Cuando regrese Arturo, organizaremos un ejército y corresponderemos a su visita. Van a saber lo que significa llevar la guerra dentro de los muros de una ciudad que vivía en paz.

– ¿Arturo no está aquí? -preguntó Dulac, simulando una inocencia que estaba lejos de sentir.

Tander sacudió la cabeza con fuerza.

– Se ha marchado con todos sus caballeros, para liberar a Uther y a Lady Ginebra, ¡vaya estupidez!

– Arturo no es ningún estúpido -le contradijo Dulac con vehemencia-. Yo habría hecho lo mismo.

– Lo que demuestra que eres tan estúpido como él -dijo Tander con rabia-. ¿Y si los bárbaros vienen otra vez? Camelot está totalmente desprotegido. Pueden matarnos a todos.

Dulac habría seguido contradiciéndole muy a gusto, pero no pudo hacerlo. Lo peor era que Tander tenía toda la razón. Había sido muy irresponsable por parte de Arturo dejar Camelot sin protección sólo para salvar dos vidas. Sobraba decir que él habría obrado igual, tratándose de Ginebra y de su marido, pero entendía el disgusto de Tander a pesar de todo. Alguien como él era dueño de su vida y podía decidir libremente lo que hacía con ella y por quién la ponía en juego, pero eso no servía para Arturo. Con la corona había asumido también la responsabilidad sobre aquellas tierras y la vida de cada uno de sus moradores.

Wander regresó. Entre sus manos balanceaba una palangana de agua, un pequeño recipiente de barro y una toalla no demasiado limpia; lo puso todo sobre la mesa. Esperó pacientemente a que Dulac apurara la sopa, luego le ayudó a quitarse la camisa y, con movimientos diestros, le limpió la herida y se la vendó convenientemente. Le dolía bastante, pero Dulac lo sobrellevó con los dientes apretados. Estaba contento de que alguien se ocupara de él, y también muy sorprendido de que fuera Wander precisamente. El hijo de Tander y él eran todo lo contrario a buenos amigos.

– ¿Qué tratos tienes tú con el rey? -preguntó Tander un rato después.

– ¿Cómo? -Dulac no comprendió a qué venía la pregunta del posadero. No tenía ningún sentido.

– Después de que te fueras ayer -le explicó Tander-, Arturo estuvo aquí, junto con todos sus caballeros. Preguntó por ti -Tander resopló-. Estaba muy excitado. ¿No nos estarás metiendo en un lío, chico?

– ¡Claro que no! -aseguró Dulac con firmeza-. ¿Dices que estaba excitado? ¿Por qué? ¿Qué dijo?

– Quería saber dónde estabas y adonde habías ido -respondió Tander encogiéndose de hombros.

– ¿Y se lo contasteis? -su voz disimuló mal el temor que sentía.

– Claro que se lo conté -contestó Tander-. ¿Qué te crees? ¿Que le voy a mentir al rey por tu causa?

– ¿Todo? -se cercioró Dulac-. Quiero decir: también… lo de Malagon y…

– ¿Acaso hablaste de algo más? -le interrumpió Tander con sorna. El posadero iba a seguir, pero Dulac se dio cuenta de que una mala mirada de su hijo le hizo morderse la lengua y cambiar de tema-: Dijo que fueras al castillo, en cuanto llegaras. Si es que puedes, se entiende. El hombro no tiene buen aspecto. Qué suerte has tenido. No vas a poder trabajar en una semana por lo menos. ¡Y precisamente ahora que cualquier mano es bienvenida!

Por un instante a Dulac no le apeteció nada más que tirarle en la cara la sopa que quedaba sobre la mesa. Pero se contuvo y dijo en tono sereno:

– Ya te resarciré, no te preocupes.

Tander dibujó una mueca, pero sus ojos tenían una expresión astuta.

– Sé cómo podrías -dijo.

– Ah, ¿sí? -preguntó Dulac.

– Mataron a Dagda, ¿verdad? -inquirió Tander-. ¿El cocinero de Arturo?

– Es cierto -respondió Dulac con tristeza. Por un momento se le apareció ante sus ojos la cara del viejo bondadoso y tuvo que contenerse para no mostrar las lágrimas.

– Sus almas arderán en el infierno -dijo Tander con rabia-. Pero no podemos cerrar los ojos a la realidad. Ahora no hay nadie que se cuide del bienestar del rey y de sus caballeros. Tú solo no puedes hacerlo, y menos con tu hombro herido.

– ¿Adonde quieres ir a parar? -preguntó Dulac, aunque ya creía tener la respuesta a aquella pregunta. Sólo que se resistía a pensarlo: cómo podía Tander en un momento como aquel… Pero podía.

– Arturo necesitará otro cocinero -contestó Tander-. El trabajo es demasiado para ti, herido o no. Tú podrías interceder para que nos tenga en cuenta en su elección. Nos beneficiaría. Los tiempos son malos. Nadie va a una posada cuando se le acaba de quemar el techo de su casa. Y, por supuesto, seguirás manteniendo tu puesto en la corte, aunque yo dirija la cocina -se dio prisa en añadir.

Dulac estaba indignado. ¡Así que ésa era la única causa de la inusual generosidad del posadero! Camelot estaba en ruinas. Habían muerto muchas personas. Arturo y sus caballeros andaban desaparecidos y Tander no sabía si iban a regresar vivos, y de lo único que se preocupaba era de ¡su negocio!

– Le preguntaré -respondió Dulac.

– Pero no esta noche -dijo Tander. Necesitas descansar. Por esta noche puedes dormir en mi cama. Mañana ya veremos.

La nueva generosidad del posadero llegó a su punto álgido a la mañana siguiente, cuando Dulac amaneció. Le despertaron los martillazos y el ruido de una sierra, que provenían del desván. Y no, como de costumbre, las manos de Tander, que solían vapulearle cuando el sol ni siquiera había salido, para que le diera tiempo de hacer alguna tarea antes de marchar hacia el castillo.

Era tarde. Los rayos del sol, que caían oblicuos sobre la habitación, le confirmaron que ya había transcurrido buena parte de la mañana. Tander le había dejado dormir por primera vez desde que el chico fuera acogido por la familia del posadero, y durante unos segundos gozó de la sensación de estar allí tumbado y espabilarse poco a poco, sin que nadie le obligara a comenzar el día con una salva de insultos e improperios sin fin.

Un rato después, se incorporó e hizo una mueca de dolor cuando también su herida se despertó y empezó a aguijonearle el hombro. Con los dientes apretados, se inclinó a recoger su ropa y se vistió con una sola mano. Su camisa manchada de sangre había desaparecido. En su lugar encontró sobre el escabel, al lado de la cama, un jubón blanco, perfectamente doblado, que pertenecía a Wander. Y no sólo eso: es que era su mejor prenda y la más nueva, pues la había comprado el otoño anterior. Dulac recordaba que Tander había estado más de una semana lamentándose del precio, de tal manera que dio la impresión, como ocurría siempre, de que aquel gasto exagerado iba a ser la causa de su ruina. Estaba claro que el posadero tenía mucho interés en que su aspecto fuera inmejorable cuando se presentara ante Arturo.

El enojo del joven con respecto a la codicia del posadero se había ido atenuando. De algún modo podía entender sus exigencias. En los últimos tiempos los negocios no iban bien. Tander tenía razón: la gente no gastaba el dinero para comer en una taberna si se le había quemado el tejado y amenazaba con estallar una guerra. A Dulac la visión de Tander en la cocina de Camelot se le asemejaba a una pesadilla, pero había cosas mucho peores. Esa era la verdad.

Acabó de vestirse, bajó y salió de la casa antes de que apareciera Tander proponiéndole que, como había trabajo de sobra, podría hacer algo aunque fuera con una sola mano. Llevaba el brazo en cabestrillo y si no lo movía demasiado, podía soportar el dolor de su hombro sin problemas. Sin embargo, Tander había tenido razón al vaticinarle que tardaría semanas antes de que pudiera mover el brazo con toda normalidad.

Dulac emprendió rumbo hacia el castillo. Se tomó su tiempo, porque, por un lado, si se movía con más rapidez aumentaba el dolor y, por otro, tenía miedo del momento en que vería de nuevo a Arturo, y ¡sobre todo, a Ginebra!

Camelot ofrecía una visión desoladora. Por el contrario que la última vez que había paseado por sus calles, sus habitantes no eran presa del pánico y tampoco se oían llantos ni aullidos de dolor. Ahora, de vez en vez, una risa se abría paso a través de una puerta o una ventana abiertas y la gente trabajaba con empeño. Tenían prisa por reconstruir lo que habían perdido, y si podían hacerlo más bonito y de mayor tamaño, mejor que mejor. Sin embargo, algo parecido a una atmósfera de miedo sobrevolaba la ciudad, un temor silencioso, que se había apoderado del corazón de las personas e, incluso, más allá de la risa, se hacía palpable en sus ojos. En un primer momento, no lo comprendió, pero poco a poco fue haciéndosele más evidente lo que había sucedido. Desde que él residía en Camelot; no, había que remontarse más atrás: desde el día en que Arturo empezó a reinar en Camelot, aquella ciudad había vivido en paz. Arturo y sus caballeros salían a menudo para la guerra, pero las batallas en las que tomaban parte, en nombre de la justicia y del honor, tenían lugar muy lejos de allí, más allá de las fronteras del país o, por lo menos, a tanta distancia de la ciudad que, para la mayoría de los habitantes, el verdadero significado de la palabra «guerra» hacía años que se había perdido.

Ahora la verdad había salido a la luz. El cobarde ataque de Mordred había traído la guerra de nuevo a Camelot. Y aquello era lo que había sacudido tan profundamente a las personas y, en última instancia, causado también la cólera de Tander. No había sido la espada de Arturo, sino su sola presencia la que había mantenido a la ciudad protegida de los asaltos por tanto espacio de tiempo. En aquel periodo nadie se había atrevido a levantar la mano sobre Camelot. Ahora Mordred había transgredido esa ley no escrita, pero los ciudadanos no le echaban la culpa a él, sino a Arturo, por el que se sentían traicionados.

Dulac rememoró las palabras de Ginebra sobre Arturo y sus habilidades como político, y las entendió algo mejor. Era complicado, pero tenía su razón de ser. Fuera como fuera, en aquel momento no sentía ningún deseo de intercambiarse con él.

Un rato después, alcanzó el castillo. Arturo y sus compañeros debían de haber llegado por la noche, porque el estandarte del rey pendía sobre la puerta, sin una sola brizna de viento que le hiciera ondear, y en el patio resonaban las voces y los martilleos de los artesanos, que con todas sus tuerzas trataban de mitigar los destrozos causados por la visita de Mordred. Pero en algo se diferenciaba el castillo de las calles de la ciudad: aquí no reinaba el miedo, sino un aspecto casi alegre. Los cadáveres habían desaparecido, las huellas de la batalla se habían borrado, y cuando Dulac, tras penetrar por la puerta, divisó tal número de artesanos y aprendices que recordaba el aspecto de un hormiguero en acción, tuvo claro que en pocos días el castillo luciría tan vistoso y radiante como antes. A la vista de los daños que había sufrido la ciudad, aquello le pareció absurdo, porque, desde su punto de vista, era mucho más importante que funcionara una fuente que perder el tiempo puliendo la cúpula de cobre de una atalaya. Pero luego se dijo que aquellas tareas también debían formar parte, sin duda, de los fines políticos de Arturo. Era importante que Camelot luciera en todo su esplendor. Si las personas tenían que creer de nuevo en la protección y la imbatibilidad del rey, necesitaban una joya que admirar.

Tal vez fuera aquella mañana la única persona de todo el castillo que no se dejara llevar por la alegría y las ganas de salir adelante. La vaga aflicción que pesaba sobre él todo el tiempo se transformó en profundo dolor cuando se aproximó a las escaleras del sótano. Le costó mucho esfuerzo recorrer aquel camino, pero tenía que hacerlo. La última vez que estuvo allí no pudo despedirse de Dagda adecuadamente. Ahora subsanaría esa falta. Aunque lo hiciera en un cuarto vacío, solo frente a una cama vacía.

Sin embargo, no estuvo solo y el cuarto no estaba vacío.

El rey Arturo se encontraba delante de la cama y miraba el lugar donde el día anterior había yacido el cuerpo sin vida de Dagda. Tuvo que oírle, porque el joven no había evitado hacer ruido, convencido de ser el único allí abajo. Sin embargo, no reaccionó lo más mínimo cuando Dulac entró. Sólo cuando éste carraspeó levemente para hacerse notar, levantó la cabeza y se dio la vuelta muy despacio. Su rostro era impenetrable, una máscara de contención real cómo siempre, pero sus ojos brillaban y sobre sus mejillas se divisaban dos finas líneas de humedad. El rey había… ¿llorado?

– Dulac -le saludó.

El chico bajo rápidamente la mirada y susurro:

– Mi rey.

– Deja esas tonterías -dijo Arturo-. Estamos solos. Y ahora mismo no me siento nada rey -cogió aire-. He perdido a un buen amigo. Tal vez el mejor que tenía.

– Dagda.

– Merlín -le corrigió Arturo-. Su nombre era Merlín. Lo abandonó cuando los tiempos empezaron a cambiar: la cruz se hizo cada vez más fuerte y el bastón rúnico, en cambio, fue debilitándose.

– ¿Por qué? -preguntó Dulac.

Arturo encogió los hombros.

– Probablemente no quería interponerse en mi camino -dijo-. Tienes que saber que Merlín era el último gran sacerdote de los viejos dioses. El último de la vieja magia y, con toda seguridad, el más poderoso que ha vivido nunca. No sé cómo van a continuar las cosas sin él. Al final, también él ha sucumbido al enemigo más despiadado, el tiempo.

– No -dijo Dulac. Tal vez iba a cometer un error, pero Arturo tenía el derecho a saber realmente lo que había ocurrido.

– ¿No? ¿Qué quieres decir con eso?

– Dagda, Merlín, sabía que iba a morir -contestó Dulac-. Me lo dijo. Se sentía viejo y débil. Pero no fue la vejez lo que le mató.

– ¿Tú estabas… aquí? -preguntó Arturo incrédulo.

– Murió en mis brazos, sí -afirmó Dulac.

– ¿Quién le mató? -la voz de Arturo se endureció-. ¿Los pictos?

– La magia -respondió Dulac-. Magia negra. No entiendo nada de esas cosas, pero era magia. La obra de una bruja.

La mirada de Arturo se ensombreció. No preguntó detalles.

– Morgana -murmuró-. Tenía que haberlo sabido. La bruja. Sabía que tramaba algo, pero nunca habría imaginado que se atrevería a golpear aquí, en el corazón de Camelot -escrutó a Dulac con una mirada penetrante-. Te equivocas, chico. Fue la vejez la que mató a Merlín. Si hubiera estado en posesión de una mínima parte de sus fuerzas, habría contrarrestado ese ataque cobarde con todo el ímpetu del mundo. Y es mi culpa. ¡No tenía que haberlo dejado solo! He caído como un estúpido en la más vieja de las trampas. Y a punto he estado de llevar a Ginebra a la perdición también.

– ¿Ginebra? -preguntó Dulac con un horror simulado-. ¿Qué ha…?

– Está ilesa -le interrumpió Arturo-. Pero no gracias a mí. El rey Uther ha muerto y si no hubiera aparecido ese misterioso Caballero de Plata, Ginebra tampoco habría regresado.

– El mismo caballero que…

– El mismo, sí -le cortó la palabra Arturo. Luego preguntó-: ¿Qué te ha pasado en el brazo?

– Una torpeza por mi parte -respondió Dulac, evitando dar más detalles-. No es grave -para corroborar su afirmación, sacó inmediatamente el brazo del cabestrillo. El movimiento casi le hizo saltar las lágrimas a los ojos, pero logró sobreponerse mostrando tan solo un ligero encogimiento de sus labios.

– Me alegro de que no estés severamente herido -dijo Arturo. Para alivio de Dulac no preguntó ni cómo ni dónde se había hecho aquel rasguño-. Correrá más sangre. Me temo que esto sólo ha sido el principio. Mordred no va a claudicar. Quiere Camelot y le da lo mismo que para alcanzarlo tenga que cruzar un mar de sangre.

El joven estaba desconcertado. Le sorprendía que Arturo tuviera tanta confianza en él, pero entonces se dio cuenta de que esa impresión no era exacta. No es que le tuviera confianza, es que necesitaba alguien con quien hablar y Dulac había sido el primero con el que se había encontrado.

Arturo aspiró tan fuerte que sonó como si emitiera un pequeño grito. Cuando siguió hablando, se había rehecho por completo.

– La vida sigue, Dulac -dijo-, por muy cruel que suene. Quiero que vayas a ver a tu padrastro y le pidas que venga a ocuparse de esto. Alguien tiene que cocinar. Y en lo que se refiere a ti… -dudó un momento-. Hace tiempo que le prometí a Merlín que me ocuparía de ti si le sucedía algo a él, y voy a cumplir mi palabra. Pero quiere pedirte que me des un poco de tiempo. Ahora mismo son demasiadas cosas las que penden de un hilo.

– Por supuesto -respondió Dulac inmediatamente. ¿El rey le pedía a él comprensión? No podía creerlo, aunque lo hubiera escuchado con sus propios oídos.

– Vete a casa -dijo Arturo-. Allí te aguarda bastante trabajo, seguro. Mañana, a la salida del sol, enterraremos a nuestros hermanos caídos. Te espero delante de la iglesia.

Dulac nunca había puesto un pie en una iglesia en toda su vida, pero no dijo nada. Arturo esperaba algo de él. Todavía no sabía qué, pero sentía que el rey no hablaba con él sólo por pura amistad. Había algo más. Y lo que sí percibía con toda claridad era que, fuera lo que fuera, no le iba a gustar.

El entierro se celebró a la mañana siguiente, media hora después de la salida del sol. El cementerio de Camelot estaba extra muros y, a su manera, reflejaba el mismo espíritu que imperaba en el castillo y en la Tabla Redonda de Arturo. Todas las cruces del camposanto eran iguales. No había ninguna diferencia en si era una humilde criada o un caballero de noble estirpe el que estaba allí sepultado. La mayor parre de las cruces ni siquiera tenían inscripción.

Caldridge y los otros cuatro caballeros no eran los únicos que iban a ser enterrados aquella mañana. Junto a la pequeña capilla había alineadas unas dos docenas de cuerpos envueltos en sudarios blancos: los caballeros de la Tabla Redonda, hombres y mujeres de Camelot que habían caído en el ataque de los pictos, y también los propios pictos que habían pagado el asalto con su vida. La muerte hacía a todos iguales.

La comitiva fúnebre, que cruzó la puerta de la ciudad con las primeras luces del amanecer, era sorprendentemente larga. No la integraban sólo Arturo y todos sus caballeros, sino también decenas de hombres y mujeres de Camelot que se habían acercado para despedirse de los suyos. A cada momento, Dulac se iba encontrando peor. Un entierro no era un rito agradable y no era el primero al que tenía que asistir, pero nunca antes había sentido un dolor tan agudo ni había visto una rabia tan falta de amparo reflejada en los ojos de las personas. Aquella mañana todavía se acrecentaba más en él la sensación que había tenido el día anterior al cruzar las calles de Camelot. Si Arturo no le hubiera ordenado ir hasta allí, habría acabado alejándose del cementerio y escondiéndose en cualquier sitio hasta que pasara la ceremonia.

Y no habría visto a Ginebra.

Totalmente vestida de blanco, el color del luto para los reyes, iba a la cabeza de la comitiva. Llevaba el rostro cubierto y parecía que las fuerzas la habían abandonado, pues apenas podía moverse y sus hombros se agitaban ininterrumpidamente. Lloraba por debajo del velo.

Dulac habría dado cualquier cosa por poder llorar también. Todavía no se había sobrepuesto a la muerte de Dagda y dentro de él había un dolor profundo, cruel, que no cesaba, sino que, por el contrario, se acrecentaba más y más.

Y no podía olvidar a los hombres que había matado. Había desechado aquella maldita armadura de plata, pero no podía quitarse de encima el recuerdo del horrible suceso. Cuando cerraba los ojos, veía la cara del picto que el unicornio había ensartado con su cuerno, el espanto ahogado en sus ojos y, por encima de todo, su desesperación. El destino de aquel hombre era lo que más le había impresionado. El guerrero sabía que no tenía ninguna posibilidad, que cabalgaba a una muerte segura. No había sido una batalla de igual a igual. De la misma manera habría podido cortarle el cuello a un maniatado. Había creído que la armadura le transformaría en un caballero, pero si quería ser sincero, lo que había hecho de él era un asesino. Nunca, nunca más volvería a ponérsela, ocurriera lo que ocurriera.

Entraron en la capilla. Sir Lioness pronunció una sencilla oración, sorprendentemente corta. Después, salieron para unirse a los porteadores que llevaban los cuerpos a las tumbas abiertas. Dulac se quedó rezagado. Había sido el último en entrar en la capilla, de tal forma que los demás integrantes de la comitiva pasaron por su lado al salir, también Ginebra. Se contentaba con robarle una mirada.

Pero consiguió mucho más. Cuando Arturo y ella pasaron junto a él, el rey lo saludó con un gesto mientras Ginebra se paraba y empleaba un segundo en mirar su rostro a través del velo. Luego ladeó la cabeza, fijó la vista en Arturo, y sólo cuando éste asintió otra vez, Ginebra posó sus ojos de nuevo en Dulac y comenzó a descubrirse. Estaba pálida y sus ojos tenían el aspecto de haber llorado toda la noche. Pese a todo, en su semblante brotó una sonrisa débil, pero muy cálida, cuando lo miró.

– Dulac. Estoy contenta de verte.

– Mylady -el corazón de Dulac empezó a latir con fuerza. Las cosas tenían que resolverse en ese mismo instante. Dos días atrás, Ginebra podía pensar en divertirse haciendo ver que no lo conocía, pero ahora no podía ser tan cruel como para seguir con aquel juego.

Sin embargo, todo lo que leyó en sus ojos fue alivio y alegría de verle. Sólo eso: no le había reconocido. La armadura mágica no sólo le infundía fuerzas cuando la portaba, sino que también le convertía en otra persona completamente diferente.

– Quédate un rato conmigo, Dulac -pidió Ginebra-. Ahora… necesito un amigo.

Dulac miró a Arturo, sorprendido, pero el rey reaccionó de una forma muy distinta a como él esperaba: simplemente hizo una señal de asentimiento. El joven, todavía algo desconcertado, salió detrás de Ginebra y Arturo, y los siguió.

El resto de la ceremonia duró aproximadamente media hora más, pero a Dulac se le hizo interminable. Sir Lioness pronunció una breve oración ante cada una de las tumbas abiertas, pero al ser tantas el entierro parecía no tener fin. Finalmente, acabó y bendijo a los presentes, que enseguida comenzaron a dispersarse. No hubo conversaciones, ni rezagados que se quedaran un rato más orando ante las tumbas. Las personas huyeron literalmente del pequeño cementerio. Tal vez esperaban encontrar consuelo entre las cuatro paredes de sus casas.

También la mayoría de los caballeros se marcharon pronto y, al final, salvo Arturo y Sir Lioness, no quedaron más que unos cuantos caballeros ante las tumbas. También Dulac deseaba marcharse. Estar junto a Ginebra no le proporcionaba ninguna paz y Arturo lo miraba de una manera que le erizaba el vello de la piel.

Ginebra comenzó a sollozar de nuevo. Dulac habría dado cualquier cosa por calmar su dolor o, por lo menos, compartirlo, pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro. Catando finalmente consiguió parar de llorar, Dulac descubrió que no conocía el verdadero motivo de su sufrimiento.

– Era un hombre tan bueno -murmuró Ginebra-. No es justo que haya muerto así.

– ¿Uther? -supuso Dulac.

– El último de su estirpe -añadió Ginebra, sin responder a su pregunta-. Ahora ya sólo queda…

No siguió hablando, pero Dulac no pudo dejar de imaginar a qué podía referirse con aquellas palabras. Miró a Arturo casi en busca de ayuda, pero también el rey reaccionó de forma muy distinta a como él esperaba. En lugar de decir algo, sonrió hacia Dulac con una mirada triste y se volvió para marcharse con pasos apresurados. Dulac lo miró desconcertado. Tendría que estar alegre de poner compartir unos momentos a solas con Ginebra, pero sintió justamente lo contrario. Estaba intranquilo.

– ¿Mylady? -murmuró inseguro.

– Ginebra -le corrigió ella-. Somos amigos… o lo éramos, por lo menos. Eso es lo que creía.

– Claro… que sí -aseguró Dulac con presteza. Sus pensamientos estaban abocados a una danza salvaje. ¿Adonde quería ir a parar? ¿Le había reconocido después de todo y esperaba una oportunidad para hablar con él en privado? Pero aquella idea le resultaba poco probable. Arturo no la había dejado a solas por casualidad.

– ¿Ves? Ese es justo nuestro problema -dijo Ginebra con tristeza.

– ¿Problema? -repitió Dulac son comprender. ¿Cómo iba a ser un problema ser leal a la amistad de otro?-. ¿Qué pretendéis, Mylady? -preguntó sin disimulos. Aquella vez utilizó el tratamiento de cortesía a conciencia, y leyó en los ojos de Ginebra que se había dado cuenta y que comprendía la causa por la que lo hacía.

Cuando ella continuó hablando, su sonrisa había adoptado un rictus de tristeza.

– Caminemos unos pasos, Dulac -propuso.

Dulac se alegró de perder de vista las tumbas. Aquellos hombres llevaban ya tres días muertos y, aunque los habían lavado y embalsamado, un ligero olor de putrefacción se estaba adueñando del cementerio. Con un asentimiento de cabeza, se cogió del brazo de Ginebra; aunque, unos pocos pasos después, dio la vuelta a la cabeza para observar a Arturo. El rey miraba directamente hacia ellos, pero no hizo intención de seguirlos.

– No te preocupes -dijo Ginebra al percibir su mirada-. No tiene nada en contra de que hablemos. Al revés. Me ha pedido que lo haga.

– ¿Sobre qué? -preguntó Dulac incómodo.

– Sobre nosotros -dijo Ginebra-. No podemos volver a vernos, Dulac.

– ¿No volver a vernos? Pero…

Ginebra se quedó parada y le miró a los ojos. Ahora, sus lágrimas habían desaparecido, pero en su rostro había una expresión buscada, no natural, que hizo comprender al joven que no se trataba simplemente de conversar un poco; lo que quería era comunicarle algo.

– Es mi culpa, Dulac -comenzó-. No tendría que haberte dado esperanzas.

– ¿Esperanzas? Pero…

– Te las has hecho -aseguró Ginebra-. No tienes que avergonzarte por ello. Ha sido culpa mía, sólo mía. Me aburría y me encontré con un chico simpático con el que podía charlar. Para mí no era más que eso. Tendría que haber imaginado a lo que podía conducir. Lo siento.

– Ya entiendo -dijo Dulac con amargura-. ¿Cómo vamos a tratarnos? No tenemos nada que ver. Vos y yo. Una reina y un chico sencillo, que no sabe ni dónde nació ni quiénes eran sus verdaderos padres.

Ginebra se lo quedó mirando sin pronunciar una palabra, lamentando lo que él había dicho. A continuación, dijo en tono muy bajo y profundamente triste:

– Me lo he ganado.

– Disculpad, Mylady -dijo Dulac inmediatamente-. Yo… yo no quería decir eso.

– Sí, sí que querias -le rebatió Ginebra-. Y tienes razón. Por muy cruel que te parezca, Dulac, pero es la verdad. Pertenecemos a mundos distintos y siempre viviremos en mundos distintos. No tendría que haber hablado jamás contigo. No se me ocurrió pensar lo que podría provocar. Por favor, perdóname. ¿Lo harás?

– Por supuesto, Mylady -respondió él. Estaba luchando por dominarse. Su voz le sonó mucho más fría de lo que pretendía. La mirada de Ginebra se hizo aún más triste.

– No podemos volver a vernos, Dulac -repitió-. Es mejor así, también para ti, creo.

– Por supuesto, Mylady -dijo Dulac nuevamente-. Me imagino que ése es el mandato de Arturo.

– Su deseo -le corrigió Ginebra-. Sí.

Ahora entendía por qué había tenido tanta prisa Arturo en buscar un nuevo cocinero para Camelot. De repente, tuvo claro que no iba a volver a pisar el suelo del castillo; por lo menos, no mientras Ginebra fuera su invitada.

– Arturo y yo vamos a casarnos -dijo Ginebra de pronto, sin mirarle.

– Vais a… ¿qué? -se asombró Dulac. Había escuchado sus palabras, pero se negaba a comprender el significado.

– Vamos a casarnos -repitió Ginebra, todavía sin mirarle a los ojos-. Hablamos durante el camino de regreso y también ayer.

– ¿Casaros? Pero… acabáis de enterrar a vuestro marido y…

Ginebra lo cortó con un brusco movimiento de su mano.

– No ahora, después de un tiempo prudencial de duelo -dijo.

– Pero Arturo es… ¡podría ser vuestro padre! -soltó Dulac.

– Uther podría haber sido mi abuelo -dijo Ginebra con calma-. ¿No recuerdas lo que te conté sobre nosotros? Estábamos casados ante Dios y ante la ley, pero él no era realmente mi esposo. Se casó conmigo para protegerme. Arturo me ha hecho el mismo ofrecimiento y yo voy a aceptarlo. Tengo que hacerlo, Dulac. No me queda ningún sitio a donde ir. Mordred asaltaría cualquier reino en donde yo me cobijara.

Dulac permaneció callado. Los ojos le escocían y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para aguantar las lágrimas. Al contrario de lo que imaginaba Ginebra, eran lágrimas de ira y de desengaño. Ginebra no le había contado nada más que lo que le dijo al Caballero de Plata y tendría que haber pensado que, antes o después, iba a ser así.

Pero ¿sólo dos días después?

¡Arturo no había perdido el tiempo!

– ¿Entonces, no hay…? -su voz no le ayudó en el esfuerzo que estaba haciendo. Tuvo que tragar dos veces antes de poder continuar-: ¿No hay nadie a quién pertenezca vuestro corazón?

Ginebra no respondió de inmediato. Su mirada pareció ir mucho más allá de él, hacia un punto en la distancia. ¿Qué habría dicho si hubiera intuido que Dulac sabía hacia dónde se dirigía su mente?

– No -dijo finalmente, muy despacio y muy triste-. Por un momento, pensé que había alguien, pero… seguramente sólo fue un sueño.

No, no lo era, quiso gritar Dulac. No era un sueño y tampoco ha acabado. ¡Soy yo! ¡Estoy frente a vos!

Estuvo a punto de pronunciar aquellas palabras en voz alta, cogerla por los hombros y gritarle la verdad sin importarle lo que sucediera después.

Pero Ginebra se le adelantó. Sin ningún aviso previo, se aproximó a él, puso los brazos alrededor de su cuello y le estampó un beso en los labios.

Dulac estaba tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de lo que hacía. Atónito y como paralizado, se quedó mirándola de hito en hito.

– Te lo debía -dijo ella sonriendo-. Guárdalo bien, Dulac. Es la última vez que nos tocamos -y con esas palabras se dio la vuelta y se marchó, tan deprisa como pudo sin llegar a correr.

Dulac la miró con pena. Bajo su frente se desencadenó un huracán de sensaciones y no estaba en disposición de pensar con discernimiento. Durante más de un minuto permaneció con la vista fija en el mismo punto, incluso después de que ella hubiera desparecido.

Cuando por fin se volvió, Arturo estaba a su espalda. Debía de llevar ya un buen rato y puede que hubiera oído buena parte de la conversación, incluso toda; pero a Dulac le daba lo mismo. Estaba casi seguro de que Arturo podría leer sus verdaderos sentimientos escritos en su cara o, por lo menos, adivinarlos, aunque eso también le daba lo mismo.

– Lo siento -dijo el rey-. Pero es mejor así, créeme.

– Claro, señor -aseguró Dulac con amargura.

– Te dije que le había dado mi palabra a Merlín de que me ocuparía de ti -comentó Arturo- y voy a cumplirlo. Sé que ahora todavía no puedes comprenderlo, pero un día lo harás, hazme caso, y entonces me lo agradecerás.

– Y hasta ese momento tengo que abandonar Camelot -presumió Dulac.

– He pensado mucho al respecto y creo que es lo mejor -dijo Arturo-. Dentro de cuatro días habrá luna llena y entonces enterraremos a Merlín. ¿Me figuro que es tu deseo estar allí?

Dulac asintió y, tras una pausa, Arturo añadió:

– Entonces, puedes hacerlo, por supuesto. Pero, al finalizar la ceremonia, te mandaré a York. ¿Conoces a Sir Daikin? Estuvo el año pasado en Camelot.

– Lo recuerdo -dijo Dulac.

– Sir Daikin es uno de mis mejores amigos, el más leal. Se ocupará de tu educación. Te convertirás en escudero de su corte y, si te aplicas y lo deseas, tal vez nos veamos dentro de unos años, cuando ya seas caballero. Es lo que siempre has querido, ¿no?

Dulac no contestó. Miró a Arturo durante unos segundos más, y luego se giró y salió corriendo de allí.

Cien veces más enfurecido que tras su lucha contra los pictos, corrió Dulac durante todo el camino de regreso a la posada,: hasta que el agotamiento pudo con él y chocó sin fuerzas contra una pared. Sintió un dolor como nunca antes en la vida había sentido, pero también un enojo profundo, que era nuevo para él y que le asustó. Era tan… ¡Injusto!

Claro que la vida jamás era justa. La justicia sólo era para los ricos y los poderosos y, la mayor parte de las veces, sólo si la ganaban por la fuerza de la espada. Pero en lo que se refería a él, esto era más de lo que podía soportar. En pocos días lo había perdido todo: lo que tenía; más aún, lo que esperaba llegar a tener. Sus amigos, su vida, su futuro, incluso una parte de su alma, la que le había quitado aquella maldita armadura. Y Arturo le había engañado hasta en el precio por el que había intercambiado su inocencia. Habría sentido lo mismo si el rey hubiera sacado su cuchillo y le hubiera rebanado el cuello.

Sin embargo, poco a poco, Dulac fue convenciéndose de que, a pesar de todo, había tenido suerte. Arturo tenía el legítimo derecho de haberle matado. En la batalla había desertado de su lado, y había molestado a Lady Ginebra, que al fin y al cabo, era de noble cuna. Cualquiera de esos comportamientos bastaba para haberlo llevado a la horca. Pero, el rey se contentaba con alejarlo de Camelot y le ofrecía, además, una educación que días antes ni siquiera habría podido soñar.

Y él lo despreciaba por lo que había hecho. Habría preferido que el rey lo matara.

Transcurrió bastante tiempo antes de que recobrara la respiración y pudiera continuar la marcha. La posada estaba vacía. Tander y sus hijos estarían ya en Camelot, lo que implicaría que pondrían las cosas de Dagda patas arriba y arramblarían con todo lo que no permaneciera guardado bajo siete llaves. Dulac tendría que haber advertido a Arturo; conocía a Tander como para saber lo que iba a ocurrir. ¡Qué más daba! Arturo lo descubriría pronto.

Además, le estaría bien empleado.

En lugar de entrar en la casa, fue directamente al granero esperando encontrarse con Lobo, que llegaría saltando sobre él con la cola en alto mientras, ladrando, demandaría su buena ración de caricias. Pero el perro no apareció y al dolor de Dulac se sumó un nuevo dardo envenenado cuando comprendió que tal vez no volviera a ver al animalillo nunca más. ¿Qué le había hecho al destino para que le arrebatara realmente todo?

Se derrumbó sobre la paja, rezando por dormirse o caer en un estado de inconsciencia (el hombro le dolía bastante), pero no encontró sosiego. Hasta avanzada la tarde, cuando regresaron Tander y sus hijos, estuvo dando vueltas inquieto, enfadado con su destino, cayendo a veces en la desesperación más profunda, a veces en accesos de ira, que le provocaban las ansias de correr hacia el castillo y abalanzarse sobre el rey.

Por encima de todo, tomó una decisión.

Abandonaría Camelot, pero no para ir a York con el fin de educarse en las artes de la caballería. Tenía que esperar al entierro de Dagda para rendirle los últimos honores, pero luego abandonaría Camelot, Britania incluso, y no regresaría. Jamás.

Pasó los tres días siguientes en la posada, y aunque todavía se resentía del hombro, trabajó, de buen grado y sin que Tander tuviera que mandárselo, hasta casi el agotamiento. Llegó un momento en que, incluso, fue suficiente para Tander, pues el posadero dejó de marearlo con sus reproches y le pidió que bajara un poco el ritmo, supuestamente porque se preocupaba por su salud, pero en realidad porque sabía que si Dulac continuaba trabajando hasta la extenuación iba a acabar con sus fuerzas y, entonces, no le serviría de nada. Dulac no hizo caso de sus advertencias. Por medio del trabajo intentaba aturdirse para no pensar, y lo logró en buena parte. Hasta dejó de tener pesadillas, sobre todo porque por las noches estaba tan desfallecido que caía en un sueño próximo a la inconsciencia.

El amanecer del cuarto día volvió a la realidad.

Alguien lo sacudió para despertarle y, cuando abrió los ojos de mala gana, se topó con el rostro de Tander. Tenía un aspecto ridículo, pues llevaba un camisón mugriento y un gorro de dormir con una borla en la punta.

– Levántate, holgazán -gruñó-. Ha venido un emisario del castillo. Tienes que ir a ver al rey. Sin demora.

– ¿Al rey? -Dulac se incorporó de la paja y pestañeó adormilado-. ¿Por qué?

– ¿Cómo voy a saberlo? -suspiró Tander-. El caso es que debes levantarte. Ha dicho que te des prisa. Y no se te ocurra pasar todo el día remoloneando por ahí, como si no hubiera nada que hacer aquí.

Y se marchó. Dulac se quedó un rato más sentado sobre la paja, en la misma posición, esperando que se le pasara el sopor. ¿El rey le mandaba llamar?

Hacía pocos días que prácticamente le había expulsado del castillo, así que no entendía ahora que le reclamara. De pronto, se dio cuenta del día que era y un sentimiento de profunda tristeza lo invadió.

Se levantó, se vistió y abandonó el granero. El sol aún no había salido y, tras la inquietud de los primeros días, la normalidad había vuelto a Camelot. La ciudad dormía todavía y todo estaba en absoluto silencio.

Y otra cosa más estaba como siempre: cuando llevaba unos minutos andando, tres figuras le interceptaron el camino.

– ¿Qué queréis? -preguntó Dulac con sequedad-. ¡Desapareced! Hoy no tengo tiempo para vosotros.

En lugar de dejar el camino libre, Mike se abrió de piernas y puso los brazos en jarras, amenazador. Evan y Stan se colocaron a izquierda y derecha de él.

– No tan rápido -sonrió Mike con una mueca-. ¿Qué significa eso de que no tienes tiempo para nosotros? Para los buenos amigos se tiene tiempo siempre. ¿O es que tienes algo más importante que hacer? ¿Una visita al rey, quizá?

– Lo has adivinado -respondió Dulac en un tono que sonó más seguro de lo que era en realidad. Los tres tenían ganas de pelea y Dulac, con la herida del hombro, no estaba en las mejores condiciones para hacerles frente.

– Me cuesta creer que vayas a ver al rey -comentó Mike-. He oído decir que habías caído en desgracia.

Las malas noticias corrían deprisa, pensó Dulac; en ese sentido, Camelot no se diferenciaba de las otras ciudades del mundo.

– Pues has oído mal -dijo-. Dejad el camino libre… o ¿quieres que le diga a Arturo que llego tarde porque me habéis entretenido?

– Arturo, oíd, oíd -dijo Mike, demostrando estar muy al quite-. Ya llama al rey por su nombre. Me pregunto de qué pueden hablar tanto.

De pronto, Dulac comprendió por qué Mike y los otros le estaban acechando. No se trataba de tomarle un poco el pelo como otras veces o pegarle para matar el aburrimiento, como habían hecho en algunas ocasiones del pasado. Había un motivo mucho más serio.

Miró a Evan, pensativo. Le había decepcionado, creía que había conseguido romper el hielo entre ellos, pero el muchacho había adoptado una posición tan resuelta como la de los otros. Sin embargo, al cruzar la mirada con Dulac, tuvo la decencia de bajar la cabeza. Aquellos tres chicos no habían ido a su encuentro porque no sabían qué hacer con su tiempo, sino porque llevaban los últimos cinco días muertos de miedo. Y no sin razón.

– No le he dicho nada a Arturo, si es eso lo que queréis saber -dijo.

– ¿Dicho? ¿De qué?

– Sobre vuestro pequeño acuerdo con los pictos -contestó Dulac. En realidad no había pensado ni un segundo en la posibilidad de denunciar a Evan y a los otros dos. Sin duda, Arturo los habría ejecutado en el mismo momento de saberlo. Y aunque en el pasado había soñado muchas veces con darles un buen escarmiento, no quería su muerte. Estaba convencido de que los tres habían aprendido la lección-. Si hubiera dicho algo, ahora estaríais muertos -añadió.

– Eso es cierto -suspiró Mike, metiendo la mano bajo la camisa-. ¿Pero quién nos asegura que vas a seguir así?

– Yo -afirmó Dulac.

Mike sacudió la cabeza. La mano bajo la camisa agarró algo. Dulac estaba convencido de que era un cuchillo.

– Me temo que eso no me sirve -dijo el otro-. Si cambias de opinión…

Dulac comprendió. No estaba seguro de las posturas de Stan y de Evan, pero Mike había ido a buscarle con el firme propósito de matarlo.

Todo ocurrió tan rápido que a él mismo le sorprendió. Dulac se echó a un lado, su frente chocó con tanta fuerza contra la cara de Stan que pudo oír el crujido que hizo el puente de su nariz al romperse. Al mismo tiempo, le pegó un empujón a las piernas de Evan y éste cayó sin más al suelo, dándose un golpe en la nuca con el empedrado. En el acto, Dulac tensó el brazo derecho y le propinó a Mike un puñetazo en la nuez, que hizo que el chico se desplomara jadeando a punto de ahogarse. Su mano resbaló bajo la camisa y un cuchillo cayó al suelo.

Quizá era Dulac el que más sorprendido estaba de los cuatro, y seguro que el más asustado también. Todo aquel desaguisado no le había llevado más de un segundo. Y lo peor era: que tampoco había querido que ocurriera. Algo dentro de él había registrado que estaba en peligro y le había obligado a reaccionar con desgraciadas consecuencias.

Dulac se arrodilló y examinó a los tres chicos. Evan se había desmayado, pero respiraba profunda y regularmente; por su parte, Stan se presionaba con ambas manos la nariz destrozada intentando cortar la hemorragia. El que había salido peor parado había sido Mike. No dejaba de patalear, mientras movía la cabeza de derecha a izquierda haciendo verdaderos esfuerzos por tratar de respirar. Estaba sufriendo lo indecible, pero Dulac tuvo claro que sobreviviría… aunque tuviera que alimentarse las próximas dos o tres semanas exclusivamente de sopa y pan en remojo.

Por lo menos, no había matado a ninguno de los tres.

El joven se estremeció cuando se dio cuenta de que el pensamiento que acaba de tener no le había impresionado lo más mínimo. Habían amenazado con matarle. Alguien le había atacado y él se había defendido con todos los medios que tenía a su alcance, era tan sencillo como eso.

¿Qué es lo que estaba haciendo con él aquella maldita armadura?

– No tengas miedo -dijo. No sabía si Mike le estaba escuchando, pero se sintió culpable de decir aquellas palabras-. No voy a delataros. Pero en el futuro pensad antes con quién vais a véroslas.

Mike hizo un ruido espantoso con la garganta antes de lograr, por fin, recobrar el aliento y Stan se volvió gimiendo a un lado, apretó las rodillas contra el pecho y escupió sangre.

Cuando alcanzó el castillo, Camelot estaba iluminado por docenas de antorchas. En el patio se alineaban casi una quincena de caballos embridados. A su alrededor, un gran número de caballeros -entre ellos, Arturo, Galahad y Perceval-, enfundados en sus armaduras, observaban cómo sus escuderos disponían los pertrechos sobre los animales de carga, y controlaban la perfecta colocación de arreos y gualdrapas en los corceles. Un ánimo de viaje se había adueñado de todo el patio, y al mismo tiempo se palpaba gran tensión en el ambiente.

Sólo un momento después comprendió que estaba en lo cierto, pues estalló una pelea entre Arturo y Sir Lioness.

El caballero, equipado con la armadura completa y todas las armas, como la mayoría, tenía la cara congestionada de rabia.

– ¡No lo decís en serio, Arturo! -dijo atropellándose-. ¡Os pido que lo penséis de nuevo! -el tono de su voz no encajaba con la palabra «pido» y su aspecto demostraba las ganas que tenía de desenvainar el arma y acabar la discusión con otros argumentos.

Arturo permanecía sereno. Saludó a Dulac con un movimiento de cabeza y se dirigió de nuevo a Lioness.

– No hay nada que tenga que pensar -respondió-. Y tampoco hay nada que justifique vuestra excitación, Sir Lioness. Vamos a enterrar a un amigo y cumpliremos su último deseo. Todos nosotros tenemos mucho que agradecerle a Merlín. Casi todo. También vos, amigo mío.

Lioness no dio muestras de registrar el reproche que escondían las palabras de Arturo. Y antes de responder, echó un vistazo rápido y lleno de enfado hacia Dulac, casi como si le echara la culpa a él de su desacuerdo con el rey.

– Nadie niega los beneficios que Merlín aportó a Camelot -respondió-. Era un gran hombre y el amigo más leal que se puede desear. Pero vos no sois sólo un amigo y un caballero, sois también rey. Vuestros súbditos observan todo lo que hacéis.

– Por eso debo honrar a Merlín con esta última celebración -respondió el rey con tranquilidad-. ¿Qué pensarían los súbditos de un monarca que negara a su sirviente más leal su última voluntad?

– ¡Un rito pagano! -se quejó Lioness-. Es pecado, Arturo.

El rey suspiró. No parecía enfadado, sino un poco decepcionado.

– Mi decisión es firme, Sir Lioness -dijo-. Marchaos si queréis. Merlín era el último de los viejos magos y vamos a enterrarlo como él deseaba, esta noche, en el cromlech, a la luz de la luna llena. Será el último… -apretó los labios formando una sonrisa amarga- rito de esta clase. Os comprendo, Sir Lioness. También yo conozco la Biblia y sé lo que dice Nuestro Señor sobre los ídolos y las creencias paganas. Hacedlo por Merlín.

Sir Lioness permaneció en silencio. Durante un rato fijo la vista en Arturo, luego sus ojos parecieron ir más allá, hacia un punto en el vacío. Por fin, asintió y dijo:

– Os acompañaré. Y rezaré por vuestra alma, y la de todos los que os acompañen. Tal vez Dios Nuestro Señor se apiade de vosotros y perdone todos vuestros pecados.

Se dio la vuelta y se marchó mientras Arturo lo seguía con la vista, meneando la cabeza. El rey no dijo ni una palabra más, sólo observó a Dulac, dibujando una sonrisa cansada, pero muy sincera, en su cara.

– Estoy contento de que hayas venido -dijo-. No estaba seguro.

– ¿Señor?

– Querías irte -dijo Arturo-. Me odias por lo que te estoy haciendo y estos últimos días no has pensado en nada más. Lo que más te gustaría sería cortarme el cuello -rozó sonriente la zona de su cuello en donde Dulac le había herido-. Además, estás decidido a no ir a York.

– ¿Podéis… podéis leer mis pensamientos? -preguntó Dulac profundamente aturdido.

– Los llevas escritos en la frente -afirmó Arturo-. Además, yo también tuve tu edad, aunque tal vez no puedas creerlo. No hagas nada de lo que tengas que arrepentirte después, Dulac. El mundo es grande y seduce con sus aventuras. Hay dragones que matar, y también reyes, unos después de otros; y doncellas que liberar. Pero créeme: lo que te espera fuera es sufrimiento, dolor y muerte. No vas a encontrar tesoros, sino seguramente un puñal que te rebane el cuello.

Dulac estaba muy desconcertado, no tanto por lo que Arturo estaba diciendo, sino, sobre todo, porque se lo dijera a él. ¿Quién era él comparado con el rey? Arturo no tenía necesidad de justificarse o explicarle nada. ¿Por qué, de pronto, era tan importante para el monarca?

– Ha llegado el momento de partir -dijo éste-. He ordenado que te ensillaran un caballo. Creo que lo conoces -esbozó una sonrisa-. ¿Me prometes que también nos acompañarás a la vuelta?

– Sí -respondió Dulac. No le resultó fácil hacer aquella promesa, pero lo decía de verdad.

– Entonces sube a tu caballo -ordenó Arturo-, Tenemos un largo camino por delante y no mucho tiempo.

Salieron poco después. La comitiva que, al amanecer, atravesó cabalgando la Puerta Norte de la ciudad no tenía nada que envidiarle en lujo y tamaño a la que, con Dulac entre sus filas, había salido días antes. Cierto que estaba compuesta por menos caballeros, pero llevaba más impedimenta y criados, que -junto a Dulac- abandonaron la ciudad unos pasos por detrás de Arturo y los demás caballeros de la Tabla Redonda.

Además de Dulac y Sir Lioness, habían comparecido Sir Galahad, Sir Braiden, Sir Gawain y Sir Leodegranz; los demás no habían aparecido en el patio o habían encontrado pretextos más o menos creíbles para no acompañarlos. Dulac adoptó el lugar que le habían asignado al final de la columna, pero aun así podía echar de vez en cuando un vistazo al rey. A simple vista parecía tan firme y aplomado como siempre, pero Dulac lo conocía mejor que muchos de los hombres que se sentaban a su mesa, y no le pasó inadvertida la mezcla de desilusión y enojo que había en sus ojos. De más de cincuenta caballeros sólo le habían seguido cinco, y uno de ellos, Sir Lioness, no contaba, porque no había dejado ninguna duda sobre las causas de su asistencia. Arturo tenía que estar realmente muy decepcionado. Mientras formaban en el patio, Dulac había tenido la leve esperanza de que también Ginebra acompañara a Merlín a su última morada. Pero probablemente era demasiado cansado y peligroso para ella. Dulac no terminaba de comprender por qué Arturo corría el riesgo de abandonar el castillo con tan pocos guerreros armados. Al fin y al cabo, se encontraban en medio de una guerra, aunque en esos instantes parecía haberse tomado un respiro.

No se encontraron ni con pictos ni con otros enemigos y, salvo en la primera hora de viaje, no vieron ni una sola persona en todo el camino.

La comitiva de duelo se dirigió hacia el norte, casi en la misma dirección en la que había cabalgado Dulac sobre el unicornio días antes. Pero una hora después cambiaron el curso ligeramente hacia el oeste, con lo que se alejaron de la costa para internarse en el país.

Poco a poco, el paisaje fue cambiando. En un primer momento, el cambio fue tan tenue que Dulac se habría sentido incapaz de describirlo con palabras, pero lo percibía. Entraron en una zona en la que no vivían personas; y no era la presencia de personas lo que sentía, sino de algo extraño. Precisamente algo que existía allí porque no había seres humanos en las proximidades.

Dulac apartó aquellos pensamientos de su cabeza. Darle vueltas a razonamientos como ésos era estúpido, pero, además, no conducía a nada. En los alrededores dominaban los bosques y las tierras pantanosas, que iban alternándose y a veces se superponían, de tal manera que no podía determinarse dónde empezaban unos y acababan otras. Una niebla lo cubrió todo, a pesar de que no era ni la época ni la hora del día propia para ello.

De todas formas, no aminoraron la velocidad. Su meta debía de estar muy lejos, porque Arturo, que cabalgaba el primero, imprimía un ritmo ligero. La seguridad con la que guiaba a su caballo por los pantanos, torciendo en ese arbusto a la izquierda, dando un gran rodeo por aquel árbol o escogiendo los lugares donde el suelo era firme, confirmó a Dulac en la idea de que no era la primera vez que el monarca transitaba por allí.

Cabalgaron sin pausa hasta mediodía, cuando Arturo, con visible mala gana, ordenó el alto para darles un pequeño respiro. Después, continuaron al mismo ritmo durante toda la tarde. Cuando empezó a anochecer, el terreno se hizo cada vez más pedregoso y comenzó a subir en una pendiente pronunciada, que les obligaba a cabalgar más despacio. Era un paisaje de peñas redondeadas y colinas algo más altas, que rara vez llegaban a una altura de veinte metros, ni siquiera alcanzaban las medidas de las torres de Camelot, pero tan escarpadas que tenían el aspecto de montañas, y tan abruptas y extrañas que parecían de otro mundo, un mundo en el que las personas no eran bienvenidas.

Ese mundo misterioso provocó temor entre los hombres. Dulac lo leyó en los rostros de sus acompañantes y tampoco él pudo esquivar aquella sensación. Aunque los terrenos pantanosos anegados en niebla, por los que habían cabalgado buena parte del día, le habían resultado extrañamente familiares; las duras líneas, las zonas en sombras, los precipicios y hendiduras cada vez más pronunciados lo llenaban de miedo. Se alegró mucho cuando el rey, por fin, dio la señal de detenerse y Dulac, tropa y criados -no, Arturo ni los otros caballeros- ataron sus caballos. El monarca condujo su corcel hacia ellos, mientras Lioness y los otros cuatro permanecieron sin apearse de sus monturas.

– Preparadlo todo para pasar la noche aquí -ordenó Arturo-. Estaremos de vuelta en dos o tres horas como mucho. Encended un fuego y estableced turnos de vigilancia. Aquí hay animales salvajes e, imagino, que puede haber ladrones -hizo un gesto de rechazo cuando vio que Dulac iba a desmontar-. Tú, no. Necesito tu ayuda. Preparad algo de comer. Estaremos hambrientos cuando regresemos.

Dulac guió a su exhausto caballo hacia donde estaba Arturo, pero lo detuvo al ver cómo él sacudía la cabeza y, al mismo tiempo, señalaba con un gesto autoritario el caballo de carga sobre el que descansaba el sencillo saco de lino que contenía los restos de Dagda. Dulac lo entendió. Para eso lo necesitaba el rey.

Volvió atrás, agarró las riendas del animal y regresó junto a Arturo. Contaba con que el rey se reuniría con Lioness y los otros caballeros, que esperaban veinte o treinta metros más allá con signos de impaciencia. Sin embargo, Arturo lo esperó y sólo movió su caballo cuando Dulac llegó junto a él. Entonces, dijo algo muy extraño:

– Lo que veas u oigas a partir de ahora no se lo contarás a nadie.

– Por supuesto, señor -respondió Dulac-. Pero ¿por qué…?

– Es mejor así -le interrumpió Arturo-. Lo comprenderás cuando lleguemos a nuestro destino. Ya no estamos muy lejos.

Dulac tuvo que darse por satisfecho con esa contestación, aunque no le dejó muy tranquilo precisamente.

Dejando una distancia de respeto, siguió a Arturo. El rey colocó su caballo de nuevo a la cabeza del grupo, ahora compuesto sólo por siete personas. Sir Gawain saludó a Dulac con cansancio, pero los demás no dieron muestras de verlo, a excepción de Sir Lioness, que le echó un vistazo rápido, pero muy hostil, cuya causa Dulac siguió sin comprender.

Siguieron cabalgando sin tregua. Como había dicho Arturo, el camino no era muy largo, pero a Dulac se le hizo interminable. Pronto, el sendero se tornó tan estrecho, que los animales tuvieron que ir en fila y, aun así, en algunos momentos parecía que no iban a lograr pasar. Serpenteaba en múltiples vueltas y revueltas entre las rocas mientras se empinaba cada vez más. Los cantos rodados del suelo hacían resbalar a los caballos y a punto estuvieron de provocar la caída de los animales en más de una ocasión.

De repente, el paisaje cambió. Habían trepado por uno de los peñascos de mayor pendiente y Dulac esperaba toparse con una planicie pelada o con un páramo colmado de piedras, pero fue justo lo contrario: delante de ellos se extendía un espeso bosque sólo interrumpido por una pequeña senda. Arturo siguió cabalgando sin titubear, pero Dulac vio que los demás caballeros dieron un respingo y se miraron asustados.

Tal vez Dulac fue el único que permaneció inalterable ante aquel camino. Los caballeros -también el rey- escrutaban cada vez más nerviosos a izquierda y derecha, y a Dulac le costaba creer que su respiración se mantuviera reposada. El bosque por el que cabalgaban era más negro que la noche. La poca luz que lograba atravesar el techo de hojas sobre sus cabezas proyectaba una cierta claridad por delante de ellos, pero un palmo después se perdía entre los matojos sin dejar rastro, como si en ese bosque acechara algún ser que se tragara la luz. También ese pensamiento tendría que haber provocado el miedo de Dulac. Sin embargo, sucedía lo contrario. El joven se sentía… a salvo. Algún poder misterioso, lóbrego, aguardaba en ese bosque, pero cuanto más intensivamente sentía su presencia, más percibía que ese poder no iba a hacerle ningún mal.

Por fin, surgió la luz delante de ellos. Arturo cabalgó más deprisa y, unos instantes después, Dulac, el último del grupo, entró en un claro de forma ovalada. Debía de medir quinientos o seiscientos pasos en su parte más ancha, y estaba rodeado por todos lados por el mismo bosque impenetrable por el que llevaban cabalgando unos buenos diez minutos, así que era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. El joven no derrochó ni un segundo pensando en ello. Estaba demasiado ocupado en examinar el círculo de piedra que se erigía en el centro del claro.

Cada uno de los gigantescos menhires medía unos cinco metros de alto y debía de pesar docenas de toneladas. Las inmensas columnas de granito cuidadosamente cincelado formaban un círculo perfecto, en cuyo centro destacaba algo que Dulac no pudo reconocer a causa de la distancia, pero que intuyó grande, sagrado y muy poderoso.

Recordó el nombre que le había dado Arturo a aquel lugar: cromlech. Esa era la palabra que había utilizado. Cromlech…

Dulac la repitió varias veces en su cabeza y le pareció que tenía un sonido inquietante y, al mismo tiempo, familiar. Fuera lo que fuera lo que significara… estaba allí delante.

Arturo levantó la mano derecha y dio el alto. Sir Lioness tiró de las riendas de su caballo con tanta fuerza como si hubiera chocado contra una pared invisible, y permaneció quieto, mientras los demás caballeros se aproximaban a Arturo y formaban un círculo a su alrededor. Dulac tuvo la impresión de que lo hacían para protegerlo. Pero, ¿de qué?

Cuando pasó junto a Sir Lioness, miró su rostro. Las facciones del caballero de la Tabla Redonda parecían esculpidas en piedra.

– Herejía -murmuró-. Esto es herejía.

Dulac estuvo a punto de responder, pero luego comprendió que aquellas palabras no iban dirigidas a él. Lo más seguro es que Sir Lioness ni siquiera hubiera notado su presencia. Su mirada se perdía en el círculo de piedra, y lo que Dulac descubrió en ella le estremeció hasta la médula. Era temor, un temor al que tampoco pudo sustraerse Dulac, pues el círculo de piedra proyectaba algo indescriptible, oscuro y reservado. El joven bajó la mirada rápidamente y se dio prisa por llegar junto al monarca, pero la vista de Sir Lioness siguió presa de aquel lugar.

Arturo miró a un lado cuando vio acercarse a Dulac, luego hizo que sí con la cabeza y desmontó con movimientos cansados. Los otros caballeros también hicieron lo mismo. Sólo Sir Lioness siguió rígido sobre la silla.

Arturo se acercó al caballo de carga y descargó el cuerpo de Dagda de la montura. Sir Braiden quiso ayudarlo, pero el rey negó con la cabeza, malhumorado, y se dio la vuelta. Muy derecho y sin parecer notar el peso del mago muerto en sus brazos, fue hacia el círculo. Sir Braiden y los demás lo siguieron, sólo Dulac dio un paso titubeante y se paró de nuevo. Se preguntaba por qué Arturo lo había llevado con él. Sir Lioness no era el único que no pertenecía a aquel lugar.

– ¿A qué esperas? -preguntó Arturo.

– Yo… no sé, señor, si… si yo… -tartamudeó.

– ¿… tienes que estar aquí? Tal vez más que todos los demás. Fue el deseo de Merlín que tú le acompañaras en su último viaje -y se marchó sin esperar la respuesta de Dulac.

Cuanto más se acercaban al monumento, más incómodo se sentía el muchacho. No era sólo el tamaño de los pesados menhires, que formaban un círculo de más de veinte pasos de diámetro. Es que de ellos emanaba una energía poderosa, antigua. En el granito negro había grabados signos y símbolos entrelazados, que le recordaron a los que había visto en Malagon, pero mucho más artísticos. También eran copias de las runas labradas en la espada y en la armadura de plata, pero en lugar de ser rústicas imitaciones, tenían mucho parecido con las originales. Dulac se propuso preguntarle a Arturo por su significado, en cuanto hubiera acabado la ceremonia. Si alguien lo sabría, sería él.

Cuando se aproximaron, divisó también el objeto del centro. Era un bloque cuadrado, enorme, construido con el mismo material de los menhires, pero que estaba a un lado, como si fuera una especie de altar. También se encontraba cubierto de runas y símbolos misteriosos, que parecían moverse a la pálida luz de la luna. Aunque aquello era imposible.

Dulac intentó apartar de su mente aquel pensamiento absurdo, pero no pudo lograrlo plenamente. Cuanto más se acercaban al círculo de piedra, con más nitidez sentía que allí había algo. Aquel antiguo santuario se componía de algo más que piedra y signos arcanos. Era un lugar sagrado, un lugar que tenía un alma y puede que, a su modo, también una conciencia.

Arturo pasó despacio entre las magníficas columnas, se acercó al altar y depositó a Dagda en el suelo frente a él. Entonces, sacó el cuchillo y con un movimiento rápido cortó el sudario con el que estaba envuelto el cuerpo.

El corazón de Dulac dio un vuelco cuando vio a Dagda. A pesar de lo cruel que había sido su muerte, en su rostro no había signos de sufrimiento. Su aspecto era normal y en sus labios se apreciaba, incluso, el esbozo de una sonrisa. De no ser porque había muerto en sus propios brazos, no le hubiera extrañado que abriera los ojos y le mirara.

El monarca se incorporó de nuevo y colocó el cuerpo de Dagda sobre el altar. Luego, dio un paso atrás, cerró los ojos un instante y levantó la mirada al cielo.

Permaneció mucho rato así, quieto, mirando la luna, que lucía completamente redonda sobre el cromlech. Parecía aguardar algo, pero Dulac era incapaz de saber el qué. Miró furtivamente a Sir Gawain, pero el caballero se mostraba tan perplejo como él. Salvo el propio Arturo, nadie parecía saber a qué esperaba el rey.

Y ocurrió… algo.

No vio nada, no oyó nada, no sintió nada a través de ninguno de sus sentidos humanos; sin embargo, Dulac percibió una sensación. Algo en el misterioso halo que emanaba del cromlech comenzó a cambiar. De pronto, había en él una disposición… expectante.

Temblando, Dulac miró a su alrededor; pero aunque sentía aquella transformación misteriosa, sus ojos no vieron nada fuera de lo común. Los caballeros, que formaban las tres cuartas partes de un círculo, en cuyo centro se encontraban Arturo y el altar, parecían tan desprotegidos y temerosos como él. Al otro lado, estaba Sir Lioness, que por fin había desmontado y se había arrodillado junto a su caballo para rezar. El oscuro bosque semejaba un muro impenetrable. La vereda por la que habían accedido al claro había sido engullida por la noche.

De repente, Dulac vio algo.

Fue sólo un relámpago fugitivo, más breve que un pestañeo, como si un rayo metálico se hubiera roto en dos. Dulac observó con más atención y el relámpago plateado se repitió una vez más. Metal en algún lugar de la linde del bosque, allí donde no tenía por qué haber metal.

Dulac quiso dirigirse a Sir Braiden para hacerle partícipe de su descubrimiento, pero cambió de idea cuando vio la expresión de su rostro. Titubeó un instante, pero después se dio la vuelta, abandonó el círculo de piedra y se aproximó con pasos rápidos a la orilla del bosque.

Al principio no vio nada y creyó haberse confundido, pero de pronto oyó un crujido sordo, semejante al sonido que hace una rama seca al quebrarse, y cuando miró en aquella dirección, el relámpago volvió a repetirse.

Dulac fijó la vista de nuevo en el cromlech; entonces, se giró y penetró en el bosque con el corazón palpitante, decidido a no dar más de dos o tres pasos. Con lo oscuro que estaba, existía un peligro evidente de perder la orientación y extraviarse sin esperanza.

Pero, al momento, olvidó la oscuridad.

Delante de él se hallaba el unicornio. Iba cubierto por la barda y embridado, y de su cincha colgaba una lanza corta con la punta plateada. El animal lo miró con sus grandes e inteligentes ojos, a una distancia de unos cinco o seis pasos, pero se dio la vuelta y corrió algo más lejos cuando Dulac intentó aproximarse. Entonces, se quedó parado, volvió la cabeza y lo miró de nuevo, como invitándolo a acercarse. Estaba claro lo que pretendía, que Dulac lo siguiera.

El joven vaciló. Miró indeciso hacia la linde del bosque. Aunque todavía estaba muy cerca, ya no la divisaba. Dos pasos más y no tendría ninguna posibilidad de encontrar el camino de regreso.

El unicornio resopló y Dulac se decidió y lo siguió. Esperaba que el animal permaneciera parado y le diera la oportunidad de montar sobre la silla. El caballo aguardó hasta que Dulac estuvo a pocos pasos, luego volvió a alejarse, para pararse un poco más allá.

De ese modo le fue adentrando más y más en el bosque. Ya hacía tiempo que Dulac había perdido la orientación, no sólo espacial sino también temporal. No sabía cuánto había penetrado en el bosque y si había pasado un minuto o una hora entera. El caballo volvió a trotar lejos de él y Dulac confió en que se pararía nuevamente pocos pasos después para que él pudiera alcanzarlo. En lugar de eso, el animal comenzó a galopar y desapareció, y Dulac se quedó solo.

Pero no, no estaba solo. Oyó ruidos; luego, voces, e identificó sin problemas la dirección de donde venían. Sin hacer ruido y aguantando la respiración, se deslizó hacia allí y pocos pasos después encontró un claro.

Frente a él se movían varias figuras vestidas de negro. Pudo oír las voces con mayor nitidez, pero seguía sin comprender las palabras. Sin embargo, identificó la lengua en la que conversaban los hombres, pues no hacía mucho que la había escuchado. Era picto.

¿Pictos? ¿Allí?

Debían de ser una veintena, o más, y la causa de que estuvieran allí pronto la tuvo clara. Era una emboscada para Arturo y sus caballeros. De alguna manera los pictos habían averiguado que el rey iba a desplazarse hasta allí.

Tenía que advertir a Arturo. Pero, ¿cómo? Dulac no tenía ni idea de dónde estaba y en qué dirección tenía que ir para regresar al cromlech. No dudaba de que, a pesar de la superioridad de los otros, Arturo y sus cinco acompañantes podrían acabar con ellos en una pelea limpia, pero no sería así si caían en una trampa. Y no podía imaginarse ni con la mejor de las voluntades que aquellos bárbaros retaran a Arturo y a los otros a un duelo entre caballeros.

Al otro lado del claro se produjo agitación y, entre los pictos, aparecieron dos jinetes. El corazón de Dulac dio un vuelco. ¡Mordred! Dulac se agachó para ocultarse mejor tras el arbusto donde había buscado cobijo.

Mordred cabalgó hasta el centro del claro y se paró. Dulac trató de reconocer a su acompañante, pero no lo consiguió. Iba cubierto con una capa larga con capucha, bajo la que solo se veía oscuridad.

– ¿Estáis preparados? -preguntó Mordred a uno de los guerreros pictos.

Éste le respondió en un inglés dificultoso:

– Nuestros guerreros están preparados, señor. Sólo esperamos la vuelta de nuestro espía.

– ¿Espía? No es necesario. Arturo sólo lleva un puñado de hombres consigo.

– Hemos descubierto un nuevo grupo acampado al otro lado del bosque -remachó el hombre.

– Unos pobres campesinos -respondió Mordred con desprecio-. No os preocupéis. No se van ni a atrever a pisar el bosque. Son todavía más supersticiosos que vosotros.

– ¿Y Arturo? -preguntó el picto.

– ¿Qué pasa con Arturo? -replicó Mordred-. Vosotros sois más de veinte. ¿Os dan miedo cinco hombres?

– No tenemos miedo de cinco hombres -respondió el otro con serenidad-, sino de la magia de uno.

Mordred iba a contestar, pero su acompañante se le acercó mientras se quitaba la capucha. Dulac se sorprendió.

El hada Morgana llevaba la misma diadema negra con la que la había visto tras la batalla contra los puros, pero su rostro le pareció más afilado y su expresión todavía más fría. Sus penetrantes ojos brillaban despreciativos cuando se dirigió al guerrero.

– A lo que teméis es a la magia de Merlín, no a la de Arturo -dijo-. Pero Merlín está muerto y su magia se ha ido con él. La luz de la luna acompañará sus restos al otro mundo. Esperad a medianoche, entonces os enfrentaréis con un muerto cuya espada será tan poco peligrosa como la vuestra. Pero tened en cuenta que quiero a Arturo vivo. Por mí podéis matar a todos los demás, pero a él lo quiero vivo.

– En el caso de que estéis en posición de hacerlo -añadió Mordred, lo que le valió la mirada de enojo de su madre.

– Lo haremos -respondió el picto con un tono de voz cortante.

El rostro de Mordred se tornó torvo y fue a responder, exasperado, cuando Morgana se lo impidió con un gesto autoritario.

– Ya basta -dijo con sequedad-. Tenéis que partir. Aún hay tiempo, pero el camino es largo y no podéis llegar tarde bajo ningún concepto. Arturo esperará hasta la medianoche, pero en cuanto el alma de Merlín haya cruzado al otro mundo, abandonará el cromlech.

Dulac había oído suficiente, así que, ayudándose de manos y rodillas, se apartó un trecho hacia el bosque, antes de atreverse a incorporarse otra vez. Quedarse más tiempo habría sido peligroso. Ya le parecía milagroso que ni Morgana ni Mordred hubieran notado su presencia.

Sin embargo, lo que ahora importaba era avisar a Arturo. Pero, ¿cómo? ¡Ni siquiera sabía en qué dirección se hallaba el cromlech!

A su espalda oyó el sonido de unos cascos. Dulac se dio la vuelta y descubrió al unicornio, que acababa de surgir tan de repente como había desaparecido antes. Esta vez no se escapó cuando él se aproximó, de tal modo que pudo echar mano a la silla y montarse con un impulso. Fuera el que fuera el secreto que rodeaba a aquel animal, estaba claramente de su parte. Con su ayuda podría alcanzar a Arturo sin problemas y avisarle antes de que los pictos llegaran al cromlech.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el caballo enfundado en plata se giró y arrancó con tanto ímpetu que Dulac emitió un chillido y tuvo que asirse al pomo de la silla para no caer.

A pesar de la velocidad que el caballo imprimió a su carrera, a Dulac el viaje se le hizo eterno. Estaba al límite de sus fuerzas y apenas podía mantenerse sobre la silla cuando finalmente apareció un claro frente a él. Habían llegado al límite del bosque.

Pero no era el cromlech lo que surgió ante ellos. Al alivio de haber dejado tras de sí aquel misterioso bosque, se sumó la sorpresa sin igual de ver la extensa, en su mayor parte abierta, planicie que se extendía ante él. Y la ciudad que estaba detrás.

Camelot.

Era del todo imposible, pero ante él se encontraba Camelot.

¿Cómo podía ser? El unicornio había empleado un ritmo acuciante sí, pero no había tardado nada porque todavía no era medianoche. Sin embargo, aquella mañana ellos habían marchado de allí a la salida del sol y cabalgado durante todo el día sin descanso, para llegar al atardecer al cromlech. Absolutamente imposible… a no ser que fuera cosa de magia, algo que todavía se negaba a creer, a pesar de que ya lo había experimentado en más de una ocasión en su propio cuerpo. De todas formas, lo esencial ahora era saber, fuera cosa de magia o no, ¿por qué le había llevado el caballo de vuelta a Camelot en lugar de con Arturo y sus caballeros?

Por lo menos en ese punto se equivocaba, lo tuvo clarísimo cuando estuvieron a un paso de la Puerta Norte. En vez de atravesarla o quedarse quieto para que Dulac pudiera desmontar, el animal hizo de pronto un viraje hacia el norte y se dirigió al bosquecillo que se encontraba a media legua de Camelot. En unos segundos llegaron a él. El caballo penetró unos pasos en la espesura y se paró para que Dulac pudiera por fin apearse.

Un cúmulo de sentimientos inundó a Dulac mientras bajaba de la silla. Era horror, pero también rabia y algo más que le resultaba totalmente desconocido. Reconoció aquellas zarzas. Había jurado no volver a ponerse la terrible armadura nunca más, fuera lo que fuera lo que estuviera en juego. Pero presentía que no iba a cumplir ese juramento. Lo había hecho porque sentía miedo de sí mismo, pero ¿qué importancia tenía su destino si se trataba de la vida del rey y, por consiguiente, del bien de Camelot y de todos sus habitantes?

No tenía elección.

Dulac se agachó y separó las ramas. La armadura seguía intacta, allí donde la había dejado. Extendió la mano, titubeó y encogió el brazo de nuevo.

El caballo resopló e, inquieto, empezó a escarbar el suelo con una pata delantera. No tenían tiempo. Aún no había llegado la medianoche, pero cada minuto que perdía podía significar la muerte de Arturo y de sus acompañantes.

Sin embargo, si se ponía la armadura…

Dulac tenía la absoluta certidumbre de que no iba a poder enfundarse la armadura sin más y, luego, volver a quitársela como si tal cosa. El precio que la última vez ésta le había demandado fue grande, pero tenía la seguridad de que en la próxima ocasión lo sería mucho más. Más de lo que quería pagar y, tal vez, todavía más de lo que podía pagar.

Sin embargo, no tenía elección. Y nunca en toda su vida le habían regalado nada.

Dulac miró otra vez hacia Camelot, luego sacó la armadura del arbusto y se la puso.

Ya no era Dulac el que subió al caballo y tomó el camino de regreso hacia el bosque mágico, sino Lancelot.

El corcel embrujado salvó el trayecto hacia el cromlech con la misma velocidad mágica que había empleado para ir a Camelot y, a pesar de eso, llegó tarde. Lancelot oyó los tintineos de las armas, los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos ya cuando se aproximaba a la linde del bosque, y antes de que en su cabeza se formara la imagen de la batalla que se estaba librando en el claro, percibió cómo una hormigueante excitación recorría todo su cuerpo. Era un sentimiento nuevo y extraño, que no le resultaba desagradable, y lo que más le asustó fue, quizá, que comprendía plenamente su significado. Algo dentro de él… se alegraba ante la batalla.

Quería pelear, peor aún: quería matar. Sin la intervención de su conciencia, soltó la lanza de la cincha, la sujetó bajo su brazo derecho y cerró la mano en torno al asta. El unicornio ya había llegado a la orilla del bosque y se lanzó como una quimera de plata desde los arbustos.

En un primer momento, la lanza no logró ningún objetivo. La pelea se estaba llevando a efecto con la dureza inmisericorde y la ira que había esperado, pero se había circunscrito al círculo de piedra al que se habían retirado Arturo y sus hombres. Mientras Lancelot acudía al cromlech, reconoció a cuatro o cinco figuras con corazas de cuero negro, caídas en el suelo, y varios caballos sin jinete que corrían desconcertados por el claro. Para su desasosiego, vio también a una figura, vestida de azul y oro, que ya no se movía. Había llegado tarde. Su titubeo antes de decidir enfundarse la armadura le había costado la vida a uno de los hombres de Arturo, y lo más seguro es que fueran más los muertos.

Lancelot espoleó al caballo para que corriera todavía más, dobló su cuerpo sobre el cuello del animal y ensartó la espalda del guerrero picto que tenía delante. Con toda probabilidad el hombre ni siquiera notó que le habían atinado. La lanza penetró exactamente entre sus omoplatos, taladró su pecho y tuvo la fuerza suficiente para traspasar la barda del caballo. Mientras jinete y caballo morían juntos, Lancelot desenvainó la espada y embistió a otro picto con tanta fuerza que el hombre cayó en unión de su caballo. A continuación, se llevó por delante a un tercer bárbaro, antes incluso de que los restantes soldados percibieran que él estaba allí.

El estado de la batalla le confirmó que los caballeros no iban a resistir mucho más. Arturo y sus cuatro acompañantes, montados a caballo, se defendían con uñas y dientes; y como se habían refugiado en el círculo de piedra, sus atacantes no podían beneficiarse de su superioridad como habían planeado.

De todas formas, la situación de los caballeros de la Tabla Redonda era desesperada. Ninguno de los hombres, tampoco Arturo, estaba ileso. Sus armaduras se encontraban cubiertas de sangre. Sir Galahad había perdido el escudo y apretaba su mano izquierda contra un desgarrón de su coraza, del que manaba sangre abundantemente, y en el lugar donde debía estar la mano derecha de Sir Braiden podía divisarse tan sólo un muñón ensangrentado. El caballero seguía peleando con la mano izquierda, pero sus movimientos habían perdido buena parte de la elegancia y la rapidez que le caracterizaban. Bastarían unos segundos para que los enemigos le vencieran no sólo a él, sino a todos los demás.

La aparición de Lancelot cambió el rumbo de las cosas. Logró derribar a un picto más, antes de que los demás formaran una resistencia organizada, pero luego se quedó en medio de la masa de soldados que se le echaron encima. Daba la impresión de que Lancelot solo no iba a poder defender a Arturo y a sus hombres de lo peor, pues fue todo el ejército bárbaro el que cargó contra él. Pero los guerreros enemigos debieron de creer que él no luchaba solo, sino que era la avanzadilla de una tropa mayor que estaba a punto de atacar, así que muchos se dieron la vuelta en su silla y miraron horrorizados hacia la linde del bosque.

Arturo y sus hombres utilizaron aquella oportunidad para pasar brevemente al ataque. Lancelot estaba muy ocupado en repartir y devolver mandobles, como para poder observar el cariz que estaba tomando la batalla, pero de todos modos vio que Sir Braiden se desplomaba del caballo mientras Arturo y los tres restantes acosaban a los pictos en vez de limitarse a tratar de defenderse de sus ataques en mayor o menor medida.

Con un envite violento hacia la derecha y, al mismo tiempo, un golpe del escudo hacia la izquierda, Lancelot abrió una brecha y dejó que su caballo ganara unos pasos. Uno de los guerreros pictos interpretó esa maniobra como signo de miedo y fue tras él para pagar ese error con la vida. Hasta aquel momento, el ímpetu de su ataque imprevisto había procurado a Lancelot una ventaja que había anulado la superioridad numérica de los pictos, pero la sorpresa de aquellos guerreros no iba a durar siempre y el Caballero de Plata sabía a ciencia cierta que no era invulnerable ni invencible. Arturo y sus caballeros no se encontraban en posición de mantenerlos a distancia mucho tiempo más. El peso principal de la batalla caería sobre sus hombros. Él podría vencer, pero no lo haría si mantenía la misma táctica y seguía atacando a ciegas. Tarde o temprano, una espada o la punta de un venablo abriría un agujero en su armadura o uno de sus contrincantes haría blanco en él.

Dulac era capaz de meditar con un desconcertante distanciamiento. Eran los pensamientos de un guerrero, no los suyos propios, y los concebía sin otorgarles ningún sentimiento.

Incluso la posibilidad de caer herido le asustaba sólo en la medida de que la lesión pudiera influir en el desenlace de la batalla.

Lancelot obligó al unicornio a recular unos pasos, dio media vuelta y salió galopando un trecho, antes de regresar y abalanzarse sobre los pictos. Derrumbó de su silla a un hombre, que había actuado de manera más valiente que razonable, pues se había apartado de los demás para atacarle en solitario; se agazapó para amagar el envite de un segundo y lo arrancó de su caballo con un golpe del escudo cuando éste se precipitaba sobre él; luego, estampó al unicornio con la fuerza de un puño de hierro contra un grupo de cinco o seis pictos.

El ímpetu del golpe arrojó a dos de los caballos al suelo, y uno de ellos se llevó por delante a su jinete. El segundo guerrero consiguió levantarse y buscó su salvación en la huida, pero, lleno de horror, Dulac se vio a sí mismo inclinándose sobre la silla y clavando la espada entre los omoplatos del picto.

Entonces, los cuatro guerreros restantes atacaron a un tiempo por los cuatro costados. Lancelot consiguió neutralizar con su espada y su escudo a dos de ellos, pero los otros dos alcanzaron su objetivo. La armadura paró la mayor parte de los golpes, pero a pesar de ello el caballero estuvo a punto de caer de la silla. Con esfuerzo consiguió mantenerse derecho y al instante se desequilibró de nuevo hacia el cuello del caballo cuando una poderosa embestida le atinó por la espalda.

Con un agudo relincho, el unicornio se levantó sobre las patas traseras. Sus pezuñas plateadas patearon el aire como mazas mortales, golpearon la sien de uno de los guerreros y destrozaron los ollares y la quijada de un caballo, que se derrumbó con un bufido de dolor, y antes de que el unicornio volviera a su posición habitual, la espada de Lancelot hizo un viraje y mató a otro soldado.

La batalla estaba sentenciada. El último de los pictos dio media vuelta a su caballo y salió a galope rendido, y también los restantes guerreros, que venían del cromlech, cambiaron de pronto el curso de la marcha y huyeron de allí.

Lancelot salió tras ellos sin dudarlo. Alcanzó al primero a medio camino del bosque, lo empujó de la silla y, al galope, fue a la caza del siguiente.

Ninguno de los pictos consiguió escapar. Estaban muertos de pánico y eran ya incapaces de pensar en batallar, ni siquiera para defenderse. Con horror infinito, Dulac se vio a sí mismo matando y degollando -no peleando-, sin que pudiera hacer nada por impedirlo. La armadura le otorgaba una fuerza sobrehumana y, en su mano, la espada reclamaba sangre. Y cuanta más bebía, más sed sentía. Cuando todo pasó, su armadura ya no era plateada, sino que brillaba bajo el rojo húmedo de la sangre. Jadeando, se dio la vuelta en la silla. Los pictos que habían tratado de huir estaban todos muertos, pero la batalla aún no había terminado. Desde el cromlech llegaba el tintineo de los aceros que chocaban entre sí y Lancelot vio oscuras sombras que parecían bailar una loca danza de la muerte.

Más.

La mano que sujetaba su espada comenzó a temblar. La hoja olió la sangre que se estaba vertiendo allí y demandaba su parte. Sin que él interviniera, el unicornio se giró y galopó hasta el círculo de piedra.

Allí seguía la batalla con renovada crueldad. Arturo y dos de sus caballeros se defendían con desesperación de una docena de pictos, que combatían como si no sintieran aprecio por su vida… Lancelot sabía por qué.

Mordred no había dejado ninguna duda al respecto, o sus hombres volvían con Arturo prisionero o no hacía falta que lo hicieran.

La espada de Lancelot llegó cuando más se la necesitaba. Tanto los caballeros de la Tabla Redonda como sus enemigos habían saltado de sus monturas y seguían luchando a pie en medio del círculo de piedra. Lancelot fue como una aparición demoníaca para ellos. Su espada mató a la mayoría de los pictos y empujó a la huida a los pocos supervivientes que quedaban.

Al final, sólo Arturo permanecía peleando tras el altar de piedra contra un único enemigo, portador de una armadura guarnecida con pinchos metálicos y una capa negra que ondeaba al viento. Su rostro se escondía tras la visera de su yelmo, que tenía la forma de un cráneo de dragón.

A pesar de ello, Lancelot lo reconoció al instante.

Era Mordred.

El odio se apoderó de Lancelot y borró cualquier rastro de reflexión que pudiera quedar en él. Giró al unicornio y se abalanzó tan precipitadamente hacia los dos contrincantes que arrolló sin más contemplaciones a Gawain, que no se había retirado a tiempo. Estaba todavía a unos diez pasos de distancia de Arturo y Mordred y no sabía si iba a llegar a tiempo. Arturo se defendía con la fuerza de la desesperación, pero sangraba por varias heridas y no parecía poder aguantar mucho más de pie. Las embestidas de Mordred caían sobre él con violencia desmesurada. De algún modo, Arturo conseguía pararlas en el último segundo o lograba protegerse con el escudo, pero Lancelot se dio cuenta de que, con cada nuevo golpe, el rey se tambaleaba más y más. Tenía la armadura destrozada y el escudo tan abollado que prácticamente no le servía para nada. Dos o tres golpes más y no viviría para contarlo.

Lancelot rodeó el altar a galope tendido y cargó sobre los combatientes. Lo más probable es que Mordred ni siquiera se diera cuenta de su presencia. Estaba de espaldas y absolutamente concentrado sobre Arturo.

Lancelot no tenía remordimientos por haber ensartado con su lanza la espalda del picto y ahora no sentía ningún escrúpulo por hacer lo mismo con Mordred. Decidido, se inclinó sobre la silla e impulsó el arma. La espada rúnica sesgó el aire y chocó con enérgica violencia contra el espaldar del Caballero del Dragón Negro.

Y retornó.

La hoja que solía cortar el acero como un cuchillo el papel fue rechazada por el hierro negro con tanto empuje que casi se arrancó de la mano de Lancelot. El caballero estuvo a punto de perder el equilibrio; su montura se desbocó, superó a Arturo y a Mordred y, por fin, Lancelot consiguió detenerla y controlarla de nuevo.

Le dolía el brazo derecho y sentía tales pinchazos en la mano que apenas podía sujetar la espada, pues la fuerza que había empleado en golpear la espalda de Mordred había revertido en su brazo y en su hombro.

Por lo menos, el impulso sirvió para desequilibrar a Mordred y precipitarlo contra el altar. Arturo tiró al suelo su escudo inservible, agarró la espada con ambas manos y concentró todas las fuerzas que le quedaban en un solo mandoble que atinó en el costado desprotegido de Mordred.

La hoja chocó contra la armadura del caballero de la misma manera que lo había hecho la espada de Lancelot. Mordred gruñó como un perro rabioso, golpeó a Arturo en la cara con su puño de hierro y podría haber matado a su enemigo ya que éste soltó la espada y cayó de rodillas indefenso. Sin embargo, el hijo de Morgana desaprovechó la oportunidad, levantó la espada y el escudo que había dejado caer al suelo, y se volvió hacia Lancelot. Sabía perfectamente cuál de sus contrincantes suponía mayor peligro en aquellos momentos.

Lancelot no tenía intención de concederle ninguna oportunidad o de retarle a un duelo entre caballeros. El hormigueo de su mano había cesado y sentía que unas fuerzas renovadas, palpitantes, recorrían su cuerpo. Espoleó al caballo con brutalidad y galopó hacia Mordred. Esta vez estaba avisado: le asestó un mandoble largo y algo desmañado, y en el último momento corrigió la trayectoria dándole un golpe certero en el pecho. El Caballero Negro eludió el golpe, no sin ciertos esfuerzos; ejecutó un velocísimo viraje e hizo blanco en Lancelot; su armadura rechazó el golpe, pero el caballero estuvo a punto de caer de la silla. Antes incluso de que recuperara el equilibrio, Mordred cargó de nuevo sobre él con dos vertiginosos envites. También esta vez la armadura lo protegió del afilado acero, pero los golpes habían sido acometidos con tanto impulso que Lancelot se dobló de dolor. Sin embargo, sus piernas se apretaron contra los costados del caballo y consiguió mantenerse en la silla y alejar al animal unos cuantos pasos hacia un lado. Mordred le siguió, pero a Lancelot los pocos segundos que había ganado con aquella estrategia le resultaron de gran utilidad. La armadura mágica le imprimió nuevas fuerzas y, cuando su enemigo volvió a la carga, no sólo pudo parar su nuevo golpe con el escudo, sino que le asestó la espada con tanta energía que el otro se tambaleó unos pasos y cayó al suelo.

Lancelot aprovechó la pausa para guiar al unicornio en un gran arco que le permitiera coger carrerilla y atacar con fuerzas renovadas. Mordred se levantó, se tiró hacia un lado y propinó un golpe a las patas delanteras del animal. No consiguió su propósito. La espada podría haber partido en dos una de las patas, pero su punta se limitó a arañarla de arriba abajo, provocándole un corte sangrante hasta casi la rodilla. El unicornio relinchó de dolor y rabia, trastabillando, y Lancelot perdió el equilibrio y salió despedido sobre el cuello del animal. Cayó con tanto ímpetu sobre su espalda que por un momento lo vio todo negro. Si hubiera perdido la conciencia, tal vez no la habría recuperado nunca más.

Un momento después, la venda desapareció de sus ojos y logró respirar sin ahogarse. Con los dientes apretados y gimiendo de dolor, se puso en pie y miró a su alrededor.

En aquel instante, Mordred estaba levantando la espada y el escudo. Por alguna razón que Lancelot no pudo comprender, acababa de desaprovechar la oportunidad de rematar a su indefenso contrincante.

Lancelot se incorporó despacio y con movimientos sincopados, que no tenían más meta que ganar tiempo para que la armadura le proporcionara nuevas fuerzas.

Echó un vistazo a su entorno. El unicornio se había alejado un trecho y cojeaba de la pata, y Arturo seguía apoyado en el altar, totalmente extenuado. La batalla había terminado. Los pictos estaban muertos o habían huido, pero de los caballeros de la Tabla Redonda tampoco quedaba ninguno en pie. Sólo estaban Mordred y él. Mordred, sin decidirse a atacar todavía, lo observaba con detenimiento. Se había levantado la visera de su máscara de dragón. Y, de pronto dijo:

– Ya dije que volveríamos a encontrarnos, amigo mío. Pero ni yo mismo creía que sería tan pronto. ¿Qué tal va tu hombro?

Lancelot permaneció en silencio. Se aproximó a un paso de Mordred y levantó espada y escudo, un desafío que era imposible que el otro no comprendiera. De todas formas, Mordred no se movió, sólo añadió:

– Por lo que veo, has decidido de qué parte quieres estar. No es que me sorprenda. Para ser sinceros, casi deseaba que tu decisión fuera ésta.

Lancelot titubeó. No tenía miedo de él, pero sabía que era el enemigo más peligroso con el que se había enfrentado hasta entonces. Mordred era un maestro del arte de la espada.

– Todavía tienes tiempo de cambiar -continuó éste-. Camelot caerá de una manera o de otra. La pregunta es si tú quieres vivir o morir.

– Ya me he decidido -dijo Lancelot.

– Sí, eso esperaba -respondió Mordred.

Su ataque llegó tan pronto que Lancelot ni siquiera tuvo tiempo de prepararse. Fue como si Mordred se hubiera transformado en un espectro negro, que estaba tan pronto aquí como allá, y a Lancelot no le quedó otra que tambalearse bajo el nuevo golpe que cayó sobre su escudo con tanto ímpetu que a punto estuvo de romperle el brazo. A pesar de ello, lo devolvió con la misma fuerza y esa vez no hubo dudas: vio cómo el filo de la espada rúnica acertaba en el brazo de Mordred y, sin embargo, rebotaba en el hierro negro, provocándole sólo un arañazo.

¡Porque Mordred también iba enfundado en una armadura mágica!

Por un momento, aquel descubrimiento puso a Lancelot al borde del pánico. La armadura negra de Mordred era justo lo contrario que la suya, pero Lancelot supo de pronto que le confería a su dueño la misma invulnerabilidad que a él la suya y, lo más seguro, que le otorgara también la misma fuerza inagotable.

Mordred se lanzó sobre él sin piedad. Sus golpes caían sobre Lancelot cada vez más atropelladamente. El joven se defendía tan bien como podía, pero tras breves instantes comprendió que iba a perder. No estaba a la altura de Mordred. Ahora que ambos peleaban con las mismas armas, sólo contaban fuerza y experiencia, y Mordred no sólo era mucho más fuerte que él, sino que llevaba toda la vida ejercitándose en el arte de la espada. Lancelot se vio obligado a mantenerse a la defensiva y no consiguió ya atacar por su cuenta. Sus fuerzas se debilitaban. Cada envite de Mordred le restaba más energía de la que la armadura de plata le proporcionaba. Unos segundos más y la pelea terminaría. La vitalidad de Lancelot iba mermando paso a paso.

Mientras retrocedía ante Mordred, su vista se fijó en Arturo y el altar de piedra. El rey se había quitado el yelmo y seguía apoyado, agotado, en la piedra negra. Su rostro estaba cubierto de sangre y demudado por el esfuerzo, y sus ojos tenían la mirada perdida. El cuerpo de Merlín continuaba como dormido sobre el altar.

De pronto una luz extraña iluminó el área. Únicamente era un reflejo tan pálido que casi no se veía; no se trataba sólo de luz ni sólo de niebla, sino más bien de una mezcla misteriosa de las dos que, por un instante, se onduló como el vaho brumoso de la mañana… y adoptó una forma. La forma de un cáliz. Una suntuosa copa de oro…

Era el Grial.

Lancelot lo reconoció sin ningún signo de duda. Sobre el cuerpo sin vida de Merlín flotaba el Santo Grial, el mismo que adornaba también su armadura y su escudo, y del que de repente emergió un dedo fino y tembloroso, que sin hacer el más mínimo ruido, se tensó y rozó a Lancelot. Desapareció enseguida y, en el mismo momento, se evaporó también el Grial, pero Lancelot sintió que una nueva fuerza arrolladora recorría su cuerpo.

La próxima vez que Mordred embistió, ni siquiera intentó defenderse del golpe; lo recibió sin más, sin sentirlo, y golpeó a su vez.

La armadura de Mordred rechinó cuando la espada rúnica penetró en ella. Salieron chispas e, inmediatamente, un chorro de sangre se abrió camino entre el hierro negro. Mordred jadeó, trastabilló dos o tres pasos hacia atrás y miró incrédulo su brazo herido. Luego bramó de rabia, levantó la espada y se lanzó hacia Lancelot.

Este contraatacó con un único golpe, que alcanzó la espada de Mordred y la hizo añicos como si fuera de cristal. El Caballero Negro se tambaleó, observó atónito la empuñadura inservible que restaba en su mano y dio la vuelta para salir corriendo de allí.

Lancelot iba a seguirlo con pasos tambaleantes cuando sus rodillas se doblaron y sólo le dio tiempo a alargar el brazo para no caerse del todo. La fuerza que el Grial le había prestado se estaba diluyendo tan rápidamente como había llegado. De pronto, sentía cada uno de los golpes que Mordred le había infligido. El cansancio se cerraba sobre él como una ola negra y pegajosa, y tuvo que reunir toda su voluntad para no retirarse a un lado y cerrar los ojos sin más.

Cuando volvió a la realidad, Mordred se había marchado y también había desaparecido aquella extraña luz sobre el altar. Arturo temblaba apoyado en la piedra negra y parecía luchar con todas sus fuerzas para no desplomarse. En el aire quedaba el recuerdo de los quejidos y el olor dulzón de la sangre, y había algo más: aquel halo irreal, que se había extendido por todo el cromlech, todavía estaba presente pero se había transformado. Si hasta aquel momento, Lancelot había tenido la intensa sensación de que se encontraban en un lugar sagrado, ahora sentía plenamente que aquel lugar sagrado había sido profanado. Se había vertido sangre en un sitio consagrado a la paz y a las almas de otro mundo.

Levantó la cabeza con dificultad y buscó con la mirada el lugar donde se le había aparecido el Grial. El cáliz ya no estaba allí, claro. Tal vez no había estado nunca. No quería saberlo, en realidad. Había tantas preguntas y tan pocas respuestas. Quizá era bueno que no las supiera. Quizá era bueno tratar de engañarse a sí mismo pensando que no había sido nada más que un espejismo, una alucinación motivada por el agotamiento y el miedo a la muerte. Porque si aquello que había visto había ocurrido realmente, entonces significaba que…

No. Se negaba, incluso, a que aquel pensamiento llegara a su fin.

Lancelot se levantó con esfuerzo, introdujo la espada en su vaina, dejó el escudo sobre la hierba y se aproximó con pasos inseguros hacia Arturo.

El rey lo miraba con serenidad. Tenía el rostro pálido. El dolor y la extenuación habían grabado profundos surcos en él. Parecía mucho más viejo e infinitamente cansado.

– Vos tenéis que ser Lancelot -dijo. Su voz tenía tan poca fuerza como su mirada, no era más que un susurro.

– Es cierto. Y vos sois Arturo.

Lancelot inclinó la cabeza e iba a hincarse sobre una rodilla, pero Arturo se lo impidió sujetándole con un gesto rápido.

– Os lo ruego, Sir Lancelot. Soy yo el que tendría que arrodillarme ante vos, no al revés. Si no hubierais venido, ahora estaría muerto.

Lancelot no pudo contradecirle. Algo incómodo, dijo:

– Tendría que haber llegado antes, entonces quizá habría podido evitar lo peor. Tan sólo unos minutos…- Tal vez el tiempo que había dudado en volver a ponerse la armadura.

– Habéis venido, eso es lo que cuenta -dijo Arturo-. Así que estoy por segunda vez en deuda con vos. Confío en que, en esta ocasión, me dejaréis agradecéroslo de la manera adecuada y no saldréis huyendo inmediatamente.

Lancelot se sintió más incómodo todavía. Tendría que haberse ido ya. Era un error el simple hecho de hablar con Arturo. Sin responder directamente a la pregunta del rey, se giró y miró a su caballo. El animal se había retirado al borde del círculo de piedra y escarbaba el suelo con la pata herida. Sangraba abundantemente.

– Me temo que en estas circunstancias me iba a resultar difícil -dijo.

– Un animal maravilloso -comentó Arturo-. No os preocupéis. Le proporcionaremos los cuidados adecuados. ¿Y vos? ¿Estáis herido?

– Sólo en mi orgullo -respondió Lancelot sacudiendo los hombros-. Ese Caballero Negro no tendría que habérseme escapado.

Pronunció aquellas palabras con pesar para estudiar la reacción de Arturo, pero cuando la tuvo no supo muy bien a qué atenerse.

– No habéis luchado contra un hombre, sino contra la magia negra, Sir Lancelot -dijo-. Agradezco a Dios que todavía viváis.

– Vuestro Dios -replicó Lancelot con énfasis- no tiene mucho que ver con eso.

Mientras lo decía, miró a Arturo fijamente a los ojos, pero de nuevo reaccionó el rey de manera diferente a como él esperaba.

– Sea como sea -dijo-, nunca hasta ahora he visto a un hombre luchando como vos. Ginebra no exageró.

– ¿Lady Ginebra? ¿La viuda del rey Uther?

– Y mi prometida -respondió Arturo. El corazón de Lancelot se contrajo como una piedra-. Me informó de vuestra lucha contra los pictos. Y para ser sinceros: no la creí del todo. Lo que decía de vuestros actos me resultaba excesivo. Pero ahora… -sacudió la cabeza-. Estoy en deuda con vos, si alguna vez pudiera hacer algo por vuestra persona…

– Ya habéis hecho por mí más de lo que imagináis -respondió Lancelot, sintiendo inmediatamente lo que acababa de decir. Arturo frunció la frente, pero antes de que pudiera preguntar a qué venían aquellas palabras, Lancelot desvió el tema de la conversación, cambiando el tono de la voz-: Vayamos a ver a vuestros hombres, Arturo. Ya habrá tiempo de conversar.

El balance que hicieron de la batalla fue desolador.

En la hierba yacían, heridos o muertos, diecinueve pictos. Y también los caballeros de la Tabla Redonda habían tenido que pagar un espeluznante tributo de sangre. Sir Lioness estaba muerto, pues los pictos lo habían alcanzado el primero, arrollándolo a su salida del bosque, y de los demás caballeros -Arturo incluido- no había ni uno solo que se hubiera salvado de recibir alguna herida más o menos importante. El que había salido peor parado había sido Sir Braiden. Había perdido la mano derecha y, aunque Sir Galahad y Sir Gawain se ocupaban de él cuando Arturo y Lancelot llegaron, había pocas esperanzas de que pudiera superar la próxima hora. Le habían vendado el brazo, pero había perdido mucha sangre y su pulso era tan débil que apenas se sentía.

La cara del monarca se puso más tensa todavía cuando comprobó la gravedad de su estado.

– Mordred -murmuró-. Pagará por esto, lo juro. Por Braiden, por Lioness y por el daño que le ha causado a este lugar sagrado.

Lancelot lo miró interrogante. Seguía con la visera del yelmo bajada -y así continuaría-, pero Arturo pareció percibir su mirada porque le explicó:

– Este es un lugar para la paz, Lancelot. Un lugar para la oración y la reflexión. Verter sangre en un cromlech significa ofender al espíritu que vela por él. Ese sacrilegio no se quedará sin expiación.

Unos días antes Dulac se habría reído de aquellas palabras, y más aún si provenían de un hombre que llevaba años convertido oficialmente al cristianismo y que había jurado combatir las viejas creencias paganas, pero desde entonces habían ocurrido muchas cosas que le habían llevado a no saber ya a qué carta quedarse. No pudo dejar de pensar en la tenue luz y el grial que habían aparecido sobre el altar y que le habían otorgado nuevas fuerzas, y un escalofrío recorrió su espalda. Al igual que aquella energía que velaba invisible sobre el cromlech, esa luz también era un poder amigo que estaba de su parte; pero aquello no impedía que le impusiera respeto, aunque sólo fuera porque sentía que formaba parte de otro mundo totalmente distinto, que estaba más allá de su comprensión.

Arturo tomó su silencio como un asentimiento y no incidió más en el tema. Él y los otros tres pasaron la siguiente media hora despojándose de las armaduras y curándose las heridas mutuamente. Lancelot no participó en esas tareas -tampoco parecían esperarlo los demás-, sino que permaneció callado intentando alejar sus temores cuando vio la gravedad de las heridas de Arturo y los otros. Pasarían semanas, por no decir meses, antes de que los caballeros de la Tabla Redonda se hubieran recobrado del todo.

También le estuvo dando vueltas a la cabeza a lo que debía hacer. Sin duda, había sido un error no montar su caballo y salir corriendo de allí al instante, pero no lo había hecho y ya no podía volver atrás. Y algo -el presentimiento de una futura desgracia todavía mayor- le impidió hacerlo entonces: no, no podía marcharse sin más.

Un rato después, se levantó y se dirigió al círculo de piedra. Había ocurrido algo singular: el recinto estaba intacto. Los cadáveres, la sangre y las armas abandonadas habían desaparecido por completo. Ni siquiera quedaban rastros de pisadas y cascos.

Merlín seguía sobre el altar, con una expresión tan serena que parecía dormir. Por su aspecto se veía que tenía muchos años, pero no se trataba de una persona achacosa; era un anciano, pero no un vejestorio. Dulac habría dado cualquier cosa por que hubiera abiertos los ojos y le hubiera regalado una de sus cariñosas y expresivas sonrisas.

No volvería a hacerlo. Un nudo amargo se instaló en su garganta y, de pronto, dos lágrimas recorrieron su rostro por debajo de la visera. Era como si en aquel momento hubiera asumido que Dagda estaba realmente muerto. Tal vez tenía trescientos años, como había afirmado bromeando en una ocasión, pero al final había tenido que capitular ante una enemiga, contra la que ni la magia más poderosa podía competir: la muerte.

Unos pasos a su espalda le sacaron de sus pensamientos, pero no se volvió. De todas formas, comprendió que se trataba de Arturo aun antes de oír su voz.

– Era un buen amigo -dijo Arturo-. El mejor que un hombre puede desear.

– ¿Cómo murió? -preguntó Lancelot.

– Fue víctima de la misma magia negra responsable de este sacrilegio -dijo Arturo con amargura-. Y Mordred también pagará por eso.

Lancelot se dio la vuelta hacia Arturo. La mirada del rey estaba fija en el altar y la expresión de su rostro indicaba el odio que sentía.

– Mordred -repitió Lancelot en voz baja-. Odiáis mucho a ese hombre.

– Sí -respondió Arturo sencillamente. Y esa única palabra dijo más que cualquier costosa explicación.

¿Aunque sea vuestro hijo?

Lancelot no pronunció la pregunta en voz alta, pero la tenía tan en la punta de la lengua que por un momento creyó haberlo hecho. En todo caso, Arturo no demostró ninguna reacción, lo que llevó a Lancelot a respirar tranquilo.

Unos minutos después, Arturo carraspeó con desazón.

– Es tarde -dijo-. Tenemos que marcharnos. Queda un largo camino por delante. Podéis montar el caballo de Sir Lioness. Está ileso y estoy seguro de que él no tendría nada en contra de que lo montarías.

Lancelot asintió. Estaba convencido de que el unicornio podría llevarlo a pesar de su herida, pero le daba reparo volver a montar sobre él. El corcel con su barda de plata le resultaba mucho más inquietante que la misma armadura.

Volvieron a donde estaban los otros. Galahad y Gawain acababan de atar a Lioness al lomo de uno de los caballos sin amo, de los que había casi dos docenas corriendo por el claro, y estaban haciendo lo mismo con Braiden, aunque con mucho más cuidado. Arturo lo acompañó junto al caballo del caballero muerto, pero cuando iba a montarse, oyeron el sonido de unos cascos y el unicornio apareció tras ellos.

Tenía la pata intacta. La herida había desaparecido y su armadura brillaba bajo la luz de la luna, como si estuviera recién pulida.

Lancelot lo miró e imaginó que lo mismo había sucedido con él. Antes, mientras luchaba contra los pictos, su armadura estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza. Ahora, sin embargo, lucía impoluta. No tuvo que desenvainar la espada para saber que su hoja se encontraba tan limpia como el día en que había sido forjada.

Se dio la vuelta y se encontró con la mirada de Arturo. Al rey no pudo pasarle inadvertido el misterioso cambio, pero no dijo nada. Se giró, dio unos pasos y se agachó para dar la vuelta a un muerto. Cuando se enderezó de nuevo, parecía aliviado.

– ¿Esperabais encontraros con alguien determinado? -preguntó Lancelot.

Arturo hizo un gesto de asentimiento.

– Lo temía -le corrigió y, sin permitir que Lancelot añadiera más preguntas, continuó-: Un chico.

– ¿Un chico? -el corazón de Dulac latió un poco más deprisa.

– Mi mozo de cocina, para ser exactos -respondió el rey-. Y al mismo tiempo, un buen amigo de Merlín. Lo traje para que pudiera despedirse de él, pero ha desaparecido.

– Tal vez haya muerto -respondió Dulac.

– No está entre los muertos -replicó Arturo negando con la cabeza-. Me siento contento de que sea así. Habrá salido corriendo.

En vez de responder, Lancelot levantó ambas manos y abrió la visera. Le daba lo mismo si revelaba su secreto o no. A pesar de todos los quebraderos de cabeza que había supuesto para el rey, no quería que él lo recordara como a un cobarde.

Arturo se demostró sorprendido cuando vio su cara. Sus ojos se abrieron incrédulos.

– Arturo, tendría que…

– Disculpad -le interrumpió el rey-. Mi reacción ha sido muy impertinente. Tengo que pediros perdón. Es que me he sorprendido, porque… sois todavía tan joven.

«Ocurre lo mismo que con Ginebra», pensó Dulac. Arturo no lo había reconocido. Llevaban diez años viéndose todos los días, el monarca le miraba a la cara desde menos de un paso de distancia y no se daba cuenta de a quién tenía enfrente.

– A veces el aspecto exterior nos confunde -dijo-. Marchémonos. Tenéis razón. Es tarde.

El regreso por aquel bosque detestable fue tan inquietante como el viaje de ida. Al contrario que la tarde anterior, Lancelot cabalgaba ahora en el mismo grupo, justo detrás de Arturo. A pesar de la misteriosa curación, Lancelot no se había subido al unicornio, sino que montaba el caballo del caballero muerto, como le propuso el rey. El unicornio trotaba tras él y, aunque el raciocinio del joven le indicaba que sus pensamientos eran totalmente descabellados, tenía la sensación de sentir la mirada desaprobatoria del unicornio clavada entre sus hombros.

Como la otra vez, mientras cabalgaban a través de aquel túnel de oscuridad que cruzaba el bosque, le abandonó el sentido del tiempo. Seguramente no habían transcurrido más que unos minutos, pero a él -y como iba a descubrir más tarde, también a los demás- le parecieron horas. Lancelot respiró contento cuando salieron por fin del bosque y apareció ante ellos el desfiladero sembrado de cantos rodados.

Los caballos todavía tenían que andarse con más ojo que a la ida, pues se escurrían a causa de la considerable bajada. Bajo los cascos de sus pezuñas saltaban las piedras que, rodando, formaban pequeños aludes que se deslizaban hacia el valle. Pero finalmente lograron alcanzar el pie de la colina sin que ocurriera ninguna desgracia. Sin embargo, Arturo frenó la marcha de golpe y levantó alarmado la cabeza.

– ¿Qué os sucede? -preguntó Lancelot.

– Hay algo que no va bien -respondió Arturo a media voz-. Aquí tendrían que estar nuestros hombres, pero no hay nadie.

El campamento se encontraba en el siguiente recodo del camino como sabía Lancelot perfectamente, aunque no podía decirlo. En lugar de eso, chascó los dedos y el unicornio se acercó obediente. Lancelot se cambió a la silla del corcel con la barda de plata, sujetó el escudo a su brazo izquierdo y desenvainó la espada. Luego, adelantó a Arturo sin decir nada y se puso a la cabeza del pequeño grupo.

No se sorprendió cuando dio la vuelta al sendero y se encontró ante el campamento. Fue como si lo hubiera sabido, y no sólo intuido. El campamento estaba devastado. Los criados y escuderos que habían acompañado a Arturo y a sus caballeros yacían muertos en el suelo. La saña de los atacantes había sido tan grande que no habían respetado ni a los caballos: más de diez cadáveres de animales estaban diseminados entre los hombres. La hoguera daba muestras de haber sido pisoteada y las dos tiendas que los hombres habían instalado, destrozadas.

– Mordred -dijo Arturo. Su voz sonó vacía. Como si el horror que le producía aquella visión hiera tan grande que, incluso, hubiera matado su odio por Mordred.

Lancelot, por su parte, sólo pudo asentir. La inmensa cólera que sentía le impidió pronunciar una sola palabra. Sabía que Arturo tenía razón.

Aquélla era obra de Mordred. Los hombres no sólo habían sido asesinados. Todos tenían, por lo menos, una herida mortal, pero la mayoría de ellos presentaban muchas más y la expresión de horror que había quedado eternamente congelada en sus rostros dio muestras a Lancelot de que habían caído víctimas de un delirio sin sentido. Aquellos hombres no habían hecho nada a nadie. No eran guerreros, sólo mozos de los establos, criados y sencillos sirvientes, la mayoría de los cuales no había tenido jamás un arma en sus manos.

– También pagará por esto -murmuró Arturo.

– ¿Eso hará que estos hombres vuelvan a vivir? -preguntó Dulac despacio.

Arturo lo observó con una mirada que le confirmó que no comprendía sus palabras.

– Estos hombres eran inocentes -dijo finalmente-. No eran soldados. Mordred guerrea contra criados y campesinos.

– No se trata de una guerra -dijo Lancelot con rencor-, sino de venganza. Ha matado a estos hombres para hacerme daño a mí, a Lancelot.

«O a mí», pensó Dulac, apenado.

Arturo iba a apearse, pero pareció pensarlo mejor y sacudió la cabeza con cansancio. Y a pesar de lo triste que resultaba, Lancelot tuvo que reconocer que tenía razón. No les quedaba tiempo ni fuerzas suficientes para desmontar y enterrar cristianamente a aquellos hombres; ni siquiera para cubrirlos con unas piedras y evitar que se los comieran las alimañas. Tal vez eso hiera lo peor, lo que las alimañas pudieran hacer con ellos. Ése sería el mayor triunfo de Mordred. Meditó unos instantes, luego supo lo que debía hacer.

Acompañaría a Arturo y a los caballeros supervivientes a Camelot, y después se marcharía. Aquella matanza de hombres indefensos demostraba que Mordred no había atacado porque sí. Había matado a aquellos hombres para descargar su ira sobre ellos, pero aquél no era el único motivo. Aquellos hombres muertos eran un mensaje para Arturo -y también para él- que no podía ser más claro: el asunto no estaba terminado. No había ningún lugar, desde allí a Camelot, en el que pudieran estar a salvo.

La espada de Lancelot era lo único que se interpondría entre Camelot y la venganza de Mordred.

– Os acompañaré hasta Camelot -dijo.

El rey lo miró ligeramente irritado. Al principio, Lancelot pensó que era porque antes ni siquiera se le habría podido pasar por la cabeza que tuviera otros planes que acompañarlos a Camelot. Pero luego descubrió un nuevo velo de tristeza en los ojos del rey, y al fin comprendió. Tanto Arturo como sus acompañantes eran conscientes de que Lancelot era su única oportunidad de llegar vivos a Camelot. Se sentían desamparados; si casi no se aguantaban encima de las sillas de sus caballos, mucho menos podrían defenderse. Aquella circunstancia ya era suficientemente dolorosa. Pero mucho peor era el hecho de que Lancelot se lo dijera a la cara. Quizá ese comentario dicho sin pensar fue la causa de todo lo que sucedió después, pero eso Dulac no podía saberlo en ese momento y si lo hubiera sabido, no lo habría creído. Acompañaría a Arturo y a los otros a Camelot protegiéndolos con la espada y la fuerza de la armadura mágica, y luego se marcharía para no regresar jamás.

Pero las cosas tomarían otro rumbo.

Para el trayecto de Camelot al cromlech habían tardado un día y una parte de la noche. Para el camino de vuelta emplearon el resto de la noche, todo el día siguiente y la noche que lo sucedió. Los caballeros estaban exhaustos, heridos y al límite de sus fuerzas, de tal modo que cada vez debían hacer descansos más largos en medio de etapas más cortas. El sol rozaba por segunda vez el horizonte y encendía la noche en llamas cuando, finalmente, el río y Camelot aparecieron ante ellos.

Incluso Lancelot, que se nutría de la energía de la armadura mágica, estaba a punto de caer de la silla de puro agotamiento. Le escocían los ojos. Sentía calambres en cada músculo de su cuerpo y tenía la sensación de que la espalda iba a quebrársele en el próximo segundo. Se preguntaba cómo podían aguantar Arturo y sus compañeros gravemente heridos aquella tortura.

Por no hablar del aspecto que ofrecían. Habían salido con las banderas al viento, mostrando todo el brillo y el boato del que eran capaces; un pequeño pero lujoso ejército, que provocaba la admiración de todos los que lo veían. Los que regresaban a Camelot eran un puñado de hombres, fracasados y cubiertos de sangre, que no podían ni mantenerse en la silla del caballo.

Su regreso no pasó inadvertido. Estaban todavía a más de una legua de la muralla, cuando se abrió la puerta grande y la luz roja de una docena de antorchas iluminó el crepúsculo. Una cadena de figuras oscuras apareció bajo el reflejo de las antorchas y se encamino hacia ellos. Mientras se acercaban, el grupo se desgajó en dos. La mitad del comité de recepción iba a caballo y se aproximaba mucho más deprisa.

Cuando todavía estaban a una legua de distancia, Arturo ordenó a su caballo que caminara más despacio y finalmente lo frenó. Como les ocurría a todos los demás, su cuerpo se tambaleó de agotamiento. Su rostro estaba consumido y pálido; la faz de un hombre viejo, no de un rey. Sus ojos, cubiertos de un brillo febril, buscaron la mirada de Lancelot.

– Estamos en casa -murmuro-. Os lo agradezco, Sir Lancelot. Sin vuestra ayuda ninguno de nosotros habría regresado vivo. Y, sin embargo, tengo que pediros otro favor. Tal vez el mayor.

Lancelot permaneció en silencio. Los jinetes que venían de Camelot ya no estaban lejos, y cuando llegaran no tendría muchas perspectivas de desaparecer discretamente.

– No queréis quedaros con nosotros -dijo Arturo de pronto.

Lancelot, sorprendido, se precipitó a responder:

– ¿Cómo…? Quiero decir… ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión?

Una sonrisa cansada se dibujó en sus facciones.

– Os habéis puesto nervioso conforme llegábamos a Camelot -contestó-. Cuando salvasteis a Lady Ginebra y al rey Uther, salisteis corriendo sin ni siquiera esperar a nuestro agradecimiento. Y ayer hubierais hecho lo mismo si no hubierais temido que Mordred nos saliera al encuentro para llevar a término lo que había empezado.

Lancelot siguió callado. ¿Qué podía decir? Estaba claro que había menospreciado a Arturo.

Arturo dejó que su caballo se alejara unos pasos y paró de nuevo, para que Lancelot lo alcanzara. Cuando el Caballero de Plata aproximó su unicornio a él, siguió hablando con voz profunda:

– Quiero ser sincero con vos, Lancelot. Os necesito. Camelot os necesita.

– ¿Camelot?

– Sé a lo que os referís -respondió Arturo-. ¿Qué tenéis vos que ver con Camelot? No es vuestra patria ni sus habitantes son vuestros hermanos y hermanas. Y, a pesar de ello, os necesitan. Camelot necesita un rey y yo no voy a poder ejercer ese papel por un tiempo.

– Yo no soy un rey y tampoco quiero serlo -respondió Lancelot asustado.

– Pero podéis sustituirme -insistió Arturo-. Camelot necesita vuestra espada. Si se propaga que el rey de Camelot no está ya en posición de defender su trono, nuestros enemigos vendrán en masa -señaló hacia la ciudad-. No lo pido por mí, Lancelot. Lo pido por ellos. Por las personas que viven allí y que han dejado su destino en mis manos.

Lancelot continuó sin hablar. Miró la ciudad, miró por encima de su hombro a aquellos hombres, de aspecto lamentable y agotado, que una vez habían sido el orgullo de Camelot, y por fin observó el grupo a caballo que se aproximaba. Una de las figuras, que iba a la cabeza, se distinguía de las demás. Vistosamente vestida de color claro, parecía tener más prisa que las otras, pues cabalgaba un trecho por delante.

Por fin la reconoció. Era Ginebra. Llevaba un vestido blanco como la nieve, que brillaba en el amanecer, y una larga capa, que ondeaba mecida por el viento. No cabalgaba sentada de lado, como solían hacerlo las damas, sino que montaba a horcajadas sobre el lomo del caballo y la velocidad que imprimía a su corcel no dejaba lugar a dudas: era una expertísima amazona. En la titubeante luz de la madrugada parecía rodeada de una suave aureola.

Si en ese instante a Lancelot le hubieran dicho que no se trataba de una persona, sino de la reina de las hadas o de los elfos, lo habría creído. Sintió un pinchazo en el corazón y, sin darse cuenta, sus dedos presionaron las riendas con tanta fuerza que el cuero rechinó.

Arturo esperó en vano la respuesta que no llegaba. Un rato después, hizo girar a su caballo y cabalgó hacia Ginebra y los otros. Los caballeros le siguieron y, por fin, Lancelot se unió a ellos.

Ginebra galopaba con pasión y, cuando llegó junto a Arturo, tiró de las riendas con tanta energía para detener al caballo, que el animal se espantó y empezó a pialar.

– ¡Arturo, gracias a Dios! -Ginebra dio un grito cuando vio la cara del rey y rápidamente se llevó la mano a la boca. Luego, su mirada recayó en los otros jinetes y Lancelot pudo ver cómo palidecía-: ¿Qué… qué ha ocurrido? -dijo entre jadeos-. ¿Qué es lo que…?

Se paró en medio de la frase, cuando descubrió la presencia de Lancelot. Sus ojos se abrieron como platos.

– Mordred -respondió Arturo-. Hemos caído en una emboscada. Si no hubiera aparecido Lancelot, habríamos acabado todos muertos.

– El rey exagera -dijo el caballero, incómodo-. Yo he hecho mi parte, pero la batalla la hemos ganado entre todos.

Ginebra lo miró. Lancelot estaba seguro de que no había escuchado sus palabras, como tampoco las de Arturo. Sus ojos mostraban una expresión que no comprendió en un primer momento, porque parecía conformada de puro horror, pero luego tuvo claro que estaba sufriendo tanto como él. No tendría que haber ido hasta allí. Tendría que haberse limitado a acompañar a Arturo y luego haberse marchado, antes de que llegara Ginebra. Ahora era demasiado tarde.

– Sir… Lancelot -murmuró la dama. El tono monocorde de su voz produjo un escalofrío en Lancelot e hizo que Arturo la observara con preocupación.

– Sir Lancelot, sí -confirmó él-. Ahora tenemos algo en común, los dos le debemos nuestra vida -respiró profundamente-. Ese es el motivo de que le haya pedido que se quede en Camelot hasta el verano.

¡No! En los ojos de Ginebra apareció por espacio de un segundo una expresión de verdadero horror. ¡No lo hagáis! ¡Os lo suplico!

Arturo se volvió en su silla para mirar a Lancelot directamente a los ojos.

– Hemos planeado nuestro enlace para la fiesta del solsticio de verano -dijo-. Me gustaría que fuerais nuestro invitado hasta entonces, Sir Lancelot. Lady Ginebra y yo nos sentiríamos muy honrados si vos fuerais también nuestro padrino.

Lancelot observó a Ginebra y no se le pasó por alto la expresión de súplica de sus ojos, pero también el chispazo de esperanza que se escondía detrás. Era una locura. Por unos instantes leyó su futuro con toda claridad, como si lo hubiera vivido ya. Sabía lo que pasaría si aceptaba la petición de Arturo y se quedaba. Pero si se marchaba, jamás volvería a ver a Ginebra.

– Os lo agradezco, rey Arturo -dijo-. Vuestra proposición me honra. La acepto encantado.

Durante tres días erró de aquí para allá, sin meta conocida. No comió, durmió en total menos de lo que se duerme en una noche y se detuvo sólo un par de veces para calmar la sed. No sabía dónde estaba ni hacia dónde cabalgaba. Por no saber, ni siquiera sabía lo que había pensando en ese periodo de tiempo. Cuando intentaba recordarlo, era como acordarse de una pesadilla febril, llena de imágenes sin sentido y de un miedo del que él mismo era el único causante.

La tarde del tercer día divisó Malagon.

¿Fue casualidad que los pasos del unicornio lo llevaran a aquel lugar maldito?

Lancelot no lo creía. Había cruzado el país de lado a lado, evitando cualquier asentamiento humano, y ahora estaba precisamente allí, muy al norte, en un territorio del que las personas huían como de la peste y al que no llegaban ni calzadas ni senderos. Y, sin embargo, ahora se encontraba frente a aquellos viejos muros, impelido por un destino que se permitía con él una broma tras otra, a cual más cruel, y cuyos planes era incapaz de adivinar. Si es que los había.

Tal vez lo que las personas definían como sino era, en realidad, puro albedrío, una sarta de cosas que ocurrían o no; y una evasiva cómoda para rodos aquellos que no estaban en posición de ser dueños de su propio destino.

Como él.

Gran parte de su vida había soñado con dejar de ser un sencillo mozo de cocina cuya mayor emoción consistía en evadir los ataques de ira de Tander y en pegarse una o dos veces a la semana con Mike y sus secuaces. Quería ser un héroe. Un caballero sobre un esbelto corcel, que participara en violentas batallas, venciera a sus enemigos y, finalmente, conquistara el corazón de una hermosa doncella; resumiendo: había tenido los mismos sueños que todos los chicos de su edad.

Ahora era un héroe. Montaba sobre el corcel más vistoso y elegante que se había visto en todo el mundo. Había salvado la vida del rey Arturo y vencido en una batalla a un ejército muy superior al suyo, vestía una armadura de plata y había conquistado el corazón de una hermosa doncella. Y todo aquello no le había reportado nada más que sufrimiento, horror y sangre derramada. El sueño se había cumplido, pero se había transformado en una pesadilla. Lancelot se negaba a creer que hubiera algo que dirigiera el destino de las gentes, porque si un poder así estuviera detrás de todo aquello sería, sencillamente, de una crueldad inimaginable. En el espacio de pocos días había ganado todo lo soñado, y en el espacio de unos segundos había perdido más de lo que tuvo jamás.

Y entonces supo lo que tenía que hacer.

De pronto lo entendió todo. No era la casualidad la que le había llevado hasta allí ni tampoco alguna enigmática fuerza del destino. Más bien se inclinaba a pensar que había sido él mismo. Una parte de él -tal vez, el Dulac que todavía existía en algún lugar recóndito de su persona- había comprendido que sólo le quedaba una cosa por hacer. Iba a llevar esa maldita armadura al lugar donde la había encontrado, pero antes le haría a Arturo un último servicio. Iría a Malagon para matar a Mordred, y si era necesario, también al hada Morgana. Quizá muriera en el intento, pero ¿qué importaba ya? De una manera o de otra, nunca volvería a Camelot.

Lancelot cabalgó hasta el pie de la colina donde se erigía la fortaleza negra, y desmontó. El unicornio relinchó nervioso, como si no estuviera de acuerdo con la decisión tomada. Lancelot lo ignoró, sujetó el escudo a su brazo izquierdo y sacó la espada, mientras se aproximaba despacio a la puerta abierta. Podría haber esperado a que el sol se ocultara tras el horizonte para acercarse a Malagon protegido por la oscuridad, pero ¿qué sentido habría tenido? Podría engañar a los pictos, que seguramente vigilaban tras las almenas en ruinas, pero Morgana y Mordred habrían presentido su presencia antes incluso de que alcanzara la fortaleza.

Todos sus sentidos estaban en tensión cuando atravesó la puerta. Recorrió la bóveda de piedra infinitamente despacio y a la defensiva, esperando un ataque en cualquier momento.

Pero nadie le cortó el paso. No oyó ningún ruido sospechoso, tampoco cuando alcanzó el otro lado de la puerta. El patio estaba en calma. Malagon había sido abandonado, o por lo menos daba esa impresión.

Lancelot miró a su alrededor con desconfianza y aguzó los oídos, pero todo lo que oyó fueron los latidos de su propio corazón y el ruido del viento que se metía entre las almenas. En ese instante le pareció sentir algo así como los lamentos de mil almas en pena.

Intentó quitarse aquellos pensamientos de la cabeza y se concentró en la realidad. Ésta ya era lo bastante inquietante. Malagon estaba vacío, sí, pero había algo allí. En las zonas de penumbra que creaban ruinas, miradores y salientes de las murallas parecía acechar una profunda oscuridad y la quietud ocultaba un silencio todavía mayor, cine se extendía por encima de los límites de lo perceptible.

Lancelot siguió adelante. Se aproximó con cuidado a la puerta por la que ya había penetrado en la fortaleza la vez anterior y siguió el mismo camino de entonces. Llegó al sótano sin ningún contratiempo. Estaba vacío como el resto del castillo, pero extrañamente iluminado por varias antorchas. La puerta de hierro negro del otro lado permanecía cerrada.

En la mesa de madera había platos con restos de comida. Lancelot la examinó y se percató de que los alimentos estaban cubiertos por una gruesa capa de moho verde. Tenía que hacer ya bastante tiempo desde la partida de los habitantes de Malagon. De todas formas, conservó la espada en la mano mientras se dirigía hacia la puerta de hierro. La sensación de que había algo allí se hizo más fuerte.

Lancelot posó la palma de la mano sobre el hierro negro con la intención de empujar con todas sus fuerzas, pero la puerta se abrió con tanta facilidad sobre sus viejos goznes que, sorprendido, penetró tambaleándose y tuvo que dar una larga zancada para recobrar el equilibrio.

La cueva seguía también igual. Las estalactitas y los cristales transformaban la tercera parte del recinto en un laberinto impenetrable y también seguía allí aquella luz misteriosa que llenaba el lugar de colores que nunca antes había visto. Los brillantes cristales ejercían una especie de seducción, cada vez más poderosa, que obligaba a mantener la vista fija en ellos aunque se intuyera que aquel acto conllevaba un gravísimo peligro.

A pesar de ello, Lancelot penetró unos pasos en el aposento y se quedó allí parado, mirándolo todo con atención, antes de seguir su camino. Estaba preparado para dar su vida con el fin de salvar a Arturo y Camelot, pero eso no significaba que fuera a caer en una trampa a ciegas. En efecto, la cueva estaba vacía. No había una segunda entrada y, aunque las estalactitas formaban casi un laberinto impenetrable, no ofrecían ningún escondite desde donde algún enemigo ocasional pudiera espiarle.

Por fin decidió retornar la espada al cincho, soltó el escudo de su brazo izquierdo y se lo ató a la espalda y levantó la visera del yelmo. Después, se aproximó a los relucientes cristales.

Se vio obligado a vadear el último trecho. El agua estaba extrañamente caliente y, cuando penetró a través de su armadura y rozó su piel, tuvo la absurda sensación de que no le mojaba, sino que lo calentaba como los rayos del sol.

Vacilando, extendió la mano para rozar uno de los cristales; sin embargo, en el último momento retrocedió. Tal vez era mejor no hacerlo. Quizá esos cristales no eran sólo extraños, sino también peligrosos. Lo más probable es que tuvieran algo que ver con la fuerza mágica de Morgana; tal vez eran, incluso, la fuente de donde ésta procedía.

Pero si seguía allí observándolos sin más, nunca lo averiguaría.

Decidido, posó la mano sobre uno de los cristales.

No sucedió nada.

Ni se abrió el suelo bajo sus pies, ni le cayó el techo sobre la cabeza. No ocurrió nada y Lancelot se decepcionó un poco. Pero, de pronto, sintió algo.

En los brillantes cristales vibraba una especie de energía, suave pero inusitadamente poderosa. No habría sabido describirla ni creyó que fuera a ocasionar algo más, pero estaba allí y la formaban inimaginables fuerzas, como el fuego llameante en el corazón de un volcán supuestamente apagado, que desde hace miles de años duerme esperando el momento de volver a estallar.

Lancelot apartó la mano, pensó unos segundos y sacó la espada. Su sospecha tenía razón de ser. En esos cristales dormitaba una magia poderosa y estaba claro que era justamente de la que se servía Morgana para urdir sus planes y combatir a Arturo. Si la destruía, destruiría también a la bruja. Por lo menos, la debilitaría decisivamente. Tal vez lo suficiente para que Arturo pudiera vencerla sin su ayuda.

Agarró la espada con ambas manos y pegó un mandoble con todas las fuerzas de las que fue capaz.

Retumbó una campanada inusitadamente alta y con un ímpetu que hizo temblar el cuerpo de Lancelot hasta sus entrañas, y la espada rúnica, que normalmente se deslizaba a través del grueso acero sin problemas, como lo hace un cuchillo caliente en la nieve, rebotó sin ni siquiera arañar el cristal.

Lancelot se tambaleó a causa de la energía de su propio golpe y a punto estuvo de tirar el arma al suelo. El ruido continuó, como si el cristal gritara de dolor.

Estaba atónito. La formación de cristal mostraba tales filigranas que parecía una tela de araña congelada, una urdimbre quebradiza, con un aspecto tan vulnerable que uno no se atrevía ni a rozarla con las puntas de los dedos… y, sin embargo, ¡había sobrevivido a un golpe que habría partido en dos a un roble milenario! Si todavía hubiera necesitado una prueba de que allí las cosas no funcionaban por causas naturales, ya la tenía.

Pero no iba a claudicar tan fácilmente.

Lancelot dio un paso hacia atrás, abrió las piernas para asentarse mejor e impelió la espada con más impulso todavía sobre el cristal. Un trueno monstruoso recorrió toda la gruta. El ruido vibró en cada fibra de su cuerpo, le provocó un dolor infinito en los dientes e hizo acudir las lágrimas a sus ojos; pero esta vez dio resultado. La cueva comenzó a temblar. Pequeñas olas se propagaron por la superficie del lago, en el que se encontraba Lancelot, y de las estalactitas del techo se desprendieron pedazos que cayeron al agua. Lancelot se dispuso a asestar un nuevo golpe, más fuerte si cabe.

La puerta se abrió de par en par y apareció Morgana. Llevaba la melena suelta y en su rostro había una expresión de verdadero horror.

– ¿Qué estás haciendo, estúpido? -chilló-. ¡Para! ¡Para ahora mismo!

Lancelot se rió sonoramente y dejó caer la espada rúnica por tercera vez sobre la formación de cristal.

El efecto fue fulminante.

Creyó que aquel estruendo iba a romperle el tímpano. La espada centelleó y del techo llovieron piedras y peligrosas agujas calcáreas. La punta de la formación cristalina se resquebrajó con tanta energía que, por unos segundos, el espacio en torno a Lancelot se llenó de millones de minúsculas astillas de hielo. Toda la cueva comenzó a estremecerse, como si fuera un barco dando bandazos en aquel lago tempestuoso. Fue como si toda la montaña que lo rodeaba se rompiera en mil pedazos.

Lancelot luchó durante unos instantes por mantener el equilibrio, pero perdió la pelea y cayó de espaldas al agua. Por el rabillo del ojo vio que también Morgana resbalaba y se precipitaba en el lago. Las dos pesadas hojas de la puerta que estaba a su espalda batían adelante y atrás como si fueran los portones de madera de una ventana durante una tormenta, pero incluso el tremendo estrépito con el que chocaban contra las paredes de roca quedaba silenciado por el sonido del cristal.

Consiguió incorporarse con esfuerzo y palpó por el suelo para ver si daba con la espada que había dejado caer. Mientras su mano agarraba la empuñadura, fijó la vista en el cristal: de la punta desgajada surgió una luz multicolor, como sangre reluciente, y en la base de la formación se abrió una grieta, que se fue resquebrajando en distintas ramificaciones. Sólo un golpe más, asestado con contundencia, y aquella escultural figura se haría añicos. Tal vez debería pagar con su propia vida, pero ¿qué importancia tendría eso?

Se levantó, alzó la espada por encima de su cabeza y reunió todas las fuerzas de las que fue capaz. Tras él, Morgana chilló con estridencia, como si le hubieran clavado un puñal incandescente en el abdomen. Sus manos extendidas hacia arriba destilaron un fuego blanco, que saltó sobre la espada de Lancelot y, de allí, penetró en su cuerpo. Un dolor impensable estalló dentro de él y le hizo perder el conocimiento.

No estaba en el agua cuando se despertó, ni tampoco sobre la roca dura, sino sobre algo suave, que desprendía un olor cálido.

El primer sentimiento que se apoderó de él, aun antes de que abriera los ojos, fue un asombro desmedido porque todavía estuviera en posición de experimentar algo. El recuerdo del inmenso dolor que Morgana le había infligido estaba todavía muy presente en él. Había sentido que cada fibra de su cuerpo era presa del fuego y había llegado al absoluto convencimiento de que iba a morir. Ninguna persona podía soportar tanto sufrimiento.

Abrió los ojos, parpadeó desconcertado, se sentó y durante un rato estuvo mirando a su alrededor con una mezcla de incredulidad y desconcierto, sin saber a ciencia cierta si estaba vivo o no. Aquel lugar no pertenecía al mundo que él conocía. Estaba sentado sobre la gruesa alfombra de musgo de un bosque, desde la que se divisaban también gruesas raíces nudosas y piedras redondas y pulidas. En torno a él se levantaban los árboles más extraños que había visto en su vida. Los más bajos debían de medir treinta metros, o más, y hasta media altura no tenían ni una sola rama. Sus cortezas eran de color blanco mate y tan lisas que semejaban marfil. A una distancia increíble, las ramas se entrelazaban formando un tupido techo de hojas por el que se colaba la luz dorada del sol.

Lancelot se puso en pie. Algo se deslizó entre sus pies, pero desapareció antes de que pudiera reconocer de qué se trataba exactamente. Sin embargo, creyó ver algo parecido a un cuerpo blanco diminuto, con unas alas de libélula.

Se dio una vuelta completa, muy despacio, y cuanto más observaba el paisaje, más cuenta se daba de lo peculiar que era. No había arbustos, pero aquí y allá crecían setas o flores que nunca había visto.

No, aquellos no eran los bosques pantanosos que rodeaban Malagon ni tampoco los de Camelot. Nunca había oído hablar de un bosque como aquél. Tal vez se había equivocado. Tal vez el hada Morgana lo había matado y aquello era lo que uno se encontraba al otro lado.

Miró hacia abajo y lo que vio le hizo dudar de aquella posibilidad. Continuaba llevando la armadura del Grial. Escudo, espada y yelmo estaban sobre el musgo. Si aquello era el paraíso, ¿para qué iba a necesitar armas y una armadura?

Pero si no estaba muerto, ¿dónde se encontraba?

Nunca lo descubriría si se quedaba allí, perdiendo el tiempo abobado.

Cogió la espada y el escudo, y los puso en su sitio; luego, se colocó el yelmo bajo el brazo izquierdo y comenzó a andar. No planeó ningún camino determinado, simplemente anduvo en línea recta para no ir en círculo. Sabía de casos en los que eso había llevado a la muerte a algunas personas.

Por lo menos caminó durante una hora entre los troncos marfileños del bosque, hasta que comenzó a ver mayor claridad ante él. Realmente, no había andado en círculo, sino en línea recta. Se estaba aproximando a la salida.

Lancelot anduvo más deprisa… y se quedó parado mientras soltaba un silbido de incredulidad.

Un terreno suave se extendía durante leguas y leguas, hasta llegar a la orilla de un infinito mar azul turquesa. A lo largo de aquella llanura verde había varias aldeas y fincas de labor, pero sólo una estaba lo bastante cerca para divisarla con precisión.

Lo poco que vio le resultó bastante sorprendente.

Las casas tenían un aspecto -resultaba difícil describirlo con palabras- frágil, a pesar de que eran de un tamaño considerable. Los techos estaban muy inclinados y no tenían chimeneas, como si en aquel país reinara siempre el verano. Unas figuritas, vestidas todas de claro, se movían entre ellas. A medio camino entre la linde del bosque y la aldea pacían varios caballos; una docena más o menos. Eran todos excepcionalmente blancos también.

Y todos tenían en su frente un cuerno torneado del tamaño de un palmo.

Lancelot se frotó los ojos, incrédulo, pero la visión siguió allí. Se trataba de una manada de… ¡unicornios!

Estuvo por lo menos dos o tres minutos contemplando aquellos animales fabulosos; luego se volvió… y gritó de estupor.

También hacia la izquierda el terreno suave se extendía hasta el mar, que no estaba tan lejos como a la derecha.

Y en la playa se encontraba Camelot.

Claro que no podía ser realmente Camelot. Era más bien lo que algún día llegaría a ser Camelot; la visión que se escondía tras la ciudad construida con piedras. Ese Camelot era diez veces más grande que el del rey Arturo y cien veces más lujoso, pues sus muros habían sido edificados con oro puro. Miles y miles de personas tenían que vivir entre sus muros y la propia fortaleza le pareció a Lancelot tan gigantesca que podría alojar a más personas que la ciudad entera del otro lado.

Sin embargo, el parecido era escalofriante. Al igual que el Camelot del rey Arturo, esta ciudad estaba rodeada de agua por tres partes, aunque en este caso se tratara del mar y no de un recodo del río, y su arquitectura seguía las mismas complicadas reglas: los edificios eran más altos a medida que se acercaban al centro y su estructura escalonada, de cuatro, cinco o seis niveles defensivos, según las zonas, hacía del todo imposible asaltarla. La ciudad tenía el aspecto de una cordillera amurallada, tan inaccesible como un macizo montañoso hecho por la mano del hombre.

¿Por la mano del hombre…?

Lancelot no estaba seguro de que, en ese caso, ésas fueran las palabras más adecuadas. No había podido examinar las figuras del pueblo con detenimiento, pero entre él y la aldea pacían unicornios y, después de todo lo visto, estaba convencido de que había sido un elfo lo que había chocado con su pierna.

No había duda posible, pero la idea le seguía pareciendo tan absurda que se negaba a aceptarla: aquél era el país que había contemplado en la visión de Dagda.

Avalon.

Se encontraba en Avalon, la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales.

Un movimiento reclamó su atención. Lancelot miró con interés y, en la hierba que había delante de la muralla de la ciudad, observó un resplandor plateado, tan diminuto como si lo creara un añico de cristal. Pero esa primera impresión de pequeñez se debía exclusivamente a las gigantescas dimensiones de todo lo que había a su alrededor. En realidad, se trataba de una fila de cincuenta o más -tal vez, incluso, cien- jinetes, enfundados en sus armaduras y montados sobre caballos que portaban también relucientes bardas plateadas. El guerrero que había en él siguió la ruta de la serpiente de plata y llegó a la conclusión, no sin cierto recelo, de que los hombres alcanzarían justo el lugar de la linde del bosque donde él se encontraba. Debía de tratarse de una mera casualidad y, además, tardarían horas hasta llegar allí, por muy deprisa que cabalgaran.

No tenía por qué temerlos. Aquel lugar era Avalon, no sólo la Isla de la Inmortalidad, sino también el País de la Paz Perpetua. Se rió nervioso, intentando superar su inseguridad; oyó un ruido tras de sí y reaccionó instintivamente, pero de manera completamente distinta a lo que acababa de planear: con un solo paso se refugió de nuevo en el bosque y se escondió tras uno de los troncos lisos. El ruido se repinó y, por fin, pudo establecer que venía de la misma dirección por la que él había llegado. Asomó la cabeza con cuidado para mirar y, de inmediato, la volvió a ocultar asustado.

Estaba de nuevo a resguardo cuando surgieron de la oscuridad del bosque dos, tres, finalmente cinco caballeros sobre gigantescos caballos. Tanto los jinetes como los corceles portaban armaduras de hierro negro, y de ellas sobresalían, de tanto en tanto, pinchos de unos quince centímetros de largo. Sus cascos tenían la forma de espantosos cráneos de dragón. Era el mismo tipo de armadura que llevaba Mordred. El corazón de Lancelot comenzó a latir acelerado. Los hombres se movían despacio, paraban una y otra vez y rastreaban el suelo, y de vez en cuando alguno de los espantosos animales también bajaba la cabeza, coronada con un cuerno, y husmeaba el suelo, como sí fuera una suerte de perro asesino. No era difícil de adivinar que aquel grupo estaba buscando algo.

Para ser más exactos: a alguien. A él.

Los jinetes se acercaban.

A una distancia menor de una brazada, el primero detuvo su caballo y sacudió la cabeza, desconcertado.

– Esto no tiene sentido -dijo. Su voz sonaba penetrante y muy desfigurada a través de la máscara metálica, pues llevaba la visera bajada-. Ya estamos muy cerca de Avalon. ¡Maldita horda de elbos! ¡Su proximidad borra cualquier huella!

Agarró el yelmo con las dos manos y se levantó la visera con un movimiento airado. Apareció un rostro delgado y de aspecto noble, que a Lancelot le recordó algo al de Mordred. No es que fueran semejantes, pero la cara del guerrero tenía las mismas facciones duras del Caballero Negro. Aquel hombre desprendía una perceptible frialdad inmaterial.

En un rasgo, sin embargo, se diferenciaba de Mordred -y también de todas las personas con las que Lancelot se había encontrado hasta entonces-: tenía las orejas puntiagudas.

Lancelot le clavó una mirada tan atónita, que por unos instantes olvidó incluso el peligro que se cernía sobre él. Si en ese momento el guerrero negro hubiera girado la cabeza, lo habría descubierto sin remedio, pues Lancelot estaba como paralizado.

Pero el jinete no miró en su dirección, sino que puso el casco delante de sí, sobre la silla, y se pasó la mano por el pelo. Era tan negro como su armadura, pero no tanto como sus ojos.

También los otros guerreros fueron descubriéndose. Todos tenían las mismas facciones duras y nobles, similar cabello negro y ojos todavía más oscuros, y todos tenían también las mismas orejas de zorro de su capitán.

– ¡Tenemos que continuar buscando! -dijo otro de los hombres-. Lady Morgana no se mostrará muy contenta si regresamos con las manos vacías.

¿Lady Morgana? Lancelot aguzó los oídos. ¿Se refería al hada Morgana? Entonces no podía tratarse de ninguna casualidad el hecho de que aquellos soldados hubieran aparecido por allí. Su sospecha se confirmó. ¡Le estaban buscando a él!

– Lady Morgana -respondió el primero con una carcajada exenta de contento- nos matará lo más seguro si volvemos con las manos vacías. De todas formas, no sé qué me resulta más temible: su ira o la sola idea de caer en las manos de ésos de ahí -y señaló con la cabeza la línea de reflejos placeados que continuaba moviéndose en su dirección.

Su compañero resopló de mala gana.

– ¡Tuata! -dijo-. ¡Una panda de enclenques afeminados!

– Puede ser -respondió el capitán-. Desafortunadamente, son muchos enclenques afeminados. Y aunque nosotros fuéramos más, conoces la orden de Lady Morgana. No quiere pelea. Hemos penetrado demasiado en la tierra de los tuata. Pelear aquí podría desatar una guerra.

El otro no se quedó muy convencido, pero no replicó nada; sólo asintió con la cabeza mientras murmuraba:

– Entonces, busquemos al tipo ese.

– Y cuanto más rápido, mejor -añadió el primero-. Los tuata no son ciegos y éste es su territorio. Descubrirán nuestras huellas. Tenemos que haber desaparecido de aquí cuando alcancen la linde del bosque.

Se dio media vuelta sobre la silla, y Lancelot se agazapó más aún en su escondite, con lo cual dejó de verlo.

Levantando la voz, el capitán ordenó:

– ¡Dos de vosotros cabalgaréis de nuevo hacia el lugar donde hemos perdido sus huellas! Los demás nos desplegaremos y recorreremos la linde del bosque. ¡Pero procurad que los tuata no os avisten! ¡No quiero pasar a los anales como el desencadenante de la primera guerra en Avalon tras mil años de paz!

Lancelot oyó cómo se bajaba el yelmo, luego hubo ruido de cascos y se hizo de nuevo el silencio.

Pero ¿por cuánto tiempo?

Ya no tenía dudas de que los hombres de las armaduras negras iban a por él. No había comprendido muchas de sus palabras, pero lo poco que sabía era suficiente. Estaba en grave peligro. Que todavía no lo hubieran descubierto era un verdadero milagro.

Miró de nuevo hacia la ciudad de Avalon. Los jinetes -«tuata», los había llamado el de las orejas puntiagudas; qué palabra más extraña: le era desconocida, pero al mismo tiempo le resultaba familiar, como otras muchas cosas- todavía no parecían más próximos a simple vista, pero sus armaduras relucían bajo el sol cobrando un aspecto plateado. Y lo mismo sucedería con la suya. En cuanto abandonara el bosque, sería fácilmente reconocible, y por ambos lados. Y aunque no fuera así: Lancelot tampoco tenía muy claro si se encontraría más seguro con los guerreros plateados o con los de las orejas puntiagudas.

Allí, sin embargo, no podía quedarse bajo ningún concepto. Tarde o temprano los de las orejas puntiagudas darían con su rastro o caerían sobre él por pura casualidad.

Sólo quedaba un lugar donde se podría ocultar. Observó la pequeña aldea con atención. Calculó que habría una legua larga hasta allí, pero la pendiente estaba toda ella cubierta de hierba alta y a lo largo de la misma había muchos arbustos y matas que podrían proporcionarle buenos escondites. Necesitaría algo de suerte para conseguirlo -para ser exactos: muchísima suerte-, pero ¿qué otra elección le quedaba?

Lancelot oteó los alrededores, luego sorteó los árboles a toda velocidad y corrió hasta un arbusto que estaba a unos veinticinco pasos. Durante todo el trayecto no dejó de pensar ni un segundo en que iba a oír el sonido de un arco al tensarse o los estruendosos cascos de un caballo. Pero sucedió el milagro: alcanzó el arbusto sin ser descubierto y se quedó allí agazapado, respirando entrecortadamente. Permaneció allí por espacio de tres o cuatro minutos por lo menos, escudriñando el bosque por si veía a alguno de sus perseguidores. Pero no: lo había conseguido.

Y la suerte siguió de su parte, tardó mucho en llegar a la aldea, porque corría de escondite en escondite y en cada parada esperaba un rato para convencerse de que realmente no le seguía nadie. Los últimos doscientos pasos resultaron un problema ya que no había ni una sola mata que le brindara protección y la hierba no le llegaba más allá de los tobillos.

Mientras seguía pensando la manera de lograr su objetivo, oyó un ruido y, al momento, una figura delgada surgió del arbusto en el que se encontraba.

Lancelot no se atrevería a decir quién de los dos estaba más asustado. El o el otro. El joven agarró la empuñadura de la espada y el otro dio un paso atrás e hizo un movimiento como de huida. Pero no llegó a ponerlo en práctica. El miedo de su rostro dio paso a una mezcla de admiración y asombro.

Lancelot no supo decir si se trataba de un chico o de una muchacha. Él, o ella, llevaba una sencilla túnica blanca que le cubría hasta los tobillos. Tenía el pelo muy claro, casi blanco, que le caía más allá de los hombros y su cara, que también mostraba una palidez casi sobrenatural, no despejaba ninguna incógnita sobre su sexo.

Además, tenía las orejas puntiagudas.

Durante un buen rato estuvieron mirándose mutuamente, en silencio, con desconcierto. De pronto, Lancelot se sintió muy contento de haberse bajado la visera de nuevo para que no le vieran la cara.

Al final fue el otro el que rompió el silencio.

– ¿Señor? -preguntó titubeante.

Lancelot no supo qué podía responder, aunque intuyó que el otro esperaba una reacción determinada. Pero le había llamado señor y eso dejaba entrever un reparto de papeles que él conocía muy bien.

– ¿Quién eres? -preguntó, sabiendo que al otro podría resultarle una pregunta innecesaria.

– Arianda -contestó rápidamente-. Mi nombre es Arianda, señor.

«Estupendo», pensó Lancelot. ¿Era aquél un nombre de chico o de chica?

– ¿Qué haces aquí? -continuó preguntando.

– ¿Qué hago…? -Arianda parpadeó y un amago de sonrisa apareció en su cara-. Pero yo… yo vivo aquí.

– ¿En esta aldea? -Lancelot señaló en dirección a aquel conjunto de casas bajas. Arianda asintió y Lancelot añadió-: ¿Cuál es su nombre?

Aquella pregunta fue un error. Lo supo enseguida. En los ojos de Arianda, de un azul reluciente que Lancelot no había visto nunca, surgió una nueva expresión de desconcierto. Luego volvió a reír, pero con mayor nerviosismo.

– Entiendo, queréis probarme -dijo-. Es Edorals Rast.

– Edorals Rast… -Lancelot repitió aquellas palabras unas cuantas veces en su pensamiento. Tenían un sonido peculiar-. Llévame allí.

Esta vez a Arianda le resultó imposible disimular su sorpresa.

– ¿Realmente… queréis…?

– Ir a la aldea, sí -le interrumpió Lancelot-. ¿Hay algo de malo en ello?

– Nada -aseguró Arianda con rapidez-. Sólo que… ocurre pocas veces que un tuata visite Edorals Rast. Para decir la verdad, vos sois el primero desde que tengo uso de razón.

– ¿A pesar de que la ciudad está tan cerca?

– Los tuata nunca abandonan Avalon -contestó Arianda-. Tan poco como nosotros pisamos Avalon -frunció el entrecejo-. Hacéis unas preguntas muy curiosas para ser un tuata.

Lancelot se encogió de hombros.

– Tal vez no soy lo que tú crees.

Por un momento el desconcierto de Arianda se tornó consternación, pero luego volvió a reír en voz alta y con mucha efusividad.

– Ahora sé realmente que me estáis probando, señor -explicó-. Queréis confirmar si he aprendido bien mis lecciones, ¿no es cierto? -sacudió la cabeza con una carcajada-. Sólo un tuata puede llevar esa armadura. Mataría a cualquiera que intentara ponérsela sin que sangre pura recorriera sus venas.

– Por supuesto -dijo Lancelot en un tono que intentaba ser conciliador-. Has prestado mucha atención, me parece a mí. Y, ahora, llévame a tu aldea.

De algún modo pareció que aquellas palabras no eran las que esperaba Arianda, pero eso a Lancelot no le pareció importante. Había cometido tantos errores hasta entonces que uno más o menos no importaba demasiado.

Y un momento después ya no importó lo más mínimo. Arianda iba a volverse para ir hacia el pueblo, pero de pronto se paró y el poco color de su cara despareció por completo. Lancelot miró hacia atrás en la misma dirección. El bosque parecía haberse abierto y de él salieron por lo menos quince figuras enfundadas en armaduras negras y montadas sobre unicornios del mismo color.

– ¡Por Dana! -soltó Arianda-. ¿Elbos oscuros? ¿Aquí? Pero ¿cómo es…? -miró a Lancelot y sus ojos se abrieron todavía más-. ¡Corred, señor! ¡Poneos a salvo!

– ¡No! -Lancelot desenvainó la espada-. ¡Corre! ¡Yo los detendré!

La expresión de Arianda indicaba que estaba dudando, pero luego miró de nuevo al grupo de soldados que se acercaba y la duda desapareció de sus ojos, se dio la vuelta y salió corriendo.

Lancelot aseguró con serenidad el escudo a su brazo derecho, se bajó la visera del yelmo y se acercó a los guerreros. El enfrentamiento no iba a ser muy limpio: él contra quince guerreros a caballo, que lo más probable es que no fuera la primera vez que tuvieran un arma en sus manos. Pero seguramente él tendría una sorpresa que ofrecer a aquellos elbos oscuros. La espada de su mano reclamaba sangre y esta vez la obtendría. Toda la que quisiera. Los guerreros se acercaban. Lancelot echó un vistazo por detrás de su hombro y comprobó con alivio que Arianda casi había alcanzado el pueblo y que ninguno de los elbos oscuros le perseguía. Extrañamente, en el pueblo nadie se preocupaba por los elbos o por él. La vida seguía su curso normal. Y el grupo de los caballeros plateados estaban todavía demasiado lejos para esperar alguna ayuda de ellos.

A Lancelot no le importó. Él solo podría con todos y no quería que por su causa pagaran más inocentes.

Cuando el primero de los guerreros se abalanzó sobre él, Lancelot abrió las piernas, dobló las rodillas y agarró la espada con ambas manos. La hoja sesgó el aire con un sonido sibilante, acertó en el muslo del guerrero…

… y saltó de su mano.

Lancelot se tambaleó hacia atrás con un grito y cayó de espaldas cuando el elbo oscuro le pegó un golpe con el escudo en el pecho. Vio estrellas de colores delante de sus ojos y, por un momento, fue incapaz de respirar.

Enfadado consigo mismo, más que con el hombre que le había golpeado, se incorporó y palpó el suelo para dar con su espada. Había sido muy torpe, pero la segunda vez no volvería a ocurrirle.

Al levantarse, se encontró con que se habían aproximado los otros guerreros y le estaban rodeando. Sólo uno de los hombres -el que le había tirado al suelo- había desmontado y se aproximaba despacio hacia él. Lancelot cogió la espada con más fuerza.

– Entrégate -dijo el elbo-. No quiero hacerte daño.

En vez de responder, Lancelot le asestó un mandoble con todo el impulso del que fue capaz.

El elbo no se tomó la molestia ni de levantar su escudo; simplemente paró el golpe con el guardabrazos. ¡La espada rúnica no pudo atravesar el hierro negro!

Pero antes de que Lancelot tuviera tiempo de asustarse, emitiendo un aullido de rabia, el elbo dio un paso adelante y volvió a golpearle con el escudo y, cuando Lancelot cayó en la trampa e intentó eludirle, le propinó un fuerte puñetazo en la sien.

Su casco le protegió, pero el ímpetu del puñetazo le hizo caer de rodillas. Todo daba vueltas en torno a él. No podía ni agarrar su espada; imposible, por tanto, pensar en defenderse. Alguien tiró de el con absoluta brutalidad y lo echó sobre el lomo del caballo donde se montó acto seguido. Mientras luchaba con todos sus medios por mantenerse consciente, el hombre dio la vuelta al animal y el grupo salió galopando hacia el bosque.

– ¡Daos prisa! -gritó el elbo. Ahora Lancelot reconocía su voz. Era el hombre al que había espiado en la linde del bosque-. ¡La magia no durará mucho más! ¡Si los tuata nos ven, todo habrá terminado!

Gimiendo, Lancelot levantó la cabeza. El resultado fue un rudo puñetazo entre los omoplatos que le arrebató el aire.

– ¡No te muevas, chico! -gruñó el elbo oscuro-. O puedo ponerme muy desagradable.

Lancelot no habría podido hacerlo, aunque hubiera querido. La cabeza le retumbaba, le salía sangre de la boca y de la nariz, y apenas podía respirar. El hombre le había vencido con tanta desproporción como un adulto que pegara a un niño porque éste le hubiera atacado con una espada de juguete. Y por muy dura que fuera la comparación, se acercaba mucho a la verdad. La magia de la armadura, que en Camelot le hacía prácticamente invencible, aquí no funcionaba. Era una suerte que todavía estuviera vivo.

Aunque no tenía ni idea de cuánto podía durar aquella situación. Estaba claro que aquellos hombres cumplían órdenes de llevarlo vivo ante Morgana, pero, por lo que conocía al hada, sólo había un motivo: quería matarlo ella misma.

Alcanzaron el bosque marfileño y emplearon un buen rato atravesándolo, hasta que bajaron el ritmo y, por fin, se detuvieron. Bajaron sin miramientos a Lancelot del caballo y lo pusieron de pie. Alguien le arrancó el escudo del brazo y otro gigante negro le quitó el yelmo.

– ¿Vas a estarte quieto? -preguntó el elbo que le había desarmado, subiéndose la visera.

Lancelot le miró a la cara y no pudo evitar tener la impresión de asomarse a la boca de un dragón que acababa de tragarse a una persona. Asintió sin oponer resistencia.

– Bien -dijo el elbo-. Entonces podrás galopar tú mismo. Prométeme que no intentarás escapar, o ¿te rompo las piernas para que no hagas estupideces?

En su voz no había ni un atisbo de humor y Lancelot comprendió que la amenaza iba en serio.

– No me escaparé -aseguró.

Los profundos ojos negros del elbo lo escrutaron por unos momentos; luego, asintió.

– Bien. Date prisa.

Cogió a Lancelot de los hombros, le obligó a dar la vuelta y le pegó tal empujón que éste fue a chocar contra un unicornio negro sin jinete. De inmediato, antes de que al elbo oscuro se le ocurriera reforzar su actuación con más puñetazos, montó sobre el animal y agarró las riendas. También su contrincante se subió al caballo y continuaron cabalgando sin ni una palabra más.

Su camino siguió adentrándolos en el bosque. Lancelot no sabía con exactitud en qué dirección cabalgaban ya que en aquel misterioso bosque no había nada que pudiera orientarle. Los troncos de los árboles no estaban recubiertos de musgo, que habría podido indicarle el rumbo y, por mucho que mirara hacia arriba, el sol parecía estar siempre justo en el cénit.

De todas formas, comenzó a darle vueltas a la manera de escapar. No tenía ninguna intención de mantener su promesa. Lo que pudiera hacerle el elbo si fallaba en su intento de huir no sería nunca tan espantoso como lo que le esperaba si caía en las manos de Morgana. No había olvidado aquel odio ancestral que iluminaba los ojos de la bruja cuando se encontraron en la cueva de los cristales.

Pero no hubo oportunidad para la huida. Quizá los elbos oscuros sospecharan su propósito, quizá se tratara simplemente de su desconfianza habitual, el caso es que no dejaron de vigilarlo ni un segundo. En todo caso, tampoco estaba seguro de que lo hubiera conseguido. El animal que le habían proporcionado era un enorme corcel negro, un reflejo oscuro del unicornio que montaba en Camelot. Si se le parecía, lo más probable sería que tampoco obedeciese sus órdenes.

Siguieron cabalgando horas y horas por el bosque marfileño. Era evidente que los elbos y sus animales no conocían la palabra «agotamiento», como era evidente que sobre sus cabezas el sol apenas se movía del cénit. Tal vez en aquel mundo de elbos y unicornios no existía el tiempo.

Por fin, los árboles fueron clareando. No es que llegaran al final del bosque, sino que entraron en un gran claro, donde los esperaba un nuevo grupo de elbos oscuros montados sobre unicornios.

Una de las figuras a caballo se distinguía de las demás. Era más pequeña y más delgada, y en lugar de una armadura guarnecida con pinchos y la consabida máscara de dragón, llevaba una capa negra y una diadema de diamantes oscuros. El hada Morgana.

La bruja se acercó cabalgando hacia él. Le acompañaban dos hombres de negro, de espaldas sorprendentemente anchas; con toda probabilidad, se trataba de su guardia personal. Lancelot había dado casi por seguro que allí estaría también Mordred, pero no había ni rastro del hijo de Arturo.

Morgana llevó a su caballo frente a Lancelot, lo miró llena de odio y luego se dirigió a su acompañante:

– Lo has hecho muy bien. Me preocuparé de que seas recompensado. ¿Os ha visto alguien?

– Un chico -respondió el elbo-. Nadie más. Había tuata por los contornos, pero vuestra magia nos ha ocultado de ellos.

– ¿Sólo un chico? -se aseguró Morgana.

– Habló con él -dijo el elbo-. No sé de qué.

– No te rompas la cabeza por eso -la mujer hizo un gesto de tranquilidad con la mano-. ¿Quién le va a creer? Un niño que cuenta historias para hacerse el interesante. Desde hace cientos de años nadie se ha atrevido a pisar el bosque marfileño. ¿Para qué vamos a arriesgar la paz sólo por atrapar a un niño? -luego, se volvió hacia Lancelot-: Pero qué manera tan tonta de comportarse -dijo, más disgustada que verdaderamente enfadada-. ¿Sabes realmente lo que has hecho? ¡Por tu culpa casi estalla una guerra!

– ¿Y eso te asusta? -Lancelot no supo de dónde sacaba la valentía para decir aquellas palabras. Tal vez fuera sólo obstinación-. Creía que amabas la guerra. Lo has intentado todo para abocar a Arturo y a Camelot a ella.

Morgana lo miró por espacio de un segundo sin demostrar sus sentimientos, luego se inclinó sobre la silla y le dio una sonora bofetada. El golpe ladeó su cabeza e hizo que las lágrimas asoman a sus ojos.

– ¿Arturo? -la voz de Morgana era cortante-. Me siento conmovida por tus preocupaciones. Lástima que no pueda devolverte. Casi tengo ganas de hacerlo para que veas el servicio que le has tributado al rey que tanto estimas.

¿A qué se refería? Lancelot intentó convencerse de que las palabras de Morgana sólo pretendían hacerle daño, pero algo le dijo que no era así.

– ¿Y qué planes tienes ahora? -preguntó, mientras hacía inútiles esfuerzos para que las lágrimas desaparecieran de sus ojos-. Si quieres matarme, ¿a qué estás esperando?

– ¿Matarte? -su expresión indicó que le había gustado la idea, pero luego sacudió la cabeza y una sonrisa fría se dibujo en su boca-. No -dijo-. No puedo hacértelo tan fácil, me temo -suspiró-. Había puesto tantas esperanzas en ti. Pero debe de ser culpa mía. Tendría que haber sabido que no podía esperar demasiado de un simple mozo de cocina.

A pesar del esfuerzo que hizo, Lancelot no logró disimular su sorpresa.

Morgana rió con desagrado.

– ¿No creerías que yo no sabía quién eras realmente? -preguntó-. Lo supe desde el principio.

– ¿Por qué…? -murmuró Lancelot.

– ¿… no dije nada? -Morgana rió de nuevo-. ¿Por qué iba a hacerlo? Tengo que confesar que tanto teatro me ha divertido, eso de que un mozo de cocina aspire a sentarse en la famosa Tabla Redonda del rey Arturo. Pero también he de añadir que no imaginaba que nos ibas a dar tantos problemas -la sonrisa de su cara se evaporó como si la hubieran borrado de un soplido y, en su lugar, apareció un rigor inmisericorde-. Sin embargo, ya es agua pasada. Tuviste tu oportunidad. Deseaba que tu elección fuera otra, pero ahora ya es tarde.

– Se me rompe el corazón -comentó Lancelot con sarcasmo.

– Dentro de una hora, como mucho, estarás deseando que eso ocurra -dijo Morgana con malevolencia-. Pero me temo que tu deseo no va a poder cumplirse. Esta tierra es la Tir Nan Og, Lancelot. La Isla de la Inmortalidad. A veces, no poder morir se transforma en una maldición -y haciendo un gesto autoritario con la mano, se dirigió al hombre que estaba junto a Lancelot-: Lleváoslo. Y no desperdiciéis más tiempo. Ya sabéis que al dragón no le gusta que le hagan esperar.

– Pero, ¡señora! -replicó el elbo oscuro-. ¡El dragón! Quiero decir: él… es casi un niño y…

– ¡Ya has oído lo que he dicho! -le interrumpió Morgana impaciente-. ¿Vas a acatar mis órdenes o se lo encargo a alguno de tus hombres? El apetito del dragón alcanza también para dos.

– No, Mylady -contestó el elbo. Un dejo de temor se había apoderado de su voz-. Haré lo que decís.

– Qué sorpresa -dijo Morgana con hostilidad.

Y Lancelot saltó.

Con la energía que le otorgaba la desesperación, se incorporó, saltó sobre el caballo de Morgana y se sentó detrás de ella antes de que ésta se diera cuenta de lo que ocurría. Morgana gritó asustada, mientras Lancelot rodeaba su cuello con el brazo izquierdo y con el otro tiraba de su cabeza hacia atrás, de tal modo que, al no poder apenas respirar, el grito de la bruja se transformaba en un jadeo sofocado. En ese mismo espacio de tiempo, por lo menos media docena de elbos oscuros dispusieron sus armas en actitud de ataque hacia Lancelot.

– ¡Que no se mueva nadie! -gritó el joven-. Si dais un paso más, ¡le rompo el pescuezo!

La mayoría de los elbos optaron por no disparar. Sólo dos o tres continuaron acercándose, pero abandonaron cuando vieron que él doblaba la cabeza de Morgana un poco más hacia atrás.

– Y ahora podemos seguir hablando -dijo el caballero.

– No… no… puedo… respirar…

– Vaya… -respondió Lancelot-. ¿No acabas de explicarme que aquí no existe la muerte? Y ya que estamos: ¿te gustaría pasar el resto de tus interminables días atada al palo de una escoba para que tu cabeza no caiga descontrolada sobre tus hombros?

– ¡Déjalo ya, estúpido! -vociferó el elbo-. ¡No tienes ninguna oportunidad!

Su aseveración tenía una parte de verdad. Frente a él se levantaban más de una docena de espadas y lanzas, y prefería no saber las que tenían su espalda como diana. En vez de hacer caso, tiró un poco más de la cabeza de Morgana, lo que estuvo al borde de ahogarla. Un instante después aflojó el brazo de nuevo.

Morgana jadeó en busca de aire.

– Tú… estás loco -gimió-. Tu muerte… será mil veces peor… que la que… te tenía… te tenía destinada. No sabes con quién te las estás viendo.

– ¿Con una bruja? -conjeturó Lancelot.

– Vas a pagar por esto -le amenazó Morgana. Le costaba mucho hablar, pero eso hacía su amenaza mucho más evidente.

– Seguramente -respondió Lancelot-. Pero por el momento las cosas parecen estar de mi parte. ¡Dile a tu gente que se vaya!

Morgana se rió, sólo durante un instante, el tiempo que Lancelot tardó para tirar con más fuerza de su cuello. En su nuca sonó un chasquido y el joven decidió tener más cuidado. No quería matarla.

– Lo digo en serio. ¡Manda a vuestra gente lejos si no quieres morir!

– Ya… habéis oído… lo que ha… dicho -jadeó Morgana-. ¡Desapareced!

El elbo que era el capitán del grupo dudó.

– Señora…

– ¡Desapareced! -Morgana intentaba gritar, pero sólo conseguía emitir jadeos entrecortados; a pesar de ello, el guerrero titubeó un momento más, luego dio a sus seguidores la señal de partida. Cuando él mismo iba a girar su caballo, escuchó la voz de Lancelot:

– ¡Alto!

El elbo lo miró lleno de odio.

– ¡Mi espada! -demandó Lancelot-. Devuélvemela. Con cuidado y la empuñadura hacia mí. Y no hagas nada que provoque el sufrimiento de tu señora.

– Dale la maldita espada de una vez, estúpido -ordenó Morgana.

El elbo oscuro hizo lo que ella le pedía, muy despacio y con visible disgusto. Lancelot pudo intuir lo que rebullía en su cabeza. Podría matarle en menos de un segundo, pero no se atrevió. Él ejercía tal presión en el cuello de Morgana que un solo movimiento involuntario bastaría para romperle el pescuezo. Por otra parte, Lancelot se preguntaba cuánto tiempo más aguantaría aquella tensión. Los músculos de su brazo derecho estaban contraídos y le dolían terriblemente.

Cogió la espada con rapidez, le indicó al elbo que se marchara y le pegó tal empujón a Morgana que ésta resbaló de la silla y cayó al suelo. Cuando intentó levantarse, Lancelot le puso la punta de la espada en la garganta y Morgana se quedó en una posición casi grotesca, a medio camino entre sentada y agachada.

– ¡No intentes trucos conmigo! -dijo Lancelot en tono de amenaza-. ¡Sé muy bien de lo que eres capaz! Un movimiento en falso y te atravieso la garganta.

Morgana se levantó muy despacio. Sus ojos desprendían odio.

– ¡No creo que lo sepas, estúpido mozo de cocina! -escupió llena de odio-. Pero lo sabrás, te lo prometo.

Lancelot hizo un movimiento con la cabeza.

– ¡Vamos!

– ¿Adonde? -Morgana no se movió.

– Me llevarás de regreso -ordenó Lancelot-. ¡Date la vuelta y vamos!

Morgana obedeció, aunque de mala gana. Lancelot siguió amenazándola con la espada y ella pareció tomarlo en serio. Sin embargo, hacía ya tiempo que él tenía sus dudas de que pudiera matarla. Matar a una persona en medio de la batalla ya era bastante malo, pero por lo menos uno podía engañarse diciendo que era legítima defensa. Pero, ¿clavarle una espada por la espalda? Aquello sería puro asesinato.

Abandonaron el claro. El caballo de Morgana los seguía como una sombra. Cuando llevaban ya un rato caminando a través de los lisos troncos blancos, de pronto Morgana sacudió la cabeza y dijo:

– ¿Te crees de veras que vas a escapar? Realmente, eres más tonto de lo que pensaba.

– Por muy tonto que sea, ahora mismo la espada la tengo yo -respondió Lancelot.

Morgana se rió y sacudió de nuevo la cabeza, pero esta vez él se dio cuenta de que aquel gesto le servía para escudriñar el bosque a derecha e izquierda.

– ¡Qué estúpido! -dijo ella-. ¿Te crees que mis hombres se han ido a su casa, como si no hubiera pasado nada?

No, Lancelot no lo había creído ni por un segundo. Pero si tenía que ser sincero, no había planeado nada, tampoco lo que vendría a continuación. Había reaccionado sin más, aprovechando las oportunidades que se le presentaban, sin pensar en lo de después.

– Los tuata -dijo-. Llévame con ellos.

Morgana hizo una mueca de desprecio.

– Nunca. Me matarían en el acto.

– Si no lo haces, te ocurrirá lo mismo aquí -le amenazó Lancelot.

Morgana se quedó quieta, se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos. Su cara mostró una sonrisa Fina y malvada.

– Entonces, hazlo -dijo-. Una muerte rápida es un favor en comparación a lo que me espera con los tuata. Pero no creo que te atrevas. Si lo pienso bien, no creo que tú seas capaz de asesinar a alguien a sangre fría.

– ¿Quieres descubrirlo? -preguntó Lancelot desafiante, aunque interiormente estaba casi desesperado. Había sido un error mirar a Morgana a los ojos. Ella había leído en ellos como en un libro abierto.

Como para demostrar que sí, levantó la mano. Sus finos dedos rodearon la hoja de la espada rúnica. Poco a poco empujó la espada hacia abajo, hasta que la punta alcanzó directamente la altura de su corazón.

– Alcánzame -dijo retándole-. No tengas miedo. Es muy sencillo. Sólo un pequeño empujón. Ni siquiera lo sentirás.

Lancelot maldijo, tiró la espada hacia atrás y, al mismo tiempo, con la otra mano le propinó un golpe que le hizo tambalearse de espaldas. No había empleado mucha energía, pero llevaba un guantelete de hierro. Morgana chocó contra un árbol y se dio con la nuca en el tronco.

Todavía estaba aturdida en el suelo cuando alrededor de Lancelot todo el bosque cobró vida. Sombras y resplandores negros surgieron entre los árboles, y oyó voces excitadas y un golpeteó de cascos recubiertos de metal; como si la oscuridad de alrededor se hubiera vuelto viva para caer sobre él desde todas direcciones. Como había dicho Morgana, los elbos oscuros los habían seguido en la distancia. Esta vez no podía esperar ninguna misericordia de ellos, la cosa estaba clara.

Saltó sobre el caballo de Morgana y salió al galope.

Para su alivio, el unicornio negro acató sus órdenes y, en pocos segundos, alcanzó una velocidad tan fantástica como la de su compañero blanco del otro mundo. A ello contribuyó que el suelo del bosque estaba libre de matas y los troncos se encontraban muy separados entre sí. Tras breves instantes cruzaba el aire como un dardo, diez veces más veloz que cualquier caballo normal, tan rápido como para dejar atrás a todos sus perseguidores.

Lancelot volvió la cabeza, recibió un susto de muerte y tuvo que cambiar de opinión.

A todos los perseguidores que no cabalgaran sobre unicornios también. Desgraciadamente aquello no servía para los elbos oscuros. Cinco o seis de las figuras vestidas de negro iban tras él y estaban ganando terreno. Eran, sencillamente, los mejores jinetes.

Sin embargo, Lancelot no pensaba claudicar. Aquel extraño bosque tenía que terminar antes o después. Tal vez en terreno abierto podría galopar lo suficientemente deprisa para dejarlos atrás. Se inclinó sobre el cuello del animal y aflojó las riendas.

Cada vez más veloces recorrieron el bosque. Cuando, un trecho después, Lancelot volvió la vista atrás, comprobó que el número de los perseguidores se había reducido a tres. Pero aquellos tres se habían aproximado mucho. Y que fueran tres, treinta o uno daba lo mismo. Lancelot acababa de experimentar que no podía vencer ni a uno sólo de aquellos espantosos guerreros negros.

Y de pronto el bosque terminó. Frente a él había una pendiente suave que llevaba a la orilla de un pequeño lago. En la pradera y, abajo, en el agua, pacía una manada de unicornios blancos.

El animal de Lancelot se encabritó atemorizado y la reacción del jinete no fue lo bastante rápida. Se agarró al pomo de la silla para aguantarse mejor, pero no pudo evitar desequilibrarse y caer al suelo. Los cascos del caballo estuvieron a punto de patearlo. Asustado, Lancelot ocultó la cabeza entre los hombros, el gesto le hizo perder apoyo y salió rodando pendiente abajo. A medio camino del lago, consiguió sobreponerse y sentarse con cierta comodidad.

Lo que vio le pareció asombroso.

El unicornio negro que acababa de deshacerse de él se encontraba en la linde del bosque y piafaba nervioso en el sitio. Sus orejas se movían ininterrumpidamente. Había algo en aquel lugar que le producía mucho miedo.

Lancelot miró a todos lados, alarmado. Fuera lo que fuera aquello que le daba tanto miedo a un ser fabuloso y casi invulnerable como aquél, era suficiente para mantenerle a él sobre aviso. Avalon podía ser el país de los elbos y los seres fabulosos, pero no por eso dejaba de ofrecer múltiples peligros.

Sin embargo, no vio ningún monstruo ni otro ser maligno. Los únicos seres vivos que había entre el bosque y el lago eran los unicornios blancos.

Los animales habían dejado de pacer o beber agua y miraban con atención al bosque. El unicornio negro siguió piafando intranquilo un rato más, y luego se dio la vuelta y desapareció entre los árboles.

Tan sólo unos segundos después, tres elbos negros salieron galopando del bosque.

También sus animales se espantaron en cuanto aparecieron en el claro, pero los jinetes lograron con su pericia que no se desbocaran. Se mantuvieron sobre ellos y consiguieron que se pusieran al trote y, luego, se pararan entre el bosque y Lancelot. Extrañamente, no se abalanzaron sobre él, sino que se quedaron quietos, mirando indecisos a su alrededor.

También los unicornios habían levantado la cabeza y miraban con atención a los tres recién venidos. Dos, tres animales dieron un paso vacilante en su dirección, y se quedaron parados de nuevo.

Lancelot se levantó con precaución y corrió hacia el agua, y, en ese mismo momento, se armó la revolución.

Dos elbos se lanzaron a su captura y los unicornios se desmandaron en todas direcciones como había hecho su hermano negro.

Los elbos ni siquiera pudieron aproximarse a Lancelot. Cinco, seis, siete unicornios chocaron contra los flancos de los animales. Uno de los corceles, enfundado en su barda negra, cayó al suelo con un relincho estridente cuando el cuerno torneado de un unicornio atravesó rechinando su armadura. El otro permaneció sobre sus patas, pero dio un traspié y tiró a su jinete. El elbo cayó sobre la hierba y, desde allí, vio cómo los unicornios atacaban al tercer guerrero que se había quedado junto al bosque. El elbo ordenó a su caballo que reculara deprisa mientras Lancelot seguía corriendo hasta meterse en el lago; luego se quedó quieto y miró hacia atrás.

Lo que vio le provocó escalofríos.

Los dos guerreros habían conseguido levantarse y huían hacia el bosque al borde del pánico. Los unicornios ya no parecían preocuparse de ellos, ahora empleaban toda su energía en abalanzarse sobre sus hermanos negros. El que había caído no estaba en condiciones de levantarse, y el otro no tenía muchas posibilidades más. Ambos acabaron hechos pedazos. Lancelot no había presenciado nunca tanta rabia y falta de piedad como la que demostraron los unicornios por sus hermanos de raza. Incluso cuando los animales ya hacía rato que no se movían, continuaban pateando los sangrientos cadáveres y ensartándolos con sus horripilantes cuernos.

Era una visión cruenta. Aquellos fabulosos animales blancos se habían transformado en demonios bañados en sangre y la orilla del lago era ahora el escenario de una pesadilla convertida en realidad.

Lancelot, conmovido, permaneció un rato observando aquel horror. Finalmente dio un paso en dirección hacia la orilla y volvió a pararse.

Uno de los unicornios se había separado de sus víctimas y su mirada lo enfocaba a él. Su cara y su cuello estaban cubiertos de manchas rojas y de su cuerno goteaba la sangre. La expresión de sus ojos era sanguinaria.

Y estaba dirigida a él.

Lancelot dio un paso atrás. Bajo sus pies sentía el fondo escurridizo y tuvo que hacer esfuerzos por mantener el equilibrio.

El unicornio se estaba aproximando despacio. El chispazo de sus ojos no se había atenuado y Lancelot comprendió que no podía esperar indulgencia de aquel ser. Él no pertenecía a aquel lugar. Si regresaba a la orilla, aquellos monstruos acabarían con él como habían hecho con los unicornios negros.

Y tal vez no sólo en ese caso…

El animal dio un paso más y penetró en el agua. El brillo de rabia de su mirada se acrecentó y separó los belfos, como si se tratara de un perro rabioso que mostrara los dientes amenazador.

Lancelot se echó para atrás, buscando separarse del animal, pero resbaló y se cayó al agua. Intentó incorporarse con rapidez y, seguramente, lo habría conseguido de no haber dado otro paso hacia atrás. En el suelo escurridizo había…

Nada más.

Su pie dio en el vacío. Tras él se abría un abismo que no tenía fin. Lancelot se venció hacia atrás, braceó desconcertado intentando de algún modo evitar la caída, pero no lo consiguió. Se cayó al agua de espaldas y el peso de la armadura lo arrastró como una piedra hasta el fondo.

Y así acabó la pesadilla. Lancelot rodó con un grito, se impulsó hacia arriba con los brazos extendidos y comenzó a atragantarse entre jadeos, convencido de que iba a vomitar agua fangosa y lodo. Pero todo lo que salió por la visera abierta de su yelmo fue un poco de saliva. Su cuerpo temblaba. El suelo sobre el que se movía estaba seco y cubierto de agujas de pino, y no resbaladizo como el del fondo del lago. No se veía tu una gota de agua en los alrededores.

Se encontraba recostado sobre un matorral espinoso, cuyas espinas habían logrado introducirse a través de las ranuras de la armadura y le estaban pinchando por todos lados.

Se incorporó y, con algo de desconcierto, logró ponerse de rodillas. Miró a todos lados. El lago, en el que había estado a punto de morir ahogado, se había transformado en un bosque, un bosque muy normal con árboles normales, entre los que crecían arbustos y maleza. En el suelo no había unicornios muertos, ni vivos que pudieran herirlo con su cuerno o patearlo hasta causarle la muerte. Y tampoco hombres con las orejas puntiagudas, enfundados en armaduras negras y montados sobre gigantescos animales. No estaba en la gruta de cristales, bajo las ruinas de Malagon, pero tampoco en el bosque marfileño y, con toda probabilidad, ni siquiera ya en Avalon.

No. Lancelot corrigió sus pensamientos. No es que no se encontrara ya allí, es que no había estado nunca. No existía aquel lugar. Avalon y la Tir Nan Og eran leyendas, igual que sólo existían los elbos en los mitos y los cuentos. No tenía ni idea de dónde se hallaba y de cómo había llegado hasta allí. Una mirada al cielo le confirmó que era primera hora de la mañana. El sol acababa de salir y aquellos no eran, sin duda, los bosques umbríos y pantanosos de Malagon. No había que fantasear mucho para imaginar lo que había sucedido. El fuego mágico de Morgana había logrado aturdirle. De alguna manera había conseguido sobrevivir a él y salir de Malagon; debía de haber pasado todo el día y la noche sucesiva errando sin rumbo fijo, hasta que finalmente se había desplomado de cansancio y tenido aquella absurda pesadilla.

Esa teoría se sustentaba sobre una base muy poco sólida, pero era mil veces mejor que pensar que había estado realmente en aquel misterioso mundo lleno de seres fabulosos y elbos.

Se levantó y obtuvo la prueba de que, definitivamente, no había sido más que un sueño. El elbo oscuro, que lo había desarmado, le había quitado también el escudo; sin embargo, ahora lo llevaba a la espalda y la espada seguía también en su cincho.

Lancelot se volvió y emitió un silbido. Un momento después, se oyeron los cascos de un caballo y apareció el unicornio entre los árboles. A pesar del alivio que le produjo verlo, titubeó antes de acercarse a él. Ahora lo veía con otros ojos. Ilusión o no, tenía muy claro que aquel animal no era una simple criatura fantástica, sino también una fiera peligrosa.

Apartó aquella idea de su cabeza, cogió impulso, se montó sobre la silla y guió al unicornio en lo que creía era dirección sur. Muy seguro no estaba, porque un detalle sí hubiera preferido de su sueño: cabalgar por el bosque marfileño. El bosque real en el que se encontraba era tan espeso que el techo de hojas sólo le permitía intuir el sol, pero le impedía verlo con claridad y, por tanto, no podía orientarse por su posición. Más de una vez estuvieron a punto de enredarse en los matorrales y continuaron gracias a la descomunal fortaleza que empleaba el unicornio para abrirse paso entre las zarzas.

Pero el camino no fue muy largo. Aunque le pareció que habían transcurrido horas, en realidad no estuvieron más de diez minutos por el bosque y pronto empezó a clarear. Instantes después, el unicornio dio los últimos pasos entre los árboles y Lancelot lo mandó parar tirando de las riendas.

Ante él había una estrecha senda, que bordeaba la orilla cubierta de altos juncos de un pequeño lago.

Y lo más inquietante fue que conocía aquel lago.

Lancelot lo reconoció enseguida y sin el menor signo de duda. Era el lugar en el que había visto al hada Morgana por primera vez. El lago en el que había encontrado la armadura.

Se quedó mucho tiempo sobre el unicornio, contemplando la quietud del agua. Se sentía aturdido porque lo último que imaginaba era que hubiera llegado allí por simple casualidad. Seguramente llevaba un día y una noche errando por el bosque, pero no sin meta fija. Algo dentro de él -tal vez, el Dulac que de algún modo seguía existiendo en lo más profundo de sí mismo- lo había llevado hasta el lago.

Y creía saber por qué.

Un rato después, desmontó y fue con paso lento hacia la orilla. De pronto todo tenía un sentido, incluso el lago en el que creía haberse hundido en su sueño.

Mientras seguía mirando al lago sin verlo realmente, comprendió por fin todo lo que había ocurrido durante las últimas semanas. Lo que él había hecho.

Había matado personas. Había desengañado y herido a todos aquellos que le habían importado en alguna ocasión, y había perdido a las dos únicas personas a las que había querido. Horas antes, incluso había estado a punto cometer un asesinato a sangre fría.

Y todo había comenzado con aquella armadura. Lo que había tomado como un regalo, se había convertido en una verdadera maldición que, en pocos días, había transformado su vida en un cúmulo de desgracias. Si la conservaba un solo día más, tal vez ya no le quedaría la fuerza suficiente para arrojarla de su lado.

Ahora sabía por qué Dulac lo había llevado justamente hasta allí. Aquél era el lugar donde había encontrado la armadura y aquí la dejaría de nuevo. Por él podría quedarse cien o, incluso, mil años en el agua, hasta que encontrara a otro. Tal vez no supondría una maldición para su nuevo dueño.

Se quitó el casco, lo aguantó un momento entre sus manos y lo arrojó dibujando un gran arco en el aire. Cayó sobre el agua con un chapoteo y tardó unos segundos hasta hundirse definitivamente.

Algo dentro de él se encogió como un gusano pisado. El sentimiento de pérdida era tan fuerte que sentía verdadero dolor corporal. Tardó minutos en encontrar la energía suficiente para quitarse el guantelete izquierdo, y más minutos aún para que le siguiera todo lo demás.

Lancelot necesitó casi media hora para desprenderse de la armadura completa. Por último, se metió en el agua hasta la cintura para acabar de hundir todas las piezas. A pesar del temblor que le causaban aquellas aguas tan frías, se sentía profundamente confortado. La armadura había desaparecido, y con ella Lancelot. El chico desnudo, que no paraba de tiritar en medio de aquellas aguas congeladas a dos metros de la orilla, era de nuevo Dulac. Y se sentía infinitamente, infinitamente aliviado.

– Te vas a acatarrar si sigues mucho tiempo más en el agua helada.

Dulac se pegó tal susto que el agua de su alrededor se agitó formando olas concéntricas.

Lo que vio casi le llevó a dar un grito.

El unicornio había desaparecido. En su lugar había otro caballo, de igual color y casi de su mismo tamaño, pero de miembros más estilizados. Sobre él montaba una joven delgada, cubierta con una capa blanca, que le miraba con una sonrisa burlona.

– Lady… Gi… nebra -tartamudeó-. Pero… quiero decir, ¿cómo…?

– Veo que por lo menos recuerdas mi nombre -continuó Ginebra con su burla-. Después de tanto tiempo. Me siento honrada.

Dulac miró a su alrededor buscando la manera de escapar. No la había. Podía esconderse tras los juncos, que tenían la altura de un hombre, pero eso era todo.

– Realmente, deberías salir del agua -siguió Ginebra-. Hace demasiado frío para bañarse.

Ese era el siguiente problema.

– ¿Podríais… ser tan amable, Mylady, de alcanzarme la ropa? -preguntó-. Está en la orilla.

Ginebra miró desde el caballo en todas direcciones y encogió los hombros.

– No veo ninguna ropa.

– ¿Estáis segura?

– Completamente segura -respondió Ginebra-. Te la deben de haber robado -añadió-. El mundo es malo. Hay ladrones y pillos por todas partes. Pero quizá haya sido cosa del viento, ¿qué opinas tú? Aunque no parece soplar.

Dulac se mordió el labio inferior. El tono de la voz de Ginebra era de pura mofa. ¿Cuánto tiempo debía de llevar allí observándolo?

– En cualquier caso, tenemos un problema. Tú no puedes estar toda la vida en el agua muriéndote de frío, ¿no te parece?

– Pero tampoco puedo salir -respondió Dulac-. Mis cosas han desaparecido.

– Mmmm… -hizo Ginebra-. Entonces, ¿qué podemos hacer?

– Podría seguir congelándome un rato más -propuso Dulac.

– Sí, podrías -contestó Ginebra con seriedad-. Pero también podrías ponerte mi capa -desabrochó la fíbula de oro que sujetaba la prenda y con un elegante movimiento dejó que ésta cayera sobre su brazo derecho.

– ¿Vuestra capa? -de pronto Dulac deseaba ser de nuevo Lancelot. El no sabía qué decir ni cómo comportarse. En su papel de Caballero de Plata seguro que no le habría ocurrido.

– ¿A qué esperas? -preguntó Ginebra extendiendo hacia él el brazo con la capa, pero sin hacer ni el amago de acercarse un poco más-. Puedes cogerla con toda tranquilidad. Está limpia.

No había nada que Dulac deseara más. Estaba realmente congelado. Pero para eso tendría que salir del agua y, tras haberse quitado la armadura y el jubón, no llevaba absolutamente nada en el cuerpo.

– No es por eso, Mylady -dijo avergonzado.

– ¿No? -se asombró Ginebra-. Entonces, ¿qué? Te irá bien. Somos más o menos de la misma altura.

Sus ojos brillaban con picardía y a Dulac le resultaba imposible enfadarse con ella. Al contrario, de pronto tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no reírse a carcajadas, aunque aquello no cambiara el hecho de que realmente se encontraba en una situación cada vez más incómoda. Temblaba de frío y sentía que sus labios comenzaban a amoratarse. El agua estaba gélida.

Por fin, Ginebra se apiadó de él; se inclinó sobre la silla y colgó la capa de un arbusto que crecía junto a la orilla. Luego giró su caballo y desapareció en el recodo del camino por el que también lo habían hecho en su día Mordred y el hada Morgana.

Dulac echó un vistazo a derecha e izquierda y después salió deprisa del agua, descolgó la capa de la rama y se envolvió con ella. Tenía los dedos tan ateridos de frío que tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la capa no se le escurriera, lo que le habría colocado en una situación todavía más embarazosa, ya que tras breves minutos Ginebra apareció de nuevo tras el recodo. Su expresión era tan irónica como antes y Dulac se imaginó que debía de tener un aspecto realmente ridículo, allí en la orilla, descalzo, envuelto en su capa y castañeteando los dientes de frío.

Pero, por el momento, le daba exactamente lo mismo. Se arropó más con la capa, que era de una tela muy fina pero suave y cálida. Y, además, olía como el pelo de su dueña. Cuando Ginebra se acercó, él se separó un poco hacia atrás, pero se topó con un arbusto mientras ella seguía guiando su caballo hacia delante. La joven dama se detuvo y desmontó a un escaso metro de distancia de él.

Se quedó un rato quieta, mirándolo como si él le ofreciera desde aquella posición una visión diferente a la que tenía desde la grupa del caballo. Por fin, dijo:

– Ya casi había perdido la esperanza de volver a verte.

A Dulac le gustó la palabra «esperanza». Pero no se atrevió a otorgarle un significado que seguramente no tenía. En los últimos tiempos se había llevado demasiadas decepciones como para soportar una más. No dijo nada, sólo sonrió con timidez.

– Arturo creía que no ibas a regresar nunca más -añadió Ginebra.

– Debe de estar muy enfadado conmigo -imaginó Dulac.

– ¿Enfadado? -Ginebra sacudió la cabeza-. No. Desilusionado. Muy desilusionado, ¿sabes? Quería hacer por ti todo lo que estaba en sus manos, y tú saliste corriendo.

– No salí corriendo -respondió Dulac impulsivo-. Quiero decir… Yo… yo no…

– … no te fuiste por cobardía -acabó la frase Ginebra, ladeando la cabeza-. Eso lo sé, tan bien como Arturo, si me lo preguntas. Quizá él piensa que eres desagradecido, pero desde luego no cobarde -encogió los hombros-. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

– Aquí y allá -contestó Dulac evasivo-. Por todas partes.

– Salvo en Camelot -precisó Ginebra.

Dulac se limitó a asentir con la cabeza. El interrogatorio al que le estaba sometiendo le resultaba cada vez más incómodo. Por otro lado, ¿qué esperaba?

De nuevo pasó un buen rato en el que tan sólo se miraron sin hablar y, a pesar de que la sonrisa continuaba en la boca de Ginebra, él intuyó que aquella situación también era incómoda para ella. No era el único que se sentía… azorado.

– Podrías haber regresado, ¿lo sabes? -preguntó Ginebra de pronto.

¿Regresado? ¿Adonde?

Aunque no había pronunciado la pregunta en voz alta, Ginebra pareció leerla en sus ojos, pues contestó:

– A Camelot. Arturo no habría tenido nada en contra -inmediatamente corrigió sus palabras-: Arturo no tiene nada en contra.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Dulac con desconfianza.

– Porque me lo ha dicho -respondió Ginebra. Parecía esperar una determinada reacción de su parte. Pero como ésta no llegó, encogió los hombros con un ligero gesto de decepción y se dio la vuelta. Dulac temió que se dirigiera a su caballo y se marchara sin más de allí, pero ella dio tan sólo unos pasos y se sentó con las rodillas dobladas sobre el musgo que había delante del bosque. Dulac la siguió sin pensarlo y se sentó a su lado; no tan cerca como habría deseado, pero bastante más de lo que era conveniente.

De nuevo fue como si ella hubiera leído sus pensamientos, porque dijo:

– No te preocupes. Nadie va a vernos. Estoy sola.

– ¿Aquí? -Dulac se giró-. ¿No es demasiado peligroso?

– Ahora pareces Arturo -dijo Ginebra-. Pero no tengas miedo. No me puede pasar nada. Crecí en un lugar como éste, ¿sabes? En estos bosques no me atraparían ni los bárbaros más bárbaros.

Con la convicción con que lo dijo no había más remedio que creer sus palabras. De pronto, se aproximó hacia él y reposó la cabeza sobre su hombro. Dulac sintió un brusco escalofrío.

– Vengo aquí a menudo -continuó-. Casi cada día; cuando logro salir de la ciudad, claro.

– ¿Por qué? -Dulac levantó la mano con cuidado, esperó que el suelo se abriera para tragárselo y, finalmente, rodeo los hombros de ella con su brazo. El cielo no cayó sobre él, pero Ginebra se aproximó un poquito más. El corazón de Dulac comenzó a latir a mil por hora.

– Esto es muy bonito -dijo ella, un rato después-. Este lugar me recuerda a mi hogar. Me encontraron en un lago como éste, ¿sabes?

– ¿Os encontraron? -Dulac estaba tan asombrado que estuvo a punto de retirar el brazo de sus hombros.

– Sí -confirmó Ginebra-. Mis padres no… no eran mis verdaderos padres. Me recogieron de niña, porque ellos no tenían hijos. Nunca me lo dijeron; pero, tras su muerte, Uther me contó que me habían encontrado de bebé en la orilla de un lago -con la cabeza señaló el agua mansa y rió en silencio-. Podría haber sido éste mismo…

– ¿Este… lago? -murmuró Dulac. Se había quedado casi sin habla.

Ginebra se rió de nuevo.

– Sé lo que quieres decir. Sería demasiada casualidad. Pero era un lago como éste. A veces, cuando me siento en la orilla, entonces… casi lo percibo.

– ¿Os encontraron… en un lago? -repitió Dulac. Su voz temblaba tanto que ella levantó la cabeza de su hombro y lo miró extrañada antes de asentir.

– Nadie sabe quiénes son mis verdaderos padres -aseguró-. Tal vez fueran demasiado pobres para criar a un hijo. Tal vez hayan muerto ya -hizo un movimiento vago con la mano-. Para qué hablar de algo que ocurrió hace mucho tiempo y que no tiene marcha atrás. Mi padre no quería que yo lo descubriera, pero Uther opinaba que debía saberlo.

Dulac continuó sin decir nada. Seguía mirándola sin más. Ni siquiera se había dado cuenta de que sus manos temblaban.

– Parece que hayas visto un monstruo -dijo Ginebra riendo, pero con un tono algo inseguro-. ¿Estás decepcionado porque no corre sangre azul por mis venas?

– No, no… no es eso -balbuceó Dulac-. Sólo que…

Me acabas de contar mi propia historia, casi palabra por palabra.

Pero no lo dijo. ¿Cómo podría? Y, aunque hubiera podido, ¿cómo iba a creerle?

– Parece un cuento, lo sé -dijo Ginebra cuando vio que él no seguía hablando-. Normalmente no se lo cuento a nadie. Sólo lo sabía Uther, y ahora Arturo… y tú. Pero tienes que darme tu palabra de que no se lo dirás a nadie.

En lugar de hacer lo que ella esperaba y darle su palabra, preguntó:

– ¿Arturo?

– Pronto seremos marido y mujer -recordó Ginebra-. No tenemos secretos entre nosotros. También hablé con Arturo sobre ti.

– Sobre… ¿mí?

– No debes tener miedo -aseguró Ginebra-. Arturo no lo aceptaría nunca, pero me confesó que estaba un poco celoso de ti.

– ¿Celoso?

– Es un hombre -respondió Ginebra, como si eso lo explicara todo-. Pero después de que desaparecieras, se hizo muchos reproches. Me prometió que, si querías, podrías quedarte en Camelot.

Hasta entonces a Dulac le había resultado difícil atender a las palabras de ella, sus pensamientos seguían dando vueltas a la increíble confidencia que le había hecho. Pero ahora abrió los ojos de par en par. Claro, eso era lo que había querido Arturo: que estuviera lo más lejos posible de Camelot. Y, sobre todo, de Ginebra.

– Es cierto -aseguró Ginebra-. Lamenta lo que hizo. También se culpa porque le prometió a Dagda que se ocuparía de ti. Estoy segura de que se alegrará cuando regreses -de pronto hizo una mueca-. Sobre todo porque tu sucesor en la cocina armó una buena.

– ¿Tander?

– Sí. Robó todo lo que pudo y se embolsó unas monedas de oro que le dio Arturo para ir a comprar al mercado.

– ¿Sólo eso? -Dulac no se había llevado ninguna sorpresa-. Creía que la cosa iba a ser mucho más grave.

– Dale tiempo -respondió Ginebra en tono serio.

– ¿Por qué Arturo no lo manda a paseo o deja que se pudra un mes en las mazmorras? -Dulac supo la respuesta antes de que se la dijera Ginebra.

– Porque Arturo es Arturo -dijo ella-. Dice que ya llegará el momento de que Tander pague sus deudas.

– Sí -gimió Dulac-. Eso es muy de Arturo.

Ginebra sonrió, pero luego se puso seria de nuevo. Se separó un poco de él, le miró profundamente a los ojos y dijo:

– Vuelve a Camelot, Dulac.

– ¿Por qué? -preguntó Dulac-. ¿Porque Arturo me necesita? Acabará con Tander sin mi ayuda.

– Porque yo te necesito.

– ¿Vos? -el corazón de Dulac saltó de alegría. Jamás se habría atrevido a desear escuchar aquellas palabras de su boca. Y ahora las había pronunciado.

– Necesito un amigo, Dulac -contestó Ginebra-. Estoy muy sola en Camelot.

– Pero… vos misma dijisteis…

– Sé lo que dije -le interrumpió Ginebra. En su voz y su mirada había una seriedad que le provocó escalofríos-. Y eso es lo que pienso, entonces y ahora -dudó un momento-. ¿Crees que podrías ser sólo mi amigo?

– Arturo no lo permitiría nunca -respondió él, pero Ginebra negó con la cabeza.

– Sí, si se lo pido -dijo.

– ¿Estáis tan segura?

– Claro que sí -afirmó Ginebra-. Le he prometido que en mi corazón no hay lugar para otra persona, y voy a cumplirlo. Arturo lo sabe -lo miró interrogante-. ¿Vendrás conmigo?

Dulac no respondió enseguida, sólo miró al lago. «Tal vez -pensó-, existe algo parecido al poder del destino, pero si es así, tiene un peculiar sentido del humor». Justo en aquel lugar había obtenido todo lo que había soñado. Ese sueño se había transformado en una pesadilla y, ahora que, en ese mismo lugar, acababa de deshacerse de la armadura y de la espada mágica, por lo que parecía, iba a regresar a su vida de antes. Quizá hubiera algún sentido para todo aquello; pero, si era así, él se sentía incapaz de descubrirlo.

– ¿Bueno? -preguntó Ginebra-. ¿Qué quieres hacer? ¿Seguir dando vueltas por los bosques, alimentándote de setas y raíces? ¿O venir conmigo a Camelot? Como mucho tendrás que escuchar una reprimenda de Arturo, que en ningún caso irá en serio…

Dulac meditó largo rato, aunque en el fondo no había mucho que meditar. Hasta aquel momento no se había visto obligado a llevar esa vida en los bosques, de la que ella hablaba, pero si se montaba a caballo y salía cabalgando, tendría que acabar por hacerlo. No había ningún lugar al que perteneciera, ningún sitio adonde pudiera ir, literalmente nadie que conociera y, menos todavía, una sola persona que quisiera ayudarle. La inminente guerra había proyectado una sombra sobre el país y, aparte de que pudiera barrer el suelo y escanciar el vino, no tenía especiales habilidades. No aguantaría mucho en el bosque, alimentándose de raíces y setas; como mucho el próximo invierno acabaría congelado o muerto por alguna otra causa.

Y si regresaba a Camelot, por lo menos permanecería cerca de Ginebra.

En lugar de decir todo aquello en voz alta, hizo un movimiento de cabeza y preguntó con una sonrisa algo turbada:

– ¿Y realmente creéis que Arturo no tendría nada en contra si regresara con vos… desnudo y cubierto por vuestra capa?

Ginebra comenzó a reír a carcajadas. Por lo visto, tampoco las ropas eran un problema, y menos todavía, el regreso a Camelot. Ginebra no había dicho toda la verdad cuando aseguró estar sola. Se montó sobre su caballo y se alejó sin dar ninguna explicación. Pocos minutos después, apareció de nuevo arrastrando por las riendas un nuevo caballo ensillado y, sin decir nada tampoco, tiró al suelo un hatillo que contenía unas botas de finísima piel, unas calzas de tela gruesa y una blusa blanca. Ignoró por completo su pregunta sobre la procedencia de aquellos objetos, así como su mirada, que la invitaba a cerrar los ojos o, por lo menos, a darse la vuelta mientras se vestía, de tal modo que se vio obligado a hacerlo sin quitarse la capa blanca, que a esas alturas ya estaba empapada y se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.

Ginebra observó sus movimientos con franca diversión. En cuanto el joven acabó y se quitó la capa mojada, se acercó un poco y señaló con la cabeza el caballo sin jinete que estaba a su lado.

– ¿Podrás montarte tú solo o corto unas cuantas ramas y te construyo una escalera? -preguntó en son de burla.

Dulac se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua y señalando al animal, preguntó con desconfianza:

– ¿De dónde ha salido?

– Del establo de Arturo -respondió Ginebra-. Y date prisa. Mi doncella se estará poniendo nerviosa. Y me temo que mi guardia personal también.

– ¿Guardia personal? -Dulac se dio la vuelta sobresaltado-. ¿A qué guardia os referís? ¿Y cuál doncella?

– Pues a mi guardia y a una doncella -Ginebra entornó los ojos-. Soy la futura reina de Camelot.

Dulac comenzó a retorcer la capa mojada.

– ¿Y de dónde proceden estas ropas? -volvió a preguntar él.

– Son mías -respondió Ginebra y, cuando vio la mirada interrogativa de sus ojos, encogió los hombros y luego continuó-: A veces… cabalgo campo a través. O me pongo a galopar. Para esos casos estas ropas son más adecuadas.

Eso debía de ser; pero, de repente, Dulac se debatía entre pensamientos contrapuestos. Algo de aquella ropa que ahora llevaba le había parecido raro desde el principio, y ahora sabía el qué. Era bonita y de mejor calidad que cualquier prenda que había poseído. Pero eso no quitaba que fuera ropa de mujer…

– ¿Qué dirá Arturo si yo vuelvo vestido con vuestra ropa? -preguntó.

Ginebra se encogió de hombros.

– No creo que se dé cuenta. En estos momentos Arturo tiene demasiadas cosas entre manos como para fijarse en mis vestidos. Y si se fijara, ¿qué crees que diría si tú fueras desnudo en vez de llevar esto?

Dulac prefirió no pensar en ello. Tras un último titubeo, se montó sobre el caballo. Seguía sin creer que su regreso a Camelot fuera a transcurrir de manera tan sencilla como Ginebra imaginaba.

En todo caso, tal vez tendría la oportunidad de encontrar algo parecido a un hogar. Con Ginebra a su lado lo peor quedaba atrás.

Por lo menos, eso creía en aquel instante.

Todavía no había visto Camelot.

Ginebra no sólo iba acompañada de dos doncellas, sino que también llevaba cuatro guerreros que formaban su guardia personal. Verlos tendría que haber tranquilizado a Dulac, pero sucedió justamente lo contrario. Antes, nadie necesitaba una guardia personal cuando abandonaba Camelot.

Cabalgaban tan deprisa que las doncellas tenían serios problemas para no caerse. Sin embargo, tardaron más de una hora en avistar Camelot. Y cuando ocurrió, la visión le produjo a Dulac tal horror que tiró de las riendas de su caballo y lo clavó en el suelo.

La silueta de la ciudad se había transformado. Era como si, en el castillo, le hubieran dado un mordisco a la torre del homenaje; había menguado más de un tercio. En cuanto a la muralla exterior, parecía que un gigante la hubiera golpeado con un martillo. Y también varias casas estaban deterioradas, algunas casi destruidas.

Como detuvo el caballo tan de improviso, Ginebra siguió cabalgando un rato más antes de darse cuenta de que él ya no montaba junto a ella. La dama dio la vuelta y se alineó al lado de Dulac.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

Dulac levantó el brazo y señaló con la mano temblorosa la ciudad. Le costaba trabajo incluso hablar.

– ¿Qué… qué es lo que ha sucedido… aquí? -logró articular por fin.

– El terremoto -entre las cejas de Ginebra se formó una profunda arruga.

– ¿Terremoto? ¿Pero… qué… qué terremoto? -preguntó Dulac con desaliento.

– El gran terremoto de hace cuatro semanas -dijo Ginebra.

¿Hacía cuatro semanas? Dulac la miró con desconcierto, callado.

– ¿No sabías nada? -Ginebra parecía sensiblemente consternada-. Tienes que haber estado muy lejos si no has oído hablar de él.

«¿Muy lejos?», pensó Dulac. Sí, realmente había estado muy lejos. Más lejos todavía de lo que ella se podía imaginar.

Ginebra hizo un movimiento de cabeza.

– Sigamos. Pero no te asustes, porque la ciudad no tiene buen aspecto.

Y no había exagerado nada, más bien se quedó corta. Cuanto más se acercaban a Camelot, más rastros de destrucción descubría. La muralla no había desaparecido por completo en ninguna zona, pero en varias partes se había quedado a la mitad de su altura. No quedaba ninguna sección completa de los túneles de defensa, y la puerta por la que entraron colgaba torcida de los goznes. Ni una sola casa intacta. Muchísimos tejados se habían hundido o venido abajo del todo. Enormes grietas se abrían en las paredes de los edificios y, en algunos casos, habían tenido que poner vigas para apuntalarlos. También pasaron por delante de casas, que ya eran únicamente montones de escombros y piedras de la altura de un hombre. Tras el asalto del ejército picto, Camelot había sido de nuevo arrasada y con mucha más saña.

La angustia de Dulac crecía a medida que se aproximaban al castillo, porque allí los destrozos eran todavía mayores. Una parte del muro se había caído y docenas de artesanos bajaban y subían por los andamios, iban y venían como hormigas entre las ruinas, para intentar arreglar los desperfectos, aunque era evidente que no podrían reparar todos los daños. El techo del castillo se había desplomado y lo habían sustituido por un armazón de troncos recién cortados, y el último tercio de la torre había desaparecido por completo. Dulac intentaba representar en su cerebro el momento en que la torre se había venido abajo, pero su fantasía capitulaba ante aquella tarea. Debían de haber llovido piedras, literalmente.

– ¿Cuántas…? -murmuró, tragó con dificultad el nudo que tenía en su garganta y comenzó de nuevo-: ¿Cuántas personas murieron?

Ginebra sacudió los hombros.

– Ninguna.

– ¿Ninguna? -se aseguró Dulac con incredulidad.

– Fue un milagro, lo sé -respondió Ginebra-. Cuando sucedió, imaginé que todos íbamos a morir. Hubo muchos heridos, pero ni un solo muerto en el castillo, y tampoco en la ciudad.

– ¿Estabais aquí? -preguntó Dulac asustado, y enseguida se dio cuenta de lo tonta que había sido la pregunta.

– Fue horroroso -en la voz de Ginebra había un dejo que le hizo comprender el miedo que le producía la sola mención de la tragedia-. La tierra tembló como… como un animal a punto de morir. Tres veces.

Dulac detuvo su caballo con un tirón de las riendas y la miró con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Tres… veces? -se asombró.

Ginebra asintió.

– La primera sacudida no fue muy fuerte -explicó-. Lo suficiente para mover unos cuantos muebles y despertarnos a todos.

– ¿Despertaos? -el corazón de Dulac comenzó a latir más deprisa-. ¿Fue poco antes de la salida del sol?

Ginebra frunció la frente.

– Al principio del amanecer -afirmó-. ¿Cómo lo sabes?

– Has dicho que os había despertado -contestó Dulac con reserva mientras empezaba a temblar. No podía ser cierto. ¡No aquello! Si había un Dios, ¡no podía haber sucedido así!-. ¿Y fueron… tres sacudidas? ¿Precisamente tres?

– La tercera fue la peor -dijo Ginebra-. Pensé que ya había pasado todo, pero… -el recuerdo ensombreció su mirada-. La torre del homenaje… ¡estalló! Los trozos salieron volando hasta la muralla exterior. ¡Fue como si un gigante la hubiera golpeado con un martillo invisible!

«¿O un estúpido con una espada?», pensó Dulac. Se sentía aturdido. Un horror frío y profundo se había apoderado de él.

Poco a poco soltó la mano derecha de las riendas y la levantó ante sus ojos. Cada vez temblaba más. No podía reprimirlo. La sensación de frío se acrecentó. Esa había sido la mano que había empuñado la espada. ¡El, sólo él, era el responsable de aquella devastación! Y si Morgana no se lo hubiera impedido…

No, no se sintió con fuerzas de concluir aquel pensamiento.

Dejó caer la mano y siguió cabalgando. Ginebra lo miró pensativa, pero no dijo nada, se limitó a continuar a su lado.

A pesar de la amargura del camino, había un rayo de esperanza. Muchas de las personas con las que se cruzaban se quedaban paradas e interrumpían sus labores para saludar a Ginebra o regalarle una sonrisa. Estaba claro que todos los habitantes de Camelot la querían mucho. Sería una reina amada por su pueblo. Igual que Arturo fue una vez un rey amado por su pueblo.

Por fin alcanzaron Camelot. El patio estaba tan atestado que se vieron obligados a desmontar y entrar a pie. Habían amontonado los cascotes a los lados, pero todo estaba lleno de piedras, vigas, tejas y otros materiales de construcción, y una brigada de artesanos se ocupaba de arreglar los desperfectos.

Dulac iba a dirigirse a Ginebra para hacerle una pregunta, pero no pudo ser, pues en ese momento se abrió la puerta y aparecieron Arturo, Galahad y Leodegranz. Braiden los siguió un poco después. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo, lo que demostraba que, a pesar del mucho tiempo transcurrido, su herida todavía no estaba curada. Los otros tres caballeros tenían, sin embargo, muy buen aspecto.

Sobre todo, ver a Sir Leodegranz tan saludable provocó un gran alivio en Dulac. Había enterrado el pensamiento en lo más recóndito de su cerebro, pero todavía le aguijoneaba el temor de ser responsable de la muerte del caballero de la Tabla Redonda.

Cuando Arturo lo vio, se quedó parado y una expresión de sorpresa se dibujó en sus facciones. No precisamente, una expresión de alegría, como pudo constatar Dulac con cierta incomodidad. Tal vez las apreciaciones de Ginebra en relación con los sentimientos del rey habían sido demasiado optimistas. Pero ahora ya no podía echarse atrás, y menos cuando ella lo cogía del brazo y comenzaba ya a subir las escaleras.

– ¡Arturo, mira a quién me he encontrado! -dijo excitada.

El entrecejo de Arturo se hizo todavía más profundo mientras examinó a Dulac con una mirada que lo recorrió de la cabeza hasta los pies.

– Sí -dijo-. Recuerdo que se nos perdió alguien. Lo has encontrado, ¿dices? ¿Puedo preguntar dónde?

– En el lago -respondió Ginebra-. He salido a cabalgar, y al llegar allí, estaba en el agua.

– Y por lo que veo ha perdido la ropa. ¿Se la ha llevado la corriente?

Dulac iba a responder, pero Ginebra se le adelantó.

– Sus ropas estaban hechas jirones -dijo-. Cuatro semanas en el bosque no les han sentado muy bien. No quería presentarse ante ti cubierto de harapos.

La mirada de Arturo confirmó qué opinaba de aquella respuesta, pero se conformó con ella. Durante un momento más miró a Dulac de la misma manera no demasiado agradable, luego se giró e intercambió unas palabras con los caballeros, que Dulac no pudo comprender, porque éstos comenzaron a alejarse. Después se dirigió de nuevo al joven.

– Así que estás aquí de nuevo -empezó-. Lo creas o no, me alegro de verte otra vez, ileso además. Tenía verdadero miedo de que los pictos te hubieran matado o secuestrado.

– Casi lo hicieron -improvisó Dulac-. Yo… lo siento mucho, señor. Cuando los vi salir del bosque, me entró un ataque de pánico y salí corriendo. Uno de los bárbaros me persiguió. Pude quitármelo de encima, pero me perdí en el bosque. Yo… quería regresar para pelear con vosotros, pero cada vez me metía más profundamente…

Arturo esbozó una leve sonrisa.

– No te hagas reproches -dijo-. Tuvimos bastante ayuda. Si hubieras vuelto, quizá te habría costado la vida. Pero, ¿dónde has pasado todo este tiempo?

Dulac miró a su alrededor y al final optó por elegir la respuesta que imaginó esperaba Arturo.

– Yo… yo habría regresado, pero… no me atreví. Tenía miedo de que me castigarais por mi cobardía.

– ¿Cobardía? -Arturo subió la ceja izquierda-. No tiene por qué ser un signo de valentía combatir solo contra cien hombres armados. Más bien de estupidez. ¿Qué habrías hecho si Ginebra no te hubiera encontrado? ¿Pasar el resto de tus días como un ermitaño en el bosque? -se rió-. Pero bueno, ahora que ya estás aquí de nuevo, pensaremos qué hacer contigo.

– ¿Hacer? -Dulac miró incómodo en torno a sí.

– Tu antiguo puesto está ocupado -respondió Arturo-. Le he traspasado a Tander la responsabilidad de la cocina y de la despensa de Camelot.

– Ya… me lo ha contado Gin… -Dulac se corrigió rápidamente-: Lady Ginebra.

Su equivocación no pasó inadvertida al rey, pero no dijo nada.

– Vayamos abajo y veamos si encontramos una ocupación para ti. En todo caso, tu padrastro se alegrará de volver a verte.

Dulac tenía sus dudas. Si Tander había pensado alguna vez en él, seguro que habría sido para alegrarse de que estuviera lejos. Por supuesto, no lo dijo, sino que se volvió obedientemente cuando Arturo le indicó con un gesto que lo acompañara. Antes de marcharse, el monarca le dijo a Ginebra:

– Es bueno que lo hayas encontrado y traído hasta aquí. Pero… has vuelto a ir al lago. Te pido encarecidamente que no vuelvas a hacerlo. Fuera de las murallas de la ciudad no estás segura.

– Me han acompañado cuatro de tus guerreros.

– Ni siquiera cuatrocientos guerreros podrían garantizar tu seguridad -contestó Arturo. Parecía más enfadado que preocupado-. El ejército de Mordred todavía no ha sido aniquilado. Galahad acaba de referirme que se ha topado con el rastro de un gran número de soldados, que evidentemente no nos pertenecen. Preferiría que no abandonaras Camelot. Por lo menos, durante una temporada, hasta que vuelva a ser seguro.

– Pero tenía un buen protector -respondió Ginebra señalando a Dulac con una sonrisa-. No podía pasarme nada.

– Sí -suspiró Arturo con rostro resignado. Tenía poco sentido discutir con Ginebra.

Una vez que la futura esposa de Arturo desapareció en el castillo, se pusieron en camino hacia el sótano. Dulac, que precedía al rey, contaba con que, en cuanto llegara al final de la escalera, sería recibido por un sartenazo o un pucherazo; por supuesto, no sucedió así. Pero tuvo otra sorpresa.

La cocina se había transformado por completo. Aquel mal olor que siempre lo impregnada todo había desaparecido. Las paredes estaban recién encaladas y habían sustituido el viejo caldero abollado de Dagda por una nueva y reluciente olla de cobre. Lo mismo valía para el resto de los cacharros y la mayor parte del mobiliario. El recinto lucía acicalado y luminoso. Tander había hecho un buen trabajo. Pero Dulac también estaba seguro de que para eso había hurgado en las arcas de Arturo, y con las dos manos.

Tander no se encontraba allí, pero Dulac creyó oír su voz en el cuarto vecino. Cuando se iba a dirigir hasta allí, Arturo negó con la cabeza.

– Aquí han cambiado muchas cosas, ¿no crees? -su voz había sonado baja, como si no quisiera que le oyeran desde la otra habitación-. Tander ha hecho un buen trabajo. Y la comida también sabe mejor. La pena es que me esté robando tan descaradamente -suspiró y siguió más bajo todavía-: Échale un ojo de vez en cuando y mantenme al corriente, pero que no se dé cuenta de nada -subió el tono de la voz-: ¡Tander!

El posadero surgió como una aparición de la nada. En su rostro se reflejaba una expresión de asombro, que no parecía muy real. Estaba claro que había estado escuchando. Dulac se preguntó cuánto habría oído.

– Te traigo un nuevo ayudante -informó Arturo.

– ¿Un… ayudante, señor? Pero no tengo…

– Siempre hay trabajo para un par de manos más -dijo Arturo-. El chico conoce todo esto y te será de gran utilidad. Hasta que le encontremos otra ocupación, te ayudará en la cocina.

– Como ordenéis, señor -Tander bajó la cabeza humildemente, sin atreverse a replicar. Se quedó en esa posición hasta que el rey se dio la vuelta y se marchó, y aún esperó unos segundos más para estar completamente seguro de que Arturo no le oía-. Así que el protegido de Arturo vuelve con nosotros -dijo luego-. Qué alto honor. Ahora que ya no contábamos contigo. ¿Dónde te has metido todo este tiempo, bribón?

– Por aquí y por allá -contestó Dulac sacudiendo los hombros-. La mayor parte del tiempo estuve en Avalon peleándome con unos guerreros elbos que pretendían acabar conmigo.

Tander jadeó.

– No exageres, zagal -dijo; sus ojos brillaron-. Seas o no el protegido de Arturo, te puedo dar una somanta cuando me plazca.

Dulac no lo dudaba. Ni tampoco que Tander esperaba cualquier pretexto para empezar a repartírsela. Pero, de pronto, ya no le daba miedo. Tander no podría hacerle nada ni la mitad de malo que lo que había soportado aquellos días pasados.

– ¿Qué tengo que hacer? -preguntó en lugar de enzarzarse en una discusión que no conducía a nada.

Tander lo taladró con una mirada de enfado, pero por unos instantes pareció pensar seriamente en aquella pregunta. Mientras lo hacía, Dulac pasó por delante de él y fue hacia la habitación de al lado. No la reconoció. Lo único que estaba igual era la chimenea en la pared de enfrente. Seguramente Tander también la habría tirado abajo si no hubiera estado fuertemente empotrada en la pared. Sin embargo, el cuarto que había sido de Dagda se encontraba ahora atestado de cachivaches y provisiones en una tremenda confusión. Dulac estaba turbado.

– ¿Dónde… dónde están las cosas de Dagda? -preguntó tartamudeando.

– ¡No sabía que podían interesarte! -refunfuñó Tander-. Cuando tuve que recoger todo aquel galimatías con mis propias manos, no te preocupaste. No sé qué tienes ahora que…

– ¡Los libros de Dagda! -le quitó la palabra Dulac, mientras se daba la vuelta y miraba a Tander con unos ojos tan refulgentes, que el hombre retrocedió instintivamente un paso levantando las manos, como si tuviera de pronto miedo de que el chico le pegara-. ¡Sus notas! ¡Todas sus cosas! ¿Qué hiciste con ellas?

– Arturo… lo mandó retirar casi todo -respondió rápidamente-. Los libros y los rollos de papel. Lo que quedó lo tiré yo mismo. Sólo eran cacharros viejos que ya nadie quería.

– ¿Tirado?

Jamás. Seguro que lo había vendido, por lo menos todo lo que pudiera reportarle algo de dinero, y lo demás lo tendría escondido en algún lugar.

– Claro -aseguró Tander. Su cara ardía de rabia-. ¿A ti qué te importa, granuja? Te pasas semanas dando vueltas por ahí, y en cuanto regresas ¡te comportas como si fueras el mismo rey! ¡Creo que ha llegado el momento de recordarte las buenas maneras!

Levantó el brazo para demostrar que la amenaza iba en serio y darle un golpe, pero entonces sucedió algo muy extraño: Dulac se lo quedó mirando, muy tranquilo, sin temor y también sin odio. Y Tander paró a mitad movimiento. Por espacio de un momento, mantuvo la vista fija en el joven, luego dejó caer el brazo y dio un paso hacia atrás, ya sin fuerzas para continuar con los ojos clavados en el chico.

– De momento no tengo nada que puedas hacer aquí -dijo-. Desaparece. Ve a la posada, allí hay trabajo suficiente. Wander te dirá lo que puedes hacer.

– El rey Arturo ha dicho…

– ¡Sé lo que ha dicho el rey Arturo! -le cortó Tander con ira-. Mañana ya te habré encontrado un trabajo, pero ahora márchate. Tengo cosas que hacer.

Dulac imaginó que quería borrar las últimas huellas de sus pillajes. Podría haberse negado y quedarse allí sin más, haciendo prevalecer el mandato de Arturo, seguro que lo habría conseguido. Pero sólo habría logrado que Tander desconfiara más.

Se fue sin decir una palabra.

La posada era uno de los pocos edificios de la ciudad que no habían sufrido daños durante el terremoto. Tander y sus hijos habían dedicado las últimas semanas a reparar los rastros de la incursión de los pictos. Wander se mostró muy asombrado de volver a ver a Dulac; pero, por el contrario que su padre, lo asaetó a preguntas sobre lo que había hecho y dónde había estado.

Dulac respondió como pudo y, tras un rato, Wander comprendió que no tenía ganas de hablar de aquella temporada y le encomendó un trabajo. En realidad, sólo era un quehacer. No tuvo que trabajar tanto como si hubiera estado el propio Tander allí, y antes de que empezara a anochecer el hijo del posadero le comunicó que ya había sido bastante por aquel día y que podía ir a comer algo.

Dulac había pasado la tarde limpiando las alcobas del piso de arriba, acondicionándolas para los clientes que pudieran llegar, y se quedó muy asombrado cuando vio que Wander había servido la cena en la mesa grande de la posada, en lugar de en la cocina, como acostumbraba. Se sentó, pero miró dubitativo a Wander antes de atreverse a extender el brazo para coger la sopera. Era una sopa espesa, muy caliente, con mucha verdura y grandes trozos de carne, una exquisitez que pocas veces se permitían cuando era Tander el que imponía las órdenes en la cocina.

– ¿Y si vienen clientes? -preguntó, indicando la puerta con la cabeza.

– Hay otras muchas mesas vacías -respondió Wander lapidario. Rompió un pedazo de pan, lo mojó en la sopa, luego se lo metió en la boca y continuó hablando con ella llena-. Además, no van a venir.

– ¿Por qué no van a venir? ¿Está cerrada la posada?

– No -respondió Wander-. Pero ya no viene nadie. El último huésped apareció por aquí hace tres semanas -sacudió los hombros-. Has visto la ciudad. Las personas tienen mejores

cosas que hacer que venir a esta posada. Y desde que los bárbaros rodean Camelot, no viene gente de fuera.

Dulac dejó caer el pan.

– ¿Desde que… los bárbaros nos rodean? -repitió-. La mayor parte del tiempo me he escondido en los bosques…

– Tendrías que haberte tropezado con ellos -dijo Wander- porque los bosques están infestados de pictos. Dicen que Mordred está movilizando un ejército para atacar Camelot.

– ¿Y Arturo no va a hacer nada en contra?

– ¿Qué puede hacer? -preguntó Wander-. Ha mandado patrullas y, por su parte, está formando un ejército también. Sus caballeros están adiestrando a una tropa de quinientos o seiscientos hombres, Sander es uno de ellos. Pero eso es todo lo que Camelot puede permitirse en cuestión de armamento.

Sus palabras asustaron a Dulac más de lo que quiso aparentar. ¿Un ejército? Camelot nunca había necesitado un ejército. Hasta aquel momento, Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda era lo único de lo que disponían para protegerse.

– ¿Entonces va a haber una guerra? -preguntó en un tono muy bajo.

– Eso parece -respondió Wander con dureza-. Arturo asegura, siempre que tiene oportunidad, que Mordred no será tan estúpido como para atacar Camelot, pero en realidad no se lo cree ni él mismo.

– Eso no encaja con el Arturo que yo conozco -murmuró Dulac.

Arturo se ha transformado desde que Lancelot ya no está aquí -confirmó Wander-. Siente remordimientos.

– ¿Por qué?

En vez de responder, Wander hizo un gesto de renuncia con la mano.

– No quiero contribuir al cotilleo de la corte -dijo-. Yo no estaba allí. ¿Por que no se lo preguntas a el?

Dulac se inclinó sobre su plato. Había enfadado a Wander, aunque no sabía muy bien por qué. Comieron en silencio durante un rato, luego Dulac cambió de tema.

– Si no vienen más huéspedes, ¿de qué vivís?

– El rey paga bien -respondió Wander.

«Y lo que no paga, lo roba Tander», pensó Dulac. Pero, por supuesto, no lo dijo en voz alta. Wander lo sabía de sobra. Cambió de tema de nuevo.

– ¿Qué se dice de la próxima boda?

Wander saboreó el caldo con pan y sacudió los hombros.

– Se celebrará sin duda, pero, si me lo preguntas, no me parece un momento adecuado. El pueblo no tiene ganas de grandes celebraciones estando como están las hordas de Mordred con la antorcha encendida a punto de tirarla sobre nuestro tejado.

– Tal vez no haya guerra -dijo Dulac, pero esas palabras no convencieron ni a sus propios oídos.

Wander no se tomó ni la molestia de contestarlas. Siguió sorbiendo la sopa y, por fin, empujó el plato medio vacío hacia atrás mientras decía:

– Sí, quizás.

¿Por qué Arturo no hacía nada? Dulac meditó sobre todo lo que acababa de oír, pero cada vez le veía menos sentido. El Arturo que él conocía no se habría limitado a cruzarse de brazos esperando que los pictos atacaran. Habría organizado un plan, algo. Y ese algo no se habría reducido a formar a unos cientos de hombres, que no tendrían la menor posibilidad en una guerra abierta.

– Se ha hecho tarde -dijo Wander de pronto, y se levantó-. Arregla la mesa y vete a dormir, para que mañana temprano puedas dedicarte a tus nuevas ocupaciones en Camelot. Puedes dormir en una de las habitaciones de arriba, están todas vacías.

Se marchó. Dulac hizo todo lo que le dijo, pero le costó aceptar su ofrecimiento y acostarse en una de las camas de arriba. Seguro que eran más cómodas y blandas que la paja sobre la que dormía habitualmente, pero el granero era ya como su casa. Y no podía ni imaginarse lo que diría Tander cuando regresara y lo encontrara durmiendo en una de las camas de los huéspedes.

Estaba cansado, pero evitó tomar todavía la decisión sobre dónde dormiría y optó por salir de la casa. Acababa de hacerse de noche, pero la ciudad de Camelot ya se había ido a dormir. Sólo el cielo sobre el castillo relucía rojo por el reflejo de las numerosas antorchas que iluminaban el patio y los distintos corredores. Había algo que no había cambiado: las luces del castillo permanecían mucho más tiempo encendidas que las de la ciudad; allí las noches eran mucho más cortas. Se preguntó si Arturo y sus caballeros estarían en aquel momento cenando alrededor de la Tabla Redonda.

Y si Ginebra estaría con ellos.

Dulac dio un respingo. Hasta aquel instante había logrado apartar de su cabeza los pensamientos sobre Ginebra, pero ahora que ya estaban allí fueron creciendo y desplazaron a todo lo demás. Veía la cara de la joven con tanta claridad como si estuviera realmente allí y su corazón se transformó en un témpano de hielo.

Había sido un error regresar. Creía que tendría una segunda oportunidad y encontraría de nuevo su hogar. Pero no era cierto. Su hogar -aquello de lo que formaba parte- ya no existía. ¿Y Ginebra?

El solo pensamiento taladró su corazón como si se tratara de la afilada hoja de un cuchillo. Ella había dicho que lo necesitaba, como un amigo, y él pensó que eso le bastaría; pero tampoco eso era cierto. Estar a su lado y verla de vez en cuando no era suficiente. No podría soportar el dolor durante mucho tiempo.

Detrás de él crujió algo. Dulac se dio la vuelta sobrecogido, vio una sombra que se abalanzaba sobre él y se protegió instintivamente la cara con las manos. Pero su reacción llegó tarde. Algo le alcanzó con tanto ímpetu en el pecho, que se tambaleó hacia atrás unos pasos y cayó al suelo.

Dulac tensó los músculos en el acto, se tiró en pos de su atacante… y respiró tranquilo cuando una larga y áspera lengua de perro comenzó a lamerle la cara sin tregua.

– ¡Lobo! -gritó entre jadeos-. ¡Para de una vez! ¡No puedo respirar!

Realmente era Lobo el que había saltado sobre él. Y el pequeño terrier no tenía ninguna intención de terminar con sus exageradas muestras de cariño; al contrario, comenzó a lamerle con más ganas mientras brincaba sobre su pecho y su cuello, hasta que a Dulac no le quedó otra elección que agarrarlo con las dos manos y levantarlo en el aire. Lobo pataleaba con tanta alegría que le costó verdadero trabajo sostenerlo en vilo. El perro gruñía de contento mientras agitaba la cola, y cuando Dulac lo puso de nuevo en el suelo, saltó otra vez sobre él, de tal manera que el joven tuvo que renunciar, auparlo en brazos y acariciarlo con ternura.

También Dulac se alegraba de volver a verlo. Tenía que confesar, para su vergüenza, que se había olvidado de él completamente. Sin embargo, ahora se daba cuenta de lo que le había faltado el perro. Al fin y al cabo, Lobo había sido el único amigo que había tenido durante todos aquellos años.

Estuvo por lo menos diez minutos largos acariciando al perro con las dos manos, antes de que éste se calmara lo suficiente como para que pudiera dejarlo en el suelo. Lobo pasó unos segundos más corriendo entre sus pies mientras movía la cola, luego se marchó en dirección al granero, se quedó quieto, ladró, se dio la vuelta y regresó nuevamente. Repitió aquellos movimientos tres o cuatro veces, hasta que Dulac comprendió lo que pretendía.

– De acuerdo -dijo-. Voy.

Lobo quería entrar en el granero, que tenía la puerta cerrada. Por lo visto, el fiel animal llevaba todo aquel tiempo esperándole. Y con aquel comportamiento hizo que Dulac decidiera inmediatamente dónde pasar la noche. Por muy atractiva que le resultara la idea de una verdadera cama, aquel granero era su hogar. Tal vez, el único que le quedaba.

Lobo seguía saltando y, de pronto, comenzó a arañar la puerta con sus pezuñas.

Dulac sacudió la cabeza ante la impaciencia del animal, pero se dio más prisa en llegar al granero y empujar la puerta.

No se abría.

Dulac lo intentó de nuevo con el mismo resultado. Dio un paso atrás y fijó la vista en la gran puerta de dos hojas. En el cerrojo había dos grapas de hierro aseguradas con un grueso candado. Dulac las observó lleno de asombro. Un candado era un objeto costoso y Tander no era conocido precisamente por dilapidar el dinero. Además, en aquel granero no había nada valioso digno de ser robado.

Por lo menos, no lo había habido hasta entonces…

Lobo seguía arañando la puerta. El perrillo no podía comprender que le impidieran entrar en su hogar. También Dulac sacudió la puerta inútilmente durante un momento más, luego dio un paso atrás y paseó la vista inquisitivamente por la pared del granero. Aquella construcción ya era vieja cuando él llegó a Camelot, y los siguientes diez años todavía la habían deteriorado más. Tras unos instantes buscando, encontró un sitio en el que los maderos estaban lo bastante podridos para poder arrancar uno. Lobo se escurrió entre sus piernas y saltó dentro con rapidez. Dulac oyó sus jadeos en medio de la oscuridad mientras lo seguía con alguna dificultad.

No quería que se notara que había entrado en el granero clausurado, por eso había separado el tablón sólo lo suficiente para poder pasar y, después, lo puso de nuevo en su sitio, antes de levantarse y escudriñar el lugar.

Al principio no pudo ver nada con lo oscuro que estaba allí dentro. Le sobrecogía una extraña sensación. Aquel granero era prácticamente su casa, mucho más que la posada, y, sin embargo, ahora se sentía como un ladrón. ¿Por qué había puesto Tander aquel candado en la puerta? Si había algo por lo que Camelot era más conocido todavía que por su castillo y por su rey, era porque sus puertas permanecían siempre abiertas para todo el mundo. La mayor parte de ellas ni siquiera tenían cerrojo.

Dulac esperó a que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz de allí dentro; pero tampoco después descubrió nada extraño. La paja y las pacas de heno estaban amontonadas como de costumbre y el viejo carro de bueyes, que Tander había recibido años antes de un huésped que no podía pagar la factura, se encontraba en el mismo lugar de siempre. Dulac se paró de pronto, se dio la vuelta de nuevo y entrecerró los ojos para intentar ver un poco mejor.

Había algo en la silueta del carro que no encajaba y sólo tardó un momento en darse cuenta de lo que era: el carro, que en el curso de los años había perdido una rueda, tenía otra vez las cuatro y, además, estaba cargado.

Dulac se acercó y, con el ceño fruncido, examinó la nueva rueda y el grueso toldo que cubría la carga. Levantó la lona por una esquina y vio brillo de metal.

Su rostro se ensombreció cuando siguió levantando el toldo y descubrió todo lo que había allí escondido. Ahora entendía por qué Tander había cerrado el granero con tanto cuidado.

En aquel carro estaba todo lo que había desaparecido de las dependencias de Dagda. Los cacharros de cobre para cocinar, los platos y los vasos de estaño, y también algunas jarras de gran tamaño y varias piezas de plata. No era extraño que Tander no quisiera que entrara nadie allí. Y ahora comprendía la generosidad del posadero de ofrecerle una cama en una de las habitaciones para los huéspedes. Siguió examinando el botín de Tander con más detenimiento. Conocía cada objeto de aquel carro, y al recordarlos en la cocina de Dagda se apoderó de él un gran enojo. Tander lo había sustituido todo por piezas nuevas, seguramente de mucha menos calidad y por las que le había cobrado a Arturo un precio a todas luces excesivo. En cuanto le surgiera la oportunidad, vendería todos aquellos preciados objetos de cobre y estaño.

Detrás de él, Lobo gimoteó despacio. Dulac giró la cabeza y vio que el perrillo saltaba alrededor del tonel de agua que estaba al otro lado de la puerta. Tenía sed.

– Espera -dijo-. Te daré agua.

Cogió sin mirar un vaso del carro y fue hacia donde estaba el animal. El terrier dejó de saltar alrededor de la cuba, que le llegaba a Dulac sólo hasta la cintura, a pesar de que era cinco veces mayor que el perrillo, y miró a su amo agitando la cola.

– Ahora mismo te doy agua- le aseguró Dulac. Sólo cuando iba a meter el recipiente en la cuba para llenarlo, se dio cuenta de lo que había cogido: era la copa negra que durante años había permanecido en la alacena de la cocina, el mismo viejo cáliz con el que Sir Lioness había dado de beber a los caballeros en la misa antes de la batalla. Entonces ya se sorprendió de que hubiera elegido un cáliz así, que no era digno de un rey. Vaciló un momento y, pensativo, le dio vueltas entre sus manos. Incluso bajo aquella luz débil lo veía gastado y poco aparente; realmente no podía entender que Tander se hubiera tomado la molestia de robarlo. Seguramente había arramblado con todo lo que había caído en sus manos, sin mirarlo si quiera.

Pero de pronto le llamo la atención el peso de la copa. Le dio la vuelta y la acercó a una de las zonas iluminadas por los rayos de luz que entraban por las rendijas del techo y de las paredes, y arañó su superficie con la uña del pulgar. Bajo la capa de suciedad negra y pegajosa brillaba el metal. Plata, quizás oro. Y cuando miró con más detenimiento, descubrió dibujos grabados y unos bultos regularmente repartidos en el borde del recipiente; con toda probabilidad, la suciedad ocultaba una serie de piedras preciosas. No se trataba de una vieja copa gastada, sino, quizá, de la pieza más valiosa de todo lo que había en el carro.

Dudó un momento más, sin saber si emplearlo para lo que se había propuesto. Pero luego se dijo que Arturo no tendría nada en contra… porque ni lo sabía ni se enteraría nunca. Llenó el cáliz con agua del tonel, lo puso en el suelo y observó cómo Lobo sorbía con ganas.

La visión le produjo sed a él también. Esperó a que Lobo hubiera acabado, levantó el recipiente, tiró el resto del agua, e iba a servirse agua fresca cuando Lobo, de repente, emitió un gruñido profundo y amenazador mientras miraba hacia la puerta con las orejas tiesas.

Dulac se quedó quieto unos segundos, escuchando. No oyó nada, pero los sentidos del perro eran mucho más fuertes que los suyos. Si Lobo husmeaba algo allí fuera, es que aparecería antes o después.

Se dirigió de nuevo al carro y colocó la copa en su sitio, y en ese momento oyó un ruido: pasos, que se aproximaban deprisa hacia la puerta; luego, voces irreconocibles y el sonido de una llave en el candado.

Dulac se sintió presa del pánico. Alguien iba a entrar en el granero y el joven comprendió que tenía apenas unos segundos para esconderse. El problema es que allí no había prácticamente sitios donde hacerlo. Y no le iba a dar tiempo de subir por la escalera y llegar al sobrado. Oyó cómo saltaba el candado y alguien descorría el cerrojo.

Con toda celeridad puso el toldo tal como estaba y se ocultó en el único escondite que había -aunque ese nombre le iba un poco grande-: justo debajo del carro. En ese mismo instante se abrió la puerta y dos personas penetraron en el granero. La luz roja de una antorcha barrió la oscuridad, pero también resucitó a las sombras. Dulac se apretó contra el suelo y contuvo la respiración, pero sabía que aquello no le iba a proteger si uno de ellos miraba en su dirección.

No lo hicieron, pero se movieron al lado del carro. Dulac sólo pudo ver sus zapatos y los bordes de sus pantalones, pero estuvo seguro de que uno de los dos era el hijo de Tander. Sólo un instante después lo confirmó al oír la voz de Wander:

– Esto tiene que desaparecer antes de mañana por la tarde.

Alguien soltó un gemido y Dulac frunció el ceño cuando oyó responder a la voz de Evan:

– ¿Todos estos cacharros? ¡Es del todo imposible!

Quitaron la lona. Sonidos metálicos.

– Necesitaremos una semana para sacar todo esto de la ciudad sin que nadie se dé cuenta.

– Pero no tenéis tanto tiempo -respondió Wander irritado-. Estos cachivaches tienen que estar fuera mañana. Podría hacerlo solo, pero entonces más vale que no contéis con vuestra parte.

– ¡Alto ahí! -protestó Evan-. Nosotros hemos hecho todo el trabajo y ahora…

– … os rajáis en el momento definitivo -acabó la frase Wander, y al mover indignado la antorcha que llevaba en la mano, la luz parpadeó y las sombras empezaron a danzar renovadas-. No digo que sea así. Pero conoces a mi padre. Seguro que lo verá desde ese prisma.

Evan resopló.

– Tu padre es…

– … mi padre -le interrumpió Wander-. Así que piénsate bien lo que vas a decir.

Durante unos segundos, se hizo el silencio, mientras Evan, intranquilo, cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro.

– No entiendo a qué viene tanta prisa -dijo finalmente, pero en un tono más quisquilloso que enojado-. Estas cosas hace semanas que están aquí. ¿Por qué tenemos que correr tanto ahora?

– Porque Dulac ha vuelto.

– ¿Dulac? -se asombró Evan.

– Dulac -confirmó Wander-, sí. Imagínate, mi querido hermanastro está aquí otra vez. Y, por supuesto, se ha convertido otra vez en el niño bonito de Arturo. ¿Te imaginas lo que puede pasar si le cuenta al rey que echa de menos esto o aquello del castillo, y Arturo viene aquí y se lo encuentra en este carro?

– Os colgaría a todos -dijo Evan.

– Falso -le corrigió Wander-. No sólo a nosotros, también a ti y a tus amigos. ¿Ves como es mejor que pienses algo?

De nuevo sonaron ruidos metálicos y Dulac percibió ciertos movimientos por el rabillo del ojo. Su corazón pegó un brinco cuando reconoció a Lobo. El perrillo estaba a su lado con las orejas tiesas y enseñando los dientes. Gruñía tan bajo que Dulac casi no podía escucharlo, pero no pasaría mucho tiempo antes de que estallara en salvajes ladridos.

– Silencio -susurró Dulac-. ¡Lobo, por el amor de Dios, cállate!

Normalmente ése era el mejor método para que Lobo se pusiera a ladrar como un loco, pero sucedió el milagro: en lugar de ladrar, Lobo siguió con sus gruñidos de enfado, pero tan apagados que Wander y Evan no los oirían.

Por lo menos, eso esperaba Dulac…

Durante un buen rato reinó el silencio, sólo interrumpido por los ocasionales tintineos que provocaban Wander y Evan trasteando entre la carga del carro.

Luego, Evan preguntó:

– ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

– No lo sé -contestó Wander en tono de disgusto-. Y si fuera por mí, no habría regresado.

– ¡Entonces, échale sin más!

– ¡Como si fuera tan fácil! -Wander resopló enfadado. Algo rechinó y el corazón de Dulac latió con fuerza cuando vio que la copa con la que había dado de beber a Lobo caía del carro y rodaba hasta él. Wander renegó, se agachó y palpó el suelo intentando dar con el cáliz, mientras decía:

– Sigue estando bajo la protección de Arturo. Nadie entiende por qué, pero es así.

Dulac contuvo la respiración al ver que la mano de Wander no conseguía dar con la copa, pero se acercaba peligrosamente a Lobo. El terrier mostró los dientes y sus gruñidos se hicieron un poco más altos.

– Tal vez tengamos suerte y desaparezca otra vez -dijo Wander-. ¿Dónde está la maldita…? ¡Ah… aquí la tenemos!

Su mano asió el borde de la copa y Dulac respiró tranquilo cuando vio que el chico se levantaba sin mirar ni por un momento debajo del carro.

– En todo caso, lo que tiene que desaparecer son estos chismes -añadió Wander-. Esta noche lo he alojado en una de las habitaciones de los huéspedes, pero es curioso como un gato. Así que habla con tus amigos.

– Lo haré -aceptó Evan de malos modos.

– Y otra cosa -dijo Wander-. Mi padre sabe exactamente todo lo que hay en el carro.

– Me apuesto lo que sea a que es así -respondió Evan.

Dulac pudo oír cómo ponían la lona en su sitio, se daban la vuelta y se marchaban. Una vez que habían cerrado la puerta y echado el candado, el joven oyó cómo fuera sus voces se alejaban. No comprendió lo que decían, pero no parecía Lina conversación muy amistosa que digamos. Dulac cogió aire, pero tardó todavía unos minutos antes de atreverse a salir de debajo del carro y levantarse despacio. ¡Le había faltado muy poco! No quería ni imaginarse lo que aquellos dos habrían hecho con él si lo hubieran descubierto.

Esperó un rato más, antes de abandonar el granero para ir a la habitación que Wander le había ofrecido.

Aquella noche no pudo dormir mucho. La cama era blanda y cómoda, sí, pero demasiadas ideas rondaban por su cabeza como para poder conciliar el sueño. Bastante después de la medianoche, cayó en un sueño ligero, del que se despertó sobresaltado en más de una ocasión. Por fin, una hora antes de la salida del sol, no pudo más y se sentó en la cama.

La casa estaba en silencio. La frialdad de la noche que entraba por la ventana abierta le hizo temblar bajo la manta. Todavía se sentía agotado. Le escocían los ojos y los párpados le pesaban como si fueran de plomo. De todas maneras, no se tumbó de nuevo, sino que apartó la manta y se levantó. Aún era demasiado pronto para ir al castillo. Si la vida no había cambiado radicalmente, Arturo y sus caballeros llevarían tan sólo unas horas en la cama. El rey no se pondría muy contento si le despertaba ahora. Pero no tenía mucho tiempo. Dentro de dos o tres horas como mucho, Tander lo aguardaba en Camelot y, con toda probabilidad, no le quitaría el ojo de encima en todo el día. Y Arturo olvidaría su enfado por haberle arrancado tan pronto del sueño en cuanto Dulac lo acompañara al granero. Al fin y al cabo, él mismo le había encargado que vigilara los movimientos de Tander.

Se vistió las calzas y la camisa, cogió las botas y bajó descalzo por las escaleras. Sólo cuando hubo abandonado la posada, cerrando silenciosamente la puerta tras de sí, se sentó en el último escalón y se puso las botas.

Una sombra pequeña y peluda salió de la oscuridad y lo miro con los ojos brillantes y agitando la cola. Dulac sonrió a Lobo y, con la mano izquierda, le rascó entre las orejas mientras con la otra intentaba subirse las botas demasiado estrechas. Lobo había desaparecido cuando él abandonó el granero, pero eso no le sorprendió. Lobo no entraba en la casa, porque a Tander no le gustaba y, en cuanto lo veía, comenzaba a darle patadas; pero, sobre todo, porque allí se encontraba tan incómodo como el propio Dulac. Aunque el joven no solía dormir en una cama tan blanda como la de la noche pasada, se sentía muy contento de estar al aire libre. El pertenecía allí, y no a aquel cuarto con su cómoda cama, y sabía que a Lobo le sucedía lo mismo. Seguramente el perrillo no había comprendido que él fuera a pernoctar en la posada, y lo había estado esperando afuera durante toda la noche.

Para su asombro, Lobo no se quedó mendigando sus caricias hasta lograr que Dulac acabara con la mano paralizada de cansancio. En lugar de eso, un instante después, dio unos pasos hacia atrás y emitió un sonido que Dulac nunca le había escuchado: una extraña mezcla entre gruñido, lloriqueo y ladrido sordo, que obligó al joven a volver la cabeza, desconcertado, y mirar en su dirección.

Lobo ya no agitaba la cola. Enseñando los dientes, miraba a la oscuridad del otro lado de la calle.

Allí se movía algo. Dulac clavó sus ojos en esa dirección y descubrió una sombra que se acercaba, luego una segunda y una tercera…

Reconoció a los tres chuchos antes de que salieran de la negritud y empezaran a cruzar la calle. Frunció el ceño, enfadado. ¡Sólo le faltaban esos tres!

– Lobo -dijo a media voz-, ¡desaparece! Escóndete en algún sitio. Voy a tratar de retenerlos.

El perro no se movió; regañó y soltó un gruñido, no muy alto, pero tan profundo y amenazante que dejó muy claro que no le importaba en absoluto enfrentarse a uno de aquellos granujas.

Dulac se puso en pie, hizo un gesto de enojo en dirección al perro y se giró hacia los tres perros. No tenía miedo de ellos, pero eran lo bastante fuertes para darle problemas y, en ese momento, podría soportar cualquier cosa menos una avalancha de ladridos y aullidos justo bajo la ventana del dormitorio de Tander.

Los tres animales ya habían cruzado media calle y se aproximaban al mismo tiempo que iban distanciándose uno del otro para impedir a su víctima cualquier posibilidad de huida. Era la misma estrategia que solían emplear Evan, Stan y Mike para acorralarle a él. Los perros venían en son de pelea como también habían hecho sus amos.

Y también recibieron la misma desagradable sorpresa.

Dulac oyó un aullido de furia, se dio la vuelta, sobrecogido, y abrió los ojos como platos cuando vio que Lobo no había salido huyendo, sino que se disponía a embestir a sus tres enemigos enseñando los dientes y gruñendo belicoso. Por un momento los tres chuchos parecieron trastornados, pero rápidamente se echaron sobre el terrier con una andanada de ladridos. Dulac se quedó parado de la impresión; sin embargo, enseguida corrió en ayuda de Lobo.

Pero no fue necesario. Dulac dio dos, tres pasos, y se quedó quieto de nuevo para observar la escena.

Cada uno de los tres perros no sólo era cinco veces más grande que Lobo, sino por lo menos diez veces más fuerte. En un momento habrían tenido que despedazar al perrillo… pero ocurrió exactamente lo contrario.

Lobo corría enfurecido de un perro a otro. Se movía tan veloz que se había transformado en una sombra borrosa. Los tres perros intentaban clavarle su poderosa dentadura, pero no tenían la menor oportunidad de atinar. Por el contrario, Lobo siempre alcanzaba la meta que se proponía. Ya tras los primeros segundos, uno de los perros soltó un gañido estridente, se tambaleó hacia un lado y se cayó dos o tres veces mientras se alejaba de allí. Tenía la pata delantera izquierda desgarrada.

Por encima de Dulac se abrió el postigo de una ventana y sonó la voz airada de Tander:

– ¿A qué viene este condenado ruido? ¡Callaos de una vez, perros inmundos, o saco el látigo ahora mismo!

Los perros no le hicieron el menor caso. Los aullidos, ladridos y gruñidos de los combativos animales crecieron en volumen y Dulac se dio prisa en echarse hacia atrás para que Tander no le viera. La pelea estaba tomando tintes cada vez peores. El joven no podía ver más allá de un ovillo de cuerpos peludos entrelazados, pero su pequeño terrier le estaba demostrando que era muy capaz de defenderse por sí mismo. En todo caso, más valdría que se preocupara por los otros dos perros.

– ¡Esperad, bichos sarnosos! -gruñó Tander enfadado-. ¡Os voy a despellejar vivos!

Cerró con tanta fuerza las contraventanas que todo el marco crujió, y Dulac corrió dos o tres pasos más hacia atrás. Sería mucho mejor que Tander no lo viera. Miró a los perros un último momento, y luego se giró y salió huyendo de allí. Utilizó las sombras de las casas para cubrirse y, aunque corría muy deprisa, sus piernas no hacían el más mínimo sonido. Sólo cuando dejó toda la extensión de la calle atrás, se paró y miró hacia allí. Seguía siendo muy de noche y el cielo estaba lleno de nubes, de tal modo que ni la luna ni las estrellas iluminaban lo más mínimo. No pudo ver ni a Tander ni a los perros, pero oía sus lamentos todavía con más claridad: los ladridos iracundos se habían transformado en agudos gañidos, y Tander chillaba como una tendera del mercado a quien le hubieran robado su mejor repollo delante de sus propias narices. Pero pronto sus chillidos se convirtieron en aullidos de dolor. Por lo que parecía, se había acercado excesivamente a los perros.

Dulac sonrió con alegría, se dio la vuelta y se puso en marcha.

Tampoco en esta ocasión avanzó mucho, pues pronto oyó los cascos de un caballo. Se aproximaba un jinete.

Algo le dijo que era mejor no encontrarse con él. Dio dos pasos más hasta alcanzar una entrada estrecha y se metió en la penetrante oscuridad de una bóveda de techo bajo. Pegado a la pared y aguantando la respiración, espió lo que ocurría en la calle.

El ruido de los cascos se había acercado y retumbaba entre las paredes del oscuro dédalo de calles, pero no logró ver al caballero. Este no tenía la más mínima preocupación por silenciar los pasos de su caballo, y tampoco parecía tener prisa. Transcurrió más de un minuto antes de que Dulac lo divisara.

Y cuando lo reconoció, arrugó la frente, sorprendido.

Arturo no iba ataviado ni con su armadura ni con ninguno de sus lujosos trajes. Sólo llevaba una sencilla capa negra, y la capucha le cubría la frente completa. A pesar de ello, supo que era él sin ninguna duda: Arturo. Pero, ¿qué hacía allí a una hora en la que normalmente acababa de irse a dormir, y, además, disfrazado?

Dulac aguardó inmóvil, hasta que Arturo sobrepasó su escondite. Luego, salió del pasaje sin hacer ni un solo ruido, y le siguió. No era difícil. Arturo cabalgaba con lentitud y Dulac sólo tenía que procurar no acercársele demasiado para que el rey no le viera si giraba la cabeza de improviso.

Atravesaron Camelot por completo y se aproximaron a la Puerta Este. El último trecho Dulac tuvo que correr, pues Arturo adoptó un galope regular. Realmente no le importaba adonde iba el rey y, menos aún, para qué, pero estaba bastante claro que quería abandonar la ciudad. Lo mejor sería ahorrarse seguirle. Cuando estuviera fuera, cabalgaría a galope tendido y Dulac acabaría perdiéndolo.

Arturo desmontó y comenzó a manipular el cerrojo de la puerta. No parecía muy ducho en aquellas labores. Era evidente que no debía de hacerlo muy a menudo. Y no se veía a nadie en los alrededores que pudiera ayudarle, aunque lo normal es que allí estuvieran dos vigilantes. Dulac sospechó que el propio Arturo se había encargado de alejarlos para salir de la ciudad sin ser visto.

Mientras Dulac observaba las dificultades del rey con el cerrojo, sintió de pronto que, aunque se hubiera quitado de encima la armadura de Lancelot, no podía hacer lo mismo con su persona. Durante un periodo de tiempo se había engañado a sí mismo, creyendo haber pasado de Lancelot a Dulac, pero no era así. Dulac ya no existía. El contacto con el Caballero de Plata lo había borrado de un plumazo y, dado que Lancelot no existía tampoco, se había transformado en una persona totalmente distinta. Ni él mismo sabía en quién.

Dulac apartó aquellos pensamientos de su cabeza y escudriño cómo el rey montaba de nuevo y cruzaba la puerta. Como esperaba, Arturo no se tomó la molestia de volver a cerrar. Pero, en cuanto estuvo al otro lado de la muralla de la ciudad, picó espuelas a su caballo. Cuando él llegó a la puerta, el monarca estaba por lo menos a cincuenta pasos y galopaba hacia un bosquecillo cercano.

Tras unos segundos, el joven comprendió que no era un bosquecillo cualquiera. Era la pequeña arboleda donde se había topado con el unicornio la primera vez. No podía ser una casualidad. El joven atravesó la puerta y corrió hacia allí.

No tenía ninguna posibilidad de alcanzarle. Antes de que Dulac hubiera dado diez pasos, el rey ya había llegado a la arboleda y tiraba de las riendas de su caballo. Sin darse la vuelta siquiera, ató su corcel a la rama de un árbol y desapareció con paso ligero entre los árboles. Como entre la ciudad y la arboleda no había nada que le permitiera esconderse, Dulac olvidó cualquier atisbo de prudencia y salió corriendo.

Agotado, pero sin interferencias, llegó al bosquecillo y se quedó un momento quieto para escuchar, y también para coger aire. El caballo de Arturo, que estaba atado tan solo a unos pasos, giró la cabeza en su dirección y relinchó intranquilo, pero ése fue el único ruido que oyó. Si el rey estaba en las cercanías, actuaba de una forma muy silenciosa.

Dulac se quedó parado unos segundos más. No tenía ninguna razón para seguir al rey, y sobre todo, no tenía el mínimo derecho de hacerlo. Arturo no se pondría muy contento si lo descubría; lo definiría como un espía, si no encontraba una palabra todavía peor para él. No le parecía muy conveniente que acabara desconfiando más de él de lo que ya lo hacía.

A pesar de aquellos pensamientos tan acertados, Dulac continuó abriéndose camino en el bosque. No había llegado muy lejos cuando oyó sonidos delante. Se quedó quieto, escuchando, y se desvió algo del rastro. Intentó hacer todavía menos ruido, lo que le obligó a caminar más despacio. Los crujidos de delante se hicieron mayores. Arturo estaba muy próximo a él.

Pasaron sólo unos instantes hasta que vio la negra silueta del rey frente a él. Arturo había alcanzado un claro en el centro de la arboleda, pero no estaba quieto, se movía adelante y atrás. Parecía muy nervioso. Daba la impresión de que esperaba a alguien y no, precisamente, con alegría.

Pero, ¿por qué allí, casi de noche, tan lejos de Camelot y con tanto secreto? ¿Quién era esa persona que Arturo no podía recibir en el salón del trono?

Dulac meditó un rato la respuesta a aquella pregunta, pero no llegó a ninguna conclusión. Incluso Mordred había tenido la puerta abierta cuando se había reunido con Arturo. Sólo había una manera de averiguarlo: ocultarse y aguardar.

Encontrar un escondite no era problema. La mirada de Arturo erraba por el límite del bosquecillo, escudriñando cualquier sombra por pequeña que fuera, pero esperaba a alguien que iba a mostrarse ante su presencia, no a alguien que le acechaba desde la oscuridad.

Pasó el tiempo -una hora o más-, una eternidad cuando se está quieto, agachado tras la protección de unos arbustos, sin nada más que hacer que estar callado y esperar. El horizonte comenzó a clarear y la casi completa oscuridad que reinaba en el ambiente fue atenuándose. Dulac estaba a punto de desistir, salir de su escondite y darse a conocer sin importarle lo que sucediera después, cuando el rey paró en medio de su constante ir y venir y dirigió la vista a un lugar en la parte más cercana del claro. También Dulac miró concentrado hacia ese punto, pero en un primer momento nada le llamó la atención.

Cuando la figura salió del bosque, lo hizo de una manera muy misteriosa. Tal vez era a causa de la luz: se trataba justo de ese momento del día en el que oscuridad y claridad se mantienen en exacto equilibrio bajo el fiel de la balanza y sólo parece existir el color gris, y por eso ni siquiera lo vio con precisión. Más bien fue como si las sombras se apelotonaran para formar una nebulosa; algo que ya no era fantasma, pero tampoco cuerpo todavía.

Sin embargo, Dulac la reconoció enseguida.

Y estuvo a punto de pegar un grito.

El hada Morgana ya no llevaba su vestido negro, sino que iba totalmente de gris. Pero no parecía ninguna túnica, más bien era como si hubiera absorbido el color del crepúsculo que la rodeaba. Su propio pelo tenía un tinte gris, y no negro, y cuando apareció en el claro, a Dulac le dio la impresión de que, durante un rato largo, la niebla pretendía sujetarla y tiraba con todas sus fuerzas de sus contornos. En realidad, no salió del bosque; surgió.

– Vienes tarde -dijo Arturo en lugar de saludarla.

– También podría decirse que ni has llegado pronto -respondió Morgana. Se rió en voz baja, se acerco y se materializo finalmente. Se quedó justo enfrente de Arturo y miró en todas direcciones.

– ¡Has mantenido tu palabra y has venido solo! ¡Estoy gratamente sorprendida!

– No me asombra -respondió Arturo con frialdad-. Traición y falta de promesas son palabras muy presentes en tu vocabulario, ¿no?

Dulac tenía dificultades para seguir la conversación. ¿Morgana? ¿El hada Morgana? ¿Con Arturo? ¡ALLÍ!

Morgana se rió, pero la carcajada sonó bastante falsa.

– En todo caso, estás aquí -dijo.

– Cierto -contestó Arturo de mal humor-. ¿Y bien?

– ¿Y bien? -si se pudiera confiar en la expresión de Morgana, se podría creer que era la inocencia personificada.

– Querías hablar conmigo -dijo Arturo, y volvió a repetir-: ¿Y bien?

– Así que lo vas a hacer -dijo Morgana, sacudiendo la cabeza-. Todavía me resulta difícil de creer, hermano.

¿Hermano?

Al principio, Dulac no supo si había oído bien. ¿Hermano?

– Tú hablas de…

– … de esa niña tonta, exacto -le cortó la palabra Morgana. De un segundo a otro su voz se hizo fría, tan fría como el hielo y tan cortante como el acero.

¿Cómo le había llamado?, pensó Dulac aturdido. ¿Hermano? Pero ¡aquello era imposible! No podía ser; por Uther -y ¡sobre todo, por Dagda!- había sabido que Mordred era el hijo de Arturo, y aquel hecho ya le resultaba bastante increíble considerando las circunstancias. Y sabía que el hada Morgana era la madre de Mordred.

No podía ser. ¡Era… absolutamente imposible que Morgana fuera al mismo tiempo la madre de Mordred y la hermana de Arturo! No. ¿Cómo podía respetar a un rey que había engendrado un hijo con su propia hermana?

– Su nombre es Ginebra -dijo Arturo-. En el caso de que lo hayas olvidado.

– No lo he hecho -respondió Morgana-. No entiendo lo que te propones con eso, Arturo. ¿Crees de veras que puedes cambiar el curso del destino, si te casas… con esa niña?

El corazón de Dulac se hizo de hielo. Hablaban de Ginebra. ¡Su Ginebra!

– Da la casualidad de que esa niña es la mujer que amo -dijo Arturo.

Por toda respuesta, Morgana soltó una carcajada.

– La única mujer -dijo con énfasis- que has amado en toda tu vida y que jamás vas a volver a amar de verdad, Arturo, soy yo.

– ¿Qué quieres? -preguntó él.

Morgana lo observó con una mirada teatral.

– ¿Qué quiero? Has sido tú el que me has pedido esta cita.

A Dulac le resultaba cada vez más difícil permanecer tranquilo. En su cabeza se agolpaban los pensamientos. ¿Arturo concertaba citas con Morgana?

– ¡Maldita sea! Sabes perfectamente lo que quiero -Arturo casi gritó aquellas palabras. Su voz temblaba de tensión. Dulac casi podía sentirla desde su escondite.

– Sí, quizá sepa lo que quieres -contestó Morgana-. Pero ¿lo sabes tú también? Eres un loco, Arturo. Un loco tonto y romántico. ¿Creías de verdad que podrías salvar al mundo casándote con una niña? -hizo un gesto para cortarle la palabra a Arturo antes de que éste respondiera-. Por una vez sé sincero, hermano: ¿la quieres?

Dulac observó a Arturo desde su escondite. Un puñal encendido penetró en su corazón y el dolor se hizo más agudo a cada segundo que el monarca tardaba en responder. Cuando por fin contestó, algo dentro de él le hizo retorcerse de espanto.

– Amor -dijo Arturo-. Una gran palabra, Morgana. ¿Qué es el amor? Algo para locos románticos -se rió amargamente-. Una enfermedad, si me preguntas. Una enfermedad muy agradable, pero nada más. Una fiebre que ataca al espíritu.

– Espero que no sea éste el discurso de esponsales que vas a recitarle a la encantadora Ginebra la semana próxima -dijo Morgana con ironía.

¿La semana próxima? Dulac pegó un respingo. ¿Habían fijado la boda para la semana siguiente?

Arturo ignoró la pregunta. El tono de su voz fue más frío cuando continuó hablando:

– Te pedí que vinieras porque las muertes tienen que acabar, Morgana -dijo-. Ordénale a Mordred que se detenga.

Morgana se rió.

– Pero, ¿por qué tendría que hacer eso, hermano?

– No puede vencer, Morgana -respondió Arturo-. Tú lo sabes y yo lo sé. Y ha llegado el momento de que Mordred lo comprenda.

– Me temo que no iba a escucharme, Arturo, aunque yo intentara retenerlo -suspiró Morgana-. Es muy testarudo, ¿sabes? Un rasgo que ha heredado de su padre, me imagino -sacudió los hombros-. Además, ¿por qué te preocupas si estás tan seguro de que no puedes perder?

– ¡Porque carece de sentido! -protestó él-. ¡Te lo ruego, Morgana! ¡Te suplico que le hagas entrar en razón! ¿Realmente quieres que esta tierra se sumerja en un mar de sangre? ¡Los pictos de Mordred no tienen nada que hacer frente a nosotros!

– Entonces no tienes nada que temer -dijo Morgana impasible-. Por otro lado… -añadió, abriendo las manos-: Si estás tan preocupado por la felicidad de tus súbditos… sabes lo que quiero. Dale a mi hijo lo que le pertenece e impedirás la guerra.

– ¿El poder sobre Camelot? -Arturo sacudió la cabeza con fuerza, pero Morgana le interrumpió con un gesto antes de que pudiera continuar:

– ¡El lugar que le corresponde! -siseó ella-. ¿Qué quieres? ¡Son tus propias leyes! ¡Las leyes de tus congéneres, que tanto te importan! Es tu hijo, Arturo. El hijo del rey. El príncipe de Camelot. Le corresponde, según tus propias leyes, un lugar a tu lado.

– Imposible -respondió Arturo-. Las personas de Camelot confían en mí. ¿Tengo que… abandonarlas a la tiranía del terror de ese demente?

– Por lo menos, se mantendrán con vida -contestó Morgana con frialdad.

– Es lo que tú quieres, entonces -dijo Arturo con tristeza-. Todas esas personas inocentes, Morgana. Morirán cientos. Tal vez, miles. ¿De verdad me odias tanto?

– ¿Odiarte? -Morgana pareció pensar un momento el significado de aquella palabra. Luego, sacudió los hombros.

– Te sobreestimas, hermano -dijo-. Pero ése siempre ha sido tu mayor error. No te odio. Me das exactamente lo mismo. Quiero para mi hijo lo que le pertenece, nada más ni nada menos.

– Lo que le pertenece… -Arturo sacudió la cabeza-. ¿Qué quieres realmente, Morgana? ¿Satisfarás tu sed de venganza cuando Mordred y yo nos enfrentemos en el campo de batalla? ¿Me odias tanto que quieres ver como le mato? ¿O él a mí?

– Eres un necio, Arturo -dijo Morgana con sequedad-. Un estúpido y un necio. No has entendido nada. Nada de nada.

– Entiendo que es absolutamente inútil apelar a tu juicio o a tu conciencia -dijo Arturo con tristeza-. Te lo pido de nuevo, Morgana: ¡Esto es algo entre tú y yo! ¿Realmente quieres hundir todo un país para vengarte de mí?

– Es exclusivamente asunto tuyo si vamos o no a la guerra -respondió Morgana impertérrita y, de pronto, se rió-. Pero por nuestra vieja amistad voy a ser magnánima contigo. Te doy una semana para pensarlo. O un mes, un año… el tiempo que tú quieras.

Los ojos de Arturo se entrecerraron formando una línea.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que va a ocurrir depende de ti, Arturo -contestó Morgana-. Mordred no atacará mientras no te cases con esa niña. Tú quieres que ella te regale un heredero, pero no puedo permitirlo. Ya tienes un hijo. No voy a consentir que le arrebates lo que le corresponde -se aproximó más a él-. Renuncia a ese matrimonio y veré lo que puedo hacer. Cásate con ella y te prometo que Mordred y yo te haremos un regalo de boda muy especial.

Arturo se sobresaltó. Su mano desapareció bajo la capa.

– ¡Adelante! -dijo Morgana e hizo un movimiento de invitación con la mano-. ¿A qué esperas? Desenvaina tu espada y mátame. Eso te evitaría un montón de preocupaciones. Hazlo. No voy a defenderme.

Arturo comenzó a temblar. Desde su escondite, Dulac no podía divisar su rostro, pero sintió que, por espacio de unos segundos, el rey tuvo la tentación de hacer lo que Morgana le proponía.

Pero no sacó la espada. En lugar de eso, observó a Morgana durante unos instantes, luego se giró con una sacudida y se marchó de allí.

Dulac se apretó más contra los arbustos en los que había buscado protección. Arturo lo habría descubierto de no estar demasiado tenso para atender a su alrededor. El rey pasó tan pegado a él que estuvo a punto de pisarle los dedos.

Un buen rato después que Arturo y mucho después que Tander, Dulac llegó al castillo. Estaba tan aturdido por lo que había presenciado, que el rapapolvo con el que le recibió Tander por haber llegado tarde no le importó lo más mínimo. El posadero llegó a agarrarlo por un hombro levantándole la otra mano con intención de pegarle, pero enseguida bajó el brazo; tal vez se dio cuenta de que a Dulac sus gritos no le habían hecho ningún efecto. Así que se limitó a darle un empujón mientras lo bombardeaba con un torrente de insultos y juramentos.

Desde que había dejado el bosque, Dulac se sentía como en una pesadilla, una de las más desagradables, ésas en las que se sabe que se está soñando, aunque la seguridad de que se trata de una escenografía apocalíptica no le resta ni un ápice de su horror. Había oído cosas tan monstruosas que una parte de sí mismo se negaba a creerlas. Cumplió con las tareas que le impuso Tander sin darse cuenta de lo que hacía.

Las campanas de la pequeña capilla tocaban anunciando la oración del mediodía cuando llegó Evan. Arrodillado, Dulac cepillaba el suelo con un cepillo basto, sus dedos tenían sangre pegada, pues no era aquél un trabajo que acostumbrara a hacer. Además, le dolían tanto los músculos de la espalda y de la nuca que creía que iba a quedarse allí clavado, sin posibilidad de moverse.

– Tienes que lavarte -murmuró Evan-. Y date prisa.

– ¿Lavarme? -Dulac se miró las manos. Bajo algunas de las uñas asomaba la sangre, pero su piel estaba brillante tras horas en contacto con el agua, las tenía más limpias que nunca-. ¿Para qué?

Evan metió las manos en los bolsillos, sacudió los hombros y se acercó con paso cansino.

– ¿Cómo voy a saberlo? -preguntó-. A lo mejor Tander no quiere que te presentes así de sucio ante el rey. Aunque no creo que lo vaya a notar. Hoy se ha ido muy tarde a dormir. Tras la salida del sol, imagínate.

Dulac se tragó el rudo comentario que tenía en la punta de la lengua: que no era asunto suyo la hora en la que el rey se iba a la cama. Pero, realmente, tenía otras cosas en la cabeza más importantes que pelearse con Evan. Con un sintomático movimiento de los hombros, tiró el cepillo dentro del cubo, apoyó las manos en los muslos y se impulsó con algo de esfuerzo hacia arriba. Evan lo miró con desagrado, encogió los hombros y volcó el cubo de una patada.

– ¡Vaya! -sonrió-. Lo siento mucho. Me temo que a Tander no le va a gustar. Pero, después, lo puedes recoger.

Dulac tendría que haberse puesto hecho una furia, pero no fue así. Sólo miró el charco de agua sucia, que crecía sobre las losas de piedra que acababa de fregar. Luego fijó la vista en Evan y le preguntó:

– ¿Por qué lo has lecho?

– ¿Hecho? Ha sido sin querer -aseguró Evan sin disimular la insolente mueca de su cara.

Dulac sacudió los hombros y pretendió marcharse, ignorándole por completo; pero el otro le cortó el paso.

– Pero, suponiendo que hubiera sido a propósito, ¿qué harías entonces? ¿Pegarme otra vez? ¿Romperme la nariz o unas cuantas costillas? ¿O arrancarme media pierna como ha hecho tu chucho con mi perro?

– ¿Mi chucho? ¿Lobo? -Dulac recordó de pronto lo ocurrido aquella madrugada. Tras haber asistido a la conversación entre Arturo y Morgana, había olvidado por completo la riña de los perros.

– ¡Sí, tu maldito chucho! -confirmó Evan. La sonrisa había desaparecido de su boca. Sus ojos brillaban de odio-. ¡Le ha mordido la garganta a Sparky, y Buster y Holly están más muertos que vivos! ¡Has hechizado a ese condenado animal!

– Estás loco -dijo Dulac desconcertado e intentó de nuevo pasar por su lado para salir, pero él se lo impidió otra vez.

– ¿Qué quieres? -preguntó Dulac-. ¡Déjame pasar!

– No entiendo qué demonios sucede contigo -aseguró Evan-. Primero nos pegas a todos, y luego tu perro despedaza a los nuestros. ¡Es cosa de brujería! Te has aliado con el diablo, ¿tengo razón?

– Si fuera así -respondió Dulac-, sería muy temerario por tu parte hablarme de ese modo.

Evan se rió, pero sin ninguna convicción. Sus ojos tenían un punto de miedo, que logró dominar con mucho esfuerzo.

– No te vayas muy lejos -dijo-. Aunque estés bajo la protección de Arturo, será mejor que no te confíes tanto.

– ¿Quién dice que lo haga? -Dulac levantó el brazo y empujó a Evan hacia un lado. Por un momento pareció que éste iba a enfrentársele y el joven se preguntó qué haría si no aceptaba dejarle marchar. Pero, enseguida, pudo sentir que la resistencia de Evan se quebraba y ganaba el miedo. El chico se apartó de mala gana, Dulac lo rebasó ligero y subió corriendo por la escalera.

Se sentía aliviado de que Evan al final hubiera cedido. Dulac no le tenía miedo. Sabía que era mucho más fuerte que Evan y, por eso, habría sufrido si se hubiera visto obligado a luchar con él. No quería más peleas, ni siquiera con él. Había intervenido en tantas batallas que estaba firmemente convencido de que en ninguna había un verdadero vencedor, sólo perdedores. Seguramente ni siquiera sería necesario pegar a Evan para lograr humillarlo. Pero no quería provocar más miedos.

Abandonó el sótano, torció a la derecha y subió hacia la zona principal. Sin parar ni un segundo, cruzó el vestíbulo, corrió arriba y llegó al salón del trono. Habría llamado a la puerta, pero no fue necesario: ésta estaba abierta y Arturo se encontraba solo. No estaba sentado en su sirio acostumbrado de la Tabla Redonda, sino en el robusto sillón frente a la chimenea. Aunque hacía calor, había encendido un fuego y permanecía envuelto en la misma capa de la mañana. Dulac tuvo que echar una sola mirada a su cara para darse cuenta de que Evan se había equivocado. Arturo no se había ido a dormir ya de mañana; en realidad, todavía no lo había hecho. En su rostro había vestigios de un gran cansancio, y no era únicamente un cansancio físico.

Cuando Dulac entró, el rey dio un respingo y lo estuvo mirando durante un rato, como si no supiera quién era el que se hallaba ante él. Luego, una sonrisa apagada se dibujó en su cara.

– Ah, Dulac -dijo.

– Mylord -Dulac bajó la cabeza en señal de respeto. Durante unos segundos reinó el silencio. Como el rey no dio muestras de seguir hablando, el joven añadió-: ¿Me habéis hecho llamar?

– Sí, lo he hecho -Arturo levantó la mano y le hizo una indicación de que se aproximara. Fue un gesto abatido, el propio de un anciano al que le cuesta mucho levantar el brazo. Por primera vez, Dulac se preguntó cuántos años debía de tener el rey. Nadie lo sabía exactamente y nadie se lo había preguntado jamás. Su rostro era el de un hombre en esa edad incierta entre los cuarenta y los cincuenta. Llevaba el pelo un poco más largo de lo que aconsejaba la moda de la época y eso seguramente le hacía aparentar algo más joven de lo que en realidad era, y la mayor parte de las arrugas que bordeaban sus ojos eran a causa de la risa. Pero ya hacía mucho que le había visto reír por última vez.

Arturo tampoco siguió hablando y Dulac tomó de nuevo la palabra.

– Si se trata de Tander, señor… sé que os ha robado. Y también dónde tiene oculto su botín. Esta tarde quiere…

– Eso ahora no es tan importante -Arturo se sentó más derecho, pero seguía dando muestras de un gran cansancio-. Tengo un trabajo para ti. ¿Podrías encargarte?

– Sí -mintió Dulac.

– Bien -dijo Arturo-. Quisiera que recuperaras tus antiguas funciones.

– ¿Mi antiguo trabajo? -preguntó Dulac sorprendido-. Tander no va a alegrarse mucho -interiormente saltaba de júbilo. Las palabras de Arturo significaban, nada más y nada menos, que pasaría gran parte de su tiempo muy próximo a Arturo, y, por consiguiente, a Ginebra.

– ¿Tienes miedo de él? -preguntó el rey.

Dulac sacudió los hombros con indiferencia, pero Arturo lo tomó como una afirmación, porque frunció el ceño, enfadado.

– Deberás comunicarme enseguida si hace algo que dificulte tu trabajo -dijo-. Y si te pega, también debes decírmelo inmediatamente.

No habló más, arrugó la frente y miró pensativo en dirección a un punto más allá de Dulac. El joven se giró desconcertado, pero no pudo ver nada especial. Tras él estaba la gran mesa con sus casi sesenta sillas, nada más. De pronto se dio cuenta de que se encontraba justo al lado de la silla en la que Arturo normalmente se sentaba. O, por decirlo de otra manera: directamente detrás de la silla que Arturo había ofrecido al Caballero de Plata.

Pero lo más probable es que se tratara de una simple casualidad.

Arturo se aclaró la voz para llamar la atención de Dulac y añadió:

– Esta tarde he convocado una reunión de todos los caballeros para informarles de algo importante. Quiero que nos sirvas bebida y comida, como lo hacías antes. Sé que es mucho trabajo para una persona sola, pero no confío en Tander. Y tampoco en ese chico que tiene de ayudante.

«Y tienes toda la razón», pensó Dulac. Tal vez había llegado la ocasión de decirle a Arturo lo que sabía de Evan, pero dudó. Si le contaba la traición de Evan, éste podría ser castigado con la muerte.

– Lo haré; no os preocupéis, señor -afirmó.

– Está bien -respondió el monarca. Parecía no haber esperado otra cosa-. Lo que tengo que decir a los caballeros no es cosa que deban oír ellos. Ahora vete y dile a ese ladronzuelo de mi cocinero que te libero de tus obligaciones el resto del día, para que esta noche estés despejado y con fuerzas. Te espero dentro de media hora en la puerta de la cámara del tesoro.

– ¿La… cámara del tesoro?

Arturo sonrió conciso.

– Hay algo más que quiero de ti, chico -dijo-. Pero ahora vete. Tengo que pensar sobre varias cosas. Sé puntual. Y procura que no te vea nadie.

Dulac evitó transmitir a Tander la orden de Arturo, porque eso desembocaría en las consabidas discusiones y ataques de ira. Además, sospechaba que al posadero le alegraría dejar de verlo durante toda la tarde.

Con tiempo por delante, se dirigió a la cámara del tesoro, que se encontraba en el sótano de la torre y era un pequeñísimo cuartito en el que cualquier persona tendría serias dificultades para moverse con libertad. No era la primera vez que Dulac estaba allí. Por eso, le sorprendió tanto ver el macizo candado que colgaba de la gruesa puerta de roble.

Las dos cosas eran nuevas. La última vez que estuvo allí -hacía por lo menos medio año, o más-, la puerta estaba formada por unos simples tablones mohosos y el candado era tan minúsculo que daba apuro hasta llamarlo por su nombre. Ahora, tanto la puerta como el candado eran nuevos y robustos. Aquello le llamó la atención. No era ninguna casualidad que la cámara del tesoro de Arturo estuviera tan desprotegida. En Camelot nadie tenía por qué temer a los ladrones y, además, la cámara se hallaba prácticamente vacía; Camelot no disponía de muchos tesoros, ¿para qué?

Dulac esperó a que llegara la hora acordada, un cuarto de hora más y, luego, otro. El rey no apareció y el muchacho comenzó a sorprenderse, luego a preocuparse, porque Arturo acostumbraba a ser un hombre muy formal, que solía llegar más bien pronto que tarde a las citas. Pensó si ir a buscarle, pero en el último momento se arrepintió al darse cuenta de que tan sólo era un sencillo mozo de cocina y Arturo, el rey. Si quería, podría dejarlo todo el día esperando allí abajo, y él no tendría derecho ni a preguntar el motivo.

Aguardó media hora más, luego renunció y subió las escaleras.

A mitad de camino, se encontró con Ginebra.

Dulac se sintió tan sorprendido que se paró en medio de un escalón, y también algo asustado. Hasta entonces había logrado apartar de su cabeza cualquier pensamiento que se refiriera a Ginebra, pero ahora, al encontrársela y mirarla a la cara, ya no pudo ser.

Su corazón empezó a latir a mucha velocidad. Aunque se hubiera convertido en una estatua, interiormente sentía cómo temblaba y las palmas de sus manos estaban húmedas y frías. Por muy absurdo que le pareciera, la realidad es que tenía miedo de estar a solas con ella.

Tenía la impresión de que no sólo su cuerpo, sino también su cara se había vuelto de piedra, pero no debía de ser así; en todo caso, Ginebra también se paró dos o tres escalones por encima de él y en su rostro se mezcló una sonrisa amistosa con una ligera expresión de sorpresa. Ladeó la cabeza para mirarlo pensativa.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó por fin, en lugar de saludarlo formalmente o dirigirle un sencillo «Hola»-. Parece que hayas visto un fantasma. ¿Me he vuelto horrorosa esta noche?

– ¡No! -aseguró Dulac deprisa-. ¡Todo lo contrario, Mylady! ¡Perdón! ¡Vos… sois más bella que nunca!

– Ya entiendo -entre las cejas de Ginebra apareció un pequeño pliegue-. Hasta ayer era horrorosa.

– No, yo… no he dicho eso… -Dulac trató de dominar sus tartamudeos, se calló y se sintió cada vez más desamparado. Tenía claro que Ginebra le estaba tomando el pelo, pero él no estaba de humor para ello. Hubiera preferido desplomarse sin más, aunque habría sido por unas causas muy diferentes a las que Ginebra hubiera supuesto.

Cuando comprendió que no iba a recibir respuesta, Ginebra bajó dos escalones más y asintió gravemente.

– Ya entiendo -dijo-. Esperabas a otra persona.

– Sí, Mylady -contestó Dulac con la mirada baja-. Al… rey.

– Ginebra -le recordó ella con suavidad-. Ya habíamos quedado en eso, si no me equivoco.

– Como ordenéis, Mylady… -empezó Dulac, se paró y se corrigió rápidamente-: Ginebra.

– No, yo no te ordeno nada -suspiró Ginebra-. Me alegraría si lo hicieras, eso es todo.

– Si es vuestro deseo.

Ginebra suspiró más profundamente.

– No era eso a lo que yo me refería -dijo en un tono resignado-. Pero, bueno. Arturo me ha enviado. Quería que te dijera que no puede venir. Que no le esperes más, y que empieces con los preparativos para esta noche… sea lo que sea eso que tienes que hacer.

Dulac ignoró la pregunta velada que se escondía tras ese comentario, y asintió en silencio. No quería hablar con Ginebra. No podía. Algo le decía que habría sido un gran error romper su silencio. Si empezaba a hablar, sería incapaz de dominarse y acabaría soltando alguna tontería de la que podría arrepentirse después.

– ¿Te has tragado la lengua? -interrogó Ginebra.

– No, Mylady -contestó Dulac-. Perdonad.

– Ginebra -como si se tratara de un juego, ella le amenazó con el dedo levantado-. Si vuelves a llamarme Mylady, hago que te azoten.

Dulac levantó la mirada asustado y, por un instante, también ella pareció sobrecogida, como si de pronto asimilara lo que había dicho. Luego, se refugió tras una sonrisa tímida.

– Sólo era una broma -dijo.

Claro que lo era. En ningún momento Dulac había tomado de otra manera sus palabras. Y, sin embargo…, le habían hecho daño.

– Lo siento -dijo Ginebra, tras varios segundos sin que ninguno de los dos hablara-. No quería herirte.

– No lo habéis hecho -aseguró Dulac con rapidez-. De verdad -era una mentira. No sabía por qué; pero sí, sus palabras le habían herido.

Ginebra hizo un movimiento, como si fuera a levantar la mano para rozarle la mejilla, pero dejó caer el brazo de nuevo. Parecía algo triste. Dulac hizo un gran esfuerzo para fijar sus ojos en los de ella y mantener esa mirada, pero de pronto vio a alguien más. Vio a Arturo y a Morgana, y creyó asistir de nuevo a la conversación entre ambos que había escuchado aquella mañana. Su corazón pareció transformarse en una fría piedra que ahogaba su pecho. No estaba seguro de si todavía latía.

– ¿Qué sucede contigo? -preguntó Ginebra.

– Nada -respondió Dulac-. De verdad, yo…

– No me mientas -le interrumpió Ginebra. Tal vez medio segundo demasiado tarde, añadió-: por favor.

– Yo no miento -aseguró Dulac-. Sólo que…

– ¿Sí?

– Arturo -dijo Dulac-. No deberías casarte con él.

Ya estaba, lo había dicho. Dulac se dobló del horror al comprender que, con aquella media docena de palabras, tal vez lo había estropeado todo. Pero, al mismo tiempo, se sentía inmensamente reconfortado.

Para su asombro, Ginebra no reaccionó ni con enfado ni tan siquiera con sorpresa, que habría sido lo mínimo ante la monstruosidad que acababa de sugerir. Durante largo tiempo -minutos que se prolongaron una eternidad- lo miró en silencio y sus ojos se cubrieron con una expresión de tanto dolor, que el corazón de Dulac se contrajo todavía más.

– Pero tengo que hacerlo, Dulac -murmuró ella finalmente. En sus ojos se vislumbraban las lágrimas.

– ¿Por qué? -intentó entender Dulac-. ¡No puede obligarte!

Por un instante, Ginebra lo miró desconcertada.

– ¿Tú… tú crees que él me ha…? -negó con la cabeza y pareció muy desvalida. Luego suspiró profundamente, dio un paso hacia atrás subiendo de nuevo un escalón, se sentó sobre la piedra pulida y con un gesto de la mano le invitó a acomodarse a su lado.

A Dulac le costó acceder a su invitación. La naturaleza de su gesto denotaba una familiaridad que él ya no quería. Había sido un error aceptar el ofrecimiento de amistad que ella le había hecho. Por muy amable que hubiera sido por su parte, no podía soportar ser simplemente su amigo. ¿Por qué le torturaba tanto? ¿No había nada más en ella que excediera a la simple simpatía?

Sin embargo, unos segundo más tarde obedeció y se sentó en el escalón; pero dejando un buen espacio entre los dos, más del que ella parecía haber esperado. Ginebra hizo un gesto de aflicción, pero no incidió más en el tema.

– Desgraciadamente no es tan sencillo como crees, Dulac -comenzó en un tono bajo y triste-. Arturo no me obliga a casarme con él. Ni siquiera me ha atosigado con su petición. Yo podría negarme si quisiera.

– Entonces ¡Hazlo! -dijo Dulac impulsivo. Dentro de él había una vocecilla que le susurraba que estaba hablando de más, pero la ignoró. Ya había empezado y ahora seguiría y le diría lo que tenía que decirle. En parte porque tenía muy claro que seguramente no iba a atreverse otra vez a hablar con ella tan abiertamente-. ¡Tú no le amas!

– ¿Amar? -Ginebra sonrió con tristeza-. ¿Quién lo sabe?

– ¡Yo! -afirmó Dulac-. Se te nota.

– «Amor» es una gran palabra, Dulac.

– ¡Es lo más importante que hay en la vida!

Ginebra asintió.

– Sí, lo es. Para ti, Dulac. Para tus amigos, para las personas de la ciudad y de todo el país… Y, sin embargo, hay cosas más importantes. Camelot tiene que continuar existiendo.

Ya lo había dicho una vez y lo entendió tan poco como entonces. Preguntó:

– ¿Casándote con un hombre al que no quieres?

– No soy la primera que hago algo así -contestó Ginebra. Tenía un aspecto muy triste. Parecía que sus palabras le habían hecho daño, pero no supo por qué-. Pero no es tan fácil como crees. Camelot no es… una ciudad cualquiera, Dulac, como tampoco Arturo es un rey cualquiera. Camelot es el aval para la paz en esta tierra. Si Camelot falta, volverán los tiempos de la barbarie oscura. No es sólo la espada de Arturo la que garantiza la paz y la libertad a las personas de esta parte del país, Dulac. Es el propio Arturo -hizo una pausa, como si le costara seguir hablando-. Pero Arturo no es inmortal, Dulac, igual que tú o que yo. Camelot necesita un heredero. En algún momento llegará el día en que Arturo no esté ya aquí, y entonces alguien tendrá que heredar el trono de Camelot. Alguien de su familia.

– Y tú…

– Yo soy la única que le puedo ofrecer un hijo de su sangre -le interrumpió Ginebra-. No pretendo que lo entiendas, Dulac. Es así. Créeme, sencillamente.

El joven reunió todo su valor.

– Pero, ¿no hay nadie que te haya robado el corazón?

Pasó un buen rato hasta que Ginebra contestó y, nuevamente, creyó ver lágrimas en sus ojos. Ella bajó la cabeza, clavó los ojos en la piedra pulida bajo sus pies y su voz se convirtió en un susurro.

– No -dijo-. Hubo… hubo alguien. Por un corto espacio de tiempo, pensé que, que… había alguien.

– ¿Y qué fue de él? -en la garganta de Dulac había ahora un nudo duro y amargo. En el sitio del corazón tenía un inmenso vacío.

– No está -respondió Ginebra-. Se marchó.

– Lancelot.

– Lancelot -confirmó ella-. Se parecía un poco a ti, ¿sabes? Creo que se marchó porque comprendió que, si se quedaba, traería la ruina a Camelot.

– ¿Lancelot? ¡Jamás! ¡Habría sacrificado su vida por Arturo!

Ginebra le miró y una sonrisa triste se dibujó en su boca.

– Tú también has oído hablar de él. Tienes razón. Tal vez sea el hombre más justo con el que me he encontrado. Demasiado justo para poder convivir con la mentira por la que Arturo y yo debemos inmolarnos. Por eso se marchó. Porque él también sabe que Camelot debe continuar existiendo.

– ¿Y si regresara?

– No lo hará -respondió Ginebra suspirando-. No transcurre ni un solo día en que no rece por que vuelva, y al mismo tiempo ruego a Dios que no ocurra eso. Sería el final de todos nosotros.

– Le prometió a Arturo ser vuestro padrino -dijo Dulac.

Ginebra lo observó desconcertada.

– Arturo me lo contó -dijo Dulac con celeridad, mientras se llamaba al orden. Debía tener más cuidado con lo que decía.

– Verdaderamente gozas de su confianza -comentó Ginebra, pero lo hizo titubeando y en un tono que no sonó muy convencido. Luego, sacudió la cabeza-. Pero no vendrá -se puso de pie y se alisó el vestido. Mientras Dulac se levantaba deprisa, ella se dio la vuelta y, cuando volvió a hablar, su voz había adquirido un timbre resuelto:

– Arturo y yo somos los últimos de nuestra estirpe y haremos lo que tenemos que hacer.

Transcurrió el día sin que Dulac se diera cuenta del paso del tiempo. La conversación con Ginebra había hecho tanta mella en él que se sentía incapaz de concentrarse en cualquier tarea, por muy sencilla que fuera, y no dejaba de cometer desaguisados aunque se tratara del trabajo más simple. A Tander le escocía la garganta de tanto gritar y Dulac no podía dejar de pensar en los tiempos en los que, incluso, llegaba a abofetearle… ¡como si pudiera haber algo que todavía le doliera!

A última hora de la tarde, preparó con Evan la mesa del salón del trono. Arturo le había encargado que lo hiciera solo, pero tenían que disponerla para más de cincuenta comensales y ésa era una tarea imposible para una sola persona. Incluso siendo dos, acabaron de colocar platos, copas y demás utensilios cuando ya se oían en el corredor las pesadas pisadas de los caballeros.

Arturo fué el primero que entró en el salón. Iba ataviado con una cota de mallas, una sobreveste blasonada y, sobre ellas, una capa de color rojo púrpura recamada con bordados en oro. Alrededor de su cintura, un cincho plateado, del que colgaba una vaina también de plata. La empuñadura ricamente labrada de Excalibur sobresalía de ella.

Al ver a Evan, el rey se paró de inmediato y frunció la frente ostensiblemente; pero luego fijó la vista sobre la enorme mesa dispuesta y Dulac pudo leer en sus ojos que se daba cuenta de la imposibilidad de acatar su mandato. Con un movimiento de cabeza casi imperceptible saludó a Dulac y, con pasos rápidos, se dirigió a su lugar habitual en la mesa. Mientras se sentaba y los demás caballeros penetraban en la estancia, hizo un gesto a Dulac para que se acercara.

– Trae el sillón del trono -ordenó a media voz, señalando con el dedo hacia su izquierda-. Aquí.

Dulac se quedó muy desconcertado -¿No era una de las leyes inamovibles de Arturo que él no podía tener en la Tabla ningún lugar especial, sino que debía ser siempre «igual entre los iguales»?-, pero se dirigió obediente hacia el pesado sillón frente a la chimenea.

No tenía la fuerza necesaria para moverlo. Lo intentó unas cuantas veces y, luego, miró a Evan, pero sólo recibió una mirada maliciosa por su parte.

– ¿A qué esperas? -conminó Arturo al chico-. ¡Ayúdale!

Evan se apresuró a obedecer como si Arturo le hubiera golpeado y fue corriendo a donde estaba Dulac. Sus ojos brillaban de odio.

Aunando fuerzas, empujaron el robusto sillón hasta la mesa y lo colocaron a la izquierda del rey. A la izquierda. Dulac tenía una idea muy precisa de quién iba a sentarse en aquel lugar, pero ¿por qué a la izquierda? El sitio de honor al lado del rey era el de la derecha.

Sin embargo, ese sitio se quedó vacío. Mientras ambos jóvenes terminaban de colocar el sillón, los caballeros seguían entrando en la sala -todos los caballeros, como observó Dulac con algo de estupor- y se sentaron en las sillas, pero la de la derecha de Arturo permaneció libre.

El sitio de Lancelot.

Dulac fue dolorosamente consciente de que el sitio que Arturo reservaba para un invitado que no iba a llegar, era el suyo. Ya no existía el caballero Lancelot. El mismo lo había matado cuando hundió la armadura plateada en el mismo lugar del lago en donde la había encontrado. Arturo había tomado la decisión de dejar ese sitio libre, el sitio de un muerto, que todos respetaban y que él había dispuesto para la cena, aunque todos sabían que nunca más iba a regresar.

Una vez que todos los caballeros tomaron su lugar, Ginebra entró la última en la estancia.

Su mirada era más de lo que Dulac podía soportar. Llevaba un vestido azul oscuro, con brocado dorado, cerrado hasta el cuello, y se había recogido el pelo hacia atrás con una cinta dorada. Estaba más hermosa que nunca.

Sus ojos atravesaron a Dulac como una flecha candente. Lo miró tímidamente, pero su mirada le hizo mucho daño.

Ginebra fue con pasos acompasados hacia su silla y se sentó con calma. Era una reina de los pies a la cabeza. Y evitaba sus miradas. No por casualidad, sino muy conscientemente. Dulac se dobló de dolor.

Arturo dirigió a Ginebra una sonrisa corta pero muy cálida, luego miró a la puerta, dio unas palmadas y Dulac… se quedó helado. El mundo se le vino abajo.

Ginebra no era la última invitada.

Instantes después de que Arturo diera unas palmadas, llegó un nuevo comensal.

Mordred.

Algo dentro de Dulac se negaba a creer lo que veía. Mordred, ataviado con una armadura negra, guarnecida con pinchos metálicos, y una capa rojo púrpura, que se parecía mucho a la de Arturo, penetró en la sala. Su rostro parecía una máscara de piedra, pero en su mirada había algo que…

Dulac no lograba contener la emoción. Su mano derecha se movió hasta el lugar donde habría estado la espada si todavía fuera el Caballero de Plata. Pero allí no había ninguna espada.

No era Lancelot. Sólo, Dulac, el mozo de cocina. Su mano -lenta y temblorosa, como si tuviera que luchar contra una resistencia invisible- se retiró de su cintura. Y de las cerca de sesenta personas que había en la sala, únicamente Mordred notó ese movimiento y sus ojos brillaron triunfantes. Sé quién eres, dijo esa mirada. Crees que podrías detenerme, pero no puedes hacerlo. Nadie puede. Yo venceré. Ya casi he vencido. ¡Ningún poder del mundo será capaz de detenerme!

Tal vez, ningún poder de este mundo, respondió la mirada de Dulac y Mordred leyó esa respuesta con absoluta nitidez en sus ojos, de igual modo que Dulac había captado su mensaje.

– Sir Mordred -Arturo hizo amago de incorporarse en su silla y se sentó de nuevo. Por su parte, Ginebra movió levemente la cabeza; un gesto que, en su parquedad, estaba casi en la frontera de convertirse en una ofensa.- Sir Mordred -repitió Arturo-, Camelot se siente honrado de vuestra visita.

El Caballero Negro asintió; también ese movimiento, en su parquedad, fue casi una ofensa. Dulac no habría podido decir quién de los dos fijó la vista durante más tiempo en el otro.

– Tras todo lo ocurrido, rey Arturo -dijo Mordred con sequedad-, debo agradeceros vuestra invitación, que supone un honor para mí.

Parecía esperar unas determinadas palabras del rey; como éstas no llegaron, se dirigió a la única silla libre que quedaba (con excepción de la que se encontraba a la derecha de Arturo). Su vista recorrió la estancia y evaluó los rostros de los caballeros, se quedó un momento sobre la de Arturo, algo más sobre la de Ginebra, y un rato largo sobre la de Dulac.

– Ese chico. Quiero que se vaya.

Arturo se giró con cierta dificultad en su silla, frunció el ceño y sacudió los hombros, desconcertado.

– Es una petición… insólita, Sir Mordred -dijo alargando las palabras-. Pero si insistís… Dulac.

Dulac dio un paso y Mordred negó con la cabeza.

– Ese, no. El otro.

Sorprendido, Dulac se quedó quieto y miró hacia la izquierda. La mano de Mordred no le había señalado a él, sino a Evan, que estaba justo su lado. Ahora se dio cuenta de que Evan no sólo miraba a Mordred asombrado, sino absolutamente horrorizado.

En realidad, sólo por un momento. Después, asintió deprisa y salió tan rápido como pudo.

– ¿Podríais aclararnos el motivo de vuestro deseo, Sir Mordred? -preguntó el caballero Braiden con brusquedad.

– Lo que tenemos que hablar no puede escucharlo cualquiera -respondió Mordred y señaló a Dulac-. Ese chico ya estaba presente en nuestra última conversación. Deduzco, por tanto, que es de vuestra confianza. Pero con un par de oídos curiosos, basta y sobra.

– Tenéis buena memoria -la mirada de Arturo se posó brevemente en Dulac. Su significado se le escapó, pero no tenía por qué ser agradable.

– ¿Y qué es lo que tenemos que conversar, que no puede saberlo nadie fuera de este salón? -prosiguió Braiden.

En vez de contestar, Mordred apoyó sus manos, una al lado de la otra, sobre la superficie de la mesa y observó interesado las puntas de sus dedos. Una sonrisa fina jugueteaba en la comisura de sus labios, pero también podía ser una mueca de desprecio. En cualquier caso, su argumentación no era real. Había echado a Evan porque ambos se conocían y no quería correr el riesgo de que alguien descubriera el miedo en la cara del chico y, a partir de ahí, tirara de la madeja.

– Sir Mordred ha aceptado mi invitación -dijo Arturo, al ver que él no respondía-. He sido yo quien le ha pedido que viniera.

Por un momento, un murmullo de excitación recorrió la estancia. Algunos caballeros se volvieron desconcertados hacia Arturo y no todos parecían de acuerdo con su decisión. El rey pidió silencio con un gesto autoritario.

– Le he pedido que viniera -repitió con un tono ligeramente más alto- porque ya se ha vertido demasiada sangre y porque tengo que comunicaros a todos, y sobre todo a vos, estimado Mordred, algo importante. Muy importante. Y que va a cambiar muchas cosas.

– ¿Y qué puede ser? -fue Sir Mandrake, y no Mordred, el que hizo esa pregunta.

– Calma -respondió Arturo-. Comamos primero. Se habla mejor con el estómago lleno.

Mandrake apretó los labios, pero no se opuso, y esta vez la sonrisa de Mordred se mostró claramente presuntuosa. Ni siquiera levantó la mirada, siguió observando las puntas de sus dedos. Arturo dio palmas, y Dulac se sobresaltó y rápidamente se puso a la ardua labor de servir completamente solo la cena de casi sesenta comensales.

Trató de reunir todas las fuerzas de las que era capaz, pero ya flaqueó en el intento de servir las copas de los caballeros. Ninguno de ellos se quejó, pero un rato después, uno se levantó y se acercó para echarle una mano.

– Por favor, Sir -comenzó Dulac-, no…

Se paró asustado cuando se dio cuenta de quién tenía delante. El caballero era bastante mayor que Arturo. Su cabello comenzaba a blanquear en las sienes y su rostro estaba surcado desde años atrás por profundas cicatrices, que habían grabado la visión de muchas batallas y la sangre derramada de demasiados enemigos. Pero ahora había algo más. La expresión de sus ojos se había transformado. Le faltaba algo. Dulac no podía decir el qué, pero era algo importante, cuya desaparición había convertido a Sir Braiden en alguien distinto. Su brazo derecho terminaba en un muñón, sobre el que se había colocado un puño de plata.

– Todo va bien, chico -dijo sonriendo-. Es imposible que puedas hacerlo solo y así por lo menos seré útil. O, por lo menos, me engañaré a mí mismo.

– Pero… pero vuestra mano -tartamudeó Dulac.

– Ah, esto -Braiden se miró el muñón como si notara la falta de su mano por primera vez-. Fui torpe. Que te sirva de advertencia la próxima vez que trajines con un cuchillo en la cocina.

Dulac lo observó desolado. Las palabras de Sir Braiden no pretendían ser más que una broma, pero en el timbre de su voz había un dejo de amargura, del que seguramente ni siquiera era consciente. A Dulac le resultó difícil no demostrar sus verdaderos sentimientos. Conocía a Sir Braiden desde que podía recordar. El caballero de la Tabla Redonda había superado los daños físicos de la grave herida que le habían infligido en la batalla del cromlech. Pero algo dentro de él se había roto y nunca volvería a ser el de antes.

Dulac apartó de sí aquellos pensamientos y se concentró de nuevo en el trabajo. Como ayudante, Sir Braiden era más voluntarioso que capaz, de tal manera que Dulac tuvo serias dificultades tan sólo con intentar cumplir los deseos más imperiosos de los caballeros, pero de algún modo al final lo lograron. Si fio hubiera sido por la tensión que, como el presentimiento de una tormenta venidera, flotaba en el ambiente, todos habrían creído que se trataba casi de un día más en las reuniones de la tabla Redonda.

Aquel casi venía dado por la presencia de Ginebra. Por supuesto, Dulac cumplía cada uno de sus deseos e incluso intentaba hacerlo antes de que ella acabara de expresarlos. Pero, pese a eso, seguía estableciendo una gran distancia y hacía verdaderos esfuerzos para evitar su mirada. No habría soportado mirarla a la cara.

Por fin, Arturo carraspeó y reclamó la atención de la asamblea.

– Señores -empezó-, Sir Mordred.

Se hizo el silencio. Todos los caballeros miraban a Arturo con interés, salvo Mordred, que tomó su copa y bebió como si estuviera absolutamente concentrado en esa tarea.

Arturo dejó pasar la afrenta.

– Os he reunido hoy aquí para comunicaros algo -comenzó. Su mano izquierda se deslizó sobre la mesa y asió los delgados dedos de Ginebra. Ella no devolvió el gesto, pero Dulac pudo comprobar que tampoco lo rechazó.

– En las últimas semanas y meses -continuó Arturo- nos han ocurrido muchas cosas. Hemos luchado. Hemos perdidos a muy buenos amigos, pero también hemos ganado otros. La desgracia se ha cernido sobre Camelot y la sombra de la guerra pende sobre el país. Esto tiene que acabar.

– Escuchad, escuchad -dijo Mordred en son de burla. En los ojos de Sir Galahad brilló la rabia, pero Arturo le pidió tranquilidad con la mirada.

– Este es el motivo que me ha llevado a adoptar una decisión -siguió el rey imperturbable-. Sabéis que le pedí la mano a Lady Ginebra y que ella aceptó. Habíamos proyectado la boda para la fiesta del solsticio de verano, pero hemos acordado no esperar tanto -hizo una pausa para enfatizar sus palabras-. He enviado un emisario a York para pedirle al obispo que venga a Camelot con el fin de celebrar el enlace. Lady Ginebra Pendragon y yo nos casaremos el próximo domingo en la ermita junto al río.

Dulac se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tirar al suelo la jarra de vino. ¿El próximo domingo? ¡Aquello era dentro de cuatro días! Su corazón latía a toda velocidad. ¡Imposible!, pensó. ¡Aquello no podía, no debía ocurrir! Su cuerpo temblaba de pies a cabeza.

Nadie notó su inquietud, porque también el resto de la asamblea miraba sorprendido a Arturo. No todos los rostros mostraban alegría. La propia Ginebra observaba a Arturo atónita y Dulac comprendió que también ella acababa de conocer las intenciones del rey.

Pero el más atónito de todos era Mordred. El color había desaparecido de su cara. Seguía allí de pie, como si se hubiera transformado en una estatua, y sus ojos brillaban de rabia. De manera inconsciente, sus manos apretaban la copa de estaño, de la que había bebido hasta aquel mismo momento.

– Perdonad, Arturo -inquirió Perceval-. Pero todavía no ha transcurrido el periodo habitual de noviazgo…

– Mi querido amigo -lo interrumpió Arturo con suavidad-. Camelot siempre ha sido conocido por romper con las tradiciones caducas y caminar hacia el futuro en lugar de arraigarse en el pasado, ¿no es así?

Perceval se mantuvo en silencio, pero Mandrake replicó:

– Quién de nosotros iba a extrañarse de que vuestro corazón haya sucumbido a los encantos de Lady Ginebra… Pero, por favor, considerad que los habitantes de la ciudad pudieran pensar de otra manera… ¿y hablar más de la cuenta?

– ¿Hablar? -preguntó Arturo-. ¿De qué?

– Lady Ginebra acaba de perder a su esposo -respondió Mandrake-. ¿No sería más inteligente dejar pasar por lo menos un tiempo adecuado de noviazgo?

Respondió Ginebra en lugar de Arturo:

– Este habría sido el deseo de Uther -su voz era fuerte, pero, pese a todo, Dulac sintió en ella la confusión que bullía en su interior-. Hablamos de ello.

– ¿De que os casaríais con su hijo?

El rostro de Arturo se nubló, pero Ginebra siguió hablando con voz tranquila y segura:

– Sabéis que él era lo bastante mayor para ser mi abuelo.

Y Arturo lo bastante mayor para ser vuestro padre. Sir Mandrake no pronunció esa frase en voz alta, sólo la pensó, pero Dulac estuvo seguro de que todos en la sala la habían escuchado. El semblante de Arturo se ensombreció todavía más.

– El tenía muy claro que Dios lo llamaría mucho antes que a mí -continuó Ginebra. Dulac se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas para permanecer tan serena. Con el hombre que había matado a su marido sentado a su mesa-. Era el deseo de Uther que pronto encontrara un hombre que se preocupara por mí y garantizara mi seguridad. Y el destino fue muy generoso conmigo. No sólo he encontrado lo que Uther deseaba para mí, sino también un hombre que me quiere de todo corazón. ¿Qué más puedo pedir, Sir?

– Un trono -dijo Mordred con malevolencia.

– También lo voy a tener -dijo Ginebra sonriendo.

– Y Camelot, una nueva reina -añadió Arturo-. Por fin. Y tal vez, si es designio de Dios, un heredero que pueda ascender al trono cuando llegue mi hora.

Sus palabras golpearon como un puñetazo la cara de Mordred. Los ojos del Caballero Negro llamearon de odio.

– Qué satisfactorio para vos, Mylord -dijo con aspereza y señaló en la dirección de Ginebra-. Mylady, os deseo felicidad. Pero si me permitís una pregunta, Arturo…

– ¿Por qué os he invitado? -el rey sonrió-. Pero ¿no os lo podéis imaginar? Mi corazón rebosa de contento y deseo que todo el mundo participe de esa felicidad. No me parece que la guerra y la muerte tengan nada que ver con esto. Por eso, os brindo la paz.

– ¿Estamos en guerra? -preguntó Mordred.

Arturo ignoró la pregunta.

– Pretendo que los festejos duren una semana -dijo-. Todo Camelot participará conmigo de esas fiestas y será feliz. Una semana es mucho tiempo. A lo largo de esos días encontraremos una oportunidad para mitigar nuestras diferencias de opinión, estoy seguro.

Mordred titubeó antes de responder. Dulac intuyó cómo los pensamientos se agolpaban detrás de su frente.

– Es muy amable por vuestra parte, Mylord -dijo-, pero…

– Por supuesto, permaneceréis en el castillo, como mi invitado, hasta entonces -le interrumpió Arturo-. He hecho preparar mis aposentos privados para vos.

– A lo dicho, vuestro ofrecimiento me honra -respondió Mordred. Sus manos comenzaron a temblar ligeramente, para disimularlo cogió de nuevo la copa de estaño-. Sin embargo, no puedo aceptarlo. Es…

– Me temo que no me estáis entendiendo, Mordred -Arturo le interrumpió nuevamente-. Insisto.

Se hizo el silencio. Mordred dejó despacio la copa deformada sobre la mesa y, a continuación, levantó la mirada, aún más despacio.

– Verdaderamente, me temo que no os entiendo -señaló.

– Deseo que os quedéis en Camelot hasta que hayan finalizado los festejos de la boda -contestó Arturo. Seguía sonriendo, pero su voz era tan fría como el hielo y la expresión de sus ojos recordó a Dulac una espada afilada.

– ¿Como vuestro invitado… o como vuestro prisionero? -preguntó Mordred con claridad.

– Esa decisión -respondió el monarca- depende exclusivamente de vos. Pero yo sería muy feliz, si decidierais correctamente.

– Lo haré, Arturo -dijo Mordred-. Podéis tenerlo por seguro.

Pegó un salto hacia delante, su mano derecha desenvainó la espada mientras la izquierda se posaba en el cincho, sacaba un puñal y lo blandía con violencia hacia Arturo. El puñal se transformó en un punto luminoso y tan veloz que la vista humana no podía seguirlo.

Pero Dulac fue más rápido.

No era consciente de lo que hizo. Algo en él -tal vez el Caballero de Plata, que todavía latía dentro de su persona- tomó el control de la situación. Tiró la jarra de vino, que aún tenía entre las manos, sobre Mordred y, con los brazos extendidos, se lanzó sobre Arturo. Lo hizo con tanto impulso que el rey y su silla cayeron de lado, chocaron contra Ginebra, y también ella perdió el equilibrio.

Dulac sintió un golpe suave en un lugar de la espalda cercano al hombro. Supo perfectamente lo que era y esperaba un gran dolor; sin embargo, no fue así. Pero el impacto fue tan fuerte que Arturo, Ginebra y él cayeron juntos. Las dos sillas se reventaron y Dulac pudo oír los gemidos del rey y los gritos de miedo de la joven.

Se desasió del cuerpo del rey y rodó con dificultad al suelo, donde se quedó tumbado boca arriba. Seguía sin sufrir dolor, pero no lograba moverse. Su hombro izquierdo estaba paralizado y no sentía el brazo. Todo parecía irreal y liviano. Oía ruidos de pelea, gritos y el tintineo del acero. Mordred parecía defenderse con todas sus fuerzas, pero Dulac sabía que acabaría perdiendo. Podía ser tan fuerte como diez hombres, pero la superioridad numérica era demasiada, también para él.

Sin embargo, aquello ya no le interesaba lo más mínimo. La sensación de liviandad que le invadía crecía cada vez más. Le daba lo mismo lo que sucediera con Mordred, con los caballeros; sí, incluso con Arturo. Algo muy dentro de él se había roto y sentía con absoluta certeza que iba a morir.

También eso le daba lo mismo. No tenía ningún miedo. Sólo deseaba que Ginebra estuviera con él.

Y su deseo se hizo realidad. El rostro de Ginebra flotó sobre él, enmarcado en una luz suave, rojo cálido, que ahogó todo lo que había alrededor y le otorgó a su semblante un aspecto casi angelical. Alguien había arrancado un trozo del tiempo, pues él no recordaba que hubiera perdido el conocimiento o se hubiera dormido. Sin embargo, ya no yacía en el suelo frente a la chimenea, sino en una cama blanda. Aquellas piedras labradas, cubiertas de tapices y cuadros, pertenecían a las habitaciones privadas de Arturo y la luz provenía de las antorchas encendidas que colgaban de las paredes.

– ¿Está despierto?

Dulac comprendió que la pregunta se refería a él. Quería asentir, pero su cuerpo se negaba a obedecerle.

En su lugar, respondió Ginebra:

– Sí. Pero no sé desde cuándo.

Dulac intentó enfocar su cara para verla con mayor precisión. La luz roja ya no borraba sus rasgos, con lo que podía distinguir lo infinitamente cansada y agotada que se encontraba. Había llorado.

– ¿Qué… qué ha ocurrido? -murmuró.

– No debes hablar, tonto -le reprimió Ginebra-. Sólo conseguirás cansarte.

– Déjalo tranquilo -se oyeron unos pasos y Arturo apareció en su campo de visión. Parecía tan agotado como Ginebra-. Ya no importa. Y tiene derecho a saberlo.

Dulac tenía la sensación de que esas palabras estaban destinadas a darle miedo, pero ese sentimiento no arraigó en él. lili su lugar sintió un profundo agradecimiento.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua, para poder hablar con mayor claridad, y pregunto de nuevo:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me has salvado la vida -respondió Arturo-. La estocada de Mordred me habría matado. Y a Ginebra quizá también. Si tú no te hubieras interpuesto entre nosotros, ahora estaría muerto.

Dulac iba a responder, pero de pronto sus labios estaban tan ásperos que le fue imposible articular palabra. Ginebra se irguió, y volvió un momento después y le aproximó a la boca un elegante vaso plateado. Dulac tragó con grandes y ansiosos sorbos, tosió con dificultad y escupió gran parte del agua sobre las manos de Ginebra. Cuando intentó hablar por segunda vez, todo fue mejor.

– ¿Y qué ha pasado con…?

– ¿Contigo? -Arturo sacudió la cabeza-. Hemos hecho venir al mejor médico de Camelot, pero ese estúpido no sabe diferenciar una hemorragia de un vulgar uñero. ¡Si estuviera aquí Merlín! Pero así…

– Voy a morir -dijo Dulac.

– Tu hombro está destrozado -respondió Arturo-. Me imagino que algunas astillas han traspasado el pulmón. Aunque lograras sobrevivir, tu pulmón quedaría dañado para siempre. La lesión es demasiado grave.

Ginebra comenzó a llorar en silencio y Dulac preguntó:

– ¿Cuánto tiempo?

– Sólo Dios lo sabe -contestó Arturo-. Esta noche, quizá mañana -titubeó-. Puedo darte algo que lo abrevie, si los dolores son muy fuertes.

– No siento dolores -respondió Dulac, y era cierto. No sentía nada.

– Algo es algo -dijo Arturo aliviado-. Me habría gustado tener mejores noticias para ti. Pero no quiero mentirte.

– ¡Todavía… todavía no es seguro que vaya a morir! -protesto Ginebra. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Su voz tembló-. ¡A veces Dios hace milagros!

– ¿Dios? -la expresión de Arturo era de infinita tristeza-. ¿Qué Dios? ¿El suyo? ¿O el nuestro?

– No tienes… que llorar -susurró Dulac-. Su voz se hizo imperceptible. Esta vez se dio cuenta de que su conciencia se extinguía; no bruscamente, sin que lo sintiera, como había ocurrido antes cuando había podido retomar el mismo pensamiento horas después. Ahora era como si se hubiera producido una corriente de agua invisible, que no había notado hasta ese momento, pero que se estaba introduciendo profundamente en él hasta hundirlo. Todavía tenía un poco de tiempo.

– ¿Por qué no? -preguntó Ginebra-. ¿Por qué no puedo llorar si tú mueres? ¿Por qué te lo tomas así? ¿Por qué no te rebelas?

– Porque está bien así -respondió Dulac y creía firmemente esas palabras. No tenía miedo de la muerte y tampoco estaba descontento con su destino. Al contrario. Por fin, había comprendido el motivo por el que había regresado a Camelot. Había pensado que el destino se había permitido una broma macabra con él, llevándolo de nuevo hasta allí, donde debería ver a menudo a Ginebra, lo que le produciría un dolor insoportable que iría minándolo poco a poco.

La realidad era que había regresado para salvar a Arturo. Y si le costaba su propia vida, era un precio mínimo.

– ¿Bien? ¿Qué puede estar bien en la muerte de una persona? -ahora Ginebra ya no lloraba en silencio; sollozaba, rápida y convulsivamente. Su cabeza se hundió hacia delante y su pelo se deslizó hacia un lado. Vio sus orejas. Eran claras, casi blancas, y tan frágiles como la porcelana, como toda ella; pero, además, tenían una peculiaridad: Ginebra llevaba unos adornos, que Dulac nunca había visto antes. En la parte superior de sus orejas destacaban tinas líneas doradas sobre las que brillaban minúsculas piedras preciosas. ¿Qué sentido podrían tener unas joyas tan incómodas de llevar y que quedaban ocultas a la mayoría de las personas?

A no ser que pretendieran ocultar algo.

No dijo nada y tampoco Ginebra reparó en su sobresalto, pero cuando levantó la mirada se encontró con la de Arturo y lo que leyó en ella le hizo estremecerse.

– ¡No quiero que abandones! -gimió Ginebra-. ¡No… no puedes morir!

Arturo le puso delicadamente la mano sobre el hombro.

– Por favor, déjanos solos, Ginebra -dijo.

– ¿Por qué? -la cabeza de Ginebra volvió a su posición normal. Sus ojos refulgieron-. ¿Para que le puedas dar algo y que todo sea más rápido? -echó enfadada la mano hacia un lado y salió corriendo de la habitación.

Arturo la miró entristecido, hasta que ella cerró la puerta de golpe tras de sí, y, después, se dejó caer en el borde de la cama, junto a Dulac; en el mismo sitio donde había estado sentada Ginebra.

– Ella no pensaba eso -dijo-. A veces hacer daño a alguien ayuda a soportar el propio dolor.

– Ella es…

– Como nosotros -le interrumpió Arturo. Se apartó con las dos manos el pelo de la cara y Dulac vio, sin demasiada sorpresa, que sus orejas tenían sendas cicatrices, menos evidentes que las de Dulac, pero exactamente de la misma forma. Como si hubiera tenido las orejas más largas y puntiagudas y se las hubieran cortado-. Como yo -añadió-. Y como tú.

– Entonces, nosotros somos…

Arturo le interrumpió de nuevo.

– No hemos nacido en este mundo, Dulac; ni tú, ni yo, ni Ginebra, ni otros más. Nosotros venimos de la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales.

– ¿Avalon? -preguntó Dulac. ¿Por qué no se lo decía sencillamente? Ya no tenía importancia.

– Las personas han encontrado muchos nombres para ese lugar -respondió Arturo-. Todos significan lo mismo… el lugar, que nadie de ellos ha visto y que en su interior sienten que existe. Lo anhelan porque allí existe todo lo que nunca podrán tener.

– ¿Merlín también provenía de allí? -preguntó Dulac.

– Era uno de los magos más poderosos del otro mundo -aseguró Arturo.

– Entonces… ¿vos también sois un mago?

Arturo sacudió la cabeza con una sonrisa triste.

– ¿Yo? Oh, no. A veces desearía serlo, pero sólo soy un guerrero. Fui enviado aquí para velar por estas personas. Son un pueblo fuerte y muy orgulloso, pero son jóvenes y todavía tienen mucho que aprender. Merlín y algunos fieles más me acompañaron, pero de eso ha pasado mucho tiempo. Al final sólo quedamos Merlín y yo. Y ahora, sólo yo.

– ¿Y… y yo? -preguntó Dulac.

Arturo sacudió la cabeza con tristeza.

– Durante bastante tiempo esperé que tú fueras aquél cuya venida Merlín me profetizó, pero no lo eres. A veces… -buscó las palabras precisas-. A veces algún niño del otro mundo se pierde en éste, ¿sabes? La mayoría mueren o los matan, porque son distintos y porque las personas siempre temen lo que no entienden. Existe una vieja profecía que dice que uno de esos niños se hará un hombre y socorrerá Camelot en la hora de su mayor desgracia. Durante bastante tiempo, Merlín y yo creímos que tú podías ser ese chico. Pero me temo que no lo eres.

– ¿Porque voy a morir?

– Porque ya lo he encontrado -contestó Arturo con pena-. Vino cuando la desgracia era mayor, salvó Camelot y desapareció de nuevo, como predijo Merlín.

– El Caballero de Plata -conjeturó Dulac-. Lancelot.

– Te habría caído bien -dijo Arturo con una sonrisa-. No era mucho mayor que tú, pero era un caballero que me hizo ver, incluso a mí, lo que era el miedo.

– ¿Por qué se marchó? -preguntó Dulac.

– No lo sé -contestó Arturo despacio-. Quizá sea por lo que acabo de decir. Las personas temen lo que no comprenden, y lo que temen lo odian.

– Pero ¡A vos sí os quieren!

– Nunca les he mostrado mi verdadera fuerza -respondió Arturo-. Y me necesitan. Mi protección y, sobre todo, mi espada. Camelot tiene que seguir existiendo, Dulac. Por eso, debo casarme con Ginebra. Sólo uno de nosotros puede ascender al trono de Camelot. Tiene que ser así. Si Camelot cae, todo el país caerá en la barbarie, de la que nosotros la sacamos.

Dulac sintió que la corriente de agua estaba rezumando ya. Ahora sólo era un chapoteo apenas audible y no ya la violenta riada de energía vital que alcanzaba para toda una vida. Pero esta vez se resistió con desesperación a la debilidad que se apoderaba de él. Había algo que tenía que saber.

– ¿Por qué… me estáis contando todo esto, señor? -preguntó.

– Porque quiero que me perdones -respondió Arturo.

– ¿Perdonaos? Pero qué tendría yo que…

Arturo levantó la mano para que dejara de hablar.

– ¿Realmente crees que yo no noto cómo miras a Ginebra y cómo te mira ella a ti? ¿Que entre vosotros hay mucho más que una simple amistad? No quería mandarte lejos sólo para que tuvieras una buena educación -se encogió de hombros con un gesto de culpabilidad-. Quería sacarte de aquí y me pareció una buena manera. Y tú, en cambio, regresas y ofreces tu vida por mí, sin dudar ni un segundo. Estaré eternamente en deuda contigo.

Dulac sonrió abatido.

– No queda tanto tiempo.

– ¿Te puedo hacer una petición? -preguntó Arturo.

Incluso en su estado, Dulac abrió los ojos con incredulidad. Arturo, ¡el rey!, le preguntaba a él si podía pedirle algo…

– Por supuesto.

– Esta mañana no te he mandado a la cámara del tesoro sin motivo -dijo Arturo-. Aquí en la corte tú eras siempre el que pasaba más tiempo con Merlín. El que estaba más próximo a él. Ordené llevar las cosas de Merlín, sus enseres y sus libros, a la cámara del tesoro. ¿Conoces sus secretos? ¿Sabes cómo los utilizaba?

– No -respondió Dulac. El no había sido el aprendiz de mago de Merlín. Las pocas veces que había sido testigo casual de su magia, aquello que había visto le había asustado demasiado.

Arturo encogió los hombros.

– La ayuda de Merlín me falta dolorosamente. Si recordaras algo, sería muy importante.

– No -dijo Dulac de nuevo-. Lo siento.

– No tienes por qué -contestó Arturo. Le resultaba difícil ocultar la decepción. A pesar de ello, sonrió al levantarse-. Lo más probable es que no fuera tan relevante. Te agradezco que lo hayas intentado.

Iba a darse la vuelta para marcharse, pero Dulac se lo impidió.

– ¿Arturo?

El rey se quedó parado y se giró a medio camino de la puerta.

– ¿Sí?

– ¿Puedo yo también haceros una petición? -preguntó Dulac.

– Por supuesto -contesto Arturo-. Lo que quieras.

– No quiero morir aquí -dijo Dulac-. Haz que me lleven… al lugar donde me encontraron. El sitio en el lago -titubeó un momento-. El pequeño lago que está de camino hacia El jabalí negro, ¿no es allí?

Arturo asintió.

– Es un trayecto largo y pesado para ti -dijo-. Estarías muerto antes de que abandonásemos la ciudad.

– ¿Y? -preguntó Dulac. Sabía que, con toda probabilidad, no superaría el camino hasta el lago. Pero algo tiraba de él hasta allí con una fuerza inusitada. Debía de ser lo que había dicho Arturo: su hogar estaba al otro lado y algo dentro de él le decía que el camino comenzaba en el lago.

Pero había otro motivo, por lo menos tan concluyente como aquél. Su hombro había empezado a dolerle. No mucho, pero sentía que pronto sería peor. No iba a tener una muerte fácil. Iba a sufrir; quizá, hasta a gritar. Y sabía que Ginebra regresaría en cuanto Arturo se marchara. No quería que le viera así.

– Lo siento, Dulac -dijo Arturo con pesar-. Cualquier cosa, menos ésa. Aunque quisiera, sería totalmente imposible. Metimos a Mordred en el calabozo, pero sus guerreros merodean por los bosques colindantes a Camelot. Todo aquel que abandona la ciudad corre gran riesgo. No puedo exigírselo a nadie.

– No -susurró Dulac-. Claro que no.

– Lo siento -dijo Arturo de nuevo-. No lo haría ni por mí mismo.

Pero esa última frase Dulac ya no la oyó.

No murió, pero su alma se aproximaba a ese punto donde ya no hay vuelta atrás; a no ser que fuera posible regresar sin ella.

Aunque inconsciente, tenía muchos dolores. No sabría decir si era a causa de las extrañas alucinaciones y fantasías motivadas por la fiebre o si se si trataba de dolores reales, que de algún modo se habían introducido en sus sueños. El efecto era el mismo. Dulac deseaba morir cuanto antes, y sólo era para escapar de aquel sufrimiento inimaginable que no causaba únicamente estragos en su alma, sino también en su cuerpo.

Pero, en lugar de morir, se despertó de nuevo en medio de la noche. Su alma flotaba de una visión a otra, su cuerpo era torturado por todos los demonios del infierno y, en un primer momento, no pudo decir si los muros de sillería que le rodeaban eran reales o pertenecían a una de las pesadillas en las que se había sumergido durante las últimas horas.

En la oscuridad de alrededor resaltaba una figura, no más que un fantasma ondulante, sin sustancia y sin rostro, pero más negro que la oscuridad y envuelto por un aura amenazadora casi palpable. Dio un paso hacia él, desapareció, surgió de nuevo y sólo tenía cara. Era el hada Morgana, pero antes de que Dulac tuviera tiempo de asustarse, formó sobre él una onda nebulosa, blanca y llameante, y casi apagó su conciencia. Cuando su vista se aclaró otra vez, Morgana estaba inclinada sobre su cama y le aproximaba un cuenco de madera a los labios, pero ya no era Morgana sino Ginebra.

– Bebe -dijo-. Sabe muy mal, pero atenuará tus dolores para que puedas resistirlos.

Dulac obedeció. No habría tenido tuerzas para resistirse. Incluso el acto de tragar le exigió casi más energía de la que disponía, y Ginebra tenía razón: el líquido estaba caliente y sabía asqueroso, pero el efecto prometido se hizo esperar. Aquel insoportable tormento se estaba extendiendo por todo su cuerpo.

Pero su cerebro comenzó a aclararse. Distinguía los rasgos de Ginebra ton nitidez y no daba la impresión de que fuera a convertirse en su sombría contrincante; e, incluso, fue capaz de hablar, aunque en un principio no se trató más que de un tenue susurro.

– Ginebra. ¿Qué… haces aquí? No quiero que…

– No hables -le interrumpió ella. Su voz era desacostumbradamente fría y muy autoritaria. Como si se hubiera dado cuenta de cómo habían sonado sus palabras, sonrió de pronto y añadió con mayor suavidad-: Por lo menos, todavía. Agotas tus fuerzas.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Dulac. La poción mágica que le había dado sí estaba funcionando. Su omoplato seguía traspasado por un fuego candente, pero el dolor no era ya tan insoportable como para desear la muerte.

– Lo que debo -contestó Ginebra-. Arturo no tenía derecho a negarte tu último deseo. Yo haré lo que te ha negado.

Tardó un rato hasta comprender de lo que estaba hablando. Intentó incorporarse, pero estaba extenuado y se hundió hacia atrás con un gemido.

– No te esfuerces -dijo Ginebra y su cara volvió a desvairse, y cuando tomó cuerpo de nuevo, si había quedado una última semejanza con Morgana, ésta había desaparecido ya. Aunque la bebida que le había dado no acababa de vencer el dolor, sí le había liberado finalmente de las garras de la pesadilla.

– Ojalá pudiera hacer más por ti -dijo ella con tristeza-. Desearía poder empezar de nuevo.

– No… no entiendo… -murmuró Dulac.

– Siempre te he querido a ti -los ojos de Ginebra se llenaron de lágrima-. No a Arturo. ¿Por qué hay que perder algo para darse cuenta de lo mucho que te ha importado?

– No tendrías que estar aquí -murmuró Dulac. Dentro, muy dentro de él oía una voz que le preguntaba si ella estaba diciendo la verdad o si no era más que una mentira caritativa para hacer mas llevaderos sus últimos momentos. Se odio por hacerse esa pregunta y se odió mucho más por la respuesta que él mismo se dio.

– Arturo y sus caballeros están arriba, en el salón del trono, devanándose los sesos -dijo Ginebra sacudiendo la cabeza-. No te preocupes, nadie vendrá. ¿Crees que podrás levantarte?

Dulac lo intentó. El dolor, que estalló en su hombro y en su espalda, fue horroroso, pero lo consiguió. Se incorporó titubeante, se quedó sentado al borde de la cama durante más de un minuto para recuperar fuerzas, y por fin se levantó. Dio dos pasos vacilantes y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

– Abajo nos esperan dos caballos y he sobornado a los guardianes de la puerta -explicó Ginebra-. Nadie nos dará el alto. Los hombres están acostumbrados a que a veces salga sola, incluso a horas intempestivas.

Le alcanzó una capa negra y le ayudó a ponérsela, luego se giró con prisa, fue a la puerta y miró afuera con atención.

– No hay nadie -susurró-. Ven.

Dulac estaba seguro de que no lo iba a conseguir. Su fuerza no bastaría ni para atravesar la estancia, bajar las escaleras y montar sobre el caballo. La herida de su espalda había empezado a sangrar de nuevo. Sentía cómo le abandonaba la vida. Mordred le había matado.

Dio un primer paso, que le resultó angustioso, y un segundo, y un tercero, y de algún modo consiguió llegar a la puerta y salir al corredor. Después, no supo cómo consiguió recorrer el pasillo y bajar hasta el piso inferior. El castillo parecía muerto. Podía oír las voces de Arturo y los otros en la sala del trono y también en otras zonas se distinguían ruidos y voces. Pero no encontraron a nadie; llegaron al patio, donde estaban los caballos, sin ser vistos.

Logró montarse, más por la ayuda que le ofreció Ginebra que por su propio impulso. Y debió de perder de nuevo el conocimiento porque lo siguiente que vislumbró fue la oscuridad de la bóveda que ya estaban atravesando. No había rastro de los dos guardianes que estaban siempre allí y Ginebra se había transformado en una sombra que oscilaba a su lado.

El trayecto hacia el lago fue una pesadilla. Fiebre, escalofríos y dolores se sucedían sin tregua y, la mayor parte del tiempo, Dulac no supo dónde se encontraba ni fue consciente de la presencia de Ginebra.

Despertó del estado de duermevela cuando su caballo comenzó a ir al paso y, por fin, se paró. Iba muy inclinado sobre el cuello del animal y descubrió, con asombro, que habían llegado a su destino: ante ellos estaba el recodo del camino, que tan bien conocía y tras el que se encontraba el lago donde todo había empezado.

– Hemos llegado -dijo Ginebra a su lado y señaló la curva-. No voy a acompañarte más. Adiós, Dulac. Confía en el poder de aquéllos que nos han enviado hasta aquí.

Con las últimas palabras, las lágrimas se asomaron a sus ojos. Hincó las espuelas a su caballo, lo giró con rapidez y salió galopando como si la noche se la hubiera tragado.

Dulac fijó su vista en el punto por el que había desaparecido, y así estuvo largo rato, sumido en un profundo dolor. Cómo le habría gustado intercambiar unas últimas palabras de despedida, abrazarla de nuevo. Pero sabía que Ginebra no lo habría soportado. No quería estar cuando él acometiera la última etapa del camino. Había corrido un riesgo tremendo para hacerle aquel último favor, pero no reunía las fuerzas suficientes para verlo morir.

Dulac resbaló de la silla con dificultad. Sus pies todavía no habían tocado el suelo cuando su caballo saltó hacia un lado, se dio la vuelta y salió al galope con un relincho de alivio. El animal había demostrado nerviosismo y terquedad durante todo el trayecto, pero ahora Dulac comprendió que no era a causa de la oscuridad o de algún peligro desconocido. Había tenido miedo de él. Tal vez intuía que ya llevaba un caballero muerto sobre su grupa.

Dulac recorrió el camino tremendamente despacio. Sólo eran unos pocos pasos los que había hasta el recodo y, después, hasta el lago, y, sin embargo, le dio la impresión de que iba a tardar más en hacer ese trecho que lo que habían tardado en llegar desde la ciudad. Y cuando superó el recodo y alcanzó el lago, vio que lo aguardaban.

En el agua, no muy lejos de la orilla, estaba el unicornio.

Su piel brillaba como nieve recién caída bajo la luz de la luna y sus grandes e inquietantes ojos miraban a Dulac tranquilos. No se movió, se quedó parado como si fuera una extraña estatua. También el agua del lago, a su alrededor, parecía completamente quieta.

Dulac dio un paso y se paró de nuevo. La vida le abandonaba cada vez más deprisa. El tiempo que le quedaba no podría medirse en minutos, ni siquiera en segundos. Su propia sangre, que estaba formando un charco a sus pies, hacía su capa cada vez más pesada, y una sensación de abatimiento fue adueñándose de sus miembros. Posiblemente fue entonces cuando en realidad comprendió a qué se había referido Ginebra cuando le había dicho que tenía que confiar en el poder que le había enviado hasta allí. Delante de él estaba la salvación.

Si daba aquellos últimos pasos, continuaría viviendo. Y, sin embargo, dudó en hacerlos, porque viviría, sí; pero al mismo tiempo moriría. El unicornio estaba ensillado y embridado. El escudo y el cincho de la espada del Caballero de Plata colgaban de la silla y, tras la silla de color blanco, vio el brillo del metal plateado. La armadura de Lancelot. Ya la había recibido dos veces y dos veces se había desprendido del regalo que ésta suponía. No se le iba a permitir decidir una tercera vez entre dos vidas.

«Pero, ¿no lo hice ya hace tiempo?», pensó muy cansado. Había creído volver como Dulac a Camelot. Sin embargo, había sido una percepción errónea. El Dulac que fue una vez había dejado de existir en el mismo momento en que vertió la primera sangre. Mordred únicamente había acabado lo que él mismo, con su primera visita a Malagon, había comenzado. Sólo le quedaba la elección de dejarse morir aquí y ahora, de una vez por todas, o nacer de nuevo como Lancelot du Lac, y en esa ocasión sería ya un camino sin retorno. Tenía miedo de la muerte, pero también tenía miedo de aquello en lo que podía convertirse. Arturo y la mayoría de sus caballeros admiraban a Lancelot y confiaban en él sin reserva, pero Dulac -que, de cualquier manera, ya no iba a existir en unos segundos- le temía.

El unicornio levantó la cabeza y relinchó y Dulac comprendió el sentido de aquella invitación. Su tiempo había terminado.

– Ginebra -susurró.

Por fin se había decidido.