Gil Braltar es un cuento de Julio Verne, sátira parodia del colonismo británico, que ha permanecido prácticamente desconocido hasta ahora en castellano. Este libro salió a la luz cuando estaba a punto de iniciarse el programa de actos que conmemora el primer centenario de la muerte de Verne, que falleció en 1905 dejando tras de sí todo un mundo en tránsito. La história está ambientada en la colonia británica de Gibraltar donde un hombre español llamado Gil Braltar se disfraza de mono y se convierte en el líder de un grupo de macacos que viven allí. Incita al ataque de la fortaleza que en un principio resulta exitoso y posteriormente es frustado por un general británico al que los monos obedecian debido a su feo aspecto físico ya que los macacos lo confundieron con uno de ellos.La conclusión de Verne es que en el futuro sólo los más feos generales serán enviados a Gibraltar para mantener la colonia en manos británicas.

JULIO VERNE

GIL BRALTAR

I

Estaban allí reunidos lo menos de setecientos a ochocientos. De mediano estatura; per robustos, ágiles, cabellos, hechos para los saltos prodigiosos, Iban de acá para allá, a los últimos resplandores del sol, que se ocultaba al otro lado de las montañas escalonadas hacia el Oeste de la rada.

El disco rojizo desapareció bien pronto, y la obscuridad comenzó a extenderse en medio de toda aquella cuenca encajonada entre las lejanas sierras de Sonorra, de Ronda y del país desolado del Cuervo.

De repente, la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer, montado en la misma cresta de la montaña, como sobre el torno de un asno flaco.

Desde el puesto de soldados, que estaba como colgado en lo más extremo de la cima de la enorme roca, no se podía ver nada de lo que pasaba bajo los árboles.

- ¡Uiss, uiss! - silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a este silbido una intensidad extraordinaria. -¡Uiss, uiss! - repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era este jefe de alta estatura, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, la cabeza rodeada de una inculta y espesa cabellera, la faz erizada de una barba corta, los pies descalzos, duros en las plantas como cascos de caballos.

Levantó el brazo derecho, y le extendió hacia la parte inferior de la montaña. En el mismo Instante, todos repitieron aquella actitud con una precisión militar, mejor dicho, mecánica, como verdaderos muñecos movidos por el m ¡amo resorte. El jefe bajó su brazo, y todos bajaron el suyo. Se encorvó hacia el suelo, y todos se inclinaron en la misma actitud. Empuñó un sólido palo, que blandió en el aire, y todos blandieron sus bastones, haciendo el mismo molinete; el mismo molinete que los jugadores del palo llaman la "rosa cubierta"

Después, el jefe se volvió y se escurrió sobre la hierba, subiendo por entre los árboles. La tropa la siguió, haciendo los mismos movimientos.

En menos de diez minutos los senderos del monte, descarnados por la lluvia, fueron recorridos, sin que el choque de una roca ni de un guijarro hubiese detenido aquella masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo, y todos se detuvieron, como al los hubieran clavado en el sitio.. A doscientos metros por bajo, aparecía la ciudad, tendida a lo largo de la sombría rada. Numerosas luces iluminaban el grupo confuso de edificios, de. casas de quintas, de cuarteles. Al otro lado, los fanales de los navíos de guerra, los fuegos de los buques de comercio y de los pontones anclados en la rada, reverberaban sobre la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, a la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su hay de rayos luminosos sobre el estrecho.

En aquel momento se oyó un cañonazo; el Birst gun fire, disparado desde una de las baterías rasantes. Entonces, los redobles del tambor, acompañados del agudo chillido del pito, se dejaron oír.

Era la hora de la retreta, la hora da que cada cual entrara en su casa. Ningún extranjero tenia ya derecho para transitar por la ciudad, sin ir escoltado por un oficial de la guarnición. a los marineros se les dio orden de volver a bordo entes de que las puertas de la ciudad estuviesen cerradas. De cuarto en cuarto de hora, circulaban patrullas, que conducían al puesto de vigilancia a los retrasados y a los borrachos. Después, todo quedó en silencio.

El general Mac Kackmale podía dormir a pierna suelta.

No parcela que Inglaterra tuviese nada que temer aquella noche por la seguridad de su roca de Gibraltar.

II

Ya se sabe lo que es esta roca formidable, de ochenta y cinco metros de altura, que descansa sobre una base de mil doscientos cuarenta y cinco de ancha, y de cuatro mil trescientos de larga. Tiene alguna semejanza con un inmenso león acotado, con la cabeza del lado de España Y la cola hundiéndose en el mar. Su faz descarnada deja ver los dientes - setecientos cañones que enseñan sus bocas a través de las troneras; la dentadura de la vieja, como la llaman vulgarmente. Pero es una vieja, que mordería con fuerza si se la molestara.

Inglaterra está situada sólidamente en aquel punto, como lo está en Perin, en Aden, en Malta, en Poulo-Pinang y en Hongkong, en otras tantas rocas, con las cuales algún día, con los progresos de la mecánica, formará fortalezas giratorias.

Entretanto, Gibraltar asegura al Reino Unido una dominación Indiscutible sobre los diez y ocho kilómetros de aquel estrecho, que la maza de Hércules ha abierto entra Ávila y Calpe, en lo más profundo de las aguas mediterráneas. ¿Han renunciado los españoles a reconquistar este trozo de su Península? Si! sin duda; pues parece ser inatacable por tierra y por mar.

Sin embargo, había uno que abrigaba el pensamiento constante de reconquistar aquella roca ofensiva y defensiva. Éste era el late de la banda, un ser raro, y hasta ea puede decir, loco. Éste hidalgo se llamaba precisamente Gil Braltar, hombre que, en su pensamiento sin duda, la predestinaba a una conquista tan patriótica. Su cerebro no habla resistido a la idea, y su plaza hubiera debido estar en un asilo de dementes. Se la conocía perfectamente; sin embargo, desde hacía diez años no se sabía a ciencia cierta lo que había sido de él. ¿Vagaría errante por el mundo? En realidad, él no habla abandonado su territorio patrimonial… Llevaba una existencia de troglodita, bajo los bosques, en las cavernas, y más particularmente en el fondo de los inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que, según se dice, comunican con el mar. Se la

creía muerta. Vivía, sin embargo; pero a la manera de los hombres salvajes desprovistos de la razón humana, que no obedecen más que a los instintos de la animalidad.

III

El general Mac Kackmale dormía perfectamente a pierna suelta, sobre sus dos orejas, algo más largas que lo que manda la ordenanza. Con sus brazos desmesurados, sus ojos redondos hundidos bajo sus espesas cejas, su faz rodeada de una barba grisácea, fisonomía gesticuladora, sus gestos de anthrooppitheco y el prognatismo extraordinario de su mandíbula, era de una fealdad notable, aun para un general inglés.

Un verdadero mono; excelente militar por otra parte, a pesar de su figura simiesca.

Sí; dormía en su confortable habitación de Main-Stréet, aquella sinuosa calle que atraviesa la ciudad, desde la puerta del Mar hasta la puerta de la Alameda. Acaso estaría soñando que Inglaterra se apoderaba de Egipto, de Turquí, de Holanda, del Afganistán, del, Sudán, del país de los Boers, en una palabra, de todos los puntos del globo que le conviniera, y esto en el momento en que corría peligro de perder Gibraltar.

La puerta de la habitación se abrió bruscamente. - ¿Qué hay? - preguntó el general Mac Kackmale, levantándose de un salto.

- Mi general (respondió un ayudante de campo, que acababa de entrar en la habitación como una bomba): la ciudad está Invadida. -¿Por los españoles, quizá?

- Preciso es creerlo. -¿Se habrían atrevido?…

El General no acabó de hablar. Se levantó, arrojó el casquete que cubría su cabeza, se metió el pantalón, se envolvió en su levita, se metió en sus bolas, se caló el claque y se preparó con su espada, diciendo: -¿Qué ruido es ese que oigo?

- El ruido que forman los habitantes de las rocas, que corren como una avalancha por la ciudad. - ¿Son muy numerosos esos pillos?

- Deben serlo. - ¿Sin duda se han reunido todos los bandidos de la costa para dar este golpe de mano, los con trabandistas de Ronda, los pescadores de San Roque, los refugiados que pululan en todas las poblaciones?

- Es de temer, mi General. - ¿Y el Gobernador está prevenido? - ¡No! Y es imposible ir a darle aviso a su quinta de la Punta de Europa. Las puertas están ocupadas; las calles llenas de visitantes. - ¿Y en el cuartel de la puerta del Mar? - ¡No hay medio alguno de llegar hasta allí! Los artilleros deben hallarse sitiados en su cuartel. - ¿De cuantos hombres podéis disponer?

- De una veintena, mi General: soldados de línea del tercer regimiento, que han podido escapar. - ¡Por San Dunstán! (exclamó Mac Kackmale.) ¡Gibraltar arrancado a la Inglaterra por esos vendedores de naranjas! ¡ Eso no puede ser, no; no será! En aquel momento la puerta de la habitación dio paso a un ser extraño, que saltó sobre los hombros del General.

IV

- ¡Rendios! - exclamó con voz ronca, que tenía más de rugido que de voz humana.

Algunos hombres que hablan acudido detrás del ayudante de campo se disponían a lanzarse sobre aquel hombre, cuando, a la claridad de la habitación, le reconocieron. - ¡Gil Braltar! - exclamaron.

Era di, en efecto; el hidalgo, en el cual no se pensaba ya desde hacía largo tiempo; el salvaje de las grutas de San Miguel. -¡Rendios! -continuaba gritando. - ¡Jamás! - respondió el general Mac Kackmale.

De repente, en el momento en que los soldados le rodeaban, Gil Braltar hizo resonar un uiss… agudo y prolongado.

En seguida, el patio del edificio, el edificio todo, la habitación misma en que se hallaban, todo se llenó de una masa Invasora. ¿Lo creerán Vds.? Eran monos; monos, por centenares. Iban a tomar a los ingleses aquella roca de que son verdaderos propietarios, aquella montaña que ocupaban antes los españoles, mucho antes de que Cromwell hubiese soñado su conquista para la Gran Bretaña. ¡Sí, en verdad! Y eran temibles por su número aquellos monos sin cola, con los cuales no se vivía en buena paz sino a condición de tolerar sus merodeos; aquellos seres inteligentes y audaces, que se cuidaban mucho de no molestar, pues sabían vengarse, y esto había sucedido muchos veces, haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.

Y en aquel momento, aquellos monos se habían convertido en soldados de un loco, tan salvaje como ellos; de aquel Gil Braltar que todos conocían, que llevaba una vida Independiente; de aquel Guillermo Tell cuadrumanizado, cuya existencia entera se concentraba en esto pensamiento: ¡Arrojar a los extranjeros del territorio español! ¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si la tentativa llegaba a tener éxito! Los Ingleses, vencedores de los indios, de los

abisinios, de los tasmanios, de los australianos, de los hotentotes y de tantos otros, vencidos por los monos!

Si semejante catástrofe sucedía, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que saltarse la tapa de los sesos. ¡No se sobrevive a semejante deshonor! Sin embargo, antes que, los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen Invadido la habitación, algunos soldados habían conseguido apoderarse de Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, resistió, y no costó poco trabajo el reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha, y permaneció casi desnudo, en un rincón, amordazado, atado, bien seguro, para que no pudiera ni moverse, ni hacerse oír. Poco tiempo después, Mac Kackmale se lanzaba fuera de su habitación, resuelto a vencer o morir, según la fórmula militar.

Pero el peligro no era menos grande en o exterior. Sin duda, algunos soldados habían podido reunirse en la puerta del Mar, y marcha. Lan hacia la vivienda del General. Varios tiros se oían en Main-Strett y en la plaza del Comercio. Sin embargo, el número de monos era tal, que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder el puesto, y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonado; las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían más que con un solo defensor, y los ingleses, que habían hecho inaccesible aquella roca, no volverían a poseerla jamás.

De repente se produjo un gran movimiento.

En efecto: a la luz de las Antorcha que iluminaba el patio, se pudo ver a los monos batirse en retirada. A la cabeza de la bando marchaba su jefe, blandiendo su palo. Todos le seguían, imitando sus movimientos de brazos y piernas, y el mismo paso. ¿Era que Gil Braltar habla podido desembarazarse de sus ligaduras, y escapar de la habitación donde se le guardaba? No había duda posible. ¿Pero adónde se dirigían entonces? ¿Iban hacia la Punta de Europa, a la quinto del Gobernador, para tomarla por asalto, y a intimarle la rendición, conforme habían hecho con el General? . ¡No ¡ El loco y su banda descendían por Main.

Street. Después de haber franqueado la puerta de la Alameda, tomaron oblicuamente a través del parque, y subieron por las pendientes de la montaña.

Una hora después no quedaba en la ciudad al uno sólo de los invasores de Gibraltar. ¿Qué había pasado?

Bien pronto se supo, cuando el general Mac Kackmale apareció en el límite del parque.

Había sido él, que, desempeñando el papel del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero. Parecía de tal modo un cuadrúmano aquel bravo guerrero, que los monos mismos se habían engañado. Así fue que no tuvo que hacer otra cosa que presentarse, y todos le siguieron.

Una idea del genio seguramente, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la cruz de San Jorge.

En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido la cedió, por dinero, a un Barnum o empresario de espectáculos, que hace su fortuna paseándolo por las principales ciudades del Antiguo y del Nuevo Mundo. Varias veces el empresario llega hasta decir que no es el salvaje de San Miguel el que exhibe, sino el general Mac Kackmale en persona. Sin embargo, esta aventura ha sido una lección para el gobierno de su Graciosa Majestad. Ha comprendido que si Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba, en cambio, a merced de los monos. Por consiguiente, Inglaterra, que es muy práctica, ha decidido no enviar allí en adelanto sino los más feos de sus generales, a fin de que los monos puedan engañarse con facilidad.

Esta medida los asegura verdaderamente pan siempre la posesión de Gibraltar.

FIN

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20/09/2012