Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.

La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

Jose Javier Abasolo

Nadie Es Inocente

Capítulo uno

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

Desde el interior de su confesionario el sacerdote vislumbró, a través de las rejillas, a la mujer que acababa de arrodillarse y pronunciar las palabras de rigor. Parecía joven y hermosa y el cantarino tono de su voz le alegró una mañana que estaba siendo tediosa y aburrida. Llevaba dos horas escuchando los terribles pecados de estudiantes de secundaria que leían a hurtadillas las revistas pornográficas de sus padres, se hacían pajas ocultos en la oscuridad de su cuarto o pegaban al hermano pequeño porque estaban hartos de que anduviera siempre molestando. Por lo menos la presencia de la mujer rompería esa monotonía. Tenía, además, curiosidad por saber lo que le iba a contar. Era raro en estos tiempos la presencia de mujeres jóvenes y hermosas en los confesionarios. Abundaban mucho más las señoras maduras que se consideraban íntimas de Dios y que empleaban la décima parte del tiempo acusándose de haber hablado mal de una vecina y el noventa por ciento restante diseccionando hasta el más mínimo detalle las maldades de la susodicha vecina.

Hizo una pausa de breves segundos, abandonándose a la fragancia del perfume que emanaba de la mujer, fuerte pero sin llegar al empalago, y continuó con el rito preestablecido.

– ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?

– No lo sé, padre, hace ya tanto tiempo que no lo recuerdo. Llevo ya muchos años sin creer en Dios.

– Y sin embargo has venido aquí, a ponerte en contacto con Él y a pedirle que te perdone tus pecados. Quizá tú no creas en Dios pero Él sí cree en ti. La prueba está en que te ha traído a la iglesia.

– Siento desilusionarle, padre, pero he venido por mi propio pie y siguiendo mis propios designios, no conducida por un supuesto ser superior. Además, tampoco he venido a confesarme, por lo menos no en el sentido clásico de contar una retahila de pecados.

– Confesarse no es tan sólo, como acabas de decir, contar una retahila de pecados. Es también hablar con Dios, ponerse en sus manos, buscar la paz y el consuelo.

– Algo así como ir al psiquiatra pero sin pagar -respondió en tono irónico la mujer.

– No es una mala comparación, aunque hay algo más.

– Supongo que se refiere a su dios pero ya le he dejado bien claro anteriormente que soy atea. O quizá no lo sea del todo, aunque en el caso de que exista ese señor no me interesa para nada. Si es tan bueno y misericordioso como ustedes proclaman, ¿por qué permite que haya miseria y violencia en el mundo, injusticias y enfermedades? ¡Bonita omnipotencia la de su Dios!

El sacerdote había oído muchas veces esa objeción y estaba preparado dialécticamente para contrarrestarla aunque en bastantes ocasiones él mismo se hubiera hecho esas preguntas. Pero cuando empezó a hablar en tono paternal fue interrumpido bruscamente por la extraña feligresa.

– Perdone, padre, lamento haber sido dura e impertinente y seguir siéndolo, pero no tengo ningún interés en debatir con usted esos problemas. Esto es un confesionario y aunque no he venido a confesarme en el sentido clásico sí quiero efectuar una confesión.

– Dime.

– Voy a matar a un hombre.

Las palabras de la mujer cayeron como una bomba en la paz de la iglesia y, curiosamente, el sacerdote comprendió que la mujer estaba hablando completamente en serio. No eran unas palabras dichas para asustar al curita sino, como había anunciado la mujer, una confesión clara y escueta de una decisión tomada y, posiblemente, muy meditada. En sus años de sacerdocio nunca se había enfrentado a una situación similar, por eso tardó unos segundos en reunir la suficiente presencia de ánimo para hablar con la mujer.

– Nadie tiene derecho a acabar con la vida de otra persona. Sólo Dios, que nos da la vida, nos la puede quitar. Es posible que pienses que tienes motivos más que suficientes para realizar la acción que acabas de anunciarme pero no podemos, no debemos abandonarnos a la violencia, al asesinato. La violencia sólo engendra violencia y sufrimiento y acaba por volverse contra sus autores. Tienes que tranquilizarte y reflexionar sobre ello. Lamento no ser capaz de expresar con palabras más atinadas lo que quiero indicarte pero debes hacer un esfuerzo por desterrar esa idea de tu cabeza.

– No se moleste, padre, lo está haciendo muy bien pero es una decisión que he tomado y que nada ni nadie conseguirá cambiar.

– Sin embargo, has venido aquí, a contármelo.

– Lo sé. No me gustaría abusar de su confianza pero lo he hecho amparada en el secreto de confesión, porque supongo que sigue existiendo el secreto de confesión.

– Existe y te ampara pero no es ése el tema. No quiero delatarte sino detenerte, aunque, no, no quiero detenerte sino convencerte por tu propio bien de que no debes hacerlo. El hecho de que hayas venido hasta mí significa que, aunque no quieras admitirlo abiertamente, estás solicitando ayuda.

– En eso lleva usted la razón, padre -le interrumpió la mujer-, pero la ayuda que yo busco no es la que me está ofreciendo en este momento. Por favor, no se moleste en disuadirme porque, se lo repito, la decisión está tomada y es irrevocable.

– ¿Qué es lo que deseas entonces? -preguntó el sacerdote en un intento por no romper del todo las amarras con esa mujer a la que se veía incapaz de convencer.

– Voy a matar a un hombre y usted me va a ayudar a matarlo -respondió con voz firme y serena la mujer. Sin esperar a que el asombrado sacerdote dijera algo se levantó del confesionario y mientras lo hacía pronunció sus últimas palabras-. Sé que no puede absolverme pero no me importa. Su dios, si existe, hace ya mucho tiempo que me ha absuelto.

Antes de que el sacerdote pudiera reaccionar la mujer había abandonado no sólo el confesionario sino también la iglesia. De su presencia permanecían como únicos testigos el desasosiego del confesor y el penetrante perfume que aún podía percibirse en el recinto sagrado.

Capítulo dos

Estás en la cama pensando y fumándote un cigarrillo, más que nada porque es lo que siempre has oído que se suele hacer en estos casos, y comprendes por qué se dice, el cigarrillo te está pareciendo gloria bendita, mucho mejor que el que sueles encender después de comer. Y te sientes bien, extrañamente bien, incluso feliz, pese a que conoces las consecuencias del paso que acabas de dar, te acabas de convertir en un transgresor, acabas de salirte del sistema, de un sistema que tú mismo habías aceptado con plena consciencia e ilusión. Te has ceñido, voluntariamente, una corona de espinas, como la que los esbirros de Poncio Pilato colocaron sobre la cabeza de Jesucristo, aunque tu corona no es física sino moral y quizá, por eso mismo, más dolorosa. Has asumido tu destino lo mismo que Cristo asumió el suyo, pero mientras que aquella corona fue aceptada pensando en la salvación del género humano, ¿en qué piensas tú realmente al aceptar la tuya? ¿Ha merecido la pena ese dolor moral que tú mismo te estás infligiendo? No estás seguro, no, no estás nada seguro.

Piensas que has roto amarras con el pasado, pero ¿de verdad has roto? En el fondo no lo tienes claro, quizá ni siquiera seas un auténtico transgresor, quizá tan sólo hayan cambiado tus actitudes externas, tu manera de vivir, pero en el fondo eres el mismo, con los mismos pensamientos, las mismas inquietudes, los mismos temores, hasta las mismas ilusiones.

Sin embargo, ella está ahí, junto a ti. Increíblemente hermosa, con su cuerpo desnudo arrebujado entre las sábanas y piensas si eso será amor o sólo sexo. Siempre has creído que lo más importante era el amor, no el sexo, pero ahora tienes miedo a haber estado equivocado. Acabas de enfrentarte al eterno dilema, pero desgraciadamente tú sabes muy poco acerca de eso. De hecho ha sido ella quien ha tomado la iniciativa al ver tu torpeza, pero no te ha humillado. Lo hacía con una naturalidad que era imposible sentirse avergonzado sino partícipe en el juego, ese juego que no sabías cómo era, que incluso pensabas que era algo sucio hasta que has comprobado que no, que algo así tiene que ser necesariamente un don que Dios ha ofrecido a los hombres para que sean felices, para que vivan más satisfechos y alegres. Eso es lo que piensas pero no puedes evitar que de nuevo una sombra de duda sobrevuele tu mente.

Vuelves a mirarla y, aunque no te arrepientes de lo hecho, no estás muy seguro de si estás contemplando un ángel que te ha enseñado el camino de la felicidad y el placer o un demonio que te ha arrastrado a la perdición. El mundo, el demonio y la carne.

Por más que huyas no puedes alejarte del mundo, el mundo siempre sale a tu encuentro, lo sabes bien, lo has sufrido en tu propia carne y en la de los tuyos.

El demonio, pero ¿existe el demonio? Si existe Dios debe existir el Diablo, lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo, el yin y el yang, como dicen los budistas, ya que siempre te ha interesado comparar la espiritualidad de otros pueblos con la de tu propia fe. Si piensas eso al final el problema no es la existencia de Satanás sino la de Dios, pero eso ya no te atreves a cuestionártelo, no puedes poner en almoneda aquello que, mejor o peor, ha dado sentido a tu vida.

Y como vértice último de esa trilogía maldita la carne, la ominosa y mitificada carne. Un eufemismo para referirse al sexo cuando en realidad si los eufemismos se usan para embellecer algo feo o sórdido, más sórdida aún es esa expresión. La carne. ¿Es de verdad tan peligrosa? Ahora no lo crees, aunque te has abandonado a ella, en cierto modo ha marcado el punto de no retorno de tu transgresión, de tu rebeldía en suma.

Vuelves a mirar su cuerpo desnudo, sus largos y negros cabellos que caen indolentemente sobre su pezón izquierdo, excitante incluso en el sueño, y recuerdas. ¡Hace ya tanto tiempo que te ordenaste y juraste tus votos! Obediencia, pobreza y castidad. Y ahora has roto los tres.

Obediencia, pero ¿lo has roto en realidad? ¿A qué debes más obediencia, a las normas de tu congregación o a tu propia conciencia? ¿A la rigidez del sistema en que se ha convertido la propia Iglesia o al mensaje de amor que nos legó Jesús de Nazaret? ¿Eres de verdad un auténtico transgresor o tan sólo estás redescubriendo los orígenes de tu propia religión? En el fondo tú siempre has sido obediente, primero a tu madre, a esa madre que enviudó de modo prematuro, a la que le arrebataron injusta y violentamente el marido, dejándote sin padre. Y obediente también a la memoria de ese padre al que apenas conociste y que, quizá por eso, te ha marcado tan profundamente, ese padre que apenas en contadas oportunidades ha podido jugar contigo y que se ha convertido en una figura que, de mítica, ha perdido su sentido familiar.

Pobreza, ya no eres pobre, aunque para ello hayas tenido que romper con otro de los diez mandamientos. «No hurtarás», aparecía escrito en las tablas que Moisés bajó del Sinaí, tras hablar con Yahvé, el Dios de los judíos, el Dios-Padre de los cristianos, pero tú has hurtado, has robado, aunque no te consideras un ladrón. El dinero que has cogido no es más que un medio necesario para conseguir tu objetivo, un objetivo del que no estás seguro del todo que sea divino, pero sí humano, profundamente humano. Es sólo un medio pero ¿el fin justifica los medios? Siempre has estado instalado en la duda, en esto como en muchas cosas más, quizá sea tu carácter intelectual o quizá un signo de debilidad, tampoco estás muy seguro, y a veces has pensado que sí y otras muchas que no. Si lo hubieras tenido claro desde el principio, tanto a favor como en contra, tu vida hubiera sido diferente. Por lo menos, equivocado o no, hubieras tenido una línea de conducta perfectamente trazada y definida, una vida más o menos coherente, pero con esa eterna duda no has hecho más que oscilar de un lado a otro, siempre añorando una base firme. Ahora mismo, lo que estás haciendo, no es consecuencia de una decisión meditada sino de uno de esos arrebatos que de vez en cuando te dan, de esas ráfagas imprevistas de decisión que te hacen saltar sin red y sin posibilidades de volver atrás. Si caes en blando bien pero si no, te estrellarás solo.

Castidad, ¿por qué es tan importante? Y aquí ya no tienes excusa. Quizá tengas buenas razones, o te las inventes, para romper con tus votos de obediencia y pobreza, pero el voto de castidad podría haberse mantenido sin problemas, ¿o quizá no? En realidad ella ha sido el detonante de tu actuación. Quizá sin ella la vida hubiera seguido igual para ti, o quizá hubieras encontrado otro acicate para actuar, pero eso son puras hipótesis. La única realidad es que ella está contigo ahí, en la cama, y que sin ella tú seguirías siendo el sacerdote, el religioso que eras antes, ocupado tan sólo en tus clases de religión a los alumnos de la Enseñanza Secundaria Obligatoria, tus charlas y reuniones con las comunidades cristianas de base y con diversas organizaciones no gubernamentales y de apoyo a los marginados, actividades que piensas que tellenaban plenamente, pero no debía de ser así porque llegó ella y tu vida cambió. Si para bien o para mal aún no lo sabes, pero tu vida cambió.

Vuelves a mirarla, sí, está ahí, junto a ti en la cama, durmiendo semidesnuda, con una apacible sonrisa en su cara, más hermosa que las vírgenes de Botticelli, sensual y deseable. Sí, deseable del todo. Sabes que ante ella no puedes resistirte y haces lo único que puedes hacer, lo que quieres hacer. Acercas tus labios a los suyos y le tocas un pecho, mientras observas su reacción. Quizá no estaba del todo dormida porque abre los ojos y te sonríe, con una sonrisa capaz de iluminar toda la habitación, mientras se quita de un golpe el camisón y empieza a arrebatarte la ropa que llevas puesta. En pocos segundos estáis los dos desnudos, solos en esa cama tan pequeña que os obliga a permanecer juntos, muy, muy juntos.

Capítulo tres

En un primer momento nadie se preocupó en el colegio por la ausencia del padre Gajate. Aunque sus clases comenzaban a las nueve de la mañana no era raro que no pudiera acudir, ya que sus otras ocupaciones pastorales impedían a menudo que asistiera a las aulas con normalidad. Cuando ello ocurría se solía personar un sustituto para dar la clase del día y el tema quedaba zanjado. Pese a tratarse de un colegio confesionalmente católico, dirigido por religiosos, la asignatura de religión, por lo menos a efectos curriculares, no era la más importante ni la más conflictiva. Ningún padre se quejaba nunca por esa situación, como se hubiera quejado si esos cambios continuos de profesor se produjeran, por ejemplo, en la clase de matemáticas. Y por eso mismo el padre Gajate tenía cierta bula para no asistir a clase o hacerlo con retraso.

Lo que sí parecía más raro era que no lo hubiera avisado con anticipación, como hacía habitualmente, pero se achacó a una posible urgencia que le habría impedido ponerse en contacto con el propio colegio. Aunque el centro era regido por una orden religiosa, muchos de sus sacerdotes, sobre todo los más jóvenes, no residían en su interior sino en pisos comunitarios ubicados, generalmente, en barrios y zonas marginales de Bilbao, en parte por un prurito de independencia y en parte por integrarse más a fondo en las vivencias de la diócesis. El padre Gajate vivía en un piso situado en el barrio de El Peñascal, un piso de apenas sesenta metros cuadrados que compartía con otros tres sacerdotes. Curiosamente, y pese a estar dotado de teléfono, a nadie se le ocurrió llamar para preguntar por él. Fue por tanto al día siguiente cuando de verdad empezaron a preocuparse sus hermanos de congregación, tanto los que residían en el colegio como en el piso, y poco a poco tuvieron que hacerse a la idea de su desaparición.

Al tercer día vieron que era necesario tomar una determinación, por eso el rector del colegio llamó a su despacho a uno de los religiosos que vivía en el centro educativo, el padre Vázquez. Era éste un hombre que se había ordenado ya mayor, después de haber pasado la mayor parte de su vida trabajando en el Cuerpo Nacional de Policía. Sus antecedentes como ex miembro de la Brigada Político Social en tiempos del régimen franquista así como su ligazón a los servicios de información dependientes de quien era mano derecha del dictador, el almirante Carrero Blanco, habían originado una evidente marginación del padre Vázquez en la comunidad religiosa, motivo por el que residía en el interior del colegio en lugar de en un piso. Era cierto y conocido que el ex comisario Vázquez había profesado las órdenes religiosas como un modo de expiar los pecados -más bien, en opinión de muchos, atrocidades- cometidos cuando era un policía temido entre los sectores de oposición al antiguo régimen dictatorial. También se admitía, de otro modo no le hubieran permitido profesar, que su conversión era sincera pero pese a ello para muchos de sus hermanos de fe y congregación era extremadamente duro convivir con él. El padre Vázquez aceptaba eso como parte de su penitencia, la corona de espinas que según él había asumido desde que se cayó del caballo en su particular camino de Damasco, pero no podía evitar el sentir cierto amargor cada vez que se quedaba solo en el interior de su celda, sin más compañía que un ejemplar de la Biblia y un misal. No obstante, uno de los votos que había jurado mantener era el de obediencia; por eso, cuando su superior jerárquico en la comunidad le citó en su despacho, acudió sin demora.

Cuando entró en la austera habitación que servía de despacho y oficina del padre rector observó que su superior tenía compañía, otro sacerdote joven y alto, con gafas y prematura calvicie, de quien emanaba un hálito manifiesto de autoridad, si su instinto policial no le había abandonado del todo.

– Pase, padre Vázquez y siéntese, por favor -le dijo educadamente el padre rector.

Una de las características de la comunidad era el uso generalizado del tuteo pero al padre Vázquez todo el mundo le trataba de usted y no por respeto, como en el caso de los más ancianos sacerdotes, sino como una manera de guardar las distancias con el apestado.

– No sé si le habrá reconocido por su aspecto -añadió el rector-, pero está a mi lado el provincial de la Orden, el padre Cuesta. Padre Cuesta, le presento al padre Vázquez.

– Encantado de conocerle -dijo el provincial, apretándole fuertemente la mano-, aunque me temo que el motivo de nuestro conocimiento sea por algo triste. Es mi costumbre ir al grano así que le explicaré sin pérdida de tiempo el objeto de nuestra entrevista. Necesitamos de su experiencia como policía.

– Lo siento, padre, pero no entiendo. Hace ya varios años que abandoné mi antigua profesión por el servicio a Dios y a los hombres y, sinceramente, no quiero regresar a mis actividades pasadas.

– Lo sé, sé muchas cosas sobre usted, incluso la injusta y poco cristiana marginación que padece -añadió el provincial sin inmutarse ante el gesto de desagrado del rector-, aunque no quisiera ser hipócrita. Es posible que si en vez de ser su provincial fuera un simple religioso de esta comunidad mi actitud fuera la misma que la de nuestros poco caritativos hermanos, pero soy el provincial y uno de mis deberes como tal es amar y considerar a todos mis hermanos por igual. Pero junto a deberes ostento algunas escasas prerrogativas y una de ellas es la de poder exigir obediencia. Usted, padre Vázquez, le guste o no, agrade o desagrade a sus hermanos, ha sido policía, un policía poco ético, por no decir directamente violento y torturador, según tengo entendido, pero policía al fin y al cabo, y los conocimientos profesionales adquiridos no se pierden tan fácilmente. Entre nuestros hermanos los hay con todo tipo de estudios y habilidades. A nadie le extraña que si uno de ellos es médico en un momento de necesidad ejerza como tal, y lo mismo se puede decir de quienes tienen otras profesiones complementarias. Usted es policía además de sacerdote y sinceramente nunca hubiera pensado que algún día tendríamos que servirnos de esa preparación suya, pero ese día por desgracia ha llegado. Podríamos llamar a la Policía, pero si hay algo que debemos mantener en estos momentos es la discreción. Por eso, aunque no le guste, tendrá que volver a ser durante un tiempo policía. ¡Recuerde que ha hecho un solemne voto de obediencia!

– Si no me queda más remedio acataré sus órdenes, padre.

– No esperaba menos de usted, padre. Supongo que ya estará al tanto de la desaparición del padre Ander Gajate.

– Algo he oído comentar, sí.

– El padre Gajate lleva ya dos días sin dar señales de vida, ni en el colegio ni en su piso. Eso ya de por sí sería suficientemente grave e inquietante para nosotros, pero hay algo más que muy pocos hermanos conocen y que debe seguir así. Ha desaparecido después de haberse apropiado de un talón al portador por valor de cien millones de pesetas.

– ¿Quiere decir que ha robado esa cantidad antes de desaparecer?

– Quiero decir que ha desaparecido y que en el momento de su desaparición era el depositario de un talón al portador cuya cantidad era la de cien millones de pesetas, donados por la viuda de un antiguo alumno que le dio esas instrucciones en su testamento. Por motivos que no son de nuestra incumbencia, la piadosa señora optó por extender un talón al portador en lugar de realizar una transferencia, y como no sabíamos cuál de nuestros dos ecónomos iba a poder cobrarlo, por indicación del propio padre Gajate dicho talón fue extendido al portador.

– Pero eso es absurdo, el talón podría haber sido extendido a nombre del propio colegio e ingresado con posterioridad en alguna de nuestras cuentas.

– Tiene usted razón pero en ese momento no se le ocurrió a nadie. Tal vez eso indique algún tipo de premeditación por parte del padre Gajate, no lo sé a ciencia cierta, usted es el experto.

– Sí, puede que eso sea un indicio de premeditación. ¿Estamos a tiempo de anular el talón?

– Lo hemos intentado pero se cobró ayer por la mañana. Como no es normal hacer esos pagos en el banco comprobaron que estaba todo en orden antes de pagarlo. Por eso hemos podido enterarnos de un dato que quizá complique las cosas. El talón lo cobró el padre Gajate pero fue una mujer quien se hizo cargo de ese dinero una vez abonado.

Capítulo cuatro

Uno de los primeros recuerdos de mi infancia, tenía yo entonces siete años, y el más vivido con toda seguridad, es el de un velatorio. Mi tío Antonio, el hermano pequeño de mi madre, había fallecido, y en el salón de nuestra casa se había instalado el ataúd. Para mí todo ese espectáculo de señoras mayores enlutadas y llorosas y de hombres trajeados con corbata negra, crespón en la bocamanga y rostro serio y circunspecto era algo que oscilaba entre la excitación y el terror. Era mi primer contacto con la muerte, si bien todavía no comprendía muy bien su significado.

Mientras zascandileaba por la estancia se acercó mi padre y me cogió de la mano. Tenía un aspecto imponente con su traje negro y su fino bigotito también completamente oscuro, en el que empezaban a vislumbrarse algunas aisladas hebras blancas. Lleno de miedo me dejé arrastrar por su firme mano hasta el ataúd de mi tío y cuando mi padre abrió la tapa me fue imposible alejarme de allí. Su mano era como un inmenso cepo de hierro que atenazaba la mía haciendo baldíos y dolorosos mis desesperados intentos por desasirme.

– Mira ahí dentro -me dijo con una voz semejante al sonido de un trueno en plena tormenta-. ¿Qué ves?

Intenté decir algo pero sólo me salía un inaudible hilillo de voz.

– Habla fuerte y firme -volvió a decir mi padre-. ¿Qué es lo que estás viendo?

– Es el tío Antonio -conseguí decir con grandes esfuerzos-. Está muerto.

– ¿Y no ves nada más?

– No -contesté sin saber qué es lo que quería mi padre y rezando a Dios fervientemente no por el alma de mi tío sino por la mía propia, tan grande era el temor que sentía en esos momentos.

– Pues hay algo más y ya es hora de que lo sepas. Observa la cara de tu tío Antonio, macilenta, amarillenta, arrugada. Es la imagen clara de una vida disipada y de pecado. Observa a tu tío, que yace aquí muerto y piensa en lo que puede ser tu vida si en lugar del camino recto sigues sus desorientados pasos. Tu tío era un borracho disoluto y mujeriego que desconocía la palabra sacrificio y sólo pensaba en su propio placer. Era además un rojo que cuando se inició nuestra gloriosa cruzada contra el comunismo ateo y separatista se unió al ejército republicano, luchando contra Dios y contra España.

– Alberto, por Dios, es sólo un niño, no le hables de esas cosas -dijo mi madre, que se había acercado hasta nosotros al adivinar el sesgo que tomaba la conversación.

– Vete a atender a nuestros visitantes y déjanos en paz -contestó desabridamente mi padre-. Quizá si no hubierais sido tan tolerantes con vuestro hermano su vida habría tomado otro camino. El niño ya tiene edad suficiente para distinguir lo que está bien y lo que está mal, y si no es capaz de hacerlo por sí mismo, yo tengo la obligación de enseñárselo, así que no nos vuelvas a interrumpir más. Ocúpate de tus obligaciones que yo me ocuparé de las mías.

Aguantándose las lágrimas y con una mirada de infinita tristeza mi madre se alejó de nosotros. Recuerdo que en vez de compadecerme de ella sentí rabia por lo que suponía una innoble cobardía en quien parecía que iba a ser mi aliada. En contraste, mi padre asió mi mano con la suya fuertemente. Lo que no era sino un reflejo autoritario, para que no me escapara de su lado, lo interpreté como un gesto de afecto y camaradería.

– Hace unos años, hijo -volvió a hablarme-, España se encontraba al borde del abismo. Una gentuza sin moral ni principios, enemigos de la religión y de la patria, se habían adueñado del poder y estaban destruyendo los valores más sagrados. Afortunadamente no estaban del todo perdidos y un grupo de militares aguerridos, ayudados por el pueblo sano y la gente de orden, se sublevó contra ese estado de cosas e inició un alzamiento nacional, que por sus características fue considerada una glo-riosa cruzada de liberación. Yo estuve allí desde el primer momento. Algún día te enseñaré las medallas que me concedieron por mi valor. Pero las medallas no son lo más importante, lo más importante es que cumplí con mi deber. Desgraciadamente no todos los españoles hicieron lo mismo. Algunos, intelectuales pervertidos, masas ignorantes y obreros resentidos, intentaron oponerse a nuestro heroico levantamiento con las armas en la mano y por culpa de su acción nuestra amada patria sufrió una devastadora guerra que la tuvo ensangrentada durante casi tres años. Tu tío, ese hombre al que ves ahí dentro -dijo mostrándome de nuevo su cerúlea cara dentro del ataúd-, fue uno de esos antipatriotas que se sublevó contra el nuevo orden que se quería imponer en España.

– ¿Por qué hizo eso? -pregunté aterrado, incapaz de comprender que alguien fuera tan malvado como para oponerse al triunfo del Bien.

– Eso sólo Dios lo sabe -respondió mi padre-. Él nos ha creado para que le glorifiquemos, pero algunos se tuercen y en vez de agradecer al Creador el don que nos ha regalado, le vuelven la espalda y reniegan de él. Y al negarle, niegan también todo aquello que Él nos ha dado, la patria, la familia, la moral. No se puede ser español si no se es católico, eso métetelo bien en la cabeza. Tu tío no lo entendió así y mira cómo ha acabado, muerto. Ya desde joven fue un rebelde total. Agitador y propagandista rojo participó en huelgas obreras. Afortunadamente tú ya no tendrás que sufrir este tipo de cosas, pero por culpa de tu tío muchas fábricas tuvieron que parar su producción. ¡Huelgas! -repitió con cara de asco-, la excusa para que los vagos no cumplan con su deber. Quizá algún día alguien intente engañarte diciéndote que eso se hacía para defender al trabajador, pero tú deberás rechazar esas mentiras. Al trabajador sólo se le defiende manteniendo el orden natural de las cosas. Dios ha hecho ricos y pobres porque así debe ser el mundo para que funcione y, al final, quien ha cumplido con su obligación recibirá el premio de la salvación eterna. Pero quien ose levantarse contra sus designios será condenado para siempre, como ocurrió con Lucifer, el ángel caído. No lo olvides nunca, hijo mío, porque es tu alma la que está en juego.

Mientras escuchaba estas palabras yo miraba fascinado el cadáver de mi tío. Esperaba que de un momento a otro su cara se ennegreciera y de su cuerpo empezaran a desprenderse llamas y olor a azufre, porque estaba convencido de que en esos momentos ardía en las profundidades del infierno, sometido a suplicios sin fin, suplicios que iban a durar eternamente, eternamente, eternamente.

Unos pasos renqueantes me sacaron de mi ensimismamiento. Mi abuelo materno, arrastrando a duras penas su pierna derecha inválida, se había acercado hasta nosotros.

– No hagas caso, Emilio -él siempre me llamaba así, Emilio, no Emilín, como todos los demás-, tu tío fue un buen hombre. ¿No recuerdas lo que te quería y que siempre que podía te hacía algún regalo?

– Sí, es verdad, abuelo -dije recordando cómo era mi tío antes de morirse.

Siempre aparentando alegría, a pesar de que si uno profundizaba en su interior podía ver en él el estigma del derrotado, intentaba animarnos a los demás y hacernos la vida más llevadera. Mis primeros juguetes me los regaló él. Había un caballo de madera, pintado de rojo, que era mi mejor amigo. Un día mi padre me lo quemó, porque decía que no debía perder el tiempo en esas tonterías. Su hijo no podía ser como los demás niños, su hijo tenía que hacer honor a su estirpe y dedicar su vida al engrandecimiento de Dios y de España.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó mi padre-. ¿Quién te ha dado vela en este entierro?

– Este entierro, por si no lo sabes, es el de mi hijo. Y Emilio es mi nieto y no voy a permitir ni que ensucies la memoria de mi hijo ni que emponzoñes la mente de mi nieto.

– Tú no puedes permitir ni prohibir nada -le dijo mi padre, con voz muy baja pero tremendamente fría. Habría sido más humana si hubiera gritado enfadado-. Tú y tus hijos podéis vivir gracias a mí. Si no llego a interceder por vosotros estaríais aún en la cárcel o quizá en el cementerio, como el comunista de tu hijo.

– Mi hijo no era comunista.

– Todos los enemigos de España son comunistas y, además, unos perros desagradecidos que muerden la mano que les da de comer, como acabas de hacer tú. Observa a tu abuelo, Emilín. Por su culpa, por no saber educar a sus hijos como Dios manda, tu tío Antonio hizo lo que hizo y acabó como acabó. Y todavía se atreve a protestar. Si no fuera por la bondad de tu padre, que le acogió y le mantiene, no sería más que una piltrafa, incapaz de mantenerse y de mantener a su familia.

– Tu tío, Emilio -dijo mi abuelo, haciendo caso omiso a lo hablado por mi padre-, luchó por unos ideales. Él quería una España mejor en la que todos cupiéramos y pudiéramos ser felices. Era una persona buena y alegre cuyo único delito fue amar intensamente, y eso, en este país y por parte de alguna gente, no se perdona.

La bofetada que recibió mi abuelo, fuerte y seca, sonó como un trueno en mis oídos. Mi padre había pensado que ya estaba bien de hablar y que había llegado el momento de actuar.

– Viejo idiota, ¿no has aprendido nada todavía? ¿Acaso no sabes cuál es tu puesto en esta casa? Comer y callar, y agradecerme el que puedas comer todos los días. Pero tu basura te la guardas para ti, así que deja en paz a mi hijo, si no quieres acabar en algún asilo, que es donde debieras estar si yo no tuviera tan buen corazón. Ahora vete a tu habitación y déjanos en paz.

– Alberto -volvió a decir mi madre entre susurros, acercándose-, por favor, por favor, que hay gente en la casa viéndonos.

– Todos los presentes son amigos míos y han venido por respeto a la casa, pero saben que tengo razón. Y tú acompaña a tu padre hasta su habitación, que me molestan los viejos sin dignidad que lloran en público. Así podremos hablar tu hijo y yo con tranquilidad, de hombre a hombre. Todavía no le he explicado de qué murió tu hermano.

– Alberto, eso no, es sólo un niño -gimoteó mi madre.

– Haz lo que te he dicho y vete -respondió, inflexible, mi padre-. Ya va siendo hora de que tome su educación en mis manos o si no saldrá como toda tu familia, débil y pervertido.

Mi madre era una mujer guapa, muy guapa incluso, lo digo sinceramente sin pasión de hijo alguna, ya que nunca me sentí excesivamente ligado a ella por temor a que mi padre me rechazara, pero cuando se retiró agarrada a mi abuelo, sin saber quién sostenía a quién, si el anciano a la mujer o viceversa, toda su belleza había desaparecido. Había dejado de ser la mujer esbelta y hermosa conocida por todos para pasar a convertirse en una mujeruca encorvada y vencida por el destino. Tres años después murió, oficialmente como consecuencia de una pulmonía, pero yo siempre he pensado que fueron la tristeza y las pocas ganas de vivir las causantes de su fallecimiento. Y lo que más me atormenta es pensar que yo contribuí, de algún modo, a esa tristeza y esas pocas ganas de vivir provocadoras de su muerte.

Cuando nos quedamos solos, mi padre, agarrándome fuertemente de los hombros y mirándome directamente a los ojos, sin pestañear, de un modo que me turbaba irremediablemente y me obligaba a desviar los míos hacia otro lado, volvió a hablarme.

– Lamento que hayas presenciado esta escena pero confío en que de ella saques provecho. Debes respetar a tu madre, porque así está ordenado en los mandamientos divinos, pero no conviene que sigas el camino de sus hermanos. Apréndete bien este refrán y que nunca se te olvide, quien mal anda mal acaba. Tu tío Antonio fue un traidor y un apóstata y eso le mató.

– ¿De qué ha muerto el tío, padre? -me atreví a preguntar-. ¿Por ser un traidor? Yo creía que a los traidores se les fusilaba, ¿han fusilado al tío Antonio?

– No, no le han fusilado, aunque se lo hubiera merecido. Pero como era hermano de tu madre conseguí liberarle de la muerte, que es el castigo que se merecen los que son como él. Muchos fueron ejecutados en el alborear de la nueva España y tenemos que sentirnos orgullosos de ello, sólo arrancando las malas hierbas podremos conseguir que florezca, esplendoroso, el jardín de la patria. Sin embargo, el sentido de la justicia no debe impedirnos ser caritativos. Sólo el fuerte es capaz de perdonar, y aunque los actos de tu tío no fueran dignos de perdón, el amor de tu madre consiguió que le salvara de su destino. Pero le salvé por poco tiempo, ya que los malvados pueden escaparse de la justicia de los hombres mas nunca, nunca, escucha esto, hijo, nunca pueden evadirse de la justicia de Dios.

– Entonces, ¿fue Dios quien le mató, padre?

– En cierto modo podemos decir que sí, porque nuestras vidas están en manos de Dios, pero a tu tío Antonio le mataron sus propios pecados. En la vida hay que ser hombre de una sola pieza, hijo mío, quien flaquea de un vicio acaba flaqueando de todos. Tu tío no murió directamente por ser un traidor, pero al ser un traidor a la patria y a Dios era también un hombre sin principios morales. Tu tío murió de sífilis, una enfermedad maligna, enviada por Dios para castigar a quienes llevan una vida desordenada.

– ¿Qué es una vida desordenada?

– Algún día, hijo mío, si Dios lo quiere te casarás y fundarás una familia cristiana, como ha hecho tu padre, pero antes de que llegues a eso la vida pondrá ante tus ojos un mar de tentaciones. Mujeres inmorales querrán aprovecharse de tu inocencia, exprimirte al máximo, y tal vez algunos amigos venales te inciten al pecado, pero tú no debes hacer caso. Quien sucumbe a las pasiones y realiza suciedades con mujeres fuera del matrimonio, acaba por ser víctima de crueles enfermedades que junto al alma te destrozan el cuerpo. Una de esas enfermedades, de la que ha muerto tu tío, es la sífilis. Nunca lo olvides si no quieres acabar como él.

No, nunca lo he olvidado, como tampoco he olvidado que después de oír decir esto a mi padre y mirar a mi tío muerto de nuevo, para buscar en su rostro las huellas de esa depravación que le había causado la muerte, tuve que salir corriendo hacia el cuarto de baño, donde vomité todo el desayuno que horas antes había tomado.

Capítulo cinco

Disciplinadamente, aunque sin ganas, el padre Emilio Vázquez se dispuso a cumplir las órdenes recibidas de su provincial. Durante unos días colgaría sus hábitos y volvería a la calle, esa calle en la que tan bien se había desenvuelto durante años. Más de una vez había sentido una punzada de nostalgia al recordar sus correrías; por eso, al principio, había intentado oponerse a los deseos de su superior, porque no sabía cómo podría reaccionar si volviera, aunque fuera indirectamente, a su antiguo mundo. Sensaciones contradictorias se agolpaban en su mente. Por un lado estaba la sensación de que ese aspecto de su vida había sido tenebroso y poco cristiano, pero por otro lado admitía que cuando rememoraba las satisfacciones y el placer, la sensación de prepotencia que le había proporcionado su antiguo trabajo, se le generaba un agradable cosquilleo por todo el cuerpo.

Como primera medida decidió acudir a la casa que compartía el padre Gajate con otros tres compañeros, los padres Argoitia, Etxebeste y Montalbán. Apenas había tenido trato con ellos, pero no se hacía muchas ilusiones sobre su colaboración. Si el trato con los religiosos que aún vivían en el colegio, generalmente más conservadores, no era muy bueno por mor de su pasado, sospechaba que la opinión que pudiera tener sobre su persona el grupo de sacerdotes que desempeñaban su apostolado en uno de los barrios más deprimidos de Bilbao no iba a ser halagüeña precisamente.

En la congregación se habían tomado en serio lo del voto de pobreza así que en vez de proporcionarle un coche, como había solicitado al aceptar hacerse cargo de la investigación, le aconsejaron que usara el transporte público. Obediente y resignado se subió a un autobús pero, desconocedor como era de las diferentes líneas de autobuses que cruzaban la ciudad, se apeó en Rekalde, muy cerca de donde anteriormente estuvo ubicada la comisaría de Abando. Sin permitirse ni siquiera desviar la vista hacia allí efectuó el resto del camino, una cansada cuesta, andando.

Se dice que a muchos sacerdotes, cuando van vestidos de seglares, sin sotana ni alzacuellos, se les sigue notando su condición clerical. Al padre Vázquez en cambio, lo que se le notaba claramente era su condición policial. Las miradas furtivas que le dirigían los transeúntes, algunos de los cuales desviaban su camino para no tropezar con él, así lo delataban. Incluso un grupo de gitanas que presumiblemente se dirigían al centro de la ciudad para vender su cargamento de flores y pañuelos de papel renunció a ofrecerle su mercancía. Hubo un momento en que al padre Vázquez se le escapó una sonrisa y comprendió que estaba disfrutando nuevamente de la sensación de sentirse temido y respetado.

La vivienda de los sacerdotes estaba en la tercera planta de un edificio que pedía a gritos la demolición. El portal olía a orines y las paredes de las escaleras (no había ascensor) estaban adornadas por pintadas que sin ser artísticas sí eran tremendamente expresivas. Las alusiones al sexo, favorables, y al gobierno y los maderos, totalmente desfavorables, se repartían equitativamente las preferencias de sus autores. El padre Vázquez apenas necesitó subir tres peldaños para empezar a sentirse en su salsa. Estaba más acostumbrado a ese ambiente que al de los palacios episcopales.

Cuando llamó a la puerta se le abrió en seguida. En aquella casa nunca preguntaban de quién se trataba ni espiaban por la mirilla para escudriñar alguna presencia hostil. Ésa era la casa de los curas y estaba abierta a toda la comunidad. No temían a ningún vecino y la gente confiaba en ellos. Era una ventaja, pensó el padre Vázquez, porque tal vez, si hubieran sabido quién tocaba el timbre, no le habría permitido pasar al interior de la vivienda.

Había escogido una hora en la que se suponía que los tres compañeros del padre Gajate estaban en casa y había acertado. El sacerdote que le había abierto, el único que no tenía barba y bigote, le invitó a pasar a una pequeña salita en la que, junto a un pequeño televisor de modelo antiguo, posiblemente en blanco y negro, podían verse un montón de estanterías con libros de temática religiosa y política, así como de autores cuyos nombres delataban su origen sudamericano o africano. Esparcidos desordenadamente por la sala podían encontrarse un sofá y varias butacas, cada una de padre y madre diferentes, como si las hubieran ido recogiendo de aquellos muebles que los feligreses no querían tener más en sus casas y en vez de tirarlos sin más se los habían cedido a los curas, pobrecillos, que tengan donde sentarse, pensarían ellos, creyendo que así ya llevaban ganada una parcela de cielo.

Las butacas, pese a su aspecto cutre y desvencijado, eran cómodas e invitaban a la placidez y la charla entre amigos. Por eso cuando el sacerdote que le había recibido le presentó a sus dos compañeros se dirigió hacia él en términos afectuosos.

– Sea bienvenido a nuestra humilde casa. No tenemos muchos bienes materiales que ofrecerle, pero sepa que estamos a su disposición. No recuerdo haberle visto antes por el barrio, pero no obstante su cara no me es del todo desconocida.

– Es posible. Me llamo Emilio Vázquez, padre Emilio Vázquez, y soy compañero suyo de fe y congregación. Supongo que el provincial les habrá anunciado mi visita.

Los tres sacerdotes se miraron entre sí. De sus rostros habían desaparecido las anteriores expresiones de amor fraternal, que habían sido sustituidas por ceños fruncidos y semblantes sombríos. Estaba claro que, lo ordenara el provincial o el propio cardenal primado, la visita no era de su agrado.

– Sí, por supuesto que hemos recibido su llamada, pero no entendemos qué es lo que quiere de nosotros -contestó uno de los barbudos, que parecía más un ayatolá islámico que un sacerdote católico.

– Se trata de la desaparición de su compañero de vivienda, el padre Gajate. El provincial me ha encargado de su búsqueda, ya que tengo cierta experiencia en estos temas.

– Sí, hemos oído hablar de lo que usted llama experiencia -contestó el padre Montalbán, que era el cura lampiño que le había abierto la puerta.

– Y si la va a utilizar en la búsqueda de Ander ya puede despedirse de nuestra colaboración -remató el padre Asier Etxebeste, que hasta ese momento había estado callado.

– Sé lo que piensan de mí y aunque no pueda decir que no me importe, porque mentiría, creo que no viene al caso. Como les he dicho, el padre provincial me ha encargado, me ha ordenado estaría mejor dicho, que averigüe el paradero del padre Gajate y, aunque no me agrada hacerlo, precisamente porque quiero olvidarme de ese aspecto de mi pasado que ustedes acaban de recordarme, he aceptado obligado por el voto de obediencia. Esta situación me hace a mí aún menos gracia que a ustedes pero tenemos que afrontarla como seres adultos y razonables, si nuestros prejuicios no lo impiden. La cuestión es muy sencilla: salvo que ustedes tengan otra información el padre Gajate ha desaparecido y debemos encontrarle.

– ¿Por qué es necesario encontrarle? -preguntó, todavía hostil, el padre Montalbán-. El padre Gajate es, como usted acaba de decir, una persona adulta, mayor de edad, y si ha tomado la decisión de irse sus motivos tendrá. No veo en qué nos puede eso afectar a nosotros.

– ¿Ni siquiera están interesados en saber qué le ha ocurrido? ¿Tan poco les interesa lo que pueda haber sido de su compañero?

– No tergiverse nuestras palabras -respondió el ayatolá-, claro que nos interesa saber lo que ha sucedido con nuestro compañero, pero por encima de todo respetamos sus decisiones. Si ha decidido, por su propia voluntad, marcharse de aquí está en su derecho. Seguramente algún día llamará para explicarnos sus motivos, porque además de compañeros somos amigos, pero si no lo hace no va a pasar nada. Es su vida y punto, no somos quienes para interferir.

– ¿Tampoco si al escaparse se ha apropiado de un talón al portador por valor de cien millones de pesetas, donativo de una feligresa viuda a la comunidad?

El padre Vázquez escudriñó el semblante de los tres sacerdotes y comprobó, con satisfacción, que la bomba que había lanzado súbitamente estaba surtiendo efecto. Aunque no quisiera reconocerlo, disfrutaba con la situación. La misma actitud de hostilidad que le demostraban sus contertulios le hacía crecerse, como en aquella otra época que inocentemente pensaba haber dejado atrás.

– Eso no es posible -contestó, acalorado, el padre Argoitia, mesándose con furia su patriarcal barba.

– Lo siento pero es totalmente cierto. Si no se fían de mí pueden llamar al colegio, al padre rector, que está al tanto de todo. No queremos que la noticia se extienda, pero estoy autorizado a usarla en caso de necesidad. Ya lo ven, no se trata de una simple huida motivada por la necesidad de cambiar de vida. Se trata también de un robo a la comunidad.

– No hable así -protestó el padre Montalbán-, hace que todo parezca sórdido.

– Y lo es, pero no he creado yo la situación. No soy yo quien se ha llevado los cien millones, porque debo añadirles que el talón ha sido cobrado, sino el padre Gajate. Es necesario que le encontremos, tanto por su bien como por el nuestro. No queremos que haya un escándalo, por eso en vez de recurrir a la policía me he hecho cargo yo de la investigación, pero si no actuamos con rapidez la situación se nos puede escapar de las manos.

– El escándalo, eso es lo único que preocupa a la congregación, el evitar que se produzca un escándalo. ¡Hipócritas de mierda! -se explayó el padre Etxebeste.

– Claro que nos preocupa el escándalo, y a ustedes también debiera preocuparles. Si todo sale a la luz en la congregación posiblemente quedemos como unos panolis a los que se les engaña y roba fácilmente, seremos objeto debromas y chistes pero nada más. Su compañero, en cambio, ¿cómo quedará? Como un ladrón sin más, y ese estigma abarcará a todo lo que él haya tocado, como si fuera un rey Midas al revés. Imaginemos por un momento que no se haya quedado con ese dinero para él sino para apoyar algunas asociaciones y causas en las que está metido. ¿Qué creen ustedes que pensará la gente? ¿Que es un moderno Robin Hood que roba a los ricos para dárselo a los pobres? No, la gente pensará que tanto él como sus colaboradores son unos despreciables ladrones y nada más. Así que sigan cerrando los ojos y no se preocupen por el posible escándalo.

– Bueno, bueno -dijo el padre Montalbán, algo más conciliador-, quizá debamos empezar de nuevo. ¿No es posible que el padre Gajate haya sufrido un accidente?

– Sí, claro que hemos pensado en esa posibilidad, pero por el momento no se ha confirmado. Nos hemos puesto en contacto con todos los hospitales y clínicas de Bilbao y hasta el momento no hemos tenido noticias de él. Vamos a seguir intentándolo en el resto de centros hospitalarios del País Vasco, pero prácticamente sin esperanzas de encontrarle. La hipótesis más probable es la de su desaparición voluntaria. El cobro del talón así parece indicarlo.

– ¿Cobró ese dinero en persona? -preguntó el padre Etxebeste.

– No, no lo cobró él directamente, pero desgraciadamente no sabemos aún quién lo hizo.

– Entonces, pudiera ser que él fuera la víctima del robo y no el ladrón -respondió, casi alegre, el padre Argoitia-. Quiero decir que alguien podría haberle malherido o quizá asesinado para así poder quitarle el talón -finalizó algo más triste al percatarse de que su teoría exculpatoria tenía el inconveniente de que si era cierta quizá su amigo estuviera muerto.

– Es otra posibilidad -respondió el padre Vázquez-, tiene usted cualidades para ser un buen policía.

– ¡Oiga, sin ofender! -saltó colérico el aludido.

– Era sólo una broma -contestó, sonriente, el ex policía-, no debería perder los nervios tan a menudo. Eso no es bueno para nadie y menos para un sacerdote. En cuanto al meollo de su pregunta no la podemos descartar, por supuesto, pero en estos tres días lo razonable es que se hubiera descubierto su cadáver o que por su propio pie hubiera acudido a un hospital o consulta médica.

– No necesariamente -insistió el sacerdote con aspecto de ayatolá y madera de policía-. El asesino podría haberle escondido para evitar que se descubriera lo sucedido.

– ¡Muy bien pensado! A este paso voy a acabar por hacerle mi ayudante -contestó socarrón el padre Vázquez-, pero en principio he desechado la idea. Tal vez hubiera tenido sentido en caso de ser un crimen premeditado pero nadie conocía, salvo que el propio padre Gajate se hubiera ido de la lengua, la existencia de ese talón. En caso de haber sucedido un robo hubiera sido uno normal, como tantos que hay, con el fin de agarrar lo que se pudiera, y con la inmensa suerte de que por una vez en la vida el botín habría merecido la pena. En un caso así, en el que agresor y agredido no se conocen, el criminal no se preocupa en esconder el cuerpo de la víctima. No, sin poder descartarla al cien por cien, no creo en esa hipótesis. En mi opinión el padre Gajate está bien vivo y conoce el destino del dinero.

– En ese caso, y admitiendo por un momento que tiene razón, ¿qué es lo que nosotros podemos hacer?

– Ustedes convivían con el padre Gajate, incluso han reconocido que sus relaciones eran de amistad, ¿no habían notado nada extraño últimamente, alguna indicación de lo que pensaba hacer?

– Sinceramente no -respondió el padre Montalbán-. Su actuación en los últimos tiempos fue absolutamente normal, no había nada especialmente raro en él. Quiero decir con esto que el padre Gajate era habitualmente muy vehemente. Todo aquello que le pareciera una injusticia, las situaciones de miseria y pobreza, las proclamas xenófobas, la brutalidad policial también, ¿por qué no?, le hacían estallar; pero eso, en él, no era nada anormal. En realidad lo normal debiera ser, precisamente, que ese tipo de cosas nos hicieran estallar a todos, pero ésa es otra historia, me temo.

– Entonces, ¿no hubo nada auténticamente especial, que les hiciera pensar a ustedes que había algo más que lo acostumbrado?

– Nada de nada.

– ¿En qué tipo de actividades estaba últimamente metido?

– En nada que tuviera que ocultar. Dirigía, o mejor dicho colaboraba, ya que nunca aceptó considerarse un dirigente porque ni la palabra ni el concepto le gustaban, pese a que por su dedicación así le consideraran quienes trabajaban junto a él, un grupo pacifista surgido en el entorno del colegio. También colaboraba a menudo con Amnistía Internacional, y grupos antirracistas y de acogida a sectores marginales. Como usted verá, no se trata precisamente de grupos mafiosos que se financien por medio del robo y la extorsión, aunque a algunos sectores no les disgustaría para nada presentarlos bajo ese matiz.

– ¿Y con todas esas actividades le quedaba tiempo para dedicarse a la religión? -preguntó irónicamente el padre Vázquez.

– Si piensa que trabajar con quienes más ayuda y solidaridad necesitan no tiene nada que ver con el mensaje de Cristo me temo que, por segunda vez en su vida, ha equivocado su camino. Nunca pensé que le diría esto a alguien como usted, pero le queda mucho por aprender -dijo el padre Etxebeste, saliendo de su habitual mutismo.

– Tal vez tenga razón, pero ya soy un poco mayor para eso.

– Nunca es tarde si la dicha es buena. Ya conoce el refrán, arrepentidos los quiere Dios, y en nuestro caso ese refrán debiera tener más sentido.

– En otro momento aceptaré gustoso discutir sobre Teología con ustedes, pero ahora quisiera volver a centrarme en el tema. Hay una cosa que me gustaría saber, ¿cuál era su relación con las mujeres?

– ¿Qué quiere decir con eso de su relación con las mujeres? -preguntó el padre Montalbán.

– Me parece que me han entendido perfectamente. Todo el mundo sabe lo que a veces, para un sacerdote joven, puede suponer el celibato, el voto de castidad. Si el padre Gajate era tan vehemente como ustedes dicen quizá también en este asunto hubiera podido comportarse con cierta impetuosidad, quizá el fantasma del sexo hubiera podido arrastrarle a cometer alguna locura.

– No sé qué quiere decir con eso -protestó el padre Argoitia-. Le aseguro que nosotros estamos a favor de la tesis del celibato opcional y no hubiéramos visto nada de malo en que nuestro compañero decidiera convivir con una mujer.

– No me salgan con eso del celibato o no celibato y otras leches parecidas. Por si no lo sabían yo he llegado a follar en un mes más de lo que mucha gente lo hará en toda su vida. No les estoy preguntando sobre las ideas del padre Gajate, les estoy preguntando si ha podido llegar a encoñarse de tal modo que sea capaz de robar cien millones de pesetas. Por si no lo he comentado antes, ya es hora de que lo sepan. El talón bancario fue cobrado por una mujer.

– Eso no significa nada -dijo el padre Montalbán-. Esa mujer pudiera ser una familiar o una simple amiga. No tiene por qué haber sexo por medio.

– Claro que no, pero muy grande tiene que ser su grado de intimidad para dejar en sus manos un talón al portador por valor de cien millones de pesetas. Si lo hubiera cobrado alguien de su familia, cosa que no descarto, todo puede ser más fácil, por lo menos sabremos adonde acudir, pero mientras tanto conviene que toquemos todas las teclas, así que vuelvo a preguntarles, y espero que me contesten con total sinceridad, si había en la vida del padre Gajate alguna mujer en especial, alguien con quien tuviera una relación de pareja, en el sentido más convencional del término.

– No -contestó con firmeza el padre Montalbán-, o por lo menos, si la hay, nosotros no la conocemos.

– ¿No recibía llamadas de mujeres o se reunía de vez en cuando con alguna?

– Se nota que usted no sale del claustro. Para usted el sacerdocio no es más que un modo de evadirse de un pasado poco claro, lo cual no es en sí condenable aunque suponga una actitud estéril, pero para nosotros el sacerdocio es algo más, es implicarnos en la vida de los demás, sobre todo en las de los más necesitados. Claro que Ander recibía llamadas de mujeres. En esta casa el teléfono no deja de sonar durante todo el día y gran parte de la noche, pero las llamadas que recibía eran de mujeres maltratadas por el marido, de mujeres que habían perdido su puesto de trabajo por quedarse embarazadas, de mujeres que habían abortado por miedo a no poder atender dignamente a su hijo, de mujeres violadas. Ésas son las mujeres que nos llaman, no encontrará aquí ninguna top-model que nos haya sorbido el seso -contestó el padre Argoitia-. No sería fácil hacerle una lista pero si se la pudiéramos proporcionar y quisiera investigarlas una por una iba a tener trabajo hasta el día del juicio final.

– Le hemos dicho la verdad -añadió el padre Montalbán-. Lamentablemente no sabemos ni podemos averiguar dónde está el padre Gajate.

– Lo sé y les estoy muy agradecido. Sólo quisiera pedirles un último favor.

– Usted dirá.

– Me gustaría registrar la habitación del padre Gajate.

– ¿Así, sin orden de registro? -preguntó sonriente el ayatolá.

– Sí, sin orden de registro -contestó encogiéndose de hombros.

– Entonces, adelante. Está usted en su casa.

Capítulo seis

La cruz y la espada, solía repetir mi padre. La milicia y la Iglesia, las dos luces que deben alumbrar el camino del español, del patriota, siempre juntas, siempre de la mano, como en aquellos tiempos gloriosos en los que España se enseñoreaba de todas las naciones y en sus dominios nunca se ponía el sol, cuando no éramos la nación de segunda fila en la que nos habían convertido los rojos y separatistas de la anti-España, sino un auténtico Imperio, la nación que más tierras había conquistado en toda la historia, más que el propio Imperio romano.

– Ahora sólo nos queda parte del norte de África y la Guinea Ecuatorial, pero de la mano del Caudillo reverdeceremos los viejos laureles, tenlo siempre presente, hijo. Y recuerda, si de verdad quieres colaborar en el engrandecimiento de tu patria, sólo hay dos profesiones que sean verdaderamente dignas para un español con honor. El uniforme o el hábito. Lo dicen la sangre y la historia. Cuando los conquistadores españoles ensanchaban el territorio nacional les seguían siempre los sacerdotes, dispuestos a ensanchar también los territorios de Dios. He ahí la grandeza de España, hijo mío, que no se limitaba a construir con honor el Imperio, sino que proporcionaba a las razas inferiores que habían sido sometidas la posibilidad de acceder a la salvación eterna. Sólo por eso el español es el hombre más querido a los ojos de Dios. Y tú, hijo mío, si quieres ser un hijo digno de tu padre y de España, algún día seguirás uno de esos dos caminos.

Tardé mucho en preguntarle por qué él no se había dedicado a una de esas dos dignas profesiones. Sólo después de la muerte de mi madre me atreví a hacerlo. Para entonces había vuelto a casarse con una mujer más joven y un recién nacido se había instalado en la familia.

– No me fue posible, hijo mío, y sabe Dios que era lo que yo más deseaba, pero la muerte de mi padre truncó mi destino natural. Tuve que trabajar desde muy joven para sacar adelante el negocio familiar y mantener así a mi madre y mis hermanos. Pero a ti no te sucederá lo mismo, tú no tendrás que atender esas penosas obligaciones, sino que serás libre para honrar, asumiendo una de esas dos carreras, a tu patria y a tu Dios.

Aunque por aquel entonces estaba aún lejos de ser adulto, me maliciaba que esa libertad de la que presumía liberalmente mi padre se debía más que a un desmedido amor hacia mi persona, a que había decidido que el hijo de su segunda mujer fuera quien se hiciera, en un futuro lejano, cargo de los negocios familiares. Quizá fueran celos tontos, pero había cosas que no encajaban. Mi padre demostraba por su nueva mujer un cariño y una atención de las que siempre había carecido mi madre y le proporcionaba unos lujos y comodidades que ella nunca conoció. Tal vez no fuera algo premeditado, tal vez sólo fuera que la sórdida situación de la posguerra iba dejando paso a una nueva España en la que empezaban a asomar los primeros síntomas de consumismo y modernidad, pero cada vez que comparaba las dos situaciones un hierro candente me atravesaba las entrañas.

No estaba ya en edad de tener celos de un hermanito recién nacido, pero tenía muy claro que acababa de pasar a un segundo plano. Y cuando mi padre decidió enviarme interno a un colegio mis sospechas se confirmaron.

– Allí estarás bien, hijo, y poco a poco te convertirás en un hombre. La disciplina del colegio será positiva tanto para tu cuerpo como para tu alma. No sólo aprenderás los conocimientos necesarios para aprobar las asignaturas, sino que aprenderás algo más importante, a ser un hombre recio, viril, capaz de sacrificarse y de afrontar, con fortaleza, las pruebas que te envíe la vida. Y cuando acabes estarás dispuesto a dar el paso que te lleve al Ejército o a la Iglesia.

Lo adornara como lo adornara yo lo consideraba un destierro. En mis mejores momentos me sentía como Don Rodrigo Díaz de Vivar cuando el rey Alfonso VI le apartó de sí, obligándole a salir de Castilla, sólo que yo no tenía a mi lado a alguien como Minaya Alvar Fáñez que me apoyara y consolara. En mis peores momentos, en cambio, me sentía como Oliver Twist, el personaje de Dickens, pero sin el consuelo de pensar que algún día encontraría a mi familia y viviría feliz por el resto de mis días, ya que era precisamente mi familia la que me expulsaba de su seno.

– No llores, hijo mío, si no quieres avergonzarme -fue lo único que me dijo mi padre al despedirse de mí, antes de que subiera al tren que me iba a alejar, por muchos años, de lo que hasta entonces había considerado mi hogar. Ni un beso ni un abrazo, ni siquiera un simple y escueto apretón de manos.

– No lloro, papá, lo que ocurre es que hace mucho frío y me lagrimean los ojos -respondí mientras intentaba sorberme, disimuladamente, los mocos.

Ahora que lo recuerdo en la distancia el colegio no fue tan malo. Después de pasar el mal trago de los primeros días poco a poco fui integrándome. Hasta entonces yo había tenido muy poca relación, por no decir que nula, con niños de mi edad; por eso mi estancia en el internado abrió un mundo nuevo para mí, lleno de posibilidades. Al cabo de tres meses ya participaba como uno más en las travesuras y correrías propias de los alumnos.

Me había unido a un grupo en el que la mayoría de sus componentes eran, como en mi caso, hijos de antiguos combatientes en la guerra, del bando nacional, por supuesto. El grupo lo capitaneaba un tal Antonio Garrido, aunque nunca usábamos su nombre, ya que estaba empeñado en que siempre que le llamáramos lo hiciéramos por el apellido. Mi padre, en una de las pocas cartas que me escribió en contestación a todas las que yo le enviaba, me alababa el gusto en la elección de amigos y me instaba a estar cerca de ese chico, ya que era hijo de uno de los más importantes jefes del Movimiento Nacional y, por tanto, una persona con la que interesaría estar bien relacionado en el futuro.

La verdad es que el hecho de ser hijo de quien era influía en el ascendiente que tenía sobre nosotros Garrido, pero aun sin eso hubiera sido posiblemente nuestro líder natural de todos modos. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer ni peligro que no fuera capaz de arrostrar. Para nosotros, embarcarnos con él en sus aventuras era lo más natural del mundo, ya que sabíamos que lo pasaríamos bien y que no sufriríamos las represalias de los curas del modo que las solían soportar otros grupos de alumnos, ya que la influencia paterna llegaba hasta el colegio y la mayoría de los profesores, a gusto o a disgusto, lo mismo da, le tenían lo que los demás niños, envidiosos, llamaban pelota.

Una noche, cuando estaba en el más profundo de los sueños, sentí que me zarandeaba y susurraba a mi oído para que despertara.

– Venga, Vázquez, despierta, no te quedes ahí pasmado, levántate -me decía, llamándome por mi apellido, lo que me llenaba de orgullo, ya que por mimetismo hacia él últimamente insistía ante mis compañeros que me llamaran de ese modo y no por el nombre. El que el propio Garrido me llamara Vázquez en lugar de Emilio, me proporcionaba una inmensa satisfacción. No sabía por qué me despertaba pero estaba dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo.

– ¿Qué ocurre? -le pregunté aún somnoliento.

– Venga, levántate y vístete, que tenemos cosas que hacer -me respondió enigmático.

Sin dudarlo un momento hice lo que me decía y poco después, ya vestido y algo más despejado, me reuní con él en el pasillo que daba a los dormitorios.

– Vázquez -me dijo antes de que yo volviera a preguntarle qué sucedía-, más de una vez me has dicho que tu padre fue, como el mío, combatiente en la guerra.

– Sí -contesté henchido de orgullo-, fue un auténtico héroe.

– Entonces, ¿estás dispuesto a seguir sus pasos y actuar como él?

– Por supuesto, pero ¿qué está sucediendo? ¿De nuevo ha estallado la guerra?

– No, claro que no, pero también en épocas de paz hay que estar alerta y vigilar a los enemigos de España, eso es lo que dice siempre mi padre. Y yo acabo de descubrir en este colegio a un auténtico enemigo de España. Si le desenmascaramos habremos demostrado que nosotros también somos unos héroes y nuestros padres y compañeros estarán orgullosos de nosotros.

Las palabras de Garrido acabaron por despertarme del todo y empecé a notar cómo la adrenalina fluía por mi cuerpo. En aquella época yo me había iniciado en la lectura de las historias de Roberto Alcázar y Pedrín, gracias, precisamente, a los tebeos que me dejaba Garrido, y el hecho de parecerme a quienes eran mis héroes colmaba todas mis aspiraciones. Además, si conseguía demostrar a mi padre que su hijo era un patriota digno de él, un héroe incluso, quizá las cosas pudieran cambiar.

– Estoy contigo -dije sin pensármelo dos veces-. ¿Qué es lo que tenemos que hacer? ¿Y de quién se trata? Seguro que de Valverde, nunca me ha gustado ese pelirrojo.

– No, no se trata de ningún estudiante.

– Entonces, ¿quién es el traidor?

– El padre Arizmendi.

Me quedé de piedra, ¿cómo podía ser un traidor, un enemigo de Dios y de España un sacerdote católico?, no tenía sentido. Mi padre me había enseñado que la cruz y la espada eran los pilares de la patria, ¿podía acaso uno de esos dos pilares torcerse?

– No puede ser -protesté-, es un sacerdote y los sacerdotes apoyan a Franco.

– No todos -me contestó, triunfante, Garrido-. Mi padre me ha contado que durante la guerra incluso hubo que fusilar a muchos sacerdotes.

– Eso ya lo sé, el mío también me ha contado cómo los rojos quemaban iglesias y mataban curas y monjas.

– No estoy hablando de eso, pedazo de burro. Fueron los nuestros los que fusilaron a esos sacerdotes de los que te he hablado.

– ¡No es posible! -repliqué escandalizado.

– Mi padre me lo ha explicado muy bien, porque él dirigió uno de los pelotones de fusilamiento -sonrió orgulloso al confesármelo-. Eran sacerdotes pero malos españoles que, cuando se levantó él ejercitó, se quedaron en el lado de la República.

– ¿Cómo pudieron hacer eso?

– Porque eran separatistas. Mi padre ha dicho muchas veces que los separatistas son peores que los rojos. Éstos por lo menos, aunque sean unos malvados enemigos del orden y de la moral, son españoles, mientras que los separatistas dicen que no son españoles.

– ¿De dónde son entonces? -respondí extrañado por la falta de sentido común de aquella gente-. Si han nacido en España tienen que ser españoles, ¿no?

– Claro que sí, pero ellos lo negaban. Decían que no eran españoles, sino vascos.

– Pero los vascos son españoles -le interrumpí.

– Claro que lo son -me contestó impaciente-, pero ellos lo niegan. Y por eso mismo, aunque decían que eran católicos, se enfrentaron al Ejército Nacional y, muchos de ellos, tuvieron que ser fusilados.

– ¡Bien hecho! -exclamé.

– Ahora -añadió Garrido entre susurros- viene lo mejor. Hoy me he enterado de qué el padre Arizmendi es vasco. ¿Entiendes lo qué te quiero decir?

– ¿Que es separatista, como esos sacerdotes que tu padre mandó fusiiar?

– Eso mismo, parece que lo vas entendiendo.

– ¿Estás completamente seguro? Me parece raro que si es como dices tú le hayan dejado libre y esté aquí de profesor.

– ¿Qué te ocurre, no tienes agallas? Pensaba que eras un valiente, pero si quieres quedarte en la cama no importa, llamaré a De Pedro para que me ayude. '

– No, no, claro que estoy contigo, y además De Pedro es idiota, así qué de poco te iba a servir, lo único que quería era asegurarme de que efectivamente el padre Arizmendi era un traidor, no fuésemos a meter la pata.

– Por eso no te preocupes, precisamente ése es el motivo de que te haya despertado. Antes de denunciarle tenemos que conseguir pruebas de su traición o si no, todo el mundo pensará que estamos diciendo tonterías.

– ¿Y cómo vamos a obtener esas pruebas?

– Voy a entrar en su habitación y registrarla, aprovechando que a estas horas estará completamente dormido.

– Ten cuidado, puede ser muy peligroso.

– Lo sé -me contestó sonriendo orgullosamente-, pero si de verdad amamos a nuestra patria no debe importarnos correr peligros en su nombre.

– ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?

– Tú te quedarás en la puerta, para avisarme si viene alguien.

– ¿Sólo eso? -contesté decepcionado-. Yo preferiría entrar, a mí tampoco me asusta el peligro.

– Mi padre dice que una de las mayores virtudes de los soldados es acatar las órdenes sin rechistar. El mejor modo de servir a una causa es cumplir con la misión que se tiene asignada, por humilde que parezca. Si tú no te quedas fuera yo no podré entrar y no conseguiremos las pruebas que necesitamos. Vázquez -finalizó mientras posaba su mano sobre mi hombro-, da igual lo que cada uno haga. Estamos los dos juntos y para ambos será la gloria.

– De acuerdo -contesté, poniéndome en posición de firmes. Aunque hubiera preferido entrar, si no quedaba más remedio me quedaría en la puerta. Todo con tal de no ser sustituido por De Pedro.

Las celdas de los sacerdotes estaban en la planta inmediatamente superior a la nuestra y hacia allí nos dirigimos. Los escalones eran de madera y a cada paso que dábamos crujían estrepitosamente, poniéndonos el corazón en un puño, pero milagrosamente nadie apareció para averiguar de dónde procedían los ruidos. Sólo debimos tardar unos cinco minutos en subir hasta allí aunque a nosotros -o por lo menos a mí- esos escasos minutos nos parecieran horas. Sin decir nada nos acercamos hasta la puerta de la habitación del padre Arizmendi, Garrido por delante y yo detrás suyo, cubriéndole las espaldas. De un bolsillo de su pantalón sacó mi amigo una navaja y empezó a hurgar con ella en la cerradura. Al cabo de un rato, haciendo apenas un leve ruido que a mis oídos sonó como una bomba, la puerta se abrió y Garrido se introdujo en su interior. Para entonces yo ya tenía el cuerpo empapado en sudor y no precisamente debido a la temperatura ambiente, que era más bien fría.

Aunque mi misión era vigilar el pasillo para averiguar si alguien venía e impedir que nos descubriera, intenté mirar en el interior de la habitación. En la penumbra tan sólo veía moverse a una sombra, posiblemente Garrido. De repente oí un ruido, como si se hubiera caído y un grito de dolor. Unos segundos después se encendió la luz de la habitación y pude escuchar al padre Arizmendi pidiendo explicaciones a gritos.

– Vázquez, ven a ayudarme -oí cómo me llamaba Garrido.

Supongo que lo más sensato hubiera sido marcharme, pero cuando se tiene trece años lo más sensato no es nunca lo que hay que hacer. Yo no podía abandonar a mi compañero, tanto por él como por mí. En esos momentos, a pesar del miedo que sentía por las posibles consecuencias de mis actos frente al director del colegio, me entraba más miedo al pensar que sería despreciado por todos mis compañeros, yo sería ese traidor que abandonó a Garrido a su suerte. Sería un apestado a quien todo el mundo daría la espalda, un hombre sin amigos. Todo eso cruzó por mi mente en milésimas de segundo y sin pensarlo más entré en la habitación.

El padre Arizmendi tenía sujeto a Garrido por la espalda, atenazándole con sus potentes hombros por debajo de sus brazos. Garrido forcejeaba con él incansablemente pero en vano, el padre Arizmendi no era un afable ancianito sino un hombre joven, acostumbrado seguramente a la vida al aire libre y a los trabajos pesados. Había entrado, sí, pero una vez dentro no sabía qué hacer, me quedé petrificado, incapaz de tomar una decisión.

– No te quedes ahí parado, haz algo -me gritó Garrido.

– ¿Qué quieres que haga? -le contesté histérico, casi al borde de las lágrimas.

– Atácale, dale una patada, cualquier cosa.

No sé de dónde saqué el valor pero me acerqué hasta el padre Arizmendi y con toda mi alma le propiné una fuerte patada en un tobillo. El sacerdote gimió de dolor y en un acto reflejo soltó la presa que ejercía sobre mi amigo, que consiguió liberarse de sus manos.

– Venga, vamonos -volvió a gritarme.

– ¿Adonde? -le pregunté asustado, pensando que ningún lugar iba a ser lo suficientemente seguro para nosotros, después de lo que habíamos hecho.

– Tú sigúeme y no hagas preguntas -respondió Garrido de nuevo, mientras se volvía para coger un libro que estaba sobre la mesilla de noche del padre Arizmendi.

Sin hacer caso a la gente que se había despertado al oír los ruidos y gritos y se acercaba a preguntarnos lo que había sucedido, llegamos hasta la puerta del colegio. Allí, junto a una garita, había unas cuantas bicicletas que usaban los curas para sus desplazamientos. Garrido se subió a una de ellas y me ordenó que hiciera lo mismo. Al delito de agresión añadíamos el de robo, pero yo no podía hacer nada. No me quedaba más remedio que dejarme llevar, como el náufrago al que le arrebatan las olas. Con un poco de suerte quizá una me depositara en tierra firme pero lo más normal sería acabar hundido en las profundidades marinas.

Pedaleamos hasta el límite de nuestras fuerzas y tan sólo tardamos quince minutos en llegar a la entrada del pueblo. Allí, en un viejo caserón en cuyo frontispicio podía leerse la leyenda «Todo Por La Patria» se encontraba el puesto de la Guardia Civil. Yo no entendía nada, ¿todo ese carrerón extenuante para acabar entregándonos a las primeras de cambio? De todos modos me daba igual, quizá allí dentro pudiera descansar, pensé, así que como un autómata obedecí las indicaciones de Garrido y entré con él al interior del cuartelillo.

Mi compañero no parecía asustado ni intranquilo, sino que con gran aplomo parecía controlar la situación cuando pidió al guardia que estaba en su garita de vigilancia que nos condujera a la presencia del comandante de puesto.

– ¿Y a quién tengo que anunciar? -preguntó irónico el guardia-. ¿Quién va a tener el honor de despertar al sargento de su sueño más profundo?

– Me llamo Antonio Garrido y soy hijo del coronel Garrido, gobernador militar de esta provincia. Vengo a denunciar a un traidor y si no me hace caso, usted será también considerado de ese modo. Si no me cree llame al gobierno -acabó su perorata diciéndole el número de teléfono. El guardia debió reconocerlo porque cambió de actitud y fue a avisar al sargento que estaba al mando, no fuera a ser que efectivamente se tratara del retoño de una alta jerarquía y se metiera en un lío si le expulsaba de malos modos. Al sargento siempre se le podría torear, pero un gobernador militar era otra cosa.

Supongo que el sargento haría las averiguaciones pertinentes porque nos atendió muy solícito, contrariamente a lo que yo esperaba.

– Sentaos -nos dijo cuando nos condujeron hasta él-, el agente Basilio me ha dicho que queréis denunciar a un traidor. ¿Podéis decirme de quién se trata?

– De un sacerdote de nuestro colegio, el padre Manuel Arizmendi.

– Eso no es posible -contestó el sargento, hombre acostumbrado a la obediencia castrense pero sin muchas luces posiblemente-, ¿cómo un sacerdote va a ser un traidor? Somos un país católico.

– Pues el padre Arizmendi es un traidor a la patria. Es un separatista.

– ¿Un separatista? ¿Tú ya sabes lo que dices, niño? En Castilla no hay separatistas.

– No me llame niño, sé de qué estoy hablando, mi padre, el coronel Garrido, me lo ha enseñado. Es un sacerdote vasco, así que es separatista.

– Bueno, pero el que sea vasco no significa que sea separatista.

– Tengo pruebas de su traición -contestó, con aplomo, Garrido.

– ¿Ah, sí? -dijo escéptico el sargento-. ¡Muéstramelas!

Supongo que el sargento pensaba, lo mismo que yo, que todo eran delirios de una mente calenturienta e imaginativa pero, como por miedo al padre, no se atrevía a despedirle con cajas destempladas, le daba carrete para luego poder justificar que le trató mejor de lo que hubiera tratado a cualquier otro en su lugar, por deferencia a su parentesco con el gobernador militar de la provincia.

– Aquí están -dijo entregando solemnemente el libro que había cogido de la habitación del padre Arizmendi.

– ¿Qué es esto? -preguntó, extrañado, el sargento.

– Es un libro escrito en el dialecto de los separatistas. Aquí vienen las instrucciones para su traición.

Miré la tapa del libro. Era muy antiguo y en su portada aparecía la siguiente leyenda: Linguae Vasconum Primitiae.

– Pero si está en latín -exclamé.

– No seas tonto -me rebatió Garrido-, eso pone ahí para despistar, pero si se lee en su interior, aparece escrito en vascuence.

– Tienes razón, chaval -dijo con respeto el sargento-, esto no está escrito en español. ¿Sabes lo que pone?

– No del todo, pero algunos conocimientos sí tengo, de la época en que mi padre estuvo destinado en Guipúzcoa, y está claro que es un manual de instrucciones para practicar actos de sabotaje. Si no, ¿por qué iban a escribirlo en un idioma que nadie entiende en lugar de escribirlo en cristiano? Pues porque tienen algo que ocultar. Y por eso han intentado disfrazar el título, poniéndolo en latín, pero incluso ahí han fracasado, porque está claro que vasconum tiene relación con los vascos.

– No parece que desvaríes, no señor. Si lo que dices es cierto acabas de prestar un gran servicio a tu país. Se nota que eres un digno hijo de tu padre -añadió el sargento, convencido de que lo que le contaba Garrido no era ninguna historieta, sino la pura verdad, y decidido a compartir de algún modo su gloria-. Tendremos que hablar con ese sacerdote.

– Seguro que usted es capaz de obligarle a confesar su traición -comentó sonriente Garrido.

– No lo dudes ni por un momento, chaval, no lo dudes.

De ese modo, lo que yo creía que era una encerrona, el acudir al puesto de la Guardia Civil, se había convertido en un hecho triunfal. Cuando el sargento Ramos acudió a detener al padre Arizmendi, nosotros íbamos a su lado, y cuando el director del colegio empezó a recriminarnos por nuestra indisciplina y nuestra actitud salvaje y violenta, el propio sargento habló en nuestro nombre, tildándonos de patriotas de cuerpo entero, que pese a lo corto de nuestra edad acabábamos de realizar un impagable servicio al Estado. En los ojos de todos los sacerdotes presentes pudimos observar una mezcla de temor y sorpresa que nos llenó de regocijo. Según parece, ninguno de los sacerdotes sabía que el libro aquel -yo lo supe mucho más tarde pero para entonces la cosa ya no tenía remedio- era el primer libro escrito en vascuence por un sacerdote vasco-francés en el siglo XVI, y si alguno lo sabía, se lo calló cobarde o prudentemente.

Aquella noche Garrido yo nos convertimos en los héroes de nuestros compañeros. La mayor admiración era para Garrido, por descubrir al traidor y conseguir que la Guardia Civil le detuviera, pero la patada que yo había dado al padre Arizmendi también despertaba envidia y elogios. Más de cincuenta veces tuve que explicar cómo lo hice, con aparato mímico incluido, y a más de uno, al imaginarse el gesto de dolor del padre Arizmendi, se le saltaron las lágrimas de la risa.

Tres días después tuvimos noticias del detenido. Nos las comunicó el propio director en el patio, a donde nos obligaron a ir en medio de las clases, hecho insólito ya que no recordaba yo ninguna otra ocasión en la que se hubieran interrumpido. El padre Arizmendi se había colgado de una viga que había en el calabozo del cuartelillo.

– Junto al nefasto pecado de la traición a la patria -dijo enfático el director-, vuestro antiguo profesor cometió el más nefando crimen que se puede cometer, la más grave ofensa a Dios pensable, el darse muerte por su propia mano. Quiera Dios que en el último momento se haya arrepentido, porque si no el alma de nuestro her… -titubeó pero no se atrevió a llamarle hermano-, de vuestro antiguo profesor, estará ardiendo en el infierno. Es un hecho triste pero podéis aprender algo de ello. Quien se aparta del camino recto tarde o temprano acaba mal, ya que si la justicia humana no le descubre, no podrá evitar dar cuentas ante el Juez Supremo.

Aunque debido a su suicidio no se le podía enterrar en lugar sagrado, quizá por caridad o por exigencia del sargento, los hermanos del colegio se hicieron cargo del cuerpo y durante un día le velaron en la capilla, intentando compensar con sus oraciones sus horribles pecados. Garrido y yo no pudimos resistir la tentación morbosa de echar una mirada a su cadáver, orgullosos de nuestra actuación y sin ningún remordimiento por sus consecuencias. Esta vez no sentí miedo, sino una alegría feroz y salvaje. Ahí estaba el enemigo de la patria, muerto, como mi tío, por sus pecados. Todavía recuerdo su cara. Después, a lo largo de mi vida, he visto muchos cadáveres de gente que se había ahorcado y puedo asegurar que la tumefacción que se observaba en el rostro del padre Arizmendi no había sido causada por ningún ahorcamiento.

Capítulo siete

Mientras decides cuál es el siguiente paso que vas a dar recuerdas, y tus recuerdos te hacen aún más dolorosa la incertidumbre que te siguen causando tus actos. Quizá debieras haberte quedado en la teoría, quizá la práctica no sea tan buena, pero has hecho lo que creías que tenías que hacer y no merece la pena que sigas atormentándote, echando la vista atrás.

Todo tiene un sentido, o debe tenerlo, y tú piensas en tu padre, al que apenas conociste. Te ves a ti mismo preguntando a tu madre.

-Amá [1], ¿dónde está el aitá [2]?

Y ella siempre te responde lo mismo, en viaje de negocios, o visitando a un pariente enfermo, o de caza. Pero tú no te quedas tranquilo y vuelves a la carga, siempre con la misma pregunta en la boca.

– ¿Por qué no está nunca con nosotros? ¿Es que no nos quiere, como los demás padres a sus hijos?

– No digas eso nunca, cariño. Claro que nos quiere, más que a nada en esta vida, pero tiene muchas obligaciones que no puede desatender.

Tú sigues sin entender, pero las cariñosas palabras de tu madre consiguen tranquilizarte, aunque continúas echando en falta las caricias de tu padre, las caricias de aquellas manos que a través de esas fotografías que ahora se han quedado sepias se adivinan fuertes y tiernas a un tiempo. Hay sobre todo una fotografía en especial, una fotografía en la que se ve a tu padre con otros dos amigos, jóvenes y sonrientes. Están en la cima del Gorbea y al fondo se ve una bandera con dos cruces, una de ellas en forma de aspa.

– ¿Qué bandera es ésta, amá? -preguntas a tu madre y ella, temerosa, te dice que guardes esa fotografía, que no se la enseñes a nadie, porque puede ser peligroso.

Tú no entiendes por qué una bandera tiene que ser algo peligroso, pero obedeces a tu madre, impresionado por el miedo que destilan sus ojos y extrañado de que esa bandera no se vea en ningún otro sitio. Tu hermano mayor te ha dicho que esa bandera es la ikurriña, la bandera de los vascos, pero que no se puede ondear porque está prohibida. A ti te extraña que una cosa tan bonita como una bandera pueda estar prohibida, pero si te lo ha dicho tu hermano Mikel piensas que seguramente será verdad. Otro día llegas a casa llorando. Un compañero te ha dicho en el colegio que es mentira que tu padre esté siempre fuera de casa por culpa de los negocios, que no tiene ningún negocio sino que está en la cárcel, que todo el pueblo lo sabe. Tú te has peleado con él, pese a que te lleva tres años, y te ha partido el labio y una ceja. Te has asustado por la sangre, más aparatosa que preocupante, pero has aguantado el tipo como un hombrecito, sólo has llorado al llegar a casa, buscando el consuelo de tu madre, deseando escuchar sus dulces palabras en esa lengua que no puedes hablar delante de tu profesor, no entiendes por qué, si es el idioma en que tu madre te cantaba hermosas nanas para que te durmieras cuando eras pequeño y en el que rezas todas las noches al Niño Jesús para que el aitá vuelva pronto a casa, pero aunque no lo entiendas has aprendido a controlarte y a no hablarlo más que en tu propia casa, con los tuyos.

Menos hoy, hoy te ha podido la excitación y como eras incapaz de expresar todo lo que te salía del alma te has pasado al éusquera, y el profesor te ha escuchado. No sólo te ha castigado por la pelea sino que has recibido una ración especial de golpes en los nudillos con una vara tan fina que se te incrustaba en la piel, despellejándotela. Pero eso no ha sido lo peor, las heridas del cuerpo sanan antes o después, lo peor son las heridas del alma, las heridas lacerantes que te han causado las palabras del profesor, cuando te ha hecho ponerte en medio de la clase, a ti que por cualquier nimiedad te mueres de vergüenza, y señalándote con el dedo te ha puesto como ejemplo de lo más vil y perverso que puede haber sobre la faz de la Tierra.

– Miradle -ha dicho con voz tronante-, mirad a vuestro compañero, que se pelea como un pendenciero y se niega a hablar en el idioma de la civilización y la cultura. Con su obstinación enfermiza en hablar en un dialecto atrasado y su predisposición a la violencia es el vivo ejemplo de aquellos seres descarriados que nunca serán nada en la vida, nada de nada. Seguramente acabará ingresando en una prisión, como le ha sucedido a su propio padre.

No has aguantado más y has salido corriendo de clase, sin pensar en que te caerán nuevos castigos, en busca del regazo materno donde podrás llorar a gusto, porque no hay nada más duro que tener que aguantarte las lágrimas cuando lo único que deseas es, precisamente, llorar, llorar hasta hartarte, hasta quedarte dormido en los brazos de tu madre.

Y tu madre, que nunca te ha fallado, te dice que es verdad, que es cierto que tu padre está en la cárcel, pero que no tienes por qué estar avergonzado, el aitá no está en la cárcel porque sea un ladrón o un asesino, el aitá es un hombre de bien, un hombre honrado víctima de las injusticias de otros hombres que algún día, con la ayuda de Dios, desaparecerán.

Entonces, tu hermano mayor Mikel, siempre tan callado e introvertido, rompe su habitual silencio y casi arrastrando las palabras te dice que no sólo no tienes que estar avergonzado sino que, más bien al contrario, tienes que estar orgulloso. Y atreviéndose a desobedecer a la amá, que le pide a gritos que se calle, continúa hablando lenta y premiosamente, pero con una firmeza que tú nunca habías visto en él hasta ese momento.

– El aitá está en la cárcel por defender a Euskadi.

– ¿Qué es Euskadi? -preguntas tú al oír esa palabra nueva para ti, esa palabra que no has oído nunca hasta ese momento.

– Es lo que ha traído la desgracia a esta casa.

– No, amá, eso no es así -reprende suavemente el hijo a la madre, ante tu extrañeza, al ver cómo ella asiente en silencio a lo dicho por tu hermano mientras dos lagrimones descienden silenciosamente por sus mejillas-, Euskadi no ha traído la desgracia a esta casa, la desgracia a esta casa y a todas las casas de nuestra tierra la han traído quienes prohiben hasta su mera mención. Ya es hora de que Ander lo sepa.

– Es pequeño todavía -dice tu madre, pero tú protestas, quieres saber por qué tu padre está en la cárcel, y al final ella cede, pero es incapaz de explicarte nada, vuelve a ser tu hermano mayor el que toma la palabra.

– Euskadi es nuestra tierra, el país de los vascos. Pero es algo más, es que ningún profesor pueda castigarte por hablar en la lengua de nuestros antepasados, es el poder salir a la calle con la bandera que nuestro padre colocó en lo alto del Gorbea, es que nadie tenga miedo a decir lo que piensa.

Mikel sigue hablando pero ya no le escuchas, quizá tu madre tenga razón, quizá ciertos conceptos estén fuera de tu alcance, pero con lo que has comprendido lo tienes bastante claro; si tu padre está en la cárcel por defender esas cosas él no es un criminal, en todo caso lo serán quienes le han hecho prisionero, pero no él. Tienes ganas de proclamarlo a los cuatro vientos, sin embargo otra cosa que acabas de aprender es que eso no es posible, precisamente tu padre está en la cárcel por proclamarlo, pero esa noche cuando te acuestas sonríes feliz y duermes de un tirón, soñando con tu padre.

Al día siguiente algo ha cambiado en ti. No vuelves al colegio atemorizado sino alegre, fuerte, satisfecho, dispuesto a comerte el mundo. Y coincides en el recreo con el chico que ayer te pegó y te dijo que tu padre está en la cárcel, pero ya no le tienes miedo. Te has acercado a él y le has dicho que tu padre es un gran hombre que está en la cárcel por defender a su pueblo, y que el único ladrón es su padre, un comerciante que a todo el mundo engaña con el peso, como se rumorea por el valle. Ves cómo tus compañeros te jalean alegres, cómo te apoyan, y ves cómo el otro chico vuelve a pegarte, pero hay algo dentro en ti que te hace crecer y pese a la diferencia de edad esta vez eres tú el que castiga, eres tú el que golpea, sientes en tu cuerpo la fuerza de tu padre, la fuerza de esas manos gruesas como palas que estás deseando que te acaricien, y tu contrincante se retira lloroso mientras sangra por la nariz.

El castigo es de los que hacen época, pero no te importa porque piensas que tu padre está aguantando un castigo mucho mayor por el único delito de luchar por su patria, y sonríes pensando que él estará orgulloso de ti. Y cuando oyes a tu madre chillarte y decirte que eres un loco inconsciente que no le das más que disgustos, sabes que aunque no se atreva a expresarlo con la boca, con los ojos está diciendo que está orgullosa de ti y que no lo olvidará nunca, que algún día le contará al aitá cómo le has defendido. Tu hermano Mikel, con su mutismo de siempre, sólo pronuncia cuatro palabras, pero tú no necesitas más para saber que es el mejor hermano del mundo.

– Muy bien hecho, chaval.

Capítulo ocho

El registro de la habitación del padre Gajate no dio ningún resultado práctico, pero confirmó al padre Vázquez en su opinión de que la huida había sido voluntaria, al encontrar un listado de teléfonos del que había sido arrancada una página. Desgraciadamente, el padre Gajate era bastante desordenado, y en ese listado no había una continuidad alfabética, por lo que era imposible saber siquiera si el apellido de las personas que habían estado en esas páginas empezaba por c o por j. Lo que sí parecía evidente era que si había arrancado esa página tenía que haber sido motivado por el hecho de que uno de los nombres no saliera a la luz. Parecía un claro signo de que estaba maquinando algo. Sin embargo, la confirmación de su teoría no le ayudaba lo más mínimo a encontrar al sacerdote desaparecido.

Sin mucha fe, cosa extraña en un sacerdote pensó irónicamente, se acercó hasta la sucursal bancaria en la que se había cobrado el talón, siendo recibido por el director. El mullido sofá en el que tomó asiento le recordó la época en que trataba de tú a tú a gobernadores civiles y directores generales del Ministerio del Interior. La única diferencia estaba en el mobiliario, todo luz y cristal en contraste con la penumbra y los muebles de maderas nobles pero apolilladas que acostumbraba ver en los centros oficiales. El director le aseguró que podía contar tanto con su colaboración como con su total discreción, es un honor y un placer colaborar con la Iglesia, padre, pero lamentablemente no sabía en qué podía ayudarle.

– No hace muchos días se cobró un talón al portador por valor de cien millones de pesetas, ¿recuerda usted este hecho?

– Por supuesto que lo recuerdo, no todos los días se presentan al cobro talones al portador por esa cantidad. De hecho atendí yo en persona a la clienta, ya que el empleado que estaba en ventanilla entró en mi despacho para ponerme al corriente de la situación. En casos así lo normal es que sea yo quien trate con los clientes.

– ¿A qué se debe eso, hay algún motivo especial?

– Bueno, son cantidades muy fuertes, así que nos gusta asegurarnos de que todo estaba en orden.

– ¿Y lo estaba?

– Sí se refiere al talón, no había ninguna pega. Era un talón al portador extendido en uno de los talonarios expedido por nuestro banco a una clienta, y en el que constaba su firma auténtica, como lógicamente comprobé en cuanto lo tuve en mi poder. Por otra parte, en la cuenta corriente contra la que se libraba el talón había fondos más que sobrados para proceder al pago. Así que desde ese punto de vista todo era correcto. Y lo mismo si nos atenemos al punto de vista legal. Cuando un talón es superior a quinientas mil pesetas debe avisarse con antelación pero una vez hecho esto la única obligación que tiene quien lo cobra es firmar por detrás el talón y anotar el número de su D.N.I.

– Eso significa que ustedes ya sabían que se iba a presentar al cobro ese talón.

– Sí, intentamos disuadirla diciendo que sería mucho más seguro realizar una transferencia e insinuando que los cobradores podrían habilitar en nuestro banco una cuenta corriente o libreta para no tener que salir con cien millones de pesetas en la mano, pero fue inútil. La señora insistió en que era una donación que su difunto marido había querido legar al colegio en el que se educó y que desde el propio colegio se le habían dado las instrucciones precisas para llevar a cabo la entrega del legado. A ella, mientras le firmaran el oportuno recibo, el resto le daba perfectamente igual. A lo único que accedió fue a decirnos el número de serie del talón que iba a firmar y el nombre de quien lo presentaría al cobro, pese a ser el talón al portador, como garantía adicional de que todo estaba en orden.

– Sin embargo, tengo entendido que fue una mujer quien cobró el talón.

– Eso es cierto, pero la acompañaba el hombre que, según nuestra cliente, iba a cobrarlo en principio. De todos modos eso no era importante para nosotros ya que nuestras instrucciones eran bien claras, pagar ese talón a la persona que lo presentara al cobro.

– ¿Y no le produjo cierta extrañeza ese cambio de planes a última hora, sobre todo teniendo en cuenta que fue una mujer quien lo cobró, cuando estaba destinado a una orden religiosa masculina?

– Bueno, en primer lugar un talón al portador va dirigido a quien lo tiene en su poder, no a ninguna orden o institución; nuestra única obligación es comprobar que está en regla y que hay fondos suficientes para cubrirlo en la cuenta contra la que se ha librado. En cuanto a que sea un hombre o una mujer quien nos lo presente, como usted comprenderá nos es completamente indiferente.

– ¿Le pidieron en algún momento que se identificara?

– ¿A quién, a la mujer?

– Sí.

– No podíamos hacer eso -contestó el director-, le recuerdo que se trataba de un talón al portador. No tenía ninguna obligación de identificarse, aunque para serle sincero debo admitir que intenté que lo hiciera para ofrecerle nuestros servicios, independientemente de que hubiera cobrado ese dinero en nombre propio o en el de una congregación. Cien millones es una cantidad importante y nos hubiera interesado seguir gestionándola. Le ofrecí algunos de nuestros productos financieros, pero hizo caso omiso de todos. También le comenté la posibilidad de abrir una cuenta corriente o libreta de ahorros con unos intereses muy apetitosos, más elevados de los que en general se ofrecen al público, pero tampoco accedió. Por último le pregunté si nos permitía introducir su nombre y domicilio en nuestra base de datos, para poder informarla de aquello que pudiera ser de su interés, pero se negó rotundamente a proporcionárnoslos. De todos modos no insistimos demasiado ya que imaginábamos que, aunque era ella quien lo cobraba, al final el dinero iría a parar a su destinatario original, la congregación religiosa a la que el difunto marido de la señora que extendió el talón decidió donar esa importante cantidad. Lamento que haya habido irregularidades pero en ningún caso pueden achacarse al banco, que en todo momento ha actuado correctamente, sujetándose tanto a las disposiciones legales como a las instrucciones del propio Banco de España.

– En ningún momento hemos puesto eso en duda. Por lo que me está diciendo supongo que la mujer no es clienta de ustedes ni lo ha sido en el pasado.

– En estos momentos, desde luego, no es clienta nuestra, ni desde que yo dirijo esta sucursal hemos tenido relaciones con ella. Es posible que haya efectuado alguna operación en esta sucursal, como cobrar otro talón o ingresar en la cuenta de una tercera persona una cantidad en pago de algo, pero en todo caso nada significativo que merezca la pena recordar. Y eso que lo hemos intentado ya que, como antes le he dicho, el cobro de esa cantidad, así en mano, no es algo habitual, y todos los empleados se enteraron de ello, pero ninguno recuerda a esa mujer de nada.

– ¿Podrá describírmela?

– Me temo que no, desgraciadamente soy muy malo para esas cosas. ¿Qué le puedo decir?, que era de estatura mediana, pelo moreno y corto, usaba gafas de sol. No recuerdo ninguna característica especial, aunque admito que igual la tenía pero no me fijé. En definitiva, una mujer como seguramente habrá miles en este barrio.

– Qué le vamos a hacer -dijo el padre Vázquez levantándose de su sillón y estrechando la mano de su interlocutor-. Muchas gracias por su colaboración de todos modos.

– No hay por qué darlas -contestó jovial el director- y ya sabe, si tiene algún dinerillo ahorrado, no dude en llamarnos. Sabremos sacarle chispas.

Cuando el padre Vázquez estaba cruzando la puerta de la sucursal una llamada del director le hizo volver a su despacho.

– Se me olvidaba una cosa -le dijo-. No soy capaz de describirla, pero quizá haya un modo de obtener lo que usted desea. Como medida de seguridad, una cámara que hay en el interior de la sucursal graba a todas las personas que entran. Es posible que la mujer que a usted le interesa haya sido filmada por la cámara, en ese caso podría proporcionarle una foto de la misma. No sé para cuándo podrá estar hecho, pero si le interesa se lo comunicaría en cuanto estuviera listo.

– Se lo agradecería enormemente -contestó el padre Vázquez, vislumbrando por fin una pequeña esperanza.

Capítulo nueve

El desenmascaramiento del traidor aumentó el prestigio que teníamos en el colegio. Desde aquel momento, Garrido fue el líder indiscutible entre los alumnos y yo, como lugarteniente suyo, participaba del respeto que se le tenía y compartía su gloria. Entre los sacerdotes y profesores más que respeto había cierto temor por aquellos dos estudiantes que habían causado la desgracia del padre Arizmendi. No se nos miraba con mucha simpatía, excepto por parte de dos de los curas que habían sido capellanes en el Ejército Nacional, pero se nos dejaba en paz y se nos toleraban cosas que a cualquier otro alumno le hubieran supuesto un fuerte castigo e incluso la expulsión, pero todo empezó a cambiar con la llegada de Fernandito.

En primer lugar estaba el nombre, Fernandito, ni siquiera Fernando. Cuando todos teníamos a orgullo que, a imitación de Garrido, tan sólo usábamos el apellido, a Fernando Alonso esas cosas no le interesaban e insistía en que le llamáramos Fernandito, así, en diminutivo. Cuando alguno de nosotros se rió por tal hecho no se enfadó y ni siquiera se inmutó, se limitó a sonreír y a comentar que éramos unos pardillos.

– No tenéis personalidad, pensáis que al usar el apellido sois ya mayores cuando lo que os ocurre es todo lo contrario, os identificáis totalmente con vuestros padres, sois la sombra de ellos, siempre cobijados bajo sus pantalones. Seguro que cuando os acostáis y rezáis vuestras oraciones empezáis a gritar «papaíto, papaíto, ven» -añadió atiplando la voz en lo que era un evidente gesto burlesco-. Yo, en cambio, al preferir que me llamen Fernandito en lugar de Alonso, consigo que no me confundan con mi padre, que tiene el mismo apellido pero se llama Aurelio. Soy yo mismo, alguien con personalidad propia, no como vosotros, que parecéis un grupo de borregos incapaces de actuar por vosotros mismos.

Estas palabras y otras de similar jaez nos dejaban atónitos. Ni siquiera nos rebelábamos contra ellas ni tomábamos represalias contra lo que evidentemente era un menosprecio hacia nuestras personas, tal era la influencia que ejercía sobre nosotros. Aunque no éramos conscientes de ello nos enfrentábamos, por primera vez en nuestras vidas, con la disidencia, con lo más parecido que podía haber en aquel lugar a un espíritu crítico, y eso nos desconcertaba por completo. Era capaz de darle la vuelta a las cosas y demostrarnos que lo que para nosotros había sido un logro, el pensar que ya éramos mayores porque usábamos el apellido en vez del diminutivo del nombre, no era sino una muestra de que todavía éramos unos niños que seguían colgados de los pantalones paternos. Y como en este caso, anecdótico pero significativo, en muchos más. Fernandito actuaba por su cuenta, no tenía ningún miedo a que el grupo le marginara, sino que más bien al contrario, llevaba a la práctica sus ideas sin importarle las opiniones de los demás. Y esa actitud, curiosamente, hizo que cada vez se congregara más gente en torno suyo, debilitando el liderazgo que hasta ese momento había ostentado Garrido sin oposición alguna.

Pronto se formaron dos bloques, el que encabezaba Fernandito y aquél que todavía manejaba mi amigo, pero que cada vez era menos numeroso. Poco a poco la gente fue olvidándose del padre Arizmendi y los estudiantes, volubles como veletas, empezaron a girar en torno a la novedad, Fernandito. La gran diferencia entre los dos, sin embargo, estribaba en que a Fernandito no le interesaba para nada nuclear en torno suyo al alumnado, no tenía ninguna vocación de jefe, o quizá secretamente despreciaba a sus compañeros y pensaba que no merecía la pena intimar con ellos por eso, poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y nuestros compañeros, apartándose de la novedad, acudieron de nuevo al redil que pastoreábamos Garrido y yo aunque las cosas nunca volvieron a ser como antes, ahora sabíamos que nada dura eternamente y que en cualquier momento otro alumno podía intentar su-plantarnos. Para evitarlo, y desaparecidos en teoría los resquemores del principio, intentamos congraciarnos con Fernandito e integrarle en lo que cabía, ya que seguía siendo un solitario, en nuestro grupo.

Al principio no nos hizo mucho caso pero al poco tiempo empezó a relacionarse más con nosotros dos. Posiblemente su opinión sobre nosotros era mejor que la que tenía acerca de los demás. Al fin y al cabo Garrido y yo no éramos unos borregos, como había calificado a nuestros compañeros, sino que estábamos por encima de ellos, éramos quienes les mangoneábamos, y eso hizo que tuviera por nosotros un cierto respeto, no exento de ironía y condescendencia. Muy pronto nos consideró dignos de ser receptores de sus confidencias. Era hijo de un diplomático y por eso, desde muy pequeño, había vivido en distintos países y hablaba varios idiomas. Había estado en Francia, en Alemania, en Cuba y en Paraguay, y más de una vez nos contaba hermosas historias sobre esos lugares. Una de ellas, que repetía muy a menudo, versaba sobre un enfrentamiento que tuvieron en Paraguay contra un grupo de indios armados hasta los dientes, que querían asesinarles para robarles el chocolate. «Allí gusta mucho el chocolate», nos decía, y a mí, que también me gustaba mucho pero tenía pocas oportunidades de comerlo, se me ponían los ojos como platos.

– En Paraguay no hay indios -replicó una vez, despectivo, Garrido.

– Mira que eres ignorante -contestó Fernandito, desdeñoso-. Claro que hay indios, o qué piensas tú, ¿que indios sólo hay en las películas del Oeste?, pues te equivocas del todo. América está llena de indios y se supone que yo de esto sé más que tú, porque he estado allí y tú no. Los indios del Paraguay, además, son los más feroces. Hablan un idioma muy extraño, que sólo entienden ellos, y que no tiene palabras sino silbidos y ruidos guturales. Son muy morenos, con el pelo verde y algunos llegan a medir tres metros y a pesar doscientos kilos. Cada uno necesita una vaca entera para alimentarse diariamente, pero lo que más les gusta es el chocolate y cuando no tienen, matan a la gente para robárselo.

– Eso es mentira, no hay nadie así -decía indignado Garrido al oír esas historias y otras parecidas.

– Bueno, pues será mentira -contestaba siempre flemático Fernandito, como buen hijo de diplomático que era-, no vamos a enfadarnos por eso, pero te recuerdo que yo he estado en Paraguay (o en Tanganica, Inglaterra o Austria, depende de qué estuviera hablando) y tú no.

De su estancia en diversos países extranjeros Fernandito no sólo había traído un bagaje idiomático importante y su capacidad fabulatoria, sino algo más. Era el único con el desparpajo y el descaro suficientes para hablar de chicas en aquel ambiente tan cerrado y asfixiante, en el que se llevaba a rajatabla aquello de no tener pensamientos impuros.

– ¿Alguna vez habéis estado con mujeres? -nos preguntó un día de sopetón a Garrido y a mí.

– Pues claro que sí -respondí yo todo inocencia-, tengo un montón de primas a las que antes veía muy a menudo.

– Tú eres tonto -contestó Fernandito-, me estoy refiriendo a otra cosa, a hacerlo, ¿lo entiendes?

– ¿Hacer qué? -pregunté.

– No le hagas caso, no está diciendo más que cochinadas -intervino Garrido, que no era precisamente pacato, pero al que le molestaba siempre el protagonismo de Fernandito.

– Ah, estás hablando de eso -respondí-. No, claro que no, esas cosas en las que tú estás pensando son pecado.

– ¿Y eso qué importa? ¿Todavía creéis a vuestra edad que los niños vienen de París? Desde luego, sois unos criajos que no tienen ni idea de nada.

– ¿Y tú, tú lo sabes todo? Lo único que haces es hablar por hablar, se te va la fuerza por la boca.

– ¿Eso piensas? ¿Queréis comprobar que sé de lo que estoy hablando? ¿Os apetece ver unas fotografías de mujeres desnudas?

Aunque pensábamos que Fernandito se había marcado un farol ambos nos quedamos estupefactos. Fotografías de mujeres desnudas, eso era imposible y sin embargo, quién sabe, tal vez fuera cierto. Mi padre decía que los países europeos eran una reedición de Sodoma y Gomorra y que España era la única nación que cumplía con la ley de Dios. Si eso era verdad entonces no tendría nada de extraño que alguien que hubiera vivido en esos países corruptos tuviera en su poder ese tipo de fotografías.

Quería decirle que sí a gritos, pero no me atrevía. La sexualidad naciente que había en nosotros estaba fuertemente contrarrestada por el hondo sentimiento de pecado que nos habían inculcado. Fue Garrido quien, no tanto por auténtica desinhibición como por no ceder ante Fernandito, habló para asumir el reto.

– De acuerdo, bocazas. Enséñanos esas fotos, si es verdad que existen, cosa que dudo.

Fernandito se sonrió con esa sonrisa que indicaba, mejor que sus palabras, que pensaba que éramos unos pazguatos, y nos dijo que le acompañáramos a su habitación. Esa era otra cosa que causaba envidia a muchos de sus compañeros, el tener una habitación para él solo. Su padre seguramente tenía mucho dinero o influencia, seguramente las dos cosas. Cuando entramos fue directamente hacia un baúl que había al pie de la mesa y empezó a revolver en el fondo del mismo. Tardó muy pocos segundos en encontrar lo que buscaba y en pasárnoslo por delante de los morros.

Yo nunca había visto algo así y comprobé, con cierta satisfacción, que Garrido estaba tan sorprendido como yo. En las fotografías podían verse mujeres totalmente desnudas, con los pechos al aire y nada que tapara lo que había entre sus piernas. La mayoría de ellas tenían en los labios una sonrisa picarona, pero eso era en lo que menos nos fijábamos. Era la primera vez que veíamos algo así y no podíamos retirar nuestros ojos de las fotografías. Aquellas mujeres, sin duda, estaban condenadas al infierno y nosotros también, por admirarlas embobados, pero su belleza era celestial. Nos quedamos mudos de asombro, sin saber qué decir, sólo mirando fijamente aquellas tetas y coños que nos estaban diciendo que había algo más lejos de nuestro pequeño y estrecho mundo, lejos de aquel colegio en el que no sólo la palabra sexo era tabú sino que la mera alusión a las mujeres era anatema.

– Ya veo que os gusta -dijo Fernandito rompiendo el silencio sepulcral que se había adueñado de la estancia-, pues todavía falta lo mejor. ¿Queréis verlo?

Los dos dijimos que sí. Si nuestra alma estaba condenada, no merecía la pena pararse en barras. Queríamos ver todo lo que Fernandito pudiera enseñarnos, y nuestro compañero no nos defraudó. Tras del aperitivo, como lo llamaba él, nos sirvió el plato fuerte. Y tanto que fuerte, eso sí que era el no va más, eso sí que era algo que no sólo nunca habíamos visto sino que ni siquiera habíamos imaginado en nuestros más lujuriosos momentos. No eran simples fotos de mujeres desnudas, no, eran fotos de hombres y mujeres cometiendo auténticos actos impuros. Hombres y mujeres desnudos abrazándose, hombres desnudos encima de mujeres sin ropa en pleno acceso carnal, tanto por delante como -parecía increíble y totalmente asqueroso- por detrás. Mujeres que en su boca se habían introducido la cola -entonces la llamábamos así, eso de pene ni siquiera sabíamos que venía en el diccionario- del hombre. E incluso mujeres que acariciaban y besaban a otras mujeres. Durante un largo rato estuvimos mirando y manoseando en silencio las fotografías, como si quisiéramos impregnarnos de su esencia, de aquel olor a maldad que destilaban, olor a maldad que nos tenía embriagados por completo. Sólo las risotadas que de repente dio Fernandito rompieron el hechizo.

– Me parece que vais a tener que iros a vuestro dormitorio, necesitáis cambiaros de pantalones -añadió sin dejar de reírse.

En ese preciso instante nos dimos cuenta los dos de que los habíamos manchado. La excitación había sido tan intensa que casi sin percatarnos, sin ser conscientes por extraño que parezca, nos habíamos corrido. Llenos de vergüenza, y procurando que no nos viera nadie, fuimos a hacer lo que nos había aconsejado Fernandito. Aquella noche apenas dormí, y cuando por fin lo hice mis sueños estuvieron poblados por seres mitad mujer mitad demonio que hacían conmigo las mismas cosas que las mujeres de las fotografías hacían con sus acompañantes. Cuando me desperté pude observar que había vuelto a manchar mis calzoncillos y lo mismo le había ocurrido a Garrido, según me confesó cuando nos encontramos en el comedor a la hora del desayuno.

La semana siguiente nos la pasamos los dos solos, cuchicheando entre nosotros y sin hacer caso de nuestros compañeros pero evitando, sobre todo, coincidir con Fernandito, cosa que a él no le afectaba para nada. No vino en nuestra búsqueda ni nos hizo ningún comentario sobre lo sucedido. Hasta que transcurridos siete días fuimos nosotros quienes nos acercamos a él, serviles y claudicantes. Fernandito no se extrañó ni nos hizo ningún comentario, parecía como si nos hubiera estado esperando.

– Fernandito -le dijo Garrido cuando nos quedamos los tres a solas-, nos gustaría ver otra vez las fotos.

– Ya me lo imaginaba, son buenas, ¿verdad? -respondió sonriente-. Por mí no hay ningún problema, pero hay que tener mucho cuidado, no sea que alguien nos descubra, así que esperad a que sea la hora de acostarse, y entonces venid a mi habitación, os estaré esperando.

Durante toda la tarde estuvimos intranquilos, deseando que el reloj avanzara a una velocidad mucho mayor de la acostumbrada y por fin, cuando ya todo el mundo se dirigió a su dormitorio, nosotros, sin perder apenas un segundo, nos dirigimos a la habitación de Fernandito. Nuestro anfitrión nos estaba esperando, envuelto en un batín, y con un fajo de fotografías escondidas en el interior del libro de religión, como si deliberadamente quisiera unir el sacrilegio al pecado.

– Habéis sido muy puntuales -nos comentó con una ironía que no estábamos en situación de apreciar-, pero no conviene precipitarse, no vaya a ocurrir lo del otro día. Estas cosas hay que tomárselas con calma, necesitan cierta preparación.

– ¿De qué estás hablando, qué preparación se necesita para ver unas fotografías de mujeres desnudas y gente haciendo porquerías? -replicó hoscamente Garrido, que oscilaba entre el deseo de ver de nuevo las fotos y el resentimiento hacia el protagonismo que estaba teniendo Fernandito.

– Pues claro que hace falta preparación, cómo se ve que no sabéis nada de estas cosas. ¿No recordáis lo que os pasó la otra vez? ¿Queréis que se repita?

– No, claro que no -respondí yo sin esperar a que Garrido hablara.

– Entonces hacedme caso a mí, que entiendo de estas cosas. Lo primero que tenéis que hacer es desnudaros.

– Ni hablar, eso nunca -contestó Garrido.

– En ese caso lo mejor es que os larguéis de aquí.

– Bueno, bueno, no es para tanto -dije yo conciliador-. Estoy dispuesto a desnudarme si tú también lo haces. Al fin y al cabo más de una vez nos hemos bañado desnudos en el río.

Como respuesta a mis palabras Fernandito se despojó del batín y se quedó como Dios le había traído al mundo, sólo que más desarrollado en ciertas partes. Con mucha vergüenza pero decididos a hacer todo aquello que nos ordenara, Garrido y yo también nos quitamos la ropa. Cuando estuvimos los tres totalmente desnudos, nuestro anfitrión extendió una manta sobre el suelo y nos dijo que nos sentáramos en ella. Así lo hicimos y empezó lo que Fernandito denominó nuestra iniciación. No era la primera vez que yo me masturbaba, y supongo que tampoco lo era para Garrido, pero Fernandito nos abrió también un nuevo mundo en ese aspecto. Con tranquilidad, con premiosidad incluso, nos fue explicando cómo hacerlo, deteniéndonos a descansar en los momentos álgidos para que durara más la erección, masajeándonos de un modo desconocido para nosotros que hasta aquella vez siempre lo habíamos hecho de un modo brusco y rápido, con el objeto de acabar cuanto antes. Según Fernandito, en cambio, esas cosas había que hacerlas muy lentamente, para que nos proporcionaran más placer y durante más tiempo. Y, desde luego, no le faltaba razón. No sólo nos enseñó a masturbarnos sino a hacérnoslo los unos a los otros, acariciándonos y toqueteándonos los órganos genitales. Yo no sabía entonces si lo que estábamos haciendo en aquella habitación era lo que los curas consideraban el nefasto pecado de Sodoma, pero me imaginaba que era algo muy gordo, un verdadero pecado mortal. Hubo un momento -creo que lo hizo a posta- en el que Fernandito comentó que si nos moríamos en ese instante iríamos derechos al infierno, y esas palabras, en lugar de retraernos, nos excitaron mucho más y nos obligaron a continuar la sesión hasta que, ya desfallecidos, volvimos a nuestro dormitorio poco antes de que saliera el sol.

Aquella fue sólo la primera de muchas sesiones. Siempre que podíamos nos escapábamos hasta la habitación de Fernandito y repetíamos el ritual. Poco a poco nos fuimos despegando de los demás compañeros y sólo estábamos con Fernandito, cada vez más sometidos a él y más dispuestos a obedecerle. Todo con tal de que nos permitiera acceder a lo que él mismo llamaba el tesoro de las mil y una noches.

– ¿No estáis ya aburridos de hacer siempre lo mismo? -nos dijo un día al despedirnos de él tras haber pasado un rato en su habitación dedicándonos a lo que se había convertido en nuestro pasatiempo favorito.

– No, ¿por qué? -pregunté ingenuamente-, ¿no estarás pensando en que no volvamos a hacerlo nunca más? -añadí aterrado.

– No, claro que no, pero tenemos que hacer algo más. Esto está bien, pero hay cosas mejores. ¿No os gustaría hacer lo que está haciendo este hombre? -nos preguntó enseñándonos una de las fotografías en las que podía verse a un hombre penetrando a una mujer.

Garrido y yo nos miramos sin atrevernos a decir palabra alguna. Cuando habíamos llegado a lo que considerábamos la cima Fernandito nos retaba a seguir escalando. ¡Claro que nos gustaría, pero no merecía la pena soñar con imposibles! Además, se atrevió a decir por fin Garrido, para hacer esas cosas teníamos que esperar a estar casados.

– Seguís siendo unos pipiólos pese a mis enseñanzas -dijo Fernandito al escuchar esto último-, no hace falta estar casado para acostarse con una mujer. ¿No habéis oído hablar nunca de los prostíbulos, de las casas de putas?

Sí, por supuesto que habíamos oído hablar de los prostíbulos. Eran lugares a los que iban hombres viciosos y sinmoral, generalmente de clase baja, para acostarse con mujeres poco honradas a las que la gente llamaba putas, a cambio de dinero. Más o menos ésa era la idea y Fernandito asintió complacido al escuchar nuestra contestación.

– Veo que por lo menos sabéis lo que son, pero no hace falta ser un viejo verde para ir a una de ellas. Nosotros mismos podríamos ir en cualquier momento, ya casi tenemos bigote y, bien vestidos, podemos disimular nuestra edad y conseguir que nos dejen entrar. Lo único que tenemos que hacer es perder el miedo y animarnos. Claro que si no os atrevéis…

Acababa de tocar el punto flaco de Garrido. Mi orgulloso amigo había aceptado en los últimos tiempos estar por debajo de Fernandito pero nadie podía decirle que no era valiente. Si Fernandito era lo suficientemente atrevido como para irse de putas, él, Antonio Garrido, el hijo del coronel Garrido, no era ningún cobarde al que le asustaran las mujeres. Aunque pensaba que Fernandito no era capaz de hacer lo que decía, él estaba dispuesto a acompañarle. Así las cosas a mí no me quedaba dónde elegir. O seguía con ellos dos o me quedaba solo y con el rabo entre las piernas. No lo dudé ni un instante y dije, en voz bien alta para que no hubiera ningún equívoco, que podían contar conmigo.

Garrido tenía que haber sabido que Fernandito acostumbraba cumplir lo que prometía, y pocas semanas después nos dijo que el domingo siguiente nos íbamos a Madrid, para estrenarnos por fin en un prostíbulo que él conocía. Como se había disipado la euforia del primer momento empezamos a ponerle inconvenientes, pero pega que poníamos pega que Fernandito nos echaba por el suelo. Si le decíamos que la dirección del colegio no iba a permitirnos ausentarnos ese fin de semana, Fernandito decía que ya nos habían concedido el permiso. Un jefazo de Falange, amigo de su padre, había convencido al director de que nos diera permiso para asistir a un acto en homenaje a José Antonio Primo de Rivera que se celebraba en el Valle de los Caídos. Si le decíamos que no teníamos dónde alojarnos, Fernandito ya nos había conseguido acomodo en la casa del embajador del Paraguay, que era amigo de su padre. Y si le decíamos que esas mujeres cobraban mucho y nosotros no teníamos dinero, nos comentó sonriendo que a nosotros no nos iban a cobrar nada.

– Les gusta la carne tierna e inexperta y os lo harán gratis -nos dijo en tono paternal, con esa pizca de cinismo que le proporcionaba el haber andado por el mundo.

No hubo manera de negarse y ese fin de semana tomamos un autobús para dirigirnos a Madrid. Aunque no nos cabía el miedo en el cuerpo, el hecho de ir a Madrid, con absoluta libertad y sin nadie que nos mangoneara, nos producía una sensación de libertad y autosuficiencia que nos llenaba de orgullo. Además, cuando llegamos a la casa que poseía el embajador del Paraguay, que estaba situada en pleno barrio de Salamanca, nos enteramos de que la teníamos para nosotros solos y a nuestra entera disposición, ya que sus propietarios iban a estar fuera de Madrid durante algunos días. Era algo a lo que Fernandito parecía estar acostumbrado, pero para Garrido y para mí era todo un auténtico acontecimiento y, aunque estábamos nerviosos pensando en el motivo último de nuestro viaje a la capital, disfrutamos como unos salvajes.

Recién instalados, Garrido, que ansiaba volver a tomar la iniciativa, descubrió un repleto mueble bar y nos retó a que le acompañáramos en lo que él denominaba una gran «orgía alcohólica».

– Entre los legionarios es muy normal beber hasta caer rendidos al suelo, como señal de hombría. Y alguna vez, cuando mi padre estaba al mando de un tercio de la Legión, les acompañé en sus juergas, como uno más -nos dijo, en un intento de contrastar sus experiencias cuarteladas con las mundanas de Fernandito y conseguir, si no sobrepasarle, colocarse a su altura por lo menos.

– Por mí puedes beber lo que quieras -le respondió este último-, los dueños son muy tolerantes y la casa está a nuestra entera disposición, pero a mí en estos momentos no me apetece. Prefiero leer un poco y acostarme, porque mañana va a ser un día muy importante.

– ¡Bah, excusas! -contestó despectivo Garrido-, no eres más que un cuentista. Sólo sabes hablar y sobar fotografías guarras, pero cuando hay que comportarse como un auténtico hombre, como un soldado, te echas para atrás. Eres un blando.

– Como quieras -dijo, tranquilo, Fernandito-, no vamos a discutir por eso. Mañana por la mañana volveremos a hablar con más sosiego.

Tal como había dicho, Fernandito se fue a su habitación y nos dejó a nosotros dos solos. Nuestro nuevo jefe me había decepcionado y en esos momentos comprendía que Garrido, pese a todo, seguía siendo el auténtico caudillo. Por eso, cuando me invitó a compartir con él su orgía, asentí entusiasmado, en la creencia de que gracias a la ingesta desmesurada del coñac y el anís del embajador paraguayo, iba a convertirme en un envidiado y envidiable caballero legionario.

Lo único que yo había bebido hasta entonces -y sospecho que lo mismo le ocurría a Garrido- era un poco de vino mezclado con agua en las comidas, así que al tomar el primer sorbo de coñac la quemazón que noté en la garganta me hizo toser estrepitosamente y pensar que me estaba asfixiando. Otro tanto le ocurrió a Garrido, al que se le puso la cara roja. Pero en vez de admitir lo que nos había sucedido y optar por seguir el camino de Fernandito y acostarnos, los dos callamos como mudos. Ambos esperábamos que fuera el otro quien diera la orden de retirada, para así no aparecer como débiles, pero al no hacerlo ninguno de los dos continuamos bebiendo. Y la cosa fue mucho mejor. Una vez pasada la primera experiencia desagradable nuestra garganta se fue acostumbrando a la nueva bebida y la euforia se instaló en nuestras mentes.

– Fernandito es idiota, mira que irse a la cama en vez de quedarse aquí, bebiendo como hacen los hombres de verdad -repetía constantemente Garrido, mientras yo le daba calurosamente la razón.

Tanto el que las palabras de Garrido fueran, según transcurría el tiempo, lo más parecido al balbuceo de un tartamudo como el hecho de que yo me pusiera a hipar como un poseído no nos preocuparon. Al principio nos parecía que era un efecto beneficioso del alcohol, que nos hacía ser más graciosos y comunicativos. Pero al cabo de un rato todo empezó a girar a mi alrededor. Por increíble que pareciera la casa estaba dando vueltas en torno mío y yo era incapaz de pararla por más que lo intentaba. Intenté pedir ayuda a Garrido, pero cuando me acerqué a él comprobé que estaba ocupado vomitando encima de una gran maceta que había en un rincón del salón. Después me debí de quedar dormido porque ya no recuerdo nada más.

A la mañana siguiente nos tuvo que despertar Fernándito.

– Venga, gandules, levantaos. ¿Se puede saber qué hacéis ahí, dormidos sobre la alfombra?

No sé cómo se sentiría Garrido pero a mí era como si toda la Legión me estuviera pateando al unísono la cabeza. El sueño no me había mejorado sino todo lo contrario, me sentía fatal. La boca pastosa, la cabeza ida y las sienes a punto de estallar.

– Me estoy muriendo, Fernandito -exclamé torpemente mientras unos lagrimones se escapaban de mis ojos.

– De eso nada -contestó riéndose cruelmente mi amigo-, lo que os ocurre es que habéis cogido una resaca de ordago a la grande. Eso os pasa por haberos pasado con la bebida, ya os lo advertí, para beber, como para muchas cosas, es necesario tener cierta preparación, cierta capacidad de asimilación y, sobre todo, saber qué momento es el más adecuado, pero a vosotros lo único que os interesaba era impresionarme con vuestra hombría. Pues nada, sois muy hombres, pero no podéis teneros en pie.

– No fui yo, fue cosa de Garrido -intenté excusarme torpemente.

Mi compañero de borrachera debía de estar peor que yo porque no protestó ni cuando Fernandito nos echó el sermón ni cuando yo le traicioné culpándole por lo sucedido. Fernandito al final se apiadó de nosotros y nos preparó un café bien cargado, otra de sus habilidades. Seguramente era el único alumno del colegio que sabía preparar café. Nos sentó como un tiro pero en algo nos alivió, así como las dos aspirinas que nos obligó a tragar por persona.

– De todos modos, aunque esto os puede ayudar, tan sólo el paso del tiempo os podrá aliviar por completo. Todavía no se ha inventado nada que cure los efectos de una buena borrachera, así que paciencia y procurad descansar todo lo que podáis, que esta noche va a ser vuestra gran noche.

Hicimos lo que Fernandito nos dijo, no tanto por sumisión a sus órdenes como porque no nos encontrábamos con ganas ni fuerzas para hacer otra cosa. Y si lo intentábamos, el dolor de cabeza, que se duplicaba, nos hacía desistir inmediatamente. Solamente el pensar que esa noche teníamos que hacer un esfuerzo físico nos producía escalofríos. En esos momentos en lo que menos pensábamos era en las mujeres que Fernandito nos había prometido.

Aunque no teníamos muchas ganas nuestro amigo nos obligó a comer algo y poco a poco nos fuimos despejando. Una ducha de agua fría y unos nuevos cafés nos devolvieron la apariencia humana. Seguíamos hechos un desastre pero por lo menos la cabeza no nos martilleaba y los ojos no tenían ese tono rojizo que nos había hecho parecer monstruos de ultratumba.

– Tenéis mejor aspecto -dijo Fernandito-, pero me temo que vamos a tener que cambiar de planes. De hecho ya lo tengo todo dispuesto.

– ¿Ah, sí? -contesté sin ganas de decir nada especial, y con la esperanza de que nuestro estreno sexual se aplazara indefinidamente.

– Por supuesto, hay que pensar en todo para que nada pueda írsenos de las manos. Se me ha ocurrido que quizá pudiera crear problemas la estancia de tres quinceañeros en una casa de ésas. Además, posiblemente, vosotros os sentiríais intimidados en ese ambiente y las cosas no funcionarían, por eso he decidido cambiar de idea.

– Ya me parecía a mí que lo tuyo era mucho ruido y pocas nueces. Al final todo ha quedado en agua de borrajas.

– Estás muy equivocado, Garrido, como casi siempre. Yo sólo prometo lo que sé que soy capaz de cumplir. Os dije que vendríamos a Madrid a tener relaciones carnales con mujeres y las tendremos, sólo que no vamos a ir a ningún burdel, sino que las mujeres vendrán aquí, a esta casa. He hablado con el chófer de un diplomático amigo de mi padre, que luchó con los rojos y al que mi padre salvó de ser fusilado, y él nos traerá a tres de las mujeres más hermosas de la capital. Así que más vale que os vayáis poniendo guapos, porque dentro de un par de horas, más o menos, estaréis en la cama con ellas haciendo lo que habéis visto hacer en las fotos que os enseñé.

Fueron las dos horas peores de mi vida. No sabía qué deseaba más, si que el reloj se parara y el tiempo no transcurriera, o que esas dos horas pasaran en un soplo y enfrentarme a los acontecimientos. Al final el tiempo se me hizo eterno y eso no aplacó mi angustia sino que la centuplicó. Por fin, cuando sonó el timbre, Garrido y yo nos miramos con la cara que debieran tener los corderos al ser conducidos al matadero si supieran que en muy poco tiempo iban a servir de cena para los seres humanos. Nos quedaba la esperanza de que Fernandito no hubiera oído el timbre, pero era una vana esperanza. Su oído era perfecto y no se demoró más que unos escasos segundos antes de abrir la puerta.

Garrido y yo habíamos hablado varias veces entre nosotros sobre cómo serían esas mujeres dedicadas al oficio más viejo del mundo. Lo único que sabíamos, aparte de varios nombres para definirlas encontrados en un viejo diccionario -prostitutas, putas, meretrices, rameras, parecía mentira de cuántos modos se las podía denominar-, era las consecuencias que, según los curas, podía traernos nuestro contacto con ellas. Unas mujeres así, capaces de contagiarnos la tuberculosis, quebrarnos la médula espinal y transmitirnos enfermedades horripilantes debían de ser, ellas también, espejo de aquellos horrores ante los que podíamos sucumbir. Por eso, cuando las vimos, enmudecimos de asombro, sin saber qué decir ni cómo tratarlas.

Eran tres auténticas bellezas, una rubia de ojos grises y dos morenas de ojos verdes. Con la experiencia que más tarde he adquirido no me cuesta calificarlas como putas de lujo pero entonces, con quince años y sin saber nada de mujeres, aquello era una auténtica visión celestial, las huríes que Mahoma había prometido a los musulmanes que morían en combate. Si no hubiera sido sacrilegio me habría cambiado automáticamente de religión, pero incluso en aquellos momentos la noción de pecado se iba debilitando. ¿Cómo no ceder a la tentación cuando estaba delante tuyo, con forma de mujer esbelta de largas piernas, labios sensuales y pechos que se balanceaban suave y rítmicamente? Muchas veces he pensado con posterioridad lo que pudo gastar Fernandito aquel fin de semana y sinceramente creo que bastante más de lo que era el sueldo de un obrero durante varios meses. Por curiosidad, cuando más adelante estuve en disposición de hacerlo, investigué a Fernandito y a su familia y descubrí que su padre, efectivamente, viajaba mucho, pero que no era precisamente diplomático, aunque nunca fue molestado por ninguna autoridad, ni extranjera ni española.

– ¿Qué os parecen? -nos preguntó Fernandito, con el mismo tono con el que un carnicero pregona su mercancía-, ¿a que no os lo esperabais? Pues venga, dejad de mirar y empezad a actuar. Cada uno que coja a una de las chicas y se la lleve a su cama. Yo me iré con ésta -dijo agarrando a una de las morenas por la cadera y llevándosela a su habitación, mientras la sobaba por todo el cuerpo, sobre todo por las zonas que nosotros considerábamos prohibidas, sin pudor alguno.

– ¿Qué os ocurre a vosotros?, ¿no os gustamos?, pues no estamos nada mal, mirad por aquí -dijo provocativamente la rubia al ver que Garrido y yo nos habíamos quedado en silencio, sin capacidad de reacción, mientras se despojaba de la blusa y dejaba al aire dos pechos redondos e inmensos, que nos apuntaban desafiantes como cañones.

– No se trata de eso -respondí entre balbuceos-, sólo que no tenemos experiencia, somos novatos.

– Pues eso habrá que arreglarlo, no podemos permitir que dos jovencitos tan guapos como vosotros continúen siendo vírgenes -dijo mientras se acercaba a donde estaba yo y agarrándome por el cuello unía sus labios a los míos, haciéndome casi perder el conocimiento con lo que fue mi primer beso de verdad.

Fue también la primera vez que oí la palabra virgen aplicada a un hombre. Hasta entonces, en nuestra ignorancia, la virginidad era algo que relacionábamos con la madre de Dios, ni siquiera con el sexo, aunque ya empezábamos a distinguir lo que significaba la virginidad en las mujeres. Pero en un hombre, que alguien nos calificara de vírgenes, eso era totalmente nuevo para nosotros y, de algún modo, excitante. Me olvidé de todo y me dejé llevar por la rubia que así, inopinadamente, se había convertido en mi compañera y mi dueña. Creo que desde entonces tengo fijación por las rubias, no como consecuencia de algún esnobismo o paletismo que me hace preferir a las de tipo nórdico en vez de a las mujeres latinas, sino porque mi primera mujer de verdad fue rubia.

Aunque mi nerviosismo era patente, la rubia -en ningún momento me dijo su nombre, aunque en mis sueños siempre la he llamado Marlene, no hace falta explicar los motivos- consiguió que poco a poco me fuera tranquilizando. No habló ni me pidió nada, sino que comprendiendo la situación y tomándome a su cargo fue ella la que llevó las riendas. Casi sin darme cuenta me despojó de las ropas y se quitó las suyas, quedándose totalmente desnuda y acostándose junto a mí, en la cama. Con una mano que de suave parecía inexistente me fue acariciando el pene mientras frotaba sus tetas contra mi pecho y jugueteaba con su lengua contra la mía. Aunque todo lo hacía con una dulzura y una lentitud considerable mi erección fue automática y casi sin darme cuenta me corrí manchándole las manos y la sábana. Al verme totalmente avergonzado me sonrió y me dijo que me tranquilizara.

– No tiene importancia, es normal la primera vez. No te preocupes y relájate, que empezaremos de nuevo y será mucho mejor, porque de este modo vas a aguantar mucho más. Tenemos toda la noche por delante -añadió mientras recogía mi pene, que se había quedado completamente flaccido, y se lo introducía en la boca, dándole calor y consiguiendo que poco a poco fuera resucitando.

Curiosamente esa alusión a que teníamos toda la noche por delante no me intimidó, como hubiera pensado una hora atrás, sino que me produjo una inmensa satisfacción. Estaba dispuesto a ser un alumno aplicado ya que la profesora se lo merecía, por eso atendí gustoso a sus explicaciones e hice lo que ella me indicaba. Aprendí a acariciarla con mis torpes manos y a besarla con mi inexperta lengua, y cuando me dijo que introdujera esta última por su húmedo y resplandeciente coño no lo dudé ni un momento y sorbí sus jugos como si del mejor champán se tratara.

– Creo que ya estás preparado -me dijo al cabo de un rato-, así que vamos a dejar los jugueteos e ir al grano. Ven, ponte encima mío y acerca tu cosita a la mía -dicho así parecía cursi, pero había que vivirlo, y lo viví, vaya que si lo viví. Era la primera vez que follaba y todo salió estupendamente. Esta vez tardé en correrme y cuando lo hice toqué el cielo con la punta de los dedos. Ella también disfrutó, o eso me pareció en su momento, ya que muchas veces he pensado que siendo tan buena como era quizá fingiera, pero siempre me queda la esperanza de pensar que haya sido auténtico.

Después de aquello seguimos jugueteando, aunque no la volví a penetrar ya que no me quedaban fuerzas, pero no era necesario. Había sido la noche más maravillosa de mi vida y me había convertido, por fin, en un hombre. Ese mismo día tomé la decisión de no meterme a sacerdote, así que en el futuro, si quería dar gusto a mi padre, no me quedaba más remedio que tomar el camino de las armas. Pero todavía tenía tiempo para pensar en ello.

Cuando me desperté la rubia ya había desaparecido. Lo lamenté un poco, pero no demasiado. No necesitaba tener una nueva sesión para ser el hombre -sí, hombre, no niño- más feliz del mundo. Fui a ducharme y después de vestirme me acerqué hasta la cocina, con la intención de prepararme el desayuno, pero antes de entrar allí oí ruidos en la habitación que ocupaba Garrido. Fernandito y él estaban hablando sigilosamente, en voz muy baja, como si no quisieran que nadie -es decir, yo, ya que era la única persona que aparte de ellos dos estaba en la casa se enterara, lo que me picó un poco y despertó mi curiosidad. Si acababa de licenciarme en sexo, perfectamente podía graduarme en espionaje. Si al principio tenía algún tipo de escrúpulos desaparecieron al pensar que quizá estaba siendo marginado de algo importante. Sólo había un modo de saberlo, así que acerqué el ojo y el oído a la puerta entreabierta y me dispuse a escuchar y ver.

Al parecer a Garrido no le habían ido las cosas tan bien como a mí. Su experiencia con la segunda morena había sido nefasta. Parecía totalmente hundido y tenía los ojos rojos, señal de que había llorado. Quizá al enterarme de eso debía de haber abandonado mi espionaje, pero algo me incitaba a quedarme, tal vez el modo que tenía Fernandito de consolarle, acariciándole el pelo del mismo modo que había hecho la rubia conmigo cuando me corrí por primera vez. Quizá las palabras que le susurraba al oído, diciéndole que eso no tenía importancia, que a veces, muchas veces, la primera vez sale mal, pero que eso no significa nada.

– Entonces, ¿por qué al idiota de Vázquez le ha ido tan bien? -dijo destilando rabia y dejándome totalmente sorprendido. Nunca hubiera esperado ese comportamiento de la persona a quien consideraba mi mejor amigo. Estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda y a pensar que decía eso sin sentirlo, tan sólo movido por su humillación, pero decidí seguir escuchando. Ya no lo consideraba un vil acto de espionaje. Si ellos sabían cómo me había ido a mí, yo tenía derecho a saber cómo les había ido a ellos.

– No tiene nada que ver, eso no significa nada -contestó dulcemente Fernandito mientras le revolvía el pelo-, a veces lo único que indica es que hemos equivocado el camino. Estar con una mujer no es el único modo de disfrutar con el sexo, ¿no lo sabías? Los espartanos, de quienes no se puede poner en duda su hombría y virilidad,acostumbraban hacerlo entre hombres, quizá ése sea tu camino, quizá así disfrutes por fin del sexo y no quedes en vergüenza, como esta noche.

– ¿Qué estás diciendo? -protestó Garrido-, yo no soy maricón.

– ¿Y quién ha dicho que lo seas? -le replicó serenamente Fernandito, mientras le desnudaba casi sin que se percibiera de ello Garrido-, ¿acaso te pintas o vistes como las mujeres?, ¿tienes la voz atiplada?, ¿eres un melindroso incapaz de pelearse con los demás? ¿No has descubierto tú solo a un enemigo de España?

– Sí, es verdad.

– Entonces, ¿de qué tienes que preocuparte? Está claro que no eres maricón, pero eso no significa que no puedas disfrutar a su modo, ¿por qué ibas a privarte de algo bueno y bello? En Esparta sólo los generales podían acceder a este placer, no la chusma. Y lo mismo ocurre entre los emires del Islam.

Para entonces, una vez admitido por Garrido que hacer ciertas cosas no era ser maricón, se puso sin miramientos y sin oposición en manos de Fernandito, que después de desnudarle por completo hizo lo propio. Yo estaba como petrificado pero por nada del mundo quería perderme lo que iba a pasar, lo que a fin de cuentas pasó. Primero Fernandito acarició todo el cuerpo de Garrido y luego, con sus manos, empezó a masturbarle. El pene de Garrido fue adquiriendo un tamaño descomunal y Fernandito acabó por metérselo en la boca, chupándoselo con frenesí. De vez en cuando lo sacaba y aprovechaba para besar a su pareja, de un modo mucho más intenso de lo que yo recordaba de la rubia. Por último, Garrido puso los ojos en blanco y se corrió dentro de la boca de Fernandito. No pude evitar una mueca de asco pero afortunadamente estaban tan embebidos en lo suyo que no notaron que alguien les estaba vigilando.

No me quedé allí para ver cómo acababa la cosa. Había visto más que suficiente y preferí retirarme a tiempo antes de que alguno de los dos me descubriera. Nunca supe lo que ocurrió ni hasta dónde llegaron aquella noche y aunque más de una vez, mientras me masturbaba en solitario he especulado sobre ello me moriré sin saberlo a ciencia cierta.

Capítulo diez

El director de la sucursal cumplió con lo prometido y a los dos días el padre Vázquez tenía en su poder una fotografía borrosa, pero suficientemente visible, de la mujer que había cobrado el talón. Esa cara de mujer, tan normal como la había descrito el propio director, no le decía nada, no era conocida para él. Ni para el resto de profesores y sacerdotes del colegio, a los que se la mostró. Nadie reconocía esos rasgos tan ordinarios en el sentido corriente del término, ya que de lo que no cabía duda era de que se trataba de una mujer guapa, pero ¿tanto como para hacer perder la cabeza al padre Gajate?, se preguntaba el sacerdote reconvertido en policía. Quizá sí, donde menos se espera puede aparecer una vampiresa, y cuando hay sexo por medio los resultados pueden ser impredecibles, se contestaba con cierto escepticismo hijo de su anterior trabajo. Tal vez por ese camino podría conseguir algo, tal vez alguna experiencia habida en el seminario pudiera ser la clave. Para él había sido fácil, porque ingre-só ya cincuentón, pero comprendía que el ambiente cerrado y casi claustrofóbico así como misógino que se respiraba en ciertos seminarios podía marcar la personalidad del futuro sacerdote si éste no era muy maduro y estable. Posiblemente exploraría ese camino si seguía bloqueado pero antes de hacerlo intentaría agotar otras posibilidades. La más inmediata, una visita que tenía pendiente. Había concertado una entrevista con Irene Vidal, la donante de los cien millones.

El padre Vázquez se había creado un estereotipo de la mujer que no tenía nada que ver con la realidad. En primer lugar, no era una anciana, como había pensado al principio, ni respondía a la idea popular que se tiene de una beata. Aunque había llegado, y posiblemente rebasado, a la cuarentena, estaba de muy buen ver. Tiene un buen polvo, se dijo para sí el padre Vázquez, utilizando una expresión que solía emplear antes de hacer sus votos.

– Confío en que sea breve -fue directamente al grano, tras recibirle en su lujoso despacho desde el que llevaba con mano firme las riendas de sus empresas-, ya que hoy voy a tener un día muy ocupado, como en general casi todos. Por eso me he permitido la descortesía de citarle a las siete de la mañana.

– Por eso no hay problema, estoy acostumbrado a madrugar. Procuraré complacerla, así que iré directamente al meollo de la cuestión. Deseo hacerle algunas preguntas sobre los cien millones que donó a nuestro colegio.

– No veo yo que haya ninguna pregunta que hacer. Es un tema muy sencillo, cuando mi marido supo que le quedaban pocos meses de vida me dijo que a su muerte quería que donara esa cantidad y así lo hice. Él había estudiado en ese colegio y se sentía ligado a él, así que pensó que era una buena forma de demostrar su agradecimiento por la educación recibida. Yo no fui más que una albacea que se limitó a cumplir con los deseos de su difunto marido y que, una vez entregado el talón, se desentendió del asunto.

– Como le expliqué por teléfono, ese talón no ha acabado en las arcas del colegio.

– Lo siento mucho pero eso para mí es algo totalmente indiferente. Yo cumplí con los deseos de mi difunto marido entregándolo, si luego no han sabido guardarlo o administrarlo bien, en todo caso se debe a una negligencia de ustedes, yo, desde luego, no pienso extender otro talón por la misma cantidad. Si quieren recuperar el dinero, más vale que llamen a la policía o contraten un detective.

– No es nuestra intención solicitarle de nuevo el dinero y en cuanto a lo del detective, en cierto modo lo soy yo, por eso solicité esta entrevista.

– ¿Sí?, qué curioso, un sacerdote detective, pero a pesar de que su situación despierta hasta cierto punto mi interés, sigo sin comprender en qué puedo ayudarle. Ya le he dicho que yo tan sólo me limité a entregar el dinero al director del colegio y, hecho eso, salí de escena. No sé ni a quién le entregó el talón el director ni por qué. Y el robo me parece lamentable pero totalmente ajeno a mi persona.

– ¿Conocía usted al padre Gajate con anterioridad?

– Ya le he dicho que no conocía a nadie, ni al padre Gajate ni a ningún otro, aunque sí tengo que decirle que tuve una breve conversación telefónica con él.

– ¿Podría contármela?

– Por supuesto, no tiene ningún misterio. Hace tres días me llamó para agradecerme en nombre del colegio la entrega del donativo. No hacía falta que lo hiciera, porque el propio director se le había adelantado cuando lo recibió en mano, pero como los sacerdotes son tan empalagosos en estas cuestiones, y espero que perdone este comentario ya que no es mi intención ofenderle, no me extrañó. Además, era tan sólo un inicio para entrar en conversación, ya que poco después me comentó que era el encargado de las finanzas de la orden y que iba a proceder al cobro del talón. Por supuesto, tampoco esto me pareció raro, cuando se extiende un talón es para que alguien lo cobre, y así se lo planteé, pero él me contestó que pudiera haber un problema porque quien lo iba a cobrar era una mujer y como el talón era por una cifra muy elevada, tal vez antes se pusieran en contacto conmigo desde el banco. Al parecer el padre Gajate quería asegurarse de que no iba a poner objeciones al cobro de dicho talón.

– ¿Y no las puso?

– ¿Por qué las iba a poner? Supongo que ustedes, siempre entre hombres, miembros de un oficio vedado a las personas casadas y a las mujeres, tienen otra mentalidad, pero para mí, que dirijo una serie de empresas y desde muy joven he trabajado en su creación, el que una mujer haga una cosa tan sencilla como presentar al cobro un talón no tiene la menor importancia. Supuse que entre su personal o el de alguna asesoría que les presta sus servicios habría alguna mujer, y me olvidé del asunto hasta que el director del colegio me llamó para explicarme lo sucedido y concertar, en su nombre, esta entrevista. Ésa es toda la historia y si no desea nada más, le rogaría que me dejara sola, tengo asuntos importantes que atender.

– Sólo una última cosa -dijo el padre Vázquez sacando la fotografía de la mujer que había presentado el talón al cobro-, ¿conoce de algo a esta mujer?

– No, me temo que no, lo siento.

Cuando el padre Vázquez salió del despacho de su interlocutora fue interceptado por una de sus secretarias.

– ¿Es usted el padre Vázquez? -le preguntó a sabiendas de que la respuesta iba a ser afirmativa y por eso sin esperarla continuó hablando-. Ayer dejaron aquí un sobre con instrucciones de entregárselo en propia mano cuando viniera.

El padre Vázquez recogió el sobre y se lo metió en un bolsillo. Cuando salió a la calle lo sacó y lo primero que observó fue que tenía el membrete del colegio. Al abrirlo pudo comprobar que no había ninguna carta en su interior sino tan sólo una fotografía, una fotografía de tonos brillantes en la que se podía ver, alegre y sonriente, la cara de la mujer que había cobrado el talón.

Capítulo once

El día que tu padre volvió al caserío fue un día especial. Tu madre preparó una de esas comidas que sólo hacía para las Navidades y os vistió como para asistir a una boda. Tú y tus hermanos, que no sabíais lo que iba a pasar, estabais extrañados y expectantes, aunque tú ya te olías algo. Y cuando llegó, no lo pudiste resistir y empezaste a llorar. Habías soñado mucho con ese día y te veías a ti mismo sereno y recio, recibiéndole como un igual, del modo que habías visto hacerlo en las películas, pero a la hora de la verdad sólo supiste ir corriendo hacia él y llorar, llorar de felicidad por el reencuentro y de tristeza por los días perdidos. Pero no te importó porque quizá tus lágrimas hicieron que él te apretara más fuerte entre sus brazos y sintieras su calor tan añorado. Ni tu hermano mayor Mikel, que sí se mantuvo sereno, ni los tres pequeños que aún no eran conscientes de la situación transcurrida lloraron pero respetaron tus lágrimas, sabedor el primero de que esas lágrimas tenían un hondo sentido y asombrados los pequeños de que el segundo de sus hermanos mayores llorara de aquel modo.

Fueron días felices pero que duraron poco. Tú lo presentías y él lo sabía. No había más que verle y compararle con el hombretón que aparecía jovial en la fotografía tomada en la cima del Gorbea. Sus cincuenta años se habían convertido de repente, como por arte de birlibirloque, en casi ochenta y su pelo moreno y fuerte estaba totalmente encanecido, pero sus ojos seguían brillándole, con una fuerza que sólo podía venirle del interior.

Recuerdas que en uno de los muchos paseos que disteis juntos, ya que no tenía fuerzas para trabajar, le contaste la paliza que le diste al compañero de la escuela que se había metido con él; sin embargo, no actuó como esperabas, no se te echó al cuello con los ojos humedecidos por el agradecimiento, sino que revolviéndote el pelo cariñosamente empezó a hablarte en un tono tranquilo, sosegado.

– Sabes, Ander, está bien defender lo que uno cree justo, pelearse y luchar por su familia, por su patria, por sus creencias, pero con la violencia no se consigue nada, tan sólo hacer daño a la gente. ¿Cómo crees que se sentirá ahora ese chico, humillado al haber sido vencido por un menor en una pelea, y por haber sido acusado su padre de ladrón? La violencia no trae más que violencia y sólo genera sufrimiento, créeme hijo, lo sé por experiencia.

– Entonces, ¿qué tenemos que hacer? ¿Poner la otra mejilla? -recuerdas que contestó tu hermano Mikel, completamente exaltado.

– Quizá sí, si de verdad somos cristianos tendríamos que seguir el mensaje de Jesús, pero admito que es difícil, muy difícil. Sólo podemos tener fe en Dios y en la justicia de nuestra causa, esperando que al fin triunfe.

– Y mientras tanto, cruzarnos de brazos, supongo…

– ¿Acaso tu padre ha estado cruzado de brazos?, ¿acaso tienes algo que reprocharme?

– No, aitá, no he querido decir eso -dijo tu hermano vehementemente, le recuerdas hablando como uno de esos profetas que a menudo aparecen en el Antiguo Testamento, duros y justicieros, crueles a fuer de predicar el bien-, pero hay otros modos de lucha. Yo, desde luego, no voy a esperar a que golpeen mi mejilla, prefiero dar antes el primer golpe.

– Espero que cambies con el tiempo, pero son tiempos tan difíciles, y me queda tan poco de vida…

Los dos gritasteis al unísono, ¿te acuerdas?, claro, cómo no te ibas a acordar, pidiéndole, suplicándole, casi exigiéndole que retirara esas palabras, que dijera que las había dicho por decir, que no era cierto, pero sabíais en el fondo de vuestro corazón que lo anunciado por el aitá se iba a cumplir, que eran ya pocas las charlas que iba a tener con vosotros.

– Cuando uno está al final del camino se da cuenta de que lo más hermoso que puede haber es la paz, la paz entre todos los hombres, entre todos los pueblos.

– Así es -contestó tu hermano, que de nuevo se erguía airado ante las palabras de vuestro padre-, pero la paz debe declararla el agresor, no el agredido.

– Vuestro aitona [3] fue gudari [4], yo he sido gudari, ya está bien de guerras, hacedme caso, hijos míos, sé que es difícil admitirlo, pero no hay nada heroico en la sordidez de la guerra, en matar o que te maten, en acabar lisiado o hacer que otros acaben así.

La discusión no tenía fin pero tampoco cabían componendas. Para ti la palabra de tu padre era sagrada y aunque no entendías su desgarrado llamamiento a la paz sabías que no había sido un cobarde, su cuerpo machacado era la mejor y más desgarradora de las pruebas, tus sentimientos estaban con él, pero cuando el ardor bélico de tu hermano se ponía en marcha nacía y crecía en tu cuerpo un deseo de participar en esa guerra que tú aún no conocías pero de la que Mikel parecía ser el heraldo anunciador. Y cuando recordabas lo que Aita Patxi, el cura del pueblo, os decía en la catequesis, el amor al prójimo, el no matarás, te hacías un auténtico lío, porque sabías que Mikel también creía en eso y, sin embargo, estaba dispuesto a olvidarlo todo, a seguir otro camino, un camino diferente al de tu padre, un camino cuyo fin no se vislumbraba con claridad.

El día en que enterrasteis a vuestro padre fue el último que Mikel estuvo en el caserío. Había muerto dos meses después de tener aquella conversación, su cuerpo roto y quebrantado no había aguantado más. Sin embargo, tan sólo estuvo ocho días postrado en la cama y desde allí intentaba mantener vivos en vosotros, sobre todo en ti, Ander, que tal vez fueras el más necesitado, el fuego del hogar, el cariño, el amor y, por encima de cualquier cosa, la esperanza.

– Estamos de paso -os repetía-, así que no debemos llorar. Volvemos al Padre del que salimos. Debéis ser fuertes, hijos míos, y luchar por aquello que amáis y en lo que creéis, pero recordad que la violencia no es el camino, no lo ha sido y nunca lo será.

El día de su funeral lucía espléndido y tú, que siempre habías identificado los cementerios con la lluvia, no sabías cómo reaccionar. Te parecía imposible que mientras tu padre yacía sin vida en su cama, esperando a ser introducido en un feo ataúd, fuera la vida continuara, alegre y hermosa. Y también te parecía imposible que tu madre no llorara, que no derramara ni una mísera lágrima. Más adelante comprendiste el por qué, sus ojos habían llorado tanto que ya no contenían lágrimas en su interior.

– La causa oficial de su muerte ha sido un problema cardíaco -oíste que comentaba don Manuel, el médico, con el cura párroco-, pero lo que le mató de verdad fue la cárcel, la puta y jodida cárcel -y para tu sorpresa el sacerdote no le recriminó por su lenguaje soez, sino que estuvo totalmente de acuerdo con él.

Fue el propio sacerdote quien introdujo, en el interior del ataúd, dentro de las ropas con las que habían vestido al difunto, una pequeña ikurriña, como homenaje a su vida y a su lucha.

– ¿Por qué tenemos que esconderla? -protestó tu hermano Mikel-, ¿acaso nuestro padre no merece que se le recuerde abiertamente, sin miedos?

– Cállate y no digas insensateces -le cortó la madre, vuestra madre, inesperadamente enérgica-, ¿qué quieres, que nuestros vecinos y amigos sufran las consecuencias? Todos saben quién era vuestro padre y le respetan por ello. El amor y el recuerdo se llevan aquí dentro -añadió señalándose el corazón-, no es necesario nada más.

Recuerdas cómo esas palabras conmovieron a tu hermano que la abrazó llorando. Era la primera vez -y fue la última- que veías llorar a tu hermano mayor, a quien admirabas y considerabas tu guía y tu faro. Se te hizo un nudo en la garganta y de repente comprendiste que ya no le ibas a ver nunca más, que iba a desaparecer de vuestras vidas para siempre y que no había nada que hacer, era su destino y el vuestro.

Aquella noche no volvió a casa pero tu madre no dijo nada, no preguntó por él. Se quedó quieta en la silla que había colocado en la vieja cocina, junto al fogón, rezando el rosario, y aunque rezaba en silencio tú sabías que no rezaba por el marido muerto sino por el hijo vivo.

De vez en cuando teníais noticias de él, alguien os visitaba por la noche y os transmitía recuerdos suyos, palabras de aliento, está bien, está haciendo un buen trabajo, ha conocido a una chica pero por desgracia no pueden pensar en casarse, quizá cuando todo se arregle, y tu madre agradecía esas palabras y rogaba que por favor, le dijeran que su familia seguía queriéndole y esperaba su regreso.

Una tarde, en el Telediario que se emitía a través de aquel vetusto aparato de televisión en blanco y negro que poseíais, pudisteis ver y escuchar la noticia. Un guardia civil había sido asesinado por un comando separatista. Todavía recuerdas su nombre, Francisco Reyero López, natural de Dos Hermanas, Sevilla, de cuarenta y cuatro años de edad, casado y con cinco hijos con edades que oscilaban entre los siete y los diecinueve años. Había una fotografía en la que podía vérsele uniformado y con una expresión en sus ojos que denotaba la sorpresa de alguien a quien habían metido en medio de una guerra que no entendía.

Y recuerdas que el locutor, con su voz monótona de portavoz del viejo Régimen, añadió que había sido identificado el comando asesino, compuesto por una mujer y tres hombres. El último de los hombres citados era Miguel (no se le podía llamar Mikel, para las autoridades ése no era su nombre sino su alias) Gajate Sarasola, de veintiún años de edad. Y apareció su foto, reproducción de la del documento nacional de identidad, pero tú sabías que esa fotografía no describía a tu hermano, tu hermano no se parecía en nada a esa persona con pinta de delincuente que se sobreimpresionaba en la pantalla, tu hermano era alegre y bondadoso, no era el asesino que todo el mundo se imaginaría que era cuando viese aquella foto que tenía que estar retocada para así producir esa sensación de rechazo y repugnancia.

Y no puedes olvidar el día siguiente, nunca podrás olvidarlo. Era el segundo funeral al que asistías en pocos meses, tu madre se empeñó en llevarte en contra de tu voluntad, y allí estabas, en medio de una marea humana que iba a dar su último adiós al guardia civil asesinado, en la iglesia de los Padres Agustinos en Bilbao, junto al edificio del Gobierno Civil. Y pudiste observar, a pocos metros de donde estabas, a una mujer vestida de negro y con los ojos enrojecidos por el llanto, y a cinco niños, uno de ellos posiblemente de tu edad, durante unos breves segundos hasta cruzasteis vuestras miradas, vestidos de riguroso luto y con expresión seria en el semblante, que apretaban los dientes para no llorar. Estabas rodeado de gente que saludaba brazo en alto y cantaba aquella canción que te habían obligado a memorizar en la escuela, gente que pensaba que el muerto les pertenecía aunque posiblemente sólo se pertenecía a sí mismo y a su familia, pero no les veías, sólo veías a la viuda y los niños, y a tu madre que, de eso estás completamente seguro, no rezaba por el guardia civil muerto sino por tu hermano.

Y recuerdas que tu madre nunca volvió a mencionarte lo sucedido ni a hablarte del guardia civil ni de aquel funeral, ni de la intervención que en todo el asunto había tenido tu hermano. Sólo te dijo, mientras volvíais al pueblo en un destartalado autobús, que tu hermano no era un criminal, pero que incluso la gente buena y desprendida, si equivocaba su camino, podía hacer sufrir mucho al prójimo, llevando la tristeza y la desolación a muchos hogares.

– No lo olvides nunca, Ander, no lo olvides nunca -te repitió, y ésas fueron las únicas palabras que sobre aquel asunto salieron de sus labios.

Capítulo doce

Cuando regresamos al colegio, después de aquel insólito fin de semana en Madrid, muchas cosas habían cambiado. Quizá no me hubiera hecho hombre, como pensaba en aquellos momentos, pero había abandonado la infancia. Nunca comenté lo que había visto y creo que mis dos compañeros nunca sospecharon nada, pero no tengo una seguridad absoluta. Cuando aparecieron, no al mismo tiempo, por el salón en el que me había refugiado, el trato fue de lo más natural y la conversación, tras contar nuestras experiencias, reales las mías, inventadas las de Garrido y medio reales medio inventadas las de Fernandito, derivó hacia temas banales e intranscendentes, propios de tres amigos y compañeros de estudios.

En el colegio la vida continuaba aparentemente igual y posiblemente, si yo no hubiera sido testigo de lo sucedido aquella mañana, habría pensado que seguíamos haciendo la misma vida de siempre, pero desde entonces me había vuelto más suspicaz y me fijaba en detalles que en otros momentos no hubiera descubierto. Por poner un ejemplo, me daba la impresión de que Garrido y Fernandito quedaban muchas veces a solas, sin contar conmigo ni con los demás del grupo. Repito que era una impresión, quizá siempre había sido así y yo nunca me había percatado o le había dado importancia, pero no podía evitar cierta sensación de cambio, de desmoronamiento incluso de lo que había sido nuestra relación.

No quiero decir con esto que ese cambio fuera radical. Formalmente todo seguía igual, eran tan sólo pequeños detalles los que delataban la nueva situación. De hecho, la mayor parte del tiempo la pasaba con ellos dos y con algunos amigos más, haciendo las correrías de siempre, guiados aparentemente por Garrido pero con Fernandito escondido perennemente en la sombra para influir en su liderazgo.

Tampoco era raro que, abandonando a los demás, nos escapáramos los tres, como veníamos haciendo muy a menudo desde mucho antes de nuestro viaje a Madrid. Por eso, cuando Garrido me comentó un día que había descubierto un nuevo sitio para explorar y que teníamos que ir los tres no me extrañó ni presentí lo que iba a pasar. Si existe un sexto sentido que te previene sobre el futuro, yo nó lo poseo, y aunque ahora, a toro pasado, podría decir que su excitación, su nerviosismo y sus ojos febriles me estaban anunciando lo que iba a ocurrir, mentiría. Hoy quizá pueda analizarlo en consonancia con lo que luego sucedió, pero en aquellos momentos no veía nada extraño en lo que hacía y decía mi amigo.

La primera tarde que tuvimos libre cogimos las bicicletas y nos fuimos pedaleando hasta un pueblo que estaba a unos treinta kilómetros del colegio. No se trata de una distancia excesiva, pero en aquella época en que las comunicaciones eran infames y las carreteras deplorables, el que tres chavales hicieran en bici ese recorrido tenía su mérito o, por lo menos, así nos lo parecía a nosotros. El pueblo era similar al que acogía a nuestro colegio, quizá un poco más grande y con algún comercio más, pero básicamente similar. Por ninguna parte veíamos qué tenía aquello de excepcional y maravilloso y así se lo hicimos saber a Garrido, cuando paramos en la plaza del pueblo para refrescarnos con el agua de la fuente pública.

– No es el pueblo lo que merece la pena sino la montaña que hay en las afueras. Corre en el lugar una leyenda muy interesante acerca de ella que os contaré cuando hayamos llegado. Así que no haceros los remolones y subid de nuevo a las bicicletas, que sólo nos quedan tres kilómetros más.

Cuando llegamos al pie de la montaña no observamos nada excepcional. Era un montículo como miles más que se podían ver en toda la geografía española.

– Esperad a que estemos arriba antes de hablar -nos dijo Garrido y de nuevo le hicimos caso.

Sudorosos por el esfuerzo llegamos hasta lo que el propio Garrido denominó su cumbre, quizá de un modo exagerado, y por fin nos contó la leyenda.

– A esta montaña los lugareños la denominan la montaña del Diablo. Se cuenta que a principios del siglo XII pasaba por aquí debajo la vanguardia de un ejército moro que se dirigía a pelear contra los cristianos y que en todos los pueblos en los que entraba dejaba un rastro de saqueo y desolación inmenso, destruyendo comarcas enteras y no respetando mujeres ni niños. Se decía que en ese ejército nunca había habido bajas y que su fortaleza provenía de que el mismísimo Satanás era su jefe. El día que cruzaron por el sendero que se ve desde esta montaña fueron vistos por un pastorcito que tendría más o menos nuestra edad y que se encontraba aquí jugando. Al principio, lleno de miedo, intentó esconderse donde pudiera pero en seguida comprendió que el ejército se dirigía a su pueblo y, conocedor de su fama, supuso que masacrarían sin piedad a amigos y familiares, por lo que decidió detenerles, mas no sabía cómo hacerlo así que desesperado y lloroso se hincó de rodillas para rezar y solicitar la ayuda del apóstol Santiago y de Nuestro Señor Jesucristo.

«Estaba así postrado, de hinojos, cuando de una nube que hasta entonces no había visto, ya que era un día totalmente despejado, descendió un hombre bellísimo, de aspecto dulce y mirada misericordiosa que le contempló amorosamente durante un breve rato. El pastorcillo comprendió en seguida que se trataba del propio Jesucristo.

»-Sé lo que quieres -le dijo el Señor-, pero no puedo complacerte.

»-¿Por qué, Señor? -gimió el pastorcillo-, van a matar a mi madre y a mis hermanos, y a todo el pueblo. Tengo, tenemos que hacer algo.

»-¿Nunca te han transmitido mis enseñanza?, ¿no sabes que dije que quien a hierro mata a hierro muere y que preferí morir en la cruz por todos los hombres antes que usar todo el poder de mi Padre y acabar con ellos?

»-Lo sé, Señor, y deseo cumplir con vuestras enseñanzas y con todos los mandamientos de Dios y de nuestra santa madre la Iglesia, pero mientras tanto ese ejército se dirige a mi pueblo y tenemos que detenerlo.

»-Debieras saber que yo vine al mundo y morí en la cruz para traer un mensaje de amor, no de odio. Vine a salvar a los hombres, no a matarlos. El único que es de verdad mi enemigo es el demonio, contra él y contra sus tentaciones es contra quien debes luchar.

»-Lo sé, Señor -contestó el pastorcillo-, pero apenas soy un niño, si no soy capaz de luchar contra los hombres, ¿cómo voy a poder luchar contra el demonio?

»-No es fácil, pero debes encontrar tu camino.

«-Ayúdame, Señor, te lo ruego -imploró por última vez el pastor.

»-Tú eres el único que puede ayudarte, lo siento, hijo mío -le respondió Jesucristo al tiempo que de sus compasivos ojos surgían dos lágrimas-, nunca dejes de luchar para que resplandezca el Bien.»

»Nada más pronunciar estas palabras la aparición se difuminó y el pastorcillo se quedó de nuevo solo, más atemorizado y confundido que antes. ¿Para qué se había presentado ante él Nuestro Señor Jesucristo si luego le abandonaba a su suerte de ese modo? El pastorcillo no estaba versado en teología así que incapaz de comprender lo sucedido retornó a su tristeza primitiva. El Señor le había dicho que luchara y él decidió luchar hasta la muerte, convencido de que ése iba a ser su destino final. Además, sería el primero en morir, ¿qué sentido tenía quedar con vida cuando todos los seres que amaba, su propio pueblo, iban a desaparecer en pocas horas? Lleno de rabia y totalmente decidido a morir matando arremetió contra el ejército invasor con lo único que tenía a mano, con piedras que iba lanzando desde la cima de la montaña contra los enemigos, pero pronto comprendió que todo era en vano. Las piedras apenas hacían aparecer algunos rasguños en los rostros aguerridos de los soldados que, riéndose de su impotencia, detuvieron su camino para acercarse hasta donde él estaba.

»-Eres un insensato, chiquillo, y vas a pagar tu osadía con la muerte -dijo el general de aquel ejército con una voz que retumbó por todo el monte, bajándose de su caballo y acercándose con una espada en la mano hasta donde estaba el pastor.

»E1 general le parecía al pastor el mismísimo Satanás, con su faz rojiza y su negro pelo caracoleando en forma de cuernos por encima de la frente, así como por la airada expresión de unos ojos oscuros como carbones. Desanimado pensó que si los rumores eran ciertos, si el propio diablo dirigía el ejército invasor, no sólo no tenía ninguna posibilidad, cosa con la que ya contaba, sino que posiblemente moriría entre torturas atroces e innumerables sufrimientos. Resignado a hacerle frente miró en torno suyo pero ya no le quedaban piedras, tan sólo una muy pequeña con forma cóncava, en la que se habían refugiado las dos lágrimas derramadas por Jesucristo. Esa piedra no haría daño ni a un niño pero era lo único que tenía a mano y sin pensárselo dos veces la arrojó contra la cabeza de su contrincante, mientras olvidándose de la aparición anterior invocaba el nombre de Dios.

»El pastorcillo tenía buena puntería y la piedra dio de lleno en la frente de su enemigo. En ese mismo instante, ante el horror tanto del niño como de los propios soldados el general se transformó en un horrible demonio, de cuerpo rojo cubierto de escamas, cuernos sobre la frente, cola más gruesa que la de los monos y un intenso olor a azufre que exhalaba por todos los poros de su cuerpo, pero la visión duró escasos segundos, ya que de su interior surgió un intenso fuego que le consumió entre grandes dolores y le convirtió, en escasos segundos, en un puñado de cenizas. Después de ver esto sus soldados huyeron despavoridos y nunca más regresaron por la comarca. El pastorcillo, por su parte, volvió al pueblo, donde esparció la noticia de lo sucedido e ingresó en un convento, donde adquirió fama de santo, muriendo a la edad de ciento veinte años.

Cuando Garrido terminó de contarnos la leyenda popular nos preguntó si nos había gustado y así lo admití yo aunque Fernandito, quizá porque estaba celoso de la atención que le había prestado a Garrido y de su habilidad para narrar la historia, fue algo más desdeñoso.

– Es una historia muy interesante, pero este lugar no tiene pinta de ser un sitio propicio para que transiten los ejércitos. Muy tonto tendría que haber sido aquel general para conducir a sus huestes a través de estos parajes.

– Es tan sólo una leyenda, pero una leyenda preciosa -contestó Garrido humildemente-, y yo me he limitado a transmitírosla del mismo modo que me la transmitieron a mí.

– De acuerdo, pero no hacía falta que nos trajeras hasta aquí para contárnosla -volvió a decir Fernandito.

– Es que hay algo más. La leyenda añade que desde esta montaña, si nos asomamos por su borde, podemos ver, en aquella pared que está ahí enfrente -y señaló con el dedo extendido un montículo cercano- dibujada en la roca la cabeza del diablo. Si alguien solicita un deseo y después lanza contra la cabeza una piedra y le acierta, podrá ver cumplido el deseo que ha solicitado. ¿No os gustaría ver realizados vuestros sueños? Pues éste es el momento, tan sólo necesitamos un poco de puntería y ya está.

– No me digas que crees en esas bobadas -contestó despectivo Fernandito.

– No se trata de creer o no creer, es tan sólo un juego, y ya que hemos subido hasta aquí arriba no veo nada malo en hacerlo. Tú mismo me has contado que cuando estuviste en Roma arrojaste una moneda a la fontana de Trevi, para que se cumpliera el deseo de volver allí.

– Y volveré -replicó convencido Fernandito.

– Pero todavía no has vuelto -dijo Garrido-, tan sólo tienes el deseo de volver y la esperanza de ver realizado tu deseo, pero ¿quién te dice que no habrá algo que impida su realización? Por ahora es sólo eso, un deseo, y nadie puede ver nada malo en ello.

– La diferencia estriba en que yo sé que puedo ir a Roma porque ya he estado allí y no sería nada raro que volviera porque mi padre suele ir mucho a esa ciudad por motivos de su trabajo. En cambio, imagínate que cuando tire esa piedra, exprese el deseo de viajar a la Luna, ¿tú crees que lo conseguiré?

– Bueno, si pides tonterías está claro que no -replicó exasperado Garrido-, hay que pedir cosas que puedan cumplirse, me parece a mí. Además, no es que crea seriamente en ello, es tan sólo un juego, una costumbre del lugar.

– Pues a mí no me importaría probar -intervine por primera vez en la conversación-. ¿Desde dónde dices que hay que arrojar la piedra?

– Desde ese borde -me contestó, indicándome un pequeño saliente que había en el borde de la montaña-. La cara del diablo está justo enfrente, un poco ladeada hacia la derecha.

Decidido cogí una piedra y me situé en el saliente. Enfrente, a la derecha, como tallado en la propia piedra, había otro saliente de forma redondeada que alguien con mucha imaginación y un punto de borrachera tal vez hubiera confundido, en la época de la creación de la leyenda, con la cabeza del diablo. Dispuesto de todos modos a llevar a cabo el ritual explicado por mi amigo, pedí un deseo en voz alta, llegar a ser general del ejército español ya que la vida sacerdotal, tras mis últimas experiencias, la veía como algo ajeno a mí por aquel entonces, y con toda mi fuerza lancé la piedra, fallando estrepitosamente. No sé si eso tuvo algo que ver, pero nunca llegué a general.

Garrido fue el siguiente. Cogió otra piedra, y alzándola sobre su cabeza solemnemente solicitó su deseo.

– Deseo que nada se interponga en mi camino hacia la felicidad. Deseo que mis enemigos no puedan interceptar ese camino. Y deseo que todo aquello que pueda ser un obstáculo desaparezca.

Después de pronunciar esas palabras un tanto enigmáticas para mí lanzó la piedra y volviéndose hacia nosotros completamente alborozado nos anunció que había acertado el tiro.

– Ahora te toca a ti, Fernandito. Es tu turno.

– Gracias, pero no me apetece mucho, ya os he dicho que no creo en esas cosas.

– Venga, hombre -tercié yo-, no seas aguafiestas. Garrido y yo lo hemos hecho, no sé por qué no lo puedes hacer tú.

Es posible que sólo estuviera remoloneando y tuviera decidido participar en el ritual, o tal vez el ver que yo también tomaba partido le obligara a cambiar de idea, el caso es que, aunque a regañadientes, aceptó complacernos.

– Bueno, lo intentaré, pero no sé si podré hacerlo. Hay una cosa que no os he dicho nunca, sufro de vértigo.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Es una especie de enfermedad que hace que uno no pueda asomarse desde una altura elevada sin marearse como consecuencia.

– Por eso no te preocupes -contestó solícito Garrido-, Vázquez y yo te acompañaremos y te estaremos sujetando para que no des un traspiés.

Reconfortado por estas palabras Fernandito cogió una piedra y la alzó sobre su cabeza. No formuló en voz alta su deseo, pero miró de un modo extraño a Garrido. Cuando hubo acabado su silenciosa petición se encaminó, con nosotros a su lado, hasta el saliente de la montaña. De lo que pasó luego no estoy completamente seguro, aunque tengo mis sospechas. Garrido se había situado a su izquierda y yo a su derecha, pero como no podía lanzar con comodidad la piedra, durante unos segundos solté su brazo. Y en ese momento cayó hacia el abismo. Siempre he tenido la impresión de que Garrido le empujó, pero como no lo vi no puedo jurarlo, aunque los hechos posteriores alimentaran mis sospechas.

Gritando horrorizado Garrido me dijo que se había caído, cosa que ya había visto, por lo que supongo que lo comentó más como un acto reflejo o de desahogo, que por otra cosa.

– Ha tenido que matarse -me dijo con unos ojos que resplandecían no sé si de horror o de satisfacción-, tenemos que bajar hasta donde está para ver qué podemos hacer.

Como la acción es un bálsamo para las inquietudes, el ponernos en marcha me animó y casi sin pensarlo me dispuse a descender, acompañado por Garrido. Tardamos cinco minutos en llegar hasta donde esta tumbado, con la cara totalmente ensangrentada y una gran brecha abierta en su cabeza por la que seguía manando sangre.

– Parece que está vivo -exclamé al llegar junto a él.

– Gracias a Dios -dijo Garrido, no sé si sinceramente o en un alarde de cinismo, aunque siempre me he inclinado por pensar esto último.

De repente Fernandito entreabrió los ojos y supongo que nos vio con suficiente claridad, porque extendiendo con dificultad un brazo lo dirigió hacia donde se hallaba colocado Garrido.

– Tú, tú, maricón hijo de puta, has intentado matarme, maricón.

– Está loco -me dijo Garrido-, el golpe le ha trastornado y le está haciendo delirar. Tú eres testigo de que yo le estaba sujetando y que él mismo había reconocido que sufría de vértigo.

– Bueno, sí -dije yo dubitativo, sin saber qué era lo que debía creer.

– Asesinos, habéis intentado matarme -gimió de nuevo Fernandito.

– Está totalmente trastornado, tenemos que hacer algo -volvió a decir Garrido.

– No creo que podamos moverlo nosotros solos, tendremos que ir en busca de ayuda -contesté.

– A mí se me está ocurriendo algo mejor -respondió sonriendo Garrido.

No muy lejos de donde estábamos había un gran trozo de madera, posiblemente una rama desgajada de algún árbol, que parecía un palo, fuerte y grueso. Garrido lo recogió del suelo y acercándose con él hasta donde estaba Fernandito empezó a golpearle la cabeza sin parar, una y otra vez, sin que los gritos de dolor de nuestro amigo le conmovieran. Le golpeaba en la cara, en las orejas, en la mitad de la frente, y a cada estertor de Fernandito respondía con un golpe más fuerte. Supongo que debiera haber intervenido pero la sorpresa y el terror me tenían paralizado. Garrido estaba como poseído y yo temía que, si me metía por medio, acabaría como Fernandito.

Por fin Garrido se dio cuenta de que sus golpes no podían hacer más daño a Fernandito y paró. Estaba empapado en sudor y sus ojos tenían un brillo maléfico que me produjo un intenso escalofrío.

– Tuve que hacerlo, ¿no lo entiendes?, tuve que hacerlo. Se había vuelto loco y nos estaba acusando de intentar matarle, no podía permitir que repitiera esa acusación ante todo el mundo, ¿lo comprendes? No podía permitirlo. Lo he hecho también por ti, él nos acusó a los dos, ¿no lo recuerdas?

Era cierto. Fernandito nos había acusado a los dos pero ¿era necesario matarle por eso? Además, si bien en mi caso la acusación había sido injusta, algo me decía que no había estado errado respecto a Garrido; sin embargo, no tenía las cosas claras y sabía que si no le hacía caso las cosas se complicarían cada vez más.

– Creo que tienes razón -dije al fin-, pero ¿qué podemos hacer?

– Nada, no podemos hacer nada -me respondió Garrido-, más que irnos al colegio como si no hubiera sucedido nada. Si nos preguntan por Fernandito diremos que aunque salimos juntos él se fue por su cuenta y no hemos estado con él. Si nos limitamos a decir eso no nos ocurrirá nada. Recuérdalo, estamos unidos en esto, si seguimos juntos nadie descubrirá nada.

Asentí en silencio y subiéndose cada uno en su bicicleta nos alejamos de la montaña del Diablo, no sin que antes Garrido decidiera esconder el palo ensangrentado, para despistar a la Guardia Civil, me comentó orgulloso de su inteligencia y volviendo a ser el líder que había sido antes de que por nuestro colegio apareciera Fernandito, aunque para mí ese liderazgo ya no tuviera el mismo significado. Quizá la leyenda fuera inventada, como me enteré más adelante, pero no era ninguna estupidez admitir que había ocurrido algo diabólico en esa montaña, y el diablo no había aparecido transfigurado en general musulmán sino en estudiante quinceañero. Sin volver a dirigirnos la palabra llegamos al colegio donde, después de cenar en silencio, nos acostamos. Si esa noche detectaron la ausencia de Fernandito, como parece lógico suponer, nosotros no nos enteramos.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, se armó un buen revuelo. La fuga era ya inocultable y todos los estudiantes que estábamos más unidos a él fuimos interrogados por el padre director para ver si sabíamos qué había sucedido. Garrido y yo mantuvimos nuestra versión y nadie más nos molestó, hasta que al día siguiente nos comunicaron que habían encontrado el cadáver de nuestro compañero en un pueblo no demasiado cercano. Aunque el director nos lo ocultó antes o después todo se sabe y en seguida empezó a circular por el colegio el rumor de que a Fernandito le habían matado de una paliza. Pese a los intentos de los curas por acallar el rumor, éste fue creciendo y cuando apareció el sargento Ramos para preguntar a los alumnos lo que sabían sobre el fallecido todos supieron que el rumor era verdad.

A Garrido y a mí nos interrogó juntos, en unión de varios compañeros más de nuestra clase. Ninguno sabía nada de lo que había pasado, y así se lo hicimos saber al jefe de la Guardia Civil, pero antes de que se despidiera de nosotros Garrido, con gran asombro mío, le dijo que quizá supiera algo.

– No creo que sea muy importante y por eso no se lo comenté al padre director -añadió humildemente-, pero acabo de recordarlo y prefiero contarlo, por si de ese modo usted puede hacer algo para descubrir al asesino de nuestro amigo.

El sargento Ramos, que desde el día en que mi amigo acusó al padre Arizmendi de traidor sentía cierto respeto por él y, sobre todo, por su padre el coronel, le animó para que hablara sin miedo.

– El otro día salimos juntos los tres en bicicleta, Vázquez, él y yo, pero en vez de venir con nosotros se separó, diciéndonos que tenía que hacer un recado. Al parecer había quedado con el tío Serafín porque quería comprarle alguna cosa, no nos dijo de qué cosa se trataba. Eso es lo único que sé, Vázquez lo podrá confirmar, y las que acabo de repetirle fueron las últimas palabras que le oí decir.

Tres días después nos enteramos de que el sargento Ramos había detenido al tío Serafín. Era éste el jefe de un clan de gitanos que después de la guerra se habían asentado en la comarca. Mal vistos por los vecinos, el tío Serafín y su familia vivían seminómadas en sus carretas y malvivían del comercio de cualquier género así como de los trapícheos que sin cesar practicaban. Según parece, el sargento Ramos al registrar el carromato del tío Serafín, había encontrado el trozo de madera ensangrentado con el que se había asesinado a Fernandito. El tío Serafín negó que él fuera el asesino, pero en vano ya que, como dijo el sargento, con la aquiescencia del juez de instrucción, todos los gitanos mienten por sistema, aprenden a mentir y robar antes que a hablar y andar.

Al tío Serafín se lo llevaron esposado hasta la cárcel provincial y poco tiempo después fue juzgado en la Audiencia Territorial, cuyos magistrados consideraron adecuado conceder la pena capital solicitada por el fiscal, que se cumpliría pocos meses después por el procedimiento del garrote vil. Como consecuencia de ello los gitanos abandonaron la comarca, con gran júbilo de los lugareños que gracias a la aplicación de la pena de muerte se veían libres de quienes consideraban ladrones y vagabundos, reafirmándose en su idea de que no había nada como el palo para acabar con aquella gentuza y lamentando que tan sólo el tío Serafín hubiera subido al patíbulo.

En cuanto a mí, la situación me dejó en la boca -y en el alma- un sabor agridulce. Yo tampoco congeniaba con los gitanos que, junto a los moros y los judíos eran, en palabras de mi padre, una de las razas infames que había que extirpar y eliminar de nuestra patria, pero el ser consciente de que le iban a ajusticiar por un crimen que yo sabía que no había cometido me producía un hondo amargor. El quinto mandamiento, no matarás, podía interpretarse también de ese modo, no permitirás que nadie muera por tu culpa y, en cierto modo, el tío Serafín iba a morir por mi culpa. Quizá fuera mucho más culpable Garrido, de eso no tenía ninguna duda, pero yo también iba a ser, por cobardía, culpable de su muerte, y así me consideré esos días, un asesino. Aun así no dije lo que sabía y permití que agarrotaran al pobre Serafín, un hombre con la mala suerte de haber nacido gitano.

Poco a poco me fui distanciando de Garrido. El secreto que compartíamos en vez de unirnos nos iba separando, yo ya no estaba a gusto en su presencia y él me consideraba a mí como un testigo molesto. Por eso lo que poco después sucedió no fue para mí una desgracia sino un auténtico alivio.

Era domingo por la mañana y estábamos todos los estudiantes congregados en la capilla del colegio, asistiendo a la celebración de la santa misa. Cuando llegó el turno de la comunión me acerqué para recibirla hasta donde se encontraba el oficiante, que ese día era el propio padre director. Pero cuando estuve arrodillado ante él no oí el habitual Corpus Christi sino que con voz fuerte y alta, para que todos pudieran escuchar sus palabras, me ordenó volverme a mi sitio, ya que no era digno de recibir el cuerpo de Cristo ni de albergar la santa forma en mi cuerpo sacrilego, añadiendo que al acabar la misa tenía que presentarme en su despacho.

Avergonzado como nunca lo había estado, volví a mi banco e intenté pasar desapercibido, pero fue inútil. Incluso quienes no me conocían de nada supieron a partir de aquel momento quién era Vázquez, el chico ése al que el director le había negado la comunión en público. En una sociedad cerrada y gobernada por sacerdotes como era la del colegio aquél era el más grande estigma que podía cernerse sobre un estudiante y ese estudiante era yo, Emilio Vázquez, que a partir de ese momento iba a ser Vázquez, el excomulgado.

Obediente como nunca lo había sido poco después de escuchar el ite misa est tocaba con mis nudillos en la puerta del santuario del director y a requerimiento suyo la abrí para entrar. De pie junto a él, que se encontraba sentado en su silla detrás de una gran mesa, estaba mi padre con una cara que no hacía presagiar nada bueno. El director no perdió el tiempo con preliminares y fue directamente al grano, espetándome de sopetón una pregunta como quien lanza un latigazo.

– Hace unos días hemos encontrado esto debajo de tu cama, ¿tienes algo que decir al respecto?

Nada más decir esto el padre director me alargó un fajo de fotografías manoseadas. Eran las fotografías de Fernandito con las que más de una vez Garrido y yo nos habíamos masturbado. Muerto Fernandito el único que conocía su existencia era Garrido. Estaba claro que todo era idea suya, pero preferí no delatarle. Seguramente no me creerían ya que Garrido se había convertido en un pequeño héroe aunque yo sabía que su heroicidad se basaba en la mentira, la tergiversación y el crimen. Cada vez estaba más convencido de que el padre Arizmendi no era un traidor sino una víctima de sus maquinaciones, pero no había modo de demostrarlo así que preferí callarme todo lo que sabía sobre él y desviar la atención hacia el difunto Fernandito.

– No son mías, creo que son de Fernandito. Una vez quiso enseñármelas pero yo las rechacé -dije intentando aparentar sinceridad con toda la fuerza de mi alma pero en vano.

– Desgraciado -tronó desde su asiento el director-, no sólo no confiesas tu pecado sino que intentas deshonrar a un compañero muerto. Tu vileza es superior a lo que yo pensaba y tu castigo debe ir en consonancia con tu infamia. Desde este momento quedas expulsado del colegio. Lo siento por tu padre, que también fue alumno nuestro y es un ejemplo de patriota y de caballero, amén de cristiano virtuoso, pero no tienes cabida entre nosotros. Si permitimos que una manzana podrida se quede en el cesto acabará corrompiendo a las demás. La expulsión es por lo tanto tu castigo, pero no será tu único castigo. Señor Vázquez -añadió dirigiéndose a mi padre que había asistido, hierático, a la escena-, lo dejo en sus manos. Nadie mejor que usted posee el derecho de castigar a su hijo como Dios y los hombres reclaman.

Al finalizar su perorata el director salió del despacho dejándome a solas con mi padre. Si digo que sus ojos echaban fuego no estoy abusando de una figura retórica sino expresando lo que en aquellos momentos era para mí una auténtica realidad. Mi padre nunca había sido cariñoso y siempre le he recordado como una persona hosca y malhumorada pero en aquel momento se estaba superando a sí mismo. Con auténtico odio en sus palabras y gestos me ordenó que me quitara el jersey y la camisa.

– Has deshonrado a tu padre y te mereces un castigo. Me mato a trabajar para que tengas la mejor educación religiosa posible y te burlas de lo más sagrado con esas asquerosidades repugnantes. Y además cargarás para siempre con el baldón y la ignominia de haber sido expulsado de este colegio. Y pensar que a veces soñaba con que te dedicaras a servir a Dios y llegaras a obispo. Está claro que un colegio religioso y amante de la disciplina no ha sido suficiente para domarte, tendré que encargarme yo en persona, así quizá consiga convertirte en un auténtico hombre de provecho. Y tu nueva educación va a empezar ahora.

Teniendo en cuenta lo lacónico que era habitualmente aquél había sido un extenso discurso y cuando por fin calló pasó a la acción. Sacándose el cinturón del pantalón me obligó a recostarme sobre la mesa, con la espalda desnuda hacia arriba, y con mano firme y recia empezó a azotarme con su cinto. La hebilla de hierro se me clavaba en la espalda, haciéndome sangrar y produciéndome un dolor insoportable. No conté los latigazos pero creo que no habían llegado a diez cuando me desmayé.

Desperté en la enfermería del colegio. Junto a mí se hallaban mi padre y el director pero en sus ojos no había compasión ni indulgencia.

– Tienes la gran suerte de contar con un padre que es hombre de principios y gran moral. Ojalá él consiga que vuelvas al redil. Rezaremos por ti, pero esta misma tarde te irás del colegio -me dijo el director, bajo la mirada aprobatoria de mi padre. Al pie de la cama se podían ver mis maletas ya hechas y en una silla, exquisitamente plegada, la ropa que me tenía que poner. No habían perdido el tiempo.

Salí del colegio sin volver la vista atrás. Mis sensaciones eran ambivalentes, por una parte había vivido experiencias que me habían hecho madurar pero por otra parte muchas de esas experiencias habían sido excesivamente dolorosas o, por lo menos, lo era su recuerdo. De todos modos, mi mayor sensación era de alivio. En cierto modo había salido muy bien librado y casi agradecido por la manera que había tenido Garrido de desembarazarse de mí. Era preferible eso a lo sucedido con el padre Arizmendi, Fernandito o el tío Serafín. Decidido a olvidarme de todo lo ocurrido me fui sin derramar una lágrima ni despedirme de ningún compañero confiando ingenuamente en que de ese modo los años transcurridos se borrarían de mi memoria.

Capítulo trece

Una simple llamada telefónica te ha sobresaltado y ha hecho que los latidos de tu corazón se aceleraran enormemente. Se supone que nadie sabe tu número y has dudado en contestar, pero al final lo has hecho y te has tranquilizado. Era un amigo del anterior inquilino, un tal Isidoro, que no sabía que se había mudado de casa. Cuando has colgado has vuelto a respirar. Todavía no te conviene que se averigüe dónde te refugias, más adelante sí, más adelante ya marcarás, como procuras marcarlo ahora, el rumbo de los acontecimientos, pero todo debe hacerse bajo tu control, de acuerdo con tus previsiones.

Sin embargo, aunque equivocada, la llamada te ha causado una extraña sensación y piensas si el sobresalto que te ha producido se debe exclusivamente al miedo a ser descubierto antes de tiempo o a que vives con el alma en vilo, temeroso de haber errado el camino y aún dubitativo sobre lo adecuado de tu elección. Ahora estás solo, ya que ella ha tenido que salir a hacer unos recados, y cuando miras la cama no encuentras su cuerpo desnudo ni su sonrisa protectora, no encuentras unos brazos abiertos en los que recogerte y con los que reconfortarte. Ahora, aunque sabes que afortunadamente por muy poco tiempo, estás solo, terriblemente solo, quizá con la única compañía de ese Dios que te han enseñado que es amor pero al que tú ves como un juez que antes o después te pedirá cuentas de tus actos.

Y el teléfono te recuerda otro teléfono de hace muchos años. Un teléfono de los que había entonces en las casas, negro, adosado a la pared, que muchas veces no funcionaba y que avisaba de las llamadas con un pitido estridente. Y ves a tu madre descolgarlo al oír una llamada, son las doce y media de la noche y el solo hecho de que a esa hora suene el teléfono la ha sobrecogido. Te acercas a ella, que tiene el auricular pegado a su oreja tan fuertemente que casi tiene que dolerle, e intentas escuchar, pero apenas adivinas una voz nerviosa y chillona al otro lado del hilo. Y ves cómo tu madre vuelve a llorar sin lágrimas porque hace tiempo que no le quedan aunque observas en ese rostro completamente seco pero en el que se vislumbra un enorme pesar, una inmensa congoja que te asusta y eres tú quien, a pesar de que ya te consideras casi un hombre, empiezas a llorar. Sin embargo, esta vez tu madre, al contrario que en otras ocasiones, no te consuela, está muy ocupada llamando a tu tío Txomin para pedirle que por favor vaya a recogerla, que tiene que ir al depósito.

Entonces no sabías lo que significaba la palabra depósito pero desde aquel día has estado en él muchas más veces de las que hubieras imaginado y deseado. Cuando tu tío Txomin se ha acercado a la entrada del caserío tú también has querido subir al coche, pero tu madre te ha rechazado. Lo siento, Ander, pero es preferible que te quedes, por si se despierta alguno de tus hermanos y necesita algo, te ha dicho. Y te ha recomendado que vuelvas a la cama, que es hora de dormir, pero tú no quieres dormirte, no puedes dormirte, y la noche se te hace interminable mientras esperas sentado en la cocina, que está fría y un tanto fantasmagórica iluminada apenas por una bombilla de escasa potencia. Cuando tu tío y tu madre vuelvan te encontrarán dormido sobre el taburete del que no te has levantado en ningún momento, con la cabeza apoyada en el hule que recubre la mesa, y sin necesidad de que se produzca ningún ruido, un sexto sentido te hará despertar y preguntar sin palabras a tu madre qué es lo que ha sucedido pero será tu tío quien confirme tus temores.

– Tu hermano Mikel ha muerto, Ander -dice tu tío-. Lo ha asesinado la policía durante una redada efectuada en el Casco Viejo contra militantes vascos.

No entiendes lo que pasa, y mucho menos que la policía sea la asesina; se supone, eso al menos has visto en las películas que ves en el cine del pueblo y leído en las novelas que compras en el quiosco de la plaza, que la policía no asesina, que los policías son quienes combaten y detienen a los asesinos, pero tu tío es un hombre serio y sincero, un hombre que no mentiría ni gastaría bromas en estos momentos en los que el mayor de sus sobrinos, su ahijado, ha fallecido. Pero si tu tío dice la verdad cada vez entiendes menos o, mejor dicho, cada vez entiendes más, a tu padre, a tu hermano, se te van abriendo los ojos, la muerte te está haciendo crecer y, de golpe, abandonas la infancia aunque te da miedo convertirte en un hombre, si conocieras la historia de Peter Pan desearías quedarte para siempre en el país de Nunca Jamás pero como no lo has leído tienes que quedarte en tu país, en tu caserío, en tu familia, en tu lengua y, también, en tu cementerio, donde reposan tus antepasados y donde, dentro de muy poco, tu hermano Mikel va a ocupar el lugar que le estaba reservado desde el principio de los tiempos.

No lo piensas de este modo, desde luego, eso se te está ocurriendo en estos momentos, pero de alguna manera es lo que subyacía detrás de tus lágrimas y de tu confusión mientras te pones el traje negro que os ha prestado una vecina y el médico del pueblo te hace el nudo de esa corbata negra que te aprieta la garganta y de la que juras no volver a usarla nunca más pero que forma parte del ritual funerario que debes cumplir para despedir a tu hermano. Camino del cementerio has comprado un periódico, uno de los dos que se editan en la provincia, y en primera plana aparece el cadáver de tu hermano, es una fotografía oscura y movida pero devastadoramente expresiva. Según dice la crónica periodística Mikel estaba reunido con otros compañeros de su banda preparando un atentado. Alertada la policía fue a detenerlos pero se resistieron y fueron acribillados a balazos. Aparece también el historial delictivo de Mikel, al que achacan bastantes sabotajes y unos cuantos asesinatos. El periodista parece querer recrearse en lo que denomina maldad y salvajismo de tu hermano y acompaña su artículo con fotografías de tres de los muertos por Mikel y algunos de sus hijos y piensas que ellos estarán llenos de odio hacia tu hermano y lo que representa, del mismo modo que tú, en esos momentos, odias a la policía con toda tu alma y tu corazón. Sabes que el dolor de esos niños es tan fuerte como el tuyo pero no puedes evitar construir en tu interior un muro infranqueable entre ellos y tú, entre lo que ellos defienden y lo que tú amas. Y piensas que tu padre intentó derribar ese muro con palabras de paz y murió por ello, y tu hermano también intentó destruir el muro con las armas en la mano y dentro de poco le vas a enterrar, y te angustia la idea de que hagas lo que hagas no haya otro camino que la muerte y que el muro va a estar ahí, eternamente, siempre enhiesto, siempre sombrío, como el anuncio tenebroso de que no hay solución para tu pueblo.

Luego, camino del cementerio, observas cómo muchos de tus vecinos os acompañan durante un rato pero se van quedando rezagados, sin atreverse a entrar en el camposanto. Son buenos amigos y vecinos pero algo les retiene e impide dar ese último paso. Miras hacia el cementerio y lo comprendes de repente, está lleno de policías uniformados de gris en los que se adivina, tras el casco que les cubre casi completamente el rostro, una mirada hosca y enfermiza, iluminada por el odio y la rabia. Alguien de entre ellos que parece tener autoridad se acerca hasta donde están tu madre y el cura y les conmina autoritariamente a que sean breves, no quiere que la ceremonia se convierta en un problema de orden público. No oyes lo que le contesta el sacerdote pero por la expresión que surge en la cara del policía comprendes que la respuesta no le ha gustado y que repite de nuevo sus órdenes, más malhumorado si cabe todavía. Por fin el sacerdote empieza a entonar el responso pero es de nuevo interrumpido por el policía.

– Haga el favor de hablar en cristiano -dice y su voz retumba por todo el cementerio como si fueran las trompetas anunciadoras del Juicio Final.

Escuchas cómo el sacerdote, que tampoco quiere forzar la situación, reinicia sus oraciones, esta vez en castellano, y al terminar dos operarios del cementerio introducen el ataúd de tu hermano en el interior del panteón familiar. Sabías que tu hermano estaba muerto, pero cuando la losa se cierne sobre él te das cuenta, por primera vez, que la muerte es algo irreversible, que ya nunca más volverás a verle, que no oirás de nuevo su risa, sus palabras tranquilizadoras, que no te llevará nunca más a San Mames, como el día en que cumpliste nueve años, aquél sí que fue el mejor cumpleaños de tu vida. Y lloras, lloras por tu hermano y por ti, pero cuando disimuladamente te pasas la mano por la cara observas, atónito, que no está mojada, que no has derramado ninguna lágrima, has aprendido a llorar sin llanto, como tu madre, y de repente por ese sencillo hecho te sientes mucho más unido a ella.

Estáis ya fuera del cementerio cuando de entre los vecinos que han asistido al acto a distancia se destaca un joven desconocido que no debe de ser del pueblo y despliega una ikurriña con crespón negro, junto a la cual va adosado un retrato de tu hermano, y de repente el silencio es cortado por un irrintzi y un grito de Gora Euskadi Askatuta que es respondido al unísono por la gente, que empieza a huir al observar la furiosa reacción del contingente policial. Casi sin darte cuenta tienes enfrente tuyo a uno de esos amenazadores policías vestidos de gris que maneja en sus brazos una porra negra e inmensa. Intentas escapar pero el propio miedo te tiene agarrotado y eres incapaz de avanzar unos escasos metros. Sientes el golpe en la cabeza, un dolor muy fuerte y luego la nada. Te desvaneces pensando que vas a reunirte con tu padre y tu hermano, pero cuando abres los ojos no es a ellos a quienes ves sino a tu madre. También ha debido de ser golpeada, porque tiene una ceja partida y los labios tumefactos, pero se mantiene en pie mientras te aplica unas friegas en la frente y te musita al oído tiernas palabras antes de que vuelvas a perder el conocimiento.

Cuando despiertas definitivamente tu madre sigue estando a tu lado con un gran tazón de leche caliente y un cuenco de cuyo interior sale un cimbreante humillo delatador de que en su interior te está aguardando una exquisita sopa de pescado. Lo tomas con fruición y poco a poco tu cuerpo se va asentando. Cuando ve que tienes el estómago lleno tu madre sale de la habitación y regresa al poco tiempo acompañada por el padre Patxi, el párroco del pueblo.

– Aitá Patxi tiene que decirte algo, hijo mío -te dice dulcemente tu madre y tú comprendes que es algo importante pero no dices nada, te limitas a observarles en silencio.

– Ander, te conozco desde que te bauticé. Has sido alumno mío en la escuela y en la catequesis y desde que hiciste la primera comunión no has faltado a misa ningún domingo ni fiesta de guardar, habiéndome asistido en multitud de ocasiones como monaguillo. Poco antes de fallecer tu padre me confesó la ilusión que le haría el que ingresaras en un seminario, pero debido a su muerte creo que nunca te lo comentó. Tu madre, que hablaba a menudo con tu padre del asunto, también me ha dicho lo mismo y por eso me ha pedido que hable contigo. Yo estoy de acuerdo con los dos en que tienes capacidad y preparación, pero es un paso importante que sólo tú puedes dar, y debes estar totalmente convencido de lo que haces antes de darlo.

Tú te quedas callado, sin saber qué decir. Es cierto que en tus conversaciones con el aitá, poco antes de su muerte, te ha hablado a menudo de Dios, y que te encuentras a gusto cuando ayudas al padre Patxi en la iglesia, pero de eso a tomar los hábitos media un abismo. Es cierto que a veces, al igual que muchos compañeros de catequesis, has coqueteado con la idea, pero nunca en serio. Sin embargo, ahora que te lo plantean tan de sopetón, no te queda más remedio que pensar en ello y piensas, piensas mucho aunque apenas transcurren unos segundos antes de contestar. Presientes que tras de la oferta se esconde el deseo de tu madre de que no sigas los pasos de tu hermano Mikel, estás seguro de eso pero quizá por ello, quizá porque has visto en su rostro más de una vez el sufrimiento y porque tú mismo en tu interior deseas tomar otro camino y comprendes que en tu limitado mundo ése es el único modo seguro de escapar, respondes que sí, que estás dispuesto a ingresar en el seminario, y antes de que digas estas palabras tu madre ya te ha llenado de besos y el padre Patxi ha empezado a entonar un salmo de acción de gracias.

Capítulo catorce

– Ave María Purísima.

Esta vez el sacerdote no entonó, desde el interior del confesionario, la réplica de costumbre sino que con voz entrecortada dijo a la mujer que acababa de arrodillarse que se alegraba de que hubiera vuelto.

– Veo que me ha reconocido, padre, y lo celebro. Eso significa que se acuerda de mí.

¿Cómo podía no acordarse de aquella mujer de voz alegre y cantarína a la que acompañaba un perfume penetrante que hacía tan sólo dos semanas le había anunciado, con tono firme y sereno, que tenía la intención de matar a un hombre? ¿Y que había añadido que él iba a ayudarle a hacerlo? Era imposible olvidar a una mujer así y se lo dijo, aunque sin desnudar totalmente sus sentimientos.

– Te recuerdo, por supuesto que te recuerdo, es lógico. No todos los días vienen a este confesionario para anunciar la comisión de un crimen.

– Se equivoca, padre, yo no le dije que iba a cometer un crimen sino a matar a un hombre. No será una acción criminal sino de mera justicia.

– Eso sólo son palabras autojustificativas. La muerte violenta de un ser humano siempre es un crimen horrendo, el peor de todos, puesto que se le arrebata lo más sagrado que alguien puede tener, la propia vida.

– ¿Es usted sincero, padre? Sé quién es y cómo piensa, no quiero engañarle, por eso quiero que me diga la verdad, ¿no se ha alegrado usted nunca al enterarse de algún asesinato? Por ponérselo más fácil, si alguien hubiera asesinado a Adolf Hitler antes de llegar al poder, ¿le parecería a usted un acto criticable, un crimen horrendo?

La mujer había puesto el dedo en la llaga. Más de una vez el sacerdote había sentido, si no alegría, sí la sensación de que se había hecho justicia al producirse una muerte violenta; sin embargo, realizó un esfuerzo de voluntad para desechar esos pensamientos y reanudó su intento de convencer a la mujer para que desistiera, aunque se sintiera incapaz de encontrar argumentos suficientemente válidos.

– Todos hemos tenido alguna vez esos pensamientos, pero no debemos permitir que controlen nuestro comportamiento. La grandeza del ser humano estriba en vencer las pasiones, no en ser guiados por ellas. Matar es malo, siempre y en cualquier situación, no sólo porque sea la voluntad de Dios sino porque la violencia nos conduce irremisiblemente al abismo, tanto exterior como interior.

– Usted es sacerdote, padre, y habla como tal. Le agradezco sus esfuerzos porque eso demuestra que quiere, desde su punto de vista, salvarme, pero no es necesario. Si no estoy ya salvada nada ni nadie conseguirá hacerlo.

– Nunca es tarde para Dios.

– Entonces no tengo de qué preocuparme, pero me gustaría que dejáramos esta conversación teológica que no conduce a nada.

– En ese caso, ¿por qué has vuelto? No creo que sea por la necesidad de tener un público atento que escuche impasible tus proyectos. Aunque no quieras admitirlo expresamente el hecho de venir aquí a contarme por dos veces tus intenciones significa que, en el fondo, necesitas que te ayuden. Quizá yo no sea capaz de ayudarte, tal vez no sepa transmitir correctamente mis pensamientos, pero te suplico que te olvides de esa atroz idea o que, por lo menos, busques ayuda en algún lugar mejor.

– No se atormente, padre, le repito que agradezco sus esfuerzos pero mi decisión está tomada. En lo único que acierta es en lo de que necesito su ayuda pero eso, perdone que se lo comente, no tiene mucho mérito porque yo misma se lo confesé en nuestro anterior encuentro, ¿no lo recuerda?, le dije que iba a matar a un hombre y que usted me iba a ayudar a hacerlo.

– No consigo entenderlo.

– En seguida lo comprenderá. Quizá pudiera hacerlo sin su ayuda pero con ella será mucho más fácil porque la persona a la que voy a matar es un compañero suyo. Voy a matar al padre Emilio Vázquez.

Capítulo quince

Cuando entró en el edificio que albergaba la Jefatura Superior de Policía al padre Vázquez le entró una irrefrenable nostalgia. Había abandonado su anterior trabajo, su vida entera en realidad, convencido de que hacía lo correcto, y seguía pensando de ese modo, pero su vuelta al antiguo hogar le devolvía sensaciones, experiencias, incluso olores, que consideraba periclitados.

En ese momento se encontraba en el despacho del comisario Ansúrez, un antiguo compañero con el que aún mantenía buenas relaciones y al que había solicitado ayuda. Alrededor de una botella de un rioja crianza del 90 la conversación era cálida y amigable, y el padre Vázquez, por primera vez desde que obligado por sus votos de obediencia iniciara la investigación, empezaba a encontrarse a gusto.

– Así que estás satisfecho con tu nueva vida -le dijo el comisario.

– Totalmente satisfecho -contestó su viejo amigo.

– ¿No echas en falta la pelea diaria, este ambiente?

– A veces sí, pero creo que tomé la decisión acertada. Mis recuerdos, mis experiencias, no son como los tuyos, ya lo sabes. He estado en otras batallas y me he ensuciado a modo, necesitaba salir de todo aquello. Tú no lo comprendes del todo porque siempre has estado en homicidios, peleando contra asesinos y delincuentes comunes. Si detienes a un hombre que ha acuchillado a su esposa todo el mundo lo entiende y te da una palmadita en la espalda. Lo mío ha sido diferente, algunos de mis antiguos clientes incluso son ahora diputados o altos cargos del gobierno. Me temo que estaba marcado y llegó el momento de la reflexión.

– No debes atormentarte por eso, eran otros tiempos y nosotros somos policías. Gobierne quien gobierne somos necesarios. Más de un antiguo preso político ha utilizado cuando llegó al poder a los policías que le detuvieron, incluso en puestos de total confianza. Es el pragmatismo de los gobiernos, saben que nos necesitan para que limpiemos la mierda en la que se revuelcan. Así es la vida, una sucesión de pequeñas componendas entre unos y otros en beneficio de ambos.

– Puedes tener razón, pero a mí la mierda me llegaba hasta el cuello así que no me apetecía limpiar la de los demás. Necesitaba cortar radicalmente con mi pasado.

– Pero de eso a meterte cura, Emilio, hay una gran diferencia.

– No lo niego, pero mi padre siempre decía que sólo había dos caminos, el servicio a la patria o a Dios. Odiaba a mi padre aunque quizá al final haya triunfado, porque incluso en mis peores momentos tuve siempre presente esa idea a pesar de que fui expulsado de un colegio de curas la religión siempre ha influido en mí, llegando a martirizarme la idea de que me había alejado definitivamente de ella como consecuencia de mi trabajo. En fin, no he venido a contarte mi vida, que por otra parte conoces tan bien como yo, sino a preguntarte si has podido descubrir algo.

– Bueno, quizá sí haya averiguado algo, pero no es muy seguro.

– Es igual, cualquier dato me puede servir.

– En principio no hay nada en los ordenadores, su cara no ha sido reconocida, lo cual, por otra parte, no es de extrañar porque, salvo para asuntos de terrorismo, nuestro sistema informático está aún en mantillas. Pero donde no llegan los ordenadores sigue llegando el trabajo policial clásico. Un inspector destinado en el grupo operativo antidrogas ha creído reconocerla.

– ¿Alguna yonqui o traficante?

– No, él cree que no, aunque nunca se sabe teniendo en cuenta el ambiente en el que está metida. Por lo que me ha dicho el inspector la mujer que buscas trabaja, o ha trabajado al menos, en un club de la calle de las Cortes.

– Así que se dedica al alterne.

– Digamos, si tu nueva condición de sacerdote no te impide pronunciar ciertas palabras, que se dedica a la prostitución. O sea, que es una puta.

El Club Neskatilak estaba situado, como le había explicado el comisario Ansúrez, en plena mitad de la calle de las Cortes, donde tenía su sitial el puterío más arrastrado de Bilbao. A Vázquez no le sonaba el nombre de cuando ejercía en Bilbao pero era tal como se lo imaginaba, como cien mil más que había visitado a lo largo de su carrera. De hecho, cuando estuvo junto a él se dio cuenta de que era un antiguo bar al que habían cambiado algo la decoración y habían traducido el nombre, antes el Club Girls, en inglés, ahora el Club Neskatilak, en vascuence, era el signo de los tiempos, pero lo que se cocía en su interior no necesitaba de más idiomas que el dinero y el sexo.

Cuando se introdujo en su interior pudo observar cómo todas las miradas se concentraban en su persona. Una mulata que ya había dejado muy atrás los mejores años de su vida hacía como que limpiaba unos vasos detrás de la barra. Vázquez se sentó en un taburete enfrente suyo y pidió una cerveza.

– Serán quinientas pesetas, aquí sólo se sirve género de calidad.

– Limítate a poner la cerveza y no des conversación -contestó Vázquez, sin poder evitar que surgiera el policía que llevaba dentro.

Un macarra con pinta de macarra, para que no hubiera dudas sobre cuál era su función en aquel antro, se acercó con aspecto hosco, preguntando a la camarera si tenía problemas.

– Ningún problema -se adelantó Vázquez a contestar-, salvo los que quieras buscarte tú. Aparte de una cerveza cara e imbebible, ¿ofreces algo más o tengo que ir a otro cuchitril a buscar compañía? No me gusta perder el tiempo.

– Depende de lo que ande buscando el señor -dijo más conciliador el macarra, enseñando un diente de oro al sonreír-, aunque aquí no le va a faltar compañía, siempre que pueda pagarla.

– Por eso no te preocupes -dijo enseñando disimuladamente un fajo de billetes-, no he nacido ayer, como puedes comprobar por mi aspecto. Dime qué tienes y si me interesa llegaremos a un trato.

– Lo que quiera, tanto en tíos como tías, negras o blancas, jóvenes o más jóvenes aún.

– Pero bueno, ¿tengo aspecto de bujarrón o degenerado para que me ofrezcas tíos o niñas? Escucha, morena, alta y con dos tetas como melones en sazón. ¿Tienes algo así o me busco la vida por otra parte? Me habían hablado muy bien de este local pero empiezo a pensar que el que lo hizo me estaba gastando una broma.

– Me parece que usted es un tipo extraño, diferente a los que suelen venir por aquí, ¿quién le ha hablado de este local?

– El comisario Ansúrez, ¿algún problema? No soy un poli, sólo un tío que quiere follar y al que no le gusta perder el tiempo.

– Tendría que haber empezado por ahí, el señor Ansúrez y sus amigos siempre son bien recibidos, y no hace falta que vaya enseñando esos billetes, alguien podría darle un disgusto y aquí no los va a necesitar. Nos gusta agasajar a los amigos. Creo que tengo lo que necesita, acompáñeme por favor.

Vázquez y el macarra cruzaron una puerta en la que podía leerse la palabra «privado» y se introdujeron en un cuartucho pequeño en cuyo interior había una escalera de caracol. Sin decir nada, el chulo subió por las escaleras y lo mismo hizo el padre Vázquez. Cuando llegaron al piso superior se internaron por un pasillo y se detuvieron en la tercera puerta que había a la izquierda.

El macarra abrió la puerta y entró en la habitación. Allí pudieron ver a la mujer que acababa de describir, al azar, el padre Vázquez. Una morenaza alta, de larga melena que le llegaba casi hasta el culo, ojos verdes grandes como diamantes y unas tetas que harían la delicia de un fanático de lo abundante. En ese momento se estaba entreteniendo chupándole la polla a un joven que por la pinta estaba celebrando su llegada a la mayoría de edad sin apenas haber tenido tiempo de que le desapareciera el acné juvenil. Aunque la morena ni se inmutó por la situación, la sorpresa del joven hizo que su aparato reproductor se redujera en bastantes centímetros.

– Lo siento, chaval, pero tienes que despejar, esta chica está ocupada.

– Pero, pero… -intentó hablar el joven sin ser capaz de pronunciar nada más que eso.

– Vamos, ahueca el ala si no quieres tener problemas -repitió agresivo el macarra.

– ¿Y mi dinero? Tendrá que devolverme lo que he pagado.

– No seas gilipollas, chaval. ¿Acaso no has pasado un buen rato?, no me digas que no das por bien empleado tu dinero. Venga, largo de aquí y que no te vea más. Los niñatos como tú no traéis más que complicaciones.

Cuando por fin se marchó el joven el macarra habló con la morena, que había observado impertérrita la escena.

– El señor es amigo del comisario Ansúrez, así que trátale bien. Invita la casa.

– Descuida, queda en buenas manos. ¿Por dónde quieres empezar? -le dijo al padre Vázquez cuando el macarra salió de la estancia-, excepto aquello que me produzca dolor puedo hacerlo todo, todo. ¿Te la preparo con un trabajito bucal o eres de los que van directamente al grano? O si lo prefieres, cualquier otra cosa que te guste. Dímelo y ya verás como Mónica no te defrauda.

– Lo primero de todo vístete -dijo Vázquez.

– Por supuesto -respondió la morena colocándose unos sujetadores y una braga de color carne y ciñendo su cuerpo en el interior de un camisón transparente-. ¿Eres de los que prefieres hacerlo vestido o es que te gusta ser tú quien desnude a las niñas?

– Vístete del todo -le espetó Vázquez-, como si fueras a prepararte para ir a misa. Y rápido, que no tengo tiempo que perder.

– Hace quince años que no voy a misa y además aquí no tengo más ropa que la que llevo puesta. Lo siento, cariño, pero tendrás que conformarte con lo que hay, que no está nada mal, por cierto -añadió acercándose a Vázquez y acariciándole la cara con las palmas de sus manos.

– Bueno, pues entonces quédate así pero estáte quieta -respondió Vázquez separándose de ella-. No he venido a follar sino a hablar.

– Vaya, hombre, así que has venido en plan madero, no a pasar un buen rato. Acabáramos. ¿Qué es lo que quieres?

– ¿Conoces a esta chica? -preguntó Vázquez sacando la fotografía de la mujer que había cobrado el talón y enseñándosela-. Por lo que me han dicho ha estado trabajando aquí así que piensa bien lo que me vas a contestar. No me gusta que me mientan.

– Tranquilo, hombre, tranquilo, no hace falta ponerse así, ya te habrás dado cuenta de que aquí nos gusta colaborar. Sí, la conozco, es Verónica, trabajó aquí durante un tiempo.

– Verónica, ¿qué más?

– Y yo qué sé, ¿acaso te crees que aquí vamos con la copia del carnet en la boca? Seguramente no se llama Verónica, así que como para saber sus apellidos.

– De acuerdo, de todos modos cuéntame todo lo que sepas sobre ella.

– No es mucho, estuvo aquí durante una corta temporada y se marchó.

– Así, ¿sin más? ¿Me tomas por idiota? ¿Desde cuándo tenéis por aquí libertad de movimientos?

– Te estoy diciendo la verdad. No sé cómo lo consiguió pero siempre andaba a su aire y cuando quiso dejarnos nos dejó, sin que nadie intentara retenerla. Era una mujer muy curiosa, se la veía con cierta cultura. Leía, leía mucho, pero no como las demás, revistas del corazón y tebeos eróticos, sino libros pesados, con muchas páginas. Una vez le pedí prestado uno pero no pude acabarlo. Ni siquiera pasé de la quinta página. Entre nosotras la llamábamos «La Estudiante». Aquí, excepto en el caso de las que se dedican a ello obligadas por la droga, normalmente no hay muchas tías con estudios, ¿sabes? No porque sean de otra pasta sino porque ese tipo de pibas se lo monta por lo legal, casándose con fulanos de pasta.

– ¿Alguna vez te dijo de dónde era, dónde vivía o por qué se metió en este rollo?

– No era muy dada a las intimidades personales ni a contar historias sobre sí misma. Además nunca se emborrachaba, que es por lo general cuando a todas se nos suelta la lengua, pero una noche que estaba particularmente tristona me habló acerca de una hermana.

– ¿Qué te dijo de su hermana?

– Apenas nada, ya que en cuanto se dio cuenta de que la estaba escuchando con simpatía e interés cambió de tema, como si le diera miedo hablar de esas cosas, pero creo que estaba muerta.

– ¿De qué había muerto?, ¿también se dedicaba a esta profesión?

– No lo sé, ya te lo he dicho. De hecho es lo único que puedo decirte porque no sé nada más, ni dónde está ahora, ni dónde se la puede encontrar, nada de nada. Ni siquiera conozco el nombre de su hamburguesería favorita. Lo que te he contado es lo único que sé y no preguntes a nadie más porque todos te dirán lo mismo, cura. Nadie sabe nada sobre Verónica, sólo lo que acabas de oír.

– Me acabas de llamar cura, ¿por qué?

– ¿No eres el padre Vázquez? Creo que en otro tiempo fuiste policía y follabas como Dios, ¿lo coges, cura? -dijo riéndose de su propio chiste.

– ¿Cómo sabes todo eso de mí? -preguntó Vázquez agarrándola bruscamente por un brazo y acercándola hacia él.

– Suéltame, bruto, te estaba esperando. Hace tres días apareció Verónica por aquí y nos comentó que seguramente un sacerdote, antiguo policía, vendría a preguntarnos por ella. Lo que no nos dijo era que se trataba de un amigo del comisario Ansúrez; por eso, hasta que no me has enseñado la fotografía, no he sospechado nada, pero en cuanto ha empezado el interrogatorio me he dado cuenta de todo. Pero puedes estar tranquilo, es cierto que te he contado todo lo que se sabe aquí sobre ella porque así nos lo pidió la propia Verónica. No entiendo muy bien el motivo pero es así.

– ¿Y no os explicó las razones de esa actitud?

– No, ni se lo preguntamos. Vino aquí, nos avisó de tu visita y nos pidió que contáramos todo lo que supiéramos con total tranquilidad, supongo que porque sabía que era muy poco lo que podíamos decir. Nos dio el recado y como vino se fue, sin tomar tan sólo una copa con nosotras.

– ¿Vino sólo para eso?

– Bueno, no, hay algo más. Nos dejó un sobre dirigido a ti.

– ¿Dónde está ese sobre?, ¿lo tienes aquí?

– ¿Cómo voy a tenerlo yo?, ni siquiera sabíamos si ibas a preguntar por alguna de las chicas. No, lo tiene el Sebas, el jefe. Pero Verónica puso una condición. Sólo te lo podemos entregar si follas con una de las chicas y creo que he sido yo la afortunada. Me dijo que cuando eras policía tenías fama de ser un jodedor nato y ahora voy a tener la ocasión de comprobarlo -dijo mientras volvía a quitarse la escasa ropa que tenía puesta.

– No digas chorradas, ahora soy sacerdote.

– ¿Y qué hay con eso, acaso a los curas no se os levanta? Porque lo que estoy viendo moverse debajo de tu pantalón no parece un rosario.

Por toda contestación Vázquez abrió la puerta y salió de la habitación. Iba sudando y fuera de control, pero cuando llegó al bar había vuelto a adquirir una apariencia de serenidad. Vio al macarra y se acercó hasta donde estaba.

– ¿Tú eres el Sebas? -le preguntó cuando estuvo a su alcance.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– Porque tienes un sobre para mí.

– Así que tú eres el cura. Nunca lo hubiera imaginado, pensaba que eras un poli.

– Lo fui durante un tiempo y todavía conservo ciertos recursos, no vayas a pensar que el sacerdocio me ha reblandecido, así que dame el sobre y acabemos de una vez.

– No sé si se lo habrá dicho Mónica, pero hay una condición.

– Déjate de condiciones y de hostias, dame el sobre si no quieres que el comisario Ansúrez te cierre el local.

– No lo hará, me debe más favores él a mí que yo a él, así que o cumples la condición o no hay sobre. ¿Qué pasa, que os la cortan cuando entráis en el seminario? Quizá necesitas algo de precalentamiento pero eso se puede solucionar. Nelly, ven aquí -añadió chasqueando los dedos en dirección a una mulata que se presentó al instante-, nuestro amigo está un poco frío, necesita que alguien le entone.

La mulata, obediente, se acercó hasta Vázquez atendiendo las indicaciones de su jefe y empezó a tocarle por todo el cuerpo, haciendo hincapié en los genitales. Vázquez sabía cómo desembarazarse de ella pero no quería recurrir a la violencia y, además, se sentía ridículo. Observaba cómo le miraba Sebas y deseaba agarrarle por el cuello y darle una buena patada en los morros, pero se suponía que había renunciado a la fuerza. A la fuerza y al sexo también pero, aunque su mente intentaba rechazar la situación, en su entrepierna se estaba creando un bulto que amenazaba con romper el pantalón. Casi sin darse cuenta agarró con sus dos brazos a Nelly por la cintura y la besó con una pasión con la que hacía años no besaba a una mujer.

– Bueno, bueno, ya veo que eres capaz de cumplir pero déjalo -dijo Sebas interrumpiéndole-, no quiero que fatigues a una de mis mejores yeguas y al paso que vas para cuando acabes con ella tendría que tomarse unas largas vacaciones. Toma el sobre, te lo has ganado -añadió entregándoselo.

El padre Vázquez no sabía decir si la intervención del macarra había sido liberadora o todo lo contrario, ya que de buena gana se hubiera ido con Nelly a uno de los reservados, pero en cierto modo acogió la interrupción con tranquilidad. Sabía que no era fácil mantener allí su condición sacerdotal, y menos para alguien que como él había disfrutado de la otra cara de la moneda, pero todo lo que le permitiera conservar su compostura era bienvenido. Lo primero que le chocó fue el propio sobre, que en su exterior llevaba el membrete del ayuntamiento de Sopelana. Cuando lo abrió pudo ver una nueva foto en su interior. En ella, saludando a la cámara, estaban la mujer que había cobrado el talón y el padre Gajate. Agarrados del brazo y completamente desnudos.

Capítulo dieciséis

Cuando volví a Madrid con mi padre empecé a trabajar en una de sus empresas, concretamente en una dedicada a la construcción. Era la época del desarrollismo y mi progenitor había decidido unirse a ese carro. Era un negocio sencillo, se trataba de construir viviendas para los emigrantes que venían a trabajar a Madrid al calor de la bonanza económica y con el deseo de huir del sinsentido de una vida llena de miseria y pobreza en el pueblo allá por Extremadura, Andalucía o La Mancha. Todavía no sabían que la vida en la gran ciudad podía ser mucho más dura que en el pueblo. Para mi padre y sus socios todo eran ventajas, suelo barato, materiales aún más baratos, ninguna obligación de construir equipamientos y una mano de obra abundante a la que no era necesario pagarle demasiado, entre otras cosas porque quien pedía aumento de sueldo en seguida era denunciado como comunista y acababa con sus huesos en la cárcel. Aunque al principio no sabía lo que me traía entre manos en poco tiempo aprendí los entresijos del negocio y gracias a ello y a que los directivos de la empresa me respetaban por ser hijo de quien era y me hacían sus confidencias, pude comprobar que los materiales usados no eran de muy buena calidad y se corría por tanto el riesgo de que hubiera algún accidente o se produjera derrumbamiento.

– No digas tonterías y no hables de lo que no sabes -me cortó mi padre cuando se lo comenté-. Esta gente nunca vivirá mejor que cuando viva en las casas que hemos construido para ellos. Recuerda que gracias a nosotros van a abandonar los establos y van a vivir, al fin, en casas dignas. Esta es una gran obra social digna de grandes españoles. Claro que no son pisos como los del barrio de Salamanca pero recuerda que aquí va a vivir gente obrera y sin cultura, con esto tendrán más que suficiente y no conviene que se mezclen con nosotros. Siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá, así lo ha querido Dios para que el mundo funcione. Además, si usáramos materiales más caros bajarían nuestros beneficios en la misma proporción, así que deja de pensar en tonterías y continúa con tu trabajo.

En realidad a mí también me traían al pairo las condiciones de habitabilidad de las viviendas que estábamos construyendo, si se lo comentaba a mi padre era tan sólo porque seguía sintiendo resentimiento hacia él y para molestarle, por eso no me impresioné cuando uno de los bloques, recién inaugurados, se desplomó causando la muerte de diecisiete personas. La cosa no trascendió ya que uno de los socios de mi padre era en aquellos tiempos un gerifalte del Movimiento y a los supervivientes se les tapó la boca realojándoles en otras viviendas disponibles de similar jaez así como encarcelando a un aparejador que no tenía culpa de nada. Pese a todo mi padre, quizá pensando que era otro el motivo que me había impulsado a denunciarle la mala calidad de las viviendas que estaba construyendo, decidió apartarme de aquel negocio sin incorporarme a ningún otro. Durante un tiempo estuve en casa comiendo la sopa boba, como habitualmente se dice, y observando con más claridad la situación. Aunque mi hermanastro era aún muy pequeño estaba totalmente claro que había sido designado como el sucesor de mi padre. Eso me incomodaba pero me daba una libertad de actuación que hasta entonces nunca había tenido. Seguía teniendo miedo físico a mi padre pero el respeto por su persona había desaparecido. Sin embargo, fue de nuevo una decisión suya la que encauzó definitivamente mi vida.

Un día, después de comer, me ordenó salir con él de casa y acompañarle hasta la oficina desde la que dirigía sus negocios. De un mueble bar sacó una botella de anís y dos copas que llenó generosamente.

– Hijo, creo que te vas haciendo hombre así que ha llegado el momento de que hablemos y actuemos como tales -dijo acercándome una de las dos copas.

Con cierto temor obedecí la orden silenciosa de mi padre y sorbí un poco de anís, aprensivo aún por el recuerdo de la borrachera que había cogido en la casa del embajador de Paraguay. Tosí un poco pero me recobré en seguida y volví a dar un segundo trago.

– Es duro ser hombre, ¿verdad? -me dijo mi padre cuando observó mi reacción al beber-, pero hay que afrontarlo antes o después y a ti te ha llegado la hora. No puedes estar permanentemente en casa haciendo el vago. Tenía puestas muchas esperanzas en ti, pero me has defraudado.

– Quizá el hijo que has tenido con esa mujer colme en cambio tus esperanzas -me atreví a contestar, seguramente animado por el alcohol.

– No seas insolente y procura hablar con más respeto de tu hermano y tu madre.

– Esa mujer no es mi madre y nunca lo será -aullé.

– Está claro que eres un caso perdido -dijo mi padre meneando tristemente la cabeza-, pero eso me reafirma en mi idea. Hace tiempo tenía la esperanza de que ingresaras en la Iglesia o en el Ejército, pero tu actitud ha truncado ambas posibilidades. Ningún seminario acogerá en su seno a alguien que se ha comportado como tú, regocijándote con fotografías obscenas. Y no posees la disciplina ni la madurez necesarias para hacer la carrera militar. Por otra parte, en el tiempo que has trabajado conmigo no te he visto bien dispuesto para llevar el negocio y lo único que has hecho es plantearme pegas absurdas.

– No tan absurdas, si no me equivoco murieron diecisiete personas.

– Eso está aclarado y el culpable en la cárcel, así que deja de interrumpirme y decir tonterías. He estado pensando en tu futuro y he llegado a una conclusión. Vas a ingresar en el Cuerpo Superior de Policía.

– ¿Yo policía? -pregunté extrañado y suponiendo que aunque mi padre no era aficionado a las bromas me estaba gastando una.

– Sí, policía. Lo tengo todo arreglado para que ingreses en la academia y te incorpores al trabajo en muy poco tiempo. No es como el ejército pero también se sirve con las armas a España. Si eres un poco listo, además, y te portas bien, podrás hacer carrera ahí dentro, nunca se sabe. Para ello contarás con todo mi apoyo y mis influencias.

– ¿Y si me niego a ser policía?

Antes de contestar mi padre pegó otro sorbo a su copa y me miró fijamente a los ojos durante unos segundos, taladrándome con su mirada. Luego pronunció, arrastró más bien, tres palabras.

– Nunca serás nada.

La suerte estaba echada y al cabo de pocos días ingresé en la Academia de Policía. Fue tan sólo un trámite, ya que estaba más que decidido que aprobaría el cursillo, pero aun así disfruté durante los pocos meses que estuve en Ávila y por fin, un frío día del mes de enero, me dieron una placa y una pistola, me asignaron un compañero y empecé a patrullar por las calles de Madrid.

Mi compañero se llamaba Julián Sánchez y era un hombre con gran experiencia que llevaba más de doce años pateándose como policía las calles de Madrid. Junto a él aprendí muchas de las cosas que necesité para desenvolverme en aquel ambiente, a medio camino entre la delincuencia y la autoridad. Aunque nosotros servíamos a esta última estábamos más en contacto con la primera, y eso se notaba. Recuerdo como si fuera hoy mismo el primer día que salí en el coche patrulla. Para mí aquello era algo excepcional, era un policía encargado de luchar contra la delincuencia y de proteger al ciudadano. Supongo que había visto muchas películas. Mi compañero, en cambio, no tenía nada de cinematográfico. Calvo y barrigudo, casi siempre con la chaqueta manchada de restos de comida grasienta, su torpe aliño indumentario no le entroncaba con Machado sino con cualquier vagabundo que recorriera España con el hatillo al hombro, pero su sola presencia en cualquier lugar imponía respeto. No le habrían permitido entrar nunca en la residencia de un marqués, pero cuando entraba en cualquier taberna o antro de Vallecas se le llamaba don Julián y todo el mundo perdía el culo por atenderle. Eso es lo que ocurrió en el primer bar que entramos mediada la mañana. Según iban transcurriendo las horas me había ido dando cuenta de que la jornada no iba a ser tan emocionante como yo esperaba. Nos habíamos limitado a dar vueltas por la zona sur de la ciudad, atentos a las posibles llamadas de emergencia que hubiera. Era lunes y mi compañero no hacía más que hablar de la goleada que el día anterior había logrado el Real Madrid en su partido contra el Betis, al que naturalmente había asistido sin pagar. «A partir de ahora tú también podrás entrar de gorra en Chamartín», me dijo. Y cuando acababa de explicarme al detalle hasta la más pequeña jugada empezaba con su segundo tema favorito, las mujeres.

– Si juegas bien tus bazas no te faltarán de ahora en adelante mujeres, chaval -me dijo dándome un codazo que casi me desplaza del asiento.

Poco antes de las dos del mediodía aparcamos el coche y entramos en una taberna que hubiera podido ganar el concurso del local más sucio de España. Nada más vernos entrar -en realidad, nada más ver entrar a mi compañero- el tabernero desalojó a un desocupado de una de las mesas que había en el establecimiento y nos rogó que nos sentáramos. Con la palma de la mano tiró al suelo todos los desperdicios, colillas y restos de comida que habían anidado en la mesa y puso un trozo de tela al que pomposamente llamó mantel, que desde el día de su estreno no había sufrido el roce no ya del detergente sino ni siquiera del agua. Curiosamente, mi compañero estaba allí a sus anchas, ejerciendo un dominio absoluto sobre la concurrencia.

– Manolo -dijo hablando confianzudamente al tabernero-, te presento a mi nuevo compañero, el inspector Vázquez. Espero que le trates como a mí por lo menos.

– Descuide, don Julián, ya sabe usted que aquí somos de ley. Encantado, señor inspector -añadió saludándome-, ya sabe que en Casa Manolo tiene usted un amigo.

– Es su primer día de trabajo así que tiene mucha hambre -cortó Julián por lo sano-, ¿qué tenemos hoy para comer?

– Hay una ensalada muy buena, don Julián.

– Déjate de chorradas, queremos comer, no estamos a dieta. Venga, qué tienes de sólido.

– ¿Qué le parecerían unos callos de primero y después unas manitas de cerdo?

– Lo acompañarás con un buen tinto, supongo.

– La duda ofende, señor inspector.

– Estupendo, pero sírvenos cuanto antes, que tenemos prisa.

El tabernero salió escopeteado y al cabo de muy poco tiempo dos humeantes platos de callos extremadamente picantes aparecieron sobre la mesa. El vino era un tintorro barato pero mi compañero lo paladeó como si fuera el más fino de los borgoñas. Las manos de cerdo, aunque grasientas, tenían buen sabor. Para cuando Julián encendió un purito y se pidió una copa de Veterano estaba sudando a chorros, con la camisa blanca totalmente empapada. Aunque yo estaba incomodado él no parecía darse cuenta, disfrutaba como un niño. Eso era para él el colmo de la felicidad, la culminación de sus aspiraciones.

– Bueno -dijo de repente desperezándose-, es hora de volver al trabajo, el crimen nos espera -finalizó con lo que más tarde comprobé que era una de sus coletillas favoritas, mientras nos levantábamos de la mesa.

– ¿No pides la cuenta? -se me ocurrió comentarle, al ver que no hacía mención de pagar la comida.

– Eres un auténtico novato, chaval -contestó riéndose a carcajadas-, ¿desde cuándo tenemos que pagar lo que consumimos en las tabernas y sitios similares? Mira, hijo, si haces bien tu trabajo toda esta gente acabará debiéndote un montón de favores. Además, son ellos los más interesados en estar a bien contigo, así que incluso si quisieras pagar ellos mismos se opondrían a cobrarte, ya irás aprendiendo con el tiempo. Son las pequeñas satisfacciones que nos proporciona este trabajo y que, en cierto modo, compensan lo magro del sueldo.

Con el tiempo me fui introduciendo en ese mundo, no pagando en ningún sitio y aceptando favores e incluso sobornos. Una vez metido en la rueda no era fácil bajarse de ella y, sinceramente, tampoco me apetecía. Aunque tenía razón Julián al considerarme un novato y un pipiólo pronto comprendí que las ensoñaciones heroicas que las novelas leídas y las películas vistas me habían proporcionado acerca del trabajo policial no eran muy realistas. Además, pese a mi corta edad y a que aún tenía mucho que aprender y ver, lo que había vivido tanto en casa como en el colegio me habían vacunado contra la ingenuidad, de tal modo que en muy poco tiempo pude mostrarme como el más aventajado alumno que nunca tuvo mi compañero.

Con él tuve así mismo mi segunda experiencia sexual, a la que posteriormente siguieron otras muchas. Las mujeres eran su tema favorito y constantemente me aguijoneaba con el tema, insinuándome que seguramente era virgen y tal vez marica.

– Eres demasiado guapín para cosa buena, novato, seguro que te lo haces con tíos -solía decirme, sin conseguir que me enfadara, ya que yo me lo tomaba como lo que era, una broma entre compañeros, pero un día decidí contarle cómo me estrené en la vivienda de un embajador.

– Caramba con el novato, y parecía tonto cuando lo cambié por un condón usado -me contestó alborozado-, eso hay que repetirlo, aunque me temo que no conozco a hembras tan elegantes como la que me has descrito pero bueno, eso no tiene importancia, un chocho es un chocho y para lo que tenemos que hacer sirve lo mismo una princesa que una mendiga.

Aquella misma noche Julián dio por terminada nuestra jornada una hora antes de lo habitual y nos dirigimos a un burdel en el que era muy conocido. Nos recibieron como si fuéramos los reyes magos y pusieron a nuestra disposición dos de las mejores chicas que había en plantilla. Si las comparaba con la que me desvirgó salían perdiendo en la comparación, pero pronto me di cuenta de que mi compañero tenía razón, para echar un polvo cualquier mujer era buena. Esa noche se reforzó nuestro compañerismo, alimentado por el hecho de que follamos en la misma habitación. Para mí fue un corte al principio, ver en la cama de al lado a Julián y su puta joder como locos, pero la mujer que me había tocado en suerte consiguió hacerme entrar en calor y poco a poco se desvanecieron mis inhibiciones e imité a mi camarada.

La puta que me había tocado en el reparto no tenía nada que ver, como ya he dicho, con aquella que en la casa de los amigos de Fernandito me inició en el sexo, pero era también una auténtica profesional que sabía hacer gozar a un hombre. No poseía la dulzura y suavidad de mi primera mujer, pero su brusquedad era más excitante si cabe. Cuando metía mi polla en su boca y la chupaba tan fuertemente que parecía como si fuera a levantarme la piel a tiras, sentía algo en mi interior que no había sentido antes nunca y deseaba quedarme así para siempre. Su aspecto era más bien vulgar aunque no se puede decir que no fuera guapa, pero su modo de vestir, de pintarse y de hablar -con ella aprendí más tacos que en la propia comisaría- delataban en cualquier lugar su oficio. Su hermoso pelo negro acababa sobre la frente con un coqueto caracolillo como los que lucían algunas cantantes de moda y sus labios eran más rojos que el capote ensangrentado de un torero, pero lo más excitante de todo era la sensación que sentía cuando metía mi cara entre sus dos robustos pechos, su olor me recordaba al del obrador de una panadería en el momento más álgido del horneo.

Creo que resulta ocioso manifestar que volví a visitar a Clara, como se llamaba aquella mujer, con gran asiduidad, al principio con Julián y más adelante sin compañía. Para lo que iba a hacer no la necesitaba. Sin darme cuenta había acabado por encoñarme. No estaba enamorado, o por lo menos eso creo. Yo no podía enamorarme de una puta, eso estaba bien en los folletines, pero Emilio Vázquez no podía presentarse ante su familia y amigos con esa mujer, por supuesto. Sin embargo, había algo en ella, y no sólo sexo ya que para eso cualquiera hubiera servido, que me atraía terriblemente y me hacía volver noche tras noche, sin tregua ni descanso. Pronto todo el mundo supo que Clara era mi puta y cuando tenía un rato libre me llamaban para que estuviéramos juntos.

A Julián la situación le hacía gracia y no me criticaba, aunque a veces me aconsejaba que fuera con otras.

– No es bueno que estés siempre con la misma, novato, puede llegar a hacerse ciertas ilusiones y crearte complicaciones a la larga.

– Por eso no hay ningún problema, Julián, los dos sabemos cuál es nuestro puesto. Es imposible que lleguemos a algo serio y ella lo sabe, así que no alberga ninguna esperanza absurda en su interior.

– Cómo se ve que no conoces a las mujeres, novato -me repetía siempre que llegábamos a este punto.

Poco a poco fui adquiriendo también experiencia policial. Julián no sólo conocía las mejores tascas y las mujeres más complacientes de Madrid sino que los años pasados en la policía le habían enseñado un montón de trucos que con el tiempo me fue transmitiendo. Recuerdo perfectamente nuestro primer trabajo policial, si es que puede llamársele así. Fue la segunda noche que patrullamos juntos. Nos habían pasado un aviso acerca de una riña callejera junto a la estatua de la Cibeles. Cuando bajamos del coche la pelea estaba en plena ebullición. Dos hombres de mediana edad, más bien enclenques, estaban atizándose mamporros a modo, bien jaleados por una numerosa concurrencia. Despejamos el lugar pese a las protestas del concurrido público y nos dirigimos hacia los dos contendientes, que en vano hicieron caso a nuestros ruegos y continuaron peleándose. Cuando Julián les conminó por segunda vez a que pararan uno de ellos, con los ojos febriles que delataban una hermosa borrachera, sacó una navaja y se acercó hasta mi compañero, que no parpadeó siquiera. Cuando la torpe mano del borracho intentó acercar la navaja a Julián éste cerró uno de sus brazos en la muñeca del agresor y apretó fuertemente hasta que el dolor le obligó a soltarla. Luego, aflojando su presa, le atizó un puñetazo en la cara que le hizo perder el sentido.

El segundo luchador al ver lo ocurrido intentó escaparse pero sorprendentemente Julián demostró que su gordura no le convertía en un tipo lento y antes de que pudiera cruzar la calle ya le había agarrado y noqueado de un duro golpe en el plexo solar. Agarrándole por una pierna le arrastró hasta los pies de la estatua y como si fuera un fardo le tiró al interior de la fuente, haciendo luego lo mismo con el que le había sacado la navaja. El contacto del agua fría les volvió a espabilar y salieron los dos completamente mojados y ateridos de frío.

– Venga, id a vuestras casas a cambiaros de ropa y calentaros, o acabaréis pillando una pulmonía. Y que no os vuelva a ver de nuevo haciendo el imbécil porque acabaríais con vuestros huesos en un sucio calabozo. Venga, largo, antes de que me arrepienta y decida emplumaros.

Cuando le recriminé por haberles dejado marchar volvió a llamarme novato y a recordarme que aún era mucho lo que tenía que aprender.

– Son dos desgraciados que han dado un mal paso, pero no son delincuentes. ¿De qué iba a servir que les metiéramos en el calabozo? No iban a darnos más que trabajo, aumentaría el papeleo y tendríamos a dos mujeres ajadas y una pandilla de rapaces maleducados llorando a moco tendido en la comisaría. Créeme, hemos hecho lo mejor que se podía hacer. Ya verás cómo no volvemos a encontrárnoslos en mucho tiempo -añadió, y debo reconocer que tenía razón. Nunca más tuvimos que intervenir en una pelea originada por aquellos dos hombrecillos, pero sigo pensando que su forma de aplicar el reglamento era curiosa, aunque efectiva.

Capítulo diecisiete

Estabas duchándote cuando ella ha entrado y sólo has sentido el sonido de la puerta al abrirse, por eso, al no poder comprobar si era ella efectivamente, hasta que no has oído su voz cantarína diciéndote «hola» te has quedado inmóvil en la bañera, como si esperaras que fuera otra persona la que se había introducido en la casa. Sabes que es una tontería pero todavía no has asimilado del todo que estás fuera del colegio, lejos de la comunidad, conviviendo con una mujer. Necesitas su constante presencia, escuchar su voz, para reafirmarte en el nuevo rumbo que has dado a tu vida. Te secas rápidamente y sales a recibirla con la toalla anudada al torso como única vestimenta, lo que produce su risa y sus comentarios irónicos sobre «lo preparado que estás últimamente para ciertas cosas». Acoges la broma como lo que es y después de besarla y vestirte preparas la mesa porque se acerca la hora de cenar. Una de las ventajas que te ha proporcionado el vivir en un piso con compañeros varones es que te has convertido en un perfecto cocinero y en muy poco tiempo preparas una tortilla de patata con pimientos y sin cebolla -a ella no le gusta la cebolla- como para chuparse los dedos.

Mientras cenáis en esa mesa camilla que os hace estar muy cerca piensas que quizá, en el fondo, eso sea la felicidad, algo tan burgués como cenar una tortilla de patatas junto a una hermosa mujer. Ver un poco la televisión y luego a la cama, para dormir si estás muy cansado o para hacer otras cosas si el cuerpo está tan vivo como el espíritu. Sí, quizá en eso estribe la felicidad y no en los grandes pensamientos que antes tenías, la entrega a Dios y a la humanidad, a tu pueblo y a todos los pueblos oprimidos, a los marginados y desfavorecidos. No reniegas de eso, sigues pensando que es importante, pero quizá te haya hecho renunciar a otras cosas; de todos modos no eres tan hipócrita o necio como para engañarte a ti mismo, si estás con ella no es porque de repente hayas descubierto el amor de una mujer, aunque poco a poco te hayas -¿os hayáis?- ido enamorando sino porque tenías un plan trazado que cumplir, un objetivo que realizar. Y las últimas palabras que pronuncia ella, mientras estáis recogiendo los platos, te devuelven a esa realidad.

– Vázquez ha estado en el Neskatilak. Me lo ha contado una antigua compañera.

– ¿Ya ha estado allí? -contestas tú algo asombrado-, no entraba en mis planes que acudiera tan pronto.

– Sí, pero se ve que se está moviendo con rapidez. Quizá haya conseguido identificarme de algún modo, supongo que aún mantiene contactos en la policía.

– No me gusta, no me gusta nada.

– No sé por qué te preocupas, antes o después sabíamos que aparecería por allí, para eso dejamos la fotografía, para que se la dieran.

– Sí, pero quería ser yo el que marcara el momento, no que se me adelantara.

– Por eso no te preocupes, sigue sin saber dónde localizarnos, seguimos siendo nosotros quienes tenemos todos los triunfos en la mano.

– No es eso lo que me desazona, pero hubiera preferido que visitara a mi familia antes que ese club.

– No veo el porqué. Para lo que nosotros queremos eso no tiene la menor trascendencia.

– Ya lo sé, es otra la cosa que me preocupa. No me gustaría que ese hijo de puta enseñara la fotografía en la que se nos ve desnudos a mi madre, pero es muy capaz de hacerlo con tal de jodernos.

– Bueno, ¿y qué pasa si ve tu madre la foto? ¿Te avergüenzas acaso?

– No es eso, pero mi madre es ya mayor, ha sufrido mucho en la vida y tiene otra mentalidad, compréndelo. Además, soy su hijo el sacerdote, iba a ser un palo muy fuerte para ella. No es que me avergüence, me gustaría que algún día, cuando todo haya pasado, la conozcas, pero en estos momentos eso no es posible, tú lo sabes mejor que yo.

– Sí, tienes razón, perdona -te dice mientras te besa cariñosamente.

Esa noche, cuando os acostáis, os abrazáis y besáis tiernamente, pero no hacéis el amor, no os apetece a ninguno de los dos. La reacción de ella te ha sorprendido, al protestar contra tu desazón porque tu madre vea la foto quizá te está diciendo que también ella alberga hacia ti sentimientos parecidos al amor. Pensar en ello te reconforta pero lo que has dicho sobre tu madre es cierto, el ver las fotos de su hijo sacerdote abrazando a una mujer, ambos desnudos, le causaría un grave disgusto, no en balde fue ella la que te impulsó a ingresar en el seminario. Y tus pensamientos vuelven hacia allí, hacia aquel viejo caserón en el que intentaban convertiros en buenos sacerdotes y religiosos, y en el que pronto llegaste a integrarte.

En el fondo no te queda más remedio que reconocer que tu estancia en el seminario coincidió con uno de los períodos más felices de tu vida. Aquello fue un auténtico bálsamo para ti, desligado de las tensiones e incomprensiones de la vida diaria, entregado al estudio, la oración y el deporte. Por indicación del párroco de tu pueblo no ingresaste en el seminario diocesano sino en el de una orden religiosa dedicada a la educación de los jóvenes, ya que el bueno del padre Patxi pensaba que tenías madera de educador, y tal vez no le faltara razón aunque luego, una vez ordenado, no fue ése el campo en el que hiciste más labor, pero eso es otra historia.

Una de las cosas que más te atrajo de aquel ambiente fue que podías hablar sin tapujos de cualquier tema y en tu propia lengua sin que nadie te pusiera cortapisas. Visto desde la distancia hoy en día te parece increíble que en plena decadencia de un régimen con soporte ideológico del nacionalcatolicismo fuese precisamente en un seminario donde se pudiera respirar más libertad, pero tampoco te engañas, eso se debía sobre todo a la composición cultural de sus miembros y a su extracción social. En el seminario se hablaba en éusquera pero no se hablaba, todavía al menos, de marxismo aunque luego algunos de tus compañeros derivaran a otro tipo de compromiso. Sin embargo, piensas si todo habrá sido un paréntesis motivado por una situación anormal, y todo ha vuelto al cauce natural de las cosas. Quizá tú, acostado junto a esa bella mujer que accidentalmente has tomado por compañera, seas el único y auténtico revolucionario, quizá ése haya sido siempre tu auténtico destino, pero piensas que te llega un poco tarde, que tal vez en otra situación, con tu padre y tu hermano vivos, pudiendo expresarte libremente y sin miedos, tu vida habría tenido otros derroteros, pero no merece la pena pensar en ello, la vida no tiene marcha atrás, aunque algunas veces te ves soñando con un regreso a los días del seminario, como si de una vuelta al seno materno se tratara.

En el seminario aprendiste a leer y escribir en tu lengua, en la que eras absurdamente analfabeto y leíste por primera vez a algunos poetas que estaban proscritos. No entendías por qué Nicolás Ormaetxea, Xabier de Lizardi o Lauaxeta tenían que estar prohibidos, cuando la belleza y sensibilidad que emanaban de sus escritos sobrepasaban resquemores absurdos entre pueblos y lenguas. O quizá por eso, porque convenía mantener abiertas las brechas entre pueblos y lenguas, para que nunca pudieran entenderse y hermanarse. Pero junto a ellos leíste también a Gabriel Celaya, a Miguel Hernández, a García Lorca y, sobre todo, a san Juan de la Cruz, que se convirtió en tu más fiel compañero, al que todavía hoy recurres en los momentos más tristes y deprimentes. Sí, fueron buenos tiempos, no sólo te convertiste en sacerdote y religioso sino que accediste a un nuevo mundo que te había estado vedado en el ambiente opresivo de tu aldea.

Pero no todo era cultura, religión y recogimiento en el seminario. Ahí iniciaste tus escarceos con lo que tú llamabas responsabilidad social y que oficialmente se denominaba activismo subversivo. No estás muy seguro si lo llevabas con pesar o con orgullo, seguramente había un cincuenta por ciento de cada cosa, pero la muerte de tu hermano mayor «en combate» te proporcionaba un hálito de gloria y popularidad del que te era imposible huir y que propició que te consideraran como un continuador, por otros medios, de su lucha. Por eso te viste introducido, en poco tiempo, en uno de los grupos que, al abrigo de la protección que proporcionaba el seminario, trabajaban por la cultura y la libertad de tu pueblo.

Aún recuerdas la noche de tu bautizo de fuego. Apenas había luna, lo que favorecía vuestro objetivo de pasar desapercibidos. Erais tres los seminaristas que burlabais fácilmente la vigilancia del seminario, quizá porque esa vigilancia no era lo estricta que debiera ser, de hecho siempre sospechaste -con razón- que el rector conocía vuestras escapadas y las alentaba. Pero aquella noche era especial, porque era la primera para ti. Muy cerca del seminario os juntasteis con otras dos personas de las que nunca has sabido los nombres, y en un desvencijado Dos Caballos os acercasteis a Bilbao, al Casco Viejo. Cuando bajasteis del coche uno de los dos hombres, el más silencioso, os entregó unos aerosoles -sprays los llamaba él- y os dijo que os dispersarais por las Siete Calles y sus aledaños, con la misión de embadurnar las paredes con consignas patrióticas. Ahora que conoces el otro lado de la vida puedes comparar la excitación que sentías mientras realizabas las pintadas con la producida por el orgasmo, pero entonces la asociabas a una especie de éxtasis patriótico religioso generado por tu esfuerzo, la recompensa mística que te concedía Dios como premio a tu esfuerzo.

Nunca olvidarás aquella noche, nunca olvidarás tu valentía y arrojo, la definitiva asunción de tu compromiso con el pueblo, rubricado al final con una pintada que no estaba en el guión, «La Iglesia con el Pueblo», dibujaste con trazo firme, orgulloso de ser parte de ambos, de ser parte importante -tu excitación era más fuerte que el temor a pecar de soberbia- de ambos. No, nunca olvidarás esa noche, pero tampoco olvidarás que junto a la valentía, el arrojo, el compromiso y el orgullo esa noche también te mostró las miserias y contradicciones en las que a partir de entonces ibas a estar sumergido.

Todo sucedió de repente. Eran más o menos las tres de la madrugada cuando poco a poco, oscuros como sombras, los cinco militantes ibais abandonando las bocacalles del Casco Viejo y confluíais en el Arenal, donde habíais aparcado el Dos Caballos. Cuatro de vosotros habíais entrado ya en el vehículo y os encontrabais reclinados en vuestros asientos, fumando un cigarrillo -otra cosa que aprendiste en el seminario, para escándalo de tu madre y sonrisa cómplice del padre Patxi- mientras comentabais, excitados, lo que habíais hecho esa noche. No se había consumido aún tu cigarrillo cuando viste llegar al quinto miembro de vuestro grupo, un compañero de seminario más joven que tú, acababa de cumplir los diecisiete años, llamado Jokin, y dijiste al chófer, el compañero silencioso que os había entregado los sprays, que estuviera preparado para arrancar.

Jokin andaba despacio, sin prisas, en parte por la consigna de actuar con tranquilidad y en parte por la inconsciencia juvenil que se había adueñado de él convencido, al igual que tú lo estabas, de que no podía pasarle nada, él no era más que un soldado del pueblo, un soldado desarmado que contaba con la protección divina, un hombre -un hombre de apenas diecisiete años- entregado a una causa justa que no temía a nada ni a nadie. No recuerdas quién de los cuatro dio el primero la voz de alarma pero todos visteis cómo de improviso, prácticamente surgidos del aire, aparecieron un montón de hombres uniformados con porras en las manos que se acercaron a Jokin y empezaron a golpearle con saña, rítmica y continuamente, haciendo caso omiso a sus desgarradores gritos de socorro y sus desesperadas súplica de compasión.

Tu primera reacción fue la de decir a tus compañeros que había que hacer algo, tenemos que rescatarle, gritabas, pero para cuando esas palabras surgieron casi inaudibles de tu garganta el hombre silencioso había arrancado bruscamente y enfilaba hacia arriba el puente del Arenal, que entonces se llamaba puente de la Victoria, en lo que a ti te pareció una ignominiosa huida. Es posible que tu reacción fuera más histérica de lo aconsejable, aunque te moviera un buen fin, el de rescatar a tu compañero; por eso el hombre que estaba contigo, el segundo de los no seminaristas, se vio obligado a darte un golpe que te dejó sin sentido durante un buen rato.

Cuando despertaste estabas ya enfrente del seminario y en el Dos Caballos, sentado junto a ti, tan sólo estaba el chófer, el hombre que no había hablado durante toda la noche.

– Lo siento -te dijo, y al oírle hablar te sobresaltaste, nunca hubieras imaginado que tu compañero de lucha tuviera un acento que delataba inexorablemente su origen inequívocamente andaluz-, pero no podíamos hacer nada, ellos eran muchos y armados y lo único que hubiéramos conseguido es que nos detuvieran a todos en vez de a uno tan sólo. Sé que te parecerá duro escuchar estas palabras, pero cuando decidimos entrar en el grupo perdemos nuestra importancia como seres individuales, somos tan sólo células de algo más importante, algo en lo que creemos y a lo que estamos supeditados. Siento lo de tu amigo, créeme, pero hicimos lo correcto. Espero que lo entiendas.

Lo entendiste, claro que lo entendiste, en el fondo era algo similar a lo de la comunión de la Iglesia y el cuerpo místico de Jesucristo, pero entenderlo no lo hacía mejor ni más fácil.

Al día siguiente nadie en el seminario comentó nada aunque presumiblemente todos conocían tus correrías. Tan sólo después de escuchar la primera misa alguien, no recuerdas quién pero eso no tiene la menor importancia, puso un periódico en tus manos. En él se informaba, en un pequeño recuadro dentro de la sección de noticias de última hora, sobre el fallecimiento de un seminarista cuyo nombre era Joaquín Torrente Uñarte. Por lo que había averiguado el redactor de la noticia, el tal Joaquín era un seminarista un tanto díscolo y conflictivo al que habían amenazado con la expulsión si seguía escapándose del seminario por las noches, como hacía habitualmente. Aquella noche, como otras muchas, se había fugado aprovechándose de la ausencia de vigilancia y había acudido a un prostíbulo de la calle de las Cortes, donde tras emborracharse había tenido una reyerta con un gitano, con la triste consecuencia de que una navaja penetró lo suficiente en su corazón para segarle la vida.

La vida no es lo único que te han quitado, Jokin, pensaste amargamente, también te han arrebatado el honor. Cualquier persona que lea esto desconocerá tu sacrificio, nadie llorará por un seminarista torcido que se escapaba para ir de putas, incluso muchos pensarán que lo que ocurrió te estaba bien empleado, nadie sabrá que has muerto por algo digno, tal vez ni siquiera tu familia, dijiste en voz baja, como en una oración. Cuando aquel día no acudiste a clase nadie se extrañó ni te lo reprochó, todo el mundo sabía que necesitabas estar solo para rezar y llorar amargamente, por Jokin y, sobre todo, por ti mismo.

Capítulo dieciocho

– Yo tenía una hermana. Era inocente y bella.

Por tercera vez la joven que había confesado sus intenciones de asesinar al padre Vázquez se había puesto en contacto con el sacerdote que la había atendido el primer día, pero este nuevo encuentro no había tenido lugar en el incómodo reclinatorio de la iglesia sino en una apartada cafetería, y sus primeras palabras no habían seguido el acostumbrado ritual eclesiástico sino que habían servido para realizar una confesión, no tanto sacramental como humana. Cuando el sacerdote oyó aquella expresión, yo tenía una hermana, era inocente y bella, comprendió que esa hermana ya no existía, y que era con toda seguridad el eje de la historia.

– Murió -dijo escuetamente la joven, y añadió-: Desde entonces no creo en Dios.

Al sacerdote se le atragantaron estas últimas palabras. Deseaba transmitir a su acompañante afecto y solidari-dad, explicarle que comprendía su dolor pero que no debía perder la esperanza, la muerte no es el final sino un nuevo principio, seguramente su hermana gozaba ahora de la presencia del Señor, pero su boca se negaba a pronunciar esas consoladoras frases que tantas veces, tantas que habían acabado por sonarle a huecas, había repetido en situaciones semejantes; sin embargo se equivocaba, esa situación no era semejante a ninguna otra, la joven no lloraba ni gemía, ni siquiera tenía entristecido o sombrío el semblante. Se había limitado a enunciar un hecho, del mismo modo que dos y dos son cuatro o la capital de España es Madrid, y había sacado sus consecuencias. Su hermana había muerto y ella no creía en Dios. De todos modos, a los ojos del sacerdote la del ateísmo de la joven no era la peor de las consecuencias, al fin y al cabo Dios ama a todos sus hijos por igual, aunque no sepan que Él es su Padre, sino la segunda consecuencia que había sacado de aquel hecho: el padre Vázquez tenía que morir, es decir, ella, con la ayuda del sacerdote que estaba a su lado, le iba a asesinar.

– Asesinar, matar, ajusticiar, ejecutar, las palabras no importan, use la que usted quiera -dijo mirándole fríamente a los ojos-, ya le he dicho que la calificación jurídica, moral o lingüística del hecho no me importa lo más mínimo. He tomado una decisión y voy a llevarla a la práctica. Y deseo, lo deseo fervientemente, que usted me ayude.

– Eso es imposible -contestó el sacerdote moviendo tristeniente la cabeza-. No sólo porque soy un sacerdote católico sino porque me repugna la violencia, creo que debemos abandonar esas ansias de venganza que no conducen a otra cosa que a hacer daño a los demás y a nosotros mismos.

– Es usted una buena persona, padre -contestó la joven sonriendo por primera vez desde que se habían encontrado-, pero me temo que no va a conseguir doblegar mi voluntad, más bien al contrario, estoy segura de que usted, al final, me ayudará de buen grado a conseguir mi objetivo.

– Eso es imposible.

– No hay nada imposible si se desea intensamente. Por de pronto no estamos hablando a través de la rejilla de un confesionario sino cara a cara, en una cafetería mientras saboreamos dos vasos de vino.

– Eso es un detalle meramente formal que no afecta al fondo del asunto.

– Tal vez, pero si no cuidamos las formas poco nos podremos cuidar de cosas más serias, ¿no lo cree así? Aunque bueno, tiene usted razón, eso no importa demasiado. Lo que importa es que está conmigo, escuchando mi historia.

– Una parte importante de mi ministerio estriba en eso precisamente, en escuchar a mi prójimo, sobre todo cuando sufre.

– Gracias, padre, pero algo me indica que no sólo me escucha por mera profesionalidad sino que hay algo más. Usted desea conocer mi historia y yo voy a complacerle.

»Como ya le he dicho yo tenía una hermana, y esta hermana murió. Era mi única hermana y tenía siete años menos que yo así que, como usted puede suponer, era la niña de mis ojos, prácticamente había ejercido de madre suya durante toda la vida. Por sacarla adelante hice de todo, incluso me prostituí, sí, no se escandalice, no hay nada que no hubiera hecho por ella.

»Creo que no se me nota por el acento pero no soy de aquí, mi familia procede de Extremadura, aunque hemos residido casi toda la vida en Madrid. Allí vivíamos y allí intenté construir un futuro para mi hermana. Era muy buena estudiante y yo quería que fuera a la Universidad. ¡La de planes que hacíamos a ese respecto muchas noches que nos quedábamos en vela! Sin embargo, todo, sueños e ilusiones, se truncó definitivamente cuando murió mi hermana. Y Emilio Vázquez fue el culpable.

»En la época de la que le estoy hablando, su actual compañero en Cristo era todavía un policía destinado en Madrid. Chuleta y arrogante no permitía que nada ni nadie se interpusiera en su camino si decidía conseguir algo, y decidió conseguir a mi hermana.

»Ella además de hermosa, como ya le he dicho, tal vez porque el recuerdo embellece a las personas, era sobre todo muy idealista, soñaba con un mundo mejor como mucha gente antes que nosotros, y espero que también después, ha soñado, pero al no atraerle excesivamente la acción política directa se introdujo en un grupo parroquial que trabajaba en favor de los sectores más marginados de la sociedad, gitanos, drogadictos, inmigrantes. En fin, usted ya sabe por experiencia de qué se trata.

«Desgraciadamente, aunque la mayor parte de los beneficiarios de los programas asistenciales en los que trabajaba mi hermana eran buena gente, siempre hay una manzana podrida que impregna con su podredumbre al resto, y como consecuencia de un oscuro asunto de drogas mi hermana fue detenida por inspectores del Grupo de Delitos contra la Salud, afortunadamente sin consecuencias graves en un principio, ya que todo se aclaró. Emilio Vázquez no estaba integrado en ese grupo pero casualmente vio a mi hermana y se encaprichó de ella. Consiguió fácilmente sus datos personales, dirección, teléfono, esas cosas, usted ya sabe, e inició su acoso. Intentaba doblegarla valiéndose de su condición de policía, atemorizándola con reabrir las diligencias que acababan de archivarse por constatarse la inexistencia de delito alguno. Mi hermana se resistía pero su perseguidor no cejaba en el empeño, volviéndose más insistente según iba acumulando negativas.

«Finalmente, viendo que con amenazas no lograba nada, cambió de táctica y empezó a decirle que no se hiciera la estrecha, que ya sabía que era una puta nacida y crecida en una familia de putas. No sé si se lo he comentado pero nuestra madre nunca se casó. Era una buena mujer, pero hace unos años si se estaba soltera y se teníandos hijas, qué le voy a contar sobre las murmuraciones de la gente que usted no sepa o intuya. Además, había estado investigando mis antecedentes y había descubierto que durante un corto espacio de tiempo en que los problemas económicos nos agobiaban yo me había dedicado, como ya le he confesado anteriormente, a la prostitución. Con esos datos en la mano intentó forzar a mi hermana, diciéndole que si pertenecía a una familia de rameras no tenía por qué poner objeciones a acostarse con él. Ante la negativa de mi hermana y sus declaraciones de que era un mentiroso, Vázquez le mostró, con fotografías y otro tipo de documentos, la veracidad de su aserto: su idolatrada hermana era, o había sido, una prostituta que follaba con hombres a cambio de dinero.

»Mi hermana accedió a sus ruegos y se acostó con él. Luego se vistió, salió de su apartamento y se acercó hasta el viaducto. Cuando se estrelló contra el pavimento aún no había cumplido los dieciocho años.

»Ésta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad -añadió la joven, con un intento baldío de dar un sesgo irónico a su deprimente relato-. Algunas cosas las supe directamente y otras las he deducido yo o me las han contado personas de confianza, pero básicamente todo ocurrió tal y como le he contado.

El sacerdote permaneció callado durante un rato, estremecido por lo que acababa de oír e intentando encontrar las palabras adecuadas, pero sospechaba que no existían. Su obligación era incitarla al perdón, convencerla de que debía desechar todo espíritu de venganza, animarla a que siguiera viviendo sin rencores, pero era muy difícil, extremadamente difícil, tal vez imposible.

– ¿Denunció lo sucedido a la policía?

– No me haga reír, padre, que no es el momento. Él no sólo era uno de ellos sino de los más importantes. Además, aunque me hubiera encontrado con algún policía honesto y receptivo, que seguramente son mayoría, ya ve que estoy dispuesta a admitirlo, era la época en que acababa de estallar el caso GAL y no creo que les apeteciera dar pábulo a más escándalos policiales, así que seguramente se hubiera tapado el asunto. No, no lo denuncié sino que decidí esperar mientras recopilaba datos e informes. Y el tiempo se ha acabado. Me he constituido en juez y jurado y he dictado sentencia. La pena a la que he condenado al acusado es la de muerte y ha llegado el momento de ejecutarla. Espero que con su ayuda.

Capítulo diecinueve

En el ayuntamiento de Sopelana nadie conocía al padre Gajate ni a su compañera. El hecho de que una foto de ambos apareciera en el interior de un sobre con el membrete municipal no era nada extraño, le dijeron. A cualquier persona que apareciera por allí y se le diera algún tipo de documentación se le proporcionaba, si lo pedía, un sobre para que la pudiera llevar más cómodamente. Es posible que alguno de los dos hubiera pasado por allí pero, si así había ocurrido, nadie recordaba su aspecto. Parecida respuesta obtuvo en los bares y locales comerciales en los que enseñó las fotografías de la pareja. Fue el párroco de la localidad el único que, curiosamente, le dio una pequeña pista.

– ¿Cómo ha venido usted hasta aquí? -preguntó al padre Vázquez tras haber echado un vistazo a la fotografía de la mujer.

– En metro, ¿por qué me lo pregunta? -respondió Vázquez.

– Porque me temo que no es usted muy observador -contestó socarrón el párroco-. Si vuelve a la estación podrá contemplar varios carteles en los que se denuncia la desaparición de esta joven.

Cuando el padre Vázquez volvió a la estación comprobó la veracidad del aserto del párroco. En una de las paredes del metro podía verse un cartel en blanco y negro sobre el que destacaba una fotografía más bien defectuosa de la compañera del padre Gajate con una patética descripción al pie de la misma dando cuenta de su desaparición y rogando a todo el que la viera que llamara a un número de teléfono. El padre Vázquez reconoció inmediatamente ese número telefónico, era el del propio colegio. En el cartel había algo más, se decía que todo aquel que aportara algún dato de importancia sería gratificado con la cantidad de cien mil pesetas. En principio aparecía, en cifras, la cantidad de cien millones pero con un rotulador rojo se habían tachado los tres últimos ceros, como si se hubiera corregido lo que parecía ser un claro error de imprenta. El único que sabía que no había error alguno en aquel cartel era el propio padre Vázquez. Estaba claro que todo aquel montaje estaba destinado a su persona pero era incapaz de averiguar algo concreto a través suyo. Lo que sí parecía evidente era que la pareja escondida quería tomarle el pelo o tal vez algo peor.

En el fondo el cartel reafirmaba una de sus sensaciones primitivas. De lo único que había estado seguro el padre Vázquez desde que inició su peculiar investigación era de que detrás del fondo había una mujer, pero aún no conocía con exactitud qué papel desempeñaba en toda la trama. No se trataba del típico y tópico cherchez la femme, sino que sospechaba que esa figura femenina tenía una importancia que hasta el momento había sido incapaz de desvelar. A pesar de lo que había insinuado a los compañeros de piso del padre Gajate, él no creía que se tratara de un simple encoñamiento. Había indagado entre los religiosos de la comunidad escolar y el sacerdote desaparecido no tenía problemas específicos en tal sentido, por lo menos sus problemas no eran mayores que los de cualquier ser humano que asume conscientemente la condición de célibe. No, no podía descartar que se hubiera enamorado súbitamente de una mujer, pero eso no era suficiente para explicarlo todo, tenía que haber algo más. Por otra parte, independientemente de la relación que tuvieran la mujer y el padre Gajate, y la influencia de esa relación en el robo de los cien millones y la posterior huida de la pareja, había un dato inquietante y revelador. Desde que empezó la investigación le habían estado enviando señales, adelantándose a sus pasos, jugando con él. ¿Se trataba tan sólo de un elemento de distracción, de burla incluso, contra él en cuanto investigador accidental del asunto, independientemente de quién fuera, o era tal vez una provocación calculada contra Emilio Vázquez, sacerdote y ex policía, por algún motivo que aún se le escapaba? No tenía respuesta a esta pregunta pero su experiencia le decía que debía estar siempre preparado para lo peor. Incluso a raíz de esa pregunta podía hacerse algunas más: ¿querían con esos señuelos confundirle y obstaculizar su investigación o estaban jugando con él a la espera de tomar contacto de algún modo más concreto? ¿Estaban deseando inconscientemente ser atrapados, como ocurre con algunos criminales en serie de personalidad desequilibrada, o tenían otros designios en sus cabezas? Y por último, en el caso de que la trama estuviera dirigida a él en persona por algún motivo desconocido, ¿quién de los dos estaba interesado en él, el padre Gajate o su hermosa compañera? ¿O tal vez ambos?

El padre Vázquez pensó que quizá debiera indagar acerca de ambas posibilidades. De la mujer no sabía nada, tan sólo lo que posiblemente no era sino un nombre de guerra, Verónica, y que tenía una hermana fallecida. De su hermano en Cristo sabía algo más pero si se paraba a considerarlo más a fondo, en realidad no era gran cosa lo que de él conocía. Si alguno de los dos, o ambos a dúo, tenían alguna cuestión pendiente con él debía averiguarlo, no sólo por el bien de la investigación sino por el suyo propio.

Respecto a la mujer era poco lo que podía hacer en esos instantes. Era posible que estuviera perdiendo facultades y que tanto el Sebas, el encargado del Club Neskatilak, como Mónica, la puta con la que había hablado, le hubieran mentido y supieran más de lo que habían admitido, pero eso no le preocupaba. Siempre tendría tiempo de apretarles las clavijas, directamente si fuera necesario o a través del comisario Ansúrez. Por el momento continuaría con su primitiva línea de investigación y dedicaría su atención al sacerdote desaparecido.

Hizo varias llamadas telefónicas y a la cuarta consiguió contactar con el comisario Ansúrez. No le podía atender en persona pero estaría encantado de volver a echarle una mano, por los viejos tiempos, exclamó. Si se acercaba a la jefatura daría las órdenes necesarias para que fuera atendido de inmediato. Además, añadió, todavía hay aquí mucha gente que te recuerda y estima.

Cuando entró por la puerta de la calle Gordóniz y se identificó ante el policía nacional que estaba detrás del mostrador aparecieron inmediatamente dos miembros de la Brigada Antiterrorista, los inspectores Romero y Castrofuerte. Antonio Romero era un viejo conocido del padre Vázquez, de la época en la que ambos trabajaban en la Brigada Político Social. A su lado Ernesto Castrofuerte parecía un chiquillo recién salido de la academia, aunque llevaba varios años de trabajo policial bajo sus espaldas.

– Cuando Ansúrez me dijo que ibas a venir por aquí no podía creérmelo -dijo Romero después de abrazar a Emilio Vázquez-. Mira, éste es Emilio Vázquez -añadió dirigiéndose a Castrofuerte-, te he hablado de él muchas veces, mi antiguo jefe, el que dejó este negocio y se metió a cura. Emilio, te presento a mi compañero, el inspector Ernesto Castrofuerte.

– Encantado -dijeron al unísono los dos, estrechándose las manos.

– ¿Cómo te va la vida de cura? Todavía me parece imposible que dieras ese paso, sobre todo con lo que te gustaban las mujeres -dijo guiñándole un ojo, mientras con las manos hacía un ostensible gesto obsceno.

– Y me siguen gustando -respondió con un deje nostálgico-, pero todo eso pertenece al pasado. Ya te expliqué mis razones en su momento y la verdad, no quisiera parecer ofensivo, pero no me apetece volver otra vez sobre lo mismo. ¿Y tú qué me cuentas?

– Ya ves, sigo de inspector. Los de ahora me usan para lo mismo que me usaban los de antes, sólo que no se atreven a ascenderme a comisario, por el qué dirán y esas cosas, mi nombre ha salido en la prensa más de lo conveniente, pero que se jodan si creen que eso me importa un huevo, ya me cuido yo de compensar la falta de ascenso profesional con otro tipo de prebendas. Y que conste que todo esto te lo digo bajo estricto secreto de confesión, no vayas a piar mis palabras ante oídos inconvenientes -finalizó entre grandes risotadas.

Mientras estaban hablando se habían acercado a una de las dependencias del edificio, en la que se encontraban las oficinas de los dos inspectores. Su aspecto había cambiado radicalmente desde que Vázquez les abandonara. El antiguo cuchitril había sucumbido a los designios de la modernidad. Muebles funcionales, limpieza absoluta y ordenadores, sobre todo ordenadores. La tecnología como nuevo soporte de la lucha contra el crimen.

– Me ha dicho Ansúrez que necesitabas nuestra ayuda -dijo Romero después de haberse aposentado en la oficina-. La verdad es que me ha extrañado, porque me ha contado en qué estabas metido y no veo qué tiene que ver con nosotros.

– Bueno, si Ansúrez te ha contado de qué va la cosa, mejor, así no tenemos que perder el tiempo en prolegómenos. Se trata de una idea que me ha venido a la cabeza. Tal vez el problema no sea estrictamente la desaparición del padre Gajate, ni siquiera el robo de los cien millones de pesetas, sino algo relacionado conmigo directamente.

– ¿En qué te basas para pensar eso?

– En que continuamente me está dejando pequeñas señales, como si fueran mensajes que me envía para facilitar la búsqueda. Da la impresión de que quiere que le encuentre.

– Eso suena más a un desequilibrio metal que a otra cosa, y por lo que me ha contado Ansúrez no parece ser ése el caso.

– Y posiblemente no lo es, no creo que de repente el padre Gajate se haya convertido en un perturbado, ni siquiera que la mujer que le acompaña le haya sorbido el seso de un modo tal que le haya cambiado por entero la personalidad. No, tiene que haber algo diferente y he pensado que quizá se encuentre en su pasado, sobre todo si está relacionado con el mío.

– ¿Os conocíais de antes? -preguntó Romero.

– No, creo que no, al menos no me suena de nada.

– Entonces, ¿cuál es exactamente tu idea?

– Verás, se trata de un cura de ideas progresistas.

– Sí, conozco el paño -le interrumpió desabridamente el inspector Romero.

– No lo pongo en duda -se sonrió involuntariamente el padre Vázquez, recordando viejos tiempos- y es posible que hace años anduviera metido en actividades de grupos clandestinos. Al fin y al cabo entró en el seminario en tiempos de la dictadura.

– Vaya, veo que te has reciclado a base de bien, tú también usas esa expresión.

– Sólo por motivos técnicos, Antonio. Además, tenemos que admitir que los tiempos han cambiado y quizá nuestros métodos no eran los más correctos ni respetuosos.

– Sí, ya sé que te entraron problemas de conciencia y por eso cambiaste de vida, pero no me jodas, Emilio, siempre hicimos lo que teníamos que hacer.

– Tal vez tengas razón pero hace tiempo que desistí de discutir sobre esos asuntos. Si no te importa me gustaría acabar de explicarte mi idea.

– Desembucha.

– Como te he dicho, el padre Gajate fue seminarista en la época anterior a la muerte de Franco y conociendo tanto sus ideas como por dónde respiraba la Iglesia en aquellos tiempos, no sería nada raro que hubiera estado metido hasta el cuello en actividades subversivas e ilegales. Si eso fue así quizá, sin que yo lo sepa, hayamos colisionado de algún modo y en estos momentos, por un afán de venganza o de justicia desmedida quiera jugar conmigo al gato y al ratón.

– Esto no es un juego, Emilio -dijo el inspector Romero.

– Lo sé, para nosotros nunca ha sido un juego, pero a él no le guían los mismos motivos que a nosotros. Si hay algo que le está incitando a jugar conmigo, quiero saber qué es.

– Creo que se podrá hacer alguna cosa a ese respecto -contestó Romero mirando inquisitivamente a su compañero.

– Desde luego -respondió a la muda pregunta el inspector Castrofuerte-, pero nos llevará algo de tiempo.

El más joven de los dos inspectores se acercó a los ordenadores y con una agilidad hija a partes iguales de la práctica y de la preparación empezó a teclear velozmente, de modo que ni Vázquez ni Romero eran capaces de seguir con la vista sus evoluciones.

– Estos chavalines están muy preparados en eso de la informática, pero a la hora de dar hostias son unos merengues del carajo -comentó riéndose Romero.

– Si quieres hacemos la prueba -contestó siguiéndole la broma el inspector Castrofuerte, sin dejar de teclear en ningún momento.

– No he encontrado nada -volvió a decir el inspector Castrofuerte cuando por fin dejó de hurgar en el ordenador.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Vázquez algo desilusionado-, ¿que está totalmente limpio?

– No, tan sólo que está limpio en estos momentos -replicó el inspector Castrofuerte-. Con las amnistías que se otorgaron tras la muerte de Franco muchos datos desaparecieron, supongo que estarás al tanto.

– Déjate de chorradas, que yo viví a tope esa época -contestó, enfadado, el padre Vázquez-. Desaparecieron teóricamente, pero todos sabemos que sólo teóricamente. Esos datos existían, por lo menos cuando yo abandoné el cuerpo existían, y me extrañaría mucho que no siguieran existiendo.

– Por supuesto que siguen existiendo -contestó ufano Castrofuerte-, pero ahora existe una Ley de Protección de Datos, así que no nos ha quedado más remedio que sumergir muy profundamente aquéllos en los que estás interesado. Pero con un buen equipo de inmersión todo puede solucionarse.

– Como verás -dijo Romero-, sí que nos hemos adaptado a la nueva era.

– Tardaremos algo de tiempo -volvió a hablar Castrofuerte-, pero creo que al final quedarás contento.

– Tengo todo el tiempo del mundo -contestó Vázquez.

– En ese caso, pongamos de nuevo manos a la obra -dijo satisfecho Castrofuerte, encantado de poder demostrar a esa vieja gloria lo que él y sus instrumentos eran capaces de hacer.

Mientras volvía a teclear frenéticamente su ordenador explicaba a sus acompañantes, con claro espíritu didáctico y para amenizar la espera, lo que estaba haciendo, qué era una red, en qué consistía el correo electrónico, de cuántos megas podía disponer, pero cuando observó que los dos viejos amigos se dedicaban a charlar de sus cosas sin prestarle la menor atención optó por seguir trabajando en silencio.

– Bueno -dijo volviéndose hacia donde estaban sus dos compañeros-, por fin he conseguido lo que deseabais.

El padre Vázquez y el inspector Romero cesaron bruscamente su charla y acudieron presurosos a donde se hallaba el inspector Castrofuerte que se había levantado de su silla y permanecía de pie junto a la impresora. Durante varios segundos fue apilando los folios en una bandeja y luego, cuando la actividad cesó, se los entregó a Vázquez.

– Si quieres te hago un somero resumen de lo que vas a encontrar en esos papeles -dijo Castrofuerte.

– Dime.

– Bueno, tenías razón. Ander Gajate es un viejo conocido nuestro, y cuando digo viejo lo digo con toda propiedad ya que sus antecedentes se remontan a la época anterior a la muerte de Franco. De hecho no se le conocen actividades políticas con posterioridad a la amnistía de 1977.

– ¿Has encontrado algo que le pueda relacionar conmigo?

– En principio creo que no. Tendrás que cotejar fechas y situaciones, al fin y al cabo nadie mejor que tú para saber en qué has andado metido, pero a simple vista, y por lo que me ha contado Antonio, lo que él hacía no eran asuntos en los que tú hubieses estado muy interesado.

Activismo cultural, organización de mesas redondas sobre derechos humanos, apoyo a trabajadores en huelga, firma de manifiestos en pro de presos políticos, artículos en éusquera para revistas clandestinas y de escasa tirada, en fin, nada importante. El padre Gajate era tan sólo una mosca cojonera, como se dice ahora, no un auténtico peligro para el régimen.

– ¿No aparece nada relacionado con actividades terroristas?

– Bueno, tú mejor que yo sabes que en aquellos tiempos a todos los que no comulgaban con la situación se les colgaba el sambenito de terroristas así que los datos que hay son poco fiables. Se sospechaba de su proximidad a ETA y quizá realizara alguna actividad de apoyo o simpatía pero, en todo caso, sería puramente marginal, en ningún momento fue acusado de colaboración con banda armada. Aunque puede haber una relación indirecta.

– ¿Cuál?

– Un hermano suyo, su hermano mayor, fue miembro de la organización terrorista y murió en un enfrentamiento con la policía, pero según los datos que tenemos tú en ese momento no estabas destinado en el País Vasco.

– Él puede pensar que sí.

– Hasta ahí no llegan mis máquinas -contestó Castrofuerte alzando los brazos en un cómico gesto-, todavía no se ha inventado el ordenador capaz de adivinar los pensamientos, pero es una posibilidad que deberías investigar.

– ¿Alguna cosa más de interés?

– Sí, hay otra muerte. Un compañero suyo de seminario, un tal Joaquín Torrente, falleció abatido por disparos de la Policía Armada una noche que había ido a colocar carteles subversivos en el Casco Viejo. Conociendo a tu amigo es posible que esa noche le hubiera acompañado, pero nunca se pudo probar nada. El rector del seminario juró y perjuró que ninguno de sus pupilos, salvo el difunto, claro está, había abandonado esa noche los acogedores muros del seminario. Ya lo sabes, con la Iglesia hemos topado y todas esas cosas.

– Sí, lo sé, pero no me suena. Salvo por mera coincidencia nunca me he dedicado a perseguir a niñatos que colocaban pasquines en las paredes, mi trabajo era diferente.

– Lo sé, pero esa es la información que te podemos proporcionar. Lo lamento si no te sirve para nada.

– No, no, os estoy muy agradecido. Todo es útil, lo único que tengo que hacer es seguir trabajando con los datos que me habéis dado. Bueno, muchas gracias de nuevo, pero lamentándolo en el alma os tengo que dejar.

El inspector Antonio Romero le acompañó hasta la puerta de la calle pero antes de despedirle con un abrazo se puso serio e intentó darle un consejo.

– Ya sé que eres perro viejo, Emilio, pero ten cuidado, ten mucho cuidado. Diga lo que diga la gente joven como Castrofuerte, no todo está en los ordenadores. Quienes hemos vivido mucho lo sabemos. Haz caso a tu instinto, podría salvarte la vida. Quizá ese curita no se haya cruzado nunca en tu camino pero si está lanzándote continuos mensajes no es por mera frivolidad, de eso puedes estar seguro. Y recuerda, el que golpea primero golpea dos veces.

– Hace tiempo que procuro vivir al margen de los golpes.

– Eso es imposible, Emilio, y tú lo sabes. Los golpes que hemos dado, y los que hemos recibido, nos han marcado para siempre.

Capítulo veinte

Emilio Vázquez comprobó minuciosamente los papeles que le había proporcionado el inspector Castrofuerte y se reafirmó en su idea de que no tenía nada que ver ni con la muerte del hermano del padre Gajate ni con la de su compañero. Si tenía las manos manchadas de sangre no eran precisamente esas dos muertes las que le salpicaban. Aun así continuaba pensando que no estaba desencaminado al relacionar el pasado del padre Gajate con la situación actual. Era evidente que aunque quizá no hubieran llegado a enfrentarse directamente estaban situados en bandos opuestos y, de algún modo, entre ellos, o entre lo que representaban, se había producido una clara confrontación. Llevaba años intentando huir de ese pasado pero mirara por donde mirara siempre le surgía al paso.

Decidido a seguir el método que se había impuesto se acercó hasta la localidad natal del sacerdote desaparecido. Dudaba mucho de que la madre de Ander Gajate fuera capaz de aportarle algún dato esclarecedor pero una conversación con ella podría ser extremadamente útil para ir configurando una imagen cada vez más nítida de su presa. Un autobús de cercanías le dejó en la plaza del pueblo y una vez allí, preguntando, le encaminaron sin problemas hasta el caserío en el que había nacido y vivido el padre Gajate.

Agradeció a Dios el que aún se mantuviera en forma pese a los años transcurridos desde que dejó el cuerpo de policía, ya que el caserío se encontraba en las afueras del pueblo, en la ladera de un monte. Aun así, completamente sudado, pudo comprobar la hospitalidad de la madre del sacerdote. Un vaso de agua fresca al principio, para mitigar el acaloramiento, y un vaso de vino después, para entonarse, fueron las ofrendas con las que Josune Sarasola, viuda de Gajate y auténtico baluarte del clan familiar, agasajó a su visitante.

– Gracias, se lo agradezco profundamente -contestó el padre Vázquez, ya repuesto tras haber dado un primer sorbo al vaso de vino.

– No hay de qué, es lo que haría por cualquier persona, cómo no voy a hacerlo tratándose de un hombre de Dios.

El padre Vázquez, contra su costumbre, había ido vestido de sacerdote tradicional, con sotana y alzacuello. Pocas veces vestía de esa guisa, no ya por el anacronismo que tal vestimenta suponía ni porque eso permitiera que se le identificara sin ninguna duda con su profesión, al fin y al cabo era sacerdote y no renegaba de ello, sino básicamente por comodidad. No acababa de acostumbrarse a esa ropa que impedía sus movimientos y le coartaba a la hora de andar y correr, pero había estimado con buen tino que la mujer a la que iba a visitar sería más proclive a su persona si le veía embutido en una negra sotana.

Miró en torno suyo y comprobó con satisfacción que todo estaba tal y como lo esperaba. Se hallaban sentados en el interior de una espaciosa cocina, en unas sillas de madera alrededor de una mesa estrecha y alargada. Un mantel de cuadros rojos y negros había sido colocado precipitadamente sobre un hule viejo, mientras que de la enrojecida chapa de la cocina se desprendía un agradable calorcillo que inundaba toda la estancia. Posiblemente la calefacción había llegado al resto del caserío pero allí, en los dominios de aquella mujer, se seguía utilizando el método tradicional.

Le gustaba lo que veía. Estaba convencido de que si golpeara con sus dedos el borde del vaso en el que había sido depositado el vino que estaba bebiendo posiblemente no vibrara con un tintineo musical, pero si ese mismo vaso cayera al suelo no se haría añicos con mucha facilidad. En cuanto a la mujer que tenía enfrente, pese al delantal que le colgaba por encima de su viejo vestido y al arcaico moño que adornaba su cabeza, exhalaba un aire de dignidad que hacía mucho más difícil el trabajo que el padre Vázquez se había adjudicado. Lo único que quizá no encajara era el joven que se había sentado en una esquina, observándoles en silencio. La espesa barba que ocultaba su rostro y la camiseta que vestía, adornada con dibujos y leyendas alusivas a un conocido grupo local de rock radical le hacían parecer fuera de lugar. Y sin embargo era su casa y, si miraba más fijamente, parecía estar integrado totalmente en ella, como si formara parte indisoluble del paisaje doméstico. La mujer se lo había presentado como su hijo Iker, el hermano pequeño del padre Gajate.

– Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no tiene inconveniente -dijo el padre Vázquez rompiendo bruscamente, a su pesar, el silencio que se había cernido sobre la cocina.

– ¿Cómo voy a negarme a la petición de un sacerdote? -protestó con sinceridad Josune Sarasola, viuda de Gajate-. Pregunte lo que quiera que yo, dentro de mi ignorancia, intentaré contestarle.

– Me llamo Emilio Vázquez y soy sacerdote en la misma orden, y en el mismo colegio, en que lo es su hijo Ander. No sé si habrá oído hablar de mí.

– No, lo siento, pero mi hijo es muy reservado para esas cosas. Además, le veo muy poco. No piense que es un mal hijo, ni mucho menos, pero claro, como él dice, hay gente mucho más necesitada que yo a la que él debe atender con prioridad. ¿Se dice así, Iker? -preguntó a su hijo.

– Así es, amá, pero contesta con tranquilidad. El padre sabe que somos humildes labradores y perdonará nuestra falta de cultura.

– Tienes razón, hijo. Pues lo que le iba diciendo, Ander es un buen hijo, y cuando se metió sacerdote me dio una gran alegría. En esta casa siempre hemos sido muy católicos y fieles cumplidores de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

– Su hijo, ¿siempre quiso ser sacerdote?

– Siempre, siempre, no. Como todos los niños quiso ser otras cosas, bombero, torero, cantante, incluso enterrador. La vocación le vino más tarde aunque, eso sí, desde que hizo la primera comunión no faltó a la iglesia ningún domingo ni fiesta de guardar y a menudo ayudaba al padre Patxi, nuestro párroco, a oficiar la santa misa. Yo creo que de eso, del contacto con el párroco, le vino la afición.

– ¿Alguna vez le ha comentado si se había arrepentido de dar ese paso?

– No entiendo.

– Quiere decir si alguna vez Ander te ha dicho que se ha arrepentido de haberse hecho sacerdote -le explicó el hijo pequeño.

– Nunca, válgame Dios, nunca. Siempre le he visto feliz, primero en el seminario y luego en el colegio, de sacerdote. Es lo que él ha querido ser y lo que le ha hecho feliz. Hemos sufrido mucho en esta familia, ¿sabe usted?, y no puedo negar que tener un hijo sacerdote nos reconforta del todo.

– ¿Cuánto tiempo hace que no habla con él?

– Es curioso que me haga esa pregunta, llevaba mucho tiempo sin saber nada de él, ya le digo que eso no es extraño, es una persona muy ocupada, por desgracia hay mucha miseria y pobreza en el mundo que aliviar, pero hará unos tres días me llamó por teléfono y estuvimos hablando durante largo rato.

– ¿Notó algo raro en esa conversación? ¿Le pareció nervioso o preocupado?

– No, le vi como siempre. Preocupado sí, estaba preocupado, pero eso es algo habitual en él. Yo siempre le digo que se tranquilice pero él siempre me dice lo mismo, amá, hay mucha gente necesitada en el mundo, y no podemos estar contentos y felices mientras no hagamos lo imposible para mitigar su sufrimiento. Yo no entiendo mucho pero pienso que tiene razón, no está bien que haya gente sufriendo. Lo sé porque nosotros también hemos sufrido lo nuestro.

– Quizá al padre le interese saber lo último que te dijo -comentó el hijo pequeño al observar que su madre se callaba.

– Ah, sí, es verdad, se me había olvidado, lo siento. Sí que me dijo algo raro, justo un momento antes de colgar. Me dijo, precisamente, que dentro de unos días vendría a verme un sacerdote compañero suyo y que me haría algunas preguntas. Me imagino que estaba pensando en usted.

– Supongo que sí.

– Me dijo también que contestara con sinceridad a todo lo que me preguntara, menudo consejo, le dije, ¿pues cómo cree él que contesto yo a la gente, y más tratándose de un sacerdote? ¿Cuándo me has visto a mí andar con mentiras?, le dije, pero él volvió a insistir en que me preguntara lo que me preguntara le respondiera siempre diciéndole la verdad y otra cosa que me extrañó mucho, no entiendo en qué estaría pensando, fue que me pidió que fuera cual fuera la pregunta no me extrañara y contestara sin enfadarme. La verdad, no entiendo por qué tendría que enfadarme, pero como insistió se lo prometí. Así que pregunte lo que quiera, que no me voy a enfadar.

– Su hijo sabía que seguramente tendría que hacerle algunas preguntas delicadas y, presumiblemente, quería prepararla. Antes ya le he hecho una pregunta similar pero me gustaría volver a hacérsela: en los últimos tiempos, ¿le ha dicho su hijo que deseaba abandonar el sacerdocio?

– No, nunca. Mi hijo es sacerdote y lo es para siempre.

– ¿Se lo ha dicho él en persona?

– Soy su madre y lo sé, le conozco lo suficiente como para saber que nunca va a abandonar los hábitos.

– La gente cambia.

– Mi hijo no -replicó con firmeza Josune Sarasola.

– ¿Sabe si echa en falta la convivencia con una mujer?

– ¿Una mujer? Mi hijo es sacerdote, sus votos son muy importantes para él. ¿Cuándo se ha visto que los sacerdotes anden con mujeres?

– Bueno, ahora hay una clara tendencia entre los más jóvenes a predicar la voluntariedad del celibato. De hecho, aunque no está oficialmente permitido, en algunos lugares y ambientes se tolera la existencia de sacerdotes casados.

– Dios mío, Dios mío, no sé adonde vamos a ir a parar. Sacerdotes casados, ¿has oído eso, Iker?

– Sí, amá, y no me parece mal. Un sacerdote es un hombre como otro cualquiera.

– Un hombre como otro cualquiera, un hombre como otro cualquiera, sandeces -rezongó la madre- ¿eso es lo que os han enseñado en la escuela? Un sacerdote no es un hombre como otro cualquiera sino un hombre de Dios.

– Así es -comentó conciliador el padre Vázquez-, pero su hijo tiene razón, un sacerdote puede llegar a pensar que los votos que ha hecho constituyen una carga muy pesada. Constantemente se producen situaciones de este tipo y todos los años el Vaticano autoriza la secularización de un gran número de sacerdotes. En cuanto a su hijo, no quisiera decepcionarla pero me parece que ha entrado en ese camino.

– ¿Qué está usted insinuando?

– Mire, señora, voy a ser totalmente sincero con usted. Hace varios días que su hijo ha desaparecido. No viene por el colegio ni ha dado señales de vida en la vivienda que comparte con otros compañeros. No sabemos dónde está, de lo único que estamos seguros es de que por medio hay una mujer. Y también, debe usted saberlo, que ha desaparecido una importante cantidad de dinero que estaba bajo su custodia.

– Mi hijo no es ningún ladrón ni mujeriego -tronó la mujer. Intentaba contenerse, recordando las enigmáticas palabras de su hijo, pero era evidente que tenía que hacer un gran esfuerzo para no enfadarse.

– Yo no he dicho que lo sea, me limito a contarle lo que ha sucedido por si usted me puede ayudar a encontrarle.

– Quizá le hayan secuestrado -replicó tímidamente la madre-, desgraciadamente esas cosas ocurren a menudo, y nadie está a salvo, ni siquiera los sacerdotes, recuerde lo que sucedió en El Salvador.

– Me temo que no es así. Por los datos que tenemos su hijo desapareció voluntariamente, sin ser coaccionado.

– Si es así, ¿qué quiere que yo haga? -habló totalmente abatida la madre del sacerdote-, está visto que para los pobres no puede haber felicidad en este mundo. Mi único hijo sacerdote traicionando a la propia Iglesia -finalizó desconsolada.

– No debiera juzgarle tan duramente -dijo Vázquez, en un vano intento por consolar a su interlocutora-, sólo Dios conoce lo que pasa por la mente de los hombres. Ser sacerdote es duro y tal vez su hijo no lo ha soportado, pero eso no significa que se haya convertido en un indeseable. Posiblemente haya tenido sus motivos para actuar como ha actuado y a nosotros nos corresponde intentar ayudarle, intentar sacarle del bache en el que puede estar metido.

– ¿Y qué es lo que podemos hacer?

– Lo primero de todo intentar encontrarle. ¿Le habló en algún momento de la mujer con la que se ha fugado?

– No, por Dios, no lo hubiera consentido.

– Bueno, en ese caso lo único que podemos hacer es esperar. Es posible que vuelva a telefonearla y, si es así, intente convencerle para que se ponga en contacto conmigo o con alguien del colegio.

– Descuide, que así lo haré. Mi chico es un buen chaval y si ha hecho cosas raras será por algún buen motivo o por estrés, eso que está tan de moda entre la gente de dinero.

El padre Vázquez declinó el sincero ofrecimiento de quedarse a cenar una buena porrusalda y despidiéndose de su anfitriona se dispuso a salir. Antes de que lo hiciera el hermano pequeño, que apenas había intervenido en la conversación, se ofreció a llevarle hasta el pueblo.

– Ha oscurecido y el camino puede ser peligroso cuando no se conoce bien. Si quiere le acerco hasta la plaza y allí podrá coger un autobús.

Vázquez aceptó la oferta y poco después se acomodaba en el asiento delantero de un viejo pero correoso Land-Rover. El joven demostró que hacía ese camino varias veces al día y que incluso podía hacerlo con los ojos cerrados pese a las curvas que orlaban lo que ningún optimista hubiera denominado carretera. Una vez en el pueblo le condujo hasta la plaza, aparcando junto al edificio del ayuntamiento.

– Si le apetece, podríamos tomar un par de vinos -dijo jovial el hermano del padre Gajate.

– ¿Por qué no? -contestó el padre Vázquez. Era evidente que no se trataba de una invitación producida por un repentino acceso de simpatía. Si el hermano del padre Gajate le invitaba a tomar un vino era porque quería hablar con él, así que lo mejor era acceder y averiguar qué quería decirle.

Salieron del Land-Rover y se dirigieron hacia un bar en cuyo cartel exterior podía leerse la palabra herriko taberna [5].

– ¿Sabe lo que es esto? -preguntó el joven señalando el cartel.

– Perfectamente -contestó el ex policía. Más de una vez había entrado en ese tipo de locales en busca de algún colaborador de la banda terrorista.

En el interior del local no había ninguna mesa libre pero con un simple movimiento de cejas el acompañante del padre Vázquez consiguió que cuatro amigos que estaban jugando al mus abandonaran la partida y pusieran la mesa a su disposición. Estaba claro que Iker Gajate no era un cualquiera, debía de tener poder entre esa gente.

– ¿Tinto? -preguntó escuetamente y al comprobar que el padre Vázquez asentía en silencio se dirigió dando grandes voces al camarero-: Endika, beltza bi [6] -luego, volviendo su vista a unos carteles que aparecían colgados de las paredes habló de nuevo con el padre Vázquez-. ¿Ve esos carteles? Las fotografías que aparecen en ellos son de militantes vascos, muertos o encarcelados. El primero de arriba, a la izquierda, es mi hermano Mikel, el mayor. Fue uno de los primeros miembros de la organización asesinados por la policía española. Quién sabe, quizá le matara usted.

– No, no fui yo, aunque podría haberlo sido. De todos modos eso son historias antiguas.

– Sabe, en cierto modo me gusta usted, tiene cojones a pesar de haberse metido a cura, pero se equivoca si cree que hablo de historias antiguas, para nosotros todo esto -señaló con la mano extendida el cartel- sigue estando vivo, dolorosamente vivo.

– El odio no es un buen consejero, antes o después habrá que parar esta locura.

– Es posible pero ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Tal vez usted?

– No tengo capacidad para eso y, además, estoy retirado. Hace tiempo que dejé de ser policía, ahora sólo soy un simple cura.

– Cura sí pero simple no -replicó sonriente Iker Gajate-. Está usted buscando a mi hermano.

– Tan sólo obedeciendo las órdenes del provincial de nuestra congregación.

– Lo sé, mi hermano me lo ha contado.

– Así que está en contacto con usted.

– Más o menos, no es que me llame a todas horas pero sí lo hace con cierta asiduidad. De hecho siempre hemos tenido una buena relación. Aunque yo no soy especialmente religioso tampoco soy totalmente descreído. En realidad, teniendo en cuenta el ambiente en el que me he criado se me hace difícil dar el paso al ateísmo aunque no me gusta mucho la idea institucional de la Iglesia. Sin embargo, el tener un hermano sacerdote te proporciona cierta tranquilidad. El ver a alguien próximo a ti que se entrega con dedicación y alegría a una causa te hace pensar que quizá haya algo de cierto en ella. En política se produce un efecto parecido, por eso nosotros les llevamos ventaja.

– No sé a quiénes se refiere con ese nosotros y con ese les, pero dedicar la vida a una idea no la convierte necesariamente en justa.

– Es posible, pero para alguien dedicado a una causa se trata de vencer, no de convencer. No obstante, prefiero no desviarme del asunto, estábamos hablando de mi hermano Ander. Ha desaparecido y usted le busca. Además, se ha llevado una importante cantidad de dinero y se encuentra acompañado de una mujer. Si quiere que le sea totalmente sincero lo de la mujer no me preocupa, incluso le alabo el gusto, pero lo del dinero es otra cosa. Entiéndame, no tengo prejuicios pequeñoburgueses acerca del dinero, lo que no acabo de comprender es que mi hermano lo haya robado. No es una acción propia de él.

– Quizá tenga algún motivo.

– Posiblemente lo tiene, de eso estoy seguro, lo que no acabo de saber es si sus motivos son lo suficientemente adecuados, por lo menos desde mi punto de vista. No veo a mi hermano cogiendo ese dinero sencillamente para irse a Río a vivir con una tía.

– Yo tampoco lo veo así pero es una posibilidad. De hecho es lo único que sabemos seguro.

– No hay nada totalmente seguro en este mundo. ¿Quién iba a pensar que un hombre de fuertes convicciones religiosas iba a hacer lo que ha hecho mi hermano? Y sin embargo, contra todo pronóstico, se ha atrevido a dar ese paso. Yo sé que le ha costado mucho pero no por temor a defraudar a la Iglesia sino por temor a defraudar a nuestra madre. Créame, eso ha sido lo más fuerte de todo. Y sin embargo, ha vencido ese miedo y ha actuado del modo que lo ha hecho. No conozco sus motivos, eso lo admito, pero estoy convencido de que existen. Y no sólo existen sino que pronto los conocerá usted también. Él sabe que usted le está buscando.

– Hace tiempo que lo suponía.

– Y también sabe que usted lo sabe.

– ¿Vamos a jugar al juego de yo sé que tú sabes que yo sé o tiene algún mensaje que darme?

– Hay un mensaje. No se esfuerce en buscarle porque cuando llegue el momento él aparecerá y se resolverá todo. Quizá no a su gusto, esto último no me lo ha dicho él, lo he deducido yo, pero cuando llegue el momento todo se aclarará.

– Entonces tenía yo razón, en su acción hay un claro componente de venganza por algo que yo he hecho o por lo que he sido.

– Pudiera ser, a tanto no llego, aunque se supone que en el ánimo de un sacerdote no pueden anidar los deseos de venganza. De todos modos, lo que algunos llaman venganza otros tal vez denominen justicia.

– Usar palabras bonitas no cambian los hechos.

– Lo sé, pero no me corresponde a mí juzgar. Sólo soy un mensajero, usted es quien debe asimilar el mensaje y, si me disculpa, creo que no tenemos nada más de qué hablar. Yo me quedaré aquí durante un rato para solucionar unos asuntos pero creo que usted debe irse cuanto antes. Me he hecho cargo de su seguridad y no le ocurrirá nada mientras permanezca aquí, pero comprenda que entre nosotros no es usted persona grata -finalizó Iker Gajate abandonando la cordialidad que le había acompañado durante toda la conversación.

Cuando el padre Vázquez traspasaba la puerta del local has visto cómo tu hermano miraba hacia la puerta que separa la barra de la taberna de la cocina y te guiñaba un ojo, con un gesto de camaradería que tú sabes que proviene del afecto que te tiene, no de que te comprenda realmente. Desde tu puesto de observación has vigilado atentamente la conversación entre tu hermano pequeño y tu hermano en Cristo, aunque pensar esto último pueda parecer un sarcasmo, pero sigues usando inconscientemente el lenguaje adquirido tras años de profesión religiosa.

No has podido escuchar el contenido de la conversación pero imaginas perfectamente lo que se han dicho ambos contertulios, y sabes que ninguno de los dos te puede comprender.

Tu hermano está muy alejado de ti, sus intereses, sus obsesiones, son distintas a las tuyas aunque puedan tener la misma raíz.

En cuanto al padre Vázquez sabes que está desconcertado y que sospecha algo pero por más que investigue será difícil que llegue, por sí solo, a descubrir la verdad. Es un verdugo que pronto se va a convertir en víctima y lo intuye, pero no podrá cambiar su destino. Quizá se haya arrepentido pero no es tan sencillo borrar las culpas de toda una vida. No, lo sabes por experiencia, porque no estás seguro de que algún día tú seas capaz de borrar las tuyas.

Mientras tanto te escondes detrás de una puerta y esperas el momento de asestar el golpe definitivo.

Capítulo veintiuno

Muy pronto, gracias a Julián, abandoné el barniz de novato que me había caído nada más ingresar en el Cuerpo de Policía y fui adquiriendo los conocimientos suficientes para desenvolverme en lo que, gracias al imperativo paterno, acabó por ser mi profesión. Poco a poco yo mismo veía cómo iba cogiendo soltura y confianza y, cada vez más, mis maneras y modos de actuar se parecían a los de mi compañero aunque yo lo hubiera negado tajantemente si alguien lo hubiera insinuado en mi presencia.

Durante los cinco primeros meses, de todos modos, el trabajo fue monótono y rutinario. Vigilancia de las calles, detenciones de pequeños rateros, intervenciones pacificadoras en peleas callejeras y riñas conyugales y visitas habituales a Clara cuando tenía algún momento libre. Además, en seguida vencí mis escrúpulos y empecé a redondear mi exiguo sueldo con las propinas recibidas de los dueños de locales de alterne, peristas y en general de los pequeños delincuentes a los que no merecía demasiado la pena encarcelar, cosa que agradecían del único modo que ellos conocían y nosotros aceptábamos, con dinero contante y sonante.

Era una buena vida pero demasiado limitada y yo no me veía, en el futuro, patrullando las calles y cobrando un aguinaldo procedente de los chorizos madrileños, pero mientras no llegara lo que yo en sueños denominaba mi gran oportunidad no me quedaba más remedio que esperar. Y la oportunidad, al final, llamó a mi puerta si bien de un modo totalmente inesperado.

Al cabo de cinco meses de empezar a patrullar las calles se dio orden a todos los policías de servicio de dejar lo que tuviéramos entre manos y dedicarnos a la búsqueda y captura de un misterioso ladrón de joyas que llevaba dos meses actuando en la zona de Madrid y alrededores. Según parecía, ya que las autoridades no dejaron traslucir en ningún momento la gravedad del caso, se trataba de un individuo que se había dedicado a robar en las viviendas y chalés de la gente más pudiente de Madrid. No desdeñaba el dinero pero, sobre todo, se dedicaba a las joyas. Se rumoreaba que la casa de algún ministro había recibido la visita de ese desconocido ladrón y la inquietud había empezado a ser cada vez mayor. La presión sobre el director general de la Seguridad del Estado debió de hacerse insoportable y éste la transmitió a sus subordinados, los cuales nos pusieron firmes a todos los policías de a pie.

Era muy poco lo que nosotros, simples policías motorizados, podíamos hacer donde habían fracasado los más brillantes investigadores del cuerpo pero órdenes son órdenes y nos dedicamos incansablemente a escudriñar todos los rincones donde pudiera esconderse un ladrón de joyas que más parecía salido de una película de Hollywood que de las callejuelas de Madrid por las que habitualmente transitábamos.

– Es una gilipollez -solía decirme Julián claramente cabreado-, porque no vamos a conseguir nada, lo único perder el tiempo. Y además perjudica nuestros negocios.

Esto último lo decía porque a causa de las órdenes recibidas habíamos considerado poco prudente seguir confraternizando con nuestros clientes habituales, con el consiguiente parón de los pagos a los que éstos nos tenían acostumbrados. Ni siquiera podíamos ir con la frecuencia acostumbrada a ver a nuestras amigas del burdel y tengo que admitir que echaba mucho de menos a Clara, tanto que a veces hasta me dolía físicamente el miembro viril y debía volver a la solitaria práctica que aprendí en el colegio, bajo la batuta de Fernandito.

Sin embargo, pese a nuestro escepticismo y malestar, nos dedicamos en cuerpo y alma a nuestra nueva labor sin obtener, como por otra parte era lo lógico y esperado, ningún resultado. Hasta que los hados decidieron aliarse con nosotros y ocurrió el accidente.

Fue una suerte que estuviéramos cerca del lugar donde todo ocurrió, ya que en caso contrario ni siquiera nos hubiéramos aproximado. Normalmente evitábamos acudir a ese tipo de sucesos. Sí, es cierto que también estábamos para socorrer a las personas que sufrían alguna desgracia en la carretera, pero si algún otro compañero llegaba antes que nosotros al lugar del accidente, mejor que mejor. No eran nada agradables los espectáculos que solían verse cuando los coches se estrellaban unos contra otros en las carreteras. Más de una vez nos había tocado sacar a rastras el cadáver mutilado de algún infeliz y, ciertamente, no es un plato de gusto para nadie. Pero aquella vez tuvimos la mala suerte de ser los más cercanos al lugar en el que se había estrellado un vehículo y no nos quedó más remedio que acudir a levantar el atestado y echar una mano en lo que se pudiera.

Nada más echar un vistazo al conductor vimos que no podíamos hacer nada por él excepto rezar un responso. Tenía el pecho hundido y la cara totalmente destrozada. Con toda seguridad el fallecimiento había sido instantáneo. Hurgamos en sus ropas buscando la documentación. Se trataba de un tal Ángel Loperena, soltero, nacido y residente en Madrid, de treinta y cuatro años de edad. Aunque para mí era un perfecto desconocido no lo era para Julián.

– Bueno, un señorito menos -dijo sin el menor asomo de piedad por su horrendo fin-. Dinero de papá y vicios propios. Juergas, mujeres, alcohol. En fin, lo normal en estos casos.

– ¿Le conocías?

– De referencias. Era muy popular en ciertos ambientes de la clase alta madrileña y aunque yo no me muevo en esos ambientes, ni puñetera falta que me hace, es mi obligación estar al tanto de lo que en ellos se cuece. Más de una vez me ha tocado acompañar a señoritos embriagados a las casas de sus padres. Y te aseguro que éstos nunca dan propina, todo lo contrario, te miran como si fueras tú el culpable del estado de sus hijos. Pero en el fondo son ellos los que nos pagan así que a ellos nos debemos -finalizó filosóficamente su perorata.

Mientras hablaba conmigo no había dejado de registrar lo que quedaba del vehículo. De repente, totalmente excitado, empezó a llamarme dando grandes voces.

– Emilio, Emilio, ven aquí inmediatamente y mira esto.

Intrigado más por el aspecto de loco que de repente había adquirido que por sus voces, ya que era algo habitual en él dar vozarrones a troche y moche, me acerqué hasta donde se encontraba mi compañero y a indicaciones suyas miré en el interior del maletero. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Del interior de un maletín de cuero que se había desgarrado a causa del impacto surgían varias piedras de diferentes tamaños artísticamente engarzadas en trabajados anillos que tenían todo el aspecto, incluso para alguien como yo que no sabía gran cosa del asunto, de ser piedras preciosas, joyas de alto valor.

– ¿Tú crees que son buenas? -pregunté a mi compañero.

– ¿Que si son buenas? -me dijo todavía excitado-, con estos pedruscos se podría pagar un Imperio.

– ¿Qué hacemos? -pregunté por decir algo ya que de un modo telepático en la mente de ambos anidaba la misma idea.

– Lo mejor es que guardemos el maletín en nuestro coche y luego ya veremos qué decidimos sobre el asunto.

Asentí en silencio y pasando de las palabras a la acción así fuertemente el maletín y lo introduje en el maletero del coche patrulla. Una vez que estuvo fuera de nuestra vista conseguimos tranquilizarnos y esperamos a que llegara la ambulancia que poco antes, a través de la radio del coche, habíamos solicitado. Aunque no había nada más que hacer completamos nuestro servicio escoltando la ambulancia hasta el hospital donde el médico de guardia certificó oficialmente la defunción del señor Loperena.

Quizá la más penosa de nuestras obligaciones, en estos casos, es la comunicación a los allegados del fallecimiento de un familiar o amigo, pero como entraba en nuestro sueldo lo hacíamos sin protestar. Aquella vez, sin embargo, ni siquiera nos pareció triste o desagradable. Obsesionados como estábamos por nuestro descubrimiento andábamos como sobre una nube, tan sólo atentos a alguna posible alusión acerca de las joyas desaparecidas pero sus padres, tal vez porque el dolor del momento les impidiera pensar en cosas más mundanas, no lo mencionaron para nada.

Esperamos unos días pero ningún familiar reclamó el maletín ni su contenido. Nos quedaba otra posibilidad, que Ángel Loperena fuera el ladrón más buscado de Madrid. Parecía algo absurdo pero cuanto más pensábamos en ello más visos de verosimilitud tenía la idea. Al fin y al cabo, si reparábamos en las circunstancias de los robos, lo más lógico era que el ladrón fuese alguien introducido en los ambientes de la alta sociedad, alguien que sabía lo que buscar y cuándo, cómo y dónde acceder a ello. Un ratero circunstancial podía dar un golpe con éxito pero la concatenación de robos que se habían sucedido no se debía a un golpe de suerte sino a una actuación cuidadosamente planificada.

Quizá por un absurdo exceso de prudencia, ya que el que dos policías asignados a un caso se interesaran por las últimas novedades sobre el mismo era algo completamente normal, tardamos varios días en solicitar que se nos facilitaran copias de todos los informes y atestados que había sobre el caso del ladrón misterioso y, nada más tenerlos en nuestras manos, confirmamos nuestras sospechas. El difunto Ángel Loperena estaba implicado en los robos. Había varios datos que avalaban esta tesis. El primero de ellos que el mismo día de la muerte de Loperena se había producido un robo de joyas en la mansión del presidente de un conocido banco. El segundo, que los robos habían cesado radicalmente desde el día en que nuestro sospechoso falleció. Por último conseguimos una descripción de las joyas robadas al banquero y coincidían plenamente con las que habíamos confiscado del maletín el día de autos.

Con el transcurso de los días lo que en un primer momento había sido una leve idea que rondaba nuestras cabezas fue tomando forma. No estábamos dispuestos a devolver las joyas. Nadie sabía que las teníamos en nuestro poder, así que por ese lado estábamos limpios. Por otra parte, los únicos que conocíamos la identidad del ladrón, salvo en el caso de que hubiera tenido cómplices, éramos nosotros y después de su fallecimiento y el escamoteo de las pruebas existentes era prácticamente imposible que ningún colega nuestro llegara a la misma conclusión. Si jugábamos bien nuestras bazas podíamos quedarnos con el santo y la limosna, así que decidimos jugarlas.

Con la mayor discreción posible investigamos entre los más conocidos y reputados peristas de Madrid pero ninguno conocía el destino del resto de las joyas robadas. Hasta donde ellos sabían, o admitían que sabían, las joyas no habían vuelto a salir al mercado. Eso podía significar dos cosas, o bien Loperena las había colocado prescindiendo de los canales habituales, presumiblemente en el extranjero, o bien había guardado el producto de sus latrocinios a la espera de que la situación se calmara y poder negociar su venta con más tranquilidad. Como la investigación de la primera posibilidad estaba fuera de nuestro alcance decidimos actuar basándonos en la segunda, es decir, partiendo de la hipótesis de que en algún lugar se hallaba escondido el resto del botín. Puesto que actuábamos en nuestro propio beneficio era la apuesta más lógica. Si salía bien, estupendo, y si no, pues bueno, siempre nos quedarían las últimas joyas robadas por Loperena.

Lo primero que nos interesaba averiguar era si el difunto Loperena tenía cómplices de algún tipo. Para ello debíamos proceder a seguir e investigar a la gente de su entorno lo cual era complicado, ya que todas sus amistades pertenecían a un nivel difícilmente asequible para dos humildes policías y si notaban que estábamos ocupándonos de sus asuntos podíamos meternos en un buen apuro, si se tiene en cuenta que la mayoría de ellos tenían hilo directo con las altas esferas. Al final la solución y el permiso para que practicáramos nuestra investigación nos vino dada por la política. Conseguimos demostrar al jefe superior que uno de los amigos de Ángel Loperena había sido visto charlando amigablemente con el encargado de negocios de la embajada inglesa lo cual, en aquellos tiempos de ebullición patriótica a cuenta del asunto de Gibraltar, no estaba bien visto por las autoridades del Movimiento y eso facilitó, aunque no estábamos adscritos a la Brigada Político Social sino a la Criminal, que se nos diera vía libre.

Procedimos con calma y tranquilidad, ya que nuestro secreto estaba a salvo, y para no levantar suspicacias tardamos tres largos meses en dar por terminada nuestra investigación, sin ningún resultado positivo. Si Loperena tenía algún cómplice fuimos incapaces de averiguarlo. Por otro lado, los robos habían cesado, lo que significaba que o no existían efectivamente los supuestos cómpliceso éstos eran incapaces de reanudar su actividad sin la presencia de Loperena, así que admitiendo la idea de que actuaba en solitario tan sólo nos quedaba por descubrir dónde guardaba su botín y confiscarlo en nuestro beneficio.

Una visita al Registro de la Propiedad nos confirmó que no poseía viviendas a su nombre. Así mismo, del contacto que habíamos tenido con sus amistades habíamos llegado al convencimiento de que era muy dudoso que se hubiera sincerado con ellas para un tema tan delicado como el préstamo de un refugio donde esconder el producto de sus latrocinios. Por exclusión acabamos pensando que su botín estaría escondido, seguramente, en la mansión de sus padres, con los que convivía. Era lo suficientemente grande para que Ángel Loperena contara con una especie de apartamento propio en su interior y, por otra parte, la avanzada edad de sus progenitores les impedía apercibirse con claridad de lo que pudiera ocurrir en el mismo. En cuanto a los miembros del servicio no parecían susceptibles de crearle ningún problema. La mayoría eran externos y el único que convivía con ellos era el jardinero, que habitaba una minúscula choza construida en la parte trasera del jardín que rodeaba la mansión, y era imposible que, en caso de averiguar algo, traicionara a su joven patrón. El jardinero era un antiguo combatiente del ejército rojo que sólo gracias a la benevolencia de los familiares de Loperena había conseguido un trabajo y un lugar para vivir. Le tenían agarrado por los cojones y ocurriera lo que ocurriera delante de sus narices él siempre se quedaría mudo y ciego, obediente a su señor.

Ser policía quizá no sea una bicoca, los poderosos nos utilizan y los menesterosos nos temen cuando no nos odian, pero te proporciona una cosa muy importante, la posibilidad de acceder a fuentes de información que una persona normal tiene vedadas. No eran muchas las empresas importantes que se dedicaban en Madrid a la instalación de cajas de caudales y en la cuarta que visitamos conseguimos lo que queríamos.

En efecto, los señores inspectores no están equivocados, nos dijo el remilgado empleado que nos atendió, el difunto señor Loperena, qué desgracia más horrible, leí en el periódico que su aspecto era irreconocible, qué tragedias, cuando pienso en sus ancianos padres, sí, perdonen, como les iba diciendo el difunto señor Loperena, que Dios acoja en su seno, aunque era un poco punto filipino, no sé si me entienden, pero qué estoy diciendo, lo siento, no está nada bien hablar mal de los muertos y además una persona de su formación religiosa habrá tenido tiempo de arrepentirse en el último instante de sus pecados, si no fuera así qué cosa más terrible, sí, disculpen, a lo que íbamos, pues bien, el difunto señor Loperena tuvo la gentileza, heredada de sus padres, qué gran señora doña Manuela, y don Ángel, qué decir de él, el prototipo del perfecto caballero español, siempre atento a los demás, siempre con una sonrisa en los labios aunque cuando había que poner firme a la gente lo hacía, sí, señores inspectores, ruego disculpen mi vehemencia pero es que aprecio de verdad a los señores de Loperena del mismo modo que reconozco la abnegación y entrega de nuestras bienamadas fuerzas del orden, en fin, como quería decirles desde hace un rato, el señor Loperena encargó a nuestra firma que instaláramos en sus aposentos una caja fuerte de último modelo, no la hay mejor en todo el mundo, es de fabricación alemana y ya saben ustedes cómo son los alemanes, ni siquiera el haber perdido una guerra les ha hecho cejar en su empeño productivo, pues sí, claro que les puedo indicar con exactitud dónde instalamos la caja de caudales y la combinación, salvo que la haya cambiado, porque es posible hacerlo, por supuesto que disponemos de la primitiva combinación, solemos conservarla muy bien custodiada naturalmente, por si algún cliente que no ha hecho uso de su capacidad de rectificarla ha olvidado la original, pero deben ustedes comprender que esa información es secreta, qué me dicen ustedes, caballeros, tiene que haber un error, yo en mi juventud no pertenecí a la CNT, debe de tratarse de alguien que se parecía mucho a mí y que tenía un nombre parecido, y por supuesto que no conocí a Durruti, es imposible que alguien como yo, de misa diaria, pregunten al párroco de San Froilán, pregunten, es imposible que alguien que ama a su patria y a su Caudillo por encima de todas las cosas haya abrazado en su juventud ideas anarcosindicalistas, y para que vean cómo soy un auténtico patriota, un español de pies a cabeza, siempre dispuesto a darlo todo por Dios y por la patria si mi delicada salud lo permitiera, que desgraciadamente no lo permite, estoy muy enfermo, señores inspectores, y tan sólo al deseo de contribuir al esfuerzo productivo que todos los españoles de bien deben hacer en estos momentos en pro de la grandeza y prosperidad de la patria hace que siga aquí, al pie del cañón, en lugar de solicitar el descanso que tan merecido tengo, por eso, y en prueba de mi buena fe y mi acendrado patriotismo así como por la devoción que siempre he sentido por nuestras gloriosas fuerzas policiales, prez y honra del nuevo Estado que bajo el mando firme y seguro de nuestro invicto Caudillo está resurgiendo para servir de luz y guía, de faro y estandarte a todo el orbe occidental y cristiano, romperé las normas de la firma y les proporcionaré de mil amores el número de la combinación que me han solicitado. Si son tan amables de acompañarme al cuartillo que hay aquí a la izquierda, por favor, caballeros, ustedes primero, se lo ruego, como si estuvieran en su casa.

Teníamos la información y sólo necesitábamos esperar el momento propicio. No tardó mucho en llegar. Doce días después, los padres del difunto señor Loperena asistieron a una recepción en la embajada de la República Argentina y nos dejaron el campo abierto. Cuando los sirvientes se habían ido y el viejo jardinero había entrado en su cabana tras finalizar sus labores entramos en la vivienda y guiados por las excelentes indicaciones que nos había proporcionado el anarquista arrepentido, hoy leal empleado de una empresa de seguridad, nos dirigimos sin demora a la habitación en la que, escondida tras una reproducción de un cuadro de Picasso, o quién sabe si era un original, ni mi compañero ni yo entendíamos de sutilezas artísticas, se encontraba la caja fuerte del ladrón de joyas más buscado de toda España. Sin perder tiempo descolgamos el cuadro procurando no dañar el marco, en mi opinión de más valor que la absurda pintura que protegía, y giramos la ruleta a izquierda y derecha, deteniéndonos en los números que nos había indicado el probo y fiel empleado de incierto pasado, sin que la puerta de la caja se abriera. Frustrado ante este hecho no pude evitar decir a mi compañero que el empleado nos la había jugado.

– Parece mentira que hayas aprendido tan poco a mi lado, pipiólo, debo de ser un mal profesor. Ese infeliz nos ha dicho la verdad, era incapaz de engañarnos, pero si cuando hemos abandonado la oficina ha tenido que ir a todo correr al retrete. No, deja en paz a ese pobre hombre. Lo más lógico es que Loperena haya cambiado posteriormente la clave. Eso es lo que haría cualquier persona con dos dedos de frente, novato, que sigues siendo un novato. Si te digo la verdad, ya me lo esperaba, por eso no me he llevado ningún contratiempo contrariamente a lo que te ha sucedido a ti.

– Entonces, ¿por qué le pediste la combinación al empleado?

– Porque al decírmela e incurrir en una ilegalidad ya no informará a nadie de nuestra visita. Además, no se debe descartar nunca ninguna posibilidad, y pudiera haber ocurrido que Loperena fuera tonto del culo y no hubiera modificado la combinación.

– En ese caso, si contabas con que no sirviera de nada, supongo que tendrás otro plan.

– Siempre hay otro plan, en eso estriba precisamente la eficacia de mis métodos policiales -me respondió soca- rronamente.

– ¿Ycuál es ese plan si puede saberse?

– Esperar.

– ¿Esperar?

– Sí, ¿no sabes lo que significa ese verbo, creo que intransitivo si no recuerdo mal lo que me enseñaron en la escuela?

– Por supuesto que lo sé, lo que menos necesito en estos momentos es una lección de gramática, pero que yo sepa esperar no es ningún plan.

– Algún día serás un buen policía, un excelente policía, novato, pero aún tienes mucho que aprender, te pierde la vehemencia y las ganas de acción, supongo que sigues viendo películas americanas. Si Mahoma se cansa yendo a la montaña lo mejor es que se quede sentadito esperando que la montaña se acerque hasta él, y eso es lo que vamos a hacer. Fumarnos plácidamente un cigarro mientras esperamos que la montaña venga a nuestra vera.

– No entiendo, ¿de qué montaña me hablas?

– De los padres de Loperena, por supuesto.

– ¿Crees que están metidos en el ajo?

– No, ni por asomo, pero si no tiene cómplices, y hasta donde hemos podido averiguar parece ser que no los tiene, parece lógico pensar que habrá dicho a sus padres cuál es el número de la combinación, por si acaso.

– ¿Y si no es así?

– En ese caso pondría en funcionamiento el plan C. Volaríamos la caja fuerte con los explosivos que esta tarde he introducido en el maletero del coche.

– ¿Estás loco? ¿Hemos conducido toda esta tarde con un polvorín debajo de nuestros culos?

– Algo más atrás, diría yo -respondió risueño Julián-, pero lo tenía todo controlado. Por eso he insistido en ser yo el que condujera -finalizó su respuesta riéndose con una estruendosa carcajada que hubiera desatado los reproches de cualquier especialista en buenos modales.

A pesar de mi enfado lo que decía Julián tenía bastante lógica así que encendí un cigarrillo, apagamos las luces y regresamos al vestíbulo de la vivienda, en la planta baja de la misma, dispuestos a esperar lo que hiciera falta, que al final no resultó ser demasiado tiempo. Supongo que la avanzada edad de los padres del ladrón de guante blanco influyó en ese hecho, ya que no estaban en condiciones de aguantar ajetreadas veladas nocturnas, así que tan sólo transcurrió poco más de una hora hasta el momento en que pudimos oír el leve ruido que hacía una llave girando dentro de la cerradura.

Julián y yo estábamos aposentado en dos cómodas butacas con orejeras que habíamos encontrado en el inmenso salón del chalet y que habíamos traslado al vestíbulo, justo enfrente de la puerta y desde allí, al encenderse la luz, dimos la bienvenida a los propietarios del mismo. La mujer se llevó un susto de muerte y se aferró fuertemente a su marido, incapaz de pronunciar palabra alguna. El hombre de la casa también presentaba inequívocos síntomas de temor, pero muy en su papel de macho protector procuró mantener el tipo y entablar con nosotros una insulsa conversación, ya se sabe, del tipo de qué hacen ustedes por aquí, más vale que se vayan o llamaré a la policía, ustedes no saben en casa de quién se han metido, conozco en persona al ministro de Gobernación y al almirante Carrero, si salen de aquí en seguida no les denunciaré, para acabar con un llévense lo que quieran, por favor, pero no nos hagan daño, mi mujer está muy delicada de salud.

Cuando Julián consideró que los dos viejos estaban por fin en su punto se levantó parsimoniosamente del asiento y empezó a hablarles, primero en un tono suave, tranquilizador, y luego más fuerte, envolviendo con sus palabras toda la estancia. A pesar de lo que estábamos haciendo no podía dejar de admirar a mi compañero. Dominaba aquella situación como un actor de renombre domina la escena. No parecía siquiera que hablara sino que declamara. Incluso su estatura, elevada de por sí, parecía realzarse ante la más baja de la mujer y el aspecto fatigado del marido, al que la edad le había encorvado ostensiblemente, pese a que daba la impresión de haber sido un hombre no ya alto, sino altivo. Poco a poco las explicaciones de mi compañero fueron calando en sus asustadas mentes. Tan sólo necesitábamos conocer la clave de la combinación de la caja fuerte de su hijo.

– Eso es todo -dijo-, ustedes nos proporcionan el número de la combinación y les dejamos en paz en muy poco tiempo, lo suficiente para que recobremos una documentación nuestra que su difunto hijo tenía en custodia. Quizá no lo sepan pero su hijo y nosotros teníamos negocios en común. En realidad sólo queremos recuperar lo que es nuestro.

El vejete reunió todo el valor que le quedaba y comentó que si se trataba de eso lo más normal hubiera sido pedirlo civilizadamente, sin necesidad de asaltarles y darles un susto de muerte.

– Tiene usted razón, estimado señor, pero desgraciadamente no tenemos ningún recibo que avale nuestra solicitud de acceder a los documentos que su hijo había guardado y dudo mucho que usted hubiera aceptado mostrárnoslos si llamamos respetuosamente a la puerta y pedimos, por favor, que nos los proporcione, así que nos vemos visto obligados a actuar del modo en que lo hemos hecho. Les pido mil perdones pero les ruego que nos den la clave, no podemos estar toda la noche de cháchara.

Afortunadamente, ya que no me seducía la idea de utilizar los explosivos, por controlados que los tuviera Julián, el difunto Loperena confiaba ciegamente en su padre y le había proporcionado la clave numérica de la cerradura de la caja. Mi compañero me cedió el honor de abrirla y cuando por fin, tras varias vueltas a la izquierda, pude observar su interior, me quedé totalmente maravillado. No era un especialista en el tema pero las diminutas piedras y los espléndidos collares que guardaba en su interior hacían que se asemejara a la cueva de Alí Baba, sólo que el botín no había que repartirlo entre cuarenta ladrones, sino entre dos, porque en eso nos habíamos transformado mi compañero y yo, en dos ladrones, aunque nos costara reconocerlo.

– ¿Qué es lo que están ustedes sacando? -preguntó, intrigado, el viejo Loperena.

– Véanlo ustedes mismos -dijo mi compañero mostrándoles algunas de las sortijas que habíamos retirado del interior de la caja-, ¿no les parecen extremadamente hermosas? ¿Desea probarse alguna de estas joyas? -añadió dirigiéndose a la señora.

– ¿Qué hacían esas joyas en la caja fuerte de mi hijo? -preguntó el marido.

– Me temo, señores-contestó sonriente Julián-, que su hijo era el famoso ladrón de joyas que buscaba toda la policía española. Esto es el producto de sus latrocinios y nosotros vamos a encargarnos, a partir de ahora, de su custodia.

– Están mintiendo -habló por primera vez la señora-, nuestro hijo no era ningún ladrón.

– Lamento decepcionarla pero sí que lo era -respondió de nuevo mi compañero-, aunque eso ya no tiene la menor importancia porque dentro de muy poco, si es verdad lo que los curas nos han enseñado, van a poder oírselo decir a él en persona.

– No diga estupideces, mi hijo está muerto -ladró el hombre.

Mi compañero no respondió sino que se limitó a sacar de uno de los bolsillos de su gabán un arma que, por lo que pude adivinar, no era la reglamentaria. Del otro bolsillo sacó un grueso pañuelo y cuidadosamente lo acercó al cañón de la pistola. Luego, sin que nos diera tiempo a reaccionar a ninguno de los presentes, apretó dos veces el gatillo y los cuerpos de los dos ancianos cayeron al suelo, desvencijados, como dos espantapájaros a los que se les hubiera arrancado la base de cuajo.

– Están muertos -afirmé más que pregunté.

– Sí que lo están -respondió-. Julián Sánchez es un profesional de los pies a la cabeza, tanto para lo bueno como para lo malo. ¿De verdad te crees, pipiólo, que si les dejamos vivitos y coleando no hubieran dado parte de lo sucedido? Si piensas eso es que eres tonto del culo.

– Supongo que tienes razón -contesté convencido de que la tenía-. Bueno, a lo hecho pecho, ¿qué hacemos ahora?

– Así me gusta -contestó Julián-, con los cojones bien puestos, porque ahora los vas a necesitar más que nunca. ¿Te atreves a quedarte con los cadáveres a solas un rato?

– Naturalmente -contesté, aunque en el ínterin no me hacía la menor gracia lo que estaba escuchando-, los muertos no hacen daño, es de los vivos de quienes uno debe cuidarse.

– Ése es mi chico -tronó Julián haciendo simultáneamente ostensibles gestos-, con un par de huevos, como debe ser. Bueno, pues te dejo a cargo de todo, no tardaré en venir.

Julián no mentía, la espera no fue demasiado larga pero allí quieto, mirando a los dos cadáveres, me pareció toda una eternidad. Además, aunque Julián había sido el asesino, me sentía tan responsable como él de ambos crímenes. Cierto que no era yo quien había disparado, ni siquiera sabía lo que iba a ocurrir ni conocía los designios de mi compañero, pero era también igualmente cierto que cuando accedí a recuperar en nuestro exclusivo beneficio el producto de los delitos de Loperena yo también me había colocado en el lado contrario de la ley. Y si admitía esto no me quedaba más remedio que admitir que lo hecho por mi compañero era lo más lógico. No podíamos dejar vivir a unos testigos molestos.

Mientras hacía esas elucubraciones el sonido de una bocina rompió mi ensimismamiento. Julián acababa de hacer la señal que habíamos convenido antes de que saliera y, feliz por abandonar el improvisado velatorio, acudí raudo a abrirle la puerta. Mi sorpresa fue mayúscula cuando junto a mi compañero vi a Pepe Enciso, un chorizo de poca monta que tiempo atrás se había reciclado y había pasado a ser uno de los más conocidos peristas de Madrid.

Antes de que yo pudiera mostrar sorpresa o malestar Julián me guiñó un ojo, en un claro intento de tranquilizarme, y empezó a hablar, quizá para evitar que fuera yo quien tomara la palabra.

– Como verás, Emilio, apenas he tardado prácticamente; nada y como te prometí traigo a nuestro buen amigo Pepe para que colabore cono nosotros en este negocio.

Yo no acababa muy bien de entender qué pintaba Pepe Enciso -don José Manuel Enciso y Costa, compraventa de antigüedades y joyería, según rezaba ampulosamente en las tarjetas de visita que había distribuido por todo Madrid- en lo que Julián había denominado negocio. Pepe era un conocido perista, pero no de los más solventes y, desde luego, si mi compañero le había elegido para proceder a la colocación de las joyas, su autoproclamada profesionalidad iba a quedar muy malparada. En mi opinión no tenía capacidad ni envergadura suficientes para hacerse cargo del asunto; no obstante decidí seguir el juego de mi compañero y me abstuve de pronunciar ningún comentario hostil.

– Bueno, Julián -dijo campechanamente Pepe-, ¿dónde está la mercancía que me quieres enseñar? Soy un hombre muy ocupado y no tengo todo el tiempo del mundo. He accedido a acompañarte hasta aquí como un favor personal, ya lo sabes, pero me gustaría acabar cuanto antes.

– Tranquilo, que en seguida la verás, y te vuelvo a asegurar que merece la pena. Está en la planta de arriba, así que no perdamos más tiempo y subamos a la escena del crimen -finalizó riéndose.

Al oír esas palabras hice un leve gesto con las cejas dirigido a Julián. ¿De verdad quería entrar con Pepe Enciso en la habitación del difunto Loperena? ¿Acaso se había olvidado de que, además del tesoro escondido, yacían allí los cadáveres de los dos ancianos? Pero Julián, sin hacer caso a mi silenciosa admonición, se encaminó hacia las escaleras, seguido a corta distancia por Pepe Enciso y, en último lugar, por un resignado y dubitativo Emilio Vázquez.

Cuando el chillido emitido por la garganta de Pepe llegó a mis oídos comprendí que acababa de descubrir los cuerpos ensangrentados de nuestras víctimas y, poco después, pude escuchar como un histérico perista decía a voz en grito que él se iba de allí, que no quería saber nada de aquel negocio.

– No seas pusilánime, hombre -oí decir a Julián-, ¿estás ante el negocio de tu vida y te vas a echar atrás? Tonto serías. Ten en cuenta que no se puede hacer una tortilla sin antes cascar los huevos. Y cuando veas la tortilla que nos vamos a comer seguro que tus escrúpulos desaparecen como por ensalmo. Emilio -añadió al verme entrar en la habitación-, muestra a nuestro buen amigo Pepe la mercancía.

Obedeciendo sumisamente me acerqué hasta la caja fuerte que había dejado abierta y saqué de su interior uno de los más hermosos collares que hayan visto jamás ojos humanos. Una vez hecho esto lo puse en las manos del perista y de los ojos de éste, repentinamente, desapareció todo vestigio de miedo y temor para ser reemplazado por una inequívoca señal de codicia.

– Ya veo que al olor de las sardinas el gato ha resucitado -dijo Julián, utilizando uno de sus refranes favoritos-. ¿Qué te parece, merece la pena o no? ¿Cuánto crees que podríamos sacar por esto? Y hay mucho más, eso es sólo una pequeña muestra.

– No estoy seguro -contestó Pepe-, pero creo que podríamos pedir una cantidad elevada. ¿Y dices que hay mucho más? ¿Podríais enseñármelo? -preguntó con un tono de voz en el que se adivinaba la avidez.

– Cómo no -dijo Julián, acercándose a la caja fuerte. Sin embargo, no sacó ninguna nueva joya de su interior sino que dándose la vuelta cogió su pistola reglamentaria y disparó tres tiros seguidos sobre el avaro perista. Cuando comprobó que estaba inmóvil en el suelo se acercó a él y colocó en su mano derecha, con el dedo índice sobre el gatillo y el pulgar acariciando apenas la culata, la que había usado anteriormente para matar a los padres de Loperena.

Yo seguía callado, como si hubiera enmudecido de repente, aunque empezaba a comprender el sentido de las acciones de mi compañero.

– La cosa marcha -comentó satisfecho-, ahora sólo tenemos que llamar al Juzgado de Guardia.

– ¿Para qué? -pregunté, aunque intuía la respuesta.

– Es muy sencillo, hasta un novato como tú puede entenderlo. A veces conviene renunciar a parte del botín para salvar lo más importante. El plan es éste: nosotros estábamos vigilando desde hace tiempo el domicilio del difunto Loperena porque sospechábamos que era el culpable de los últimos robos de joyas ocurridos en Madrid, a la espera de que algún posible cómplice diera señales de vida, y esta misma noche nuestra vigilancia dio sus frutos al observar cómo un conocido delincuente habitual, aprovechando la oscuridad de la noche, entraba subrepticiamente en la mansión. Cuando nos disponíamos a entrar para poner sobre aviso a los propietarios y detener al ladrón oímos una fuerte discusión y unos disparos. Acudimos lo más rápidamente que nos fue posible hasta el lugar de autos y al observar la situación, con los cadáveres de dos personas de edad avanzada, intentamos detener a Pepe Enciso, pero éste se resistió y en la refriega le abatimos. Posteriormente, al realizar una inspección ocular de la estancia, descubrimos la caja fuerte abierta y unas cuantas joyas en su interior. ¿Qué te parece?, ¿a que es genial?

– No acabo de entenderlo. ¿Hemos hecho todo este montaje para acabar devolviendo las joyas?

– A veces pareces tonto, pipiólo. No vamos a devolver todas las joyas sino tan sólo unas pocas. Así, de este modo, quedan zanjados tanto los casos del doble asesinato del matrimonio Loperena como del robo de joyas. Todo el mundo quedará satisfecho, no se removerá la mierda y nosotros gozaremos del honor de ser quienes hayamos resuelto ambos delitos. Renunciamos a una pequeña parte del tesoro a cambio de la tranquilidad que nos dará el saber que nadie va a reabrir la investigación y una posible medalla al mérito policial, de poco valor económico pero siempre halagadora para dos profesionales conscientes y responsables como nosotros, leales y eficientes servidores del orden público.

La maquiavélica mente de mi compañero resplandeció en aquel momento con todo su esplendor. El plan, no cabía duda alguna, era genial dentro de su sencillez. Nadie mejor que nosotros conocía cuál iba a ser la posible reacción de nuestros mandos de la Dirección General: alivio por haber descubierto, al fin, al enemigo público número uno de todas las damas enjoyadas de la nación y un fuerte deseo de archivar lo antes posible el asunto del asesinato del matrimonio Loperena. No había dejado ni un cabo suelto, era perfecto, demasiado perfecto.

Si una cosa había aprendido en mis cortos años de vida era que no me gustaban los planes demasiado perfectos cuando eran otros quienes los hacían. Apreciaba sinceramente a Julián Sánchez, como había apreciado a mi ex compañero Garrido, y los dos, cada uno a su manera, me habían abierto los ojos y enseñado a caminar por esa jungla que era la vida, pero me los habían abierto tanto que había aprendido a no fiarme de nadie, ni siquiera de ellos dos.

Garrido me había traicionado. Las consecuencias no habían sido excesivamente graves pero aún llevaba su traición grabada sobre mi piel, con el mismo dolor que debían sentir los terneros al colocarles el hierro incandescente con que eran marcados en las películas del Oeste que tanto me gustaban. En cuanto a Julián parecía un buen hombre -si es que se puede aplicar ese calificativo a quien acababa de matar a tres personas inocentes con pasmosa tranquilidad-, incapaz de traicionarme, pero sus últimas acciones denotaban una ascendente codicia ante la cual quizá volviera a sucumbir. Tenía poco tiempo para tomar una decisión y la tomé.

En realidad, si lo considero sinceramente, todo lo anterior no fueron sino las justificaciones que me hice a posteriori. En aquel momento fue todo más sencillo. Cuando me acerqué hasta Pepe Enciso, para comprobar que estaba efectivamente muerto, al tomarle el pulso tuve junto a mí esa pistola de la que había sido borrada toda señal identificativa y con la cual se suponía que el perista había liquidado a los dos ancianos. Y por un azar del destino al final del cañón se encontraba mi compañero. Fue algo instintivo e irreflexivo. ¿Por qué tenía que quedarme con la mitad si podía quedarme con todo? ¿Y si Julián tenía en su retorcido cerebro alguna idea más lesiva para mis intereses? Todo resultó muy sencillo. Apreté con fuerza el índice del difunto y mi compañero cayó torpemente al suelo, con el corazón roto por una bala y una mueca de sorpresa en su cara. El plan había sufrido una leve modificación. El señor Enciso no sólo había asesinado a los propietarios de la mansión sino que, por desgracia, se enfrentó a nosotros cuando íbamos a detenerle con tan mala suerte que mi abnegado compañero murió en acto de servicio, fiel y heroico ejemplo del sacrificado esfuerzo que desde siempre ha sido honor y lema de nuestras fuerzas policiales.

Quedaba un detalle sin importancia por solventar. Esa misma noche un apocado empleado de una empresa dedicada a la instalación de cajas fuertes aparecía muerto, de un tajo en la garganta, en un oscuro callejón situado en una zona cuyo medio de vida nocturno era básicamente la prostitución. Un cartel que apareció encima de su chaqueta ensangrentada explicaba que el difunto era un degenerado sexual y un antiguo miembro de sindicatos anarquistas. Firmaban el cartel las Nuevas Brigadas del Amanecer. Como certeramente había sospechado, una vez comprobados sus antecedentes el caso se archivó directamente, sin asignar ningún inspector a la investigación del crimen.

Capítulo veintidós

El padre Vázquez se había acostumbrado a madrugar, siguiendo a rajatabla los preceptos establecidos por el santo fundador de la congregación, que establecían rezos a diferentes horas del día, incluyendo aquellas previas al amanecer, por eso para cuando le llamó el comisario Ansúrez estaba desayunado, aseado y vestido, preparado para afrontar una nueva jornada.

Su antiguo colega le había citado en el Instituto Anatómico-Forense, lo que le llenó de aprensión, no tanto por visitar dicho establecimiento como por el motivo de quedar en lugar tan poco mundano. Ansúrez, aunque era partidario de las escenificaciones sorprendentes, no le habría hecho ir hasta allí para tomar simplemente un café en paz y armonía. Seguramente querría mostrarle algo y ese algo, por fuerza, tenía que ser un cadáver. Si uno va a una pastelería espera encontrar pasteles, si se va al Instituto Anatómico-Forense lo que parece razonable encontrar son cadáveres, así de sencillo. No pudo evitar hacer elucubraciones acerca del propietario de lo que posiblemente era un cuerpo sin vida, ¿el desaparecido padre Gajate?, ¿su inquietante y desconocida compañera? Era absurdo plantearse hipótesis, se dijo, pronto, muy pronto, sabría lo que había ocurrido.

El comisario le estaba esperando junto a la puerta del recinto. Al lado suyo se encontraba un joven que le fue presentado como Manuel Rojas, inspector adscrito al Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, bajo las órdenes directas del propio Ansúrez. Tras los saludos de rigor entraron directamente al depósito.

Un taciturno empleado vestido con bata blanca les precedió hasta una sala en la que, junto a una camilla, les esperaba uno de los médicos forenses que desempeñaba sus funciones en aquel lugar. Un amplio paño blanco tapaba piadosamente lo que, visto desde la distancia, parecían ser los contornos de un ser humano. Ansúrez, que era el único que daba la impresión de controlar la situación, presentó a sus acompañantes, el doctor Lorenzo, el inspector Rojas, el señor Vázquez, antiguo comisario de policía y colaborador ocasional, tanto gusto, encantado.

Obedeciendo un imperceptible gesto del comisario el forense retiró el lienzo que cubría el cadáver y lo dejó al descubierto.

– ¿La reconoces? -preguntó Ansúrez a su antiguo colega, señalando el cuerpo de la mujer que reposaba sobre la camilla.

A pesar de que el bisturí de los forenses había penetrado en el cadáver el padre Vázquez asintió. Sabía quién era la difunta, aunque sólo la había visto una vez en su vida. Se trataba de Irene Vidal, la generosa mujer cuyo donativo había sido, si no la verdadera causa, sí la espoleta que había originado la desaparición del padre Gajate. Miró fijamente, casi obsesivamente, el cuerpo exánime de lo que había sido una hermosa mujer y comprobó que la muerte le había devuelto su auténtica edad. Ya no era una cuarentona que se conservaba espléndidamente y con la cual cualquier varón heterosexual de exigentes gustos hubiera deseado encamarse, sino un despojo humano al que se le notaban la edad y los estragos que la vida le había producido.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Vázquez, después de finalizar el examen que había realizado a la víctima.

– Estrangulamiento -contestó el doctor Lorenzo, con eficaz economía de palabras.

– La encontró ayer por la tarde la empleada de la limpieza en el despacho de su oficina -añadió el inspector Rojas-, tendida en el suelo junto a un diván y ya muerta. Sobre su cuello tenía anudado un pañuelo.

– De Loewe -apostilló Ansúrez, con morbosa satisfacción-. ¿Te das cuenta? Esto parece ser un crimen de alto standing, pañuelos de Loewe, perfume de Paco Rabanne. Estas cosas en nuestra época no pasaban, entonces los delincuentes olían a chorizo de Pamplona y vino peleón.

– ¿El pañuelo estaba intacto? -preguntó Vázquez.

– Intacto y perfumado -contestó risueño Ansúrez, con una alegría que parecía fuera de lugar en aquel local-. Posiblemente envolvía una cuerda más fuerte y resistente, los del Gabinete de Identificación ya están trabajando en ello.

– ¿Hubo resistencia?

– No han aparecido indicios -dijo el inspector Rojas-, seguramente estaba con alguien conocido que le colocaría el pañuelo en el cuello como parte de algún juego sexual.

– Hay indicios de relaciones sexuales previas al fallecimiento -indicó el médico al escuchar las palabras del inspector Rojas-. Por lo que hemos podido comprobar en las horas previas tuvo relaciones completas con tres hombres.

– Por lo menos sus últimos momentos debieron de ser placenteros -comentó Ansúrez, al que esos sucesos parecían ponerle extrañamente feliz-. Bueno, doctor, creo que aquí ya no pintamos nada. Gracias por su colaboración y hasta la próxima -finalizó estrechándole la mano antes de salir del local, acompañado por el inspector Rojas y el padre Vázquez.

Una vez en la calle se dirigieron hacia un bar cercano para, en torno a unos cafés, hablar sobre el asunto. La pregunta que pugnaba por salir de la boca del padre Vázquez era por qué le habían hecho ir hasta allí, pero prefirió callársela, ya que intuía la respuesta.

– Creo que conocías a la fallecida -comentó Ansúrez, como si le hubiera adivinado el pensamiento.

– Ya veo que os habéis movido rápidamente en este corto espacio de tiempo. Sí, en efecto, la conocía aunque no profundamente. La visité hace unos días para hacerle unas preguntas sobre el asunto que ya conocéis, el de la desaparición de mi compañero de congregación.

– Entiendo, ¿qué pintaba en todo ese asunto?

– Era la persona que extendió el talón de cien millones cobrado por la mujer que acompañaba al padre Gajate. Según me dijo se limitó a seguir las instrucciones de su difunto marido, que había sido alumno del colegio.

– ¿Notaste algo extraño mientras estuviste con ella?

– La entrevista no duró mucho tiempo pero en ese intervalo no encontré nada anormal en su actitud. Me dio la impresión de ser una mujer fría y calculadora, que sabía lo que quería e iba directa al grano. En ningún momento la vi inquieta.

– ¿Ni siquiera por haberse desprendido de cien millones de pesetas, así como quien silba una tonadilla?

– No daba la sensación de suponer algo especial para ella. Se limitaba a cumplir las instrucciones de su difunto marido del mismo modo que hubiera hecho con un contrato pendiente con un consorcio industrial japonés. Al menos esa es la impresión que me causó. De todos modos, por lo que nos ha explicado el médico forense, el crimen tiene todas las trazas de ser de tipo sexual.

– En realidad eso no está nada claro -terció el inspector Rojas, tomando por primera vez la palabra-. Lo que nos ha dicho el doctor Lorenzo es que la víctima tuvo relaciones sexuales plenas poco antes de fallecer, pero de eso no se desprende inequívocamente que fuera un tema sexual. Está, eso sí, el asunto del pañuelo con el que fue asesinada, que puede dar a entender una pulsión de tipo fetichista pero que quizá signifique, tan sólo, que el asesino era conocido de la señora Vidal, posiblemente uno de sus amantes, lo que le facilitó colocar el pañuelo sobre su cuello y… -finalizó con un expresivo gesto, sin sentir la necesidad de acabar la frase que sus dos contertulios podían perfectamente completar con su imaginación.

– Creo que tiene razón -admitió Vázquez-, las cosas no son tan sencillas.

– Sí, el inspector Rojas es un hombre muy brillante, impertinente pero brillante -apostilló el comisario Ansúrez-, por eso quería que os conocierais. Él se va a encargar de la investigación del asesinato y me gustaría que le ayudaras.

– Olvidas que estoy retirado.

– No, no lo olvido, pero tampoco olvido que acabas de reiniciar tus antiguas actividades y que nosotros sí te estamos ayudando.

– Eso es diferente, no he vuelto por gusto sino obedeciendo un mandato del provincial de la orden.

– Sea por lo que sea el caso es que has regresado a tu antigua actividad. Además no te pido, lógicamente, que te hagas cargo de una investigación por asesinato, ni es posible procedimentalmente ni nuestro amigo -dijo señalando al inspector Rojas- lo consentiría. La ayuda que te pido es de otro tipo. Aunque sea indirectamente y de un modo muy leve te has relacionado con la difunta y su entorno. Eres además sacerdote, lo que en algunos ambientes sigue significando algo, si no desde un estricto punto de vista religioso sí desde un punto de vista social. Eso es lo que te pido, que hagas, si llegara el caso, de algo parecido a un introductor de embajadores.

– Comprendo. Sigo sin ver su necesidad pero accederé a tus deseos.

– Te lo agradezco de verdad, y no sólo de un modo retórico sino práctico -añadió el comisario mientras apuraba su café y dejaba las monedas justas encima de la mesa a cuyo alrededor estaban sentados, como dejando el camino expedito para levantarse y salir de allí en cualquier momento-. El inspector Rojas va a ir ahora mismo a entrevistar al mayordomo de la mujer asesinada. Si le acompañas no harás el viaje en balde. Quizá lo que te tiene que contar te sea útil en tus investigaciones.

De un modo tácito los tres hombres dieron por terminada la reunión y se levantaron de la mesa. Ya en la puerta el comisario se despidió de los otros dos, que sin necesidad de dirigirse la palabra caminaron juntos hasta el lugar en el que Rojas había aparcado su automóvil.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Vázquez tras entrar en el vehículo.

– A la casa de la difunta -contestó escuetamente el inspector Rojas mientras arrancaba el motor y desaparcaba.

La fina llovizna que caía sobre la ciudad había incitado a todos sus pobladores a sacar sus vehículos formando un atasco de considerables proporciones por lo que un recorrido que habitualmente se hacía en cinco minutos les llevó casi media hora. Por fin un malhumorado Rojas, que por discreción había preferido no hacer sonar la sirena y resignarse al atasco, llegó a la altura de un portal de la Gran Vía barrocamente decorado y aparcó junto a él, en doble fila. Pocos metros más adelante vio la emboinada figura de un agente de la OTA, la Ordenación de Tráfico y Aparcamiento, que vigilaba y controlaba a los automóviles que habían aparcado en la zona. Acercándose a él le mostró su acreditación como inspector del Cuerpo Nacional de Policía, conminándole a vigilar su vehículo y explicándole que estaba de servicio y, por tanto, aunque hubiese dejado el coche en doble fila, se molestaría terriblemente si se le ocurría ponerle una multa. Cuando comprobó que el empleado municipal había entendido y aceptado sus órdenes encaminó resuelto sus pasos hacia el interior del portal.

– Privilegios del puesto -comentó socarrón al padre Vázquez-, seguro que usted lo entiende perfectamente.

Vázquez asintió en silencio y acompañó al inspector hasta el interior de un ascensor en el que hubiera entrado toda la plantilla de un equipo de fútbol. Con menos ruido que el que se produce al apagar una vela el ascensor se puso en marcha y les condujo hasta el ático del edificio, cuya totalidad estaba ocupada, según explicó Rojas a su acompañante, por la difunta Irene Vidal.

Una doncella correctamente uniformada y ataviada con una cofia negra que proporcionaba un oportuno toque de luto a su atuendo les abrió la puerta y les condujo hasta un inmenso salón, repleto de cuadros con escenas de caza y dos esculturas que supuestamente representaban a figuras mitológicas. Se sentaron en dos mullidos butacones y pocos segundos después se abrió de nuevo la puerta, dando paso a la elegante figura de un hombre ya mayor, posiblemente en las proximidades de los setenta años, con el pelo completamente blanco y unas manos finas producto de horas de manicura, que vestía como los mayordomos de las películas inglesas.

El padre Vázquez había visto hacía pocos días un reportaje en la televisión vasca sobre el último mayordomo de Euskadi y comprendió, al instante, que aquel programa había mentido. En todo caso se trataría del anteúltimo mayordomo de Euskadi porque el último lo tenía a la vista. Se fijó también en el semblante cariacontecido y de profunda tristeza que el mayordomo era incapaz de ocultar, como un reflejo de los viejos tiempos en que había amos y siervos y éstos reverenciaban a los primeros.

El inspector Rojas, en cambio, dejando de lado las sutilezas que parecían obligatorias en aquel ambiente, explicó en seguida al mayordomo el motivo de la visita. Como inspector encargado del caso quería hacerle unas preguntas. Le acompañaba un sacerdote que recientemente había tratado con la fallecida y que, casualmente, se encontraba con él tratando sobre otros asuntos y al enterarse de las gestiones que tenía que hacer tuvo la amabilidad de ofrecerse para acompañarle. Si el mayordomo sabía que aquélla era una situación irregular, se abstuvo de comentarlo ofreciéndose, por el contrario, a contestar con sinceridad cualquier pregunta que se le hiciera sobre el terrible y luctuoso suceso.

– ¿Cuándo se enteró del fallecimiento de la señora? -preguntó el inspector.

– Más o menos a medianoche -respondió, imperturbable, el mayordomo-. Fueron ustedes quienes nos dieron la noticia llamando directamente aquí. Hasta ese momento no teníamos noticia alguna del hecho.

– ¿No les extrañó que no hubiera llegado a esa hora a casa? ¿Tenía hábitos irregulares?

– Ni una cosa ni otra. Habitualmente la señora cenaba a las nueve de la noche en punto, pero no era nada raro que cenara fuera de casa o que cambiara de planes.

– ¿Cuando ocurría eso les avisaba?

– Generalmente sí.

– Y ese día, ¿les llamó para decir que iba a llegar más tarde?

– No, no lo hizo.

– ¿No les preocupó ese hecho?

– ¿Por qué nos iba a preocupar? -contestó calmadamente el mayordomo, mostrando de inequívoco modo su extrañeza ante esa gente incapaz de penetrar en el modo de vida de la alta sociedad-. La señora era una persona adulta que sabía lo que hacía y lo que quería, no una adolescente a la que hay que vigilar y controlar. Era dueña de su vida y no tenía por qué darnos cuenta de sus horario de entradas y salidas.

– De todos modos fue asesinada, así que la situación no era normal.

– Una situación desagradable, desde luego -dijo el mayordomo, negándose a realizar otro tipo de valoraciones-, pero desconocida para nosotros y sobre la que poco o nada podíamos hacer.

– ¿Les sorprendió lo sucedido?

– Por supuesto, señor. Ésta es una familia antigua, de las de más abolengo de Vizcaya, y nunca había ocurrido algo así. Aunque bueno, ella no era una Iztueta de origen sino tan sólo por matrimonio -añadió con indisimulada satisfacción.

– Parece que no simpatizaba usted con ella.

– Válgame Dios -protestó el mayordomo-, ¿quién soy yo para simpatizar o antipatizar, si se dice así, con la señora? Desde el momento en que se casó con don Alejandro Iztueta se convirtió, para mí, en la señora y como a tal la he tratado siempre.

– Escuche, no nos interesa para nada su comportamiento profesional ante sus patronos. No sé si lo ha asimilado del todo, pero por si acaso volveré a explicárselo: estamos investigando la comisión de un asesinato, y no sólo está usted autorizado a decir la verdad sino que está obligado a ello.

Como si la repetición de la palabra asesinato fuera el ábrete Sésamo que removiera las interioridades del mayordomo, éste mudó repentinamente de expresión y los setenta años que se le adivinaban por su aspecto afloraron envejeciéndole repentinamente. Pidió permiso para sentarse, ya que hasta aquel momento había pertenecido respetuosamente de pie, dignamente erguido como le correspondía por su oficio, y habló entre susurros.

– Era una buscona -dijo.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el inspector.

– Lo que se entiende comúnmente cuando se usa una palabra. Buscona, ramera, furcia, creo que la lengua castellana posee un número casi infinito de sinónimos que podrían aplicársele. Además, era de Madrid.

– Bueno, no creo que eso sea tan grave -contestó el inspector, que había nacido en un pueblito de la provincia de Madrid.

– En general no, pero los Iztueta siempre han emparentado con familias británicas o vascas, nunca de otros lugares.

– Los tiempos cambian -dijo sonriendo Emilio Vázquez.

– Lo sé, padre -contestó el mayordomo usando el respetuoso título eclesial que en aquellos momentos parecía fuera de contexto-, pero cuando empiezan a derrumbarse las tradiciones es el fin de todo. Yo mismo -dijo con añoranza- soy miembro de una especie en extinción. Si conservo mi empleo aquí es tan sólo porque así lo dejó expresado don Alejandro en su testamento, y porque los hermanos del señor tienen a bien pagar mi sueldo.

– ¿No se encarga de ello la señora?

– En absoluto. Yo siempre he estado al servicio de la familia Iztueta, no tenía nada que ver con esa advenediza. Continúo aquí por lealtad a la memoria del señor y a su familia, no por otra cosa. Quizá para ustedes sea difícil entenderlo, pero si yo hubiera abandonado a la señora el escándalo que se habría producido entre los allegados a la familia hubiera sido mayúsculo.

– Entiendo -dijo el inspector, sin entenderlo en absoluto-. Creo que la señora llevaba una vida un tanto desordenada, me refiero al tema de los hombres.

– Le había comprendido perfectamente -dijo el mayordomo-, no era necesario que se explicara. Pues sí, la señora no podía pasarse sin su ración de sexo, como se dice hoy en día, le gustaban los hombres y ella debía de gustarles, según parece.

– Pero no a usted -apostilló el inspector Rojas.

– Dios me ha enviado por otros caminos -respondió el mayordomo más al padre Vázquez que al inspector-. Admito que no me gustaba como mujer pero, sobre todo, no me gustaba como persona.

– ¿Solía traer aquí a alguno de sus amantes?

– No, de ninguna manera -contestó con gesto escandalizado el mayordomo-, nunca se le ocurrió profanar el hogar de los Iztueta. Tenía su propio apartamento.

– ¿Sabe usted dónde está ese apartamento?

– Por supuesto. Una de mis funciones era también cuidar de que allí todo estuviera en orden. Como he supuesto que sería de interés para ustedes me he permitido la libertad de traerles las llaves. En el propio llavero está escrita la dirección del piso -añadió sacando un llavero de uno de los bolsillos de su pantalón y entregándoselo a Rojas.

– ¿Conoce usted la identidad de alguno de sus amantes?

– Lo siento pero no, lo llevaba con total discreción. Quizá alguien más cercano a ella lo supiera pero no los miembros del servicio doméstico de la casa.

– ¿Su difunto marido, el señor Iztueta, conocía esas aficiones de la señora?

– Así es.

– ¿Y nunca decidió ponerles fin? ¿Nunca pensó en divorciarse, por ejemplo?

– No, la familia no lo hubiera aceptado. Por otra parte, al señor le interesaba que su mujer estuviera satisfecha ya que él no podía complacerla.

– ¿Estaba enfermo?

– No exactamente. Don Alejandro era un gran señor, que amaba los placeres y la belleza, pero entre sus cánones de belleza no se incluían los encantos femeninos.

– Entiendo, así que era homosexual.

– La expresión es un tanto brutal pero acertada -contestó el mayordomo.

– ¿Su familia lo sabía?

– Así es, por eso admitieron su matrimonio con esa mujer, pese a que nadie conociera sus orígenes ni sus antecedentes familiares. Sabían que no tendría descendencia, lo pactaron con ella según tengo entendido, y ante terceras personas estaban casados y hacían una vida normal.

– Todo un catálogo de hipocresía -dijo el inspector.

– Yo más bien lo llamaría buenas maneras -protestó suavemente el mayordomo-, pero supongo que cada uno puede usar la palabra que considere más ajustada al caso.

– Me imagino que siendo un hombre religioso, de fe católica, sufriría internamente ante ese desgarro de su personalidad. Actualmente se es más tolerante pero hace años ser homosexual no estaba bien visto por la sociedad y la Iglesia lo consideraba pecado mortal -habló por primera vez el padre Vázquez.

– Siento contradecirle -respondió sonriendo el mayordomo-, pero el señor era ateo. Se había alejado de la religión en su juventud, quizá como rechazo a la intolerancia eclesial en ese aspecto, eso es posible, pero nunca volvió al redil, como suelen decir ustedes.

– Tal vez en sus últimos momentos, presintiendo la cercanía de su muerte, volviera sus ojos a Dios. Recuerde que donó cien millones al colegio en el que había estudiado.

– Sobre esa donación no puedo decir nada, sus motivos tendría y a los demás sólo nos cabe respetar su voluntad, pero respecto al otro asunto puedo asegurarles rotundamente que en ningún momento volvió al seno de la Santa Madre Iglesia, sino que falleció jurando y perjurando contra un dios cruel que permitía que la gente muriera a causa del amor.

– No entiendo -dijo el padre Vázquez.

– El señor tenía el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, ya saben, el sida, y murió como consecuencia de ello, sin arrepentirse de nada. Lo sé porque murió en brazos de la única persona que siempre le había amado de verdad -finalizó el mayordomo sin poder evitar que sus ojos se abrieran en un torrente de lágrimas.

Capítulo veintitrés

Cuando el inspector y el sacerdote salieron de la mansión el joven agente de la OTA aún continuaba junto al vehículo del policía, en actitud vigilante y expectante pensando quizá, paradojas de la vida, que esa actitud estática e inmóvil rompía la rutina de su trabajo cotidiano. Si durante aquel lapso de tiempo algún otro automóvil hubiera aparcado sin su correspondiente tarjeta o se hubiera pasado de tiempo, habría estado de suerte, ya que la inevitable multa no se habría materializado.

– Todo en orden, jefe -dijo alegremente cuando les vio llegar, antes de alejarse para reanudar su interrumpida ronda en busca de infractores.

– Podríamos echar un vistazo a ese apartamento -dijeron simultáneamente el inspector Rojas y el padre Vázquez al ocupar sus asientos, lanzando sendas carcajadas al advertir la coincidencia.

– Eso está bien que lo diga yo -dijo el policía-, pero en tu caso parece que le estás encontrando cierto gustillo al tema.

– Como dice el refrán, quien tuvo retuvo y guardó para la vejez. La verdad es que no me apetecía nada volver a mi antiguo trabajo pero una vez que estoy metido en él no puedo negar que siento una fuerte excitación que me impele a continuar hacia adelante. Además, le he prometido al comisario Ansúrez que os echaría una mano.

– Lo sé, pero esa promesa no incluía la posibilidad de registros ilegales.

– En realidad no es estrictamente un registro ilegal porque las llaves nos las ha proporcionado voluntariamente alguien que tenía acceso a ellas, pero olvidándonos de tecnicismos legales, ¿quieres que te acompañe o no?

– Estaría encantado -contestó Rojas, que empezaba a simpatizar con ese antiguo policía reconvertido extrañamente en sacerdote.

El apartamento estaba situado en la avenida de Zugazarte, en Las Arenas, y con el producto de su venta, calculó Vázquez, se podría mantener el colegio más de un año; sin embargo, cuando estuvieron en su interior comprobaron que era una vivienda sin alma. Su lujosa y elegante decoración invitaba a hacer un bello reportaje en una revista de decoración pero no invitaba a vivir. Estaba claro para qué lo usaba, como demostraba la colección de vídeos pornográficos que se apilaban en una estantería junto a un inmenso televisor. No había nada que le diera un toque íntimo o personal. Ni una fotografía, ni un objeto antiguo, ni siquiera ropa de diario. Los únicos vestidos que aparecieron al abrir los armarios habrían sido adquiridos, posiblemente, por correspondencia a un catálogo de los que aparecen en las publicaciones eróticas. Por lo demás, no había nada que indicara quién era la propietaria o usuaria del piso. Ni siquiera las inevitables cartas de los bancos. El piso estaba completamente limpio, sin una mota de polvo, pero excepto por ese detalle, parecía como si nadie lo hubiera pisado en años. Los ceniceros aparecían impolutos, sin rastro de colillas o cenizas y los dos cuartos de baño relucían impecables, casi daba penar pensar que en un momento u otro habría que utilizarlos. Los dos visitantes escudriñaron a fondo hasta el último rincón pero todo fue en vano. Ningún indicio de la identidad de la propietaria y mucho menos de la de alguno de sus esporádicos o habituales huéspedes.

Salieron con una extraña sensación en el cuerpo, como si hubieran registrado una casa prefabricada ex profeso para despistarles. Nadie podía ser tan perfecto que no dejara huella alguna de su paso pero, según saltaba a la vista, la asesinada lo había conseguido. Quizá si no hubiera sido tan cuidadosa, comentó resentido Rojas, habría facilitado la captura de su asesino, pero las cosas ya no tenían remedio y habría que seguir investigando por otro lado.

– ¿Te acerco al colegio o vas a algún otro sitio? -preguntó Rojas a su inusual compañero cuando regresaron al coche.

– En realidad no tengo que ir a ningún sitio especial y tampoco tengo mucha prisa por volver al colegio -contestó el sacerdote-, si quieres puedes dar una vuelta por donde quieras y, mientras tanto, me explicas qué quería decir Ansúrez al comentarme que podíais proporcionarme novedades sobre mi investigación.

– Te refieres al sacerdote que se fugó después de haber cobrado un sustancioso talón -dijo el inspector Rojas mientras accionaba la palanca de cambios y ponía el vehículo en marcha.

– En efecto, a eso mismo me refiero.

– Bueno, no es mucho lo que hemos averiguado pero sí creo que podemos proporcionarte algunos datos nuevos de cierto interés. Se ve que el comisario Ansúrez te aprecia, cosa rara en él, así que nos puso a trabajar en horas libres sobre el tema, concretamente sobre la misteriosa mujer que, según parece, acompañaba a tu desaparecido colega.

»Había un dato que nos parecía sumamente extraño. Si la tipa en cuestión se había dedicado a la prostitución, cosa que por lo que sé tú mismo confirmaste in situ, ¿cómo era posible que no hubiera nada sobre ella en los archivos de Jefatura? Si no hubiera sido por la memoria visual de un compañero de la Brigada quizá nunca habría sabido nada sobre su pasada actividad, y eso no nos gustaba.

«Supongo que lo entenderás porque has sido cocinero antes que fraile, no me negarás que en tu caso la frase es de lo más apropiada, pero nos importa un bledo la moralidad pública. Si una mujer, o un hombre, desean acostarse con un hombre, o una mujer, por dinero, allá ellos y lo que quieran, sepan o puedan aguantar al respecto. Nuestra constitución ampara la libre empresa y no somos nosotros quienes vamos a enmendarle la plana, tan sólo cuando hay indicios de clara explotación o a su alrededor se mueven otro tipo de delitos, como el tráfico de drogas o la compraventa de objetos robados, intervenimos directamente. Es cierto que en algunas ocasiones, generalmente coincidentes con encuentros producidos entre el jefe superior y el señor obispo en alguna recepción ofrecida por el gobernador civil o el alcalde, se produce alguna redada, pero sin más trascendencia que la meramente publicitaria. Aun así, y aunque no perseguimos directamente la prostitución, nos gusta y conviene tener el máximo de información posible. Al fin y al cabo, la posibilidad que ya he apuntado anteriormente de que a su alrededor se generen otro tipo de actividades delictivas no es esporádica sino habitual.

»Por eso mismo nos parecía tan raro que no apareciera nada en absoluto sobre esa chica. Lo único que sabíamos acerca de ella era su nombre de guerra, Verónica, y su antiguo lugar de trabajo, el Girl's Club, actualmente Club Neskatilak, pero nada más, como si se tratara de un fantasma.

»Pocos días después de que tú visitaras el local uno de nuestros inspectores se dio una vuelta por allí y tuvo una charla con su encargado, un tal Sebas, al que ya conoces, pero no consiguió sacarle nada en claro. Según él era tan sólo una chica que aparecía por el club de vez en cuando para tomar unas copas y si se enrollaba con un tío, ¿qué iba a hacer él, el pobrecito Sebas?, ¿acaso era él el guardián de la moralidad de las mujeres que pasaban por su chiringuito? Él se limitaba a servir copas, si los habituales del club acordaban entre ellos y sin que nadie les obligara tener un pequeño escarceo juntos, ¿quién podía reprochárselo? De todos modos nuestro inspector le ajustó las cuentas, al fin y al cabo por buena que fuera la actuación del Sebas ambos sabían a qué se dedicaban, y admitió que era una de las chicas que había ejercido la prostitución en su local, pero por poco tiempo. Se trataba de un caso raro, le dijo, ya que no la había captado él ni ninguno de sus socios, sino que apareció directamente por el local pidiendo trabajo. Como era guapa y elegante y le demostró, no se puede comprar el género sin probar, señor inspector, le dijo, ése es uno de los buenos consejos que me dio mi santa madre, que estaba capacitada para el trabajo la contrató sin hacer preguntas, ya que ésa era la única condición que le impuso la extraña mujer, y como usted sabe, señor inspector, acabó diciendo el chulo con aire compungido, en este negocio no existen nóminas, ni ierrepeefes ni seguridad social ni la madre que las inventó.

»Poco más pudo sacarle mi compañero, así que después de todo seguíamos como estábamos, hasta que alguien citó el nombre de Ángel Caballero. Tú nunca le habrás oído mentar, ya que fue destinado a Bilbao algo después de tu marcha, según lo que me ha comentado el comisario, ya que yo tampoco estaba aquí por esa época, pero en poco tiempo se hizo muy famoso, sobre todo entre las furcias y sus chulos. Su ritmo y nivel de vida empezó a mosquearnos y pusimos el asunto en manos de la Brigada de Interior, que confirmó nuestras sospechas. Ángel Caballero se ganaba un sobresueldo y otro tipo de favores no monetarios protegiendo a prostitutas y proxenetas. Como el asunto no se consideró muy grave y pretendiendo lavar los trapos sucios en casa, para que la prensa no se abalanzara sobre un nuevo caso de mafia policial, no se le expulsó del cuerpo sino que se le trasladó de localidad. En este momento los honrados habitantes de una importante población manchega disfrutan de la protección y habilidades del inspector Caballero.

»A lo que íbamos. A alguien se le ocurrió que si no había antecedentes ni informes de ninguna clase sobre la tal Verónica tal vez se debía a la mano larga del inspector Caballero. Pudiera ser que hubiera hecho desaparecer, previo pago por el detalle, toda la documentación que aludiera a esa señorita, así que nos pusimos en contacto telefónico con él y sin necesidad de insistir mucho, tan sólo recordándole que aunque el expediente se paralizó las pruebas de su conducta siguen custodiadas en las dependencias de la Jefatura de Bilbao, accedió gustoso a revelarnos todo lo que sabía sobre el asunto ya que, como habíamos sospechado, él era quien se había encargado de la desaparición de los datos referentes a la misteriosa joven.

»Su nombre es María Luisa Prieto Gómez, natural de Plasencia y residente desde niña en Madrid, donde también ejerció la prostitución, aunque nunca en la calle sino en algunos clubes distinguidos y siempre con clientela fija. De treinta y cinco años de edad, no se le conoce pareja estable ni tiene tampoco hijos o hermanos. Así mismo, sus padres fallecieron cuando ella tenía diecinueve años, en su muerte no hubo nada extraño, tan sólo miseria, supongo. Aunque varias veces pernoctó en los calabozos policiales nunca ha estado ingresada en prisión ni ha sido condenada por delito alguno. Tampoco parece estar implicada, según los datos a los que hemos tenido acceso, en otro tipo de actuaciones delictivas como pudieran ser el tráfico de drogas, la receptación o la explotación de menores.

– Parece totalmente limpia, salvo por el tema de la prostitución -comentó, interrumpiendo a su interlocutor por primera vez, el padre Vázquez-. Es francamente extraño.

– Ésa es nuestra opinión pero a los datos nos remitimos. Si ha estado involucrada en otros asuntos, ha sabido quedarse al margen y permanecer limpia e incólume a nuestros ojos.

– ¿Habéis averiguado algo más?

– Nada especialmente interesante salvo que lleva varios años viviendo en Bilbao o, por lo menos, con su domicilio oficial en la ciudad, según hemos comprobado al observar las fichas referentes a sus renovaciones del documento nacional de identidad. Curiosamente la última renovación la hizo un mes antes de cobrar el talón y huir con tu compañero de congregación.

– ¿Podrías proporcionarme el domicilio?

– Por supuesto. Sé que era en la zona de Indautxu pero no recuerdo con exactitud la calle y el número. Si quieres más tarde te llamaré y te proporcionaré esos datos, aunque me temo que no te servirán de nada.

– Supongo que no, pero cuando se está en un callejón sin salida cualquier resquicio, por estrecho que parezca, es digno de que le dediquemos nuestra atención.

Capítulo veinticuatro

Hoy tampoco has podido hacer el amor pero, afortunadamente, a ella no le ha importado. Te ha mirado sonriendo, con esa calma que tranquiliza tu espíritu mejor que mil sermones y te ha besado en los labios, suave, cariñosamente, más como una novia romántica que como una amante y compañera de cama.

– Es normal -te ha dicho-, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo, pero todo pasará y las aguas volverán a su cauce. Y tú y yo seguiremos amándonos por toda la eternidad.

Te ha sonado rara esa palabra, eternidad, pronunciada por sus labios, cuando ella siempre dice que es atea, atea sin remisión, pero tú en tu interior piensas que no es así, ¿cómo va a ser atea la mujer que te ha hecho encontrar el amor que Dios nos donó a los hombres como su mejor y más hermoso bien? No, ella no puede ser atea, quizá lo piense así debido a la indignación, al asco y la rabia que le producen todas las miserias e injusticias de las que ha sido testigo, pero en el fondo de su alma antes o después acabará reconociendo que Dios es otra cosa, que Dios es lo que tú y ella sois, dos cuerpos abrazándose y amándose, con alegría y con paz, aunque en estos momentos no disfrutéis ni de esa alegría ni de esa paz.

En una cosa tiene razón, de repente han sucedido demasiadas cosas y aunque todavía conserváis en vuestras manos el control de los acontecimientos empezáis a fatigaros, a temer que quizá pronto lo perdáis.

Lo primero de todo ha sido la visita del padre Vázquez, aún sigues llamándole así aunque reniegues de su condición sacerdotal y sólo veas en él al brutal policía de otros tiempos y tal vez, ya no estás seguro de nada, de éstos, a tu madre. Sospechabas que antes o después llegaría, te lo había comentado tu nueva y maravillosa compañera y tú mismo lo sabías sin necesidad de que nadie te lo explicara, pero hubieras deseado que esa entrevista se aplazara e, incluso, que nunca se hubiera producido, sin embargo, no te ha quedado más remedio que afrontar los hechos del mejor modo posible. Cuando la has telefoneado se ha puesto a llorar, amarga e inconsolablemente, y sólo por eso has odiado mucho más al ex policía aunque en tu interior admites que parte de ese odio debieras dirigirlo a tu propia persona. Has intentado tranquilizarla, diciéndole que no haces nada malo, que sigues siendo sacerdote y servidor de Dios, pero que ahora hay muchos sacerdotes que piensan como tú, que se sirve mejor al Señor y al pueblo de Cristo con nuevas actitudes, incluso casándose, hay miles en esa situación, amá, le has dicho, y son felices y con ellos sus fieles y el propio Dios. Tal vez porque antes que nada es madre ha asentido y se ha despedido de ti más calmada y echándote un lejano beso a través del cable telefónico, un beso que te ha sabido a poco pero que todavía no puedes recibir en persona, ni siquiera estás seguro de que ese día esté cercano.

Y después de eso, a la mañana siguiente, la noticia de la muerte de Irene Vidal, la benefactora o, mejor dicho, la viuda del benefactor del colegio. Lo has oído en la radio y nada más escuchar la noticia has comentado con tu compañera, no sabes por qué resabios religiosos te cuesta denominarla tu mujer, qué consecuencias pudiera tener en vuestros planes. Esperáis que ninguno aunque es una nefasta coincidencia.

En el fondo tampoco te extraña si piensas en las palabras del propio Cristo, más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Quizá esa mujer y su difunto marido fueran los desprendidos benefactores de una congregación religiosa pero ese hecho no es suficiente para engañarte, sabes que detrás de cada fortuna, como dijo Honoré de Balzac, hay un crimen, y aunque no lo haya nadie amasa una inmensa fortuna sin dejarse pelos en la gatera ni sin pisar a los que están debajo. Posiblemente con ese extraordinario donativo pretendían también ganarse el cielo, como si pensaran, en su arrogancia de millonarios, que eso también se consigue con dinero. Tal vez el dinero que ahora está en tus manos esté teñido en sangre, piensas, pero aun así rezas en la intimidad un responso por los dos, el marido fallecido de muerte natural y la mujer asesinada, y ruegas a Dios que se apiade de su alma y, también, que se apiade de la tuya, porque de repente te das cuenta de que aunque sea una maldita coincidencia por donde pasas corre la sangre, siempre por una buena causa pero corre la sangre.

De repente, aunque la muerte de Irene Vidal no tiene nada que ver contigo, ha activado tu memoria, esa memoria que tan útil te fue de estudiante pero que ahora desearías erradicar de cuajo y que resurgiendo sin que la hayas llamado te retrotrae a tiempos que nunca has olvidado, a tiempos que nunca olvidarás.

La muerte, siempre presente en tu conciencia, esa muerte que nunca buscas pero que siempre, por lo que se ve, encuentras. Tu padre, tu hermano, tu compañero Jokin, sobre todo tu compañero Jokin. Quizá esa muerte te afectó más porque estabas presente o, tal vez, porque sabes que podrías haber sido tú el muerto. Esa muerte la llevas muy dentro de ti y te incita a continuar la lucha en el punto en que la dejasteis.

Has visto cara a cara a la señora de la guadaña y decides que sea tu esclava, no tu enemiga. Te sigue repugnando matar, las admoniciones de tu madre y de aitá Patxi, las últimas palabras de tu padre aún resuenan en tus oídos pero por una vez te rebelas, piensas que están equivocados y te involucras cada vez más en la lucha armada, el único modo posible de liberar a tu pueblo y conseguir que no vuelva a haber más muertes estériles como las de tu padre, Jokin o tu hermano, incluso que no haya más muertes como las del guardia civil ejecutado -no asesinado sino ejecutado, ésa es la palabra que consideras más adecuada al hecho, tu hermano nunca fue un criminal- por Mikel. Eso es lo que piensas, y eres sincero.

Pocos días después aquel extraño activista cuyo acento delata su origen no euskaldun te cita en un bar de un populoso barrio de Bilbao, uno de esos barrios que ha crecido descontroladamente al albur de una emigración proporcionadora de mano de obra barata y sumisa. No habéis tomado nada ya que al verte llegar te ha introducido en su destartalado coche y te ha dado un paseo por todo el barrio, como queriendo mostrarte sus miserias, la pobreza que asoma por todos sus rincones, como explicándote tácitamente, sin necesidad de palabras, por qué está él en la lucha, como queriendo sacarte de tu romanticismo étnico, así lo denominará más adelante, cuando ya tengáis confianza, para introducirte en la otra cara del problema, y tú observas todo con ojos asombrados, eso no tiene nada que ver con lo que has vivido hasta ahora, junto a la injusticia de no poder hablar en tu idioma, de no poder ondear tu bandera adviertes otra injusticia, la de quienes viven en casas repletas de humedad, la de quienes transitan por calles embarradas, ya que el alcantarillado aún no ha hecho acto de presencia, la de quienes apenas tienen un salario digno para vivir y por eso, cuando tu acompañante te pregunta, mirándote fijamente a los ojos, sin pestañear, si quieres colaborar con ellos dices que sí con entusiasmo, aunque no sabes del todo qué hay detrás de la palabra ellos, pero imaginándotelo, sabiendo que es la misma organización por la que dio su vida tu hermano Mikel.

Tu primer trabajo es fácil. Se trata de proporcionar información sobre un comerciante del pueblo, un tal Florencio Etxenagusia -aunque él lo escribe Echenagusía, en español-, un comerciante del pueblo al que acaban de nombrar hace escasos meses alcalde. No será nada difícil porque es un hombre muy conocido en la localidad, incluso apreciado cuando la gente olvida la política, hasta tu madre suele hablar bien de él. Se trata del padre del chico con el que solías pelearte a menudo en la escuela, el chico que una vez dijo públicamente que tu padre era un delincuente porque estaba en la cárcel. Parece como si por una ironía del destino el padre debiera cargar con los pecados del hijo en lugar de al contrario, como dice la Biblia.

Pero no, rechazas esa idea, no se trata de ningún acto de venganza, sino de estricta justicia, Florencio Etxenagusia es un alcalde nombrado por el gobierno de la dictadura, un peón más del régimen que oprime al pueblo y a los trabajadores, alguien que se ha convertido en cómplice de la ocupación de su propia patria, que ni siquiera le ha enseñado a su hijo el éusquera, la lengua nacional. Además, te han dicho que se trata de darle un escarmiento, ya va siendo hora de que los colaboradores del régimen vayan aprendiendo que su acomodaticia y traicionera postura no sólo les puede proporcionar beneficios y prebendas sino que también les puede acarrear problemas.

Durante varios días tomas nota de sus idas y venidas, en su comercio, en la casa consistorial, en la sociedad donde a menudo cena con los amigos, te extraña que un hombre como ése se junte para cenar con viejos amigos de tu padre, hombres de los que conoces su irreprochable patriotismo, no acabas de entenderlo bien, quizá ellos se estén adocenando y sean incapaces de distinguir el amigo del enemigo, eso te convence aún más de la necesidad de que haya un revulsivo, de la necesidad de crear y sostener una organización como la de tu hermano Mikel que mantenga impertérrita y elevada la antorcha de la libertad.

Compruebas que es un hombre monótono que no toma ninguna medida de seguridad, quizá se siente confiado, tal vez en su interior no sea él mismo consciente de que es un opresor del pueblo, una bestia infame, incluso es posible que piense que su amistad con muchos de sus paisanos no afectos al régimen extiende un manto de impunidad sobre su persona, por eso no varía de rumbos ni de horarios, puntual siempre como un reloj suizo.

Cuando te vuelves a encontrar con tu contacto en la organización, esta vez en una céntrica cafetería de Bilbao, ya no son necesarias las excursiones sociológicas, estás exultante, te consideras por fin integrado en la vanguardia popular, lo anterior, las actividades culturales y propagandísticas, aunque tuvieran sus riesgos, como pudiste comprobar con la triste muerte de Jokin, no eran sino minucias burguesas, ahora en cambio es diferente, ahora participas más activamente en la lucha de verdad, ahora eres uno de los hombres que va a cambiar Euskadi y, quién sabe, tal vez el mundo.

Durante cerca de un mes no vuelves a tener noticias de la organización y por fin, leyendo el periódico, te das cuenta de la magnitud de lo sucedido. Con gran despliegue tipográfico el más importante periódico local comunica a sus lectores el asesinato, a manos de un comando, de don Florencio Echenagusía, acaudalado comerciante que había sido nombrado recientemente alcalde de un pueblo del interior. El periódico, afecto al régimen como todos, ensalza las virtudes cívicas del muerto y escupe su basura fascista contra los autores de lo que denomina deleznable crimen.

Tú sabes que eso no es cierto, que en esa acción no hay ningún crimen sino un estricto acto de justicia, aunque si de ti hubiera dependido la sentencia no habría sido la pena capital, te sigue repugnando el derramamiento de sangre, pero no puedes ni quieres revolverte contra tus hermanos; si han obrado así seguro que tenían sus motivos, piensas aferrándote a tus principios, aunque un regusto amargo te recorre todo el cuerpo.

La noticia la has conocido por el periódico pero pronto la escucharás en persona, en la voz de tu propia madre que te telefonea para comentarte el hecho.

– Han asesinado al Florencio -te dice con voz entrecortada, casi a punto de llorar y tú no comprendes que tu madre pueda llorar por ese cerdo-, no sé adonde vamos a ir a parar, eso no es lo que quería tu aitá, Ander.

Tú intentas calmarla e incluso explicarle que quizá el Florencio se lo tuviera merecido, que no se puede juzgar frivolamente a quienes no habían sido sino el brazo armado del pueblo, tal vez la mano ejecutora de Dios.

– No lo sé, Ander, no lo sé -recita inconsolable su madre, quizá más pensando en su familia que en el propio muerto-, pero esto no puede seguir así, no podemos matarnos los unos a los otros, tu hermano, el alcalde, ¿cuántos más caerán? El Florencio, a pesar de sus ideas no era mala persona. Tú no lo sabes porque eras pequeño, pero cuando tu padre estaba en la cárcel nos dejó dinero para evitar que el banco nos embargara el caserío por deudas, y nunca pudimos devolverle ese dinero ni nos lo exigió.

Lo dicho por tu madre te reafirmó en tus ideas. Seguramente ese cabrón había proporcionado el dinero a tu familia para conseguir su adhesión o, por lo menos, su neutralidad. El típico truco capitalista de la compraventa de lealtades. Pues contigo la cosa le había salido rana, si al principio habías lamentado su muerte cada vez estabas más tranquilo al respecto.

Para contentar a tu madre y sobre todo, no tienes más remedio que reconocerlo, por cierta curiosidad morbosa, asististe al funeral. ¡Qué diferencia con el de tu hermano Mikel! En el de Florencio Etxenagusia todo era pompa y boato. Sobre el féretro habían colocado la bandera española, la del águila imperial y el yugo y las flechas, y junto a la viuda e hijos del alcalde, enlutados y llorosos, podían verse erguidas las figuras de los gobernadores civil y militar de la provincia así como la de un hombre de fino bigote cano que alguien identificó como director general de la Seguridad del Estado.

Prácticamente no se veía a casi nadie del pueblo, ni siquiera a aquellos olvidadizos e inconsecuentes patriotas que no desdeñaban echar una partida de mus o cocinar una cazuela de bacalao con el fascista ejecutado, tan sólo algunos ancianos y alguna mujer como tu madre habían acudido a la misa y al posterior enterramiento. Prudentemente sondeaste a la gente del pueblo pero salvo algún joven excitable casi nadie quiso ser explícito ni expresar sus sentimientos, pese a que te conocían desde que eras un niño de pecho. Llevabas ya dos años fuera del pueblo y la gente no quería comprometerse o comprometerte. Tan sólo observaste un generalizado sentimiento de tristeza, no tanto por la muerte del alcalde, cuanto por la vuelta de un fantasma que todo el mundo consideraba pretérito y olvidado, el de la muerte en las calles, la violencia, la guerra civil en suma.

A pesar de que te apetecía en lo más íntimo quedarte a dormir en el caserío, como cuando eras pequeño, no lo hiciste, quizá porque sospechabas que serías incapaz de sostener la mirada de tu madre y de responder a sus palabras. Huiste del pueblo lo más pronto que te fue posible y te refugiaste en la soledad de tu habitación del seminario, intentando convencerte a ti mismo de que habías hecho lo correcto, que no había otro camino posible.

Pensabas que no ibas a poder dormir, que Dios te iba a llamar en pleno sueño para pedirte cuentas por la sangre derramada del hermano, como le pidió a Caín cuando asesinó a Abel, pero extrañamente no ocurrió así, nada más tocar las sábanas te quedaste dormido, como dicen que duermen los niños en su radical inocencia.

A la mañana siguiente, movido por un impulso, según te levantaste de la cama saliste del seminario y te acercaste a una iglesia de un barrio, una iglesia desconocida para ti, buscando urgentemente un sacerdote que te escuchara en confesión y delante de él descargaste toda tu tensión, todos tus temores y tus dudas y, por fin, le pediste la absolución.

– ¿Estás arrepentido de lo ocurrido? -te dijo la voz ronca del sacerdote, delatora de que el único vicio que se permitía era el tabaco.

– No lo sé, padre, no lo sé. íntimamente creo que he hecho bien, que he hecho lo correcto, pero no puedo dejar de lamentar la muerte de un ser humano, sobre todo si en cierto modo soy responsable de ella.

– No puedo darte la absolución. Ya sabes que para que eso ocurra tienes que mostrar arrepentimiento y propósito de la enmienda.

– Lo sé, padre, y si lo que siento no es estrictamente arrepentimiento no sé qué puede ser.

– ¿Tienes intención de reparar el daño causado?

– ¿Cómo podría devolver la vida a un muerto?

– Eso no se puede hacer, pero ¿has pensado acaso en entregarte?

– Eso nunca, es muy duro lo que me pide -contestaste.

– Recuerda que Nuestro Señor Jesucristo reprueba la violencia, su mensaje es de paz y perdón, incluso para nuestros enemigos. No olvides cómo reconvino a san Pedro cuando sacó la espada para defenderle de quienes iban a detenerle y cómo reparó el daño causado por el santo apóstol.

– Sí, padre, lo recuerdo, pero también recuerdo que luego no le entregó a los sicarios de Pilatos ni le reprochó el amor que sentía por su pueblo.

Durante unos escasos segundos el silencio más absoluto se enseñoreó de la iglesia. A través de la rejilla del confesionario oías jadear calladamente al sacerdote y adivinabas la lucha que tenía en su interior. Por fin, una quebrada voz de fumador rompió el silencio.

– Ego te absolvo -oíste decir al sacerdote, y ya no escuchaste nada más.

Capítulo veinticinco

Todo transcurrió tal como Julián había augurado. Su plan y su clarividencia habían sido perfectos y como homenaje postumo tenía que admitir que había sido un gran profesional, tanto en su faceta de policía como en la de delincuente. El que a última hora hubiera habido una pequeña variación en sus planes no lastimaba la buena opinión que me había formado de su capacidad. Junto a él había aprendido todo lo que sabía y mi repentina decisión de no compartir con nadie las joyas se debió, precisamente, a que había asimilado a la perfección sus enseñanzas.

Como mi extinto compañero me había indicado, en la Dirección General no sintieron preocupación ni curiosidad sino alivio por lo sucedido. Se dio carpetazo a todo el asunto con gran rapidez y con la publicidad estrictamente necesaria para que la ciudadanía supiera cómo su policía trabajaba con eficacia en pro del bien común. A Julián se le concedió a título postumo la Gran Cruz al Mérito Policial y se le rindieron los más altos honores en su funeral y yo, por mi parte, me gané la felicitación y el aprecio de todos así como un buen ascenso. En poco tiempo estaba consiguiendo acceder a los más altos peldaños de la cúspide profesional. Por primera vez en mi vida veía el futuro de color de rosa y vivía seguro y tranquilo, confiando plenamente en mi suerte. Ya no era un muñeco al servicio de mi padre, Garrido o el propio Julián. Había obtenido, por méritos propios, el grado de subcomisario en un corto lapso de tiempo y ante mí surgía, radiante en su esplendor, un hermoso porvenir.

Además del trabajo policial, porque Julián, pese a sus defectos, había sido un buen policía, mi ex compañero también me había enseñado a ser prudente, así que esperé el tiempo suficiente para ir colocando, poco a poco y en lugar seguro, las joyas. Al fin y al cabo lo que nunca había tenido eran problemas económicos. Por otra parte, gracias a mi nuevo grado de subcomisario, se me había aligerado la carga más pesada del trabajo. Ya no salía a patrullar en un vehículo destartalado sino que dirigía, desde un pequeño despacho -pequeño pero exclusivamente mío- a todo un grupo de inspectores. De este modo, casi sin mover un dedo y gracias al trabajo de mis subordinados, fui afianzándome en el interior del cuerpo y granjeándome cada vez más la confianza y gratitud de mis jefes.

El único lunar en mi vida placentera y tranquila lo constituía mi relación con Clara. Al no tener a mi lado a Julián recomendándome constantemente que tascara el freno me había entregado con desenfreno a una desmedida pasión. Olvidándome de toda prudencia había empezado a visitarla más a menudo que antes hasta llegar, en los últimos tiempos, a acudir diariamente al burdel en el que trabajaba. Pronto el hecho empezó a comentarse en la brigada y aunque ello no supusiera ningún desdoro, todo lo contrario, los comentarios que se hacían eran de envidia y admiración, comprendí que me estaba metiendo en un auténtico berenjenal. Un día, espoleado por el alcohol, no se me ocurrió mejor idea que ir hasta el escondite donde tenía a buen recaudo el botín confiscado al difunto Loperena y sacando un brazalete volver al prostíbulo para regalárselo a Clara. Al día siguiente, cuando los efluvios etílicos eran tan sólo un áspero recuerdo con forma de dolor de cabeza, me di cuenta de la enormidad de lo que había hecho. Con respecto a Clara me sentía relativamente seguro pero no podía permitir que alguien viera la joya y, conocedor de quién había sido el generoso donante, se dedicara a sacar conclusiones.

Un diplomático intento que realicé con el propósito de que me la devolviera fue infructuoso y no sólo no conseguí que retornara a mi poder sino que Clara, orgullosa con su brazalete, empezó a pensar que había sido un modo sutil de declararle mi amor; para ella ese hermoso brazalete tenía el mismo significado que las sortijas de compromiso que el galán regalaba a su enamorada en las novelas rosas que acostumbraba leer en los escasos ratos libres que le dejaba el trabajo. ¡Cómo eché en falta, en aquellos momentos, los buenos consejos de mi compañero Julián!

Lentamente una idea fue bullendo en mi cabeza. Tenía que recuperar el brazalete como fuese y dar término a mi relación con Clara. Me costó decidirme ya que aunque lo que sentía por ella no se podía considerar estrictamente amor, era innegable que a su lado me sentía bien, me agradaba verla, estar con ella, hacer el amor. Posiblemente fuera tan sólo un mero caso de atracción sexual e, incluso, de simple costumbre y rutina, pero aun así se me hacía cuesta arriba cortar con ella. Por eso, cuando al final resolví poner punto final a esa situación, la decisión tomada fue dolorosa y algo se rompió en mi interior, pero sabía que era necesario así que echando por la borda absurdos sentimentalismos me propuse firmemente terminar esa historia.

La ocasión se presentó al cabo de pocos días y con la osadía de los audaces y la desesperación de quien se ve con la espada de Damocles transmutada en brazalete sobre su cabeza decidí agarrarla por los pelos y aprovecharla al máximo. En la brigada habíamos recibido un soplo. Un grupo de delincuentes estaba preparando un robo en una sucursal del Banco Popular. El soplón, que era miembro del grupo que estaba preparando el golpe, nos debía bastantes favores y, cuando le expliqué mi plan, se puso a mi entera disposición.

La idea era sencilla. Mi confidente tenía que convencer a sus compañeros para que se olvidaran del plan que habían trazado y siguieran sus nuevas indicaciones. Aunque al principio eran reacios, ya que mi hombre no pasaba de ser un auténtico pelagatos, pronto consiguió ganarse el respeto y la confianza de toda la banda gracias a los datos que yo le había suministrado. Se trataba de que sus futuros compañeros de atraco pensaran que tenía un contacto en el banco que le proporcionaba información, de ese modo podrían dar el golpe en el mejor momento y con el menor riesgo posible.

Todas las informaciones que fui proporcionándoles a través de mi confidente eran ciertas y comprobables, por lo que pronto la banda se puso en sus manos, es decir, en las mías y llegado el momento propicio di las órdenes pertinentes, incluyendo la hora y forma de realizar el atraco. Les había asegurado que el próximo viernes, a las doce del mediodía, debido a una revisión trimestral que se efectuaba rutinariamente, las medidas de seguridad de la sucursal no iban a funcionar. Así mismo les había proporcionado un dato muy importante: ese día era la fiesta patronal de la policía, por lo que la mayor parte de los agentes que patrullaban las calles estarían en la recepción que el gobernador civil ofrecía para conmemorar la festividad. Por último, había utilizado el señuelo de la codicia. Ese día se iban a producir unos ingresos importantes por lo que las arcas del banco estarían, sin lugar a dudas, a rebosar.

Convencidos de que habían tenido una inmensa suerte al incluir en su grupo a quien habían considerado un don nadie, los atracadores se dispusieron a obedecer en todo a mi hombre. El asalto al banco fue fijado para las doce en punto del mediodía y a esa misma hora, con una puntualidad que dice mucho en favor de los delincuentes nacionales, estacionaron el vehículo que previamente habían robado en la puerta de la sucursal bancaria. Junto a esa misma puerta, sentada en un banco público, se encotraba Clara, que había sido citada esa misma mañana por mí, con la excusa de que le iba a dar una grata sorpresa. Le había aconsejado que llevara el brazalete, pero no puesto sino en el bolso, ya que necesitaría espacio para colocar adecuadamente la sorpresa de la que le había hablado. Excuso decir que mis palabras la excitaron totalmente y me confirmó, repetidas veces, que allí estaría sin falta.

Ajenos a la mujer que se hallaba descansando en el banco y a todo lo que no fuera su objetivo, el robo de todo el dinero que se custodiaba en la sucursal, los ladrones irrumpieron en la entidad y amenazando a los empleados y clientes con escopetas recortadas se hicieron con un sustancioso botín. Cuando hubieron recogido todas las sacas que eran capaces de transportar salieron nuevamente al exterior donde les tenía que estar esperando, con el motor del vehículo en marcha, mi confidente.

Aunque el oficio de policía no es el que más se presta a la jarana y el regocijo no me queda más remedio que admitir que las muecas que aparecieron en los rostros de los atracadores cuando comprobaron, con estupor, que chófer y coche habían volado, remedaban con brillantez a las que solían prodigar las más famosas estrellas del cine cómico en blanco y negro y no pude evitar la risa al verlas, del mismo modo que me reía cuando veía cualquier película del Gordo y el Flaco, pero aun así yo no había ido allí a ver una película sino a realizar un trabajo, de modo que con un gesto ensayado di las órdenes pertinentes a los policías que me habían acompañado.

En una situación normal los ladrones, al escuchar la voz de alto y comprobar su situación, se hubieran rendido y todo habría acabado en unas cuantas detenciones, pero esa no era una situación normal y no me interesaba para nada su rendición. Uno de los policías se puso nervioso, escapándosele un disparo, y cuando en ese tipo de situaciones se escucha un disparo, suele ser tan sólo el primero de todos los que en pocos instantes se producen. El tiroteo duró escasos segundos y cuando se pudo despejar el campo pudimos constatar que todos los atracadores estaban muertos. Por nuestra parte no había habido ninguna baja ya que, como más tarde nos dijeron en el laboratorio, las escopetas de los atracadores estaban defectuosas y no funcionaban correctamente. Una afortunada casualidad, se comentó en la brigada.

Desgraciadamente, y a causa de nuestros propios disparos, fallecieron tres personas que no tenían nada que ver con el atraco pero que pasaban por allí. Habían estado en el sitio inadecuado a la hora inoportuna y se habían colocado, accidentalmente, en la línea de fuego. De los tres fallecidos dos eran hombres y la tercera era una mujer que debidamente identificada resultó ser Eulalia Janes Costa, natural de Dos Hermanas, Sevilla, de veinticuatro años de edad, profesión sus labores, aunque más adelante se supo que sus labores no eran las típicas de la honrada ama de casa española sino que trabajaba como prostituta en un burdel de Madrid con el nombre de guerra de Clara. Entre sus objetos personales se encontraron unas cuantas baratijas pero no apareció ninguna joya de valor, que previamente, y con la excusa de atenderla, le había confiscado sin que ninguno de mis compañeros se percatara de la maniobra.

Sentí el final de Clara pero no había podido evitarlo, me fue imposible encontrar otra solución para romper con ella y, sobre todo, recuperar el brazalete sin que me armara un escándalo. En mi descargo tan sólo puedo alegar que posiblemente los minutos que me estuvo esperando, sentada tranquilamente en el banco mientras los rayos del sol le azotaban la cara, fueron los más felices de su vida. En cuanto a las otras dos personas muertas, no era mi intención que ocurriera pero a veces ocurren cosas de ésas que nadie desea pero que no se pueden evitar.

A pesar de que en la refriega habían muerto tres inocentes la operación se consideró un auténtico éxito ya que habíamos conseguido eliminar por completo al grupo de atracadores sin haber tenido ninguna baja en nuestras filas por lo que volví a ser condecorado y aumentó la estima que mis superiores sentían por mí. Estaba viviendo las más dulces horas de mi vida; por eso cuando me propusieron cambiar de destino prácticamente ni lo dudé y dije en seguida que sí. En aquellos tiempos, pertenecer a la Brigada Político Social era pertenecer a la élite de la policía y para alguien ambicioso y joven como yo era una oportunidad que no se podía dejar escapar.

Como aún era joven y había estudiado en un colegio religioso mis superiores me ordenaron matricularme en la universidad, más concretamente en la facultad de Derecho, falsificando para ello los papeles necesarios, ya que nunca había aprobado el Bachillerato Superior. En realidad no hubo una falsificación como tal sino que se cambiaron los registros para que apareciera en ellos como aprobado. Si hoy en día necesitara un certificado en el que constara que había obtenido dicho título, el Ministerio de Educación y Cultura me lo extendería con absoluta normalidad.

En la facultad disfruté como pocas veces había disfrutado. Llevaba una vida tranquila, aprendía nociones de derecho que en un futuro próximo intuía que podían llegar a serme útiles y el trabajo no era de ningún modo agobiante. Lejos del ambiente propio de chorizos, prostitutas, violadores, carteristas, peristas y estafadores la vida parecía mucho más bonita, como si tuviera otro color, como si las tonalidades negras y grises hubiesen sido sustituidas por la policromía del arco iris. No obstante, y pesea ese tipo de explayaciones bucólicas que de vez en cuando surgían de mi interior, yo en todo momento era consciente de que no estaba allí de vacaciones, sino para trabajar. Un trabajo más llevadero y fácil que el habitual, incluso mucho menos peligroso, pero que tenía que hacer y tenía que hacerlo bien.

Mi misión consistía, básicamente, en andar de aquí para allá intimando con el alumnado, sondear a mis compañeros para saber en qué andaban metidos y, en última instancia, infiltrarme en alguno de los grupos subversivos que pululaban por la universidad. Desde los tiempos del colegio, cuando era el acólito de Garrido y Fernandito, había adquirido mucho mundo y era capaz de integrarme, sin dificultad, en cualquier colectivo. Labia y simpatía no me faltaban y siempre estaba dispuesto a hacer un favor a los demás, incluso económico, así que pronto fui aceptado por todos con los brazos abiertos, sin preocuparle a nadie que aún no hubiera acabado la carrera y sin que a nadie se le ocurriera comprobar si era cierto que acababa de trasladar mi matrícula desde otra universidad. La buena fe y ausencia de malicia de mis compañeros me facilitaron por completo las cosas. Pero lo que me abrió del todo las puertas fue mi amistad con Marisa.

El hecho de que hubiera estado encoñado con Clara no significaba que no hubiera tratado con más mujeres. Aunque está mal que lo diga yo, era un chico guapillo y desde que gracias a la mujer contratada por Fernandito descubrí las delicias del sexo no había dejado de tener asuntos más o menos largos con otras mujeres. Sabía cómo camelarlas y no me era difícil estrechar lazos con ellas. Marisa no fue la excepción. Desde la primera vez que la vi supe que me gustaba y cuando empecé a tener trato con ella comprendí que si conseguía ganar su amistad y confianza habría matado dos pájaros de un tiro porque además de tener un cuerpo digno de una estrella cinematográfica era de ideas progresistas y antifranquistas y no había movida universitaria en la que no estuviera metida. No tardé mucho en lograr mi objetivo y al cabo de poco tiempo éramos amantes, amantes esporádicos ya que como decía Marisa no estaban los tiempos como para comprometerse en serio, pero lo pasábamos bien juntos y nos teníamos afecto.

A menudo hablábamos acerca de la situación del país, comentábamos las últimas tendencias literarias, musicales -eran los días en que un grupo de melenudos ingleses escandalizaba a la sociedad bienpensante-, religiosas y, más prudentemente, las expectativas políticas y sociales. Un día, por fin, Marisa me preguntó si deseaba conocer a un grupo de gente que se estaba organizando para, con la excusa de realizar actividades recreativas y culturales, formar en la universidad un núcleo opositor al régimen. Al principio, y de acuerdo con las recomendaciones que había recibido de mis superiores, me hice el remolón y di largas al asunto pero un día, después de haber hecho el amor -esos momentos eran, posiblemente, los únicos en los que no fingía mientras estaba con Marisa-, escudandome en la aparente euforia que sentía tras haber realizado el acto, le dije que sí, que deseaba compartir todo con ella, incluso su militancia. Fue tan grande su alegría que volvimos a hacer el amor, de un modo salvaje y bestial. Cuando eso ocurría me sentía como el Doctor Jekyll y Mister Hyde. Disfrutaba sinceramente con su compañía pero era en todo momento consciente de que esa compañía se debía única y exclusivamente a mi trabajo. Si no acabé esquizofrénico fue porque tenía muy clara cuáles eran mis prioridades, y mi prioridad suprema era yo y mi futuro, así de claro y sencillo.

El grupo estaba formado, en su núcleo principal, por apenas una quincena de jóvenes, la mayor parte de ellos sin experiencia práctica de la vida, ilusos que creían que con un equipaje cargado de buenas intenciones iban a cambiar el mundo. En su inmensa mayoría eran de clase media, ya que en aquella época no era muy habitual que los hijos de los obreros fueran a la universidad, y lo único que conocían del proletariado era lo que habían leído en sesudos mamotretos de filósofos alemanes e italianos pero aun así, imbuidos de fervor revolucionario, estaban dispuestos a marchar bajo las más rojas banderas que encontraran. La gran ocasión de integrarse activamente en la lucha popular llegó con motivo de una huelga en una fábrica importante ubicada en las afueras de la ciudad. Alguien del grupo, yo mismo, sugirió que sería un buen momento para acudir hasta la fábrica, donde los huelguistas estaban encerrados, y solidarizarnos con ellos. De este modo contactaríamos con líderes sindicales y, tal vez, políticos y ampliaríamos nuestro campo de acción.

Una chica pelirroja, miope y menudita, con una desagradable voz de pito, dijo que la idea le parecía cojonuda e inmediatamente todos asintieron alborozados y secundaron con entusiasmo mi propuesta. Así empezó mi ascendiente sobre el grupo. En cuanto a la huelga, poco hay que decir. Cuando transcurrieron los días de gracia que me habían dado en la Dirección General para que trabara confianza con los dirigentes de los huelguistas y cuando entre estos mismos y algunos comentaristas de prensa se empezaba a especular con la nueva actitud tolerante que parecía observarse en esferas gubernamentales, ya que habían pasado varios días y no se había reprimido violentamente la huelga, la Policía Armada recibió órdenes de intervenir, haciéndolo con la viril contundencia que le era propia y encarcelando, previa magullación y apaleamiento, a la totalidad del comité de huelga. Casualmente aquel día mi grupo no apareció por la fábrica, gracias a lo cual nos salvamos de caer en la redada.

Pese a que la huelga había sido un fracaso -era de esperar, ya que no se consigue torcer la voluntad de un estado fascista de un día para otro, comentó un enteco estudiante de filosofía- para nuestro grupo supuso la consolidación. Habíamos demostrado que éramos capaces de movilizarnos a favor de la democracia y de la clase obrera, no con gritos callejeros o pintadas murales sino con un trabajo de calle serio, activo y solidario, militante en suma, y se nos habían abierto puertas que hasta entonces tan sólo vislumbrábamos. Con la euforia de quienes presentían un futuro en el que los niños estudiarían, en los libros de texto, sus nombres bajo el epígrafe de «héroes del pueblo» se decidió mantener e impulsar la relación con los líderes políticos y sindicales que habíamos conocido y coordinar con ellos nuestra lucha y nuestra estrategia acabando por integrarnos, finalmente, en su organización, con el único voto en contra del raquítico aspirante a filósofo, que nos acusó de habernos vendido a una organización revisionista y pequeñoburguesa traidora a los inconmovibles principios del marxismo leninismo.

Muy pronto nuestra célula se convirtió en la más activa de la facultad. La convergencia entre el apoyo que recibíamos del partido en el que nos habíamos integrado y la vista gorda que hacían las autoridades policiales a fin de mantener el ascendiente que yo había consolidado en el grupo lo convirtieron en el más estructurado y sólido de la universidad causando un efecto de bola de nieve, siendo el que al final, de un modo perfectamente natural, aglutinó a muchos de los grupúsculos que hasta entonces habían actuado por libre.

Después de un año de buena vida mis jefes consideraron que había llegado el momento de recoger los frutos que pacientemente habíamos ido haciendo brotar. La ocasión llegó con motivo de un viaje que había programado uno de los miembros del Comité Central del partido exiliado en París al interior. Se acercaba el primero de mayo y desde la secretaría general del partido se consideraba que se reunían las condiciones objetivas para realizar un acto de propaganda contra el régimen dictatorial, con lo que se conseguiría simultáneamente levantar la moral de la militancia y demostrar al pueblo español y a sus clases trabajadoras la capacidad de acción del partido y la vulnerabilidad de las instituciones franquistas. Por otra parte, si todo salía como se esperaba, se posibilitaría la confluencia con otras organizaciones, hasta entonces renuentes, para crear una gran plataforma de oposición al régimen con el objetivo de impulsar una huelga general capaz de derribarlo e instituir, de nuevo, una república de trabajadores de todas las clases, con el proletariado como vanguardia popular. A mí se me encomendó, gracias a mis más que acreditadas dotes de organización, el control y seguimiento de la estancia de nuestro líder en Madrid, así como la preparación de un estricto plan de seguridad, para preservar, ante la policía, el secreto y la clandestinidad del viaje.

El partido quería echar la casa por la ventana, de ahí que el miembro elegido para su venida a España fuera uno de los históricos, un hombre respetado incluso por otras fuerzas políticas y hasta por algún sector del régimen de tendencias liberalizadoras. Todo ello convenció a mis jefes de que era el momento de actuar y cobrar la pieza, ya que con su captura no sólo conseguiríamos un efecto propagandístico importante y la desarticulación de parte del partido en el interior, sino que esos sectores del régimen que tímidamente proponían una apertura a otras fuerzas de la oposición quedarían desacreditadas. Esto último se lograría gracias a mi personal intervención, ya que al tener acceso a la documentación oficial del partido, la corregiría convenientemente en el sentido de transformar lo que era una propuesta de acción opositora pacífica en una incitación a la insurrección popular y a la lucha armada por parte de la clase obrera.

Los primeros días de estancia del viejo luchador transcurrieron sin sobresaltos y de acuerdo con el programa previsto, con lo que fui acrecentando no ya el ascendiente que tenía sobre mi célula sino el respeto y la consideración que en la cúspide del partido tenían hacia mi persona, por eso fue muy sencillo preparar la trampa definitiva. Después de demostrarles que la policía desconocía totalmente nuestras andanzas, propuse que la víspera del 1 de mayo se reunieran en Madrid todos los cargos del partido en el interior, incluyendo a los más cualificados dirigentes sindicales, en un acto de homenaje al dirigente exiliado y de gran eficacia propagandística cuando al cabo de pocos días en los medios afines de la prensa internacional se recogieran las informaciones referentes a dicho acto. Alguno de mis compañeros tildó la propuesta de temeraria pero fue el propio exiliado quien con su calurosa y efusiva aprobación barrió de raíz toda crítica a esa idea y logró que se llevara finalmente a buen término.

Huelga decir que la reunión se celebró y que fue todo un éxito si bien no precisamente para la oposición ni para el partido en el que yo falsamente militaba sino para la Dirección General de Seguridad. Aquel 1 de mayo todos los periódicos dieron en primera plana la noticia de la desarticulación de un peligroso grupo clandestino financiado por Moscú cuyo objetivo era subvertir la paz nacional y destruir los cimientos del régimen tan laboriosamente construido por el Caudillo. Dicho mensaje se repitió con profusión durante la celebración que en honor al Generalísimo se hizo en el estadio Santiago Bernabéu, mientras las agrupaciones de coros y danzas de la sección femenina y del antiguo frente de juventudes asombraban al pueblo español que, pegado a la televisión, redescubría el vigor de la más sana juventud nacional que, en lugar de entregarse a ideologías subversivas, homenajeaba con recios bailes del folclore español al hombre que había vencido al comunismo en el campo de batalla y nos había traído la paz y el progreso.

El único inconveniente que tuvo aquella acción, por otra parte previsto y admitido, era que después de la detención de los asistentes a la reunión y de la gran mayoría de los componentes del grupo universitario en el que había estado militando, mi cobertura había quedado al desnudo y estaba quemado para futuras acciones de similar tipo, al menos por el momento. Incluso el más ciego de mis ex compañeros de viaje había tenido que darse cuenta de que mi participación en la caída había sido decisiva y voluntaria. Tan sólo dos miembros del grupo fueron excluidos de la redada: el hijo de un influyente político del régimen y Marisa, a la que había tomado auténtico cariño.

Cegado como un muchacho imberbe que acaba de descubrir su primer amor había llegado a pensar que Marisa, posiblemente, no se enteraría de nada o que, en el peor de los casos, acabara por comprenderme y agradecer que la hubiera dejado salir indemne de la situación. Cuando tras dejar transcurrir lo que consideré un tiempo prudente la llamé y hablé con ella, me reafirmé en lo acertado de mis pensamientos. El cariño con el que me había respondido, su preocupación sobre mi situación, inquieta ante la posibilidad de que alguno de los detenidos cantara y la policía acabara por arrestarme, la alegría que mostró al oírme decir que tenía ganas de verla, todo ello contribuyó a avalar lo que no eran sino ensoñaciones impropias del policía curtido que ya era en aquella época.

No fue necesario insistir demasiado ya que en seguida aceptó venir a mi apartamento para reanudar nuestros antiguos encuentros. Cuando esa misma tarde le abrí la puerta me quedé sin respiración. Llevaba una ceñida minifalda que apenas sobresalía unos centímetros de las bragas y una ajustada blusa en la que se remarcaban ostensiblemente sus pezones, libres de cualquier aditamento corporal usado habitualmente por las mujeres para recubrir sus pechos. Los tres botones superiores de la blusa estaban desabrochados permitiendo observar gran parte de aquello que supuestamente debía ocultar esa prenda. Sin apenas darme tiempo a reaccionar se abalanzó sobre mí, besándome de un modo tal que se me erizaron todos los pelos de mi cabellera y alguna cosa más. Decididamente era un hombre afortunado, ya que no sólo había culminado con éxito una delicada operación antisubversiva sino que había conseguido salir limpio de ella, conservando intacto el amor de Marisa.

Cuando por fin logré zafarme de su agradable presión, preparé unos cócteles y puse en marcha el tocadiscos. La música de Bob Dylan inundó el apartamento y los dos, suavemente mecidos por su voz, nos tumbamos sobre la cama, con los ojos cerrados, para mejor abandonarnos a la placidez del instante, según costumbre que habíamos adquirido en anteriores ocasiones y que era siempre el preludio de una intensa actividad sexual.

Continuaba con los ojos cerrados, sumido completamente en la audición musical y saboreando, mentalmente, los placeres que preveía próximos cuando noté una fuerte punzada en las costillas. Abrí inmediatamente los ojos y vi en las manos de Marisa una ensangrentada navaja, pero lo que me hizo comprender la situación no fue la sangre que, indudablemente, había manado de la herida abierta en mi cuerpo, sino la expresión de sus ojos, llenos de ira y odio, unos ojos que expresaban su deseo de verme muerto o, mejor aún, de que me pudriera eternamente en los infiernos. Una segunda cuchillada volvió a hincarse en mi cuerpo, esta vez en el hombro, debido a que me moví al adivinar su intención. Si no llego a actuar con rapidez mi corazón hubiera sido el receptor de la estocada. Marisa quería matarme y había estado a punto de conseguirlo. No sé cómo ni de qué manera alcé mi mano derecha y la dirigí contra ella. El golpe se estrelló con la propia navaja, haciéndome sangrar en la muñeca aparatosamente pero consiguiendo en parte su objetivo, ya que el arma con la que Marisa me había agredido saltó de sus manos y fue a parar unos cuantos metros lejos de donde estábamos.

Marisa, pese al contratiempo producido por la pérdida de su instrumento homicida, siguió descargando contra mí su mal contenida ira, intentando patearme los testículos y lográndolo un par de veces. La segunda vez que lo consiguió, al ver que estaba tendido en el suelo esforzándome en alejar el dolor producido, salió de la habitación y pude ver, como entre nubes, que se dirigía a la cocina. A duras penas me repuse y cuando estaba de nuevo en pie la vi entrar con un afilado cuchillo de cocina en la mano. Afortunadamente todo lo que Marisa conocía de pelear lo había aprendido en las películas, no en la vida real, por eso, pese a estar dolorido y magullado, no me fue difícil esquivar el tajo que me lanzó. Aun así no podía fiarme mucho ya que en cualquier momento, tal vez por casualidad acertara un golpe y me produjera otra herida o algo más irreparable, por lo que decidí pasar a la acción y transmutar mi posición, de agredido en agresor.

Esperé su siguiente acometida y cuando lanzó el cuchillo hacia mi cara me aparté levemente y con mis dos manos agarré la que manejaba el peligroso instrumento culinario. Sin pararme a pensar, Marisa no era en esos momentos mi amante sino mi enemigo, le retorcí el brazo, indiferente a sus gritos de dolor, hasta conseguir que el cuchillo cayera al suelo. Luego, olvidándome de todo lo pasado y sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a golpearla fuertemente, asestándole puñetazos en todo su cuerpo, en la cara, en las piernas, en el pecho. Como consecuencia de haber visto la muerte tan de cerca se había desatado en mi interior un furor que no pude, supe o quise controlar. Incluso muchas veces he pensado que aquel día, si hubiera tenido enfrente un niño de pecho, quizá habría actuado de la misma manera y me hubiera llevado al bebé por delante, tal era la excitación que sentía en esos momentos.

Marisa, pese al castigo que estaba recibiendo, no cejaba en sus ímpetus homicidas y sacando fuerzas de donde era imposible que existieran, intentaba repeler la paliza que le estaba propinando e incluso hacía amagos de contraatacar. Quizá si se hubiese puesto a llorar rogándome que parara, o si, gimiendo, se hubiera dejado caer en un rincón, me habría apiadado de ella ya que mis sentimientos en todo momento habían sido sinceros, no fruto de mis obligaciones laborales, pero su actitud me encorajinaba cada vez más y seguí golpeándola sin descanso.

Para cuando ocurrió lo inevitable ella era tan sólo un pelele, un muñeco de pim-pam-pum que se limitaba a recibir los golpes que descargaba con ilimitada saña. Con el último la empujé unos cuantos metros y fue a caer encima de la mesilla del dormitorio, golpeándose en el cuello, produciéndose un ruido similar al que escuchamos cuando pisamos una rama seca y la partimos en dos. Devuelto a la vida real al escuchar ese ruido comprendí lo que estaba sucediendo y llamé a mis compañeros del cuerpo de policía, así como a una ambulancia. Para mis colegas de la brigada el caso estaba claro, yo era un abnegado servidor de las fuerzas de seguridad del Estado que, tras realizar un brillante servicio había padecido el intento de venganza de una de las militantes del grupo subversivo desarticulado. Lo ocurrido se debía, por tanto, a un caso de legítima defensa. Así lo entendieron los jueces y el asunto se archivó, sin darle más importancia que la meramente anecdótica. Al fin y al cabo, comentó filosóficamente un compañero con más experiencia que yo en esas lides, ésa era la salsa del trabajo policial.

Marisa no murió pero nunca he vuelto a verla. Seguramente ella no lo hubiera deseado pero, de todos modos, nunca me atreví a hacerlo; sin embargo, hoy en día, cada vez que veo por la calle a una tetrapléjica, pienso si no será ella.

Capítulo veintiséis

Quienes notaron en primer lugar la desaparición de Amaia Marquínez fueron los niños de la guardería en la que trabajaba, pero su ausencia no originó en ellos ninguna inquietud. Atendidos por otra cuidadora siguieron lanzándose boca abajo por el tobogán, haciéndose pasar por Peter Pan y el capitán Garfio en múltiples escaramuzas o ensuciándose las batas con rotuladores de varios colores. Fue la madre de la joven la que, al comprobar que no llegaba a comer a la hora que solía hacerlo, empezó a preocuparse, pero hasta que no pasaron varias horas más no se inquietó de veras.

Tras haber llamado a todas las amistades de su hija de las que tenía constancia, así como a la propia guardería, se dio cuenta de que la ausencia de su hija podía ser algo más serio que un repentino cambio de planes que hubiese olvidado comentarle. Por eso, con el corazón encogido, se dirigió a una comisaría de la Ertzaintza para interponer la correspondiente denuncia. El policía que la atendió fue muy amable pero no pudo evitar hablarle con un considerable grado de escepticismo.

– Haremos lo que podamos, señora, pero le aviso de antemano que estos asuntos son muy difíciles de resolver. Todos los años desaparecen miles de jóvenes en toda España y la policía no tiene los medios suficientes para investigarlos. Afortunadamente, la mayoría de las veces son chiquilladas transitorias y los hijos pródigos vuelven al redil, pero en otro caso sólo nos resta esperar. Es imposible poner a un policía detrás de cada caso. No obstante, tampoco nos quedaremos quietos. Transmitiremos los datos de su hija a todas nuestras unidades y a los demás cuerpos policiales que actúan en Euskadi y en el resto de España y antes o después aparecerá, pero si desea resultados inmediatos no podemos garantizárselos. Por cierto, lamento sacar el tema, ¿pero ha preguntado en hospitales y centros de socorro?

Sí, era lo primero que había hecho, contestó mansamente la madre de Amaia. Ella sabía que lo que el ertzaina le había dicho era cierto, pero no se trataba de un caso hipotético de desaparición, se trataba de su hija, una joven con nombre y apellidos, Amaia Marquínez Garmendia, con veintinueve años recién cumplidos, con un futuro por delante, incluso estaba fijada la fecha de la boda con su novio de toda la vida, una joven simpática, vital, cariñosa. Era de ella de quien estaba hablando, no de una ficha en una base de datos. Sabía que no se iba a solucionar todo en un momento, tan sólo quería que le dieran fuerzas para mantener la esperanza.

Los días siguientes Bilbao se llenó con carteles en los que bajo la fotografía de una joven sonriente se advertía a los ciudadanos de su desaparición y se rogaba que aquel que supiera algo lo comunicara a la Ertzaintza o a otro teléfono particular que se indicaba. La misma fotografía se publicó en la totalidad de los diarios que se distribuían y publicaban en la ciudad pero salvo cuatro gamberros y una señora que había sufrido la misma situación y llamó para darle ánimos, nadie telefoneó.

El novio de Amaia y sus familiares y amigos se patearon de cabo a rabo la ciudad y, en general, aquellos lugares a los que era asidua, más por no permanecer quietos que por convencimiento ya que suponían, acertadamente, que no iban a obtener resultados concretos. La Ertzaintza, por su parte, tampoco estuvo parada. Pese a los malos augurios del agente que recibió la denuncia se inició la preceptiva investigación sin resultado alguno. Al parecer nadie había visto a Amaia desde que salió del domicilio familiar para acudir a su trabajo en la guardería. En la parada del autobús que cogía todas las mañanas una joven estudiante que solía coincidir con ella reconoció su fotografía, sí, muchas veces cogemos el bus a la misma hora, y hasta nos saludamos, ya sabe, buenos días, qué tal, menudo frío hace, esas cosas, en fin, por no saber no sé ni cómo se llama, no, creo que ese día no la vi pero no puedo asegurarlo, una a esas horas todavía está medio dormida y no se fija muy bien, podría haber estado y no verla o podría no haber estado y pensar que sí, porque la había visto el día anterior y con el muermo que llevo a esas horas no distinguir entre un día u otro.

Aunque la madre de Amaia aseguró que había llamado a los hospitales y casas de socorro de la ciudad la policía volvió a efectuar ese trabajo, ampliando su acción al depósito de cadáveres. No había ninguna joven muerta sin identificar y en las clínicas y centros sanitarios la respuesta fue la misma. Amaia Marquínez no estaba muerta ni herida. El agente encargado del caso pensó que seguramente la joven se había fugado voluntariamente, ya que no había ningún motivo, ni económico ni de otro tipo para ser secuestrada, y como era mayor de edad decidió paralizar las pesquisas. El tema quedaría oficialmente abierto, ya que cualquier día, por casualidad, podría tenerse alguna noticia de su paradero, pero lamentablemente no se podía dedicar más tiempo, esfuerzo y dinero a un asunto tan claro y banal. No usó estas mismas palabras con la madre de la desaparecida, pero todo el mundo entendió lo que quería decir.

Finalmente, agotadas las vías tradicionales, una mujer que a duras penas conseguía contener los sollozos salió en un programa de televisión pidiendo a su hija que volviera a casa, que la estaban esperando con los brazos abiertos, y rogando a quienquiera que la hubiese visto que, por favor, llamase al programa. Pero ni esa noche ni las siguientes hubo noticias de la joven.

Capítulo veintisiete

A raíz de la desarticulación del grupo clandestino y de lo sucedido con Marisa me sumergí en una negra depresión de la que me costaba salir. Mis superiores, advirtiéndolo, decidieron trasladarme a un puesto que no tuviera nada que ver con actividades antisubversivas y me ofrecieron un nuevo destino en los servicios de inteligencia. Mi misión, allí, era controlar y, en su caso, neutralizar a los agentes de servicios secretos extranjeros, preferentemente de países enemigos, lo que en la terminología de la época se denominaba la URSS y países satélites. En realidad, a pesar de lo que acabo de explicar, se trataba de un trabajo más bien burocrático. Muy bien remunerado y de superior jerarquía a los que había desempeñado hasta entonces pero básicamente burocrático. Debiera haber estado agradecido a mis jefes, y en realidad lo estaba, pero ese destino, con ser totalmente apetecible para cualquier policía, resultó ser contraproducente. Tenía mucho tiempo, demasiado, para pensar, de modo que mi depresión no desapareció sino que fue subiendo de tono.

Por una de esas coincidencias que produce el destino -¿o debería aludir a la mano divina?- fue el día de mi cumpleaños cuando todo estalló, o mejor dicho, el día siguiente. Había estado celebrándolo mientras tomaba unas copas con un agente norteamericano destinado en Madrid y nos emborrachamos a base de bien. Aun así, en ningún momento dejé traslucir al americano mis problemas y frustraciones. Aunque parezca una vanidad pueril y que no viene a cuento, en ningún momento olvidé que era un profesional, un buen profesional, lo que no significaba que no pudiera tener mis grandes resacas. De hecho, a la mañana siguiente, cuando desperté en mi apartamento tan sólo deseaba que el martillo que tenía en la cabeza dejara de golpearme.

Tras despedir a la rubia que inesperadamente había encontrado en mi cama fui a la cocina dispuesto a ponerme un café bien cargado. Aunque no me encontraba en condiciones como para aguantar ruido precisamente, por costumbre enchufé el transistor. Estaban dando las noticias en Radio Nacional. Las mismas chorradas de siempre. El ministro de turno inauguraba un pantano, el Caudillo recibía en audiencia a la Asociación de Damas Apostólicas de un pueblo de Castilla, el entrenador de un equipo de fútbol que estaba al borde del descenso había sido destituido, en fin, las mismas cosas de ayer, hoy y mañana. Nada hay nuevo bajo el sol, que dicen los pedantes. Sólo al final la voz del locutor hizo que el café se me helara en la garganta y que la resaca desapareciera como si el día anterior no hubiera bebido más que agua.

– Nos acaba de llegar una última noticia -decía el locutor en ese momento-… Apenas hace media hora acaban de ser identificados los cadáveres de los dos jóvenes asesinados a las tres de la madrugada. Se trata de José Emilio Cámara Arranz, de veintinueve años de edad, soltero, natural de Torredelmar (Málaga) y de Carlos Espinosa Heras, de treinta y dos años, soltero, natural de Salamanca. Como sabrán ustedes por anteriores partes informativos, el luctuoso suceso se produjo cuando se encontraban tomando unas copas en una conocida discoteca del centro de Madrid. Tres jóvenes se dirigieron a ellos y, sin mediar palabra, lanzaron una ráfaga de ametralladora que acabó con sus vidas. El señor comisario jefe de Madrid Centro no ha podido facilitarnos ninguna información acerca de la investigación que está en marcha, pero sí nos ha indicado que la vida de los dos fallecidos era intachable, no teniendo antecedentes de ningún tipo. Nos ha dicho también que Jóse Emilio Cámara estaba empleado en una agencia de seguros y Carlos Espinosa en una empresa dedicada a la exportación e importación de productos agrarios y alimenticios.

Seguros. Alimentación. No, ni Cámara ni Espinosa se dedicaban a esos asuntos. Los dos trabajaban para mí. Los dos eran agentes míos, estaban bajo mis órdenes. Y los dos habían sido asesinados. Es fácil comprender ahora por qué me desapareció de raíz la resaca. No entendía lo que había pasado. Sabía, como también lo sabían mis hombres, que quienes pertenecen a los servicios de inteligencia del país, bien porque hubieren elegido esa profesión, como era su caso, o porque se les hubiere asignado transitoriamente, como era el mío, estábamos en la línea de fuego, había un riesgo de morir real, no imaginario, pero siempre con sentido, por alguna razón o motivo, no gratuitamente. Y por lo que yo sabía, esas dos muertes eran absolutamente gratuitas.

Los dos asesinados, Cámara y Espinosa, llevaban en el servicio menos de un año desde que habían finalizado su adiestramiento. Eran dos jóvenes capaces y entusiastas, por eso los tomé bajo mi protección, aunque ésta quizá no sea la palabra adecuada en vista de lo que les sucedió. Les ayudé y asesoré del mejor modo que supe, dándoles progresivamente cada vez más confianza, pero sin que hubieran asumido aun auténticas responsabilidades. Entonces, ¿por qué alguien se había tomado el trabajo de acabar con sus vidas? No lo sabía, pero me propuse averiguarlo.

Lo primero que hice fue trasladarme a la oficina central de nuestra organización y, una vez allí, entrar directamente en el despacho del jefe, que en aquella época era el general Enrique Martínez Olmos.

– Te estaba esperando -fue lo primero que me dijo nada más entrar en su despacho.

– Acabo de enterarme por la radio -contesté-. ¿Se sabe ya algo acerca del hecho?

– Hasta el momento nada.

– Pues no le veo ningún sentido. No estaban metidos en nada grande. Eran dos buenos agentes que todavía no habían exprimido al máximo sus posibilidades, eso sí, pero no es motivo para cargárselos. No tiene ningún sentido, ninguno.

– Lo sabemos -dijo el general- pero supongo que, lo mismo que yo, no creerás en casualidades. Han ido a por ellos y los han matado. Un trabajo limpio y eficaz. No ha sido un crimen pasional ni un robo ni un ajuste de cuentas. Los han matado porque eran agentes nuestros. De eso no te puede caber ninguna duda.

– Lo sé, lo sé. Yo tampoco creo en las casualidades, pero ¿quién ha podido ser tan loco como para dar ese paso? A veces se mata, de acuerdo, cuando no hay otra salida. Pero matar por matar, ¿es que acaso quien lo haya hecho quiere iniciar una guerra sin sentido?

– ¿Tienes tú alguna idea de quiénes han podido ser?

– No, ninguna.

– ¿Los rusos, tal vez? -me preguntó el general, que como buen militar franquista, y pese al cargo que desempeñaba, todavía creía que los rusos, en su papel de legítimos representantes del diablo en la tierra, tenían cuernos y rabo.

– No lo sé, pero sería extraño. Los rusos no hacen nada sin ningún motivo. De todos modos, no sería mala idea investigar por ese lado. Quizá ellos sepan algo.

Poco después, tras tomar las consabidas precauciones, me encontré en una cafetería del barrio de Vallecas con Nikolai Tsyganov, un coronel ucraniano agregado militar de la embajada soviética al que le gustaban mucho las mujeres y el dinero, aunque él dijera que colaboraba con nosotros porque su religión era la católica y estaba en contra del ateísmo comunista. En Irán seguramente hubiera alegado que era un fervoroso chiíta. Le pregunté si sabía algo del tema y me dijo que nada.

– Bueno, en realidad sí sé algo -rectificó-. Que no tenemos nada que ver con este asunto.

– ¿Estás completamente seguro?

– Completamente seguro no, querido amigo, pero sí razonablemente seguro. Ha transcurrido muy poco tiempo como para poder tener todos los datos en la mano, pero sí te puedo decir que el Oso está desconcertado, y si el Oso está desconcertado, es que no ha sido él quien ha dado la orden de matar a esos dos agentes. Y tú sabes que nada se mueve en nuestra organización sin que él esté al corriente y dé su permiso.

– Creo que tienes razón. Si te enteras de algo, comunícamelo cuanto antes por los canales habituales. Es mejor que te vayas. Yo saldré dentro de media hora.

No fueron treinta, sino sesenta los minutos que estuve sentado en la cafetería, mirando embobado el cubalibre que tenía sobre la mesa. Debiera estar acostumbrado a hechos como ése, y en cierto modo lo estaba, pero me había pillado en una época difícil, en la que todo mi ser estaba en crisis y de repente, para dar la puntilla, surgía el asunto éste del asesinato de dos de mis colaboradores, dos chiquillos en realidad, que todavía no se habían creado una reputación en este mundo, que es lo mismo que decir que no tenían enemigos. No me apetecía volver a reunirme con el general, así que subí al coche y empecé a pasear sin destino, con el único afán de calmarme. En mi mente bullían ideas de dimisión, aunque nunca antes de haber resuelto el caso.

Durante cerca de otra media hora estuve conduciendo sin rumbo fijo, escuchando música a través de la emisora del automóvil. A la hora en punto, volvieron a dar las noticias. En un primer momento pensé en apagar la radio, pero el morbo o la profesionalidad pudo más y la mantuve encendida.

El locutor iba desgranando los mismos tópicos de siempre, repitiendo las noticias de la mañana, hasta que llegó a la única noticia que me interesaba.

– Ha llegado hace escasos minutos a nuestra redacción un despacho de la agencia Europa Press por el que se nos comunica que un grupo desconocido hasta ahora, denominado Organización del Pueblo Revolucionario Armado-OPRA ha reivindicado la muerte de los jóvenes José Emilio Cámara Arranz y Carlos Espinosa Heras, asesinados esta madrugada. Según el comunicado de la citada organización, ambos jóvenes eran miembros de los servicios de inteligencia del Estado español y su muerte es un aviso para quienes se oponen al triunfo de la Revolución Proletaria. La policía ha desmentido rotundamente que los citados jóvenes fueran agentes de ningún organismo policial o militar. El ministro de Gobernación ha declarado por su parte, ante este atentado…

Apagué la radio. Lo que dijera el ministro acerca de los valores de la España eterna, los inmutables principios del Movimiento Nacional -que ya se vieron lo inmutables que eran- y todas esas cosas me la sudaban. Lo que me interesaba era saber si la reivindicación podía o no ser cierta. Y para eso tenía un medio. Al fin y al cabo mi traslado había sido temporal y conservaba aún mis contactos y amistades en la Brigada Político Social. Desgraciadamente tuve que toparme con que la persona indicada para hablar era el único compañero con el que nunca me había llevado bien y que a raíz de mi éxito en la desarticulación de la dirección en el interior de la organización subversiva y el posterior ascenso debido a ello había aumentado su ojeriza hacia mí, el comisario Diego Usatorre.

Cuando llegué al bar en donde nos habíamos citado él ya estaba sentado en una mesa, impecablemente vestido y con un vaso de whisky en la mano, un Chivas de doce años, haciendo gala de un nivel de vida incompatible con el sueldo que oficialmente ganaba, aunque admito que no era yo el más indicado para criticar ese extremo.

– ¡Cuánto tiempo sin verte, Emilín! -dijo el muy hipócrita nada más verme, con una ostentosa sonrisa en los labios. Acababan de matar a dos de mis hombres y este hijoputa me recibía con una falsa sonrisa. Me entraron ganas de romper su jeta de cerdo pero me contuve, aunque no pude ni quise evitar contestarle con brusquedad.

– ¡Déjate de chorradas!, ya sabes a lo que vengo.

– ¿Los asesinatos de esta madrugada? -contestó Usa- torre. Era un hijo de la gran puta, pero no era nada tonto. Y aunque personalmente no me gustara, en su campo era un gran profesional.

– Sí, eso mismo. Supongo que ya sabrás que los dos estaban bajo mis órdenes.

– Lo sabemos, aunque lógicamente ha sido desmentido. Bueno, al grano. ¿Qué es lo que deseas saber?

– En qué punto se encuentran las investigaciones.

– Eso será mejor que lo preguntes en el Grupo de Homicidios, que son los que se encargan de las muertes violentas.

– No te hagas el listo conmigo. Esta mañana un grupo desconocido ha reivindicado el asesinato de Cámara y Espinosa. Me parece que eso os afecta.

– Así es, pero todavía no sabemos nada. Acabamos de empezar. Ten en cuenta que puede ser una reivindicación falsa.

– Y tú, ¿piensas que es falsa?

– No, pienso que es auténtica.

– ¿Auténtica? ¿Y se puede saber en qué te basas para hacer esa afirmación?

– Básicamente en que la OPRA existe, no es una entelequia y, sin embargo, nadie conoce su existencia, no ha hecho ningún tipo de propaganda hasta el momento. Tú mismo acabas de reconocerlo. Hace tiempo que tenemos detectado a un grupo izquierdista susceptible de crear una sección armada, que opera básicamente en la Universidad Complutense, pero que hasta el momento no ha entrado en acción. Se trata del Partido Comunista de Liberación del Proletariado, uno de esos grupos iluminados que creen que el PCE es un traidor a la causa obrera; pues bien, el grupo armado que iban a crear llevaba el nombre de OPRA. Sería mucha casualidad que alguien se inventara un nombre para hacer una falsa reivindicación y coincidiera con el de un grupo ya existente pero totalmente desconocido.

– De acuerdo, pero podría darse el caso de que la misma OPRA, sin ser ellos, reivindicara el asesinato como estrategia publicitaria.

– Sí, podría ocurrir, pero no lo creo. Hemos estudiado el comunicado y aparecen datos que no conoce el público. Además, comparándolo con otros que están en nuestro poder, así como la línea de actuación del grupo, hemos llegado a la convicción de que está dentro de la lógica más razonable el suponer que es una acción de la auténtica OPRA, del grupo que tenemos detectado. Sí, creemos que la reivindicación es totalmente cierta y verosímil. ¿Sabes una cosa curiosa sobre este nuevo grupo? La mayor parte de los militantes que tenemos fichados proceden de ambientes católicos progresistas. ¡Ya ves adonde han ido a acabar! -concluyó con el gesto de incomprensión típico de quienes consideraban como la cosa más natural del mundo que el general Franco anduviera bajo palio.

Nos despedimos como lo que no éramos, como dos buenos amigos. Había merecido la pena reunirme con Usatorre, si bien no me había dado la tranquilidad que inconscientemente buscaba. Por una parte la breve charla mantenida me había dado esperanzas de que pronto detendrían a los asesinos de mis agentes, pero por otra se me habían originado nuevas dudas. ¿Cómo era posible que un grupo terrorista nuevo y sin significación alguna estuviera en posesión de los datos necesarios para saber quiénes eran y qué puesto ocupaban Espinosa y Cámara?

Volví a coger el coche y a conducir sin rumbo, en un vano intento por relajarme. Casi sin darme cuenta aparecí en un pueblecito de las afueras de Madrid que había descubierto en otra correría similar hacía ya unos cuantos meses. Conservaba una pequeña iglesia de estilo herreriano a la que me había acostumbrado a entrar ya que en ella se respiraba una beatífica sensación de paz y recogimiento, que era justo lo único que me calmaba tras lo sucedido con Marisa. Si lo que me habían enseñado de pequeño era cierto, pensaba, Dios está en todas partes pero allí, en aquella modesta iglesia, me daba la sensación de ser más asequible, de estar más a mano, y yo necesitaba una paz y un perdón que sólo Él podía proporcionarme.

Aquel día, llevado por la inercia que me había atraído a ese lugar entré en el templo y como otras veces me recliné en los labrados bancos de madera, pero al contrario que en las anteriores ocasiones tal actitud no sirvió de bálsamo a mi espíritu. Algo que no era capaz de adivinar continuaba inquietándome. Me levanté y sin hacer siquiera la señal de la cruz salí de la iglesia por una puerta lateral, adentrándome en una huerta propiedad de la parroquia y contigua a ésta. Allí, bajo el furioso sol de Castilla, encontré al padre Llantada, el joven sacerdote que regía los destinos parroquiales. Nos conocíamos de anteriores visitas y habíamos congeniado, estableciéndose entre los dos una firme amistad. De hecho, en las ocasiones en que, tras años de abandono espiritual, me había decidido a practicar el sacramento de la confesión era a él a quien acudía. Como siempre que me veía dejó lo que estaba haciendo y se acercó sonriente hacia mí.

– Emilio, ¡qué sorpresa más agradable! No te esperaba hoy.

Fue sólo un momento, pero todo cambió como de la noche al día. Entonces comprendí lo que había sucedido.

– ¿No me esperabas? ¿Seguro? Yo creo que sí -contesté en un tono de voz cada vez más elevado-. Han asesinado a dos de mis hombres, pero creo que ya lo sabes, porque los has asesinado tú. No directamente, supongo, pero tú has sido la persona que ha dicho a los ejecutores a quién debían acribillar. Aunque en el fondo he sido tan culpable como tú. ¿Cómo he podido ser tan ciego? No hay nada peor que un policía en crisis y con escrúpulos religiosos. Cada vez que intentaba consolarme al lado tuyo, creyendo que me amparaba el secreto de confesión, iba hilvanando la cuerda con la que al final ahorcarías a mis hombres. Sólo tú conocías la identidad de Cámara y Espinosa. Sólo tú pudiste decir a la gente de la OPRA, muchos de ellos posiblemente catequistas, cuál debía ser el objetivo. ¿Me equivoco?

No me contestó, pero por su actitud callada y sumisa comprendí que no me equivocaba. Lentamente saqué de la chaqueta mi arma reglamentaria. Apunté al corazón y disparé. La muerte fue instantánea. Como un zombi volví a subirme al coche con intención de regresar al cuartel general y presentar la dimisión, pero algo me detuvo. No estaba dispuesto a echar por la borda mi carrera por una estúpida debilidad, por haberme entregado de nuevo a la práctica religiosa. Volví a la iglesia y penetré en la sacristía. Allí, pésimamente escondida, se encontraba una auténtica montaña de documentación acerca de la OPRA y de sus componentes. No había sido muy cuidadoso el padre Llantada, tal vez porque de un modo prepotente se sentía a salvo de cualquier peligro. Confisqué la documentación y volví a subir al coche, esta vez para ausentarme definitivamente del escenario de mi debilidad.

Cuando el general Martínez Olmos vio el regalo que le hacía su júbilo fue indescriptible. En pocos días se consiguió desarticular el embrión de grupo terrorista e incluso simpatizantes que no congeniaban del todo con la lucha armada cayeron en nuestras redes. Para desesperación de Usatorre fui yo quien, de nuevo, se apuntó el tanto y ese hecho, nacido de un error inconmensurable y de una crisis espiritual, consolidó aún más si cabe, mi posición. Sin embargo, y aunque la sangre derramada de un sacerdote había funcionado como un extraño bálsamo para mis heridas, comprendí que necesitaba cambiar de aires y de actividad, salir del pozo en el que me había sumergido. Fue entonces cuando decidí volver a la lucha diaria y solicité un nuevo destino. Fue entonces cuando solicité ir destinado al País Vasco, a la Brigada Anti terrorista.

Capítulo veintiocho

El comisario Ansúrez era de los pocos policías que no se sentían intimidados cuando se encontraban en el despacho del juez Arana, pero aun así entendía que muchos inspectores jóvenes, bragados y curtidos en años de lucha contra la delincuencia, no se sintieran a gusto en su presencia.

Carlos Arana, por edad y conocimientos, podría haber estado presidiendo una audiencia o, quién sabe, si en el Tribunal Superior de Justicia o en puertas del Supremo, pero siendo como era soltero y sin responsabilidades familiares, y teniendo perfectamente cubiertas sus necesidades mínimas, había resuelto dedicarse profesionalmente a lo que más le había atraído siempre y en lo que era reputado como uno de los grandes expertos a nivel no sólo nacional sino internacional, el derecho penal, desde un puesto aparentemente modesto de juez de instrucción. Tal vez esa extraña y obsesiva dedicación, unida a sus amplios conocimientos y su carácter hosco, era lo que intimidaba a sus esporádicos contertulios, o tal vez la espartana austeridad de su despacho, cuya única ornamentación, junto al preceptivo retrato del Rey, era un crucifijo desprovisto de todo tipo de adornos, el caso es que incluso el comisario Ansúrez estaba deseando salir cuanto antes de allí.

– Lo siento, señor comisario, pero me temo que su petición de comisión rogatoria es algo completamente inútil.

Antonio Ansúrez asintió con la cabeza. Si Carlos Arana decía que algo era inútil el oponerse no tenía sentido. Así se lo transmitiría al inspector Vallejo, de Personas Desaparecidas, que saltándose las normas de un modo inusitado aunque comprensible tratándose del magistrado Arana, le había solicitado que hiciera él en persona las gestiones pertinentes, gestiones en las que ya le había dicho que no tenía ninguna fe pero a las que accedió para dejar tranquilo a su joven subordinado.

Todo había comenzado con el incendio de la consulta de un odontólogo de la capital, el doctor Iturbe. Al parecer el incendio había sido provocado o, al menos, eso habían alegado los peritos de la compañía de seguros y la correspondiente investigación otorgó la razón a estos últimos.

En un primer momento las sospechas recayeron sobre el propio dentista, pensando precisamente que quizá hubiera provocado el incendio para cobrar las jugosas primas del seguro; sin embargo, pronto comprendieron que las sospechas eran absurdas. El doctor Iturbe no tenía problema económico alguno y su consulta marchaba viento en popa. Era de los odontólogos con más clientela de Bilbao y recientemente había abierto sucursales en otras tres localidades limítrofes. El incendio de la consulta más que favorecerle le perjudicaba ostensiblemente.

Descartadas las primeras sospechas, alguien recordó que el fuego parecía haberse originado justo en los archivos del doctor Iturbe. Dichos archivos habían quedado totalmente calcinados e ilegibles. Tal vez fuera ése el resultado que había buscado el pirómano, pensaron en comisaría, y decidieron abrir una nueva línea de investigación. Afortunadamente, aunque al doctor Iturbe le gustaba tener el historial de sus pacientes en fichas de cartón, para manejarlas mientras atendía a sus pacientes, no era enemigo del progreso y las había informatizado convenientemente. Gracias a eso pudieron acceder a su listado de pacientes e investigarlos. Entre las personas conocidas había cuatro diputados, un consejero del Gobierno Vasco, varios empresarios prominentes, tres líderes sindicales, un obispo y una gran cantidad de deportistas profesionales. Examinados concienzudamente sus historiales no se encontró en ellos dato alguno susceptible de ocultación o de destrucción. Estaba, por tanto, estancada la investigación cuando por casualidad el inspector Vallejo, que tenía a su cargo la búsqueda de personas desaparecidas, tuvo acceso al listado y se topó de bruces con el nombre de Amaia Marquínez.

Aunque la denuncia de la desaparición se había hecho ante la Ertzaintza, los datos de la joven les habían sido transmitidos para facilitar su búsqueda y el inspector Vallejo se había encargado de coordinar los trabajos de la Jefatura Superior con la Policía Autónoma, si bien ninguno de los dos cuerpos policiales habían conseguido nada hasta el momento. Podía ser casualidad o no, pero el historial de la joven era uno de los que se había destruido en el incendio; sin embargo, mientras no se descubriera al pirómano sería imposible saber qué relación tenía con la propia Amaia.

Después de hablar con sus compañeros acerca del caso, y tras consultarlo con sus superiores, el inspector Vallejo encaminó sus pasos hacia el doctor Iturbe. Aunque había quedado exculpado del incendio se había mostrado en todo momento extremadamente nervioso, lo que había sustentado, durante un tiempo, las sospechas policiales. Cuando el inspector Vallejo le citó para interrogarle se derrumbó, no tanto porque el responsable de Personas Desaparecidas ejerciera una presión inconfesable como porque la tensión interna del odontólogo había llegado a su punto culminante.

Tras nuevas protestas de inocencia el dentista confesó su secreto. Él no había sido el autor material del incendio, ni siquiera su instigador ya que le perjudicaba más que le favorecía, como había sido corroborado por las investigaciones policiales, pero sospechaba con cierto fundamento quién era el autor, o mejor dicho, la autora del mismo.

Aquel día, casualmente, se encontraba tan fatigado, entre el trabajo y una gripe galopante que irresponsablemente intentaba curar sin dejar de trabajar, ya conoce el tópico, señor inspector, los médicos somos los peores pacientes, que se quedó en la consulta, descansando, un rato después de que la hubiera cerrado. Permaneció allí una hora más o menos y luego, algo recuperado, bajó a la calle y se introdujo en una cafetería que había enfrente del portal, con ánimo de tomarse un descafeinado bien caliente antes de volver a su domicilio. Se encontraba sorbiendo su taza, mirando hacia la calle, cuando vio pasar una cara conocida. Salió del bar y la vio entrar en el edificio donde tenía su consulta. Al poco rato volvió a verla, esta vez saliendo de forma muy apresurada y, al acercarse al portal, notó primero por el olfato y más tarde a causa del humo, que había habido un incendio. En seguida comprendió que el incendio había tenido lugar en su consulta.

Interrogado sobre por qué había pensado eso contestó que era lógico, ya que hubiera sido mucha coincidencia que apareciera por allí una conocida suya en ese momento, y que no estuviera implicada en el caso, sobre todo si se tiene en cuenta el modo en que se ganaba la vida, ya que esa mujer era una prostituta. Además, por lo que le dijeron más tarde, la puerta de entrada no había sido forzada, y aunque él nunca le había proporcionado copia de sus llaves admitía que había tenido ocasiones propicias para sacarlas por su cuenta.

Si no había dicho nada antes no era por no colaborar con la policía, nada más lejos de su intención, sino porque le hubiera puesto en una situación embarazosa. Ya sabe usted, señor inspector, que estoy casado con una mujer a la que quiero y tengo cuatro hijos a los que adoro pero, claro, uno tiene sus necesidades que no siempre se atienden en casa, mi mujer es una buena mujer, pero ha sido educada en un colegio de monjas y, claro, hay cosas que no comprende y que incluso le escandalizan, que conste que no se lo reprocho, es la única mujer a la que he querido y quiero, pero cuando uno no consigue algo en su propia casa tiene que buscarlo fuera, ¿no está usted de acuerdo?, es una mera cuestión de supervivencia, el caso es que una vez un amigo, con el que juego a menudo al golf, excuso decir su nombre, usted lo comprenderá ya que no viene al caso y es muy conocido en Bilbao, bueno, pues a lo que iba, ese amigo me llevó un día a un club y allí me enredé con una joven, venezolana o colombiana, no estoy seguro, sudamericana, eso sí, y desde aquel día he sido un visitante asiduo del club, uno de ésos que tiene reservados, ya sabe, todo muy elegante, aunque está en una zona muy poco recomendable, pero bueno, uno sabe lo que hace y toma sus precauciones, usted me entiende, entre hombres ya se sabe, no hace falta ser excesivamente explícito, el caso es que fue a esa chica a la que vi entrar y salir del portal el día que alguien incendió mi consulta, comprenda usted por qué he callado hasta ahora, y confío en que todo esto permanezca en secreto, el disgusto que se llevaría mi mujer si llega a enterarse sería terrible y yo no quiero, por ningún concepto, que sufra, además soy muy conocido en Bilbao y aunque quien más y quien menos en los ambientes en que me muevo hace cosas parecidas, si saliera a la luz pública el bochorno y el desprestigio serían inmensos, y tengo cuatro hijos que mantener, espero que lo entienda.

La muchacha era colombiana y atendía al nombre de guerra de Nelly. Cuando la policía se personó en el local en el que desempeñaba su jornada laboral a entera satisfacción de los clientes le dijeron que se había ido, que había vuelto a Colombia, aquí no retenemos a nadie contra su voluntad, dijo el encargado con una sonrisa en los labios, las chicas están contratadas tan sólo para animar a los clientes a que se tomen una copa, usted ya sabe de qué van estas cosas, y si luego, por una de esas cosas que tiene la vida, intiman más profundamente con alguno, es asunto de ellas, nosotros no interferimos para nada, ellas tienen libertad absoluta para irse cuando quieran, no estamos en la Edad Media.

Comprobada esta última declaración se vio que era cierta. La ciudadana de nacionalidad colombiana Noelia Chacón Torres, que en su trabajo usaba el alias de Nelly, había vuelto a su país tres días antes, como constaba en los registros de las líneas aéreas. Enseñada su fotografía al doctor Iturbe éste la reconoció, por lo que no había duda alguna de la personalidad de la viajera. La autora del incendio había vuelto a su país natal.

Más o menos esto era lo que el comisario Ansúrez, a instancias del inspector Vallejo, le había transmitido al magistrado Carlos Arana, con la esperanza de que éste hiciera las gestiones pertinentes ante la judicatura colombiana. El veterano juez de instrucción contaba con cierta bula, de modo que nadie en la audiencia se extrañaba, ni le pedía cuentas, si de repente la factura telefónica ascendía notablemente como consecuencia de llamadas al extranjero. Se sabía que por extravagante que pudiera parecer el hecho siempre estaba justificado por alguna actuación de tipo profesional y que, en ningún momento, utilizaba en su propio provecho o beneficio los medios que la Administración de Justicia había puesto a su alcance.

El comisario Ansúrez seguía pensando en ello mientras asimilaba la respuesta que acababa de darle el magistrado: la comisión rogatoria era absolutamente inútil.

– ¿Por qué, señoría? -preguntó respetuosamente el comisario.

– Porque su posible testigo, la ciudadana colombiana Noelia Chacón Torres, conocida como Nelly, ha fallecido. Murió en una reyerta. Parece ser, según me informó un magistrado de Bogotá con el que me une una buena amistad, que la reyerta fue provocada por una mafia de origen policial especializada en asuntos turbios. Me ha dicho que si se producen novedades me las comunicará, pero ha añadido que no cree que eso ocurra, así que, señor comisario, sintiéndolo mucho no me queda más remedio que reiterarle la imposibilidad de atender a su petición.

– Entiendo, señoría, y le agradezco de corazón el trabajo que se ha tomado para complacerme. De todos modos, si quiere que le sea sincero, no confiaba mucho en ellas, pero aun así debíamos explorar todas las oportunidades. Muchas gracias y, ya sabe, si necesita algo de mí no dude en pedírmelo.

Antes de que el comisario pudiera informar al inspector Vallejo del magro resultado de sus gestiones su subordinado, con cara de circunstancias, le dio las últimas noticias. Esa misma mañana una de sus enfermeras, al entrar en la consulta, había encontrado, sentado en uno de los sillones que utilizaba para atender a sus pacientes, el cadáver del doctor Iturbe. Aunque no había señales visibles de lucha o de violencia, una somera inspección por parte del médico forense llevó a la conclusión de que había sido asesinado con arma blanca. Así mismo, el ordenador del doctor Iturbe había sido manipulado y los disquetes habían sido robados, desapareciendo de ese modo toda la información que contenían.

– Bueno -dijo flemático el comisario-, menos mal que hicimos una copia en disquete de la información que nos interesaba.

El inspector Vallejo titubeó antes de contestar y, cuando lo hizo, en su cara había aparecido un color rojizo delatador de nerviosismo que su pronunciación entrecortada fue incapaz de disimular.

– Lo siento, señor comisario, pero algún manazas ha estado divirtiéndose con el ordenador de la brigada y toda la informaión que teníamos sobre el caso se ha perdido.

Capítulo veintinueve

Mientras Emilio Vázquez forzaba sigilosamente la cerradura del último domicilio conocido de la misteriosa compañera del padre Gajate, pensaba que cada vez le iba cogiendo más gusto a su recuperada profesión de policía. Sabía que lo que estaba haciendo era ilegal pero eso no le afectaba en absoluto. Cuando ejercía, primero de inspector y posteriormente de comisario, lo había hecho, en persona o a través de sus subordinados, un montón de veces sin tener por ello remordimiento alguno. Además, como ya no era oficialmente policía, nadie podía acusarle de abusos policiales o registro ilegal, en todo caso de allanamiento de morada, pero sabía que esa posibilidad era muy lejana. De hecho, imaginaba que el registro que iba a hacer sería inútil, pero aun así tenía que hacerlo, no podía dejar resquicio alguno sin investigar.

Las indagaciones previas que había efectuado le habían confirmado su idea primigenia. En el domicilio de María Luisa Prieto ya no vivía nadie. Hacía un par de semanas que no se observaba movimiento alguno y su buzón estaba repleto de impresos publicitarios que nadie se había dignado en retirar. En cuanto a su ocupante antigua poco pudieron decir los vecinos. Era una chica joven que hacía su vida sin meterse con nadie. No había intimado con el resto de los vecinos, aunque era educada y les saludaba cuando se encontraban en la escalera o el ascensor. Por lo demás, nunca cruzaba con nadie más de dos palabras ni asistía a las reuniones de la comunidad. Si recibía a hombres o mujeres nadie lo sabía y, además, el tema le era indiferente a una gran mayoría del vecindario. Respecto al piso, no había sido ocupado todavía por ningún nuevo inquilino. Poco más pudo sacar Vázquez en limpio, pero era suficiente para saber que nadie le iba a molestar cuando entrara y que dicha entrada iba a ser baldía.

El piso estaba prácticamente vacío. Su interior contenía tan sólo los muebles estrictamente indispensables para que el propietario pudiera alardear de que lo arrendaba amueblado, pero nada más. Eran muebles que no mantenían ninguna armonía, traído éste posiblemente de aquí y el otro de acullá, aquél comprado en una liquidación y este otro regalado por un amigo que había decidido cambiar el mobiliario. Vázquez escudriñó hasta el último rincón sin encontrar nada de interés, no quedaba ningún objeto personal de la extraña mujer.

Se sentía decepcionado. Era consciente de que no iba a encontrar nada que le permitiera solucionar de repente el caso, pero sí había esperado encontrar algún indicio que pudiera conducirle a algún otro sitio. Desde que se había hecho cargo de la investigación tenía la sensación de que el padre Gajate y su compañera estaban jugando con él, como el gato con el ratón, de ahí que esperara alguna señal de que el juego continuaba. Quería imperiosamente que continuara, necesitaba seguir en esa historia. Aunque aparentemente fuera un simple muñeco cuyos hilos manejaban, como expertos titiriteros, sus dos presas, sabía que él era un profesional mientras que sus oponentes, antes o después, darían un paso en falso. Por eso deseaba que el juego no terminara ya que era su única posibilidad de solucionar el caso.

Había colocado ya su mano sobre el pomo de la puerta, dispuesto a salir, cuando una idea brotó repentinamente en su cabeza. Fue como una fugaz chispa que surgía de la nada, pero lo suficientemente consistente como para obligarle a desandar sus pasos y reiniciar la búsqueda. Uno por uno fue abriendo todos los armarios que había en la casa y comprobó, satisfecho, que sus oponentes no le habían defraudado, aunque se estaban volviendo cada vez más sutiles. La base de cada uno de los cajones de los armarios estaba protegida por una hoja de periódico. Fue sacándolas todas y extendiéndolas sobre el suelo las miró con detenimiento. Si su instinto no le engañaba ahí tenía que haber una clave. Todas las hojas pertenecían a la misma sección, la de anuncios por palabras, y más concretamente a los de inmobiliarias. Además, el nombre de cada una de las agencias que ofrecían sus servicios había sido subrayado con rotulador rojo. Después de comprobarlo minuciosamente salió de la vivienda sin reponer los periódicos en su sitio. Sabía que no merecía la pena.

Emilio Vázquez nunca hubiera imaginado la cantidad de agencias inmobiliarias que había en Bilbao. Estaban a punto de salirle ampollas en los pies cuando por fin, en la decimotercera o decimocuarta que visitó, reconocieron las fotografías de Ander Gajate y María Luisa Prieto. Sí, esos dos jóvenes habían alquilado allí una vivienda, se les notaba muy formales, al parecer eran novios e iban a casarse dentro de poco, además pagaron cinco meses por adelantado, no, no es lo habitual, pero explicaron que preferían hacerlo así para evitarse preocupaciones, ya que en los próximos meses iban a estar muy ocupados, la boda, ya se sabe, no, el piso no tenía teléfono y ellos no nos han proporcionado ninguno, tampoco nos han llamado para nada desde que les dimos las llaves del piso, ¿así que es usted policía, eh?, yo pensaba que eran más jóvenes, ya sabe, para poder dar mamporros a los chorizos, sí, sí, lo entiendo, pero ya sabe, una ve muchas películas, ¿la dirección?, sí, claro, perdone, en qué estaría yo pensando, aquí tiene, la verdad es que hemos tenido mucha suerte porque era un piso difícil de alquilar, no, por estar estaba en buenas condiciones pero la calle, ya sabe usted la fama que tiene esa calle, aunque por otra parte los jóvenes no tienen los prejuicios de las personas mayores y lógicamente el dinero es el dinero, sobre todo cuando uno va a casarse y, claro, cuesta mucho más barato un piso en esa zona que en la Gran Vía, es algo normal, ¿no cree usted?

La vivienda estaba ubicada en la zona denominada La Palanca, lo más parecido a un barrio chino que se puede encontrar en Bilbao. Justo enfrente del portal se encontraba situado el Club Neskatilak, en el que había desempeñado sus servicios profesionales la compañera del padre Gajate. Parecía demasiado obvio como para ser una coincidencia, pero no le quedaba más remedio que asumirlo con tranquilidad mientras fueran ellos dos quienes marcaran las pautas del juego. Al dirigirse hacia el portal comprobó, con satisfacción no exenta de melancolía, que los transeúntes se apartaban a su paso. Posiblemente, a pesar del tiempo transcurrido, aún se le notaba en su aspecto el aura de policía matón que durante tantos años le había adornado.

No esperaba encontrar a la pareja pero no pudo evitar su asombro cuando, pocos segundos después de pulsar el timbre, se abrió la puerta de par en par, dejando ver la arrugada cara de una anciana que tenía todo el aspecto de ser contemporánea de Fernando VII

– ¿Qué desea? -le preguntó con un hilo de voz la señora-. Le advierto que no tengo dinero, así que no podré comprarle nada. Apenas me llega para comer -añadió no con amargura sino con la resignación de quien constata un hecho tal vez lamentable, pero cierto.

– No se preocupe por eso, señora, no vengo a venderle nada. Tan sólo estoy buscando información.

– ¿Qué clase de información? -preguntó la señora, después de invitarle a entrar en la casa y ofrecerle asiento en una pequeña salita-. Soy una anciana que no sabe nada de nada. Tan sólo espero que Dios se apiade pronto de mí y me lleve junto a los míos.

– Soy sacerdote -dijo Vázquez, al que la alusión a la providencia divina le había indicado que posiblemente estaba hablando con una mujer piadosa- y estoy buscando a dos amigos que han vivido aquí. Tal vez usted sepa algo de ellos -añadió, sacando sendas fotografías y enseñándoselas.

– ¡Qué alegría, padre! -exclamó la señora, levantándose de su silla para besarle la mano, con gran embarazo de Emilio Vázquez, que en su corta vida sacerdotal no había sido obsequiado con ese obsoleto gesto de respeto-, perdone que no le haya reconocido pero, claro, así vestido, de persona normal, no es fácil adivinarlo. Aunque ya estoy acostumbrada, hoy en día la mayoría de los sacerdotes visten de paisano, como el padre Ander. Y hasta las monjas, como la propia sor María Luisa. Yo lo comprendo, porque mi hijo también era así, pero qué quiere, a mí me gustaban más con alzacuello y toca.

Estaba claro que la señora conocía a la pareja, ya que el padre Ander tenía que ser Ander Gajate y en cuanto a sor María Luisa, no había ninguna duda de que era la misteriosa mujer que había cobrado el talón y que, posiblemente para ganarse la confianza de la señora, se había hecho pasar por monja, pero ¿por qué demonios una mujer como ella quería ganarse la confianza de esa pobre anciana?

– Observo que ha reconocido las fotografías.

– ¿Qué?, ah, sí, tiene razón, perdone, pero me pongo a hablar y se me va el santo al cielo. Ay, el cielo, cuándo me llevará allí el Señor, para besar de nuevo a mi marido y a mi pequeñín. Pero perdone, padre, las fotografías, sí, claro que les he conocido, son el padre Gajate y sor María Luisa, una monja muy simpática y moderna, muy de hoy.

– ¿Me podría decir de qué les conoce, y desde cuándo?

– Sí, cómo no. A la hermana la conocí hace muy pocos días, me la presentó el padre Gajate. En cuanto a él le conocí hace muchos años, era compañero de mi hijo en el seminario. Se portó muy bien con nosotros cuando nuestro hijo murió, ¿sabe? Fue como un ángel para nosotros pero, desgraciadamente, nada ni nadie consiguió mitigar nuestro dolor. Mi hijo era un buen hijo, un chico formal y cariñoso, muy religioso, y desde chiquitín había querido ser sacerdote, ¿sabe? Pero no pudo ser. Su vida se truncó y ya nada volvió a ser lo mismo.

– ¿Qué es lo que ocurrió exactamente? -preguntó Emilio Vázquez, interesándose por la muerte del antiguo seminarista compañero de Ander Gajate, consciente de que aunque las coincidencias existan, su compañero de congregación no le había enviado ahí para que escuchara, sin más, una triste historia.

– No lo sé exactamente porque nadie decía lo mismo. La policía acusó a mi niño de cosas horrorosas, que si iba con mujeres de la vida, a locales de mala fama, y que una noche se escapó del seminario, se emborrachó y, en una trifulca, perdió la vida.

– ¿Y no fue así?

– Es imposible, padre, ya le he dicho que mi niño era un buen hijo y un joven profundamente religioso. Su máxima ilusión era ser sacerdote, ¿cómo iba a hacer una cosa así? Aunque nunca entendí por qué la policía dijo eso, nunca había pensado que los policías pudieran mentir, seguramente se equivocarían, ¿cree usted que la policía miente?, es difícil de creérselo.

– Tal vez sí, o tal vez estuvieran equivocados, esas cosas ocurren.

– Sí, seguramente sucedió eso, se equivocaron y por eso dijeron lo que dijeron. Como tienen tanto trabajo con la delincuencia que hay, los pobrecitos de ellos no se dieron cuenta de su error, pero eso cambió nuestras vidas. Mi marido empezó a beber y un mal día, estando borracho, se estrelló con su coche contra un autobús y murió al instante, dejándome sola y triste, tan sólo con mis recuerdos.

– Antes me ha dicho que hay versiones diferentes sobre la muerte de su hijo. ¿Me puede contar alguna otra?

– Bueno, tiempo después de la muerte de mi chico vino a visitarme el padre Ander, aunque entonces todavía no había sido ordenado, y me dijo que todo era falso, que no había muerto en una reyerta en una casa de ésas, sino que lo había asesinado la policía. Como usted comprenderá me pareció algo increíble, ¿cómo va a matar la policía a alguien? La policía está, precisamente, para lo contrario, para detener a los criminales, ¿no es así? Pero el padre Ander insistía en que lo que decía era la pura verdad y yo no sabía a qué atenerme. Al fin y al cabo el padre Ander era también seminarista, compañero de mi hijo, un hombre entregado a Dios, ¿cómo iba a mentirme? Supongo que todos, policías y seminaristas, estaban equivocados pero a mí eso me da igual, lo único que deseo es reunirme con mis seres queridos. Si la Santa Madre Iglesia no lo considerara pecado mortal haría tiempo que me habría ido con ellos voluntariamente.

– ¿Qué es exactamente lo que le dijo el padre Ander?

– Que mi hijo estaba trabajando, junto a otros creyentes, en un grupo contrario al régimen, defensor de las libertades y de la democracia, y que querían derrocar al Caudillo. Sinceramente se lo digo, no le creí. ¿Cómo unos católicos iban a estar en contra de un gobierno que siempre había defendido a la Iglesia, un gobierno que había derrotado en la guerra a los asesinos de curas y monjas? ¿No recordaban que en la república las izquierdas quemaban Iglesias? Nosotros, mi marido y yo quiero decir, no nos hemos metido nunca en política, siempre hemos sido gente de orden, por eso mismo pensábamos que las cosas estaban bien como estaban, ¿cómo no íbamos a estar agradecidos a un régimen que nos había traído la paz y que defendía la moral y el orden? Es cierto que mi chico empezó a aprender vascuence y que quería que le llamáramos Jokin en lugar de Joaquín, como le habíamos bautizado, pero de ahí a pensar que era un subversivo hay un abismo, aunque en fin, perdone estas divagaciones de vieja chocha, pero tengo pocas oportunidades de desahogarme.

Con una nueva pregunta Emilio Vázquez confirmó sus sospechas. El difunto hijo de la señora se llamaba Joaquín (o Jokin) Torrente Uriarte y era el compañero de Ander Gajate del que le habían hablado los inspectores Romero y Castrofuerte, el chavalín que había muerto tras un encuentro con la policía, cuando intentaba llenar el Casco Viejo bilbaíno de pintadas subversivas. ¿Era ése el mensaje que quería remitirle el padre Gajate? Parecía absurdo, porque en aquella época aún no había estado en Bilbao ni siquiera de visita, pero sin embargo era evidente. Su hermano en Dios había querido que conociera, de viva voz y a través de un testigo cualificado, la historia de Joaquín Torrente.

Miró a la anciana deseando explicarle la verdad, deseando decirle cómo y por qué murió su hijo, pero no se atrevió. Al fin y al cabo, aunque él no era culpable pudiera haberlo sido. De haber estado destinado en Bilbao en esas fechas tal vez hubiera participado en su asesinato y, de todos modos, ¿para qué le iba a servir a aquella mujer la verdad? El evangelista había dicho eso de «la verdad os hará libres» pero también los evangelistas podían equivocarse. Ningún bien podía hacerle a aquella pobre mujer conocer la auténtica versión de los hechos así que en lugar de sincerarse decidió seguir interrogándola.

– ¿Durante todos estos años ha estado en contacto con el padre Gajate?

– No, la verdad es que no le había visto en muchos años, pero no tengo nada que reprocharle, no señor. Al principio venía muy a menudo, era y sigue siendo un chico muy cariñoso, pero poco a poco dejó de venir y lo entendí. Hay que comprender que los sacerdotes se deben a sus feligreses, siempre hay problemas que atender, miserias que paliar, enfermos que cuidar. Qué le voy a decir que usted no sepa, la gente piensa que un cura se limita a decir misa todos los días pero hacen mucho más, ¿no lo cree usted así?

– Por supuesto -replicó Vázquez-, pero me gustaría conocer cuándo reanudaron ustedes sus relaciones.

– Lo siento pero no lo he entendido bien.

– Quiero decir que cuándo volvió a ver al padre Gajate.

– Ah, sí, ahora lo entiendo. Hace muy pocos días, no llegará al mes. Vino a visitarme al asilo. Me dijo que no sabía que estaba allí y que cuando se enteró decidió venir a verme. Yo le dije que no se preocupara por eso, que estaba muy bien atendida y que las monjitas eran muy cariñosas y amables pero él insistió en venir a verme a diario y yo se lo agradecí infinitamente, ya que por fin podía estar con alguien que había conocido a mi hijo, ¿sabe?, y eso para mí era muy importante.

»Luego, a los pocos días, vino acompañado por una monja que se dedica a labores de asistencia social, la hermana María Luisa, la de la fotografía, y me dijeron que me habían encontrado un piso para que pudiera vivir sola e independiente. Al principio me daba un poco de miedo porque hacía mucho tiempo que residía en el asilo y no estaba segura de ser capaz nuevamente de arreglarme por mi cuenta, sin la compañía de nadie, los recuerdos y la soledad pesan mucho, ¿sabe?, pero él me aseguró que vendría todos los días a verme y ha cumplido su promesa. Hacía mucho tiempo que no era tan feliz.

– Entonces, ¿viene a visitarla todos los días?

– Todos los días -dijo con inusitada firmeza la anciana.

– Y hoy, ¿ha venido a visitarla?

– Aún no, todavía no es la hora -respondió la anciana, ojeando un reloj que colgaba en una de las paredes-, pero vendrá con seguridad, todas las tardes viene, algunas veces acompañado por la monjita.

Emilio Vázquez pidió permiso a la anciana para quedarse un rato en la casa, esperando al padre Gajate, ya que hacía tiempo que no se veían y deseaba estar con él, dijo, siendo contestado afirmativamente por su anfitriona, incapaz de negar nada a un sacerdote católico y empeñada en servirle un vasito de vino, es vino dulce, como el que se utiliza en la eucaristía, no le hará daño, insistió tanto la buena señora, deseosa de agasajarle, que a Emilio Vázquez, acostumbrado a bebidas mucho más fuertes, no le quedó más remedio que beber el infecto brebaje.

Llevaba poco más de media hora intentando apurar la generosa copa que le había ofrecido la anciana cuando sonó el teléfono. La anfitriona del padre Vázquez no debía estar acostumbrada a recibir llamadas, ya que se sobresaltó ostensiblemente al oír el agudo repiqueteo del aparato y vaciló unos segundos antes de descolgarlo.

– Sí, soy yo. Sí, efectivamente, está aquí un conocido suyo, un sacerdote muy amable que me ha preguntado por usted. ¿Cómo?, sí, entiendo, yo, bueno, bueno, que Dios le bendiga, a usted y a la hermana María Luisa, sí, adiós, adiós.

Aunque el padre Vázquez no podía oír al interlocutor de la anciana, de las palabras de ésta se desprendía claramente que quien había llamado era Ander Gajate. El muy cabrón le vigilaba, pero ya se le acabaría su suerte, mientras tanto era consciente de bailar al son de la música que su hermano en Cristo, curiosa expresión para designar a ese hijo de puta, tocaba.

Sumido en sus pensamientos no se percató de que la anciana acababa de colgar el teléfono. Tan sólo cuando la vio acercarse hacia donde él estaba, anegada en lágrimas, volvió a la realidad.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó solícito.

– No, nada, no debe preocuparse por mí, soy tan sólo una vieja chocha a la que cualquier contratiempo le afecta -respondió haciendo un vano esfuerzo por cortar el incesante lagrimeo.

– No se avergüence por eso, llorar es sano, más de una vez es lo único que nos puede tranquilizar, lo único capaz de desahogarnos, pero hablar también es bueno, quizá si me cuenta la conversación pueda calmarse, esbueno contar con un amigo al que poder narrarle nuestras cuitas.

– Es usted muy amable -contestó entre hipidos la anciana- y seguramente tiene razón, un hombre como usted tiene que estar acostumbrado a escuchar las miserias de la gente.

– Así es -contestó lacónico el padre Vázquez.

– La verdad es que esa llamada me ha trastornado mucho, aunque entiendo perfectamente lo que ha pasado. Era el padre Ander, ¿sabe usted? Me ha comunicado muy amablemente que no podrá venir esta tarde y que, bueno, que no podrá venir a verme nunca más. Al parecer lo destinan a las misiones, al África, allí hay mucha pobreza, ¿sabe?, y los pobres negros desconocen las bondades de la palabra de Dios. Es un gran sacerdote el padre Ander, sacrificarse por esos salvajes, aunque también son hijos de Dios, por supuesto, por eso le he dicho que hace bien, que le entiendo, pero me voy a quedar sola, muy sola -finalizó, más hablando para sí que para el padre Vázquez.

– ¿Le ha dado algún recado para mí?

– ¿Para usted? Ah, sí, perdone, soy una egoísta, sólo pienso en mí y me olvido de los demás, lo siento. Sí, me ha preguntado por usted y al decirle que estaba aquí, haciéndome compañía, me ha dicho que se verán pronto, muy pronto, que el cáliz está a punto de consumarse, ¿o ha dicho consumirse? La verdad es que no soy muy culta y hay muchas cosas que no entiendo, lo siento.

– No tiene importancia, ¿le ha dicho algo más, cuándo o dónde nos veremos?

– No, tan sólo me ha dicho que va usted por buen camino, que debería volver al lugar de partida. Tan sólo eso, luego es cuando me ha dado la noticia -dijo volviendo a llorar.

Emilio Vázquez salió de la casa en silencio, sin despedirse de la inconsolable anciana que, arrebujada en su butaca, rumiaba en silencio su pena. Por primera vez desde que había empezado toda la historia odió fervientemente a su adversario, con un odio que le recordaba tiempos y momentos ya superados. Cuando llegó a la calle observó de nuevo, enfrente suyo, la entrada del Club Neskatilak. Era obvio que el padre Gajate le había estado espiando y el dichoso club era un buen escondite. Sin pensárselo dos veces encaminó sus pasos hacia el local, penetrando en su interior.

– Hombre, mirad quién está aquí, nuestro cura favorito -dijo, burlón, el encargado, que le había reconocido nada más verle.

– Estoy buscando a Ander Gajate -replicó sin dar ningún tipo de explicación.

– Lamento defraudarle pero usted es el único sacerdote que nos ha honrado con su visita en los últimos días.

– ¿Cómo sabe que Ander Gajate es también sacerdote?

– Elemental, querido Sherlock, los cuervos siempre van en pareja como los guardias civiles.

– Muy bonita la broma pero no estoy con humor para aguantar gilipolleces. El padre Gajate está aquí y voy a encontrarlo.

– Me temo que no. Por si usted no lo sabe esto es propiedad privada, y no se puede entrar aquí así como así. ¿Ve usted ese cartel? -añadió señalándole un ladrillo de cerámica, colgado sobre el pequeño ambigú que hacía las veces de barra de bar, y que llevaba inscrita la inscripción «reservado el derecho de admisión»-. Pues ya lo sabe, dése la vuelta y largúese. No le queremos aquí. Usted ya no es policía y, aunque lo fuera, necesitaría una orden de registro. Así que venga, vayase de una puta vez.

Emilio Vázquez miró en torno suyo. A su alrededor se estaban arremolinando unos cuantos clientes, que quizá no lo fueran. Además, no tenía sentido empecinarse en realizar un registro, seguramente el pájaro había levantado el vuelo y, por otra parte, volverían a ponerse en contacto pronto, muy pronto, si no había mentido a la anciana. De todos modos había algo que quería hacer, que necesitaba hacer, y lo hizo. Acercándose al encargado le asestó inopinadamente una patada tan fuerte en la entrepierna, justo en medio del organismo que permite a los hombres reproducirse, que le dejó tendido en el suelo, aullando de dolor. Hacía tiempo que no se sentía tan bien, pensó, olvidándose por unos cuantos segundos de su condición sacerdotal.

– Tranquilos, tranquilos, que ya me voy -dijo, sonriendo, a los presentes-, esto ha sido tan sólo una broma de viejos conocidos. Por cierto, si alguno de ustedes conoce al padre Ander Gajate puede decirle que la que va a recibir él será cien veces más fuerte. Queden ustedes con Dios.

Salió pacíficamente del local, sin que nadie le siguiera, y encaminó de nuevo sus pasos a la agencia inmobiliaria. Si lo que le había comunicado por teléfono Ander Gajate a la anciana era cierto, de nuevo tendría allí alguna pista, aunque no sabía a ciencia cierta cuál. Cuando entró por la puerta aún se encontraba allí la joven que le había atendido. A Vázquez no se le escapó que su llegaba había desencadenado síntomas de evidente nerviosismo en la empleada, que antes de ser interpelada se puso a hablar desordenadamente. La extrañeza de Emilio Vázquez se disipó cuando recordó que en su visita anterior se había hecho pasar por policía.

– Lo siento, señor comisario -aunque no se había hablado para nada del rango policial de su visitante la joven optó prudentemente por concederle uno elevado-, yo no sabía nada, me dijeron que era una broma, el alquiler del piso está totalmente en regla, si quiere le puedo proporcionar copia de todo.

Premisa básica en el trabajo policial era que cuando un testigo pensaba que el policía lo sabía todo, éste debía afirmar que sí, que lo sabía todo, pero que preferiría oír la historia completa de manos de su interlocutor, para cotejar versiones.

La joven empleada sacó un periódico de debajo del mostrador y enseñándole una fotografía, volvió a hablar con Vázquez.

– Cuando esta mañana hablé con usted no sabía lo que había ocurrido, palabra, si no se lo hubiera contado todo de pe a pa, aunque bueno, no hay mucho que contar, no vaya usted a pensar cosas raras. Fue ella la que me alquiló el piso, pero me dijo que si venía un policía preguntando por la pareja de la fotografía que usted me mostró, le indicara que eran ellos quienes habían alquilado el piso. Me aseguró que no había nada extraño en ello, que era todo legal y se trataba de una broma, ya que era un asunto personal, no de la policía. Además, el jefe de la agencia me dijo que la señora era una buena cliente y muy conocida además en la alta sociedad de Bilbao, así que no puse ninguna pega y lo hice, pero claro, yo no sabía lo que iba a suceder, aunque no creo que tenga nada que ver conmigo ni con la agencia -dijo esto último más en el tono de quien espera que le quiten un peso de encima que de quien se siente seguro de lo que afirma.

Mientras escuchaba las palabras de la joven Vázquez le había arrebatado el periódico de las manos. Tanto en portada como en páginas interiores el asesinato de Irene Vidal había merecido los honores de ser considerada la noticia más importante del día y diversas fotografías de la difunta jalonaban a profusión el reportaje. Estaba claro que había una conexión, una relación más íntima de lo que pensaba entre Irene Vidal y sus dos perseguidos, aunque no conseguía entender el motivo. Si, como sospechaba, todo el asunto se sustentaba en una venganza, ¿qué pintaba en él Irene Vidal? Y su asesinato, ¿tenía alguna relación con el padre Gajate y su amiga? Deseó fervientemente que no y rezó implorando a Dios por ellos pero cada día era más policía y sabía que ése no era un hecho normal. Había un nexo claro, no sabía si fuerte o débil, entre la desaparición del padre Gajate y la muerte de Irene Vidal y, le gustara o no, tenía que investigarlo pero debía, así mismo, obrar con prudencia. Si el comisario Ansúrez y el inspector Rojas habían confiado en él, proporcionándole datos sobre el padre Gajate y su compañera, y le habían hecho partícipe de lo ocurrido con Irene Vidal, él tenía que corresponderles. Por eso lo primero que hizo cuando salió de la agencia fue telefonear al inspector encargado del caso.

Manuel Rojas escuchó con atención las explicaciones de Emilio Vázquez. A él también le pareció inquietante e interesante la posible conexión entre la desaparición de Ander Gajate y el asesinato de Irene Vidal pero no sabía qué conclusión sacar de ese hecho. Tal vez por influencia del padre Vázquez o tal vez por el poso que hubiera dejado en él la educación recibida cuando era niño, se le hacía cuesta arriba pensar que el padre Gajate estuviera implicado en un asesinato. Sin embargo, la relación era evidente y fuera cual fuese el motivo de la misma tenía que descubrirlo.

Durante unos instantes se entretuvo pensando lo que debía hacer. Aunque Emilio Vázquez, a su modo, y quizá de un modo no muy agradable, era una leyenda en la jefatura, y aunque en su primer contacto se había mostrado como un compañero amable, Rojas no había estado de acuerdo, en ningún momento, con la sugerencia del comisario Ansúrez de que pidiera su colaboración para la resolución del asesinato que tenía entre manos sin embargo, en esos momentos estaba cambiando de opinión. El padre Vázquez se estaba revelando como un hombre con reflejos, que no había perdido sus antiguas facultades y, por otra parte, si al final resultaba que estaba implicado un religioso, siempre podría usarle como escudo si la situación se tornara oscura, por eso, tras agradecerle la información, le preguntó si tenía algo que hacer.

– Te lo comento porque en estos momentos me disponía a salir de jefatura para entrevistarme con Carmelo Iztueta, uno de los cuñados de Irene Vidal, hermano de su marido.

Emilio Vázquez contestó que todo lo que tenía entre manos podía esperar y que estaba deseando acompañarle, por lo que quince minutos más tarde se subió al vehículo camuflado de la policía en el que había ido a recogerle el inspector y, juntos, se dirigieron hasta las oficinas centrales de las empresas Iztueta.

Carmelo Iztueta se encontraba sentado en el mismo sillón que hasta su muerte había usufructuado Irene Vidal. Por lo que parecía el traspaso de poderes había sido inmediato y el cuñado ni siquiera había cambiado el mobiliario. Les recibió con una sonrisa en los labios y el sempiterno gesto de bienvenida de quien sabía que por familia y posición no tenía nada que temer de una pareja de policías.

– Mi secretaria me ha informado de que desean ustedes interrogarme acerca del asesinato de mi cuñada -lo dijo en un tono informal, como si esa situación fuera la más habitual del mundo, pero destacando las distancias que había entre ellos.

– Interrogatorio no es la palabra más adecuada -protestó Rojas-, se trata, tan sólo, de una charla informal acerca de su cuñada, por si pudiera usted proporcionarnos algún dato que nos sirviera en nuestra investigación.

– Juro que yo no la he matado -contestó risueño Iztueta, llevándose una mano al corazón en evidente gesto burlesco.

– Ni se nos ha pasado por la cabeza pensar en esa posibilidad -mintió con naturalidad Rojas- pero comprenda que al ser uno de sus parientes más cercanos es lógico que acudamos a usted para intentar recopilar datos sobre su vida.

– En lo de pariente tal vez tengan ustedes razón, pero no así en lo de cercano. Mi trato con ella era el imprescindible y esta afirmación sirve para el resto de mi familia.

– ¿Sus relaciones no eran buenas?

– Ni buenas ni malas, prácticamente no había más trato que el meramente imprescindible por cuestiones sociales o de imagen.

– ¿A qué se refiere exactamente? -volvió a preguntar Rojas.

– Miren, ya somos mayorcitos y no tenemos que disimular, además supongo que ustedes ya habrán averiguado suficientes cosas como para que yo me chupe el dedo. Mi familia, por suerte o por desgracia, en estos tiempos uno ya no está seguro de nada, es de las más conocidas no sólo en Bilbao sino en todo Euskadi. Tenemos un apellido que nos marca y, nos guste o no, nos debemos a él. ¿Sabe usted por qué mi difunto hermano mayor se llamaba Alejandro?

– Lo desconozco en absoluto.

– Fue cosa de un tatarabuelo mío o algo así, el primer Iztueta que creó un imperio económico. Puso a su primogénito el nombre de Alejandro en recuerdo de Alejandro Magno, el rey macedonio que conquistó gran parte del mundo conocido en su época y dejó escrito que mientras el apellido Iztueta significara algo, los primogénitos debían llevar ese nombre. Yo mismo se lo he puesto a mi hijo mayor, aunque cada vez que lo pienso detenidamente creo que le he hecho una gran putada. En fin, las tradiciones son las tradiciones y si se rompieran supondrían un auténtico escándalo familiar. Desgraciadamente el tataranieto, o lo que sea, del admirador del emperador griego le salió rana.

– ¿Se refiere usted a su hermano?

– Por supuesto, ¿a quién si no? Me imagino que están al tanto de ciertas intimidades familiares. Mi hermano era una gran persona pero no valía para dirigir una empresa, mucho menos para gestionar un auténtico grupo industrial. En realidad no valía para nada, es lamentable decirlo pero es cierto.

– Sin embargo, por lo que nosotros sabemos, durante muchos años estuvo al frente de las empresas familiares y, por lo que salta a la vista, no debió hacerlo mal.

– Craso error, amigos míos, craso error. Alejandro estuvo al frente del conglomerado familiar tan sólo nominalmente, en realidad lo dirigíamos mis primos y yo, con la atenta vigilancia, eso sí, de mi madre. Si lo desean lo pueden comprobar fácilmente. Cualquier persona que pinta algo en el mundo empresarial de este país les podrá decir que ese hecho era vox populi.

– Entonces, si era algo tan conocido, ¿por qué se mantenía esa ficción? -intervino por primera vez en la conversación Emilio Vázquez.

– Porque se llamaba Alejandro, curioso, ¿no creen? Él era el primogénito y mi madre nunca hubiera consentido que quedara oficialmente postergado. Aunque todo el mundo supiera que no pinchaba ni cortaba, su nombre era el que figuraba por encima de cualquier otro.

– Supongo que eso a usted le incomodaba -dijo Rojas.

– En absoluto, se ejerce más poder cuando se está en la sombra que cuando se está en una vitrina. No lo olvide nunca si quiere llegar a ministro de Interior -añadió riéndose.

– ¿Y qué pinta su cuñada en toda esa historia? Al fin y al cabo hemos venido a hablar de ella -dijo Vázquez- y, por lo que sabemos, al morir su hermano fue quien aparentemente asumió el control de sus empresas.

– Mi cuñada, sí, tienen razón, ella es el busilis de esta historia, por lo menos les ha proporcionado un cadáver para jugar a policías y criminales.

– No me parece un tema como para frivolizar alegremente -replicó Vázquez.

– Tienen razón, lo siento, pero es que cada vez que surge el tema de Irene no puedo evitar el ser frivolo. Miren, como ustedes sabrán ya posiblemente y, en caso contrario no tardarán en enterarse, mi hermano Alejandro era homosexual. Eso hoy en día no tiene gran importancia y yo, personalmente, no le concedo ninguna pero en el ambiente en que nos movemos hay mucha hipocresía y, por otra parte, mi madre fue educada de un modo muy convencional, así que se decidió que había que mantener las formas. ¿Se imaginan ustedes a Alejandro Iztueta como líder de la Coordinadora Gay? Yo sí, lo admito, pero este país sigue siendo pequeño y provinciano y ese hecho hubiera causado un escándalo de proporciones mayúsculas, así que mi madre le planteó un ultimátum: podía hacer su vida discretamente pero tenía que casarse, al menos de cara a la galería.

»Mi hermano, ya les he dicho, era un buen tipo que odiaba la hipocresía, pero no tuvo más remedio que plegarse a los deseos de mi madre, en parte por cariño y en parte por miedo. El problema era buscarle novia. Juro que nunca me he reído tanto como cuando intenté ejercer de casamentero, pero todas las candidatas fueron desechadas. No podía pertenecer a ninguna de las familias con las que tratábamos, eso era evidente. No porque se destapara la peculiaridad de mi hermano, que era harto conocida, sino porque comprendíamos que la mujer que se casara con él tendría que buscarse la vida por otro lado, ¿me entienden? -dijo con gesto que intentaba ser obsceno- y, por encima de todo, se trataba de mantener las formas. A nadie le escandalizaría que su mujer se la pegara con otro, salvo que su mujer perteneciera a una de las familias de siempre de Bilbao.

»Así que no había más remedio, había que buscarla fuera del país, pero no era nada fácil. Por fin resultó que después de mucho buscar y buscar fue él en persona quien la encontró. Un día nos vino diciendo que había encontrado una chica en Madrid y que quería casarse con ella. No era de familia conocida ni con poder económico, pero era guapa, elegante y sabía usar correctamente los cubiertos así que fue admitida en la familia.

– ¿Así, sin más? ¿No se preocuparon de saber nada sobre ella?

– Naturalmente, era algo lógico, ¿no creen? Puse a trabajar a unos detectives que la abrieron de arriba abajo, sin dejar nada por escudriñar.

– ¿Y descubrieron algo interesante?

– Por supuesto, pero me temo que por ahora no se lo voy a contar, sólo me limitaré a decirles que si mi madre hubiera tenido acceso a lo que averiguamos la boda nunca se habría producido.

– Le advierto que se trata de un asesinato, no puede usted ocultarnos nada.

– Amigo mío, usted mismo ha dicho que ésta es una conversación informal así que les diré lo que yo crea conveniente, y si desean hacerla oficial les advierto que tan sólo hablaré con el comisario Ansúrez, que casualmente es amigo de la familia, un buen amigo, si se me permite el decirlo, así que o se atiene a mis normas o damos la charla por concluida. Ustedes deciden.

– De acuerdo, nos olvidaremos momentáneamente de ese asunto -dijo Rojas, visiblemente molesto- aunque pudiera ser importante, lo que sí parece claro es que la mujer de su hermano, como usted ha insinuado anteriormente, se buscó la vida por su cuenta.

– Así es, y no se lo reprocho, cualquiera hubiera hecho lo mismo.

– ¿Conoce usted los nombres de sus amantes, o de algún amigo más íntimo?

– ¿Que si conozco los nombres de sus amantes? Vaya usted al club de golf o al Marítimo y pida la lista de socios y clientes. Tache la mitad de los nombres al azar y de los que queden sin tachar posiblemente el cincuenta por ciento hayan saboreado los placeres que escondía mi cuñada en su cuerpo. Incluso quiso montárselo conmigo pero yo conocía demasiadas cosas acerca de ella como para dejarme enredar.

– Y entre esa larga lista de posibles amantes, ¿había alguno especial, alguno que fuera algo más que una simple aventura?

– Ahí, sintiéndolo mucho, no podría ayudarles aunque quisiera. Tal vez tuviera un favorito pero ese hombre, de existir, es desconocido para mí.

– ¿Qué tal sentó en su familia que a la muerte de su hermano Alejandro asumiera el control su viuda?

– Estupendamente, sobre todo si tienen ustedes en cuenta que en ningún momento mi cuñada asumió el control de ninguna de nuestras empresas.

– No lo entiendo, yo estuve aquí no hace mucho hablando con ella -tomó por segunda vez la palabra Emilio Vázquez- y en todo momento me dio la impresión de que estaba al cargo de sus negocios.

– Usted lo ha dicho, tuvo la impresión de que estaba al cargo, y de eso se trataba, de dar la impresión. Como ya he dicho antes, en todo momento mis primos y yo, bajo la supervisión férrea y estricta de mi madre, hemos tenido el control del consorcio familiar.

– Comprendo que a su hermano no le quedara más remedio que acatar sus órdenes, pero me extraña mucho que su cuñada lo aceptara. Me imagino que tenía argumentos contundentes para atarla en corto -dijo Rojas.

– Si está usted insinuando algún tipo de chantaje se equivoca de medio a medio, podría haberlo hecho pero no era necesario. Miren, quizá me he explicado mal antes y he dado la impresión de que mi hermano era un pelele que decía a todo que sí, pues bien, esa idea no se corresponde a la realidad. El único motivo de que él no controlara efectivamente las empresas de la familia se debía única y exclusivamente a que no tenía acciones en ninguna de ellas. Mi hermano, de joven, tuvo un ramalazo de rebeldía, entre nosotros les diré que en el fondo siempre le he envidiado por eso, y exigió con anticipación que se le traspasara todo lo que podría corresponderle por herencia. Mis padres, que siempre fomentaron nuestra iniciativa, atendieron su petición y le entregaron una cantidad tanto en metálico como en acciones que hizo de él un hombre rico e independiente y, hasta cierto punto, tal vez feliz. Desgraciadamente le fueron mal los negocios y se arruinó por completo. No tenía nada suyo, así que volvió al redil y la familia le acogió amorosamente, al fin y al cabo era un Iztueta, y su nombre de pila Alejandro, pero se quedó definitivamente sin participación alguna en el patrimonio familiar. No obstante, siendo un Iztueta debía mantener un buen nivel tanto de vida como profesional y social así que se le nombró consejero delegado de unas cuantas empresas y se le otorgaron unos emolumentos astronómicos. Posteriormente a su muerte esas prebendas las heredó su viuda, ya que por encima de todo nos gusta guardar las formas, ya lo he repetido varias veces. Y así finaliza la historia, mi hermano y su mujer, en el fondo, eran dos pobres de solemnidad.

– Si eran tan pobres, ¿cómo es que su hermano dejó en su testamento una manda de cien millones de pesetas para una orden religiosa? -preguntó el padre Vázquez.

Por primera vez desde que había empezado la conversación Carmelo Iztueta dejó entrever un rictus de disgusto en su expresión, pero en seguida recobró la compostura y contestó con su habitual tono abierto y distendido.

– En realidad él dejó algo que no tenía y yo, por mi parte, me opuse a que se pagara esa cantidad pero mi madre se empeñó en abonarla. Decía que si su hijo había querido donar esa cantidad al colegio de religiosos en el que se educó nosotros debíamos favorecer ese deseo. Ya les he dicho que mi madre es todo un carácter, el auténtico baluarte de los Iztueta.

– Por lo que nosotros sabemos su hermano no era muy religioso, parece raro que a última hora cambiara de opinión. Además, su mayordomo nos ha dicho que en ningún momento expresó su deseo de volver a la Iglesia.

– Lo que diga el mentecato de su mayordomo no me interesa para nada, por si ustedes no lo saben les diré que había sido uno de los primeros amantes de mi hermano y todavía piensa, el pobre imbécil, que si no hubiera sido por los condicionamientos sociales habrían vivido juntos eternamente, amándose y siendo felices y comiendo perdices. En cuanto a lo de si mi hermano era religioso o no, no creo que haya que darle excesiva importancia. En mi familia todos hemos sido educados en la fe católica y vamos a misa y bautizamos a nuestros hijos. Fachada o no, pertenece a nuestras conciencias, y entre creer o no creer en algo lo primero siempre parece más positivo, aunque luego no hagamos ni puto caso a los preceptos de la Iglesia. Quizá mi hermano, en algún momento de angustia ante el final que veía inminente, quiso ponerse a bien con Dios, por si existiera, y decidió ser magnánimo con un dinero que, por otra parte, no le pertenecía.

– ¿Sabe usted si hubo algún motivo especial para que el talón de cien millones se extendiera en el banco que se eligió para ello? -preguntó Rojas.

– El banco lo designó mi cuñada pero que yo sepa no hay ninguna razón especial, es tan sólo uno más de los muchos bancos con los que trabajamos habitualmente. Y si no tienen nada más que preguntar, les ruego que me disculpen, no quisiera ser grosero pero creo que les he concedido una parte importante de mi tiempo y, como ustedes comprenderán, tengo muchas cosas que hacer, así que si no tienen inconveniente me gustaría que me dejaran solo.

– Una última pregunta -dijo Rojas.

– Si es sólo una, adelante.

– Su cuñada, ¿tenía enemigos?

– ¿Y quién nos los tiene, usted acaso? Claro que tenía enemigos, tantos como amantes o quizá más. Pero si usted quiere saber si había recibido amenazas de algún tipo o si alguien la perseguía, lamento decirle que lo desconozco. Puedo decirles solemnemente que yo no soy el asesino, pero desgraciadamente no se me ocurre ningún candidato alternativo.

Cuando salieron de la oficina había anochecido así que Rojas se ofreció a transportar en coche a su compañero hasta el colegio en el que residía. No habían llegado aún a su destino cuando el sacerdote pidió al policía que parara y le conminó a salir del vehículo. Justo enfrente podía verse una sucursal del banco que había abonado los cien millones.

– ¿No querías saber el motivo de que se eligiera ese banco? Quizá ahí tengas la respuesta.

El inspector Rojas dirigió su mirada a un cartel en el que con un vistoso fondo multicolor el banco anunciaba que por cada imposición de medio millón de pesetas la entidad regalaría un juego de maletas de primera calidad.

– Quizá ahí esté la respuesta. Cien millones no se pueden meter en un simple sobre -dijo el padre Vázquez-, pero en cambio a nadie le extrañaría ver salir de aquí a una pareja con un hermoso juego de maletas.

– Pero eso significaría que la asesinada y tus dos pájaros estaban conchabados en ese asunto -exclamó Rojas.

– No necesariamente, a ella pudiera haberle dado igual utilizar un banco u otro, pero es una posibilidad -contestó el padre Vázquez-, por eso se hace cada vez más necesario encontrarles. No me gusta nada decírtelo pero creo que tendréis que dictar orden de busca y captura contra los dos. El asunto, lamentablemente, se ha escapado de mis manos.

Había sido un día muy duro; por eso cuando llegó al colegio su primera intención fue meterse en la cama y dormir, pero antes de hacerlo se presentó en su celda el padre Cuesta. El provincial de la orden le agradeció lo que estaba haciendo, sin embargo, añadió, tenía que rogarle que se olvidara del caso. Habían llegado a sus oídos ciertos rumores que implicaban una muerte violenta y creía más prudente quedarse al margen.

Vázquez miró a su superior. Aunque no le conocía mucho sabía que era un hombre recto y honesto, y que por encima de su propia persona valoraba, sobre todo, la misión que en su opinión tenía la orden. No era hombre pusilánime que sacrificara a uno de sus hermanos por miedo al escándalo, por eso pensó que si le estaba pidiendo que abandonara eso significaba que estaba convencido de que su continuidad en el caso iba a traer más perjuicios que beneficios. Sin embargo, no podía acceder a su petición y cuando habló sus palabras estaban impregnadas de tristeza.

– Lo siento, padre, pero lamentándolo mucho no me es posible acceder a su ruego. Yo no quería incubar ese huevo pero la serpiente ha salido de su interior y no hay fuerza humana ni, me temo, divina capaz de devolverla al redil.

Capítulo treinta

Desde tu atalaya, refugiado en ese club que odias porque sabes que durante un tiempo trabajó ahí María Luisa, observas la salida del enemigo, escudriñas su semblante pero no adviertes en él desánimo o abatimiento sino fortaleza y determinación, la fortaleza y determinación que a ti siempre te ha faltado. Tal vez él, dentro de su ignominia, sea incluso más feliz que tú, porque ve las cosas en blanco y negro, sin matices, sin dudas, en definitiva.

El enemigo levanta su vista hacia el frente y se dirige a la puerta del club. Si quisieras en pocos segundos podrías tocarlo pero prefieres seguir escondido, el plan es el plan y por primera vez en la vida estás dispuesto a ir hasta el final, cueste lo que cueste.

Muy pronto desaparece de tu vista, posiblemente porque ha entrado en el local. El alboroto que se produce en el piso de abajo confirma tus sospechas y pocos minutos más tarde, desde la pequeña ventana enrejada que te sirve de mirador, contemplas cómo el enemigo se aleja de allí, en dirección desconocida. Cuando bajas al bar alguien te cuenta lo ocurrido y no puedes evitar una íntima alegría al enterarte de la agresión sufrida por el encargado. Nunca te ha simpatizado el Sebas ni su negocio, has tratado con él porque no hay más remedio, porque te lo ha pedido María Luisa, pero detestas su negocio, esa explotación de las mujeres y del sexo, bueno, del sexo tal vez no, no quieres volver a aquella época en que todo lo relacionado con el sexo era pecado mortal, pero una cosa es la entrega gozosa y voluntaria al ser amado, y otra muy diferente la explotación de la pobreza y la miseria de las mujeres en beneficio propio. Sin embargo, no has podido negarte a los requerimientos de María Luisa y has tratado con afabilidad a ese indeseable proxeneta.

Sí, cuando lo piensas detenidamente te das cuenta de que estás cambiando y que ahora haces muchas cosas que antes nunca hubieras hecho, buenas y malas. Si valoras, por encima de todo, la ruptura con hipocresías burguesas y convencionalismos morales piensas que has hecho lo correcto, pero cuando te paras a pensar en otras cosas te envuelve de nuevo tu sempiterna debilidad, la agobiante duda de si lo que haces está bien o mal. Has asumido el robo de los cien millones porque en realidad no es un robo, es tan sólo la excusa imprescindible para hacer justicia, pero en el camino has ido sembrando una semilla de dolor que te impide vivir en paz.

No hace ni media hora que acabas de colgar el teléfono dejando detrás tuyo una pobre e infeliz mujer llorosa. Intentas convencerte a ti mismo de que era necesario, como te ha dicho más de una vez María Luisa, es imposible hacer una tortilla sin cascar previamente los huevos, pero algo en tu interior te dice que esa tortilla va a tener un sabor muy amargo. Quizá en algún lugar lejano tu antiguo compañero de seminario comprenda tus motivos y los perdone indulgentemente pero eso no te consuela ni te impide pensar que has actuado como un auténtico canalla, dando una pequeña alegría y esperanza a la madre de Jokin Torrente y arrebatándosela bruscamente al cabo de muy poco tiempo.

Tan sólo te mantiene en pie la esperanza de que todo acabará muy pronto y por fin podrás alcanzar, junto a María Luisa, la paz y felicidad que la vida te ha negado durante mucho tiempo, esa paz y felicidad que nunca poseíste del todo, salvo cuando tu padre te estrechaba entre sus brazos, pero que se truncó definitivamente cuando participaste en el asesinato del alcalde de tu pueblo. Aunque interiormente te justificabas diciendo que era necesario, aunque un sacerdote bondadoso te absolvió, aquel hecho, te guste o no reconocerlo, te marcó para siempre. Recuerdas cómo la siguiente vez que estuviste con aquel misterioso activista de acento foráneo le pediste que te encomendara otras misiones, que aunque comprendías la necesidad de la lucha armada tú no estabas preparado anímicamente para ella, y afortunadamente aquel hombre te comprendió, tuviste suerte, eran otros tiempos, piensas estremeciéndote de pavor cuando viene a tu mente la imagen de Yoyes, que intentó seguir tus pasos unos años más tarde, pero en aquella época nadie te consideró traidor, tal vez pusilánime o incluso cobarde, pero no traidor. Con el visto bueno del coordinador de tu grupo abandonaste la célula armada y te integraste en el frente cultural hasta que después de tu ordenación sacerdotal abandonaste la militancia activa en cualquier tipo de organización directamente política.

Así fue hasta que un día, no sabes si calificarlo de hermoso o aciago, una joven de voz sensual e intenso perfume se inclinó en el confesionario y te contó su propósito de asesinar al padre Vázquez, ese cura al que considerabas una escoria y con el que no te tratabas pero que no dejaba de ser tu hermano de orden.

Después de las desagradables experiencias que habías tenido en el pasado te habías convertido si no en un pacifista sí en alguien que rechazaba participar directamente en cierto tipo de actos violentos pero de un modo brutal alguien, una mujer aunque eso sólo tuvo importancia algo más tarde, te había quitado la venda de los ojos y te había mostrado, con toda su crudeza, una realidad de la que tú siempre habías sido víctima. Al principio intentaste quitarle de la cabeza esa idea y honestamente piensas que hiciste lo que estuvo en tu mano pero ella tuvo más capacidad de convicción. No fue el sexo, como seguramente estará pensando con su mente enfermiza de policía torturador el padre Vázquez, sino las revelaciones que María Luisa te hizo lo que te obligó a cambiar de actitud y entregarte, sumiso, a los designios de la que hoy es tu compañera.

Había acudido, como otras veces, a la capilla del colegio y de nuevo su voz sugerente y dulce hizo que el corazón se te subiera a la boca. Pocos días antes te había contado la triste historia de su hermana y aunque aún seguías queriendo convencerla de lo inaceptable de su propósito en tu interior anidaba de nuevo la duda, sus argumentos habían comenzado a minar tu moral, por eso, cuando te dijo de sopetón, sin preparación previa, aunque es difícil imaginarse algún tipo de preparación para esas noticias, que el padre Emilio Vázquez, el ex comisario Vázquez, había participado en los asesinatos de tu hermano Mikel y de tu compañero Jokin Torrente tu resistencia se derrumbó y comprendiste que no sólo no conseguirías nunca que desistiera de sus intenciones sino que había dado la vuelta a la tortilla y te había convencido a ti para que la ayudaras.

Aun así, durante un tiempo intentaste oponerte, rechazando esa idea y alegando con incredulidad que no era posible, que no era cierto, que se trataba de una añagaza para lograr sus propósitos pero te dio tantos datos, algunos incluso desconocidos por las propias familias, que no tuviste más remedio que rendirte a la evidencia y el odio que creías haber desterrado pero que permanecía soterrado en lo más profundo de tu alma resurgió con nueva fuerza cuando te oíste decir que sí, que la ayudarías. Y como si hubiera escuchado unas extrañas oraciones premonitorias de muerte la Providencia fue generosa y puso en vuestras manos la ocasión. Una feligresa se puso en contacto con el colegio para notificarles que su difunto marido había dejado en su testamento un legado de cien millones de pesetas y preguntar cómo y de qué manera deseaban cobrarlo. Era una situación ideal, si robabas ese dinero posiblemente el provincial, para evitar el escándalo, acudiría al único religioso que era especialista en esas lides, al padre Vázquez, como así fue, y empezaría una persecución en la que los papeles estarían invertidos, ya que quien se consideraba a sí mismo el perseguidor no era sino vuestra presa. El dinero era un problema ya que una vez culminada la venganza no habría ocasión de devolverlo pero María Luisa lo tenía todo previsto, parecía mentira que no se te hubiera ocurrido a ti. Huiríais juntos con esos cien millones a uno de esos países sudamericanos en los que la miseria campa por sus respetos. Con ese dinero se podía hacer mucho bien, qué importaba que el bien se hiciera en Euskadi o en Guatemala. Cuando escuchaste esas palabras te reafirmaste en tu decisión y te alegraste profundamente de que aquella mujer te hubiera elegido a ti para compartir sus proyectos.

Fue más tarde, tal vez unidos por los proyectos comunes que poco a poco iban tomando forma, cuando nació la pasión y te sentiste irremisiblemente unido a ella, decidido a compartir su destino. Esa misma mañana, cuando delante de ella te has mostrado vacilante, se ha acercado hacia ti y dulcemente ha calmado tus ansias. De repente, casi sin daros cuenta, os habéis desnudado y, sobre la alfombra, habéis hecho violentamente el amor, como sólo lo hacen, eso pensabas tú hace siglos, los animales. Y luego, mientras aspirabais el humo de unos cigarrillos te ha mirado a los ojos y te ha dicho que estaba deseando que esto acabe.

– ¿Te lo imaginas, tú y yo solos, juntitos, en algún país sudamericano con hermosas playas? Cien millones dan mucho de sí. Aunque la mayor parte de ellos los dediquemos a obras benéficas y a la promoción de justicia, siempre podremos guardar algo para nosotros. Además, quién sabe -te sonrió zalamera-, quizá dentro de poco tengamos una boca más que alimentar.

Lo último que has escuchado te ha pillado totalmente por sorpresa, intentas analizarlo pero eres incapaz de hacerlo, tan sólo se te ocurre hacer una pregunta estúpida.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Supongo que tendría que haberte pedido tu opinión pero pensaba que estarías de acuerdo conmigo. Desde hace cuatro días he dejado de tomar la pildora, quiero quedarme embarazada y tener un hijo tuyo, un hijo nuestro, que nos una todavía más.

No sabes qué contestar pero en seguida reaccionas, un hijo, un hijo de los dos, carne de vuestra carne y sangre de vuestra sangre, un hijo al que educarías en el amor a Dios y a los hombres, en la paz y la honradez, en la justicia y en la solidaridad, un hijo al que educarías para ser feliz, para ser lo que tú no has podido ser hasta ahora, un hijo tuyo, te repites, y contestas que sí pero sin palabras, te limitas a mirarla a los ojos y a besarla tiernamente, mientras os movéis suavemente reanudando vuestros juegos amatorios.

Has pensado en todo eso mientras veías salir al padre Vázquez de la casa que ocupa momentáneamente la madre de Jokin y, de repente, todos tus escrúpulos han desaparecido de tu mente y una sola idea ha vuelto a enseñorearse de ella, Emilio Vázquez debe morir.

Capítulo treinta y uno

Le había citado el comisario Ansúrez en una cafetería de la Gran Vía, una de las pocas que aún mantenía en Bilbao la costumbre de las terrazas. Aunque se extrañó un tanto, ya que su inmediato superior no era amigo de tratar temas laborales fuera de los muros de la jefatura, Manuel Rojas se encaminó presuroso al lugar indicado. La mañana era bastante agradable, sin nubes en el cielo y con un sol que invitaba a callejear, tal vez por eso el comisario Ansúrez se encontraba sentado en una de las mesas que habían situado en el exterior de la cafetería.

Junto a él se encontraba una persona desconocida para el inspector Rojas. Era un hombre joven, elegantemente vestido o al menos con ropas de marca, lo cual no siempre es sinónimo de lo anterior. Lucía al cuello una inmensa cadena de oro y en su muñeca derecha dos pequeñas pulseras hechas al parecer con el mismo metal. Un poblado bigote y una negra y engominada cabellera completaban su figura. Si lo que vale es la primera impresión, la del inspector Rojas no fue muy favorable.

– Siéntate con nosotros, Manolo -le dijo afectuosamente el comisario nada más verle, mientras le señalaba una silla vacía-. Creo que no os conocéis así que os presentaré. Manolo, éste es el inspector Ángel Caballero. Estuvo varios años con nosotros hasta que fue destinado a Albacete. Ángel, éste es el inspector Manuel Rojas, de homicidios.

– Encantado -dijo el inspector Caballero, extendiendo su enjoyada mano hacia Rojas.

– Lo mismo digo -replicó serio Manuel Rojas-. He oído hablar mucho de ti.

– Supongo que mal -contestó, entre estruendosas risotadas, el inspector Caballero-. Mi leyenda me precede pero es mejor así. Me gusta que todos sepamos dónde estamos y cuál es nuestra situación.

– El inspector Caballero quiere hablar contigo -dijo el comisario dirigiéndose a Rojas-. Quizá debieras atenderle.

– Que hable. Siempre estoy dispuesto a escuchar a un compañero.

– Así me gusta, cordialidad y camaradería entre colegas. Verás, Manolo, se trata de algo muy sencillo. Si no me equivoco ayer detuviste a un tal Andrés Borja Jiménez. ¿Es eso cierto?

– Las noticias, por lo que veo, se extienden fácilmente. Sí, ayer detuvimos a un hombre sin identificar que resultó llamarse como dices. ¿Qué es lo que ocurre con él?

– Bueno, como posiblemente sepas, tu detenido es un gitano que vive en Albacete, es decir, que está bajo mi jurisdicción.

– Que vivía en Albacete ya lo sé, lo de si es gitano o payo no me interesa para nada.

– ¡Qué bien enseñados los tenéis ahora, Ansúrez! -Comentó el inspector Caballero-. Eso sí que es cumplir al extremo los principios constitucionales de no discriminación. Vamos, Manolo, no me vengas con estupideces, tú sabes tan bien como yo que es gitano, eso se nota a la legua, así que no te hagas el listo conmigo.

– Por supuesto que lo sé pero no tiene nada que ver con su detención.

– De acuerdo, de acuerdo, le detuviste porque fue un chico malo no porque fuese de raza calé.

– No fue exactamente un chico malo. Estuvo implicado en una reyerta callejera en la que corrió la sangre.

– Te expresas de un modo muy melodramático. Por lo que tengo entendido no murió nadie y tampoco parece ser que hubiera heridos muy graves. No parece un asunto muy importante.

– Eso lo decidirá el juez. Según nuestras investigaciones puede haber un ajuste de cuentas por medio relacionado con el tráfico de drogas.

– Por supuesto que lo decidirá el juez, yo también soy escrupulosamente respetuoso con la legislación vigente, pero hasta que el asunto se aclare puede pasar mucho tiempo y, mientras tanto, Andrés Borja Jiménez se pudrirá en la prisión de Basauri, lejos de su familia y amigos. No sería justo, Andrés no es un mal chaval pero como es gitano no deja de estar metido en problemas constantemente.

– Ya te he dicho que no ha sido ése el motivo de la detención -contestó enfadado Rojas.

– Lo sé, lo sé, no te alteres, lo que quiero decirte es que Andrés es un ex drogadicto en proceso de rehabilitación. Hace años traficó en pequeña escala pero ya lo ha dejado. Su padre es uno de los patriarcas de la zona y nos está ayudando mucho en la erradicación de esa lacra, por eso necesito que me hagas un pequeño favor.

– ¿De qué se trata?

– De algo fácil, sin problemas. Olvídate del atestado, rómpelo y deja en la calle a Andrés. Ninguno de los participantes en la reyerta le va a denunciar y su ingreso en prisión no serviría para nada más que para llevar la desolación a su familia y hundirle a él nuevamente en el infierno de la droga.

– Me conmueven tus buenos sentimientos, por lo que me han contado de ti nunca hubiera imaginado que tuvieras tan gran corazón.

– Leyenda, todo leyenda como te he dicho antes. Entonces, ¿estás de acuerdo? ¿Me harás ese pequeño favor?

– Ni lo sueñes -contestó Rojas-, ni siquiera sé cómo te has atrevido a planteármelo.

– Yo me atrevo a todo, ya debieras saberlo si te han hablado de mí -dijo Caballero, de cuyo rostro había desaparecido la sonrisa-. Además, ¿qué tiene de malo que lleguemos a acuerdos entre compañeros? Si entre policías no colaboramos, ¿cómo vamos a pedir a la gente que confíe en nosotros?

– Muy bonito lo que dices pero la respuesta sigue siendo no. Además, que yo sepa, en ningún momento me has propuesto un acuerdo, sólo me has hecho una petición.

– ¿Eso quiere decir que estarías dispuesto a llegar a un acuerdo si las condiciones te parecieran interesantes?

En lugar de contestar directamente al inspector Caballero, Manuel Rojas se volvió hacia el comisario Ansúrez, que había estado callado hasta ese momento y le preguntó qué era lo que sabía del asunto y qué opinaba acerca del mismo.

– Por el momento sé lo mismo que tú, Manolo. Ángel me pidió que sirviera de intermediario y eso he hecho. Tú eres el que tiene que decidir. Y si lo que te inquieta es saber si puedes fiarte de él mi respuesta es positiva. Todos en jefatura sabemos por qué tuvo que irse de Bilbao pero si te ofrece un acuerdo puedes estar seguro de que lo cumplirá.

– De acuerdo, no me gusta la idea pero veamos qué ofreces.

– Tengo entendido que estás investigando el asesinato de Irene Vidal -dijo el inspector Caballero, que había vuelto a sonreír.

Las palabras de su colega albaceteño pillaron por sorpresa al inspector Rojas, que durante unos segundos no supo qué replicar. Luego, con el ceño fruncido, le dijo que estaba bien informado.

– Pero no hay nada que pactar. Si tienes alguna información sobre un asesinato tu obligación es transmitírsela al inspector encargado del caso. En un tema tan serio no puede haber componendas -añadió.

– ¿Se puede saber de dónde coño sacáis las nuevas adquisiones del cuerpo, Ansúrez? ¿De algún internado regentado por hermanitas de la caridad? ¿De verdad cree tu protegido que le voy a dar una información importante porque sí, por su cara bonita, sin que él me corresponda? Veo que me he equivocado al contactar con vosotros -finalizó mientras se levantaba de la silla-. Adiós, espero que os hagáis cargo de la ronda, así los fondos reservados os servirán para algo útil, ya que con las ideas de este pimpollo dudo mucho de que los uséis para pagar información.

– Espera un momento, Ángel, vuelve a sentarte. Y tú -añadió dirigiéndose a Rojas- tal vez debieras escuchar al inspector Caballero. Si lo que tiene para ti es bueno tal vez no fuera tan grave acceder a sus deseos. Tú mismo sabes mejor que nadie que el asunto ese del Baroja…

– Borja -le corrigió Ángel Caballero mientras, con cara de satisfacción, volvía a sentarse.

– Baroja, Borja, ¿a quién carajo le importa?, a lo que íbamos, tú sabes mejor que yo, Manolo, que el asunto del Borja no tiene la menor importancia. Sé que tienes razón, que Ángel debiera darnos voluntariamente su información, pero vivimos en una época difícil en la que hasta los mismos policías nos cobramos los favores.

– De acuerdo -contestó resignado-, ¿qué es lo que tienes?

– ¿Soltarás a Andrés Borja?

– Antes quiero saber qué es lo que tienes.

– Lo siento -contestó Caballero-, ése no es el trato. Tú te comprometes a soltar al gitano y yo te daré la información que poseo.

Antes de hablar Rojas miró a Ansúrez, como pidiendo instrucciones, y tan sólo cuando éste asintió con un leve cabeceo dio su conformidad.

– De acuerdo, tú ganas. En cuanto regrese a jefatura daré las órdenes oportunas. Ahora dime qué es lo que tienes para mí.

– No es mucho lo que tengo, lo admito, pero puede servirte para abrir una nueva línea de investigación. Irene Vidal no era trigo limpio, creo que ya sabes eso, pero siempre supo cubrirse las espaldas. Tan sólo una vez estuvo a punto de acabar implicada en problemas serios, cuando vivía en Madrid.

– ¿Qué tipo de problemas? -preguntó Rojas.

– No estoy muy seguro pero tal vez aquí puedas encontrar algo -volvió a hablar el inspector Caballero mientras de un bolsillo de su camisa sacaba una tarjeta y se la entregaba a Rojas.

Se trataba de una tarjeta normal, como las de visita, que tenía incrustada en relieve, con tonos dorados, el dibujo de un sol naciente. Las letras que se habían impreso debajo del dibujo explicaban que se trataba de un club dedicado a las artes marciales. Había también una dirección, correspondiente a un populoso barrio de Madrid.

– ¿Qué significa esto? -preguntó Rojas cuando tuvo en sus manos la tarjeta.

– Eso tendrás que averiguarlo tú. Tal vez no consigas sacar nada en claro, pero al menos ahora cuentas con algo más que investigar.

– ¿Y crees que con lo que me has entregado cumples tu parte del pacto?

– Yo no te he dicho que te iba a entregar al asesino atado de pies y manos. Te he prometido información y he cumplido. Lo que hagas con ella no es de mi incumbencia. Espero que mantengas tu palabra y sueltes a Andrés Borja -dijo levantándose nuevamente de su silla. Cuando había dado unos pasos se volvió hacia donde estaban Rojas y Ansúrez y volvió a hablar.

– Será mejor que le pegues un tiro en el culo a tu protegido, Ansúrez. Posiblemente sea la única manera de que consigas espabilarlo -dijo antes de desaparecer definitivamente.

– Hijo de puta -masculló Rojas.

– Lo es -asintió Ansúrez-, un hijo de puta listo y peligroso.

– ¿Se puede saber por qué cojones le has apoyado?

– Cálmate, Manolo, y no me hables en ese tono, que sigo siendo tu jefe.

– Lo siento, perdona, pero no entiendo nada. Se supone que éramos nosotros quienes le teníamos agarrado por los cojones y ahora, en cambio, es él quien impone sus condiciones y tú asientes como un corderito.

– La vida da muchas vueltas, Manolo, y no entiendo que te pille de sorpresa. Hace unos días hubiera bebido en nuestra mano pero las cosas han cambiado. Los últimos nombramientos en el ministerio han jugado a favor suyo. Los nuevos mandamases le protegen y ante eso nosotros no podemos hacer nada, tan sólo seguirle el juego.

– Entonces, ¿qué hago?

– Me parece que está claro. Tendrás que ir a Madrid e investigar qué se esconde tras esa tarjeta. Creo que hacia la medianoche sale un autobús así que si te das prisa en hacer la maleta mañana de madrugada puedes estar allí. Por el alojamiento no te preocupes ya que siempre llevo encima las llaves de mi apartamento madrileño, cógelas. No encontrarás nada en la nevera pero tendrás un sitio para dormir y ducharte. En cuanto te hayas aseado ponte en contacto con Enrique Ponce, un amigo destinado en la Secretaría de Estado de Seguridad, y él te proporcionará la ayuda logística que necesites. Así que ya sabes, desaparece de mi vista, que los dos tenemos cosas que hacer.

El lunes siguiente, después de utilizar generosamente la bañera que había instalado el comisario Ansúrez en su piso de Madrid, Manuel Rojas llamó a la Secretaría de Estado y a través del comisario Ponce, que ya estaba al tanto de todo, consiguió un vehículo camuflado y un acompañante, el inspector Alberto Mendoza, que haría de cicerone mientras duraran sus correrías por la villa y corte. Como primera medida indagaron si constaba en los archivos alguna nota o detalle sobre el club de artes marciales al que pertenecía la tarjeta pero la búsqueda fue infructuosa. Si escondían algo lo habían hecho muy bien ya que nada había trascendido públicamente.

Viendo que habían perdido toda la mañana en su inmersión, como auténticas ratas de biblioteca, en los archivos generales, decidieron comer en una cafetería cercana a la Puerta del Sol ya que el club no se hallaba muy lejos, junto a un cine dedicado a la exhibición de películas pornográficas, y tenían intención de visitarlo. Rojas puso al corriente de todo lo sucedido a su colega capitalino. De mutuo acuerdo decidieron que el inspector Mendoza, más conocedor del terreno, llevaría la voz cantante y que Rojas tan sólo intervendría cuando lo considerase estrictamente necesario.

Una chica de rubia cabellera, cuyas negras raíces delataban un claro teñido, y que constantemente se miraba con palpable satisfacción unas uñas rojas a las que se les había difuminado la mitad del esmalte, les atendió solícita desde detrás de un pequeño mostrador que hacía las veces de recepción. Aunque no se le entendía mucho, debido al chicle que mascaba continuamente, consiguieron que avisara al propietario del club. Los dos policías no pudieron evitar, en el transcurso de dicha operación, observar con ojos golosos el contoneo trasero de la joven, mientras se dirigía al interior del local para dar el recado a su jefe.

Poco tiempo después un hombre moreno y de baja estatura, enfundado en un quimono adornado con un cinturón negro y de cuya frente manaban abundantes gotas de sudor apareció por el vestíbulo del club. Mientras la falsa rubia volvía a sentarse detrás del mostrador el karateka se apoyó displicentemente sobre el mismo, sin invitar a los inspectores a pasar a algún reservado u oficina, señal inequívoca de que deseaba terminar cuanto antes.

– Ustedes disculpen, pero dentro de dos semanas son los campeonatos de España y estamos entrenando fuerte, no tenemos mucho tiempo que perder. Me ha dicho la señorita Susana que son ustedes policías y que querían verme.

– Así es -respondió el inspector Mendoza mientras mostraba su acreditación como funcionario, gesto remedado por Rojas-. Antes que nada, ¿le suena el nombre de Irene Vidal?

– No, para nada, ¿por qué tendría que conocerla?

El profesor de artes marciales no se había inmutado para nada al escuchar ese nombre. O era muy buen actor y poseía unos nervios totalmente templados o era cierto que no conocía a la mujer asesinada.

– A mí tampoco me suena de nada -dijo espontáneamente la recepcionista, sin esperar a que nadie le preguntara nada.

– Tal vez si miran ahí -insinuó el inspector Mendoza, señalando con su índice un ordenador personal que reposaba sobre la mesa que había detrás del mostrador.

– Ahora mismo, jefe -respondió la rubia encantada, al parecer, de colaborar con la policía. Luego, con expresión desolada, no tuvo más remedio que confesar que allí no aparecía nadie con ese nombre-. Es que hace tan sólo dos años que hemos comprado este cacharro y anteriormente usábamos un fichero manual que no llevábamos muy al día. Además, sólo conservábamos las fichas de los clientes del momento o de quienes nos debían dinero.

Rojas sacó del interior de su chamarra una fotografía, que enseñó a sus dos interlocutores.

– ¿La reconocen?

– No me es del todo desconocida, pero no soy capaz de decirles por qué -respondió interesado el karateka.

– Déjenme ver -dijo ansiosa la rubia Susana-, sí, sí, creo que lo tengo, ¿no la has reconocido, Eusebio? -añadió dirigiéndose con confianza a su jefe-, tiene que ser ella, está claro.

– Pero bueno, ¿se puede saber de quién hablas? -preguntó Eusebio. Parecía que los dos se habían olvidado de sus visitantes.

– Pues de quién voy a hablar, a veces pareces tonto, hijo, aunque la verdad es que vino pocas veces por aquí, ¿sigues sin reconocerla?, pues está claro, ésta es la amiga de la novia del Músico, ¿te acuerdas del Músico, no?

– Como para no acordarme de ese cabrón -exclamó el karateka-, por poco nos la lía parda, menos mal que nos libramos de él a tiempo.

– Disculpen la interrupción -comentó irónico el inspector Mendoza-, pero nos gustaría conocer la historia de ese músico, su novia y su amiga. No sé si lo he comentado antes pero se trata de una investigación oficial.

– Un asesinato, seguro -dijo la rubia, ilusionada ante la perspectiva.

– Lamento decirle que no -mintió sin rubor Mendoza-, pero aun así necesitamos su colaboración. ¿Les importaría decirnos todo lo que saben de esta mujer?

– La verdad es que es muy poco lo que podemos decirle -contestó Eusebio, adelantándose a su empleada-. Susi tiene razón, la mujer de la fotografía vino algunas veces por aquí pero no era una asidua, solía hacerlo para acompañar a la novia del Músico. Ése sí que era una buena pieza. Trabajaba aquí con nosotros, como profesor de judo. Tenía cualidades pero le gustaba mucho la vida golfa así que no se cuidaba y aunque era cinturón negro no consiguió destacar en el deporte, pero valía como profesor. Tenía labia y se llevaba a los alumnos de calle. Ése fue el problema.

– ¿Qué ocurrió? -volvió a preguntar Mendoza.

– Que nos enteramos de que pensaba traicionarnos y montar, por su cuenta, otro gimnasio. No es que me parezca mal, todo el mundo es libre de montar su propio negocio, ésa es la esencia de la libre empresa, yo mismo, antes de ser dueño de este club trabajé para otro, pero éllo quería hacer de un modo rastrero y aprovechado, llevándose consigo toda la información que había en el club e incluso llevándose con él los clientes. Menos mal que me di cuenta a tiempo, le perdió su vanidad y su exceso de seguridad. Estaba tan convencido de que era irresistible que intentó ligarse a Susi, prometiéndole que iría con él al nuevo club con un excelente sueldo a cambio de sus favores.

– Como si yo fuera a abandonar a mi chiquitín así como así -dijo la aludida mirando con ojos tiernos al sudoroso karateka-. La verdad es que labia no le faltaba pero yo estoy muy enamorada de mi hombretón como para irme con otro. Además, no me fiaba de esa lagarta que siempre iba con él, y mi intuición no me falló, ya sabes en qué lío se metieron después.

– Sí, tuvimos suerte de que no siguiera trabajando con nosotros -asintió Eusebio con ademanes de convencimiento.

– ¿A qué se refieren con eso? -preguntó nuevamente el inspector Mendoza.

– Bueno, la verdad es que en principio se lo montaron a lo grande, a todo tren, incluso constituyeron una cooperativa, para conseguir subvenciones oficiales y dar más apariencia de respetabilidad a su negocio, pero al poco tiempo de ponerse en marcha estalló un escándalo y tuvieron que cerrar. La historia no está muy clara pero parece ser que hubo por medio orgías sexuales con los alumnos e incitación a la prostitución y consumo de drogas. En ningún momento pisó la cárcel, así que supongo que todo se arregló bajo cuerda, pero tuvo que cerrar el invento, de eso sí que estoy seguro.

– ¿Podrían proporcionarnos algún dato de ese músico y de su novia, nombres y direcciones, por ejemplo? -preguntó el inspector Mendoza.

– Desgraciadamente no conservamos ningún dato de aquella época así que no le puedo proporcionar los datos que me pide. Lo único que sí recuerdo es el nombre del Músico, le llamábamos así no porque lo fuera profesionalmente sino porque su nombre era Juan Sebastián, como el compositor. Desgraciadamente no recuerdo cómo se apellidaba, Martínez o Fernández, algo así, pero no sé a ciencia cierta cuál era su apellido -contestó Eusebio.

– ¿Y usted? ¿Recuerda algo más? -le dijo Mendoza a Susi al ver cómo ésta entrecerraba sus ojos en un evidente y espectacular esfuerzo por demostrar que se había concentrado en la pregunta.

– No recuerdo gran cosa pero quizá pueda ayudarles -dijo al fin sonriendo como si estuviera rodando un anuncio de pasta dentífrica-. Como les ha contado Eusebio, el Músico intentó ligar conmigo e incluso me presentó un futuro lleno de placeres y riquezas, sí, sí, menudo futuro me hubiera esperado junto a él, pero bueno, el caso es que insistió e insistió, en el fondo era halagador, y por si cambiaba de opinión me dio una tarjeta del gimnasio que había creado, para que pudiera ponerme en contacto con él. Lo malo es que ha pasado mucho tiempo de aquello pero como acostumbro a no tirar casi nada de ese tipo, postales, cartas, tarjetas, etcétera, quizá lo tenga por algún sitio.

Uniendo la acción a la palabra la enamorada del karateka abrió uno de los cajones inferiores de su mesa y estuvo durante un buen rato revolviendo en su interior, sacando del mismo objetos de los más peregrinos y sin relación ninguna con el trabajo administrativo o las artes marciales hasta que de repente se volvió hacia donde estaban Eusebio y los policías y con la cara radiante expelió un grito triunfal.

– Lo he encontrado, lo he encontrado.

El objeto de su alegría era una tarjeta raída en una de sus esquinas y amarillenta por el paso del tiempo en el que podía leerse un nombre, Gimnasio del Nuevo Sol Naciente, S. Coop., así como un número de teléfono y una dirección correspondiente a una calle de Vallecas. Desde la misma recepción del club llamaron al teléfono que aparecía en la tarjeta pero una voz ronca y hostil les dijo que eso era una carnicería y que dejaran de molestar, colgando acto seguido sin despedirse. Los dos policías, con la anuencia de la recepcionista, se hicieron cargo de la tarjeta y comprobando que no iban a conseguir nada más de su visita se despidieron de sus interlocutores. Estaba claro que ignoraban cualquier cosa acerca del asesinato de Irene Vidal y que la tarjeta era una especie de mensaje críptico difícil de descubrir para quien no tuviera los medios suficientes, pero fácil de descifrar para quien, como un detective o un policía, dispusiera del tiempo y los medios suficientes. Y aunque aún no habían desenredado la madeja, el hecho de que se hubiera reconocido a la mujer de la fotografía era un dato alentador. No sabían hasta dónde podría llevarles finalmente, pero por lo menos se había abierto una línea de investigación.

Sin grandes esperanzas se subieron al coche del inspector Mendoza y se dirigieron a Vallecas, a la dirección que constaba en la tarjeta. Cuando llegaron allí no había vestigios de la existencia de ningún gimnasio. El inmueble no tenía portero pero indagando entre la vecindad descubrieron que efectivamente, hace ya varios años hubo un gimnasio, aunque no funcionó mucho, la verdad es que entre la gente del barrio no tuvo mucho éxito, casi siempre venía gente de fuera, con aspecto fino, ¿me entienden?, se les veía poco acostumbrados a trabajar, vamos, a trabajar con sus manos quiero decir, señoritos y gente así, y tías buenas, muy buenas, que no creo que vinieran a hacer kárate precisamente, no sé si me explico, aunque claro, al final todo se sabe y esas tías en realidad se dedicaban a otro tipo de deporte, si lo hubiera sabido a tiempo les hubiera echado un tiento, aunque me temo que con lo que cobro yo al mes no tendría ni para un casto beso en la mejilla, los pobres ya se sabe, un revolcón que otro con la mujer, que más parece un castigo que otra cosa y cuando se ahorran tres perras a por una de esas drogatas que por cuatro chavos te lo hacen, desesperadas que están para poder picarse, en fin, los pobres además de estar jodidos no podemos joder, así es la vida.

Por más que hablaron con la vecindad todas las respuestas eran del mismo jaez, todos les confirmaban que había habido un gimnasio y que había desaparecido envuelto en una nube de escándalo pero nadie supo darles razón del auténtico motivo ni de la nueva dirección, los propietarios del club nunca se habían preocupado de recoger la posible correspondencia que suele seguir llegando, durante un tiempo, a todo domicilio desalojado ni habían dejado recado de dónde podía serles enviada.

Como estaba oscureciendo y aún le quedaban gestiones por hacer Rojas llamó a Bilbao para comunicar a Ansúrez que por un día más abusaría de su apartamento y pedirle que gestionara ante el departamento de habilitación la concesión de dietas por estancia en la capital. Tras haber escuchado al otro lado del teléfono una serie de exabruptos del tono pero qué te crees tú que es la vida, qué morro le echáis los jóvenes de ahora y en mis tiempos nosotros corríamos con los gastos se despidió del comisario con la tranquilidad de quien sabía que su petición no había caído en saco roto y aceptó el ofrecimiento del inspector Mendoza de conocer un poco la movida nocturna madrileña.

Le despertó una llamada telefónica efectuada por Mendoza a las ocho de la mañana, conminándole a espabilarse y recordándole que tenían una tarea pendiente. Con la boca pastosa y un ligero dolor de cabeza se acordó de que el frigorífico estaba vacío así que después de ducharse, afeitarse y vestirse bajó hasta un bar cercano para desayunar. Junto a un deslavado café y un grasiento pincho de tortilla se tomó un par de aspirinas y se encaminó a la comisaría en la que le esperaba su provisional compañero de fatigas.

Rojas no se explicaba cómo podía estar tan risueño y entero su colega madrileño, tal vez estuviera acostumbrado a ese ritmo de vida o tal vez no hubiera bebido la misma cantidad de alcohol que él, limitándose a observar displicentemente cómo su compañero de provincias hacía el idiota, el caso es que empezó a sentir un gran resquemor y un ineludible deseo de acabar cuanto antes.

Se dirigieron en un vehículo oficial de la policía a la calle Pío Baroja, donde tenía su sede el Registro de Cooperativas. Si, como parecía, el gimnasio del Músico había funcionado como cooperativa, tal vez en el Registro pudieran informarles sobre el asunto. Eso y muchas más cosas le contó Mendoza en el corto espacio de tiempo que duró el trayecto, para desgracia de Rojas que no se sentía muy comunicativo ni con ganas de conversación.

En el Registro pudieron mirar los libros y comprobaron cómo, en efecto, había sido inscrita una sociedad que llevaba el nombre de Gimnasio del Nuevo Sol Naciente, S. Coop., si bien desde el momento de su inscripción no había tenido ninguna actividad registral.

– ¿Qué significa eso? -preguntó el inspector Mendoza al funcionario que les estaba atendiendo.

– Que no nos han comunicado ninguna de las vicisitudes de la propia sociedad susceptibles de ser inscritas en el Registro.

– ¿Eso quiere decir que han podido cambiar de domicilio social sin que ustedes se hayan enterado?

– Así es -contestó de nuevo el funcionario-. En principio, cuando una cooperativa cambia su domicilio social, o modifica sus estatutos, o si cambia su órgano de administración tienen que comunicárnoslo para que lo inscribamos y así esos datos sean públicos. Normalmente lo hacen porque les interesa, para que quien va a contratar con ellos pueda tener la garantía de que su interlocutor es, como les ha asegurado, el Presidente o el gerente de la entidad, por ejemplo, pero si no se preocupan de comunicarnos esas variaciones, no aparecen recogidas en el libro registral.

Tras oír esas explicaciones los dos inspectores examinaron minuciosamente el expediente. No aparecía allí ningún cambio de domicilio, tampoco aparecía la disolución de la sociedad aunque eso podía explicarse perfectamente con lo que acababan de escuchar de boca del funcionario. Sin embargo, había algo que sí podía serles terriblemente útil. La relación de socios fundadores: allí estaban los cinco primeros socios, con sus nombres, apellidos, e incluso con su número de Documento Nacional de Identidad: Rogelio de Agustín Valencia, Carlos Fuentes Ligero y, sobre todo, María Luisa Prieto Gómez, Juan Sebastián López López e Irene Vidal Rueda.

La conexión entre el asesinato de Irene Vidal y el robo de los cien millones que investigaba el padre Vázquez y sobre la que habían estado especulando se hacía más evidente por momentos aunque aún no adivinaba cuál podía ser el nexo de unión entre ambos casos. En cuanto a Juan Sebastián López López, el Músico, una llamada telefónica a Bilbao le proporcionó el dato que le faltaba. El Músico era el proxeneta conocido en la capital vizcaína como el Sebas, el encargado del Club Neskatüak en el que había trabajado María Luisa Prieto Gómez, la compañera del ladrón de los cien millones, el padre Gajate. Por otra parte, visitaron de nuevo a Eusebio y Susi y después de enseñarles la fotocopia del carné de identidad perteneciente a María Luisa Prieto que habían requisado del expediente de la cooperativa, la reconocieron como la novia del Músico y amiga de la asesinada Irene Vidal.

A pesar de los requerimientos del inspector Mendoza para que se quedara esa noche y disfrutara nuevamente del ambiente nocturno Rojas decidió volver lo más pronto posible a Bilbao. Como no había a esas horas conexión aérea cogió nuevamente un autobús y a última hora de la noche apareció en la ciudad. Pese a que ya había anochecido decidió llamar al comisario Ansúrez y explicarle lo que había averiguado para planificar entre ambos los pasos siguientes.

– Así que el Sebas vuelve a entrar en escena -comentó pensativo el comisario tras escuchar las explicaciones de su subordinado.

– ¿A qué te refieres? -preguntó el inspector.

– Además de lo que tú ya conoces sobre su posible amistad con Irene Vidal y María Luisa Prieto, hace unos días tuvimos que hablar con él por su implicación, es cierto que indirecta, en la desaparición de una joven llamada Amaia Marquínez.

– Lo siento, no conozco el caso.

– No tienes por qué, pertenecía en principio a la Ertzaintza y nosotros tan sólo hemos actuado residualmente, pero no deja de ser curiosa esa presencia del Sebas en todos los asuntos que últimamente huelen a podrido en esta ciudad. Quizá tengamos que hacerle alguna visita pero esta vez la haremos sobre seguro, para que no se nos escabulla como en la última ocasión.

Tuvieron que esperar varios días ya que ningún juez quiso proporcionarles una orden de detención o de registro contra Juan Sebastián López López, alias el Sebas, alias el Músico, ya que no contaban a su favor más que con meras hipótesis, lógicas tal vez, pero insuficientes para que los magistrados se decidieran a restringir los derechos del señor López López en cuanto ciudadano. Por fin, después de varios días de espera entró de guardia el magistrado Carlos Arana y éste sí, más porque tenía confianza en el comisario Ansúrez que por propio convencimiento, accedió a firmar las órdenes necesarias.

Sin embargo, cuando Ansúrez y Rojas, acompañados por el secretario del juzgado, se personaron en el local que regentaba el Sebas, éste ya había volado. Lo único que pudo hacerse al respecto fue extender inmediatamente una nueva orden de busca y captura.

Capítulo treinta y dos

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida. Dime, hermana, cuáles son tus cuitas, de qué deseas liberarte.

Esa vez el sacerdote que se encontraba oculto tras la reja del confesionario no se sobresaltó al oír la hermosa voz ni oler el perfume que manaba de la joven penitente, ya que el padre Vázquez no conocía esos atributos de María Luisa Prieto. Para él era una confesión más, como las que a menudo tenía que padecer en cumplimiento de su sacramento sacerdotal.

– He tenido relaciones sexuales con un hombre sin estar casada.

¡Ya empezamos!, suspiró el padre Vázquez. Aunque cada vez se le daba menos importancia a ese asunto todavía había feligresas que acudían donde el cura, no se sabe bien si a pedir perdón arrepentidas o a obtener un atento oyente con el que poder explayarse. Además, a esas alturas, ¿qué les iba a decir? ¿Que no lo hicieran más? Francamente, cada vez le desagradaban más esas tonterias, sobre todo en esos últimos tiempos en los que su mente estaba ocupada en problemas mucho más graves.

– Bueno, hija mía, debes intentar controlarte -habló mecánicamente-, es comprensible que siendo joven sientas ese tipo de necesidades pero procura evitarlas ofreciendo a Dios tu sacrificio y, de todos modos, si no lo consigues tampoco te atribules en exceso, recuerda que el Señor nos quiere y nos perdona todo.

– Gracias padre, pero ésa no es la única carga que llevo sobre mi conciencia. También he conducido a un buen hombre por el mal camino.

– Eso es más grave, hija, una cosa es que libremente tomemos nuestras propias decisiones y otra muy diferente que perjudiquemos con ellas a terceras personas. ¿Se puede aún reparar el mal causado?

– Lo siento, padre, pero me temo que no. He desviado a ese buen hombre de su vocación y compromiso y por mucho que yo lo intente no creo que desande el camino andado.

– Eso es aún más grave pero si estás arrepentida y procuras, en lo que buenamente puedas, arreglar la situación el Señor te perdonará, no lo dudes ni un momento.

– Es que eso no es todo -continuó la feligresa-. Ese buen hombre al que he conducido por caminos de perdición es, o era, sacerdote, un buen sacerdote, y no sólo me he acostado con él sino que le he incitado a abandonar su sacerdocio y a algo peor. Le he convertido en un ladrón. Por mi culpa ha robado cien millones de pesetas que pertenecían a su congregación religiosa.

Si Emilio Vázquez hubiera lucido una hermosa cabellera los pelos se le hubieran puesto como escarpias al escuchar lo que la joven que tenía enfrente, separados tan sólo por una frágil rejilla, le estaba contando. No hacía falta ser un gran detective para comprender que la mujer que estaba hablando con él era María Luisa Prieto Gómez, la mujer conocida en ciertos ambientes como Verónica y cuya pista llevaba siguiendo bastantes días. Con un hilo de voz intentó confirmar el dato.

– Supongo, por lo que me estás diciendo, que eres María Luisa Prieto.

– Lo siento, padre, pero mi identidad no es objeto de confesión, que supongo protegida por el secreto sacerdotal.

– Así es -contestó entre dientes el padre Vázquez.

– Gracias, confiaba en ello. Como le he dicho un joven sacerdote, por mi culpa, se ha entregado a los placeres del sexo, se ha convertido en ladrón y ha abandonado sus votos. Me imagino que todo eso me convierte en una gran pecadora.

– Algo así -contestó el sacerdote visiblemente molesto.

– Además, y para que la confesión sea completa, porque de otro modo tengo entendido que no vale, debo añadir que todo eso lo conseguí con engaños.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Vázquez con evidente interés.

– A que le mentí para poder conseguir mis propósitos. Nunca me interesaron ni él ni sus problemas pero había llegado a mis oídos la noticia de que el colegio al que pertenece iba a recibir una sustanciosa donación y que él era el encargado de finanzas de la congregación así que pensé que si le camelaba conseguiría quedarme con el dinero.

– ¿Qué tipo de mentiras le contó? -volvió a preguntar el padre Vázquez sin saber distinguir él mismo si hacía esas preguntas como sacerdote o como detective, seguramente mitad y mitad.

– Le hablé acerca de un compañero suyo de sacerdocio que en una época anterior había sido un policía de fama dudosa y dije que estaba implicado en la muerte de una inexistente hermana que nunca tuve y en la de dos personas muy unidas a él. La verdad es que el pobre picó como un pardillo, se le veía predispuesto a creerse todo lo que le contara sobre ese indeseado colega. Además, aunque esté mal que yo lo diga, soy una mujer atractiva y no me costó mucho convencerle de que él me gustaba y de que haríamos una buena pareja. Se resistió un poco, se ve que la educación religiosa pesa lo suyo, pero al final me lo llevé a la cama. El resto se lo puede usted imaginar.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? -inquirió de su interlocutora el padre Vázquez-. ¿Tanta seguridad le proporciona el secreto de confesión?

– Para serle sincera sí, me he enterado de cómo funciona y sé que sería una falta gravísima romperlo, pero ése no es el motivo primordial. Como usted comprenderá sería una ingenua si me pusiera en sus manos tan fácilmente, he tomado mis precauciones y usted es lo suficientemente listo como para darse cuenta. Sin embargo, no es ésa la razón primordial de mi confesión. La auténtica razón es, sencillamente, que he venido a confesarme como cualquier católico para pedir el perdón por mis pecados.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no me estás mintiendo también a mí? Y en el caso de que seas sincera, ya sabes que para obtener ese perdón tienes que cumplir varios requisitos…

– He venido por mi propia voluntad -dijo María Luisa interrumpiéndole-, supongo que eso significará algo para usted. De todos modos no hay manera de convencerle de mi sinceridad o, mejor dicho, sí que la hay, pero deberá esperar. Acaba de preguntarme si sé qué necesito para obtener su perdón. Sí, lo sé, supongo que se refiere al dolor por los pecados y al propósito de la enmienda.

– Así es.

– En ese caso cumplo los requisitos. Estoy sinceramente arrepentida de lo que he hecho.

– ¿Y el propósito de la enmienda?

– También estoy en ello, aunque no es fácil. Me temo que me va a ser muy difícil conseguir que el padre Gajate vuelva a su estado anterior pero procuraré hacer lo que pueda.

– Queda la cuestión del dinero.

– Lo sé, lo sé, y tengo intención de devolverlo, pero todavía no estoy preparada. Lo haré dentro de unos pocos días, antes quiero aclarar una serie de cosas. Supongo que usted comprenderá que aunque esté sinceramente arrepentida, para la justicia seguiré siendo una delincuente, necesito hablar con un abogado para preparar del mejor modo mi defensa. Pero ese asunto no debe preocuparle, padre, porque tengo el propósito de devolverle a usted, en persona, los cien millones. Dentro de unos días le llamaré por teléfono y le daré las instrucciones precisas para que los recoja. Ahora, padre, tengo que irme, y no se moleste en darme la absolución, ya me la dará cuando le haya devuelto el dinero. Ah, otra cosa, tampoco se moleste en seguirme. Todavía no he conseguido su absolución así que sigo siendo una pecadora y obraría como tal. Seguro que me ha entendido, no quisiera cargar nuevos pecados sobre mi conciencia.

El padre Vázquez la vio alejarse desde la penumbra de su confesionario. Durante unos segundos sostuvo una fuerte lucha interna entre su instinto policial y su condición sacerdotal pero finalmente optó por no levantarse y quedarse allí, sentado, rumiando su impotencia y mordiéndose nerviosamente el labio inferior hasta que un pegajoso sabor a sangre le devolvió a la realidad.

Capítulo treinta y tres

Mi llegada al País Vasco coincidió con una oleada de atentados a gran escala que nos obligó a todos los que estábamos metidos en los grupos antiterroristas a emplearnos a fondo. Uno de mis primeros trabajos fue el interrogatorio de una chica joven de la que se sospechaba que era colaboradora de los terroristas. Habíamos recibido un soplo sobre un próximo atentado y pensábamos que la detenida podría proporcionarnos la información necesaria para evitarlo.

La muchacha era menuda y rubita, me recordaba en cierto modo a Marisa y a otras mujeres que habían pasado por mi vida, y emanaba un aire de fragilidad que nos inducía a pensar que el trabajo iba a ser pan comido; sin embargo, pronto comprobamos que estábamos totalmente equivocados. De sus labios no salía ninguna información que nos sirviera gran cosa, estaban completamente sellados. Pronto comprendimos que voluntariamente no nos diría nada.

Se trataba de evitar un atentado así que decidí echar toda la carne en el asador. Me encerré con ella en un cuartucho y le di un breve repaso. Ninguna parte de su cuerpo quedó indemne y rematé la faena violándola con la pistola reglamentaria, pero conseguí lo que quería, nombres, lugares y situaciones.

Dos días después la muchacha apareció ahorcada en su celda, se había suicidado al no poder superar las vejaciones que había sufrido. Posteriormente averiguamos que no tenía ninguna relación con ETA, tan sólo podía acusársele de amistad con algún que otro simpatizante de las organizaciones próximas al grupo terrorista. Fue un golpe, pero no fue el peor, ya que simultáneamente a esa noticia otra de signo diferente nos azotó en la cara. Tres compañeros nuestros fueron ametrallados y muertos en el acto por los componentes del comando que intentábamos descubrir interrogando a la joven. Eran tres hombres con los que había convivido, tres hombres con los que había tomado copas y hablado de política y mujeres. En mi pecho surgió un fuerte resentimiento aunque aún no sabía contra quién dirigirlo. Suponía que los familiares y amigos de la joven a la que había torturado sentirían lo mismo por mí pero intentaba engañarme diciéndome que no era la misma cosa, lo que ellos hacían lo hacían por maldad mientras que lo que yo hacía lo impulsaba el patriotismo pero, en realidad, ¿en qué consistía mi patriotismo? De vez en cuando se me aparecían los fantasmas de Clara y Marisa, de Julián, incluso de Fernandito y el tío Serafín, y el único modo de escaparme de ellos era concentrarme más y más en el trabajo, olvidándome del resto de las cosas, olvidándome de vivir.

Aparentemente no todo eran malas noticias. Tan sólo tres días después de que mis compañeros cayeran acribillados en un atentado efectivos de la Guardia Civil detuvieron a los cuatro componentes del comando asesino, en lo que la prensa calificó de brillante servicio del benemérito cuerpo. Esa noticia debiera habernos alegrado pero causó el efecto contrario. Era mucha casualidad que justo al cabo de pocos días del atentado se detuviera al comando etarra, un comando del que aparentemente no se sabía nada, tan sólo extrañas afirmaciones de que se estaba preparando un atentado y de que una joven rubia y menudita conocía algo sobre el asunto. Casualmente habían sido miembros de la Guardia Civil quienes, desinteresadamente y con afán colaborador, nos habían pasado el soplo de las extrañas y peligrosas vinculaciones de la joven con los terroristas.

Algunos de los inspectores a mi mando se negaban a ser mal pensados, no podían creer que desde otro cuerpo policial se estuviera jugando con nosotros pero mi opinión era muy diferente. Si yo mismo, cuando me había convenido, había actuado de ese modo, ¿por qué no lo iban a hacer los demás? Fui indagando y conseguí averiguar ciertas cosas que nos pusieron los pelos de punta, como que algunos compañeros nuestros habían servido de cebo para la caza y captura de terroristas. Uno de esoscasos fue el de nuestros colegas asesinados. Nosotros pusimos los muertos y otros se llevaron los honores. Desgraciadamente, nos dijeron cuando pedimos explicaciones, no se pudo evitar sus muertes pero en compensación hicieron bonitos discursos en sus funerales. En cuanto a mí no convenía que diera muchas vueltas al tema porque a algún periodista amigo se le podía ocurrir dar publicidad al caso de la joven suicidada así que no me quedó más remedio que agachar la cabeza y dejar las cosas como estaban.

Tal vez mi rencor se hubiera disipado con el tiempo, al fin y al cabo yo mismo reconocía que había hecho cosas peores, si al fondo de todo no vislumbrara la mano de un antiguo conocido. Había intentado evitarlo desde que fui enviado a Bilbao pero sabía que antes o después me toparía con él. La ocasión llegó con motivo de la festividad del Santo Ángel Custodio, patrono de la policía. No pude evitar, por más que quise, asistir a la recepción que por parte de la Guardia Civil se ofrecía a los cargos del Cuerpo Nacional de la Policía. Y allí me encontré, cuarenta años después, con Antonio Garrido, que había hecho la carrera militar y ahora, con el grado de coronel del ejército, acababa de ser destinado a Bilbao como jefe de la Guardia Civil.

Todavía no me explico por qué, se empeñó en que nos perdiéramos de la vista del resto de los asistentes y nos reuniéramos en su despacho. Allí, junto a una bandera preconstitucional y un gran retrato de Franco a cuyo lado, la fotografía del Rey, más pequeña, aparecía como en un segundo plano, me escudriñó con ojos inquietos y nerviosos, sin saber a ciencia cierta qué actitud tomar. Mientras tomaba aliento para dirigirme la palabra escudriñé a gusto su oficina. Era austera totalmente, tan sólo papeles y más papeles podían verse encima de la mesa, adornada por dos únicas fotografías, una en la que se le veía con el unforme de gala junto a una mujer vestida de novia y otra en la que se les veía a los dos con el comisario Ansúrez en una recepción que les había concedido el mismísimo general Franco.

– Han pasado muchos años -dijo al fin, rompiendo el hielo.

– Sí, muchos -contesté escuetamente, sin querer facilitarle las cosas.

– Veo que estamos aún en la misma lucha contra los enemigos seculares de España.

– ¿De verdad? ¿Estás seguro de eso? Yo hace ya muchos años que dejé de creer en milongas, exactamente desde que me abrieron los ojos las traiciones de quienes creía y consideraba amigos. Hace tiempo que sólo lucho por mí mismo y por unos pocos fantasmas que de vez en cuando vienen a mi cabeza, pero te equivocas si crees que estamos en el mismo bando, tú y yo no tenemos nada en común. Tal vez transitoriamente realicemos funciones parecidas pero nada más.

– Siempre fuiste un pusilánime y un cero a la izquierda, al abrigo de los demás.

– ¿Eso piensas? Pues me alegra saberlo porque tal vez yo fuera un don nadie pero nunca fui un traidor. Ni un asesino -añadí, aunque quizá no debiera haber dicho esto, teniendo en cuenta mi hoja de servicios.

– ¿Seguro? No me hagas reír que han llegado a mis oidos muchas historias acerca de tus asuntos, así que no intentes darme lecciones de moral. Yo, al menos, lo que he hecho, bueno o malo, siempre ha sido con miras más altas, el poder servir a mi patria a través del ejército.

– Ya, y para que tú pudieras llegar a coronel yo debí sufrir la deshonra de la expulsión del colegio y tuve que acabar de policía.

– Observo que te reconcome el rencor. No me extraña, siempre fuiste un envidioso y un resentido.

– Dejémonos de chorradas, nada va a cambiar el odio mutuo que nos tenemos así que sólo quiero decirte una cosa: estoy enterado de la jugarreta que nos hiciste así como de que has mandado seguir a mis hombres y a mí mismo también. Eso tiene que acabarse, ¿entiendes?

– Eres un estúpido, ¿todavía no te has dado cuenta de que aquí tengo yo la sartén por el mango? Haré lo que me salga de los cojones sin que una cucaracha como tú se atreva a decirme lo que debo hacer.

– Veo que te vas a doblar del peso de las medallas -dije cambiando de tercio y señalando las que lucía ostentosamente en el pecho-, ¿cuántos muertos has necesitado para conseguirlas?

– Tengo lo que tú no tendrás nunca, mamarracho, el honor de servir al ejército y la gloria de sus condecoraciones.

Si el coronel Garrido había forzado esta entrevista para sondearme e intimidarme no le estaban saliendo bien las cosas. Tal vez fuera un militar importante acostumbrado a ver temblar a la gente delante suyo, pero yo le llevaba ventaja. Mientras él estaba habituado a andar en ambientes selectos y a que el trabajo sucio se lo hicieran terceras personas yo me había revolcado en la mierda lo suficiente como para impartir lecciones en un máster.

– Veo que estás casado -dije sonriente, mientras señalaba las fotografías-. ¿Tienes hijos?

– No, no los tengo -barbotó.

– Lo suponía -volví a decir sonriendo.

– No hay nada que suponer -gritó irritado el coronel-. Mi mujer tuvo un aborto y a consecuencia de eso no pudimos tener más hijo.

– Vaya, se ve que estaba equivocado, yo pensaba que no tenías hijos por la misma razón que te impidió tener relaciones con una prostituta y te llevó a los brazos, y otras partes del cuerpo, del compañero al que asesinaste.

Tal vez esa fuera la razón de su convocatoria, tal vez el auténtico motivo fuera averiguar hasta qué punto yo estaba al tanto de lo ocurrido con Fernandito. El caso es que enrojeció hasta el punto de que temí -o más bien deseé- que le diera una apoplejía y, como si le hubiera picado una víbora se levantó de su asiento y sacando su arma reglamentaria me puso el cañón en la frente. Mientras sentía el frío contacto del metal contra mi piel, mi antiguo compañero dijo lo que posiblemente había estado deseando decirme todo el rato, el mensaje que yo debía asimilar y acatar.

– ¡Hijo de puta! -chilló-. Como vayas hablando por ahí de ciertas historias completamente falsas te juro que no encontrarás ningún lugar en el mundo capaz de esconderte. Vete de la lengua y te arrancaré con mis propias manos tu mezquino corazón. Así que ya sabes, aléjate de mi vista y de mi camino, y mucho cuidado con lo que dices o sabrás quién es el coronel Garrido.

– Hace tiempo que lo sé -dije aprovechando que Garrido acababa de enfundar nuevamente su arma- pero no te preocupes. Tengo aún menos ganas que tú de que se crucen nuestros caminos.

Cuando salí de su despacho nadie se acercó para decirme que me veía raro pero yo me sentía totalmente descompuesto. Acababa de enfrentarme brutalmente con mi destino y sabía que por mucho que los dos quisiéramos evitarlo antes o después volveríamos a vernos. Lo que había empezado con la injusta delación y posterior asesinato de un sacerdote vasco iba a terminar en la tierra de aquel sacerdote. Ironías del destino o, tal vez, designios del propio Dios.

Los meses siguientes a aquella desagradable entrevista transcurrieron sin nada significativo que mencionar, con el trabajo rutinario de todos los días, peligroso muchas veces y movido siempre pero para quienes llevábamos años metidos en ese negocio claramente rutinarios.

Fue precisamente en un control normal de la policía cuando detuvimos a un ciudadano que llevaba varios meses en busca y captura. Esta vez no había error posible, era un conocido miembro del comando que había efectuado los últimos atentados en la margen izquierda del Nervión y su captura fue uno de nuestros más grandes éxitos. Nada más enterarse de la misma el coronel Garrido quiso apropiarse del detenido y posiblemente lo habría conseguido, ya que entre los asesores del ministro del Interior Garrido era un dios, si no hubiera habido en esos momentos cierto rifirrafe político entre los altos cargos del propio ministerio que, de rebote, me favorecieron.

El etarra detenido no era ningún blando pero fuimos lo suficientemente persuasivos como para obligarle a cantar. Además, y eso era mucho más importante, había sido un auténtico inconsciente que llevaba encima suyo una cantidad de documentación totalmente valiosa para nuestros intereses. Gracias a ello pudimos localizar a otros dos miembros del comando e intervenir sus teléfonos.

La intervención la efectuamos sin la previa autorización judicial. Estábamos convencidos de que, en caso de haberla solicitado, se nos hubiera contestado afirmativamente, tal era el cúmulo de datos concluyentes que poseíamos, pero nos temíamos que si alguien sospechara de la importancia del caso acabarían por quitárnoslo de las manos, sobre todo si tenemos en cuenta que al final los vencedores en el combate por el predominio ministerial habían sido los valedores de mi antiguo compañero de escuela. Fue una buena decisión ya que pudimos trabajar sin agobios ni ansiedades y finalmente, casi un año después, recogimos los frutos. Se avecinaba un atentado que pretendía conmocionar a toda la sociedad y yo era el único que tenía todos los datos en la mano.

Siete días antes de la fecha para la que estaba previsto el atentado me reuní con el teniente Rica, uno de los acólitos de Garrido al que la prensa había implicado en un oscuro asunto de tráfico de drogas. La reunión, a indicaciones mías, fue en un lugar secreto inmunizado contra todo tipo de escuchas ilegales. José Rica acudió vestido de civil, siguiendo mis instrucciones, y una vez que estuvimos los dos perfectamente instalados le conté a grandes rasgos lo que habíamos descubierto, guardándome los datos imprescindibles para poder seguir controlando toda la madeja. Cuando, después de revisar personalmente los documentos y datos que le había permitido ver, el teniente comprobó la veracidad de mis asertaciones, le hice una propuesta.

– Convendría -añadí- que nos reuniéramos con la víctima algunos días antes para prevenirle y, si es posible, contar con su colaboración en la caza de los terroristas. Aún no conozco la identidad del objetivo etarra pero en cuanto la descubra, que será muy pronto si mis informantes no me han engañado, se la comunicaré. Eso sí, debe quedar muy claro que no deseo que nadie más que nosotros dos y el coronel Garrido estén al tanto de la operación y se entrevisten con la víctima.

– ¿A qué viene eso? -preguntó suspicaz el teniente.

– No quiero que haya mucha gente metida en el ajo para que no se desbarate la operación. No es que tenga miedo a las infiltraciones pero el que evita el peligro evita la tentación, o como se diga. Además, hay un tema personal. No sé hasta qué punto goza usted de la intimidad del coronel pero debo confesarle que nuestras relaciones no son muy buenas debido a historias pasadas. He estado reflexionando sobre ello y aunque nunca podré considerarle un buen amigo creo que él tuvo razón la última vez que nos vimos cuando me dijo que estábamos embarcados en la misma nave y que debíamos colaborar. Sería absurdo que teniendo ambos importantes responsabilidades en la lucha contraterrorista por mezquindades personales y lejanos malentendidos perjudicáramos los intereses superiores de la patria.

– ¿Puedo repetir eso a mi coronel? -me preguntó el teniente, un tanto emocionado al oír ese discurso.

– Por supuesto que sí -le dije, indicándole que era el momento de despedirnos, no fuera a salirme con la frasecita de que ése quizá fuera el comienzo de una hermosa amistad.

Unos días después llamé por teléfono a Julio Blanco Rodríguez, un empresario bilbaíno desconocido para el gran público pero cuyos tentáculos abarcaban gran parte de las finanzas no ya vascas sino españolas y europeas engeneral. Sin necesidad de entrar en pormenores le expliqué que estaba en una lista que se había encontrado a un activista de ETA detenido y que aunque no parecía que fuera a sufrir un atentado de modo inminente le rogaba que accediera a tener una entrevista conmigo. Así mismo le pedí que la mantuviera totalmente en secreto.

– Por esta conversación no se inquiete -le dije-, ya que me he preocupado previamente de que no se pueda intervenir, pero le ruego que no se vaya de la lengua, por su bien y por el nuestro.

Esa misma noche, sin darles tiempo para que me prepararan ninguna jugarreta, avisé al teniente Rica y, a través suyo, al coronel Garrido de los términos de nuestra entrevista. Para que todo pareciera natural la posible víctima no debía cambiar en nada sus hábitos. Todos los jueves iba a cenar con su mujer a un conocido restaurante bilbaíno. Era al parecer una costumbre que mantenían desde la época de su noviazgo y que muy pocas veces, por viaje o enfermedades, habían roto. Aunque la mayoría de las veces cenaban solos no era extraño que de vez en cuando se sentaran a su mesa, siempre la misma, algunos amigos a los que previamente habían invitado a compartir con ellos cuchillo y mantel. El teniente Rica estuvo de acuerdo conmigo en que el local era discreto y que, aun en el caso de que otras personas les vieran, nadie tendría por qué extrañarse de la cita. Los invitados serían diferentes pero la situación reproduciría la de cualquier jueves.

La cena solía empezar a las nueve de la noche y a las nueve menos cinco de un poco ostentoso Mercedes salían don Julio Blanco Rodríguez y señora que, mientras el vehículo conducido por su chófer particular se alejaba, entraban como todos los jueves en el local. Muy poco después, a las nueve menos tres minutos, otro vehículo se detenía frente a la puerta del restaurante y de su interior surgieron las figuras del coronel Garrido y del teniente Rica, así como la mujer del primero. Por lo que podía comprobarse el coronel había decidido dar más verosimilitud a la reunión llevando a su propio cónyuge.

Aquella noche todo el mundo fue extremadamente puntual, incluso los terroristas. A las nueve y diez un comando irrumpía en el local y tras conseguir fácilmente que todos los asistentes se paralizaran llenos de pánico, se acercaron a la mesa en la que estaban tranquilamente sentados el industrial y sus contertulios, esperando al último invitado, un comisario de policía llamado Emilio Vázquez, y les ametrallaron brutalmente. No fueron necesarias muchas ráfagas para acabar con las vidas de los cinco comensales, que se desplomaron como muñecos de guiñol a los que se les hubiesen cortado las cuerdas. En el fondo eso es lo que eran, ni más ni menos.

Tan sólo una cosa había cambiado con respecto al plan de los terroristas. Aquella noche, cuando salieron del restaurante, un contingente policial que se encontraba bajo mis órdenes les estaba esperando. Sin perder el tiempo en darles una absurda voz de alto disparamos contra ellos, matándolos a todos en menos tiempo que el que ellos habían utilizado para hacer lo mismo con el empresario y sus invitados. La operación apenas duró unos segundos pero según declaraciones a la televisión de los testigos presenciales, parecía que había sido eterna.

Minutos después el juez de guardia ordenaba el levantamiento de los cadáveres, nueve en total, y yo me dirigí al Gobierno Civil para preparar, junto al gobernador, el borrador de un comunicado así como la posterior rueda de prensa que tendría lugar. A la opinión pública se le informó de que el objetivo del comando terrorista era tan sólo el señor Blanco Rodríguez y que, por una desgraciada casualidad, se encontraban comiendo con aquél dos importantes miembros de la Guardia Civil a los que se les concedió, a título postumo, la medalla al mérito militar. Casualmente, un contingente policial se hallaba en las cercanías del lugar del atentado, dedicado a menesteres muy diferentes, cuando al tener rápida noticia de lo sucedido se desplazó hasta el restaurante llegando tarde para evitar el atentado pero consiguiendo localizar a los terroristas. Por desgracia, en el tiroteo que se produjo al verse descubiertos los asesinos, murieron todos, no quedando vivo ninguno de ellos. La actuación policial se había ajustado en todo momento a la legalidad y así lo corroboraban las primeras diligencias judiciales y forenses.

La versión que recibió el gobernador y que con buen criterio decidió no hacer pública era diferente. El comando asesino había sido detectado hacía tiempo por efectivos de la policía a mi mando pero el coronel Garrido me quitó el caso de las manos alegando que él y sus hombres estaban más capacitados y preparados para culminarlo felizmente. Ciertos documentos que aparecieron en su despacho y que había introducido en unas carpetas preparadas al efecto el teniente Daniel Arroyo, un antiguo hombre de confianza de Garrido postergado tras la ascensión del teniente Rica y que, por dicho motivo, no puso objeción alguna a colaborar conmigo, avalaba esa versión. Mis hombres y yo habíamos sido, según la misma, marginados del caso y tan sólo por un golpe de suerte pudimos llegar, desgraciadamente tarde, a la escena del crimen. Fue ésta la que se impuso entre las altas esferas, aceptándose sin duda alguna, acrecentando de rebote mi prestigio y consolidando el apoyo que tenía por parte de los mandos del Cuerpo Nacional de Policía dedicados a la lucha contra el terrorismo.

La auténtica versión, la que nunca se publicó ni llegó a oídos de los jerarcas del ministerio sólo la conocía yo, porque todo había transcurrido de acuerdo a lo por mí planeado, como homenaje a las enseñanzas que había recibido en su momento del bueno de Julián Sánchez. La verdad es que yo sabía que el atentado estaba previsto para ese día, a esa hora y en ese lugar, y que envié al coronel Garrido y a su teniente al matadero. La muerte de la esposa del coronel no estaba prevista pero, como solía decirme Julián en los buenos tiempos, novato, las cosas son como son y no hay que darle más vueltas o se nos reblandecerá la sesera. Sin embargo, pese a los sabios consejos de mi añorado compañero, la sesera se me reblandecía por momentos.

No se trataba de que cual Pablo de Tarso camino de Damasco en su caballo viera repentinamente la luz, no. Yo llevaba muchos años haciendo un tipo de vida y un trabajo a los que me había acostumbrado y que, en cierto modo, me satisfacían pero era igualmente cierto que de vez en cuando algunas experiencias me hacían rememorar hechos del pasado que me inquietaban, incluyendo la lucha interior entre los dos destinos que me ofrecía mi padre, la milicia y el sacerdocio.

Los dos se habían truncado por la intervención traidora y ruin de Garrido y a causa de ello había encaminado mis pasos hacia la labor policial, con los resultados conocidos. No todo era culpa de Garrido, eso es cierto, hay muchos policías totalmente honrados y muy pocos que hayan seguido mi camino, pero incluso aceptando esa premisa Garrido seguiría estando en mi punto de mira. Quizá si no hubiera conocido gracias a él la maldad y la traición no las habría tomado como mis más constantes compañeras.

Con la muerte -o el asesinato, las palabras no importan- de Garrido había cerrado impensadamente un ciclo. Conocer a Garrido había cambiado mi vida, parecía lógico que su muerte, producida en gran parte gracias a mi intervención, significara algo en mi existencia. El círculo se había cerrado pero después de los años transcurridos ya no estaba en el mismo punto de partida. A veces había pensado qué habría ocurrido si no hubiera conocido a Garrido pero en seguida me olvidaba de ese pensamiento, recordando lo que solía decirme Julián cuando me entregaba a ese tipo de elucubraciones.

– Si esto, si lo otro y si lo de más allá -parodiaba con un falso tono de irritación mis palabras-. Y si mi abuela tuviera cojones hubiera sido mi abuelo, pero como no los tenía se limitó a parir ocho hijos y a alimentarlos lo mejor que pudo y supo.

La muerte de Garrido, sintiendo mucho las demás que había originado, supuso una auténtica liberación y al liberarme de quien, sin yo percibirlo muchas veces, era el auténtico fantasma de mi pasado pude, por fin, encauzar nuevamente mi vida. Abandoné la policía y al cabo de un tiempo, no inmediatamente sino tras mucho reflexionar, di una satisfacción a mi padre a título postumo y me ordené como sacerdote olvidándome, o al menos eso creía, de todo un pasado de muerte o violencia, en la confianza de que esa parte de mi vida nunca resucitaría.

Capítulo treinta y cuatro

Sabes que todo va a terminar. Esta vez no es un mero presentimiento, esta vez lo puedes oler en el ambiente, lo puedes percibir en la propia María Luisa, a la que notas extremadamente nerviosa. Las personas nunca acaban de sorprendernos, piensas con cierta ternura. Ella, la mujer de nervios templados, la compañera que te ha estado tranquilizando permanentemente desde que empezó toda la historia, está hecha un manojo de nervios, inquieta e intranquila, y no hay modo humano ni divino de calmarla o, si lo hay, tú lo desconoces.

Has intentado consolarla, con caricias y arrumacos, pero te ha rechazado de un modo destemplado, con insólita brusquedad. Luego se ha arrepentido y te ha dicho que lo siente, que lo siente muchísimo, pero que no puede evitarlo, que sabe que todo va a finalizar en breve y que eso le hace perder un poco la serenidad, pero muy pronto todo volverá a ser como antes, te ha dicho esforzándose en ser cariñosa, aunque tú has adivinado ese esfuerzo, has comprendido que sus palabras eran forzadas, pero aun así le has dicho que no tiene importancia, que eso nos pasa a todos a menudo, es lógico que ella, que es una persona fuerte y decidida, flaquee cuando todo está a punto de acabar, y descargue la tensión vivida antes de que el plan trazado llegue a su culminación.

Le has dicho todo eso porque crees en ello o quizá porque quieres creer en ello ya que de nuevo han vuelto las dudas que te han acongojado sempiternamente. Además, y eso sí que es intuición, algo te dice que las cosas no van a ser tan simples como creías, que al final algo saldrá mal y todo se irá al infierno, a ese infierno en el que no crees del todo porque sabes por experiencia que el infierno no está más allá de la muerte sino aquí, entre todos nosotros.

Y sin embargo, el día no había empezado mal pero una llamada, una sencilla llamada telefónica ha bastado para nublarlo. ¿Cuántas veces has pensado que el teléfono es un aparato odioso? Habrá gente, admites, que no pueda pasarse sin él pero para ti ha sido, casi siempre, el mensajero de las malas noticias. Contemplas el moderno diseño del aparato y su vivo color rojo y piensas que eran más auténticos antaño, cuando todos lucían un inequívoco color negro premonitorio de las noticias que iba a transmitir. Sí, vuelves a pensar, ha bastado una llamada telefónica para que la cariñosa y decidida María Luisa se haya convertido en un ser irreconocible que a duras penas mantiene un atisbo de autocontrol.

Pero si malo es que suene el teléfono aún peor es que suene el timbre del portero automático. No estaba previsto que nadie fuera a visitaros pero, de repente, esa previsión se ha roto y por el telefonillo una voz de hombre avisa que tiene que subir, que es urgente. Es la propia María Luisa quien abre la puerta y ves cómo entra en casa el Sebas, el hombre que fue chulo de María Luisa y que os ha estado ayudando, aunque tú no le tienes ninguna simpatía y deseas fervientemente que desaparezca de vuestras vidas. No viene solo, le acompaña una joven que parece tener muy mal aspecto. Apenas se tiene en pie y es incapaz de balbucear palabra alguna; si no la sujetara fuertemente el Sebas por la cintura, la chica se caería al suelo.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunta ansiosa María Luisa y tú, de repente, sientes un fuerte ramalazo de celos, al comprender que le preocupa más lo que pueda sucederle al Sebas que a ti mismo.

– Las cosas se han complicado -responde el proxeneta mientras acerca el cuerpo inerte de la muchacha a una de las habitaciones y la tira bruscamente sobre la cama-. Ponme algo de beber y que sea fuerte, lo necesito -añade.

Sin entender nada, o quizá entendiéndolo todo, asistes estupefacto a la actitud sumisa que acaba de adoptar María Luisa con su ex chulo y ves cómo se dirige hacia la cocina para llenar un vaso con hielo y ginebra. Totalmente inseguro y sin saber qué postura adoptar decides acercarte a la habitación donde se encuentra tumbada la joven para ver en qué la puedes ayudar y, también, para pensar con más calma.

La joven no se ha movido para nada desde que el Sebas la arrojó sobre la cama. Te acercas a ella y la examinas, afortunadamente tu labor social te ha hecho adquirir unos conocimientos mínimos de primeros auxilios y te ha hecho conocer otro tipo de cosas. Le buscas el pulso y compruebas que está bajo mínimos. Le miras la muñeca y observas que tiene unos cuantos pinchazos muy recientes, no lo suficiente para delatarla como adicta pero sí para saber que lo que le ocurre no es normal.

– Esta chica está drogada -les dices al Sebas y a María Luisa cuando excitado vuelves a la cocina-. Tenemos que hacer algo.

– ¡Mierda! -exclama el chulo, y dirigiéndose a María Luisa añade-: dile a tu curita que mantenga cerrada la muy si no quiere tener problemas.

– Ya has oído, Ander, tranquilízate, no pasa nada, te lo explicaremos todo a su debido tiempo -te dice la mujer, intentando mantener un tono neutral.

– ¿Pero nos os dais cuenta de que esa chica puede morir? -gritas cada vez más nervioso y exasperado-. Os repito que tenemos que hacer algo.

– ¡Cállate de una puta vez y obedece!

No ha sido el Sebas quien ha pronunciado esas palabras sino tu amada María Luisa y asimilar eso te ha costado unos cuantos segundos en los que has permanecido estático, incapaz de reaccionar, mascando amargamente el sabor de la noticia presentida, comprobando cómo todo era falso, cómo María Luisa nunca ha estado enamorada de ti, comprendiendo que todo era una farsa en la que has desempeñado un triste papel de bufón. La miras a la cara y ves cómo en sus ojos no hay sino destellos de odio y ferocidad y eso, curiosamente, te hace recuperar la calma. Ya nada te ata a ella, vuelves a ser tú mismo, Ander Gajate Sarasola, con tus dudas y tus indecisiones, pero el mismo hombre que después de probar la violencia consiguió salirse de ella. Y ese descubrimiento te da fuerzas y tomas una decisión.

– No voy a permitir que la chica fallezca por culpa nuestra -dices mientras te acercas al teléfono, ese teléfono tan denostado pero que también puede darnos la vida-. Ahora mismo voy a llamar a una ambulancia.

Sin embargo, como siempre, tus intenciones son buenas pero los resultados no te acompañan. No has cogido todavía el teléfono cuando de repente algo plano y metálico, la culata de una pistola tal vez, te ha golpeado en la cabeza y has caído al suelo mientras un halo negro te envolvía hasta que casi instantáneamente has perdido la consciencia.

Capítulo treinta y cinco

Cuando en mis manos, rey eterno, os miro

y la blanca púrpura levanto

de mi atrevida indignidad me espanto

y la piedad de vuestro pecho admiro

Mientras el padre Vázquez levantaba la hostia en el momento de la consagración no podía evitar que los primeros versos del soneto de Lope de Vega le vinieran a la cabeza. La noche anterior había recibido el mensaje prometido en el confesionario por la compañera del padre Gajate y, en pocos instantes, saldría de la iglesia para dirigirse al domicilio que aquélla le había indicado. Por fin iba a acabar el caso y podría descansar definitivamente pero tenía miedo, mucho miedo. No miedo físico, con ese había aprendido a convivir perfectamente en el transcurso de los años, sino otro tipo de miedo que era incapaz de definir.

Nada más levantarse, antes incluso de desayunar, decidió oficiar una misa para recordarse a sí mismo que pese a todo seguía siendo un sacerdote, no un policía, aunque los versos del fénix de los ingenios, asimilados como propios, le recordaba que nadie puede escapar de su pasado y que antes o después, aunque Dios lo perdone todo, nuestras obras nos pasan factura.

Finalizó rápidamente aquella misa que por su horario no había contado con ningún feligrés y tras desayunar ligeramente salió del colegio, encaminando sus pasos hasta el lugar que se le había dicho. Era una dirección de Deusto así que decidió realizar el camino andando. El corto paseo por el puente, a esa hora tan temprana, contribuiría a calmarle y a refrescarle las ideas. Antes de acceder al portal vio abierta una cafetería y entró en ella para tomar un café, no tanto porque su desayuno hubiera sido liviano como por la necesidad que tenía de relajarse antes de entrar en materia. Era una necesidad que nunca había tenido cuando trabajaba como policía. Quizá, después de todo, pese a haberse sentido los últimos días como pez en el agua, no había vuelto a asumir por entero su antigua profesión. Esta idea, pese a delatar una carencia, tuvo para él un efecto sedante. Pagó su consumición, salió a la calle y tras inhalar de modo exagerado el frío aire que se respiraba en ella se dirigió, con paso decidido, al domicilio que le habían indicado por teléfono.

Fue María Luisa quien le abrió la puerta. Vázquez la reconoció por las fotos pero no hubieran sido necesarias. Sobre todo notó cómo permanecía el perfume que la había acompañado hasta el confesionario. Una gran sonrisa acompañaba al penetrante aroma mientras educadamente le indicaba que entrara.

– Por fin nos vemos en persona, padre. Ya tenía ganas.

– El placer es mutuo -contestó Vázquez-, pero no he venido aquí para andarnos con lisonjas. Me dijo usted que me iba a devolver el dinero y que podría hablar con el padre Gajate.

– Lo segundo lamento decirle que no es posible porque nuestro común amigo ha decidido que no quiere hablar con usted. Está dispuesto a arreglar lo del dinero, ya que no quiere llevar sobre su conciencia un robo de tal magnitud a sus hermanos de religión, pero tiene otros planes para su futuro y ustedes y su congregación no entran en esos planes.

– Aun así me gustaría charlar con él, no para convencerle de nada sino para intercambiar impresiones, simplemente.

– Ya le he dicho que lo siento -volvió a decir María Luisa, encogiéndose de hombros escépticamente- pero la decisión de Ander es firme y nada ni nadie le hará cambiar. ¿Desea ver el dinero y acabamos todo esto cuanto antes?

Mientras hablaba, la joven había sacado de un armario un juego de dos maletas, una de ellas más grande que la otra, y las había dejado caer ostensiblemente sobre la moqueta. Emilio Vázquez las reconoció como las ofertadas por el banco que pagó el talón de cien millones a los clientes que abrieran una libreta o cuenta corriente nueva. Su intuición no le había fallado.

– Supongo que estará dentro de esas maletas.

– No cabe la menor duda de que es usted un gran detective.

Un indicio de que no había vuelto a ser, a pesar de todo, el policía de antaño fue que no le molestó el tono inequívocamente zumbón de la respuesta de su anfitriona. Se limitó a pedirle las llaves de las maletas.

– No están cerradas -contestó la mujer.

Vázquez, comprobando la veracidad de esas últimas palabras, cogió una de las maletas y la abrió. Allí, delante suyo, podían observarse apilados ordenadamente un gran número de billetes nuevos y relucientes de diez mil pesetas. El sacerdote sacó unos cuantos fajos y los hizo crujir suave, amorosamente, entre sus dedos.

– Me temo que ha habido un error, señorita -dijo por fin, tras varios segundos de silencio en los que lo único que podía escucharse era el sonido que surgía del manoseo de los billetes.

– No entiendo, padre. ¿A qué error se refiere? -preguntó inocentemente María Luisa.

– Creo que sí lo sabe pero si prefiere oírlo de mis propios labios no tengo inconveniente en explicárselo. Estos billetes son falsos.

– El cura es listo, pero no le va a servir de nada tanta listeza.

Vázquez miró hacia el lugar desde donde había salido aquella nueva voz. Por la puerta que comunicaba el salón con el pasillo acababa de introducirse un viejo conocido, el Sebas. En su mano derecha, asida firmemente, podía verse una pistola.

– Bueno, pater, se acabó la historia. Alégrese porque muy pronto podrá reunirse con su dios.

– ¿Por qué toda esta historia, y por qué los billetes falsos?

– Es usted increíble, padre, va a morir en menos que canta un gallo y aún se preocupa por saber qué es lo que ha pasado. Sinceramente no le merece la pena conocerlo, salvo que sea usted masoquista porque el papel que ha desempeñado en lo sucedido ha sido el de un auténtico pardillo.

– De todos modos me gustaría conocerlo.

– Yo te lo diré -oyó por detrás suyo una nueva voz, acompañada de un sonido parecido al de una botella de champán al descorcharse.

Mientras el recién llegado pronunciaba esas palabras Emilio Vázquez pudo ver cómo el Sebas y María Luisa caían al suelo, ambos con sendas heridas abiertas a la altura del pecho de las que manaba un reguero de sangre. Cuando se volvió vio que detrás suyo, con una pistola que llevaba incorporado un silenciador, se encontraba el comisario Ansúrez.

– Siempre a tiempo, como el séptimo de caballería -dijo risueño, sin que la visión de los dos cadáveres le afectara lo más mínimo.

– Te estoy totalmente agradecido aunque no comprendo cómo has podido llegar tan a tiempo -contestó el padre Vázquez.

– Me temo que estás desentrenado, amigo mío, simple trabajo policial, ni más ni menos que simple trabajo policial. Pero sentémonos si quieres oír toda la historia.

Cuando los dos estuvieron aposentados en sendos butacones que había en el salón el comisario volvió a retomar el hilo de su discurso.

– Quizá me excomulguen por esto pero soy policía ante todo así que, como estaba meridianamente claro que tu curita y su chica iban a por ti y que te estaban dando pistas suficientes para que tú sólito te metieras en el matadero se me ocurrió poner un micrófono en el confesionario que habitualmente usas en la capilla del colegio. Tú hubieras hecho lo mismo hace unos años por mucho que ahora te escandalices por esa práctica. Además, y como es lógico, tus conversaciones telefónicas estaban intervenidas. El resto fue fácil, me hice con un juego de llaves de esta vivienda una vez que conocí su dirección y esperé el momento oportuno.

– Como oportuno sí que ha sido -dijo el padre Vázquez- pero todavía hay algunos cabos sueltos.

– Por ejemplo…

– Por ejemplo, qué pintaban en todo esto el Sebas e Irene Vidal, y dónde está el padre Gajate. Y, por supuesto, qué pinto yo en todo esto. Cuando has disparado a estos dos infelices has dicho que me lo ibas a contar todo.

– Y eso es lo que pienso hacer. Todo tiene su origen en el difunto Alejandro Iztueta. Como te contó su hermano, para guardar las apariencias su familia decidió que debía casarse y tuvo la mala suerte de hacerlo con una mujer nada recomendable, la difunta Irene Vidal, que estaba conchabada con el Sebas, más conocido en ciertos ambientes madrileños como el Músico y con su chica, María Luisa, también conocida por Verónica en esos mismos ambientes. Estaba claro que los tres decidieron exprimir al máximo al señor Iztueta y, mientras vivía, lo consiguieron pero no contaban con su inesperada muerte.

»Al fallecer Alejandro Iztueta los tres pudieron comprobar cómo no tenía nada suyo, lo que significaba que no había herencia. El golpe principal fue para Irene pero sus dos cómplices también lo sintieron ya que estaban decididos a explotar al máximo el matrimonio de su amiga, tal vez con el desagrado de ésta, pero aun así estaban los tres embarcados en la misma nave. A Irene Vidal la familia Iztueta le permitió seguir llevando el mismo tren de vida que cuando vivía su marido e incluso la colocaron, nominalmente al menos, al frente del consorcio familiar, pero eso no era suficiente para ella y, por otra parte, no estaban muy seguros de que la tolerancia familiar durara mucho tiempo así que, sabiendo que la matriarca del clan era una mujer muy religiosa, inventaron un falso legado de Alejandro Iztueta a vuestro colegio. Cien millones no era lo que habían soñado pero era mucho más dinero del que habían visto en toda su vida.

– Y para esa, me imagino, contaban con la complicidad del padre Gajate.

– No, en eso te equivocas. Tu curita tendrá muchos defectos pero no estaba metido en el ajo, era tan sólo una víctima más de ese trío. Sencillamente averiguaron que era él habitualmente quien se hacía cargo de las finanzas comunitarias y decidieron utilizarle aunque para ello tú eras una pieza indispensable.

– Creo que sé por dónde van los tiros pero no comprendo cómo llegaron a saber ciertas cosas.

– Bueno, vayamos por partes. En principio conocían más o menos al padre Gajate ya que una de las chicas que trabajaba con el Sebas había participado en las reuniones de un grupo de drogadictos que bajo su supervisión intentaban salir del agujero. Esa chica no lo consiguió, lamentablemente, pero llegó a recopilar un cúmulo de datos sobre su caritativo benefactor que sirvió al trío para poner en marcha su maquinaria. El problema era cómo conseguir que el padre Gajate se hiciera voluntariamente cómplice de sus maquinaciones y ahí entrabas tú. De alguna manera averiguaron que había en la comunidad un sacerdote con un oscuro pasado policial, represivo y torturador por usar las mismas palabras que tu curita, y consiguieron camelarle con el señuelo de la venganza. El resto es historia sabida.

– No tan sabida -protestó Vázquez-, aún hay cabos sueltos, como la muerte de Irene Vidal.

– Eso está claro -respondió Ansúrez-, cien millones siempre cunden más entre dos, sobre todo si forman pareja, que entre tres, así que el Sebas decidió darle el pasaporte a la tercera pata del banco. Lo malo es que un banco con dos patas tiene muy poca estabilidad. El problema del Sebas fue que se pasó de listo. De hecho ideó un plan que de sofisticado que era no podía funcionar, demasiado rocambolesco para mi gusto. Su idea inicial era que el padre Gajate y tú murierais de manera que pareciera que os habíais asesinado mutuamente y, cuando la policía llegara, encontraría tres cadáveres y dos maletas totalmente calcinadas, de ese modo se pensaría que el dinero había sido destruido en un incendio. Para evitar suspicacias algunos de los billetes buenos quedarían incólumes, acrecentando la teoría de la destrucción del dinero.

– Has hablado de tres cadáveres, ¿de quién sería el tercero?

– Esa era la guinda del calenturiento pastel mental del Sebas. Como teóricamente él estaba fuera de juego lo único que había que solucionar era la tapadera de su chica, ya sabes, María Luisa o Verónica, como prefieras, así que no se le ocurrió mejor idea que secuestrar a una joven con características físicas parecidas para hacerla perecer en el incendio que se provocaría tras vuestro asesinato y conseguir que todos pensáramos que era su chica quien había fallecido, con lo que no sería perseguida por la policía. Ingenioso pero, como te he dicho, demasiado sofisticado. El pobre imbécil tuvo que involucrar en ese asunto a una de sus putas y una cosa llevó a otra, hasta el hecho de asesinar a un dentista para que no pudieran averiguar la auténtica identidad de la mujer que iba a ocupar el lugar de María Luisa, ¡cómo si hoy en día no hubiera métodos más avanzados para conseguirlo!, en fin, un auténtico desastre. Además, la desconfianza que tenía Irene Vidal hacia sus dos cómplices la llevó a dejar un indicio que si bien no era concluyente no por ello dejaba de atraer la atención hacia ellos dos. La verdad es que no teníamos ninguna prueba suficiente para detenerlos pero sí para someterlos a vigilancia.

– Después de oírte pienso que todo encaja pero no puedo evitar el estar completamente sorprendido.

– ¿Cuál es el motivo de tu sorpresa?

– Como te he dicho pienso que todo encaja pero aun así creo que me ocultas algo. No es posible que por un mero ejercicio de deducción hayas llegado a esas conclusiones. Supongo que llevaríais tiempo controlando a ese trío y que yo he sido un simple cebo que os ha conducido hasta ellos.

El comisario Ansúrez, haciendo caso omiso de las últimas palabras pronunciadas por su antiguo colega se levantó de su butaca y se dirigió hacia una de las dos grandes ventanas que proporcionaban una gran luminosidad al salón. La abrió y miró ensoñadoramente hacia el infinito.

– Parece mentira -dijo ajeno al comentario del padre Vázquez-, cualquier persona que viera el hermoso cielo que luce sobre esta asquerosa ciudad diría que disfrutamos de un día perfecto y que la vida es bella, sin embargo aquí estamos, charlando tranquilamente mientras a nuestros pies reposan dos cadáveres.

Sin alejarse de la ventana Ansúrez dejó de mirar a su través y volviéndose fijó sus ojos de nuevo en Vázquez. Cuando volvió a hablar su tono se había endurecido y la pistola que hasta ese instante había reposado indolentemente en su mano apuntaba al corazón del sacerdote.

– Has perdido cualidades, Emilio, pero no eres tonto del todo. Efectivamente sé demasiadas cosas, más de las que hubiera podido averiguar en estos últimos días pero no quiero dejarte sumido en la ignorancia. Lo sé todo porque yo he sido el instigador del plan. ¿Te extraña? Pues es verdad, jamás se me ocurriría mentirle a un condenado a muerte. Yo tenía amistad con la familia Iztueta y conocía sus entresijos, también tenía controlados al Sebas y a María Luisa y, por último, te conocía a ti directamente y había tenido acceso al historial del padre Gajate, así que era el único que tenía en sus manos todos los triunfos de la baraja. Todo el plan fue idea mía, hasta las alucinaciones que he achacado al imbécil del Sebas. Cuando le insinué que si secuestraba a una joven de parecido aspecto físico al de María Luisa ésta quedaría libre de cualquier posterior investigación pensó que yo era un auténtico genio. Era un perfecto idiota y no lamento para nada su muerte. La de la joven sí es lamentable pero desgraciadamente necesaria.

– No veo el motivo.

– No tienes imaginación, con el secuestro y muerte de la chica el Sebas estaba, si cabe, más en mis manos. En fin, afortunadamente todo va a concluir y el plan se mantiene sólo que con algún muerto más. Dentro de poco habrá un incendio en esta vivienda que calcinará vuestros cadáveres así como gran parte de los cien millones, de los falsos, por supuesto, y al cabo de unos días el comisario Ansúrez, tras una ardua investigación, comunicará al juez de guardia sus conclusiones, básicamente parecidas a las que ya te he narrado, con la sutil diferencia de que en ellas aparecerá como héroe y no como villano.

– ¿Por qué lo has hecho? -preguntó el padre Vázquez-, ¿por el dinero? ¿Tanto has cambiado? Si los recuerdos no me traicionan tú eres de los pocos policías de mi época que nunca se pringó en ningún asunto sucio.

– Lo sé, y siempre lo llevé con orgullo pero, no, no ha sido por dinero. Lo he hecho por Alicia.

– ¿Por Alicia? ¿Quién es Alicia?

– Es irónico, vas a morir por causa de una mujer a la que ni siquiera conoces, pues bien, yo te lo diré, Alicia era la mujer del coronel Garrido y, por si no lo recuerdas, murió en un atentado que tú pudiste haber evitado pero que preferiste que siguiera adelante. ¿Sorprendido? No debieras estarlo, yo no soy un funcionario ministerial al que lo único que le interesa son los resultados de un operativo contra una organización terrorista, yo soy un buen policía que sabe atar cabos y llegar a conclusiones. Tu historial, Emilio, siempre te precedió y aunque nunca tuviste problemas con la justicia algunos cuantos colegas conocíamos parte de tus andanzas. No fue muy difícil para mí descubrir tus malas relaciones con Garrido, que se remontaban a la época de la infancia, y tu resentimiento actual contra él por haberte hecho alguna que otra putada de gran calibre. Tampoco me fue difícil presionar al teniente Arroyo, entre nosotros debo confesarte que una vez se propasó con una de las chicas del Sebas a la que causó graves lesiones y desde entonces come en mi mano, y con todos los datos juntos comprendí que tú eras el causante, tal vez indirecto pero primordial, de la muerte de Alicia.

»¿No dices nada? -preguntó Ansúrez comprobando que Vázquez permanecía en silencio-, ¿no sientes curiosidad por llegar al final del asunto? ¿O tal vez lo has adivinado ya? Si piensas lo que me imagino estás en lo cierto, tú siempre has creído que todo este asunto provenía de un intento de venganza y era cierto, sólo que te equivocabas de vengador. El padre Gajate era un infeliz al que engañamos fácilmente, yo, Antonio Ansúrez Galdós, soy el auténtico vengador. Tal vez para conseguirlo he hecho cosas innobles pero mi objetivo final era justo, acabar con la persona que asesinó a Alicia, a mi amada y adorada Alicia.

«Supongo que conocerás mejor que yo las peculiaridades del coronel Garrido, su absoluta indiferencia por todo lo relativo al sexo, posiblemente debido a alguna inclinación heterodoxa pero que, como militar que era, controlaba férreamente. La verdad es que nunca dio que hablar acerca de ello e incluso intentó cambiar radicalmente de vida cuando se casó pero tras el fallido embarazo de su mujer nunca volvió a hacer uso del matrimonio. Eso lo sé porque ella misma me lo dijo. La pobre Alicia pasó unos años muy malos culpabilizándose por la situación hasta que nos conocimos e intimamos.

»Tú sabes que desde que murió Carmen no he estado con ninguna mujer, salvo esporádicos escarceos con profesionales, pero con los hijos ya mayores y fuera del cascarón me sentía solo, terriblemente solo. Quizá nuestro encuentro fue el de dos soledades pero el caso es que nos enamoramos como dos chiquillos. Nunca hubiera creído que a nuestra edad pudieran revivir sentimientos que consideraba totalmente periclitados pero eso mismo fue lo que sucedió. Tal vez el hecho de ver próximo el final del camino nos hizo amarnos más apasionadamente si cabe pero, en fin, no quiero parecer demasiado almibarado así que concluiré en seguida. Yo amaba a Alicia, la mujer del coronel Garrido y, por tu culpa, ella murió así que te juzgué, te condené y en pocos segundos voy a ejecutar la sentencia. ¿Ya tienes todas las respuestas que querías?

– Más o menos, lo que no entiendo es por qué has tenido que matar a tanta gente inocente, no hubiera sido difícil pegarme un tiro en cualquier momento.

– Lo pensé pero eso no me garantizaba la impunidad que me puede garantizar el plan que he ideado. Además, matarte de un tiro es muy fácil, te mueres y se acabó todo, igual hasta vas a ese cielo que predicas en los sermones dominicales. No, amigo mío, no, nunca pensé ponerte fáciles las cosas, antes de morir tenías que saber que por tu culpa había muerto mucha más gente. Esas muertes caerán sobre tu conciencia tanto como sobre la mía. Además, ¿de qué serviría vengarse si el objeto de la venganza muere sin saber cuál ha sido el motivo? Es como cuando se le gasta una broma a un amigo, si no se da cuenta de que está haciendo el ridículo la broma pierde toda su gracia. Pero dejémonos de chacharas. He venido a matarte y eso es lo que voy a hacer.

La cabeza te duele terriblemente, como aquella vez en que de niño te tomaste tres sorbos de la botella de anís que guardaba tu madre en el armario, pero eso te alegra, si sientes dolor es que estás vivo, no has muerto como pensabas cuando, tras recibir el golpe, te sumergiste en una honda negrura. Y sin embargo, quizá fuera mejor estar muerto, ahora que has comprobado que eres un auténtico desastre, un verdadero muñidor de la mala suerte, no, de la mala suerte no, de la mala muerte, piensas haciendo un macabro juego de palabras.

Siempre has intentado evitarla pero al final siempre ha sido tu compañera, primero tu padre, luego tu hermano Mikel, Jokin, el alcalde de tu pueblo, siempre huyendo pero siempre vencido, siempre rodeado por sangre derramada violentamente. Y ahora esto, a pesar del dolor lo recuerdas todo con extraordinaria precisión, has sido como un muñeco que manejaban a su antojo, ¡y pensar que te ilusionaba la idea de tener un hijo con María Luisa!, no se puede ser más necio ni más ingenuo.

Con un gran esfuerzo de voluntad, ya que parece que la cabeza te va a estallar de un momento a otro, gateas hasta acercarte a la joven que ha traído el Sebas y le tomas el pulso aunque no hay pulso, una idea se abre paso en tu cabeza a despecho del dolor, la joven está muerta, la han matado, no sabes si directamente o por omisión pero está claro que la han matado, tal vez si hubieras sido más listo habrías podido evitarlo, o tal vez no, pero ya da igual, estás en la habitación con su cadáver y ni siquiera tienes la fuerza suficiente para que de tus ojos broten unas lágrimas de piedad. Y si lloraras, lo sabes, llorarías por ti, por tu vida, siempre a merced del viento, siempre a remolque de los acontecimientos y siempre eligiendo la postura errónea. Quizá debieras haber hecho caso a tu padre pero seguiste los pasos de tu hermano, quizá nunca hubieras debido ordenarte sacerdote pero fuiste incapaz de negarte a la petición acongojada de tu madre, quizá nunca debieras haber oído los cantos de sirena de esa mujer pero para una vez que vislumbraste otro tipo de vida era una trampa en la que caíste como un pardillo. Siempre te has considerado básicamente bueno pero el infierno, recuerdas, está empedrado con buenas intenciones y tú eres uno de los operarios que con más ahínco ha colaborado en asfaltarlo.

Ahora, aunque algo tarde, comprendes que el padre Vázquez no era tu enemigo o que, por lo menos, no lo era como lo hubiera sido hace un montón de años, posiblemente a él le han manipulado del mismo modo que a ti, posiblemente no ha tenido otras opciones en la vida; pero es demasiado tarde para preguntárselo aunque le estés oyendo hablar, alucinaciones seguramente pero no, no son alucinaciones, aunque el dolor no se ha disipado está haciendo sitio a otras sensaciones y poco a poco estás recobrando la plena consciencia. El sentido del oído vuelve a manifestarse al cien por cien y escuchas sin dificultad la conversación que está teniendo lugar en el salón, entendiéndolo todo, asimilándolo todo, Emilio Vázquez y tú sólo habéis sido dos comparsas en un mezquino juego de dinero y venganza, dos estúpidas marionetas que habéis bailado al son que os tocaban y de repente ya no dudas, de repente surge de tu interior una fuerza hasta el momento inédita y plenamente sereno, sabiendo a lo que te expones entras en el salón y sin atender la voz de alto que te da ese hombre desconocido que ha sido el causante de los últimos sucesos te abalanzas sobre él intentando arrebatarle la pistola, pero antes de que lo consigas notas una quemazón en tu tripa y adivinas más que ves cómo la sangre derramada brota, ensuciando la moqueta y acabando con tu vida, con esa vida que has desperdiciado miserablemente. Y de repente te sientes feliz, extrañamente feliz, por fin tus sufrimientos han acabado y entras en un túnel luminoso, como los descritos por las personas que han sufrido experiencias cercanas a la muerte, los científicos no se ponen de acuerdo, unos dicen que no es sino una hormona que produce alucinaciones y otros que es real, pero a ti eso te importa poco porque al final del túnel acabas de ver a tu padre, que te saluda sonriente, y te diriges hacia él.

La brusca irrupción en el salón del padre Gajate pilló de improviso tanto al comisario Ansúrez como a Emilio Vázquez y su acometida contra el policía, por inesperada, trastocó los términos de la reunión. Sacrificando su vida Ander Gajate acababa de salvar la de Emilio Vázquez. Era irónico, pensó este último. Una de las razones por las que había ocurrido todo era el deseo de venganza del padre Gajate y ahora éste impedía, a costa de su vida, que otra persona llevara a cabo su propia venganza. Todo esto lo pensó mientras aprovechando el barullo que se había formado conseguía arrebatar la pistola al comisario. Cuando éste se levantó las tornas habían cambiado.

– Decididamente el Sebas además de imbécil era un inepto. Ni siquiera fue capaz de matar a tu curita.

– Todo ha terminado, Antonio -dijo Vázquez-. Siento lo que ha ocurrido pero ya ha habido demasiadas muertes, así que no tengo más remedio que avisar al inspector Rojas.

– Hace unos años no lo hubieras sentido, hace unos años me hubieras detenido sin más o, tal vez, me hubieras pegado un tiro pero el tiempo que has sido sacerdote te ha reblandecido. Lo siento pero no me vas a detener.

– Ahora soy yo quien tiene la pistola.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Dispararme a quemarropa? No me hagas reír que no es el momento adecuado.

Mientras hablaba, el comisario Ansúrez se dirigió calmosamente hacia la puerta, uniendo la acción a la palabra en lo que era un claro desafío a Emilio Vázquez. Éste arqueó las piernas y asió firmemente el arma con sus dos manos, como si estuviera en una galería de tiro, pero pronto relajó el gesto y guardó la pistola en un bolsillo de su chaqueta.

– Me temo que tienes razón, ya no soy el de antes, por suerte para ti y posiblemente para mí. Tengo que avisar al inspector Rojas pero si quieres irte vete, no te detendré. En cierto modo tienes razón, no toda la culpa es tuya.

Ansúrez, por toda respuesta, desanduvo el camino hecho y se acercó hasta la ventana. El cielo seguía estando completamente azul y los rayos del sol convertían la estancia en un dechado de luminosidad.

– No se ve ni una nube -dijo el comisario mirando más allá de la ventana-. Parece mentira cómo nos engañan la literatura y el cine. En cualquier obra que se precie a una situación como ésta acompañan, inevitablemente, espesos y negros nubarrones, en cambio nosotros disfrutamos del más bello día que ha podido verse en las últimas semanas. Aunque quizá sea mejor así. No está nada mal contemplar un cielo luminoso antes de que todo oscurezca a nuestro alrededor para siempre. Pero hablemos de otra cosa, no es el momento adecuado para hacer alardes de romanticismo trasnochado. Muy agradecido por ofrecerme esa oportunidad -cambió de tercio mirando esta vez fijamente a Vázquez-, es mucho más de lo que yo haría por ti, pero ¿adonde voy a ir? No, no tengo escapatoria o, mejor dicho, sí la tengo, mi última escapatoria.

Sin que Emilio Vázquez pudiera evitarlo el comisario Ansúrez inclinó su cuerpo por el vano de la ventana y se lanzó al vacío. Cinco pisos de altura aseguraban, sin lugar a dudas, el resultado fatal de su anunciada fuga. El sacerdote se acercó a la ventana pero ya era tarde. Debajo suyo pudo observar cómo la gente se arremolinaba alrededor de lo que ya no era sino un cadáver.

Tenía que llamar al inspector Rojas y a una ambulancia pero no había ninguna prisa, lo único que podía hacerse ya era recoger los restos y levantar un atestado. Miró fijamente hacia el límpido cielo azul, como buscando a ese Dios que aparentemente se había olvidado de los hombres e hizo algo que llevaba mucho tiempo sin hacer, se puso a rezar.

Jose Javier Abasolo

José Javier Abasolo (Bilbao, 1957) irrumpió en el mundo literario como ganador del Premio de Novela Alba/Prensa Canaria 1996 con Lejos de aquel instante, que fue también candidata al Premio Hammett 1977 de la Semana Negra de Gijón a la mejor novela policíaca publicada originalmente en español. José Javier Abasolo, que recientemente ha sido designado vocal de la Asociación Española de Escritores Policiacos, ha ejercido de abogado, secretario de Juzgado de Instrucción y jefe de negociado en los Servicios del DNI de Bilbao y en el Gobierno Civil de Bizkaia. Actualmente trabaja para el Gobierno Vasco. Su trayectoria profesional le ha proporcionado un gran bagage que ahora vuelca en su segunda novela. Nadie es inocente se enmarca en el género negro enraizado en la novela social, que en este caso se hace eco de la compleja realidad vasca.