…Has escrito este libro para ti, un libro sobre la huida, el libro de un hombre solo. Eres a la vez tu Senor y tu apostol, no te sacrificas por losdemas y no pides que nadie se sacrifique por ti, no puede ser mas justo. Todo el mundo desea la felicidad, por que solo habria de pertenecerte a ti? Dehecho, la felicidad es bastante rara en este mundo? (Gao Xingjian).Un hombre recuerda el principio de su vida en China, su familia, su pais, sus aprendizajes y como esa vida placida desaparece de repente con el estallido dela Revolucion Cultural, que va a acabar con el pensamiento y la libertad. Cada uno va a convertirse desde ese momento en un hombre solo, una mujer sola, unser humano solo ante la desesperanza y el terror. Su supervivencia exige `que el cerebro desaparezca,` que no haya cerebro en las miradas ni en las palabrasni en los actos del dia, y, sin embargo, se puede violar a un ser humano, con violencia fisica o violencia politica, pero no se lo puede poseer porcompleto?, porque su mente siempre le pertenecera. Y esa es la gran belleza de El Libro de un hombre solo, que, reflejando hasta hacernos entremecer la cobardia, el lado oscuro y la tristeza, ha sabidointroducir asimismo la esperanza, se pequeno resplandor en una sociedad espesa como el barro?.La dulzura de los recuerdos y de la infancia, la violencia politica, el amor y tambien el erotismo se mezclan en esta novela sencilla y sorprendente, resumende la vida de un hombre solo y testimonio literario esencial y sublime.Gao Xingjian nacio en Jangsu (China) en 1940. Novelista, poeta, dramaturgo, director de teatro y pintor, como un artista del Renacimiento tiende a abarcarel arte en sus distintas disciplinas, y en cada una deellas investiga una forma personal de expresarse mezclando tecnicas, estilos y generos.

Gao Xingjian

El Libro De Un Hombre Solo

TITULO ORIGINAL: YIGE REN DE SHENGJING

Traducción de Xin Fei y José Luis Sánchez

Epílogo de Liu Zaifu

1

No ha olvidado que tuvo otra vida. El recuerdo de unas viejas fotografías amarillentas que quedaron en su casa, a salvo de las llamas, le produce una cierta tristeza, pero es demasiado distante, como si no fuera de este mundo, como si realmente hubiera desaparecido para siempre. En su vivienda de Beijing, todavía se encontraba una foto de familia que le dejó su padre, ya fallecido, cuando la policía la precintó. Era la fotografía más completa de su numerosa familia. En aquella época, su abuelo todavía vivía, tenía el pelo totalmente blanco. Debido a un ataque cerebral, ya no conseguía hablar y permanecía sentado en su mecedora. El era el primogénito del primero de los hijos y el único niño de la fotografía, estaba entre sus abuelos, llevaba un calzón con una abertura en la entrepierna, que dejaba aparecer su pequeño miembro, y un gorro al estilo norteamericano en forma de barco. La guerra de Resistencia contra Japón, que duró ocho años, acababa de terminar y todavía no había empezado la Guerra Civil. Se hicieron la fotografía delante de la puerta redonda de un jardín lleno de crisantemos dorados y de gallocrestas púrpura. Resplandecía la luz del sol de verano -en todo caso ése era el recuerdo que tenía-; pero, en la fotografía, las marcas de agua habían dado al jardín un color gris amarillento. En segundo plano, tras la puerta redonda, se veía la casa de dos pisos de estilo británico en la que vivía la familia, con la galería abajo y una balaustrada en la planta de arriba. Recordaba que en la fotografía había trece personas, una cifra nefasta: su padre, su madre, sus tíos y sus tías; pero, menos él y una tía que ahora vivía en los Estados Unidos, todos habían desaparecido de este mundo, al igual que la casa de detrás de la puerta redonda.

Cuando todavía vivía en China, volvió a pasar una vez por esa ciudad,, y buscó ese patio detrás del banco donde trabajaba su padre, pero sólo encontró unas viviendas modestas de ladrillo gris, construidas hacía ya años, y cuando preguntó a las personas que entraban o salían de esas viviendas si ese patio había existido anteriormente, nadie sabía nada. Sin embargo, él recordaba que la casa tenía una puerta trasera que daba a un lago que llegaba hasta una escalera de piedra, y que el día de la fiesta de Duanwu, su padre y sus colegas del banco se apretujaban en la escalera de piedra para contemplar las carreras de los barcos-dragones. A bordo de las naves, que solían adornar con guirnaldas, se tocaban tambores y gongs. Los tripulantes tenían que acercarse a la puerta de atrás de las casas para atrapar unas bolsas rojas que colgaban sobre cañas de bambú. Por supuesto, en las bolsas había dinero. Sus dos tíos y su pequeña tía también lo llevaban en barco a recoger castañas de agua frescas, pero nunca había ido al otro lado del lago, y aunque lo hiciera ahora y mirara desde allí hacia esta orilla, ya no conseguiría traer ninguna imagen clara de sus recuerdos, que hoy le parecían sueños.

Era una familia en decadencia, demasiado dulce, demasiado frágil para subsistir en aquella época, y estaba abocada a desaparecer. Después de la muerte de su abuelo, su padre perdió rápidamente su puesto en la dirección del banco y empezó el declive de la familia. Tan sólo su segundo tío, que se pasaba el tiempo canturreando unas arias de la Ópera de Beijing, colaboró durante unos cuantos años con el nuevo poder político como personalidad demócrata, [1] antes de ser tachado de derechista. Desde entonces, cayó en un mutismo total, y dormitaba siempre que se quedaba sentado. Se fue transformando rápidamente en un viejo decrépito totalmente amorfo, y acabó por apagarse del todo al cabo de unos años. Todos los miembros de su numerosa familia habían muerto: de enfermedad, se habían ahogado, suicidado, de locura, o junto a sus maridos, al seguirlos a los campos de reeducación por el trabajo. El único descendiente que quedaba era él, ese hijo desnaturalizado. Ahora, según se comentaba, sólo debía de seguir viva una tía paterna, que había traído la mala suerte a toda la familia; pero nunca la había vuelto a ver desde que tomaron la fotografía. El marido de esa tía se enroló en el Ejército del Aire del Guomindang, servía en tierra y nunca había tirado bombas; después, se refugió en Taiwan, donde murió de enfermedad unos años más tarde. En cuanto a la tía que se marchó a los Estados Unidos, él nunca supo cómo consiguió salir del país, ni se molestó en saberlo.

El día en que cumplió diez años -en realidad nueve, ya que se seguía el antiguo calendario lunar- la familia todavía estaba en pleno esplendor; el cumpleaños fue muy animado. Por la mañana, nada más levantarse, se vistió con ropa nueva y nuevos zapatos de cuero, lujo inaudito por aquel entonces para un niño pequeño. También le dieron regalos: una cometa, un juego de damas, un rompecabezas, lápices de colores de importación y una pistola de tapón, además de los Cuentos de los hermanos Grimm en dos volúmenes ilustrados con aguafuertes. Su abuela le dio unos cuantos yuanes de plata en una bolsa roja: unas piastras de la época de la dinastía Manchú, con el dibujo de un dragón o la gran cabeza calva de Yuan Shikai, así como nuevos yuanes de plata con la imagen de Chiang Kaishek en uniforme. Al sacudirlos, su sonoridad era diferente; los más nuevos emitían un sonido cristalino, mucho menos grave y sordo que los que llevaban la cabeza de Yuan Shikai; los guardó en un maletín de cuero en el que conservaba su álbum de sellos y sus canicas de todos los colores. Después, la familia al completo fue al restaurante a comer pequeños raviolis rellenos de huevas de cangrejo, un establecimiento ajardinado con rocalla y un estanque lleno de peces rojos. Colocaron una enorme mesa redonda para que todos pudieran tomar asiento alrededor. Era la primera vez que se convertía en el punto de mira de toda la familia. Estaba sentado al lado de su abuela, en el lugar que habría tenido que ocupar su abuelo, que acababa de morir, como si hubiera esperado para irse al otro mundo a que el niño se hiciera cargo de los suyos. Mordió con fuerza un ravioli que quemaba y que le salpicó de aceite su ropa nueva, pero nadie lo regañó, todos se rieron, y él se sintió muy incómodo. Si se acordaba de aquello era probablemente porque se había sentido muy avergonzado, acababa de salir de la despreocupación de la infancia para pasar a la edad adulta.

Recordaba todavía que, cuando murió su abuelo, la sala funeraria estaba llena de inscripciones sobre tejido que las personas ofrecían para dar el pésame, parecía la parte de atrás de un teatro; era aún más interesante que el día de su cumpleaños. Unos cuantos monjes golpeaban los gongs y los tambores mientras leían los sutras, y él se divertía entre las tiras que colgaban. Su madre quería que se pusiera unos zapatos de cáñamo y acabó haciéndole caso, pero no aceptó ponerse en la cabeza un trozo de tela blanca, [2] porque le parecía muy feo. Probablemente fuera la voluntad de la abuela, ya que su padre había tenido que anudarse una cinta blanca en la cabeza, aunque llevaba un traje de lino blanco al estilo occidental. Casi todos los hombres que venían a dar el pésame también vestían al estilo occidental y llevaban una corbata anudada al cuello, mientras que las mujeres lucían vestido chino de origen manchú y zapatos de tacón alto. Una de ellas sabía tocar el piano y cantaba con voz de soprano coloratura y soltando unos trémolos que evocaban balidos, no durante ese funeral, por supuesto, sino en otra ocasión, en una velada con su familia; era la primera vez que escuchaba a alguien cantar de aquel modo y no pudo evitar reírse. Su madre lo riñó al oído, pero él no consiguió contener su ataque de risa.

En su memoria, el período del fallecimiento de su abuelo sólo era una de las pocas fiestas que vivió; no sentía nada de tristeza. Pensaba que el viejo estaba condenado a morirse desde hacía tiempo. Fulminado por una apoplejía mucho antes, el abuelo se pasaba todo el día en su mecedora. su muerte era algo normal, llegaría tarde o temprano, y por eso no le asustaba en absoluto. En cambio, la muerte de su madre lo espantó; se ahogó en un río, cerca de la granja donde trabajaba. Un campesino que había salido temprano para llevar sus patos al agua la encontró; el cadáver, ya hinchado, flotaba siguiendo la corriente. Su madre, en respuesta al llamamiento del Partido, había acudido a una granja para la reeducación ideológica, Murió en la flor de la vida, acababa de cumplir treinta y ocho años, y su imagen permanecía en su corazón todavía igual de bella.

Entre los regalos que tuvo cuando era niño había una estilográfica Parker de oro, que le había regalado un colega de su padre. En realidad, tomó la pluma del tío Fang para divertirse y ya no quiso devolvérsela. Los adultos vieron en aquello un buen augurio y dijeron que el niño probablemente sería escritor. En una clara muestra de generosidad, el tío Fang se la dio. No fue el día de su cumpleaños, sino bastante antes, escribía ya su diario, debía de ser cuando tenía ocho años. Por aquel entonces, ya debería haber empezado a ir a la escuela; pero, como era un niño enclenque y enfermizo, su madre le enseñó a leer y a escribir con el pincel. El copiaba, trazo a trazo, los modelos impresos en rojo. No le era difícil y a veces llenaba todo un cuaderno en un solo día. «Está bien -decía su madre-, podrás escribir con el pincel tu diario, así gastaremos menos papel.» Le compró cuadernos cuadriculados de redacción, y él se pasaba horas rellenando páginas enteras, como si estuviera haciendo los deberes. En su primer diario escribió: «La nieve ha extendido en el suelo una capa muy blanca, pero las huellas de los que pasan la han ensuciado», su madre alababa su trabajo y se empeñaba en que toda la familia y las personas cercanas estuvieran al tanto de lo que iba escribiendo. A partir de aquel momento, no paró de escribir, y, como recurrió a la escritura para confesar sus sueños y sus amores, sembró así las semillas de la catástrofe que vendría más tarde.

A su padre no le gustaba que se quedara todo el día en su habitación leyendo y escribiendo; creía que un niño tenía que ser un poco más travieso, salir a ver mundo, hacer amistades, abrirse paso en la vida; no le parecía buena idea que su hijo quisiera ser escritor. Su padre se consideraba un gran bebedor; no es que fuera alcohólico, más bien lo hacía para demostrar su fuerza. Durante los banquetes, brindaba vaciando su copa con cada uno de los convidados -a eso se le llamaba «superar los obstáculos»-, y, aunque hubiera tres, cuatro o cinco mesas, tenía que dar la vuelta a todas, y sólo lo aclamaban como un verdadero hombre si llegaba hasta el final. No obstante, una vez, los empleados lo llevaron borracho a su casa y lo dejaron en la mecedora del abuelo fallecido. Como no había otro hombre en casa, entre su abuela, su madre y la sirvienta no consiguieron llevarlo a la planta de arriba para meterlo en la cama. Recordaba que lanzaron una cuerda desde el primer piso, lo ataron a la mecedora, no sabía muy bien cómo, y lo subieron lentamente. Suspendido en el vacío, su padre, borracho, mantuvo en su rostro la misma sonrisa que continuaba flotando en sus recuerdos. Ésa fue una de las grandes hazañas de su padre, aunque quizá no fuera más que una alucinación. En un niño, resulta difícil separar la imaginación de los recuerdos.

Ahora veía su vida hasta los diez años como si fuera un sueño. De hecho, su vida también parecía un sueño por aquel entonces, como cuando huían de la guerra, tambaleándose por unas carreteras cenagosas de montaña, bajo la lluvia, a bordo de un camión entoldado, abrazando un cesto de mandarinas que no paraba de comer. Le preguntó a su madre si realmente ocurrió así, y ella le dijo que en aquella época las mandarinas eran más baratas que el arroz; bastaba con dar algo de dinero a los campesinos para que cargaran todas las que pudieran en el camión. Su padre trabajaba en un banco del Estado. El banco tenía escoltas para proteger los camiones durante el transporte del dinero, y muchas veces las familias del personal del banco reculaban del frente de batalla en aquellos camiones.

Hoy, a menudo ve la antigua residencia familiar en sus sueños, no la casa de estilo occidental de su abuelo, que tenía una puerta redonda y un jardín de flores, sino la vieja casa de su abuela materna, en la que había un pequeño patio interior. Aquella anciana menuda -muerta desde hacía mucho tiempo- siempre estaba rebuscando en un gran baúl. En sus sueños, veía la escena desde arriba; la casa no tenía techo, y las habitaciones de abajo, divididas por un tabique de madera, estaban vacías; sólo veía a su abuela buscando y rebuscando en el baúl. También recordaba que en su casa había una pequeña maleta de cuero, lacada, en cuyo interior estaban escondidos los títulos de propiedad de la casa y del terreno de su abuela, bienes desde hacía tiempo hipotecados o vendidos; no esperó a que el nuevo régimen viniera a confiscarlos. Cuando su madre y su abuela materna quemaron esos papeles amarillentos, las notó muy desconcertadas, y si no lo denunció fue porque nadie vino a preguntarle nada. Pero si realmente alguien hubiera ido a interrogarlo, probablemente las habría delatado, ya que entonces creía que su madre y su abuela materna se habían puesto de acuerdo para destruir unas pruebas criminales, aunque lo amaran profundamente.

Este sueño lo tuvo muchos años más tarde; ya se encontraba en Occidente desde hacía bastante tiempo. Estaba en un pequeño hotel de una ciudad del centro de Francia, Tours, frente a unas viejas persianas despintadas, una ventana entreabierta protegida por una cortina de gasa traslúcida, y, a través de las hojas de los plátanos, aparecía un cielo gris. Cuando se despertó se sentía confuso; en el sueño que acababa de tener estaba de pie en el ángulo de un muro del desván -que todavía no había sido derrumbado- de la vieja residencia, y miraba hacia abajo, apoyado en la barandilla oscilante de madera. Frente a la casa había un campo de calabazas en el que acostumbraba a cazar grillos entre los montones de tejas y los tallos de las calabazas. En su sueño veía claramente las habitaciones separadas por tabiques de madera ocupadas por mucha gente, pero en ese momento todos habían desaparecido, como su abuela materna, como todo lo que había vivido. Los recuerdos de esa vida y los sueños que tenía se confundían; sus impresiones iban más allá del tiempo y del espacio.

Como era el primogénito del primero de los hijos, toda la familia, incluida su abuela materna, había depositado sus esperanzas en él; pero, desde su más tierna infancia, enfermaba con mucha frecuencia, lo que les producía una profunda inquietud, así que a veces acudían a los adivinos para que le predijeran su futuro. La primera vez, se acordaba muy bien, fue en el interior de un templo, cuando sus padres lo llevaron a pasar las vacaciones de verano a Lushan. La cueva de los Inmortales era un lugar célebre y al lado había un gran templo que había abierto un restaurante vegetariano y un salón de té para acoger a los visitantes. Hacía frío en el templo y había pocos turistas. Subió a la montaña en una silla con dos porteadores, acurrucado contra su madre. Se agarraba a la barra de delante con fuerza, y no podía evitar mirar por los enormes precipicios que bordeaban el camino. Antes de salir de China, volvió a aquellos lugares, vio como unos autocares escalaban la montaña, pero no encontró el templo y ni siquiera el rastro de sus ruinas. Sin embargo, recordaba con mucha nitidez que en la gran sala donde estuvo habían colgado un largo lienzo de pintura con el retrato de Zhu Yuanzhang [3] con la cara cacarañada. Se comentaba que le hacían ofrendas en ese templo desde la dinastía Ming, porque Zhu Yuanzhang se refugió allí antes de ser emperador. Unos hechos tan complejos y concretos no podían ser sólo fruto de la imaginación de un niño. Además, el retrato de Zhu Yuanzhang con la cara cacarañada lo acabó viendo en las preciosas colecciones del museo del Palacio Imperial de Taipei. El templo, por lo tanto, había existido; ese recuerdo era totalmente real, y el viejo monje que le predijo su futuro también debía de serlo. El anciano exclamó entonces: «¡Este pequeño vivirá muchas desgracias y catástrofes, tendrá una vida difícil!». Luego le dio una fuerte palmada en la frente que le sorprendió, pero no lloró. Si lo recordaba era porque nunca antes le habían pegado.

Varios años más tarde, volvió a interesarse por el budismo zen, y el despertar que sintió al leer los gong'an quizá le viniera de aquella primera entrada a la vida que el viejo monje le dio.

Realmente había conocido otra vida, pero después acabó olvidándola.

2

La persiana de la ventana no está bajada del todo. En la sombra negra de las montañas aparecen muchos rascacielos iluminados; sobre ellos, el cielo oscuro. A los pies de la ventana convergen todas las luces de la noche, que demuestran lo próspera que es la ciudad. Enfrente se distinguen claramente las visceras de un rascacielos -una construcción postmoderna transparente, con un ascensor en el que, cuando llega a tu nivel, puedes distinguir incluso a los ocupantes, y que sube y baja sin parar por esa especie de tubo digestivo. Desde allí, con un teleobjetivo, se podría tranquilamente fotografiar el interior de tu habitación, sería posible incluso ver cómo haces el amor con ella.

No tienes nada que ocultar ni nada que temer, no eres un artista de cine o de televisión, ni una personalidad del mundo político o un potentado de Hong Kong que temiera que sus secretos se airearan en la prensa. Tienes un documento de viaje francés, eres refugiado político, estás de visita, porque te han invitado, y esta habitación te la han reservado, no eres tú quien la pagas. Como has tenido que mostrar tus papeles para poder hospedarte en este hotel enorme, propiedad de la Admi nistración del continente, tus datos están en el ordenador de la recepción que se encuentra en el gran hall. El responsable y las jóvenes recepcionistas han demostrado que les cuesta entender el chino mandarín que hablas, pero, dentro de algunos meses, cuando Hong Kong vuelva al redil de la madre patria, probablemente ellos también deberán hablar con tu mismo acento. Quizá ya se estén preparando. Tienen la obligación de estar al tanto de las tendencias de su clientela; actualmente trabajan para las autoridades oficiales, y quizá han grabado ya unas imágenes que te muestran haciendo el amor, desnudo como un gusano. Además, en estos hoteles enormes es habitual tener cámaras de vídeo por todos lados, aunque sólo sea por cuestiones de seguridad. Estás sentado al borde de la cama, has secado tu sudor, pero tienes un poco de frío y te gustaría apagar el aire acondicionado, que emite ese zumbido continuo.

– ¿En qué piensas?

– En nada.

– ¿Qué miras?

– El edificio de enfrente. El ascensor que sube y baja. Se ve la gente que va dentro; hay una pareja que se está besando.

– Yo no veo nada.

Ella levanta un poco la cabeza para mirar.

Tú dices que os podrían ver con un teleobjetivo.

– Entonces, cierra la persiana.

Está tumbada boca arriba, su cuerpo blanco completamente desnudo, una mata de pelo negro suntuoso en la entrepierna.

– Si nos filmaran en vídeo, se verían hasta los pelos -dices

– ¿A quién te refieres? ¿Quién filmaría esta habitación?

Dices que podría ser una cámara automática.

– Es imposible, aquí no estamos en China.

Dices que este hotel ya lo han comprado las autoridades chinas.

Lanza un ligero suspiro y se sienta.

– Te preocupas demasiado.

Alarga la mano y te acaricia el pelo.

– Enciende la lámpara de la mesita de noche, voy a apagar la luz.

– No, todo ha pasado tan deprisa que hasta ahora no he podido mirarte con detenimiento.

Respondes con dulzura. Te inclinas para besar ligeramente su bajo vientre, de una blancura cegadora bajo la lámpara, y le preguntas:

– ¿No tienes frío?

– Sí, un poco.

Esboza una pequeña sonrisa antes de preguntar:

– ¿Quieres un poco más de coñac?

Dices que quieres café. Se levanta de la cama, apaga el aire acondicionado y pone en marcha la cafetera eléctrica. Vierte en las tazas café instantáneo. Sus senos rollizos se balancean con cada uno de sus movimientos.

– ¿No crees que estoy demasiado gorda? -pregunta sonriendo-. Las chinas son más bellas que yo.

Tú dices que no es así, que a ti te gustan sus pechos, magníficos, muy atractivos.

– ¿Nunca habías podido tocar unos pechos así?

Ella se sienta frente a ti, en el sillón medio redondo de delante de la ventana, arrellanándose contra el respaldo, y deja que la contemples hasta la saciedad.

Te tapa el ascensor transparente del rascacielos. Detrás, la sombra de las montañas es todavía más oscura. Una noche mágica. Dices que su cuerpo desnudo, tan blanco, es increíble, casi irreal.

– ¿Por eso quieres café, para despertarte del todo? -pregunta, con un destello burlón en los ojos.

– ¡Para retener mejor este instante!

Dices, además, que la vida a veces parece un milagro. Te alegras de estar vivo todavía. Dices que todo es mera casualidad, que no es un sueño, sino la realidad.

– Yo, en cambio, preferiría vivir siempre en un sueño, pero es imposible. Me gustaría no pensar en nada más.

Bebe un trago de alcohol, cierra los ojos, tiene unas pestañas muy largas, una auténtica alemana. Le dices que abra las piernas para que puedas verla con claridad, para que esa imagen quede grabada en tus recuerdos. Ella dice que no quiere tener recuerdos, que sólo quiere sentir ese instante. Le preguntas si la ha notado. ¿Tu mirada? Ella dice que ha sentido que se desplazaba por su cuerpo. ¿De dónde a dónde? Dice que desde los dedos de los pies hasta la cintura; ah, un líquido sale de nuevo de ella, dice que te desea. Dices que tú también la deseas a ella, que quieres ver cómo se mueve ese cuerpo lleno de savia.

– ¿Para filmarme? -pregunta ella con los ojos cerrados.

– Sí.

La miras fijamente, tu mirada explora su cuerpo de los pies a la cabeza.

– ¿Podrían filmarlo todo?

– Todo.

– ¿No te da miedo?

– ¿Miedo de qué?

Dices que ahora ya no tienes nada que temer. Ella dice que ella tampoco, que le da igual. Dices que esto es Hong Kong y que China está muy lejos, le levantas para abrazarla de nuevo. Te pide que apagues la luz. Entonces penetras de nuevo en su carne húmeda y resbaladiza.

– ¿Te atraigo mucho? -jadea dulcemente.

– Sí, me quiero refugiar en ti.

Dices que te vas a refugiar en su carne.

– ¿Sólo en mi carne?

– Sí, y sin recuerdos, sólo este instante.

Ella dice que ella también necesita hundirse en la oscuridad, en una inmensidad caótica.

– Sentir el calor de una mujer…

– Un hombre también da calor, hace tiempo que no había tenido…

– ¿No habías estado con ningún hombre?

– No había estado tan excitada, tan agitada…

– ¿Por qué?

– No lo sé, no sé por qué…

– Intenta decírmelo…

– No lo tengo muy claro…

– ¿Es porque esto ha sucedido de repente, sin pensarlo?

– No me lo preguntes.

Pero tú quieres precisamente que te lo diga. Ella dice que no. Tú no te das por vencido, la bombardeas con preguntas: ¿Porque el encuentro fue casual? ¿Porque no os conocíais? ¿Es lo desconocido lo que la ha excitado? ¿O quizás ella estaba buscando esa excitación? Lo niega todo con la cabeza. Dice que te conoce desde hace tiempo, y que, aunque sólo te vio dos veces hace muchos años, se acordaba perfectamente de ti, y ese recuerdo lo veía cada vez con mayor nitidez. Además, dice que hace unas horas se emocionó mucho al verte. Dice también que no se acuesta con cualquier hombre, que no le faltan, que no es una cualquiera, que no tienes que insultarla…

Tú estás emocionado, también necesitas su intimidad, no se trata sólo de excitación sexual. Hong Kong, para ti y para ella, es una tierra extranjera. Tu relación con ella, el viejo recuerdo de hace diez años, fue en China, más allá del mar, cuando todavía vivías allí.

– Fue en tu casa, una noche de invierno…

– Hace tiempo que la precintaron.

– Tu casa era muy especial, muy agradable. Se estaba muy calentito…

– Era porque la tubería de la calefacción central siempre estaba muy caliente. En el apartamento, en invierno se podía estar con muy poca ropa. Recuerdo que cuando viniste traías un abrigo acolchado con el cuello subido.

– Teníamos miedo de que nos reconocieran y no queríamos causarte problemas…

– Es cierto, delante del edificio a menudo había un poli vestido de civil, pero se marchaba a las diez de la noche. Quedarse más tiempo en el viento de invierno de Beijing, que soplaba sin cesar, habría sido demasiado duro para él.

– Fue Peter quien tuvo la idea repentina de ir a verte sin telefonearte primero. Me dijo que quería llevarme a tu casa, que erais viejos amigos, que era mejor ir por la noche, así evitaríamos que nos interrogaran.

– No quise tener teléfono en mi casa para que mis amigos no soltaran por el auricular cualquier cosa comprometida y para evitar el contacto con los extranjeros. Peter era una excepción, vino a China a estudiar chino, y en esa época sentía una auténtica pasión por la Revolución Cultural de Mao. Discutíamos mucho. Realmente es un viejo amigo. ¿Qué ha sido de él?

– Nos separamos hace tiempo. Al principio fue representante en China de una empresa alemana. Después se casó con una china y se la llevó a Alemania. Me han dicho que ahora ha montado una pequeña empresa. En aquella época yo acababa de llegar a Beijing para estudiar. No hablaba muy bien el idioma. Me costaba hacer amigos.

– Sí, me acuerdo. Por supuesto que me acuerdo. Cuando entraste, te quitaste el abrigo, luego, la bufanda ¡Qué extranjera más guapa!, me dije.

– Menudo par de tetas, ¿no es eso?

– Claro. Un buen par de tetas, y una piel tan blanca, y unos labios tan rojos sin maquillaje, tan sexy.

– Es imposible que te fijaras en mis labios.

– Claro que sí, eran tan rojos que no era posible no fijarse en ellos.

– También era porque hacía mucho calor en tu casa, y porque había ido en bicicleta durante una hora.

– Aquella noche te quedaste en silencio, frente a mí. No dijiste nada.

– Os escuchaba con mucha atención. Peter y tú hablabais sin parar. Ya no me acuerdo de qué. En aquella época no comprendía muy bien el idioma, pero recuerdo que aquella noche sentí algo muy especial.

Y tú, por supuesto, te acuerdas de aquella noche de invierno, de las velas encendidas en el cuarto, que añadían algo más de dulzura a la velada. Desde la calle era imposible darse cuenta de si había alguien en la habitación. Al final conseguiste ese pequeño apartamento, un nido decente, un hogar en el que podías resistir las tormentas políticas del exterior. Ella estaba sentada en el suelo, de espaldas a la estantería de libros, sobre la alfombra -una alfombra de lana que seguramente fabricaron para la exportación, pero que acabó en el mercado interno-, probablemente un producto de segunda categoría vendido en oferta, pero, aun así, un producto de lujo, el equivalente a la totalidad de los derechos de autor que recibiste por un libro tuyo, un libro que no hablaba en absoluto de política, pero que, a pesar de eso, te había dado muchos quebraderos de cabeza. Ella tenía abierto el cuello de la blusa, resaltaba la piel de su abultado pecho, de un blanco deslumbrante; sus medias negras brillantes y sus largas piernas eran particularmente atractivas.

– No olvides que en tu casa también había una chica, con muy poca ropa, descalza, si no me falla la memoria.

– Normalmente estaba desnuda, incluso poco antes de que llegarais.

– Sí, aquella chica salió discretamente de otra habitación cuando nosotros ya habíamos empezado a beber algo y estábamos charlando desde hacía rato.

– Al ver que no os ibais enseguida, le dije que se uniera a nosotros. Se puso algo de ropa.

– Nos estrechó la mano y luego no dijo nada durante toda la noche.

– Como tú.

– Era una noche particular, nunca había visto ese ambiente en casa de un chino…

– Lo particular era que una joven belleza alemana llegara así, inesperadamente, y tuviera esos labios rojos…

– También había una belleza china, descalza, esbelta y adorable…

– Las llamas vacilantes de las velas…

– Bebíamos vino en tu habitación. Se estaba tan bien; era confortable y cálida. Escuchábamos cómo soplaba el viento glacial…

– Era tan irreal como ahora, puede que en la calle alguien estuviera vigilando…

Sin querer, piensas de nuevo en que quizá estáis siendo filmados en la habitación.

– ¿Todavía es tan irreal?

Te abraza con fuerza, tú cierras los ojos, la sientes contra ti, aprietas su cuerpo contra el tuyo, murmuras:

– No tienes que irte antes de que amanezca…

– Por supuesto… -dice ella-. Aquella noche tampoco tenía ningunas ganas de irme. Tenía que volver en bicicleta durante más de una hora en plena madrugada de invierno. Fue Peter quien quiso marcharse, y tú no hiciste nada para impedirlo.

– Sí, es verdad.

Le explicas que a ti te ocurría exactamente lo mismo, debías acompañar a tu amiga al cuartel con tu bicicleta.

– ¿Qué cuartel?

Dices que era enfermera en un hospital militar y que no tenía derecho a pasar la noche fuera.

Relaja el abrazo y pregunta:

– ¿De qué hablas?

Dices que el hospital militar en el que ella trabajaba se encuentra en un cuartel de un lejano barrio de Beijing. Ella llegaba todos los domingos por la mañana; tú debías ponerte en marcha el lunes a las tres de la mañana y hacer más de dos horas en bicicleta para dejarla en el complejo militar antes de que amaneciera.

– ¿Hablas de esa china? -pregunta apartándose de ti e irguiéndose.

Abres los ojos y ves los suyos, grandes, que te miran fijamente. Estás un poco confuso, lo mejor es explicarle que ha sido porque ella ha sacado el tema de tu amante de entonces.

– ¿Piensas mucho en ella?

Tras un momento de reflexión, dices:

– Todo eso está muy lejos. Hace tanto tiempo que no he vuelto a tener contacto…

– ¿Nunca has vuelto a saber nada de ella?

Cruza las piernas y se sienta sobre la cama.

– No.

Te yergues tú también y te sientas al borde de la cama.

– ¿No tienes ganas de volverla a ver?

Dices que para ti China ya está muy lejos. Ella dice que te entiende. Tú dices que no tienes patria. Ella dice que, aunque su padre era alemán y su madre judía, tampoco tiene patria, pero que no puede evitar los recuerdos. Le preguntas por qué. Ella te contesta que no es como tú, ella es una mujer. Dices simplemente «Ah», sin añadir nada más.

3

Necesitaba un nido, un lugar donde refugiarse, donde pudiera escapar de los demás, un hogar para él solo, para preservar su intimidad sin que lo vigilaran. Necesitaba una habitación insonorizada, para que, cuando cerrara la puerta, pudiera hablar en voz alta sin que lo oyeran, pudiera decir lo que quisiera, un universo de él para reflexionar sin bajar la voz. No podía seguir en su capullo, como una larva silenciosa, debía vivir, sentir, tener la posibilidad de gemir o de gritar cuando hiciera el amor con una mujer hasta la extenuación. Debía luchar para conseguir un espacio de vida, ya no podía soportar la presión de los años que acababan de pasar, y debía dar rienda suelta al deseo que se había despertado en él.

Sin embargo, en la pequeña habitación en la que vivía en aquella época apenas cabía una cama de soltero, un escritorio y una estantería. En invierno, una vez instaladas la estufa de carbón y su tubería extractora metálica, se hacía muy difícil moverse si había alguien más en el cuarto. El fino tabique que lo separaba de sus vecinos no conseguía ahogar el sonido de todo lo que ocurría en la habitación de al lado, tanto los juegos amorosos de la pareja de obreros durante la noche en su cama como cuando el bebé de ellos se ponía a llorar. Además, dos familias más compartían con él el patio en el que se encontraban la fuente de agua corriente y la alcantarilla. Siempre que la joven venía a su casa, los vecinos no le quitaban ojo de encima, y debía dejar su puerta entreabierta, mientras bebían el té o charlaban, para evitar las habladurías. Su mujer, con la que estaba casado desde hacía más de diez años, pero con quien nunca había vivido, pidió una investigación sobre él al comité del Partido de la Asociación de Escritores, que se puso en contacto con el comité de vecinos del barrio. El Partido se metía en todo, ya fuera en sus pensamientos, en sus obras o en su vida privada.

Cuando esa chica vino a su casa por primera vez, vestía un uniforme del ejército demasiado ancho para ella y que estaba decorado con insignias rojas. Con la cara igualmente roja, le dijo que se había emocionado al leer sus novelas. Él no se acababa de fiar de las chicas que llevaban uniforme militar, pero le sorprendió su cara de bebé y le preguntó la edad. Ella le contestó diciendo que había estudiado en una escuela de medicina militar y que actualmente estaba haciendo prácticas en un hospital del ejército. Acababa de cumplir diecisiete años. Él pensó que era la edad en la que las chicas se enamoran fácilmente.

Cuando la besó por primera vez, después de cerrar la puerta de su habitación, todavía no había conseguido la sentencia de divorcio. Mientras la acariciaba conteniendo la respiración, escuchaba las voces de los vecinos, que sacaban agua del patio, lavaban la ropa o la verdura y tiraban por el desagüe el agua que habían usado. También escuchaba sus pasos.

Cada vez tenía más claro que si necesitaba un apartamento, no era para estar con una mujer. Necesitaba un techo que lo protegiera del viento y de la lluvia, y cuatro paredes para aislarse del ruido. Pero no tenía la menor intención de volver a casarse. Estaba harto de aquel matrimonio que había durado más de diez años, mantenido sólo por la fuerza de la ley, y necesitaba sentirse libre. Desconfiaba de las mujeres, sobre todo de esas chicas jóvenes y bellas que parecían llenas de porvenir y de las que era capaz de enamorarse perdidamente. Lo traicionaron y denunciaron varias veces. Cuando todavía estaba en la universidad, se enamoró de una estudiante de su clase. Tenía la cara y la voz más dulces que había visto. Esa adorable joven, que quería progresar, hizo un informe ideológico al secretario de la célula del Partido en el que mencionaba los comentarios sarcásticos que él había hecho sobre la novela revolucionaria El canto de la juventud, que la Liga de la Juventud Comunista consideraba de lectura obligatoria. La estudiante no tenía ninguna intención de perjudicarlo, incluso se sentía atraída por él, pero cuanto más enamorada estaba una chica, más se abría al Partido, como un creyente necesita confesar sus secretos al cura. A partir de ese momento, la célula de la Liga llegó a la conclusión de que él tenía pensamientos negativos. Todavía no era demasiado grave, la universidad incluso le acabó dando el diploma, aunque no lo admitieron en la Liga. Las acusaciones de su esposa eran mucho más peligrosas; cualquier tipo de prueba, aunque hubiera sido un simple pedazo de papel escrito furtivamente, habría bastado para condenarlo por contrarrevolucionario. ¡Ah! ¡Qué bella época aquellos años de revolución, en los que hasta las chicas se volvían locas, tan locas que eran capaces de sembrar el pánico a su alrededor!

No podía confiar en aquella muchacha que se presentaba vestida de uniforme. Venía a pedirle consejos de literatura. El le contestó que no podía enseñarle y que le sugería que siguiera los cursos nocturnos de la universidad. Había todo tipo de cursos de literatura. Se podía inscribir pagando una pequeña suma, y al cabo de dos años le daban incluso un diploma. Ella le preguntó qué libros tenía que leer. El le respondió que lo mejor era que no leyera manuales, la mayor parte de las bibliotecas habían abierto de nuevo sus puertas y podía tener acceso a todos los libros que habían estado prohibidos. La joven dijo, además, que tenía ganas de aprender a escribir; pero él le desaconsejó que lo hiciera, para que eso no fuera un obstáculo en su carrera; pues él mismo no había parado de tener problemas por su afición a la escritura. Una muchacha sencilla y pura como ella, que llevaba un uniforme militar y había aprendido medicina, tenía un futuro muy claro. Pero ella respondió que no era tan sencilla ni pura como él pensaba. Quería aprender más cosas, comprender la vida, lo que no era ninguna contradicción con el hecho de llevar un uniforme y estudiar medicina.

No negaba que se sentía atraído por ella, pero hubiera preferido hacer el amor con total tranquilidad con las chicas indecentes, salidas del fango de las capas inferiores de la sociedad, a gastar saliva para enseñarle a ella lo que era la vida. Y, de todos modos, ¿qué era la vida? Sólo Dios lo sabía.

Era incapaz de explicar a la joven que había venido a pedirle consejo lo que era la vida, y todavía menos lo que se llamaba literatura, como tampoco conseguía explicar al secretario del Partido de la Asociación de Escritores, de la que dependía, lo que él entendía por literatura. No tenía ninguna necesidad de que lo guiaran o lo autorizaran. Por eso, siempre que salía de un problema, se acababa metiendo en otro.

Frente al uniforme que llevaba la muchacha, a pesar de ser adorable y fresca, no abrigaba ningún deseo con respecto a ella ni se sentía conmovido. Jamás habría imaginado que la tocaría y que acabaría incluso acostándose con ella. Cuando le trajo los libros que tomó de la estantería, le dijo que los había leído todos; todavía tenía la cara roja, venía de la calle, aún no había recuperado el aliento. Le preparó una taza de té, como habría hecho si hubiera recibido al redactor de una revista. Le dijo que se sentara en una silla que estaba al lado de su escritorio, detrás de la puerta, y él se sentó en la otra silla, delante del escritorio. En la habitación también había un sofá bastante rudimentario. Acababa de empezar el invierno y la estufa de carbón estaba encendida. Si le hubiera dicho que se sentara en el sofá, el tubo de la estufa le habría tapado su cara y les habría incomodado para charlar. Por eso estaban los dos sentados cerca del escritorio. Las manos de la joven acariciaban sobre la mesa las novelas que había traído, censuradas en otro tiempo por reaccionarias y eróticas. Eso quería decir que ella había saboreado esos frutos prohibidos, o, al menos, su turbación venía de que conocía su naturaleza.

Lo primero que le llamó la atención de su cuerpo fueron sus manos, tan delicadas y tiernas, y que, muy cerca de él, continuaban acariciando los libros. La chica se dio cuenta de que las estaba examinando y las escondió bajo la mesa. Su cara se puso todavía más roja. Él empezó a preguntarle qué pensaba de los héroes de esos libros y, sobre todo, por supuesto, de las heroínas. El comportamiento de aquellas mujeres no correspondía en absoluto a la moral de entonces y todavía menos a las enseñanzas del Partido. Él le dijo que probablemente eso era lo que se llamaba vida, y que en la vida no había medida. Si un día ella lo denunciaba o si la organización del Partido a la que servía con su uniforme le pedía explicaciones sobre la relación que mantenía con él, no habría nada grave en sus palabras. Las experiencias vividas le habían enseñado a ir con cuidado en ese sentido. Y además, después de todo, ¡eso también era la vida!

La joven añadió de inmediato que el presidente Mao también había tenido muchas mujeres. Sólo entonces, él se atrevió a besarla. Con los ojos cerrados, ella le dejó acariciar su cuerpo, tan sensible que parecía electrificado, bajo su uniforme militar demasiado ancho. Ella le preguntó si podía prestarle otros libros del mismo estilo. Dijo que quería aprenderlo todo, que eso no tenía nada de peligroso. Entonces él le explicó que cuando los libros se convertían en frutas prohibidas, lo único peligroso era la sociedad, y que por eso tantas personas habían perdido la vida durante la supuesta Revolución Cultural, que ahora se consideraba acabada. Ella dijo que eso ya lo sabía, que había visto golpear a hombres hasta matarlos, la sangre negra cubierta de moscas que salía de la nariz de los cadáveres de los llamados contrarrevolucionarios, que nadie se atrevía a reclamar. Entonces ella era una niña, pero ahora ya no se la podía considerar como tal, ya era una adulta.

El le preguntó qué significaba ser adulto. Ella le dijo que no olvidara que era estudiante de medicina y sonrió. Luego él la tomó de la mano y la besó en los labios, que se abrieron poco a poco. Después de aquel día, ella volvió a menudo a devolver y pedir prestados nuevos libros, siempre los domingos, y se quedaba cada vez más tiempo, a veces desde el mediodía hasta la noche, pero debía tomar el autobús de las ocho para tener tiempo de llegar al cuartel, que se encontraba en un barrio lejano a las afueras de la ciudad. Cuando oscurecía y los ruidos del agua y del lavado de las verduras descendían en el patio y los vecinos cerraban sus puertas, él también cerraba la suya y la abrazaba efusivamente. Ella nunca se quitaba el uniforme y mantenía la vista fija en el despertador. Cuando llegaba la hora del último autobús, se abotonaba con rapidez la chaqueta y se iba.

Cada vez necesitaba con mayor urgencia una vivienda para proteger su vida privada. Cuando obtuvo, no sin bastante esfuerzo, la sentencia de su divorcio, presentó la solicitud de casarse según la concepción ortodoxa oficial con respecto a la vida cotidiana, y precisó en la petición que la condición que ponía su futura esposa para el matrimonio era que primero tuviera una vivienda decente. Ya tenía casi veinte años de antigüedad (incluidos los años de reeducación en el campo durante la Revolución Cultural), y, según el reglamento sobre la repartición de las viviendas, hacía tiempo que tenían que haberle dado una. Sin embargo, tuvo que luchar dos años más y se peleó un montón de veces con los encargados de las viviendas, hasta que, al final, le dieron un pequeño apartamento, antes de que la dirección del Partido, situada por encima de la Asociación de Escritores, cayera sobre él y lo acusara. Utilizó todos sus ahorros y pidió un adelanto de los derechos de autor de un libro, sin saber si sería publicado o no, para hacer de su vivienda un pequeño remanso de paz.

Desde el momento en que la joven puso los pies en su nuevo apartamento, nada más echar el cerrojo, los dos se sintieron terriblemente excitados. Por aquella época todavía no habían encalado del todo las paredes y el suelo estaba cubierto de manchas blancas. No había ninguna cama, y fue sobre un trozo de plástico manchado de cal que descubrió su esbelto cuerpo de joven mujer, hasta entonces oculto a sus ojos bajo el uniforme demasiado ancho. Ella le pidió que sobre todo no la penetrara, porque el reglamento de su hospital militar la obligaba cada año a pasar un reconocimiento médico completo, y a las enfermeras que no estaban casadas les hacían una revisión del himen. Antes de entrar en el ejército, se someten a un riguroso examen político y a otro físico, ya que, además del servicio diario en el hospital, a veces también deben asumir tareas militares y salir en misión para ocuparse de la salud de sus comandantes. Habían fijado la edad de matrimonio de las enfermeras en los veintiséis años, como mínimo, y el ejército debía aprobar la elección del consorte. Antes de que llegara ese momento, no tenían derecho a dimitir, pues se decía que podían estar al tanto de algún secreto de Estado.

Lo hizo todo con ella, pero respetó su promesa. Dicho de otro modo, hizo con ella todo lo que era posible hacer sin penetrarla. Poco después la enviaron a una misión con un comandante a la frontera chino-vietnamita, y no volvió a tener noticias de ella.

Cerca de un año más tarde, también era invierno, de repente apareció de nuevo ante él. Acababa de regresar de madrugada de casa de un amigo, donde había pasado la noche bebiendo, y escuchó que llamaban flojo a la puerta. Al abrir, la vio llorando. Le dijo que lo había esperado seis horas en la calle, helada, pero que no se atrevió a entrar en el edificio por miedo a que le preguntaran qué buscaba. Se refugió en un cobertizo y al final vio que la luz del piso se encendía. Él cerró la puerta rápidamente y las cortinas. Antes de recuperar el aliento, la joven, todavía envuelta en su abrigo militar demasiado ancho, le dijo: «Hermano, fóllame».

La tumbó sobre la alfombra, dieron vueltas y más vueltas; no, volcaron ríos y el mar, desnudos, como peces, o más bien como bestias salvajes, peleándose y mordiéndose. Ella sollozaba. Él le dijo: «No retengas tu llanto, nadie puede oírte fuera». Entonces ella se puso a llorar con todas sus fuerzas, luego a dar alaridos. Él le dijo que era un lobo. Ella dijo que no, que era su hermano del alma. Él dijo que quería convertirse en un lobo, en una verdadera fiera salvaje, cruel y ávida de sangre. Ella dijo que lo comprendía, era su hermano, le pertenecía, no tenía ningún temor, a partir de ese momento sería toda de él; lamentaba tan sólo no haberse entregado antes… «No digas eso…», respondió él.

Después ella dijo que quería que sus padres le hicieran dejar el ejército como fuera. Él recibió poco antes una invitación para ir al extranjero, pero no conseguía marcharse. Ella dijo que lo esperaría, era su pequeña mujer. Y cuando finalmente obtuvo su pasaporte y su visado, fue ella la que le dijo que se marchara lo antes posible, antes de que no pudiera hacerlo. No pensaba que se separarían para siempre, o no lo quería, no se atrevía a pensarlo, para no ver el fondo de su corazón.

No le permitió que lo acompañara al aeropuerto. De hecho, ella dijo que no podría pedir permiso para ir a despedirlo. De todos modos, si tomaba el primer autobús de la mañana desde el cuartel, debía cambiar todavía varias veces para ir al aeropuerto y probablemente le sería imposible llegar antes de que el avión despegara.

No se acababa de creer que estuviera marchándose de su país. Sólo cuando se pusieron en marcha los motores del avión y empezó a elevarse por la pista del aeropuerto de Beijing, se dio cuenta de que realmente estaba abandonando el país. En ese momento pensó que «quizá» no volvería nunca más a aquella tierra que aparecía a través de la ventanilla, aquella tierra amarilla que llamaban patria, donde nació, creció, estudió, se hizo adulto, sufrió, y que nunca había pensado abandonar.

De hecho, ¿tenía alguna patria? ¿Ese inmenso espacio amarillo atravesado por ríos helados, que se movía bajo las alas del avión, era su patria? Esa pregunta sólo se derivó de las otras que vinieron más tarde, y la respuesta la fue teniendo clara poco a poco.

Por aquel entonces sólo pensaba en liberarse, en salir del país para respirar tranquilamente, dejando atrás la sombra que lo cubría. Antes de conseguir el pasaporte, esperó casi un año, durante el cual se dirigió a todos los departamentos competentes. Era un ciudadano de ese país, no un criminal. No había ningún motivo para que le negaran el derecho a salir. Pero las personas recibían un trato diferente según quienes fueran, y siempre podían encontrar una buena razón para no dejarle marchar.

Una vez en la aduana, le preguntaron qué llevaba en la maleta. Él respondió que no había nada prohibido, sólo sus efectos personales. Le mandaron que la abriera. Tuvo que obedecer.

– ¿Qué hay ahí dentro?

– Una laja para preparar tinta. Es nueva.

Con eso quería decir que no era una antigüedad, un artículo prohibido, pero de todos modos, si realmente querían que no viajara, encontrarían cualquier pretexto. Cada vez estaba más tenso. Un pensamiento atravesó su mente como un relámpago: ese país no era el suyo.

En ese preciso instante, le pareció escuchar un grito:

– Hermano…

Tomó aire e intentó calmarse.

Finalmente lo dejaron pasar. Cerró su maleta, la dejó sobre la cinta, cerró la cremallera de su bolsa de viaje y se dirigió hacia la puerta de embarque. Entonces escuchó otra vez una voz que parecía gritar su nombre. Continuó caminando como si no la hubiera oído, pero, aun así, unos pasos después se volvió. El hombre que acababa de revisar su maleta observaba a unos extranjeros que avanzaban por el pasillo de pequeños tabiques y dejaba pasar a todo el mundo.

En aquel instante volvió a escuchar un grito largo; era una voz femenina que gritaba su nombre, el sonido venía de muy lejos, flotaba sobre el barullo que se elevaba de la gente de la sala de espera. Su mirada buscó de dónde provenía esa llamada, más allá de la barrera de madera que marcaba el paso de la aduana, y vio una silueta, que llevaba un abrigo militar y un quepis, apoyada contra la barandilla de mármol blanco del primer piso, aunque no podía distinguir la cara.

La noche en que se separaron, ella le murmuró al oído, acurrucada contra él: «Hermano, no vuelvas, no vuelvas». ¿Era un presentimiento, o ella pensaba por él? ¿Había sido más clarividente que él? ¿Adivinó sus pensamientos? Él no dijo nada. Todavía no tenía el valor de decidirse. Pero ella le metió esa idea en la cabeza, aunque no se atreviera a afrontarla. Todavía no estaba preparado para cortar los hilos de sus sentimientos y su deseo, y no podía abandonarla.

Esperaba que no fuera ella la que estaba inclinada en la barandilla. Se volvió para caminar hacia la puerta de embarque. La señal roja parpadeaba en el panel de salidas. Oyó de nuevo un grito estridente y desesperado, un largo «Hermano…». Seguro que era ella; pero no se volvió y cruzó la puerta.

4

Sus recuerdos vuelven con el contacto de su piel húmeda y tibia, que se contorsiona sin cesar. Sabes que no es ella; no es aquel cuerpo delgado y ágil que estaba totalmente a tu merced, sino una carne sólida y robusta, que se pega estrechamente a ti; es tan ávida, tan desenfrenada, que hace que tú también agotes por completo tus fuerzas.

– ¡Sigue contando! Háblame de esa joven china, de cómo te aprovechaste de ella antes de abandonarla.

Tú dices que ella es una mujer hecha y derecha, mientras que aquella chica sólo era una niña que quería ser mujer, y estaba lejos de ser tan desvergonzada y ávida como ella. -¿No te gusta? -pregunta ella.

Tú dices que sí, por supuesto, es justamente con lo que siempre has soñado, esa falta de límites, ese placer de ir hasta el final.

– ¿También querías transformarla para que fuera así?

– ¡Sí!

– ¿Para que se corriera también como una fuente?

– Sí, exactamente.

Jadeas removiéndote.

– ¿Para ti todas las mujeres son iguales?

– Claro que no.

– ¿Qué diferencia hay?

– Es otro tipo de excitación.

– ¿En qué era diferente?

– Había una mezcla de afecto y de compasión.

– ¿No has gozado con ella?

– Sí, pero de otra manera.

– Y ahora ¿sólo sientes deseo carnal?

– Eso es.

– ¿Y quién te la chupa ahora?

– Una alemana.

– ¿Una puta para pasar la noche?

– No.

Pronuncias su nombre: ¡Margarita!

Ella ríe, toma tu cabeza entre sus manos y te besa. Sentada a horcajadas sobre ti, ha dejado de apretarte con sus piernas alrededor de tu cuerpo y ha inclinado su rostro para separar el cabello que cae sobre sus ojos.

– ¿No te has equivocado de nombre?

Su tono de voz es muy raro.

– ¿No te llamas Margarita? -preguntas un poco indeciso.

– Sí, te lo he dicho yo misma hace un rato.

– Me lo dijiste cuando me preguntaste si me acordaba de ti.

– De todos modos, yo te lo dije.

– Si querías que lo adivinara, podrías haber esperado un segundo más.

– Estaba impaciente y tuve miedo, de que no te acordaras -reconoce ella-. A la salida del teatro había algunos espectadores que querían hablar contigo. Yo me sentí un poco incómoda.

– No tenías por qué, eran amigos.

– ¿Por qué no han venido a beber una copa con nosotros? Se han ido enseguida, no han hablado casi nada contigo.

– Quizá porque había una extranjera. No querían molestar.

– ¿Desde ese momento pensaste en acostarte conmigo?

– No, pero se te notaba que estabas muy excitada.

– Yo he vivido varios años en China, entiendo tu obra de teatro. ¿Crees que los de Hong Kong también consiguen entenderla?

– No sé.

– Hay que haber pagado un cierto precio para eso.

Adopta una postura grave al decir esas palabras.

– Una alemana llena de gravedad -dices riendo para relajar el ambiente.

– No, ya te lo he dicho, no soy alemana.

– De acuerdo, una judía.

– Una mujer -dice con lasitud.

– Todavía mejor.

– ¿Por qué mejor?

De nuevo vuelve a adoptar un tono extraño.

Tú dices que nunca has estado con una judía.

– ¿Has estado con muchas mujeres? -pregunta mientras por sus ojos pasa un relámpago.

– Debo reconocer que he estado con unas cuantas desde que salí de China.

Confiesas, inútil mentirle.

– ¿Cada vez que vas a un hotel como este, te acompaña una mujer? -pregunta de nuevo.

– No tengo esa suerte. Además, es el teatro en el que se representa mi obra el que paga esta habitación -le explicas riendo.

Su mirada se enternece; se tumba a tu lado. Dice que le gusta tu franqueza, más de lo que le gustas tú.

Dices que la quieres, a ella, no sólo a su cuerpo.

– Entonces está bien.

Es sincera, su cuerpo se aprieta contra el tuyo, sientes que se relaja. Dices que por supuesto que te acuerdas de ella, de aquella noche de invierno. También vino a verte en otra ocasión. Ella dice que pasaba por allí, que al tomar el nuevo cruce de carreteras del paseo periférico vio tu edificio y se acercó sin saber muy bien por qué. Quizá quisiera ver los cuadros de tu casa. Eran muy originales, parecían una especie de sueños negros; fuera el viento soplaba, en Alemania el viento no ruge de ese modo, en Alemania todo es tranquilo y aburrido. Aquella noche tú habías encendido unas velas, el ambiente le parecía un tanto misterioso, a ella le hubiera gustado ver tus cuadros a la luz del día.

– ¿Todos aquellos cuadros eran tuyos?

Tú dices que en tu casa sólo colgabas cuadros tuyos.

– ¿Por qué?

– La habitación era demasiado pequeña.

– ¿También tenías el oficio de pintor? -pregunta otra vez.

– Sin autorización. Las cosas funcionaban así en aquella época -dices tú.

– No entiendo.

Tú dices que es lógico que no lo entienda. Eso ocurría en China. Una fundación artística alemana te había contratado para pintar, pero las autoridades chinas negaron la autorización.

– ¿Por qué?

Dices que era imposible saber por qué. En aquella época te informaste en todos los lugares; pediste a un amigo que fuera a preguntar a la administración pertinente, y le respondieron que tu actividad era la de escritor y no la de pintor.

– Pero ¿por qué razón un escritor no puede también ser pintor?

Le dices que ella no lo puede entender, aunque hable chino; lo que ocurre en China nunca se explica sólo con ayuda del idioma.

– Entonces no hablemos más del asunto.

Ella dice que recuerda muy bien aquella tarde, en la que el sol brillaba en tu habitación y estaba sentada en un sofá contemplando tus cuadros, incluso tenía muchas ganas de comprarte uno. Sin embargo, todavía era estudiante y no tenía suficiente dinero. Fuiste tú quien le ofreciste uno. Ella dijo que no podía aceptarlo, que era tu trabajo de creación. Tú le explicaste que a menudo regalabas cuadros a los amigos, que los chinos no se compraban cuadros entre amigos. Ella dijo que os acababais de conocer, que todavía no erais amigos, que eso le molestaba, y que, sin embargo, si tenías un catálogo, podías darle un ejemplar, o podía comprártelo. Pero le dijiste que en China era imposible publicar un catálogo de cuadros, pero que, ya que le gustaban tanto, ¿por qué no podías regalarle uno? Ella te dice ahora que tu cuadro todavía está colgado en su casa de Francfort, que para ella es un recuerdo muy especial, una especie de sueño, una imagen interior en la que uno se pierde.

– ¿Por qué insististe en que me quedara con uno? ¿Te acuerdas de aquel cuadro? -pregunta.

Tú dices que no, pero recuerdas que querías pintarla a ella, querías que te hiciera de modelo, todavía no habías pintado a una extranjera.

– Era muy peligroso -dice.

– ¿Por qué?

– Por mí no había ningún problema, pero para ti era peligroso. No me dijiste nada. Puede que fueras a hacerlo cuando llamaron a la puerta. Abriste y era un tipo que venía a anotar la lectura del contador de la luz. Le acercaste una silla para que se subiera encima. Anotó el número y se marchó. ¿Crees realmente que vino a mirar el contador? -pregunta.

Tú no respondes, ya no te acuerdas y dices que tu vida en China te aparece muchas veces en pesadillas, quieres olvidarla, pero acaba resurgiendo en tu subconsciente.

– ¿Nunca avisan? ¿Pueden entrar en casa de la gente en cualquier momento?

Dices que era en China, que allí todo era posible.

– Después de aquella visita, no me acerqué nunca más a tu casa, tenía miedo de causarte problemas -dice con dulzura.

– No lo había pensado… -dices tú.

De pronto quieres mostrarte cariñoso con ella, agarras sus grandes senos con tus manos.

Con los dedos, te acaricia el dorso de la mano.

– Eres tierno -dice ella.

– Tú también, tierna Margarita.

Sonríes.

– ¿Te vas mañana? -preguntas.

– Deja que lo piense… Todavía puedo quedarme, pero tendré que cambiar el billete de regreso a Francfort. ¿Cuándo vuelves a París?

– El próximo martes. Es un billete de tarifa reducida. Es difícil cambiarlo, sólo pagando un suplemento.

– No, yo debo volver como muy tarde este fin de semana -dice-. El lunes una delegación china viene a Alemania para negociar con mi empresa. Yo soy la intérprete. No soy libre como tú, tengo un jefe.

– En ese caso, todavía tenemos cuatro días -dices después de contarlos.

– Mañana… No, ya ha pasado una noche, sólo faltan tres días -dice ella-. Después iré a telefonear a mi jefe para pedirle unos días de fiesta y para cambiar mi billete. Luego pasaré por mi hotel a recoger mis cosas.

– ¿Y tu jefe?

– Ya se las arreglará. De todos modos, mi trabajo aquí ya ha terminado.

Afuera ya es de día. Algunos pedazos de nubes permanecen pegados a la punta de los blancos rascacielos cilíndricos. La cima de las colinas está inmersa en la bruma. Sobre sus laderas, la vegetación parece totalmente negra, como si fuera a llover.

5

Está en su casa, en Beijing; no sabe cómo ha vuelto. Ya no consigue encontrar la llave de su apartamento para abrir la puerta. Está preocupado; tiene miedo de que los vecinos lo reconozcan. Escucha unos pasos que vienen de arriba, se vuelve con rapidez y finge que está bajando. El hombre que viene del piso de arriba lo roza con su hombro en el recodo de la escalera; se vuelve y lo reconoce: -¿Has regresado?

Es Lao Liu, su jefe de sección de la época en que trabajaba de redactor, mal afeitado, como cuando lo sometían a los interrogatorios de acusación y de persecución durante la Revolu ción Cultural. Había defendido a su antiguo jefe y seguramente él debía de guardar un buen recuerdo de esa vieja amistad. Le explica que no consigue encontrar su llave. Lao Liu deja escapar un profundo suspiro:

– Han requisado tu apartamento y se lo han dado a otro inquilino.

Entonces recuerda que precintaron su apartamento hace mucho tiempo.

– ¿Puedes encontrar algún lugar donde pueda esconderme? -pregunta él.

Visiblemente incómodo, Lao Liu responde:

– Hay que pasar por la oficina de gestión de los alojamientos. Es difícil. ¿Cómo es que no has avisado antes de venir?

Dice que ha comprado un billete de ida y vuelta, que no pensaba… Habría tenido que pensarlo, no obstante, ¿cómo podía estar tan atolondrado? Quizá, después de pasar tantos años en el extranjero, ha debido de olvidar las penalidades que pasó en China. Alguien está bajando la escalera. Lao Liu se apresura a salir del edificio y finge que no lo conoce. Él sigue inmediatamente sus pasos para que no lo vuelvan a reconocer, pero cuando llega abajo y sale a la calle, Lao Liu ha desaparecido. El polvo vuela en el aire, se ha levantado un viento de arena como el que sopla en Beijing al principio de la primavera. Sin embargo, en ese instante, no sabe si estamos en primavera o en otoño. Va vestido con poca ropa, tiene frío y recuerda de repente que Lao Liu murió hace tiempo, al tirarse de la ventana del edificio en donde trabajaba. Tiene que huir enseguida de ahí y tomar un taxi hacia el aeropuerto, pero se da cuenta de que confiscarán inmediatamente sus papeles en la aduana, ya que ha sido declarado enemigo público. Ignora por completo cómo ha ocurrido y más aún por qué no puede ir a ningún sitio de esa ciudad en la que pasó la mitad de su vida. Entonces llega a una comuna popular de las afueras y quiere alquilar una casa en el campo. Un campesino que lleva una pala lo conduce a un tinglado cubierto por una tela plástica y le señala con la pala una hilera de hoyos cementados. Probablemente han cavado en la tierra reservas de coles para el invierno, están revestidas, ya es un progreso, piensa. En la época en que se sometía en el campo a la reeducación por el trabajo, llegó a dormir en el suelo, sobre la tierra batida recubierta de paja, cada uno pegado al de al lado, disponiendo de un espacio de unos cuarenta centímetros, menos ancho que esas fosas, que sólo acogen a una sola persona, y que son mayores que los nichos cimentados del cementerio, donde reposan los ataúdes de su padre y de su madre; no se puede quejar. Una vez en el interior, se da cuenta de que bajo la escalera hay otro nivel, otra hilera de hoyos; si debe alquilar algo aquí, será mejor alquilar el nivel inferior, estará más insonorizado, dice que su mujer va a cantar. ¡Ha venido con una mujer!… Se despierta, es una pesadilla.

Hacía tiempo que no había tenido ese tipo de pesadillas y, cuando tenía alguna, ya no tenían nada que ver con China. En el extranjero había encontrado a mucha gente que llegaba de allí y que a menudo le decían: «Deberías volver, darte una vuelta. Beijing ha cambiado mucho, ya no reconocerías aquello, ¡hay más hoteles de cinco estrellas que en París!». De eso estaba seguro. Y si alguien le decía que hoy en día era muy fácil hacer fortuna en China, tenía ganas de decirle que, si era tan fácil, por qué no la hacía. Y si le preguntaban si pensaba en China, contestaba que sus padres estaban muertos los dos. ¿Y la nostalgia del pueblo natal? También la había enterrado. Ya hacía diez años que había dejado su país y no quería recordar ese pasado con el que pensaba que había roto por completo.

Ahora es un pájaro libre. Es una libertad interior, no tiene ninguna preocupación, es libre como el aire, como el viento. Y esta libertad no se la ha concedido ningún dios, él es el único que sabe el precio que tiene que pagar por ella y el valor que tiene. Tampoco piensa unirse de nuevo a una mujer; la familia y los hijos suponen para él una carga demasiado pesada.

Con los ojos cerrados, deja que su mente divague. Sólo cuando cierra los ojos deja de notar la mirada de los demás y no se siente vigilado; con los ojos cerrados es libre, puede dejar que sus pensamientos vaguen, a veces incluso hasta en las profundidades de una mujer, hasta en ese lugar maravilloso. Una vez, visitó una cueva calcárea perfectamente conservada del Macizo Central de Francia, en la que los visitantes entraban en fila india en unos pequeños coches eléctricos unidos por un cable, protegidos por una barandilla metálica. Unas luces de color naranja iluminaban la cueva, que tenía las paredes llenas de ondulaciones y las estalactitas con forma de tetas goteaban sin parar. Esa oscura cavidad natural parecía un gigantesco útero de una profundidad increíble. En ella se sentía minúsculo, como un espermatozoide, un espermatozoide estéril, que se contentaba con pasear por allí, aprovechando su libertad después de apaciguar el deseo.

De niño, en una época en la que el deseo sexual todavía no se había manifestado en él, viajó a lomos de una oca, después de leer un cuento que su madre le había comprado, o incluso llegó a recorrer por la noche el palacio de los duques de Florencia montado sobre un cerdo de cobre, como el que apretaba en sus brazos el huérfano de un cuento de Andersen. También recordaba que la primera vez que sintió la dulzura, femenina no fue con su madre, sino con una sirvienta de su familia que llamaban mamá Li. Ella era la que lo bañaba desnudo en un cubo mientras él jugaba con el agua. Luego lo abrazaba y lo apretaba contra su cálido pecho para llevarlo a la cama, antes de aliviarle las comezones y de acunarlo para que se durmiera. Esta joven campesina se lavaba y peinaba sin pudor delante del pequeño. Recordaba sus gruesos senos blancos, que colgaban como peras, y sus cabellos negros relucientes, que le llegaban hasta la cintura. Ella los desenredaba con un peine fino de hueso y los enrollaba en un gran moño que se hacía en la cabeza después de haberla envuelto con una redecilla. En esa época su madre iba a rizarse el cabello a la peluquería y no debía de ser tan complicado para ella peinarse. La escena más cruel de su infancia fue cuando vio cómo pegaban a su madre Li. Su marido vino a buscarla y quería llevársela a la fuerza, pero ella se agarraba a las patas de la mesa y no se soltaba. El hombre le arrancó el moño, la golpeó en el suelo, haciendo que cayeran sobre las baldosas las gotas de sangre que salían de su frente hinchada. Su madre no consiguió pararlo, y de ese modo supo que mamá Li había huido de su pueblo, porque no soportaba los malos tratos que recibía de su marido. Le dio a su esposo unas monedas de plata envueltas en un tejido azul impreso, un brazalete de plata y todo el dinero que había conseguido ahorrar de su sueldo durante varios años, pero no pudo comprar su libertad.

La libertad no es un derecho del hombre que concede el cielo, y la libertad de soñar tampoco se adquiere desde el nacimiento: es una capacidad que hay que preservar, una conciencia, sobre todo porque las pesadillas no paran de perturbarla.

– ¡Atención, camaradas, quieren restaurar el capitalismo! Estoy hablando de todos esos diablos malhechores que se encuentran en todos los niveles, desde la cima hasta la base. En el Comité Central también hay. Debemos desenmascararlos sin la menor piedad. Debemos proteger la pureza del Partido. No permitiremos que se ensucie la gloria de nuestro Partido. ¿Se encuentra alguno de ellos entre los que estamos aquí? No me atrevería a decir que no. De entre las mil personas que estamos reunidas aquí, ¿creéis que todos están limpios? ¿No habrá ninguno que esté provocando disturbios por todas partes y pescando en río revuelto? Quieren perturbar nuestro frente de clase. ¡Os ruego, camaradas, que permanezcáis con los ojos bien abiertos y desenmascaréis sistemáticamente a todos los que se opongan al Presidente Mao, al comité central del Partido, al socialismo!

Cuando, en la tribuna, la voz del dirigente vestido de uniforme verde se paró, los asistentes empezaron a lanzar consignas:

– ¡Eliminemos a esos monstruos!

– ¡Juremos defender al Presidente Mao hasta la muerte!

– ¡Juremos defender al comité central del Partido hasta la muerte!

– ¡Exterminemos al enemigo que no se rinde!

Alrededor de él, todo el mundo se desgañotaba; él también tenía que gritar para que lo oyeran los que le rodeaban, no bastaba con levantar el puño. Sabía que, de entre los que habían asistido, todos los que hicieran un gesto distinto a los demás corrían el riesgo de llamar la atención; incluso sentía por la espalda cómo algunas miradas se posaban en él. Sudaba. Por primera vez sintió que era un enemigo, que probablemente podían exterminarlo.

Sin duda pertenecía a esa clase que querían eliminar, pero ¿a qué clase podían haber pertenecido su padre y su madre para que desaparecieran? Su bisabuelo quiso conseguir un título de funcionario, y para eso donó todas las casas de una calle entera, su patrimonio, pero no consiguió ningún cargo oficial. Se volvió loco y acabó quemando la última casa que le quedaba -era en la época del Imperio Manchú, su padre todavía no había nacido. Por otra parte, su abuela materna empeñó todos los bienes que su abuelo había dejado y lo perdió todo antes de que naciera su madre. Nadie, ya fuera del lado de su padre o de su madre, había estado metido en política; sólo su segundo tío paterno había retenido y guardado para el nuevo poder grandes sumas de dinero que iban a huir del banco hacia Taiwan, lo que le sirvió para conseguir el título de personalidad demócrata en recompensa por sus méritos, siete u ocho años antes de ser tachado de «derechista». Todos vivían gracias a sus sueldos, no les faltaba de nada, pero tenían miedo a quedarse sin trabajo. Quizá por eso, acogieron con alegría la llegada de la nueva China, pensando que aquel nuevo Estado sería de todos modos mejor que el anterior.

Después de la «liberación», los «bandidos comunistas» se convirtieron en el «Ejército Comunista», luego en el «Ejército de Liberación», y, por fin, según su nombre oficial, en el «Ejército Popular de Liberación». Cuando entraron en las ciudades, sus padres también se sintieron liberados. Creían que las guerras incesantes, los bombardeos, el éxodo, el miedo de los saqueos habían acabado para siempre.

A su padre tampoco le gustaba el gobierno anterior; había sido algo parecido al responsable de una sucursal del Banco del Estado de esa época, y, según contaba, por la lucha interna que producía el nepotismo, perdió su empleo y trabajó durante un tiempo de periodista en un pequeño diario, que acabó cerrando, por lo que no tuvieron más remedio que vender sus bienes para sobrevivir. Recordaba como las monedas de plata, enfiladas en una caja de zapatos en el cajón de debajo de la cómoda, desaparecían cada día que pasaba y como los brazaletes de oro de su madre también acabaron desapareciendo. En la misma caja de zapatos, al fondo del cajón de la cómoda, había escondido entre las monedas un ejemplar de Sobre la nueva democracia impreso en papel basto, la más antigua edición de una obra de Mao Zedong que había visto en su vida; la trajo un misterioso amigo de su padre, el Gran Hermano Hu.

Aquel hombre era profesor de enseñanza secundaria. Cuando llegaba de visita a casa, los chicos tenían que salir. Los mayores discutían a escondidas sobre la «liberación», y él entraba y salía expresamente de la habitación de sus padres para captar algo de la conversación. El propietario de la vivienda, un hombre gordo, jefe de oficina de correos, afirmaba que los bandidos comunistas compartían a la vez los bienes y las mujeres, que comían todos en el rancho colectivo, renegaban de cualquier vínculo de parentesco y mataban cuando les venía en gana; pero sus padres no se creían ni una palabra. Por aquel entonces su padre le decía riendo a su madre: «¡Nuestro primo -un primo de su padre-, ese bandido comunista, con su cara picada, si todavía vive!».

Aquel tío, que había participado en su juventud en las actividades del Partido en la clandestinidad, cuando estudiaba en una universidad de Shanghai, enseguida dejó a su familia para unirse a la revolución en Jiangxi. Veinte años más tarde, el tío todavía estaba vivo y él acabó encontrándolo; tenía la cara picada por la viruela, pero no era nada desagradable. Cuando bebía un poco, se ponía muy rojo y todavía parecía más generoso. Se reía a carcajadas, sin reprimir el tono de voz, pero padecía asma, una enfermedad que contrajo, según decía, por fumar hierbajos, a falta de tabaco, en la época de la guerrilla. Cuando el tío entró en la ciudad con el Gran Ejército, publicó un anuncio en el periódico en busca de su familia, y, por su familia, supo en qué se había convertido su primo. El reencuentro fue un poco teatral, porque el tío tenía miedo de no reconocer a su padre, por eso precisó en la nota que mandó que, como signo para que le reconociera, blandiría en el andén de la estación una caña de bambú con un pañuelo blanco. Así, su ordenanza, un chico de campo un poco estúpido, que tenía la cabeza cubierta de tiña, su gorro militar incrustado en el cráneo a pesar del calor y todo él empapado en sudor, agitaba entre la multitud una larga caña de bambú por encima de todas las cabezas.

Su tío y su padre compartían la afición por la bebida, y cada vez que el tío venía, traía una botella de licor Daqu de sorgo, desempaquetaba todo tipo de manjares salados, envueltos en una gran hoja de loto, y los esparcía sobre la mesa para acompañar la bebida: alas de pollo, hígado de oca o mollejas de pato, patas de pato, lengua de cerdo. Luego le decía a su ordenanza que se retirara y se ponía a charlar con su padre hasta bien entrada la madrugada. Al final el chico volvía a buscarlo para llevarlo de nuevo a su guarnición. Las historias que contaba aquel tío, que iban desde la decadencia de su familia tradicional hasta su experiencia en los combates en la guerrilla, le mantenían en vilo hasta que sus párpados se cerraban y ya no podían abrirse. Su madre le repetía varias veces que se durmiera, pero siempre en vano.

Aquellas historias formaban un mundo completamente diferente al de los cuentos que había leído. Desde aquel momento su admiración por los cuentos se transformó en adoración por las leyendas revolucionarias. Su tío quiso también formarlo en la escritura, y se lo llevó con él durante varios meses. En su casa no había ni un solo libro para niños, tan sólo tenía las Obras completas de Lu Xun. La única enseñanza que le dio su tío fue la de exigirle que se aprendiera cada día un texto de Lu Xun de memoria para recitarlo cuando él volviera del trabajo. No entendía nada de lo que contaban aquellas viejas historias, en aquella época su interés iba dirigido más hacia la captura de grillos entre los matojos de hierba al pie de los muros de ladrillo. Su tío lo devolvió a su madre y reconoció con una gran carcajada que había fracasado en su educación.

Su madre todavía era joven. Con menos de treinta años, no tenía ni pizca de ganas de convertirse en un ama de casa dedicada por completo a su hijo. Se había entregado a su nueva vida y ya no tenía tiempo para ocuparse de él. Pero él estudió sin demasiadas dificultades y pronto se convirtió en un buen alumno. Llevaba el pañuelo rojo, pero no se mezclaba con los niños de su clase que decían guarrerías de las chicas o las hacían rabiar. El día de los niños del primero de junio fue elegido por su escuela para participar en las actividades de celebración del municipio y tuvo que entregar flores a los trabajadores modelo de la ciudad. Su padre y su madre se habían convertido, cada uno por su lado, en elementos de «vanguardia» de su unidad de trabajo y obtuvieron una recompensa: uno, un jarro esmaltado, el otro, una libreta. El nombre del camarada recompensado se imprimía o trazaba con pincel. Para él, eran años de felicidad. En el Palacio de la Juventud se celebraban a menudo actuaciones de música y baile, y él esperaba poder subir también un día al escenario.

Durante una sesión de lectura, una profesora recitó un texto del escritor soviético Korolenko, que explicaba como, en una noche de tormenta, al héroe de la novela, «yo», se le había estropeado el jeep que conducía en una carretera de montaña. Entonces vio una luz que brillaba en la cima de una escarpa rocosa y se dirigió a tientas, enfrentándose a todas las dificultades, hacia una casa en la que vivía una anciana. Aquella noche el viento gemía, «yo», este héroe, no conseguía dormirse y le pareció escuchar en los quejidos intermitentes del viento a alguien que suspiraba. Se levantó y descubrió a la vieja señora sentada sola en la habitación, a la luz de un candil, frente a la puerta de la entrada que golpeaba el viento. Entonces le preguntó por qué no iba a dormir, si estaba esperando a alguien. Ella contestó que esperaba a su hijo. «Yo», el héroe, le propuso esperar en su lugar, pero la vieja le explicó que su hijo había muerto y que ella misma lo había empujado bajo las rocas. «Yo» no pudo, por supuesto, evitar preguntarle qué había pasado, y la mujer lanzó un hondo suspiro antes de explicar que su hijo había desertado en plena guerra, que había vuelto al pueblo, y que ella no podía permitir que un desertor cruzara la puerta de su casa. Aquella historia le afectó mucho; le hizo pensar que el mundo de los adultos realmente era incomprensible. Hoy no sólo era un desertor y, según las ideas que daban vueltas por su cabeza desde la infancia, estaba incluso abocado a ser condenado como un enemigo, sino que no regresaría jamás a la madre patria.

Todavía recordaba que fue probablemente hacia la edad de ocho años cuando empezó realmente a reflexionar. Por el lugar, debía de haber sido poco después de empezar a escribir su diario; estaba subido sobre el antepecho de la ventana de su habitación, en el piso, la pelota que sujetaba en la mano se cayó y después de varios botes fue a parar a las hierbas que estaban al pie de un laurel rosa. Le pidió a su joven tío que estaba leyendo en el patio que le lanzara la pelota. «Perezoso -respondió su tío-, tú la has tirado, entonces ven a buscarla tú mismo.» Él dijo que su madre le había prohibido bajar a jugar hasta que no hubiera acabado de escribir su diario del día anterior. «¿Y la volverás a tirar si te la lanzo?», preguntó su tío. El dijo que no había tirado la pelota, que se había caído sola. A regañadientes, su tío le lanzó la pelota hasta dentro del cuarto. Él volvió a subir al antepecho de la ventana y preguntó a su tío:

– ¿Por qué cuando se cae la pelota no bota hasta aquí? Si botara a la misma altura, no me la habrías tenido que lanzar.

– ¡Cómo habla el niño! Es una cuestión de física -respondió su tío.

– ¿Qué es una cuestión de física?

– Es de la teoría de base; si te lo explico, no lo entenderás.

En aquella época su tío era alumno de segundo ciclo de secundaria y le inspiraba un profundo respeto, sobre todo cuando hablaba de física, y todavía más de teoría de base. Siempre recordó esas dos cosas, porque creía que, en ese bajo mundo, lo que parecía ordinario, en realidad, era misterioso e insondable.

Más tarde su madre le compró una colección de libros para niños, Los cien mil porqués. Leyó cada volumen sin que ninguno le impresionara, y sus dudas primeras con respecto al mundo permanecieron enterradas en él.

De su lejana infancia, como una bruma, como el humo, sólo permanecen en su memoria algunas manchas brillantes. Los recuerdos, enterrados por el tiempo en su memoria, emergían poco a poco cuando evocaba un fragmento, como una red cuando sale del agua -basta con tirar de un pedazo para que le siga el resto- y se extiende hacia el infinito, con las mallas enlazadas, a veces tan visibles como desaparecidas. Algunos momentos y hechos de distintas épocas resurgieron al mismo tiempo, y era imposible saber por dónde cogerlos, imposible encontrar el hilo conductor para hacerlos remontar a la superficie y clasificarlos; además, era imposible esclarecerlos. La vida humana es una red que querrías deshacer, nudo tras nudo, pero al final sólo consigues una madeja de hilos enredados. Y eres incapaz de desenredar esas cuentas caóticas que la vida representa.

6

A mediodía un hombre que no conoces te invita a comer. Al teléfono, su secretaria ha precisado:

– Nuestro director general, el señor Zhou, pasará en persona a buscarle a su hotel.

Cuando bajas a la recepción, un hombre gordo de aspecto refinado, hombros anchos y cara despejada, se precipita inmediatamente hacia ti y te tiende su tarjeta con las dos manos.

– Encantado de conocerle.

Luego añade que ha visto tu obra de teatro y que tiene el atrevimiento de hacerte perder algo de tiempo invitándote a comer.

Subes en su gran limusina Mercedes, signo de su riqueza. Conduce él mismo su coche. Te pregunta qué te gustaría comer.

– Cualquier cosa. Hong Kong es el paraíso de la buena cocina -respondes.

– Pero Hong Kong no es París, donde abundan las bellezas -contesta el empresario Zhou riendo.

– No en todos los sitios. En el metro también hay muchos vagabundos -replicas, diciéndote a ti mismo que tu interlocutor es realmente un empresario.

El coche atraviesa la bahía y entra en el largo túnel bajo el mar que lleva a Kowloon.

– Vamos al hipódromo, es muy tranquilo a mediodía, podremos charlar tranquilamente. Cuando no es la hora de las carreras, sólo van a comer allí los socios del club de hípica.

Empieza a intrigarte que en Hong Kong un rico empresario se interese por tu obra de teatro.

Una vez sentados, el señor Zhou pide unos platos ligeros; ya no bromea sobre las bellas mujeres, se tranquiliza. En este restaurante amplio y confortable sólo están ocupadas unas pocas mesas; los camareros aguardan tranquilamente a la entrada, no es como en los restaurantes de Hong Kong, siempre animados y hasta los topes.

– Debo confesarle que yo vine clandestinamente del continente a nado. En la época de la Revolución Cultural, trabajaba en una granja del ejército en la provincia de Guangdong. Ya tenía el diploma de secundaria y algo en la cabeza, no podía echar a perder mi vida de aquel modo.

– ¡Pero era muy peligroso pasar clandestinamente!

– Claro. En aquella época mis padres estaban presos; entraron en casa y nos confiscaron los bienes. Al fin y al cabo, sólo éramos perros que estábamos dentro de las cinco categorías negras. [4]

– Se podía haber encontrado con un tiburón…

– Eso no era demasiado grave, al menos se podía pelear, era una cuestión de suerte. Lo peor eran los hombres, los focos de los guardacostas que patrullaban la zona barrían la superficie del agua para disparar sobre los clandestinos.

– ¿Cómo lo consiguió?

– Preparé dos cámaras de pelota de baloncesto. Las pelotas de baloncesto de esa época tenían una cámara de caucho con una válvula por la que se podía soplar.

– Ah, sí, los niños que aprenden a nadar las utilizan como flotador. En aquella época no había muchos artículos de plástico -dices, negando con la cabeza.

– Cuando pasaba un barco, desinflaba las cámaras y buceaba. Me estuve entrenando durante todo el verano; también llevaba un tubo para poder respirar debajo del agua.

El señor Zhou muestra una sonrisa un poco forzada, lo que inspira algo de tristeza. Ya no parece un rico empresario.

– Hong Kong está bien porque uno puede hacer lo que quiera. Yo soy un nuevo rico y hoy nadie conoce mi pasado. Hace tiempo que cambié de nombre. Sólo me conocen por el nombre de señor Zhou, dueño de una empresa.

En el fondo de sus ojos y en la comisura de sus labios aparece un rasgo de satisfacción, ha recuperado su aspecto de empresario.

Comprendes que no lo ha dicho para impresionarte, no os conocéis de nada y de pronto te desvela su historia sin el menor escrúpulo; su seguridad en sí mismo probablemente sea una costumbre que le viene de su actual condición social.

– Me ha gustado mucho su obra de teatro, pero no estoy seguro de que la gente de Hong Kong la entienda.

– Cuando la comprendan será demasiado tarde -dices tú tras un momento de duda-. Tienen que haber vivido ciertas cosas.

– Sí, es verdad -añade él.

– ¿Le gusta el teatro? -preguntas.

– Normalmente no voy. Veo más los ballets o voy a algún concierto. Me gusta ir a las óperas o a los conciertos de cantantes occidentales famosos. Ahora puedo disfrutar de las artes, pero nunca había visto una obra como la suya.

– Comprendo -dices riendo-. Pero ¿cómo le vino la idea de ver mi obra?

– Un amigo me llamó y me habló de ella.

– Eso quiere decir que hay gente que, a pesar de todo, la entiende.

– Es alguien que también viene de China.

Tú dices que esa obra la escribiste cuando todavía vivías en el continente, pero que sólo la has podido estrenar fuera. Lo que ahora escribes ya no tiene nada que ver con todo aquello.

Dice que a él le ocurre lo mismo, su mujer y sus hijos nacieron aquí, son verdaderos nativos de Hong Kong. Pronto hará treinta años que está en la isla, hasta él se considera ya de Hong Kong; tan sólo mantiene unas pocas relaciones de negocios con el continente y el comercio cada vez está más difícil; ya ha retirado grandes sumas de dinero.

– ¿Dónde va a invertir ahora? -No puedes evitar hacerle esa pregunta.

– En Australia. Después de ver su obra de teatro todavía lo tengo más claro.

Dices que tu obra no sólo habla de China, sino de las relaciones humanas en general.

Dice que lo entiende, pero necesita un lugar para poner a salvo su capital.

– ¿Acaso en Australia no se corre el riesgo de expulsar a los chinos si los de Hong Kong acuden en masa allí? -preguntas.

– Es justamente de eso de lo que quería hablar con usted.

– No conozco la situación de Australia, yo vivo en París -replicas.

– ¿Cómo es en Francia? -pregunta mirándote fijamente a los ojos.

– El racismo está por todos los lados, Francia no es una excepción -dices.

– Entonces en Occidente también es muy difícil para los chinos…

Agarra su vaso medio lleno de zumo de naranja y lo posa en la mesa de nuevo.

Tú te pones en su piel y le dices que, ya que su familia ha nacido y crecido aquí, debería serle posible continuar sus negocios en Hong Kong y asegurar su dinero.

Dice que se siente muy honrado de que hayas decidido compartir con él esa modesta comida, que le gusta tu estilo, que seas tan sincero.

Tú le contestas que él es el sincero, que todos los chinos llevan una máscara y que les cuesta mucho quitársela.

– De hecho, si podemos hacernos amigos es porque no hay ninguna relación de interés entre nosotros.

Dice eso con un tono de profunda convicción. Está claro que ha conocido todas las vicisitudes de ese bajo mundo.

A las tres de la tarde una periodista tiene que entrevistarte y has quedado con ella en un café al lado de Wanchai. Él dice que puede llevarte allí. Dices que debe de estar muy ocupado, que no hace falta que te acompañe. Él añade que puedes venir a verlo cuando quieras a Hong Kong. Se lo agradeces, luego le dices que es probable que sea la última vez que una de tus obras se represente aquí, que seguro que os volveréis a ver, pero que esperas que no sea en Australia. Él dice que no, no, que cuando vaya a París irá a verte. Tú le dejas tu dirección y tu teléfono, y él anota de inmediato en su tarjeta el número de su móvil y te la entrega, mientras asegura que si necesitas su ayuda en lo que sea, que lo llames cuando quieras y que espera que os volváis a ver.

La periodista es una chica con gafas. Cuando entras en el café, ella se levanta de su asiento frente al mar, ante un ventanal inmenso, y te hace una señal. Dice quitándose las gafas:

– Normalmente nunca llevo gafas, pero sólo había visto su foto en el periódico y tenía miedo de no reconocerlo.

Guarda las gafas en su bolso y saca una pequeña grabadora.

– ¿Puedo grabar? -pregunta.

Dices que por ti no hay ningún inconveniente.

– Cuando hago un reportaje, debo ser muy precisa en las citas, muchos periodistas de Hong Kong escriben con demasiada alegría y eso provoca a veces la rabia de los escritores que vienen del continente, algunos hasta piden que se escriba otro artículo rectificando el anterior. Por supuesto, entiendo su situación, con usted no ocurre lo mismo, ya lo sé, aunque también sea del continente.

– No tengo a nadie que me dirija, nadie por encima de mí -dices riendo.

Ella dice que no tiene un mal jefe, que normalmente no le toca los artículos y publica lo que ella ha escrito, tal cual; ella no soporta las coacciones. Después del 97 -otra vez el 97-, si las cosas no pueden continuar del mismo modo, se marchará.

– ¿Puedo preguntarle adonde iría?

Ella dice que tiene un pasaporte inglés para los naturales de Hong Kong; no puede vivir en Gran Bretaña, y además no le gusta ese país. Tiene la intención de ir a los Estados Unidos, pero lo que le gusta es España.

– ¿Por qué España y no los Estados Unidos?

Ella se muerde el labio inferior y sonríe diciendo que tiene un amigo español; lo conoció en un viaje que hizo allí, pero ahora están separados. Su compañero actual es de Hong Kong, un arquitecto que no tiene ganas de marcharse.

– Es muy difícil encontrar trabajo en el extranjero -dice-. Por supuesto, preferiría quedarme en Hong Kong.

Ella comenta que ya ha visitado muchos países, que es muy divertido viajar, pero que le costaría vivir fuera. En cambio, Hong Kong es diferente, sus padres y ella son de aquí, es una auténtica isleña. También se dedica a la historia de Hong Kong, a su cultura, a la evolución de sus costumbres. Está escribiendo un libro.

– ¿Y qué iría a hacer a los Estados Unidos? -preguntas tú.

– Iría a estudiar. Ya he entrado en contacto con una universidad.

– ¿Para preparar un doctorado?

– Mientras estudio, intentaría encontrar trabajo.

– ¿Y su compañero?

– Podría marchar después de casarme, quizá… no sé cómo hacerlo.

Sus ojos no tienen para nada el aspecto de padecer miopía, tan sólo parecen un poco perdidos en el vacío.

– ¿Soy yo quien le hace la entrevista o al contrario?

Vuelve a su papel y aprieta la tecla de la grabadora.

– Bueno, ahora me gustaría que nos dijera qué piensa de las perspectivas de la política cultural después del regreso de Hong Kong a China. ¿Puede repercutir en el teatro de Hong Kong? Es una cuestión que preocupa al entorno cultural, y usted, que viene del continente, ¿puede darnos su punto de vista?

Tras la entrevista vuelves a tomar el transbordador para atravesar la bahía y regresar a Kowloon, donde quieres hacer alguna recomendación a los actores del teatro del Centro cultural. Una vez haya empezado la representación, podrás volver al hotel para cenar tranquilamente con Margarita.

A través de las nubes, los rayos del sol caen oblicuamente sobre la superficie del mar. Sus olas, de un azul profundo, centellean. Sopla un viento fresco, naturalmente más agradable que el aire acondicionado de las habitaciones. Sobre la isla de Hong Kong, los rascacielos apretados enlazan las verdes y exuberantes laderas de las colinas, el guirigay de la ciudad desaparece poco a poco, unos golpes rítmicos que vienen del mar se hacen cada vez más perceptibles. Están construyendo el gran edificio en el que tendrá lugar la ceremonia conjunta entre Gran Bretaña y China, en 1997. El ruido de los martillos neumáticos te recuerda que a cada instante, cada minuto y cada segundo, la isla de Hong Kong está a punto de hacerse china. El reflejo del sol sobre las olas te obliga a entornar los ojos, estás un poco cansado. Te das cuenta de que esa China que has dejado continúa molestándote; te gustaría librarte de ella del todo; tienes ganas de ir esta noche al Lan Kwai Fong con Margarita, a esa pequeña calle tan occidental, para descubrir un bar de jazz en el que embriagarte.

7

Pang! ¡Pang! ¡Pang! Los golpes del martillo neumático resuenan regularmente cada tres o cuatro segundos. ¡Un Partido grandioso, justo y glorioso! ¡Más justo, más grandioso, más glorioso que el mismísimo Dios! ¡Eternamente justo! ¡Eternamente glorioso! ¡Eternamente grandioso!

– ¡Camaradas, estoy aquí como representante del Presidente Mao y del comité central del Partido!

El dirigente era de estatura mediana, tenía una cara ancha y colorada, acento de los naturales de Sichuan, parecía un hombre enérgico y muy metódico. A primera vista se veía que había conducido a muchos hombres al combate. Al principio de la Revolución Cultural, todos los dirigentes que todavía mantenían su cargo, desde la mujer de Mao, Jiang Qing, hasta el Primer Ministro, Zhou Enlai, e incluso el propio Presidente Mao, todos llevaban uniforme militar. El dirigente se mantenía muy erguido junto al secretario del comité del Partido de la institución tras la mesa de la tribuna presidencial, que estaba cubierta por un mantel rojo. Él percibió que detrás de la puerta principal y de las puertas laterales del salón de la asamblea, hacían guardia unos soldados y representantes de la comisión política.

Alrededor de medianoche, los empleados y obreros se reagruparon según su sector en el gran hall. Había más de mil personas, no había faltado nadie al llamamiento, hasta los pasillos estaban llenos de gente sentada en un orden perfecto. Un comisario político recién trasladado, vestido también con uniforme militar, animaba a la masa a entonar la canción que los soldados cantaban todos los días: La navegación en alta mar depende del timonel; pero en aquella época, a los dirigentes y a los intelectuales de la institución todavía les costaba cantar aquel himno con un tono tan agudo. En cambio, a todos les resultaba familiar la melodía, inspirada en un viejo tema folclórico que empezaba con estas palabras: «Oriente está rojo, el sol se levanta, en China ha aparecido Mao Zedong». Sin embargo, siempre acababan cantando el tema de cualquier modo.

– ¡He venido a apoyar a los camaradas que abren fuego contra la banda negra que se opone al Partido, al socialismo y a Mao Zedong!

Las consignas surgieron de repente entre la muchedumbre. No sabía quién había empezado primero a gritar. No estaba preparado, pero instintivamente alzó el puño. Los eslóganes prorrumpieron en desorden. La voz del dirigente se alzó en el megáfono y cubrió rápidamente las dispersas consignas.

– ¡Apoyo a los camaradas que abren fuego contra toda clase de malhechores y malvados! Atención, hablo de todos los monstruos, los reaccionarios de cualquier estirpe que se ocultan en las sombras. Cuando la situación les sea más favorable, ¡se lanzarán con toda su rabia! El Presidente Mao ha dicho con acierto: «¡Los reaccionarios no sueltan su presa hasta que no se les mata!».

En aquel instante todos se levantaron, a su alrededor y por todas partes, y gritaron las consignas con el puño en alto:

– ¡Abajo los malhechores!

– ¡Viva el Presidente Mao!

– ¡Viva diez mil años!

– ¡Cien mil años!

Las palabras de orden se sucedían a partir de entonces sin interrupción, aumentando cada vez más el ritmo y subiendo el tono. Al principio las gritaban unos pocos, luego eran todos a pleno pulmón y al unísono, como las olas devastadoras, una impetuosa marea imposible de parar, que ponía la piel de gallina a todo el mundo. Él ya no se atrevía a mirar a su alrededor. Por primera vez sentía la amenaza que suponían esas consignas aparentemente anodinas. El Presidente Mao no estaba en la otra punta del mundo, no era en absoluto un ídolo que se pudiera despreciar, el poder que tenía era inmenso. Por eso, no podía hacer otra cosa que no fuera gritar con los demás, tenía que gritar alto y claro, no podía mostrar ninguna vacilación.

– No creo que todos los que están aquí sean revolucionarios. En un lugar como éste, que reúne a tantos intelectuales, seguro que hay alguno que no defiende la revolución. ¡No digo que esté mal adquirir conocimientos, no, no digo eso, hablo de esos escritorzuelos que aceptan nuestros eslóganes revolucionarios y se oponen a la bandera roja blandiendo la bandera roja de los contrarrevolucionarios de dos caras, que dicen una cosa y piensan otra! Supongo que nadie se atreve a decir abiertamente que es contrarrevolucionario. ¿Hay alguno aquí, entre nosotros? ¿Alguno de los que se encuentran aquí se atreverá a levantarse y decir que está contra el Partido Comunista, contra Mao Zedong, contra el socialismo? ¿Quién de vosotros? ¡Que suba al estrado, si se atreve!

Silencio total entre los asistentes. Todos contenían el aliento en una atmósfera de tensión; se habría podido oír una aguja que cayera al suelo.

– ¡La dictadura del proletariado reina en nuestro país! Los contrarrevolucionarios sólo pueden avanzar con máscaras, aceptar nuestros eslóganes y cambiar de chaqueta. No son trigo limpio, se aprovechan de que llevamos una gran revolución cultural proletaria para atizar un viento siniestro y encender los fuegos diabólicos. Echan sus redes en todas las direcciones, quieren pasar por encima de las organizaciones de nuestro Partido a todos los niveles e imputarnos delitos como si fuéramos la banda negra. ¡Son terriblemente pérfidos, camaradas, debéis tener los ojos bien abiertos! ¡Debéis mirar a todos lados y encontrar a estos enemigos, a estos arribistas, esas serpientes que se esconden entre nosotros, tanto en el seno del Partido como fuera!

Cuando el dirigente se fue, los participantes se retiraron en orden y con la mayor tranquilidad, nadie miraba a nadie, por miedo a que su mirada lo traicionara. Al llegar cada uno a su despacho bien iluminado, todos se encontraron cara a cara y empezaron a someterse a las pruebas; entonces no fueron más que autocríticas, confesiones, peticiones de entrevistas individuales con su responsable, reconocimientos de faltas ante la organización del Partido, lloros y lágrimas. El hombre es tan versátil, más manejable que una masa de pasta, puede resultar feroz a la hora de denunciar a los demás para demostrar su inocencia. Sabían aprovechar esos momentos de la noche, en los que las personas son más vulnerables y normalmente buscan el reposo en la cama, para someterlos a las confesiones y los interrogatorios.

Unas horas antes, en la sesión de estudio político que vino cuando acabó el trabajo, todos tenían ante ellos en su mesa las Obras escogidas de Mao, pero hojeaban el periódico, impacientándose durante las dos horas de espera, pero simulando un cierto interés. Luego se separaron entre risas para volver cada uno a su casa. La revolución que tenía lugar en las altas esferas del comité central del Partido todavía no los había aplastado. Cuando un comisario político vino al despacho para advertirles de que se iba a celebrar una asamblea general de los empleados y trabajadores, ya eran las ocho, y el comisario no estaba seguro de que pudiera celebrarse antes de dos horas. El jefe de la oficina, Lao Liu, apretaba su pipa entre los dientes y la atiborraba de tabaco de vez en cuando. Le preguntaron cuántas pipas iba a llenar; rió sin responder, pero tenía aspecto de estar pasándolo mal. En tiempos normales Lao Liu no iba con aires de grandeza y, como también había pegado un dazibao [5] para criticar al comité del Partido, todos se sentían muy cerca de él. Alguien dijo una vez «Si caminamos con él, no podemos equivocarnos», pero de inmediato se sacó la pipa para rectificar: «¡Es con el Presidente Mao con quien tenemos que caminar!». Todos se rieron. Hasta aquel momento, probablemente nadie deseaba que la lucha de clases se desencadenara entre los colegas de la misma oficina. Además, Lao Liu era un miembro del Partido de la época de la guerra de Resistencia contra Japón y, en vista de la antigüedad de cada uno, pocos habrían podido pretender sentarse en su sillón de cuero de jefe de oficina. El olor a cacao que emanaba de su pipa hacía que la atmósfera de la habitación fuera menos tensa.

Durante la segunda parte de aquella noche, los dirigentes políticos y los secretarios de la célula del Partido, que habían demostrado ser prudentes y fieles al comité del Partido, se apoderaron de los despachos. Tuvieron que confesarse todos los empleados, de uno en uno, confesar sus faltas; los que tenían que llorar lo hicieron, luego llegaron las denuncias recíprocas. La señora Huang, encargada de la recepción y del envío del correo, declaró que su marido había ocupado una función en el seno del gobierno del Guomindang y que después la abandonó y se llevó a su amante a Taiwan. De inmediato añadió el reproche de que fue el Partido el que le ofreció una nueva vida. Mientras pronunciaba estas palabras, no dejaba de gimotear y sacaba el pañuelo para secarse las lágrimas y la nariz. En realidad, sólo lloraba de miedo. Él no lloraba, pero sentía que el sudor le corría por la columna vertebral, y, probablemente, sólo él sabía por qué.

Cuando entró en la universidad, acababa de cumplir diecisiete años y todavía era casi un niño, asistió a una sesión de lucha contra los estudiantes «derechistas» de los cursos superiores. Los nuevos estudiantes estaban sentados en el suelo en la primera fila del gran anfiteatro, como si se tratara para ellos de un bautismo de entrada en educación política. Cuando llamaron a un estudiante derechista, éste se levantó y fue al pie de la escalera. Se quedó allí con la cabeza gacha y el cuerpo inclinado ante los asistentes. Le goteaba el sudor en la frente y la nariz, mezclándosele con las lágrimas y los mocos, mojando el suelo delante de él, y dándole el aspecto de un pobre y aturdido perro que se hubiera caído al agua. Los que hablaban en la tribuna eran compañeros de estudios que exponían con exaltación los crímenes contra el Partido que cometían los derechistas. Luego no recordaba a partir de cuándo, esos estudiantes acusados de ser derechistas, que, sin decir una palabra, buscaban las mesas vacías y comían rápidamente en el refectorio, desaparecieron y nadie más habló de ellos, como si nunca hubieran existido.

La palabra laogai, reeducación por el trabajo, nunca la había oído hasta que acabó sus estudios, como si se tratara allí de una palabra tabú que no se debía pronunciar. Ignoraba por qué investigaron a su padre en aquella época y lo mandaron al campo a someterse a la reeducación por el trabajo, tan sólo había oído a su madre pronunciar vagamente esos términos. Cuando ocurrió, él ya se encontraba en una universidad de Beijing y había abandonado el domicilio familiar. Su madre mencionó algo de eso en una carta, en la que decía que se trataba de curtirse por medio del trabajo. Un año más tarde, cuando volvió a casa para pasar las vacaciones de verano, su padre acababa de regresar del campo y recuperó su trabajo después de que le retiraran su etiqueta de elemento derechista. Sus padres siempre le habían ocultado este episodio, y sólo durante la Revolución Cultural le preguntó a su padre sobre aquel hecho y supo que fue su tío, el viejo revolucionario, quien intervino en su favor. Como el número de derechistas designados por la entidad de trabajo de su padre sobrepasaba ampliamente las cuotas fijadas por los superiores, su padre no tuvo que llevar esa etiqueta, tan sólo le rebajaron el salario y le abrieron un expediente. Los problemas de su padre venían porque había escrito en el periódico mural un artículo de unos cien caracteres, en el que expresó francamente su opinión en respuesta a un llamamiento del Partido que animaba a «no callarse lo que se sabía, no guardarse nada de lo que se tenía que decir para ayudar a mejorar el estilo de trabajo del Partido».

¿Cómo imaginar, por aquel entonces, que eso era una táctica del Partido para «sacar a la serpiente de su agujero»?

Como le ocurrió a su padre nueve años antes, él también cayó en la misma trampa. Sólo había firmado un dazibao, respondiendo al llamamiento del Presidente Mao impreso en caracteres gruesos en la primera página del Diario del pueblo: «Debéis preocuparos por los asuntos del Estado». Eso ocurrió en el momento de ir a trabajar, en la entrada del edificio; alguien estaba pegando un dazibao y pedía firmas. Él añadió su nombre en el cartel. Ignoraba quién había maquinado ese dazibao contra el Partido y las ambiciones políticas de los que lo habían redactado. No tenía nada que denunciar, pero debía reconocer que tenía motivos para estar contra el comité del Partido. Al firmarlo, perdió el rumbo y abandonó su posición de clase. En realidad, no sabía exactamente a qué clase pertenecía. De todos modos, no pertenecía al proletariado y, por eso, no tenía ninguna postura clara. Si no hubiera firmado aquel dazibao, habría firmado cualquier otro. Esa fue la autocrítica que se hizo. Indudablemente había cometido un error político y, a partir de aquel instante, arrastraría con él un expediente; su historia personal nunca más recuperaría su virginidad.

Antes de aquel acontecimiento nunca había pensado realmente en oponerse al Partido, no necesitaba oponerse a nadie, tan sólo deseaba que no vinieran a enturbiar sus sueños. Pero lo que ocurrió aquella noche le hizo despertar y vio con claridad que se encontraba en una situación peligrosa. En medio de los peligros políticos permanentes que le rodeaban, para protegerse a sí mismo, no podía dejar de mezclarse con los demás, pronunciar las mismas palabras que ellos, comportarse como la mayoría, seguir el mismo ritmo, fundirse en esa mayoría, decir lo que el Partido había decidido decir, acallar todas sus dudas, y limitarse a lanzar las consignas. Para evitar que lo tacharan de elemento contrario al Partido, tuvo que escribir un nuevo dazibao con unos consignatarios, en el que expresaba su apoyo a los dirigentes del Comité Central, negaba el dazibao anterior y reconocía su error.

El que cede salva la vida, el que se rebela muere. Al amanecer, los pasillos estaban cubiertos de nuevos dazibaos; lo que estaba mal ayer estaba bien hoy, todo cambiaba en función del clima político, todos se convirtieron en camaleones. Lo que le produjo la mayor estupefacción fue el contenido de un dazibao que había pegado un dirigente político:

«¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque has dado la espalda a los principios de la organización del Partido! ¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque has vendido los secretos del Partido! ¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque siempre has sido un oportunista que has ocultado tu origen familiar de terrateniente para infiltrarte en el campo revolucionario! ¡Si te digo que eres un traidor es porque hasta hoy has continuado protegiendo al reaccionario de tu padre, lo escondes en tu casa, y te opones a la dictadura del proletariado! ¡Traidor Liu, te aprovechas por tu origen de clase del movimiento para confundir lo justo con lo injusto, engañar a las masas, has saltado para dirigir la punta de tu dardo envenenado contra el Partido y tus intenciones han quedado claras!»

Los textos de acusaciones revolucionarias, todos escritos de este modo, sembraban el terror. Lao Liu, su superior, se convirtió en aquel instante en un disidente de clase y de inmediato se encontró aislado. Al salir del círculo de personas que había alrededor de los dazibaos, Lao Liu regresó a su despacho y cerró la puerta, y cuando volvió a salir, sin su pipa en los labios, nadie se atrevió a dirigir la palabra al ex jefe de la oficina.

Después de aquellos combates nocturnos que duraron hasta el amanecer, el cielo empezaba a clarear. Fue al lavabo y se lavó la cara. El agua fresca le aclaró las ideas. A lo lejos, los techos de tejas grises se extendían hasta perderse de vista; los hombres, sumergidos en sus sueños, todavía no se habían despertado, sólo se veía la cúspide redonda del templo de la Pagoda Blanca bañada por la luz de la mañana, cada vez más clara. Por primera vez tenía claro que se había convertido en un enemigo «oculto en la sombra» y que, si quería sobrevivir, era necesario que se pusiera una máscara.

– Atención al cierre de las puertas, próxima parada Prince Edward Station.

El anuncio se hace en cantones, luego en inglés. Te has quedado dormido, y se te ha pasado la parada. El metro de Hong Kong está más limpio que el de París. Los pasajeros de Hong Kong son más disciplinados que los del continente. Tendrás que dar media vuelta en la próxima parada, regresar al hotel, dormir un poco, ya no sabes dónde te has despertado esta noche, estabas en una cama con una extranjera tumbada a tu lado. Ya eres una persona que no tiene remedio, y no sólo te has convertido en un simple enemigo, sino que te precipitas hacia el infierno; pues, para ti, el recuerdo es exactamente un infierno.

8

– Háblame un poco más de esa china, ¿qué ha sido de ella? -Margarita posa el vaso de licor que tiene en la mano. Levanta sus largas pestañas cuidadosamente realzadas de negro y te mira desde el otro lado de la mesa redonda.

– No sé, seguramente debe de seguir en China -dices tú un tanto incómodo. Preferirías evitar ese tema.

– ¿Por qué no la haces salir de ahí? ¿No piensas en ella? -pregunta mirándote fijamente.

– Ya han pasado diez años. De qué sirve hablar de eso, la habría olvidado si no te empeñaras en hablar de ella.

Tratas de mostrarte indiferente; ahora sólo tienes ganas de seducir a la mujer que tienes delante.

– En ese caso, ¿cómo es posible que te acuerdes de mí, de aquella noche en la que nos vimos por primera vez en tu casa?

– No sé, es difícil de explicar, a veces recordamos muy bien pequeños detalles y otras veces olvidamos incluso el nombre de una persona que conocemos perfectamente. En algunas ocasiones, ni siquiera conseguimos recordar lo que hemos estado haciendo durante años…

– ¿También has olvidado su nombre?

– ¡Margarita! -dices tomándole la mano-. Los recuerdos siempre son duros, hablemos de otra cosa.

– No siempre son duros, también hay buenos recuerdos, sobre todo de las personas que hemos querido.

– Claro, pero todavía prefiero olvidar lo que pasó.

En ese instante serías incapaz de pronunciar el nombre de esa chica que sólo podría reavivar tu sufrimiento; incluso su voz y su cara se han difuminado.

– ¿También me olvidarás?

– ¿Cómo podría olvidarte? Estás tan llena de vida, eres tan alegre.

Miras fijamente sus ojos un tanto ocultos por la sombra de las pestañas, intentas cambiar el tema de conversación.

– ¿Y ella no lo era también? -dice sin evitar tu mirada. Continúa mirándote fijamente a los ojos-. Ella, tan joven y adorable, tan deseable también, estaba sentada enfrente de mí, con las manos se apretaba la falda alrededor de las piernas, pero la parte delantera de su falda caía y dejaba ver que no llevaba nada debajo. En aquella época, en China, me impresionó bastante.

– Es posible. Seguramente, cuando llamasteis a la puerta, estábamos haciendo el amor -dices esbozando una pequeña sonrisa. Inútil aparentar que estás serio.

– Me olvidarás del mismo modo -dice ella-, y probablemente en muy poco tiempo.

Aparta la mano.

– ¡Pero es diferente! ¡No tiene nada que ver!

Intentas justificarte sin encontrar las palabras, lo que dices no es muy inteligente. Ella te pregunta:

– ¿Para los hombres, los cuerpos de las mujeres son todos parecidos, sea quien sea la mujer?

– No.

¿Qué más decir? Todas las mujeres querrían probar que son diferentes, esa lucha desesperada en la cama, la búsqueda del amor en el deseo, es porque piensan que después del deseo sexual quedará todavía algo.

En el bar 97, el bar más de moda de la callejuela Lan Kwai Fong, estás frente a ella, os separa sólo una pequeña mesa redonda, cerca el uno del otro, te esfuerzas por captar su mirada. En el ambiente suena una música de rock, demasiado estridente, cantada en inglés. Bajo los neones azulados, las camisas blancas devuelven la luz. La acomodadora y el barman, que lleva una pajarita, son occidentales muy altos. Ella lleva ropa negra, que se funde en la oscuridad, pero el rojo de sus labios pintados brilla. Bajo los neones, este color violeta oscuro lo tiñe todo de una visión fantástica que te fascina.

– ¿Es sólo porque soy una occidental? -Te mira, arquea las cejas, su voz parece venir de muy lejos.

– No solamente, ¿cómo explicarlo?… Eres una mujer completa, mientras que ella, ¿cómo te lo diría?… Ella sólo era una niña -dices riendo, con un poco de frivolidad.

– ¿Qué más diferencias hay? -pregunta, como si quisiera realmente llegar hasta el fondo de la cuestión.

En sus ojos entornados, percibes un toque de perversidad. Dices:

– Ella no sabía chuparla, se limitaba a ofrecer su cuerpo; no sabía lo que era gozar…

– Todas las mujeres lo saben naturalmente, lo aprenden tarde o temprano…

Desvía la mirada, sus párpados con pestañas maquilladas se cierran.

Piensas en las ondulaciones de su cuerpo, rígido y dulce; su perfume, su respiración, su tibieza y su humedad reaniman tu deseo y le dices brutalmente que tienes ganas de hacer de nuevo el amor.

– ¡No! -dice categóricamente-. No es conmigo con quien quieres hacer el amor, pero buscas una simple compensación con mi cuerpo.

– ¿De qué hablas? ¡Eres realmente guapa, es cierto!

– No te creo.

Ella baja la cabeza y hace mover su vaso con el dedo, ese pequeño movimiento también es muy seductor luego se yergue riéndose, descubriendo el surco entre sus senos, que permanecía oculto por la sombra de su cabeza.

– Estoy demasiado gorda -dice.

Vas a contestar que es mentira, pero ella te interrumpe:

– Ya lo sé.

– ¿Qué sabes?

– Detesto mi cuerpo.

De pronto se muestra muy fría, y tras beber un trago añade:

– Bueno, ya está bien, no me entiendes en absoluto, mi pasado, mi vida, no sabes nada de nada.

– Bueno, pues háblame. -La haces rabiar-. Por supuesto que quiero comprenderte, quiero saberlo todo de ti, todo.

– No, lo único que quieres es acostarte conmigo.

Bueno, sólo puedes justificarte.

– ¿Eso es malo, quizás? Hay que vivir, y lo más importante es vivir el momento, el pasado es el pasado, hay que saber romper con él.

– Pero tú no lo consigues, tú no lo consigues -afirma obstinadamente.

– ¿Y si lo hubiera conseguido?

Haces una mueca.

Es una chica seria, debía de ser buena en matemáticas en el colegio.

– No, no has roto con los recuerdos, todavía están dentro de ti, y salen a la superficie por momentos. Claro que pueden entristecer, pero también pueden dar fuerzas.

Dices que los recuerdos quizá le den fuerzas a ella, pero que para ti son auténticas pesadillas.

– Los sueños no son reales, mientras que los recuerdos se basan en cosas que han ocurrido de verdad, es imposible hacer que desaparezcan -dice con convicción.

– Claro -suspiras tú-, y además no es seguro que no vuelvan alguna vez.

– Pueden volver en cualquier momento si no estás alerta; es lo mismo que ocurre con el fascismo. ¡Si no se habla de él, si no se denuncia, si no se le fustiga, se corre el riesgo de que reaparezca en cualquier momento!

Cuanto más habla, más se enfurece, como si el sufrimiento de todos los judíos pesara sobre ella.

– ¿Necesitas sufrir? -le preguntas tú.

– No se trata de que lo necesite o no, el sufrimiento está ahí, es real.

– ¿Y qué quieres, cargar con todo el sufrimiento de la humanidad? ¿O como mínimo con el sufrimiento de la nación judía entera? -replicas.

– No, esa nación ha desaparecido desde hace tiempo, está desparramada por el mundo entero, yo tan sólo soy una simple judía.

– ¿No es mejor? Es más humano.

Ella quiere confirmar su identidad, ¿y tú? Tú quieres justamente librarte de tu etiqueta de chino, no quieres el papel de un Jesucristo, no quieres que la cruz de esa nación te aplaste, ya has tenido suerte de que hasta ahora no te haya aplastado. Para hablar de política es demasiado tierna, y como mujer se calienta demasiado la cabeza; por supuesto, esas dos últimas frases no se las dices.

Unos jóvenes isleños modernos han entrado. Algunos llevan cola de caballo; todos son chicos. La acomodadora de alta estatura y de pelo rubio les hace tomar asiento cerca de vosotros. Uno de ellos dice algo a la acomodadora. La música está demasiado alta, la chica se inclina para poder oírlo, poco después suelta una carcajada, mostrando unos dientes de un blanco resplandeciente bajo los neones. Luego les acerca otra pequeña mesa redonda. Está claro que esperan a más gente. Dos chicos se acarician las manos, tienen un aspecto totalmente distinguido. Al poco, piden la bebida.

– ¿Crees que después de 1997 los homosexuales podrán reunirse así? -te pregunta ella al oído acercándose a ti.

– En China no sólo era imposible que los homosexuales se reunieran en algún lugar, sino que si descubrían a uno de ellos, lo enviaban al laogai, o incluso lo podían fusilar.

Tú ya has visto los informes de la policía de la época de la Revolución Cultural, que más tarde se publicarían como documentos internos.

Ella se echa atrás en su asiento y no dice nada más. La música continúa igual de alta que antes.

– ¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta? -sugieres.

Ella empuja el vaso que no ha apurado y se levanta. Salís. La pequeña calle está demasiado iluminada por las luces de neón. Pasan muchas personas por ahí, y circulan en medio de una animación incesante por los distintos bares. También hay algunas pastelerías y cafeterías más distinguidas.

– ¿Y estos bares, continuarán existiendo? -Está claro que habla de después de 1997.

– ¿Quién sabe? Aquí tienen talento para los negocios, lo único que quieren es conseguir dinero. Esta nación es así, no tienen el mismo espíritu de arrepentimiento que los alemanes -dices tú.

– ¿Crees que los alemanes tienen espíritu de arrepentimiento? Después de lo que ocurrió en Tiananmen en 1989, han continuado sus negocios con China como si no hubiera pasado nada.

– ¿Podemos dejar de hablar de política? -preguntas tú.

– No puedes huir de eso -dice ella.

– ¿Podemos huir al menos un poco? -insistes intentando ser lo más educado posible, esbozando una sonrisa.

Entonces te sonríe después de haberte mirado de hito en hito; luego dice:

– Bueno, vamos a comer, tengo hambre.

– ¿Occidental o chino?

– Chino, por supuesto. Me gusta Hong Kong, siempre es tan vivo, y se come muy bien y barato.

La llevas a un pequeño restaurante con buena iluminación, muy animado, lleno hasta los topes. Ella habla en chino con el camarero regordete. Pides algunas especialidades y directamente un viejo vino de Shaoxing. El camarero trae una botella sumergida en un cubo de agua caliente; luego, después de colocar la botella y poner unas ciruelas confitadas en las copas, le dice a ella: «Habla chino realmente así…». Levanta el dedo pulgar y añade: «¡Es raro, muy raro!».

Se siente feliz. Comenta:

– En Alemania estoy demasiado sola. De todas formas prefiero China. En invierno en Alemania hay demasiada nieve. Al volver a casa, en la calle no hay nadie, cada uno se encierra en su casa; por supuesto, no son como en China, son grandes, no hay todos los problemas que has mencionado. En Francfort vivo en un ático, pero tengo una planta entera para mí sola. Si vienes, podrás quedarte en mi casa, tendrás tu propia habitación.

– ¿No me quedaré en tu habitación? -aventuras tú.

– Sólo somos amigos -dice ella.

A la salida del restaurante, la calzada está cubierta de charcos, tú caminas por la derecha, ella por la izquierda. Estáis separados durante el camino. Tus relaciones con las mujeres nunca son fáciles. No sabes por qué fracasan ni por qué acaban enfriándose. Probablemente ya no tienes remedio. Es más fácil acostarse con una mujer que conocerla, tan sólo consigues tener encuentros fortuitos, para apaciguar un poco tu soledad.

– Ahora no tengo ganas de volver al hotel, paseemos un poco -dice ella.

Un bar da a la acera. Su gran ventanal apenas está iluminado por unas velas colocadas sobre las pequeñas mesas llenas de hombres y mujeres.

– ¿Entramos? -preguntas tú-. ¿O vamos a la orilla del mar?, será más romántico.

– He nacido en Venecia y he crecido a la orilla del mar -replica ella.

– Entonces podemos decir que eres italiana, es una ciudad maravillosa, con un sol deslumbrante.

Tienes ganas de volver a calentar un poco el ambiente, dices que has ido a la plaza San Marcos, que a medianoche las terrazas de los cafés y de los restaurantes estaban llenas, que del lado del mar, una orquesta tocaba al aire libre. Todavía recuerdas que era el Bolero de Ravel, su tema repetitivo flotaba en la noche. Las jóvenes chicas que paseaban por la plaza llevaban en la muñeca, en el cuello o sobre los cabellos un círculo de plástico fosforescente que los vendedores ambulantes vendían por las calles. Se las veía ir de un lado a otro. Bajo los puentes de piedra, las parejas de enamorados estaban sentadas o tumbadas en las góndolas tranquilamente. Algunas llevaban incluso delante una lámpara con una vela y se deslizaban por la superficie negra del mar. En Hong Kong, en cambio, no hay gusto por lo refinado, sólo es un paraíso para comer, beber e ir de compras.

– Pero todo eso sólo se monta para los turistas -dice ella-. ¿Estabas de viaje?

– En aquella época no podía permitirme ese lujo, me invitó una asociación de escritores italianos. Una vez allí, me dije que sería maravilloso encontrar a una veneciana para quedarme en aquella ciudad.

Ella interrumpe.

– Es una ciudad muerta, sin el menor aliento, sólo vive para el turismo, no tiene más vida que esa.

– Sea como sea, allí la gente vive muy feliz -dices.

Añades que cuando volviste al hotel, en plena noche, las calles estaban casi vacías, pero dos jóvenes italianas continuaban divirtiéndose ante el hotel. Bailaban alrededor de un radiocasete que había en el suelo. Las miraste un buen rato y te sonrieron. Hablaban en italiano, pero, aunque tú no entiendas italiano, viste claramente que no eran turistas.

– Tuviste suerte de no entender lo que te decían; intentaban ligar contigo -dice ella fríamente-, eran prostitutas.

– No estoy seguro -reflexionas un momento-. De todos modos, eran muy cálidas y adorables.

– Los italianos son todos cálidos. Difícil decir si son adorables.

– Exageras un poco, ¿no? -preguntas.

– ¿No les hiciste ninguna señal? -replica.

– No habría tenido suficiente dinero -dices.

– Yo tampoco soy una puta-dice.

Tú dices que es ella la que ha empezado a hablar de Italia.

– Nunca he vuelto.

– Bueno, no hablemos más de Italia.

Le echas una mirada, muy desanimado.

Una vez en el hotel, subís a la habitación.

– No hacemos el amor, ¿de acuerdo? -dice ella.

– De acuerdo, pero no podemos partir en dos esta gran cama.

Intentas ocultar tu desengaño.

– Podemos dormir cada uno en su lado, o charlar tranquilamente.

– ¿Hablar hasta que amanezca?

– ¿Nunca has dormido con una mujer sin tocarla?

– Claro, con mi ex mujer.

– Eso no cuenta, ya no la querías.

– No sólo no la quería, sino que, además, tenía miedo de que me denunciara…

– ¿Por las relaciones con otras mujeres?

– No, era imposible tener otra mujer en aquella época, tenía miedo de que denunciara mis ideas reaccionarias.

– Porque no te amaba -dice ella.

– Ella tenía miedo, miedo de que le ocurriera cualquier desgracia por estar conmigo.

– ¿Qué desgracia?

– Imposible hablar de eso en pocas palabras.

– No hablemos más de eso entonces. ¿Nunca has dormido con una mujer que amaras o que apreciaras sin hacer el amor?

Piensas un poco y dices:

– Sí, alguna vez.

– ¡Eso está bien!

– ¿Qué es lo que está bien?

– Debías de respetarla, respetar sus sentimientos.

– No necesariamente, apreciar a una mujer sin tocarla, si se duerme en la misma cama, es muy difícil.

Para ti, en todo caso.

– Eres sincero -dice ella.

Tú se lo agradeces.

– Inútil agradecérmelo, todavía no tengo pruebas, hay que verlo.

– Es la verdad. Ocurrió así; sin embargo, después, me supo mal no haber podido hacerlo, pero ya no la volví a ver.

– Eso quiere decir que a pesar de todo la respetabas.

– No, en realidad tenía miedo -dices.

– ¿Miedo de qué? ¿De que te denunciara?

Dices que no se trataba de tu ex mujer, era otra; ella no pretendía denunciarte, estaba muy decidida a estar contigo, pero tú no te atreviste.

– ¿Por qué?

– Tenía miedo de que los vecinos se dieran cuenta, era una época terrible en China; no tengo ganas de hablar de nuevo del pasado.

– Habla, si hablas te sentirás más aliviado.

Ella parece comprender.

– Es mejor no hablar más de asuntos de mujeres.

Piensas que ella se está comportando como si fuera una buena hermana.

– ¿Por qué esto sería un asunto sólo de mujeres? Tanto los hombres como las mujeres somos todos seres humanos, siempre hay algo más aparte de las relaciones sexuales. Debe de ser también así entre tú y yo.

Ya no sabes de qué debes hablar con ella. De todos modos, no podéis meteros en la cama de inmediato. Examinas con atención un grabado de colores con el motivo cuidado en su cuadrado dorado.

Se quita las horquillas, se suelta el pelo y se desnuda mientras te explica que su padre volvió después a Alemania, que en Italia costaba ganarse la vida mucho más que en Alemania.

No le preguntas por su madre, guardas silencio prudentemente y te esfuerzas en no mirarla, pensando que no volverás a vivir de nuevo el sueño maravilloso de la noche pasada.

Ella entra en el cuarto de baño con un camisón largo. Deja la puerta abierta y continúa hablando mientras deja caer el agua:

– Fue después de la muerte de mi madre cuando empecé a estudiar chino en Alemania. Los estudios de la lengua china están muy desarrollados allí.

– ¿Por qué aprender chino? -preguntas tú.

Ella dice que quería alejarse lo máximo posible de Alemania. Cualquier día, si los neofascistas levantaban cabeza, podían denunciarla. Habla de sus vecinos de la calle en que vivía, aquellos hombres y aquellas mujeres perfectamente civilizados y elegantes, que siempre saludaban con un ademán frío de cabeza al cruzarse con ellos. Cuando se los encontraba durante el fin de semana, limpiando su coche hasta que reluciera, como si fuera un zapato, ella debía pararse un instante para decirles algo, pero ¿quién sabe si un día, si alguna vez el ambiente cambiara, como en Serbia recientemente, no serían los mismos que venderían, cazarían, violarían y también masacrarían a los judíos? Ellos o sus hijos.

– El fascismo no existe sólo en Alemania, nunca has vivido realmente en China, el terror de la Revolución Cultural no tiene nada que envidiar al fascismo -dices con frialdad.

– Pero no es lo mismo, los fascistas cometen un genocidio sólo porque en tus venas corre sangre judía, no es una cuestión de ideología, de punto de vista político. No tienen teoría -argumenta, elevando la voz.

– ¡Teoría de mierda! ¡No entiendes nada de China, tú no has vivido el terror rojo, esa enfermedad contagiosa puede hacer que todo el mundo se vuelva loco! -Ahora empiezas a irritarte tú.

Ella ya no dice nada. Lleva un camisón ancho, el sujetador en la mano, sale del cuarto de baño y levanta los hombros en tu dirección. Se sienta al borde de la cama, con la cabeza gacha; su cara está pálida, se ha quitado el lápiz de labios y el rímel, lo que refuerza su tierna feminidad.

– Perdona, ha sido por el deseo sexual.

Intentas justificarte, luego ríes amargamente.

– Duerme, venga.

Enciendes un cigarrillo, ella se levanta y viene frente a ti, te abraza contra su dulce pecho y te acaricia el pelo, luego murmura:

– Puedes dormir a mi lado, pero no tengo ganas de sexo, sólo quiero hablar contigo.

Necesita sumergirse de nuevo en su historia, mientras que tú, tú tienes ganas de olvidar.

Necesita llevar a cuestas el sufrimiento de los judíos y la vergüenza de la nación germánica. En cuanto a ti, necesitas percibir gracias a su cuerpo que todavía estás vivo en este instante.

Ella dice que en este instante no siente nada.

9

Sólo volvió a su habitación de madrugada, cuando acabó el interrogatorio. Los guardias rojos encerraron en la sala de reunión de la institución a su colega Lao Tan, que compartía la habitación con él. Lo aislaron para someterlo a una investigación más profunda, por lo que no pudo volver a su cuarto. Una vez cerró la puerta, levantó una esquina de la persiana y vio que, en el patio, las lámparas de los vecinos estaban apagadas. Volvió a colocar bien la persiana y verificó minuciosamente que no se filtraba nada de la luz del día a través de la ventana. Entonces abrió la puerta de la estufa de carbón, cerca de la cual había dejado un cubo hasta la mitad de agua, luego empezó a quemar sus manuscritos. También quemó una pila de cuadernos de notas y diarios que escribió desde que entró a la universidad. La estufa era pequeña, tenía que arrancar las páginas una a una y esperar a que el fuego las redujera a cenizas antes de sumergirlas en el cubo de agua; eso para evitar que un pedazo de papel que no estuviera del todo calcinado volara al exterior.

De uno de sus diarios se cayó una antigua foto, en la que aparecía con su padre y su madre. Su padre llevaba un traje de estilo occidental y una corbata. Su madre iba vestida con la ropa tradicional estilo manchú. Cuando ella todavía estaba viva, un día que la ayudaba a sacar las ropas de los cofres para airearlas, vio ese vestido chino de terciopelo azul oscuro y de flores de color naranja. La fotografía había perdido color. Su padre y su madre sonreían. Entre ellos, un niño delgaducho, que tenía unos brazos menudos, abría de par en par los ojos, como si esperara que un pequeño pájaro saliera volando de la máquina fotográfica. Sin dudarlo ni un segundo, tiró la fotografía al fuego y miró como rápidamente empezaba a arder. Su padre y su madre se abarquillaban y de pronto tuvo ganas de recuperarla. Demasiado tarde. La foto se enrolló y luego se desenrolló ante sus ojos: las siluetas de sus padres se convirtieron en cenizas, una blanca, otra negra, y el niño delgado de en medio empezó a amarillear…

Tal como iban vestidos sus padres, podían pasar por capitalistas o incluso por compradores a sueldo de algún extranjero. Quemó todo lo que se podía quemar, esforzándose en romper con el pasado, en enterrar y borrar sus recuerdos, porque, por aquel entonces, incluso los recuerdos pesaban demasiado.

Antes de quemar sus manuscritos y sus diarios, vio que a plena luz del día un grupo de las guardias rojas golpeaba hasta la muerte a una anciana, al lado del campo de deportes, cerca del concurrido barrio de Xidan. Era mediodía, la hora de la comida, la avenida estaba llena de gente; él pasaba en bicicleta. Unos diez chicos y unas pocas chicas que llevaban antiguos uniformes militares, con el brazalete rojo cubierto de caracteres negros en el brazo -estudiantes de entre quince y dieciséis años-, golpeaban con los cinturones a la anciana que estaba tumbada en el suelo. Llevaba una pancarta de madera atada al cuello, sobre la que estaba escrito «Mujer de terrateniente reaccionaria»; no podía moverse, pero continuaba quejándose. Los viandantes se mantenían a una cierta distancia y miraban la escena inmóviles, sin que ninguno intentara interponerse. Un policía, que llevaba un casco ancho y las manos protegidas por los guantes blancos, pasaba por allí, pero hizo como que no veía nada. De entre las guardias rojas, una chica con el cabello atado en dos pequeñas coletas, y que llevaba unas gafas de montura de color pálido que realzaban la finura de su rostro, también se puso a girar su cinturón hasta que la hebilla golpeó la cabeza gris espeluznada. La mujer lanzó un grito ahogado y rodó por el suelo protegiéndose la cabeza con las dos manos. La sangre le caía entre los dedos y ya no emitió ningún sonido más.

– ¡Viva el terror rojo! -gritaba un grupo de las guardias rojas al recorrer la avenida Chang'an en sus nuevas y flamantes bicicletas Eternidad.

Una noche, a eso de las diez, se topó con una de esas patrullas. Acababa de pasar en bicicleta delante de la puerta de la residencia de huéspedes del Estado de Diaoyutai, que estaba vigilada por los militares. Se dio cuenta de que había varias motos con sidecar bajo la luz de una farola de vapor de mercurio. Unos cuantos jóvenes guardias rojas, vestidos con uniformes militares con un brazalete rojo de seda que indicaba «Comité de Acción Unida de las Guardias Rojas de la Capital», cortaban el paso en la carretera.

– ¡Baja!

Casi se cae al frenar en seco.

– ¿De qué familia eres?

– De empleados.

– ¿En qué trabajas?

Precisó la entidad de trabajo a la que pertenecía.

– ¿Tienes tu documento de trabajo?

Por suerte lo llevaba encima. Se lo dio.

Pararon también a otro joven que pasaba en bicicleta. Tenía la cabeza rapada, marca de la humillación a la que se sometía a los «hijos de perra».

– ¡Es mejor que por la noche te quedes en tu casa tranquilo!

Lo dejaron marchar. Nada más subir a la bicicleta, oyó que el joven de la cabeza rapada decía algo, luego los golpes y los gritos, pero no se atrevió a volverse.

Durante varias noches, se quedó hasta el amanecer delante de la estufa. Los ojos se le irritaron por el fuego. Por el día tenía que permanecer alerta ante el posible peligro. Cuando acabó de quemar la última pila de cuadernos, removió las cenizas para que no quedara rastro alguno y echó encima los restos de verduras y medio tazón de tallarines. Estaba agotado, no conseguía mantener los ojos abiertos, pero cuando se tumbaba vestido en la cama, tampoco llegaba a conciliar el sueño. Recordaba que todavía tenía en casa de su padre una fotografía en la que estaba su madre, cuando formaba parte de un grupo de teatro de resistencia y salvación nacional que pertenecía a la YMCA. [6] Tod os llevaban el uniforme militar que debió de darles la compañía cuando fueron a representar una obra de teatro como expresión de apoyo a los oficiales y soldados que resistían contra Japón. En el quepis figuraba la insignia del Guomindang, y si descubrían aquella foto podría tener problemas, aunque su madre estuviera muerta desde hacía mucho tiempo. No sabía si su padre se había ocupado de aquellas fotos, pero tampoco podía prevenírselo por carta.

De entre el montón de manuscritos que destruyó, se encontraba una novela que hizo leer a un viejo escritor famoso. Esperaba una recomendación, o al menos una aprobación, pero, para su sorpresa, el escritor se quedó como el mármol y no pronunció ninguna palabra que pudiera servir de estímulo. Su rostro se ensombreció y le dijo en tono severo: «¡Hay que pensárselo dos veces antes de escribir! No envíes tus manuscritos a cualquier revista, todavía no sabes hasta qué punto eso es peligroso».

De hecho, no tardaría en saberlo. Aquel año, en el mes de junio, cuando la Revolución Cultural acababa de estallar, una tarde, se presentó en casa de ese hombre para preguntarle sobre el movimiento que estaba surgiendo. Nada más entrar, el viejo cerró rápidamente la puerta y le preguntó en voz baja y mirándolo a los ojos:

– ¿Alguien te ha visto entrar?

– No, no había nadie en el patio.

Antes, cuando el viejo enseñaba sus conocimientos a los jóvenes -aunque se diferenciaba de los viejos dirigentes que siempre tenían en la boca los típicos «Nuestro Partido esto», «Nuestro país aquello», ya que era, al fin y al cabo, un hombre célebre de pasado revolucionario-, su voz estaba llena de energía, medida y claridad; pero esta vez, decaído de repente, su voz era áfona, sus palabras permanecían atascadas en el fondo de la garganta:

– Soy un integrante de la banda negra -dijo-, no vengas más a verme. Eres joven, no te busques problemas, tú no has vivido las luchas del seno del Partido…

Antes incluso de que hubiera acabado de saludarlo, el viejo entreabrió la puerta y, en un estado de total inquietud, miró afuera y le dijo:

– Ya volveremos a hablar, dejemos que pase este momento y ya volveremos a hablar, ¡no sabes lo que pasó en el movimiento de rectificación de Yan'an!

– ¿Qué pasó en el movimiento de rectificación de Yan'an? -preguntó estúpidamente.

– Ya te hablaré de eso otro día, ¡ahora, vete, rápido, vete!

Esa escena no duró más de un minuto. Un minuto antes, todavía creía que las luchas dentro del Partido sucedían en lugares remotos; no pensaba encontrarse directamente confrontado.

Diez años más tarde, oyó decir que el viejo salió de prisión; él mismo acabó dejando el campo y volvió a Beijing. Volvió a verlo. Estaba en los huesos, había perdido una pierna y se pasaba el día en una mecedora. En los brazos tenía un gato de pelo largo y negro, y apoyaba un bastón contra el asiento.

– Los gatos viven mejor que los hombres.

El viejo esbozó una sonrisa que dejaba al descubierto los pocos dientes que le quedaban. Mientras acariciaba a su gato, sus pupilas redondas, profundamente hundidas en las órbitas, brillaban con una luz extraña, como los ojos del animal. El viejo no le dijo ni una palabra de lo que había sufrido en prisión. Sólo poco antes de su muerte, cuando fue a verlo al hospital, le confesó que de lo que más se arrepentía en la vida era de haber entrado en el Partido.

En aquella época, al salir de casa del viejo, pensó en sus manuscritos. Aunque no tuvieran nada que ver con el Partido, podrían meterle en muchos aprietos. Sin embargo, en aquel momento no se decidió a destruirlos y los llevó en una bolsa a casa de un amigo, el gran Lu, que conoció en el hospital en el que fue a tratarse de una disentería. El gran Lu era un hombre alto que enseñaba geografía en la escuela secundaria. Estaba enamorado de una guapa muchacha y le pidió que le escribiera las cartas de amor en su lugar. Cuando la joven esposa del gran Lu se dio cuenta de la superchería, ella no pudo echarse atrás y él continuó manteniendo con la pareja una relación de amistad.

El gran Lu vivía con sus padres en una antigua casa con un patio cuadrangular en el que no era difícil esconder algo.

A mitad del verano, en agosto, el movimiento de las guardias rojas se intensificó. La mujer del gran Lu le telefoneó un día al trabajo y lo citó en una tienda en la que se podía tomar leche y pasteles al estilo occidental. Pensó que se trataba de otra pelea de la pareja y fue a la cita en bicicleta. Al llegar, vio que habían quitado la antigua insignia de la tienda y en su lugar había otra que decía: «Al servicio de los obreros, campesinos y soldados». En la pared, encima de las mesas, había un eslogan en grandes caracteres irregulares: «¡Fuera los engendros apestosos capitalistas!».

Al principio el movimiento de las guardias rojas tenía el objetivo de destruir las «cuatro antigüedades» [7] y surgió de los estudiantes, parecía un juego de niños. El gran Líder les dirigió una carta abierta afirmándoles «Es justo rebelarse», lo que sirvió para aumentar la violencia. De todos modos, él no se consideraba un engendro apestoso, y entró. Todavía vendían leche en la tienda. Antes de que se sentara, la mujer del gran Lu llegó, lo tomó del brazo, como si fuera su novio, y le dijo:

– Ahora no tengo hambre, acompáñame un rato, me gustaría comprar algunas cosas.

Fuera de la tienda, en la calle, ella le comentó en voz baja que las guardias rojas de su instituto habían aterrorizado tanto al gran Lu, que acabó afeitándose la cabeza. Como sus padres tenían su propia casa, aunque no lo consideraban hijo de capitalistas, al menos pertenecía a una familia de pequeños propietarios, y las guardias rojas podían presentarse en su vivienda para registrarla en cualquier momento. Ella le pidió que fuera rápidamente a recuperar la bolsa con sus cosas que había escondido en el depósito de carbón.

Fue Lin la que le salvó la vida. Una mañana, poco después de llegar al trabajo, ella pasó varias veces por el pasillo. Su despacho estaba enfrente; se dio cuenta de que ella le hacía una señal y salió. La siguió hasta el final del pasillo, a un hueco de la escalera. Allí, tras asegurarse de que nadie podía verlos, Lin se paró y le dijo en voz baja que volviera a su casa lo más rápidamente posible y que se preparara, porque las guardias rojas de su entidad iban a registrar la habitación de Lao Tan.

Bajó a toda velocidad, saltó sobre su bicicleta y llegó empapado en sudor al patio. Amontonó todas sus cosas sobre la cama, o en el suelo, y luego examinó a toda prisa los cajones de la mesa de Lao Tan. Descubrió una vieja fotografía de grupo en la que él llevaba un uniforme de estudiante de antes de la Liberación. Todos los estudiantes tenían en sus gorros la insignia del Guomindang, un sol blanco con doce ángulos sobre un fondo azul. Rebujó la fotografía y fue a tirarla al fondo de la fosa del retrete público, fuera del patio. Cuando regresó, el coche de su institución llegaba.

Cuatro guardias rojos entraron en la habitación. Lin estaba entre ellos. Ella sabía que él escribía, pero no había leído sus manuscritos. Lo amaba y le daba igual lo que escribiera. Por supuesto, no había venido por los manuscritos; lo que le preocupaba era que pudieran ver las numerosas fotos que había tomado de ella. No estaba desnuda del todo, pero, aun así, eran muy sugerentes. Las tomó antes y después de hacer el amor con ella en los bosques de las Ocho Grandes Vistas. Una sola de aquellas fotos habría bastado para afirmar que la relación entre ellos no era la normal entre dos colegas o incluso dos camaradas revolucionarios. Lin era la hija menor de un viceministro y estaba casada. Su marido era un militar de una familia de antiguos revolucionarios que trabajaba en un departamento de investigación del ejército. Estudiaba la fabricación de misiles o de armas nuevas. En cambio, a él no le interesaban en absoluto los secretos de la Defen sa Nacional. Sólo amaba perdidamente a aquella bella mujer, y Lin era todavía más activa y efusiva que él.

Lin adoptó voluntariamente una actitud relajada y comentó:

– ¡Es muy pequeña tu habitación, no hay sitio ni para sentarse!

Ella ya había estado allí, por supuesto, un día en el que Lao Tan no estaba. Llevaba un vestido con un generoso escote. El bajó la cremallera en su espalda y pudo abrir el vestido para besar sus senos. Ella no tenía el mismo aspecto que ahora, con su uniforme y las dos pequeñas coletas sujetadas con un elástico para reemplazar su grande y larga trenza, peinado estándar de las mujeres soldado y estilo de las guardias rojas de aquella época.

– ¡Prepáranos un poco de té, estamos muertos de sed!

Lin dejó voluntariamente la puerta abierta y se quedó en el umbral abanicándose con un pequeño pañuelo. Quería que los vecinos, que observaban desde las ventanas, pensaran que no habían ido a registrar su casa, e intentaba que pareciera que simplemente habían venido a hacerle una visita.

Él preparó té para todos. Ellos dijeron «No hace falta, no es necesario», pero eso rompió el ambiente tenso y solemne que se creaba en aquel tipo de sesiones. Además, como todos los protagonistas de esta escena ya se conocían, daba la sensación de que estaban entre iguales, a pesar del brazalete de guardia roja que llevaban en el brazo, testimonio de su origen de clase. El jefe, Danian, un pequeño tipo regordete, a menudo jugaba a ping-pong con él durante la pausa del mediodía; se conocían bien. Su padre era el comisario político de una división del ejército. Llevaba el viejo gorro de su padre, amarilleado de tanto lavarlo, también tenía un cinturón del ejército que ya no se llevaba en aquella época, lo que le daba un aspecto revolucionario heredero de sus ancestros.

Cuando se crearon las guardias rojas, los jóvenes como él, que no pertenecían a las «cinco categorías rojas» también fueron invitados a participar en la reunión. Danian mostró su carácter por primera vez. Sentado a un extremo de la mesa, les dijo a los jóvenes que no estaban cualificados para ser de las guardias rojas «Todos los que asisten hoy a nuestra asamblea de guardias rojas pueden ser considerados como los compañeros de camino de nuestras tropas revolucionarias», luego le dijo a él, llamándole por su nombre: «¡Tú también, por supuesto, eres uno!». Sin embargo, él había leído La historia del Partido Comunista de la Unión Soviética y sabía lo que realmente significaba la expresión «compañeros de camino». En aquella repentina visita de las guardias rojas, si Lin no le hubiera avisado, habrían encontrado sus manuscritos y su suerte habría estado en manos de aquel tipo.

Danian, que todavía no quería romper con él, le dijo sencillamente:

– Hemos venido a buscar pruebas de las actividades reaccionarias de Tan Xinren. Tú no tienes nada que ver con esto. ¿Dónde están tus cosas? Sepáralas de las de él.

El sonrió y respondió:

– Ya esta, ¿puedo ayudaros?

Contestaron a coro:

– Esto no te concierne, ¿dónde está su escritorio?

– Ese de ahí, los cajones no están cerrados con llave.

De pie en su rincón, era lo único que podía decir para defender a Lao Tan, pero al mismo tiempo, ya se había desmarcado de él. Más tarde supo que, mientras él volvía a toda velocidad a su casa, las guardias rojas habían pegado un aviso en la entrada del edificio del trabajo: «¡Abajo el elemento contrarrevolucionario histórico Tan Xinren!». Desde aquel momento, Lao Tan pasó a estar incomunicado en el edificio y perdió su libertad.

Revolvieron las libretas, las traducciones, las cartas, las fotos y los libros en inglés de Tan. Durante su tiempo libre, Tan traducía novelas escritas en inglés, obras de autores de Asia o de África más o menos revolucionarias. Pero una de esas novelas tenía en la portada la imagen de una mujer occidental casi desnuda. Pusieron ese libro aparte. En el fondo del cajón, escondido bajo un viejo periódico, encontraron un sobre blanco que contenía algunos preservativos.

– ¡Vaya con el cerdo, también hace esas cosas! -dijo Danian, blandiendo los profilácticos.

El ambiente era alegre para aquel al que no le concernía. Todos pretendían mostrar que estaban limpios y eran inocentes. Lin y él también se rieron, aunque evitaron mirarse.

Después, durante los interrogatorios contra Tan, le preguntaron sobre la mujer con la que mantenía «relaciones anormales entre personas de sexo diferente», porque sospechaban que debía de formar parte de una red de espionaje. Tuvo que confesar sus relaciones con una viuda. De inmediato las guardias rojas de la entidad de trabajo de esa mujer registraron la casa de ella. Los poemas melancólicos de estilo antiguo que encontraron en los cajones de Tan quizá fueron escritos para ella. Los habían guardado como pruebas evidentes de que él «añoraba su paraíso perdido, y tenía ideas contra el Partido y contra el socialismo».

Al ver que dos baldosas del suelo estaban un poco sueltas, las guardias rojas quisieron arrancarlas.

– ¿Queréis que vaya a pedir una pala a casa del vecino? -preguntó él voluntariamente a Danian para mostrar un cierto interés en el registro. Al mismo tiempo quería tomarles el pelo; si agujereaban el suelo un metro de profundidad, ¡quizá hicieran algún descubrimiento arqueológico! El miedo sólo vino después.

Trajo un pico de casa del vecino, un viejo obrero jubilado. Realmente se pusieron a agujerear el suelo y llenaron la habitación de cascotes y arena, hasta el punto de que se hizo imposible moverse. Poco después acabaron tirando el pico y dándose por vencidos.

Más tarde supo que la sección de seguridad de su institución recibió un informe del comité de vecinos del barrio que señalaba que de aquella habitación provenían sonidos de un emisor de radio. Ese informe sin duda venía del vecino, el viejo obrero llamado Huang. Mientras Tan y él estaban en el trabajo, el viejo jubilado, que se pasaba el día encerrado en casa, debió de oír algún sonido de la radio que habían dejado encendida tras la puerta cerrada con llave y de inmediato pensó que debía de tratarse de un emisor que difundía información secreta. Al permitir encontrar a un enemigo, él probaría su fidelidad hacia el Líder y el Partido. Después del registro, cuando encontró al jubilado en el patio, éste todavía tenía la misma sonrisa en su cara arrugada. La catástrofe le había pasado rozando.

Cuando las guardias rojas se marcharon, él se quedó observando la habitación llena de baldosas rotas y de tierra. Se dio cuenta de que cuando un drama de aquel tipo te caía encima, ya era demasiado tarde. En aquel momento decidió quemar sus manuscritos y sus diarios, enterrando para siempre su lirismo, sus recuerdos de infancia, su narcisismo y sus ilusiones de adolescente, así como su sueño de hacerse escritor.

10

No hay nada que tenga menos sentido que hablar de la Revolución Cultural a oscuras, con la luz apagada y junto a una mujer a quien puedes tocarle la piel; sólo una judía con un cerebro alemán y que habla chino puede encontrar eso interesante.

– ¿Continúo? -preguntas tú.

– Te escucho -dice ella.

Le hablas también de una redactora de mediana edad que trabajaba en el mismo despacho que tú. Un dirigente político vino a buscarla y le dijo que tenía una llamada telefónica de la sección de seguridad. Unos minutos más tarde, ella regresó, ordenó lo que había en la mesa y explicó, mientras recorría el despacho con una mirada impasible, que debía volver a su casa porque su marido se había suicidado con el gas. Como el encargado de la sección ya había sido apartado de su servicio y el jefe, Lao Liu, había sido calificado de ajeno a la clase e infiltrado en el Partido, sólo podía pedir permiso al personal que había en aquel momento en el despacho. Al día siguiente llegó antes de la hora de empezar el trabajo y escribió un dazibao en el que explicaba que no aprobaba la actitud de su marido, quien, según ella, «había roto voluntariamente con el pueblo y con el Partido».

– Para, es demasiado triste -te dice ella al oído.

Tú dices que a ti no te apetece en absoluto continuar.

– Pero, dime una cosa, ¿para qué hacían eso?

– Había que encontrar a los enemigos. Sin el pretexto de los enemigos, ¿cómo habrían podido llevar a cabo su dictadura?

– ¡Eso es el nazismo! -dice ella enfadada-. ¡Deberías escribir todo eso!

Dices que no eres un historiador y que tienes suerte de no haber sido devorado por la historia, inútil pagarle todavía un tributo.

– Entonces escribe tu experiencia personal, lo que tú has vivido. Hay que escribir todo eso, ¡tendrá un gran valor!

– ¿El valor de un documento histórico? Llegará el día en el que se abrirán miles y miles de toneladas de archivos; lo que yo haya escrito sólo será un montón de viejos papeles que no servirán para nada.

– Sin embargo, Solzhenitsin…

La interrumpes para decirle que tú no eres un combatiente, un abanderado.

– Pero un día, eso cambiará, ¿no crees? -pregunta ella.

Necesita creerlo.

Tú dices que no eres profeta, que tienes los pies en la tierra y no esperas que te reciban con vítores si algún día vuelves; de hecho, no crees que puedas volver allí algún día vivo, no puedes perder el tiempo que te quede.

Te pide dulcemente perdón, dice que ha despertado tus recuerdos, que, para ella, comprender tu sufrimiento es lo mismo que comprenderte a ti. ¿No lo entiendes?

Dices que sales del infierno, que no tienes ganas de volver.

– Pero debes hablar de ello, eso te hará bien.

Su voz se ha vuelto más dulce, le gustaría consolarte.

Tú le preguntas si ha jugado alguna vez con gorriones, o si ha visto a los niños hacerlo. Se les ata a la pata un hilo fuerte y se sujeta un extremo con la mano. El pájaro echa a volar con todas sus fuerzas mientras lo sujetan. Acaba cerrando los ojos y muere ahorcado con el hilo. Dices también que cuando eras pequeño cazaste una mantis religiosa. Tenía unas patas largas y finas, un cuerpo verde y unas pinzas que blandía como sables; esos bichos parecen arrogantes, pero en la mano de un niño, si éste le ata un hilo a la pata, se la arranca muy rápido al tirar un poco del hilo. Le preguntas si ella también ha vivido esas cosas.

– ¡Pero los hombres no son gorriones! -protesta.

– Tampoco mantis religiosas, claro. El hombre tampoco es un héroe, es incapaz de resistir a la violencia del poder, sólo puede huir.

La habitación está totalmente a oscuras, una oscuridad profunda, casi palpable.

– Abrázame -dice ella con una voz profunda y llena de dulzura, que, tras haberte atormentado, te quiere reconfortar.

Te aprietas a su cuerpo, pegándote a la carne, casi traspasando su camisón, pero no sientes ninguna excitación. Ella te acaricia con sus dulces manos que pasean sobre ti, te ofrece su cuerpo. Tú le dices que estás excitado pero un poco nervioso; con los ojos cerrados, piensas que te gustaría calmarte para poder disfrutar de su ternura.

– Bueno, entonces háblame de las mujeres -te dice dulcemente al oído, como una amante; pegada a ti-. Háblame de ella.

– ¿De quién?

– De tu mujer, se llamaba Lin, ¿no?

Dices que no era tu mujer, que era la esposa de otro hombre.

– Entonces era tu amante. ¿Has estado con muchas mujeres en China?

– Sabes que en China era imposible en aquella época.

Añades que, aunque no se lo crea, ella fue la primera mujer con la que estuviste.

– ¿La amabas? -pregunta.

Dices que fue ella la que te sedujo la primera vez, que no tenías ninguna intención de llegar a nada con una historia imposible.

– ¿Todavía piensas en ella?

– Margarita, ¿por qué me preguntas esas cosas?

– Me gustaría saber qué lugar ocupan las mujeres en tu corazón.

Le dices que, por supuesto, ella era una mujer adorable, recién salida de la universidad, que era guapa y atractiva, que no había muchas mujeres que se maquillaran como ella en China, por aquel entonces. Cuando la conociste, llevaba un vestido muy ajustado y zapatos de cuero con tacón alto, una ropa especialmente provocativa. Como era la hija de un alto dirigente y gozaba de una buena situación, era altiva y caprichosa, pero le faltaba un poco de romanticismo. Tú sólo vivías para tus libros y tus ilusiones. El trabajo rutinario era totalmente insípido para ti, pero, además, siempre había activistas que querían entrar en el Partido para convertirse en aquellos funcionarios que organizaban grupos de estudio de las obras de Mao en horas extras, después del trabajo. Obligaban a todos a que les siguieran y decían que los que no querían participar en aquellos grupos tenían un problema ideológico. Hasta las nueve o las diez de la noche, cuando por fin volvías a casa, no podías ponerte a escribir lo que te diera la gana, ni perderte en tus pensamientos, ante tu mesa de trabajo, bajo la lámpara, frente a tus libros: sólo en aquel momento por fin eras tú mismo.

Durante el día vivías en un mundo diferente y, como te quedabas hasta altas horas de la noche, siempre tenías aspecto de estar medio dormido. Incluso dormitabas durante las reuniones. Quizá por eso, te ganaste el apodo de «el Soñador», pero si te hubieran llamado directamente «el Durmiente», no te habrías ofendido en absoluto.

– El Soñador es un buen apodo.

Ella ríe un poco, su voz vibra en su opulento pecho.

Dices que para ti era una especie de coartada, sin eso hacía tiempo que te habrían «desenmascarado»

– ¿Ella también te llamaba así? ¿Se enamoró de ti por eso?

– Sí, es posible.

Dices que tú también estabas enamorado de ella, que no se trataba sólo de deseo sexual. En aquella época desconfiabas de las chicas que habían cursado estudios universitarios, porque ellas aspiraban a progresar y se esforzaban en parecer totalmente inocentes. Tú tenías claro que tus pensamientos eran oscuros; la breve experiencia del amor que tuviste en la universidad fue suficiente para ti. Si ellas hubieran comentado las cosas extrañas que decías en privado, en una de las habituales confesiones ideológicas que tenían lugar en el Partido o en la Liga de la Juventud, se te habría caído el pelo.

– Aun así, eran mujeres, ¿no?

– No has vivido en ese entorno. No lo puedes entender.

Le preguntas si se puede imaginar hacer el amor con un nazi que podría denunciar su origen judío.

– ¡No hables de nazis!

– Perdona, sólo estoy comparando. El sentimiento es el mismo. Por supuesto, Lin no era de ese estilo, sobre todo porque tenía bastantes privilegios por su familia, no pedía entrar en el Partido, su padre, su madre, su familia era el Partido. Ella no tenía que ir con pies de plomo, ni ir a ver al secretario de la célula para confesarse.

Tú le explicas que la primera vez que te citó fue en un restaurante muy refinado, que no estaba abierto para el gran público, sólo se entraba presentando una autorización. Era ella la que te invitaba, por supuesto; tú no tenías la tarjeta para pagar la cuenta. Quizá por eso te sentías un poco incómodo.

– Lo entiendo -dice ella en voz baja.

Tú dices que Lin quería que utilizaras la autorización militar de su marido para ir juntos a un hotel del interior del Palacio de Verano, abierto sólo para el reposo de los dirigentes de alto nivel y de sus familias; quería que te hicieras pasar por su marido. ¿Y si lo verificaban? Dijo que era imposible, pero que sería mejor llevar uno de sus uniformes.

– Realmente tenía valor -murmura ella.

Tú dices que no tenías tanto valor, que aquel tipo de aventura de adulterio te hacía sentir mal, pero que aun así hacías el amor con ella. La primera vez fue en su casa. Vivía en una casa que tenía un gran patio cuadrangular. Allí sólo vivían su padre, su madre y un viejo empleado que vigilaba la entrada, barría el patio y encendía el horno. Se acostaban muy temprano, la residencia estaba desierta. Fue ella la que te hizo un hombre. Dices que se lo agradeces.

– Lo que quiere decir que todavía la amas.

Ella te examina en la oscuridad, apoyada sobre un codo.

– Me enseñó muchas cosas.

Al rememorar aquellas escenas, sería mejor decir que lo que te gustaba de ella era su cuerpo exuberante.

– ¿Qué te enseñó?

Su cabello roza tu cara; en la oscuridad ves brillar débilmente el blanco de sus ojos muy abiertos que te miran fijamente.

– Era más valiente que yo, acababa de casarse, yo entonces tenía veinte años, pero nunca había tocado a una mujer. ¿No te parece increíble?

– Claro que no. En aquella época, en China, todo el mundo tenía que ser puritano; lo comprendo…

Sus dedos juegan dulcemente sobre tu cuerpo. Tú dices que no eras ningún puritano, que tenías muchas ganas.

– ¿Tenías ganas de quitarte toda la represión que llevabas encima?

– Quería quitármela con una mujer.

– Y querías estar con una mujer desvergonzada, ¿no es cierto? -Su voz dulce y aterciopelada murmura en tu oído-. Bueno, fóllame como habrías follado a esas mujeres en China.

– ¿A cuáles?

– A Lin, o a la otra joven, aquella de la que no recuerdas su nombre.

Te vuelves hacia ella y la abrazas. Le levantas el camisón y te pegas a su cuerpo…

– Si quieres desfogarte, hazlo…

– ¿Desfogarme en el cuerpo de quién?

– En el de una mujer a la que te gustaría tener en este momento…

– ¿Una desvergonzada?

– ¿No es lo que querías?

– ¿Una puta?

– Eso es.

– ¿Lo has hecho alguna vez por dinero?

– Sí, más de una vez…

– ¿Dónde?

– En Italia…

– ¿Con quién?

– Con todos los que querían…

– ¡Por dinero! ¿Lo haces por dinero?

– No, tú no podrías pagar, lo que yo quiero es tu sufrimiento…

– Ya ha pasado.

– No en ti…

– ¿En este lugar profundo?

– Sí, exacto.

– En lo más profundo, hasta el fondo… Puede que no lo consigas… ¿Por eso me la chupas?

– Para que te desahogues. No te preocupes…

– ¿No tienes miedo?

– ¿Miedo de qué?

– ¿Y si te quedas embarazada?

– Abortaré.

– ¿Estás loca?

– Eres tú quien tienes miedo, quieres tener placer, pero no te atreves; no te preocupes, me he tomado la pastilla.

– ¿Cuándo?

– En el cuarto de baño.

– ¿Antes de venir a acostarte?

– Sí, sabía que todavía querías follar conmigo.

– Entonces ¿por qué me has atormentado tanto tiempo?

– No me hagas tantas preguntas, si quieres este cuerpo, tómalo…

– ¿El cuerpo de una puta?

– Yo no soy una puta.

– No te entiendo.

– ¿Qué es lo que no entiendes?

– Lo que acabas de decir.

– ¿Qué he dicho?

– Has dicho que lo hiciste por dinero.

– ¡No lo puedes entender, no lo comprenderías, es mejor que no lo sepas!

– ¡Quiero saberlo todo de ti!

– Si me deseas, tómame, no me hagas sufrir.

– ¿No eras una puta?

– No, sólo soy una mujer. Me hice mujer demasiado pronto.

– ¿Cuándo?

– Cuando tenía trece años…

– Me estás tomando el pelo, ¿te has inventado esa historia?

Ella niega con la cabeza. Quieres que te lo cuente. Murmura que no sabe nada…, que no quiere saber nada… Necesita sufrir, busca el placer en el dolor. Tú necesitas una mujer, necesitas correrte en el cuerpo de una mujer, derramar tu deseo, tu soledad. Ella dice que también está sola, necesita que la comprendan, necesita pagar. ¿Por el amor y el placer? Sí, eso es, dar y pagar. ¿También vender su cuerpo? Sí. ¿Ser una descarada? ¡Y una desvergonzada! Se vuelve para ponerse sobre ti. Antes de cerrar los ojos, has visto cómo brillaban los suyos en la oscuridad. Luego abre la boca para gritar…

11

Tumbado sobre la cama de Lin, comprada para su reciente matrimonio, con los ojos muy abiertos, todavía no estaba seguro de si se trataba de un sueño. La bella Lin, desnuda, lo contemplaba. Fue ella la que lo ayudó a hacerse un hombre, la que lo arrastró desde la sala de estar hasta su habitación, en la otra punta del pasillo. Las pesadas cortinas de terciopelo estaban bajadas y sólo había encendida una lámpara de mesa, que tenía un pie en forma de jarrón y una pantalla amarilla encima. Hizo que se sentara delante de la mesa y le sacó de un cajón un gran álbum de fotos ribeteado con un hilo dorado. Eran fotografías que le hizo su marido en el viaje de novios a Beidaihe. En algunas, su vestido escotado sin mangas descubría sus brazos, sus hombros y sus piernas; en otras, en la playa, el bañador mojado se le pegaba al cuerpo. En ese momento se inclinó hacia él. Sintió como su pelo le acariciaba la mejilla y se volvió para abrazarla por su fina cintura, hundiendo la cara entre sus senos. Sentía el suave perfume de su cuerpo. Bajó febrilmente la cremallera de su vestido y la tumbó en la cama de colchón de muelles. La besaba frenéticamente, la boca, la cara, la base del cuello e incluso los pezones, que se marcaban bajo su sujetador desabrochado. Estaba terriblemente excitado, siempre había soñado con ese instante, incluso llegó a rasgar su ropa interior, delicada y sexy, y que era imposible encontrar en el mercado. Sin embargo, no consiguió la erección, no pudo penetrarla. Lin le dijo que no se preocupara, que era imposible que sus padres entraran tan tarde en su habitación, ya estaban durmiendo; además, el instituto de investigación de armas de tecnología punta en el que trabajaba su marido estaba en el lejano suburbio del oeste, la disciplina en el ejército era muy estricta, y seguro que no llegaría antes del fin de semana. De pronto le entraron ganas de orinar. Lin se puso una falda, salió descalza y volvió con una palangana. Él se levantó para pasar el cerrojo de la puerta, pero hizo tanto ruido al orinar en la palangana esmaltada que se sintió intranquilo, como si fuera un ladrón. Luego apagaron las luces. Lin le ayudó a quitarse los zapatos y los calcetines, e hizo que se tumbara desnudo sobre la cama. Después lo cubrió con una manta, como lo hacía la adolescente que aparecía en sus sueños de niño, una enfermera dedicada en el campo de batalla que secaba pacientemente con manos dulces y seguras sus heridas sangrantes. Entonces, de repente, tuvo una erección, y al volverse entró en una mujer llena de vida, llevando a cabo por primera vez ese acto tan importante.

Salió de casa de Lin antes de que amaneciera. El patio todavía estaba oscuro, aunque a través de la cima de un caqui se podía entrever ya un pedazo de cielo azul. Lin había descorrido poco a poco el cerrojo de la puerta, que se entreabrió chirriando. Él se deslizó por el pequeño espacio y se volvió para mirar cómo se cerraba la gran puerta antigua cubierta de clavos. Luego, llegó hasta la callejuela arrastrando la bicicleta. No tenía prisa por subir en ella, escuchaba cómo sus pasos recorrían las calles una tras otra. No tenía intención de volver a casa pronto. Si Lao Tan, su compañero de habitación, le hubiera preguntado qué le pasaba, habría necesitado mucha saliva para inventarse una historia. En la avenida, el ruido de la ciudad, que despertaba poco a poco, cubría el eco de sus pasos: el zumbido de los ventiladores de los puestos de buñuelos y leche de soja, el tintineo que sobre la calzada asfaltada producían las herraduras de los caballos o mulos que arrastraban los carros de los campesinos que llevaban verduras a la ciudad, los primeros trolebuses todavía vacíos que pasaban silbando, además de las bicicletas y los peatones, cada vez más numerosos. Respiraba profundamente, llenando sus pulmones de un frescor que le hacía feliz; sentía una especie de confianza en sí mismo que le tranquilizaba. A mediodía vio a Lin en el comedor del trabajo. Llevaba una camisa de manga larga y un pañuelo de seda en el cuello. Los colegas que estaban sentados a su mesa se acababan de marchar; entonces ella le dijo en voz baja, guiñándole el ojo: «Tengo el cuello morado por tu culpa». Esbozó una sonrisa que no parecía reprocharle nada.

Le resultaba difícil decir si amaba a Lin o no, pero a partir de aquel día se quedó prendado de su maravilloso cuerpo. Se citaron varias veces, aunque casi nunca podía ser en casa de ella. Si sus padres estaban allí, él tenía que escuchar respetuosamente cómo daban su opinión sobre los asuntos importantes del país; no podía librarse de eso. Tenía que parecer perfecto frente a aquellas venerables personas, aparentar que él también era descendiente de revolucionarios y guardarse su sinceridad para otro momento. Cuando los ancianos empezaban a bostezar y se iban del salón, Lin le guiñaba el ojo y hablaba con él de asuntos sin importancia del trabajo, y cuando ya no se oía ningún ruido en la habitación de sus padres, se levantaba y le decía adiós en voz alta. Lin lo acompañaba fuera del salón hasta el patio oscuro. Entonces entraba furtivamente en la galería, se escondía detrás de una columna y esperaba a que Lin hubiera apagado las luces del salón y de su habitación para entrar en el cuarto. Allí eran felices durante toda la noche.

Sin embargo, prefería quedar con Lin fuera de su casa, en un parque o abajo de las murallas de la ciudad, en los pequeños bosques de lilas o jazmines amarillos. Dejaban una chaqueta en el suelo, o se apoyaban contra un árbol y fornicaban de pie ansiosamente. Si el marido de Lin viajaba a una misión en una base militar, el domingo, por la mañana temprano, los dos se iban a las afueras, a las colinas de las Ocho Grandes Vistas, donde pasaban el día, y siempre acababan bajando a tientas en medio del viento crepuscular después de la puesta del sol para tomar el último autobús que iba a la ciudad. A veces iban en tren aún más lejos, a Mentougou, en las colinas del oeste, donde se había descubierto el hombre de Beijing, o bajaban en cualquier estación de esas en las que el tren sólo paraba un minuto. Se llevaban algo de comer, escalaban o subían hasta la cima y pasaban al otro lado para que no pudieran verlos desde la carretera, y allí, a pleno sol, entre el ululante viento de las colinas, se entregaban el uno al otro con frenesí. Sólo se sentía bien en esos momentos, tumbado en la hierba, contemplando las nubes que se desplazaban lentamente en el cielo, sin la menor inquietud, sin riesgo, totalmente feliz.

Lin tenía dos años más que él, era un verdadero volcán que amaba de manera enardecida, hasta perder la razón. Él se controlaba. Lin se atrevía a jugar con fuego, pero a él le era imposible no pensar en los disgustos que les podía acarrear esa relación. Lin no quería divorciarse, e incluso, aunque hubiera querido casarse con él, sus padres jamás habrían permitido acoger a un yerno así en su familia revolucionaria: él, que era de un origen totalmente ordinario y que ni siquiera era miembro de la Liga de la Juventud Comunista. Además, el marido de Lin tenía el beneplácito de su familia de militares. Si los hubieran denunciado a su entidad de trabajo, a Lin no le habrían infligido castigo alguno, él habría sido el único responsable. En ese momento probablemente ella se habría dado cuenta de que no podía romper con su familia y perder su situación de privilegio para irse a vivir con él. En aquella época existía un nuevo reglamento, además de la ley sobre el matrimonio, que estipulaba que un empleado de un organismo del Estado sólo tenía derecho a casarse cuando cumpliera los veintiséis años. En esa nueva sociedad, que vivía un progreso constante, como nunca antes había vivido, el amor y el matrimonio estaban consagrados a la revolución; el hombre nuevo, los hechos nuevos, las obras de teatro nuevas, las películas nuevas, todos propagaban ese discurso. Tenían la obligación de ver esas obras o películas, y el propio organismo del Estado era el que regalaba las entradas.

Un día, un secretario de la oficina del jefe de departamento vino a verlo directamente sin pasar por los escalones jerárquicos habituales. Le pidió que fuera a ver de inmediato a su directora. Comprendió que no se trataba en absoluto de un asunto laboral. La directora, la camarada Wang Qi, una mujer de mediana edad, afable y reservada, estaba sentada detrás de una mesa ancha, cuyas dimensiones correspondían a su cargo de dirigente. Se levantó y cerró la puerta de la habitación, acción un tanto inusitada y que le puso nervioso al instante. Le invitó a sentarse en un largo sofá, aunque ella se sentó en un sillón de cuero, antes de mostrar voluntariamente una cara más conciliadora.

– Mi trabajo me ocupa mucho tiempo. -Era la pura verdad-. No tengo tiempo para charlar con vosotros, los estudiantes que acabáis de llegar. ¿Desde cuándo estás aquí?

Él le contestó.

– ¿Ya te has acostumbrado a este trabajo?

El afirmó con la cabeza.

– He oído decir que eres muy inteligente, que enseguida has sabido estar a la altura de la situación, y que encima escribes en tu tiempo libre.

Ella lo sabía todo de él. Le habían informado de todo. Y acabó previniéndole.

– Eso no debe influir en tu trabajo.

Volvió a inclinar la cabeza en señal de comprensión. ¡Menos mal que nadie sabía qué cosas escribía!

– ¿Tienes novia?

Ella fue directamente al grano. Él se sobresaltó y dijo que no, pero sintió cómo se sonrojaba.

– Puedes reflexionar sobre ello y encontrar un buen partido. -Insistió en lo de buen partido-. Pero todavía eres demasiado joven para casarte. Si trabajas bien para la revolución, los problemas de tu vida personal se resolverán fácilmente.

Hablaba de todo eso de forma anodina, con un tono de voz tranquilo, pero aquella conversación formaba parte del trabajo revolucionario. De hecho, no se trataba de una simple charla, y antes de levantarse para abrir la puerta, le hizo una observación:

– Me ha llegado a los oídos que ha habido reacciones entre las masas; tu relación con Xiao Lin es demasiado íntima. Si es una relación entre compañeros que trabajan juntos, no hay nada malo en ello, pero hay que tener cuidado con las consecuencias. La organización quiere que los jóvenes tengan una evolución sana.

La organización, por supuesto, era el Partido; si la directora lo había llamado para hablar con él, seguro que era por orden del Partido. Volvió a hablar de Lin:

– Es muy sencilla, muy afectuosa con la gente, le falta experiencia.

Por supuesto, si había problemas, todo caería sobre él. La entrevista acabó tan sólo cinco minutos después. Antes de que la Revolución Cultural estallara, el marido de esa mujer todavía no había sido tachado de «miembro importante de la banda negra antipartido», ni tampoco la propia camarada Wang Qi había sido acusada de «elemento antipartido», así que ella todavía asumía el cargo importante de responsable que le había otorgado la organización. Aunque se tratara de una simple alusión, de una advertencia o de una verdadera observación, todo le quedó muy claro.

En aquel momento su corazón empezó a latir con fuerza; sintió como se le encendían las mejillas y no pudo controlarse durante bastante rato.

Decidió romper su relación con Lin. La esperó a que acabara su trabajo y salieron juntos del gran edificio; sabía que se arriesgaban a que les viera alguien, tenía ganas de desafiarlos, pero le faltaban fuerzas para ese reto. Caminaron durante mucho tiempo empujando cada uno su bicicleta antes de que le explicara la conversación que había tenido.

– Pero ¿y a ellos qué les importa? -Lin no estaba de acuerdo-. ¡Que digan lo que quieran!

Él le dijo que ella podía tomárselo a la ligera, pero que él no.

– ¿Por qué? -Lin se detuvo.

– ¡Es una relación desigual! -replicó.

– ¿Por qué desigual? No lo entiendo.

– Es normal que no lo entiendas, porque tú lo tienes todo, y yo no tengo nada.

– ¡Pero yo quiero darte lo que pueda!

Dijo que no quería favores, ¡que no era un esclavo! De hecho, le habría gustado hablar de su situación insoportable, de su deseo de llevar una vida transparente, pero no supo explicarse.

– ¿Quién te esclaviza?

Lin se detuvo bajo una farola en la calle, lo miraba fijamente, llamando la atención de los peatones. Él sugirió que lo hablaran en un parque de la colina del Carbón; pero dejaban de vender entradas a las nueve y media y el parque cerraba a las diez. Le explicó al vigilante que saldrían muy rápido, y al final los dejó entrar.

Normalmente, para sus citas, se encontraban en aquel parque en cuanto salían del trabajo. Habían encontrado un bosque apartado de los senderos, desde donde se veían las luces de la ciudad. Lin podía entonces quitarse sus medias de seda, que eran particularmente fascinantes. Este tipo de artículo de lujo sólo lo vendían en las tiendas reservadas al personal que trabajaba para una misión en el extranjero y era imposible encontrarlo en las tiendas normales. Ya no tenían tiempo de subir a la colina, se contentaron con quedarse de pie bajo la sombra de un gran árbol que no estaba lejos de la entrada. Tenía que hablar claramente con Lin, decirle que tenían que poner fin a esa relación. Pero Lin se puso a llorar y él no sabía qué hacer; le tomó la cara con las dos manos y le secó las lágrimas de las mejillas. Sin embargo, Lin lloraba cada vez con mayor desconsuelo. La besó y se abrazaron como amantes, con el corazón roto. No pudo evitar besar su cara, sus labios, su cuello, sus senos y su vientre, cuando se oyó desde los altavoces:

– ¡Camaradas, prestad atención, por favor!

En aquella época, en todos los parques había altavoces estridentes que hacían vibrar los tímpanos de los viandantes cuando los ponían en marcha. Los días festivos emitían sin parar cantos revolucionarios, pero en días laborables sólo funcionaban durante el cierre de las puertas para echar a los visitantes.

– ¡Camaradas, prestad atención, por favor! ¡Es hora de desalojar el parque y cerrar las puertas!

Le rompió las medias bajo el vestido, pensó que sería la última vez. Lin lo estrechó contra ella con fuerza, le temblaba todo el cuerpo. Sin embargo, no sería la última vez; pero dejaron de dirigirse la palabra en el trabajo. En las citas posteriores, antes de separarse, debían fijar un lugar de encuentro preciso, en un punto concreto de un muro, o bajo un árbol que no estuviera iluminado por la luz de las farolas. En cuanto estaban en la calle, primero subía uno y luego el otro en la bicicleta, y respetaban una distancia de unos veinte metros entre ellos. Cuanto más secreta se hacía su relación, mayor gusto le cogía a los amores adúlteros, y veía con mayor claridad que aquello tenía que acabar un día u otro.

12

Te despierta el timbre del teléfono, no sabes si responder o no.

– Debe de ser una mujer, ¿has olvidado alguna cita? Con la cabeza apoyada sobre la almohada, te mira con los ojos adormilados y la cara vuelta hacia ti.

– Deben de llamar de recepción -dices tú.

– Mientras dormías, han llamado a la puerta -te dice con voz cansada.

Levantas la cabeza, un rayo de sol da sobre el respaldo de un sillón a través de la colgadura de terciopelo y las cortinas de gasa blanca. Han pasado el periódico por debajo de la puerta. Extiendes la mano para descolgar el auricular, pero el teléfono deja de sonar.

– ¿Hace mucho que te has despertado? -preguntas. -Estaba agotada, has roncado mientras dormías. -Me tendrías que haber despertado. ¿No has dormido nada?

Acaricias sus hombros redondos; ahora su cuerpo te resulta familiar, al igual que su dulce olor.

– He visto que dormías tan bien que he preferido dejarte, ya que hace dos noches que no pegas ojo.

Un velo cubre sus ojos profundos y su mirada se pierde.

– Te ha ocurrido lo mismo a ti, ¿verdad?

Tu mano se desliza por su hombro hacia abajo, agarras sus senos y los aprietas el uno contra el otro.

– ¿Me quieres volver a follar? -pregunta ella con cierto abatimiento, inclinando la cabeza hacia ti.

– ¡No, mujer! Margarita…

No sabes cómo explicarte.

– Ya te has desahogado suficiente; has dormido tranquilamente sobre mi cuerpo.

– Vaya, ¡como si fuera un animal!

– No pasa nada, todos los hombres sois como animales, pero las mujeres necesitamos sobre todo sentirnos seguras. -Se ríe con dulzura.

Le dices que te sientes bien con ella, que es realmente generosa.

– Eso depende de con quién estoy; no mimo a cualquiera.

– ¡Está claro!

Le dices que le agradeces que sea tan buena contigo.

– Sin embargo, tarde o temprano me olvidarás -te dice-. Bueno, dentro de nada, mañana mismo, ya que probablemente deben de ser ya las doce, lo que significa que vuelvo mañana a Alemania, y tú tienes que volver a París. No podremos estar juntos.

– ¡Seguro que nos volveremos a ver!

– Si nos volvemos a ver, será sólo como amigos; no quiero convertirme en tu amante.

Te aparta las manos de su pecho.

– Pero ¿por qué, Margarita?

Te sientas sobre la cama y la miras.

– Tienes una mujer en Francia -dice ella-, es imposible que no tengas pareja.

Su voz chirría. No sabes qué decir. El rayo de sol que daba sobre el respaldo del sillón ha descendido ligeramente.

– ¿Qué hora es?

– No sé.

– ¿Y tú, no tienes pareja? Seguro que sí.

Eso es todo lo que se te ocurre responderle.

– No me apetece continuar esta relación sexual contigo, pero pienso que podemos seguir siendo amigos, e incluso buenos amigos. No pensé que todo podría complicarse tanto de golpe.

– ¿Qué ocurre?

Le dices que la quieres.

– No, no me digas eso, no me lo creo, cuando un hombre hace el amor con una mujer, siempre dice lo mismo.

– Margarita, contigo no es lo mismo.

Te gustaría tranquilizarla.

– Es únicamente porque soy judía. ¿No has salido nunca con una? Tan sólo me has necesitado durante un tiempo, pero no me entiendes en absoluto.

Le dices que te encantaría comprenderla, pero permanece callada; tú le dices muchas cosas, pero sigue sin decir nada, te acuerdas de lo que murmuraba mientras hacíais el amor.

– Has deseado mi cuerpo, no a mí.

Después de decir eso, se encoge de hombros; pero le dices que te encantaría comprenderla, conocer su vida, sus sentimientos, quieres saberlo todo de ella.

– ¿Para poder escribir sobre eso?

– No, para que seamos buenos amigos, ya que no podemos ser amantes.

Le dices que ha despertado en ti muchas sensaciones, no sólo sexuales, creías haber olvidado todos esos recuerdos que ella ha reavivado.

– Creías haberlos olvidado, pero en realidad simplemente no pensabas en ellos. Es imposible borrar el sufrimiento, olvidar esas cosas.

Está tumbada de cara, tiene los ojos muy abiertos, sus ojos parecen de un gris azulado, sin maquillaje; en su pecho destacan los pezones rosa con sus pálidas aureolas. Se tapa con la sábana y te dice que no la mires así. Odia su cuerpo, ya te lo dijo mientras hacíais el amor.

– Margarita, eres realmente preciosa, tu cuerpo también es muy hermoso.

Dices que te gustan las mujeres atractivas de los cuadros de Klimt y que te gustaría que el sol iluminara su cuerpo para verlo mejor.

– ¡No corras la cortina! -te retiene.

– ¿No te gusta el sol? -preguntas.

– No quiero ver mi cuerpo a la luz del día.

– ¡Eres realmente especial! No pareces una occidental, sino una china.

– Porque todavía no me entiendes.

Dices que te encantaría conocerla perfectamente, y no sólo su cuerpo, o lo que ella llama su cuerpo, para así poder comprenderla del todo.

– Pero es imposible, una persona no puede comprender por completo a otra, sobre todo cuando se trata de una mujer. A veces cree haberlo conseguido, pero eso es imposible.

Estás un poco desanimado. Apoyas la cabeza sobre las manos, suspiras al mirarla, y añades:

– ¿Te apetece comer algo? Podemos pedir en recepción que nos suban algo de comida a la habitación o ir a la cafetería.

– Gracias, por la mañana no como nada.

– ¿Haces régimen? -le haces la pregunta expresamente-. ¡Pero si ya es mediodía!

– Pide lo que quieras, no te preocupes por mí -dice ella-, sólo quiero oírte hablar.

Estás conmovido, la besas en la frente, pones la almohada contra tu espalda y te pegas a ella.

– Eres muy tierno -dice-, me gustas. Te he dado todo lo que querías, pero no quiero ir muy lejos, tengo miedo…

– ¿De qué tienes miedo?

– Tengo miedo de pensar en ti.

Te sientes un poco triste, ya no hablas, piensas en el fondo que quizá deberías vivir con una mujer así.

Rompe el silencio.

– Continúa con tu historia.

Dices que esta vez quieres escucharla tú, que te hable de sí misma, de su vida, de lo que quiera. Pero ella dice que no tiene nada que contar, que no ha tenido una vida tan complicada como la tuya.

– La experiencia de cada mujer es un libro, si se escribe.

– Quizá, un libro insípido.

– Pero que puede transmitir sensaciones originales.

Dices que te encantaría conocer todos sus sentimientos, toda su vida, sus secretos íntimos. Le preguntas:

– ¿Es verdad lo que decías mientras hacíamos el amor?

– Ahora no te lo puedo decir. Es posible. Puede que un día te lo diga. Espero que realmente pueda haber algo más que sexo entre nosotros, no soporto la soledad.

Dices que a ti no te preocupa la soledad, que te permite no destruirte, la soledad interior es la que te ha mantenido hasta ahora; pero, a veces, necesitas ser un degenerado y abandonarte en las profundidades de una mujer.

– Eso no es ser degenerado; los hombres tienen esa manía de considerar la relación con las mujeres como un pecado, lo repugnante es utilizarlas sin amor.

– ¿Has estado enamorada de alguien alguna vez, o los hombres sólo te han utilizado?

Intentas que te cuente sus secretos.

– He creído que sí, pero de inmediato me he dado cuenta de que estaba equivocada; cuando un hombre desea a una mujer, siempre le dice cosas agradables al oído, y cuando queda satisfecho, se acabó. Las mujeres todavía necesitan esa ilusión, les gusta engañarse. Para ti, yo soy todavía una novedad, aún no te has cansado de mí, ya lo sé.

– En el fondo, todos tenemos algo de demonio.

– Pero tú eres bastante sincero.

– No sé.

Ella se ríe un poco.

– ¡Ésta es mi Margarita!

Reconfortado, tú también ríes.

– Una puta, ¿no?

– ¡Eso lo dices tú!

– ¿Una desvergonzada que te ha dado su cuerpo para que lo tomes?

Te mira fijamente. No llegas a penetrar en sus ojos de color grisazulado. De pronto, se ríe a carcajadas. Con la risa, se le mueven los hombros y los senos le rebotan. Dices que todavía la deseas, la tumbas sobre la almohada, cierra los ojos y suena el teléfono.

– Descuelga, debe de ser otra mujer que te está esperando -dice ella empujándote.

Tú descuelgas, un amigo te invita a cenar en Namma Island. Le dices a tu interlocutor que espere un segundo, tapas el auricular con la mano y le preguntas si le apetece ir, si no quiere, irás otro día, quieres quedarte con ella.

– ¡No podemos pasar todo el día en la cama! Si no, te quedarás en los huesos y tus amigos me lo echarán en cara.

Ella sale de la cama y va al cuarto de baño. No cierra la puerta, se oye caer el agua. Sigues tumbado, no tienes ganas de moverte, es como si fuera tu pareja, ya no la dejarías. No puedes evitar gritarle:

– ¡Margarita, eres realmente estupenda!

– ¡Un regalo que te cae del cielo pero que desprecias! -grita ella para que puedas oírla con el ruido del agua.

Entonces le gritas que la quieres. Ella dice que también le gustaría quererte, pero que tiene miedo. Tú te levantas, te gustaría meterte en la bañera con ella, pero cierra la puerta. Miras tu reloj, que has dejado sobre la mesa, corres las cortinas, ya son más de las cuatro.

Cuando sales de la estación de metro Sengwan, miras el puerto que bordea el mar, el aire es puro. Los barcos que circulan por la bahía brillan por la luz dorada del sol del atardecer. Una barcaza con el calado muy profundo, casi a la altura del borde, rompe las olas y levanta montañas de espuma blanca. Los edificios de la orilla muestran claramente la estructura de hormigón armado, sus contornos parecen lanzar rayos de luz. Te apetece fumar un cigarrillo para verificar que lo que te está ocurriendo no es una ilusión. Le dices que tus pasos apenas rozan el suelo. Te abraza fuertemente contra ella, riéndose con dulzura.

Hay una fila de pequeños puestos ambulantes bajo un gran anuncio de cigarrillos Marlboro. En cambio, una vez que se entra en el puerto por su compuerta metálica, es como en los Estados Unidos, está lleno de carteles que prohíben fumar. Es la hora de la salida del trabajo; cada quince o veinte minutos, un transbordador se dirige a alguna de las pequeñas islas. En el que va a Namma Island, hay sobre todo jóvenes y extranjeros. Una sirena eléctrica hace daño a los oídos, la gente acelera el paso, pero sin el menor desorden, y, nada más subir al barco, se echan una siesta o leen un libro. Todo está tranquilo, sólo se oyen las vibraciones de las máquinas. El barco se aleja rápidamente de la ruidosa ciudad y los altos edificios desaparecen poco a poco.

Se levanta un aire fresco, el transbordador vibra suavemente. Ella tiene sueño; al principio se apoya en ti, luego se acurruca y descansa sobre tu pecho. Tú también te sientes bien. Se duerme de golpe, dulcemente, tranquilamente, y despierta tu compasión. En el barco, donde se mezclan todas las razas, los únicos carteles que hay indican que está prohibido fumar. No parece que estés en Hong Kong, no se diría que esta ciudad va a ser china.

El puente empieza a sumergirse en la noche, y tú también empiezas a soñar, quizá deberías vivir con ella en una isla, escuchar el sonido de las gaviotas y escribir por placer, sin ninguna obligación ni carga, tan sólo para expresar tus sentimientos.

Una vez llegados al muelle, muchos se suben a sus bicicletas, ya que en esta isla los coches no pueden circular. La luz de las farolas es amarillenta, es un pueblo pequeño, las calles son estrechas y hay muchas tiendas y bastantes restaurantes concurridos.

– Aquí podrías vivir fácilmente con una casa de té con música, o un bar. Durante el día, podrías pintar o escribir y trabajar durante la noche. ¿Qué te parece mi idea?

Dongping, que ha venido a buscarte, tiene una barba que le cubre la cara y es muy alto. Es un pintor que ha llegado del continente hace más de diez años.

– Cuando estuvieras cansado, podrías bajar a la playa a darte un baño.

Señala, más abajo del sendero de escalones de piedra que hay en la ladera de la colina, hacia los pequeños barcos y las canoas atracadas en la bahía, y dice que uno de sus amigos extranjeros ha comprado un viejo barco de pesca y vive en él. Margarita dice que le empieza a gustar Hong Kong.

– Podrías venir a trabajar aquí, hablas chino perfectamente y el inglés es tu lengua materna -le dice Dongping.

– Es alemana -dices tú.

– Judía -rectifica ella.

– Nacida en Italia -dices tú para completar.

– ¡Conoces tantas lenguas! ¿Qué compañía se negaría a contratarte y darte un buen salario? Pero no deberías vivir aquí. Hay unos apartamentos muy lujosos del lado de la isla de Hong Kong, en la bahía de Agua Dulce, al borde del mar y sobre las colinas.

– A Margarita no le gusta vivir con los jefes, sólo le gustan los artistas -dices tú por ella.

– Perfecto, entonces podríamos ser vecinos -dice Dongping-. ¿Tú también pintas? Aquí tengo un buen grupo de amigos pintores.

– Antes solía pintar, como aficionada -dice ella-; pero no soy artista y ya no tengo edad para aprender.

Dices que no sabías que pintara y ella te responde de inmediato en francés que hay muchas cosas que no sabes de ella. En ese momento, se distancia algo de ti, pero utiliza ese idioma para poder tener un intercambio cómplice contigo. Dongping dice que él tampoco ha estudiado Bellas Artes, que no es un pintor reconocido por la Administración y que, por eso, se ha marchado del continente.

– En Occidente los pintores no necesitan el beneplácito de la Administración y si no les apetece entrar en una escuela de Bellas Artes, no pasa nada; todo el mundo puede hacerse pintor, lo principal es tener una clientela y ver si se consigue vender -explica Margarita.

Dongping dice que él tampoco tiene clientes en Hong Kong. Lo que quieren los marchantes es que firme imitaciones de pintores impresionistas. Explica que las galerías extranjeras compran los cuadros al por mayor, y él los firma cada vez con un nombre diferente. Ni siquiera recuerda cuántos nombres ha utilizado. Los tres se ríen a carcajadas.

En el piso de Dongping, en el salón, que está pegado al estudio, se encuentran en ese momento pintores, fotógrafos, poetas y periodistas. Sólo hay un extranjero que no es artista, es un joven norteamericano muy atractivo. Dongping lo presenta con seriedad y dice que es crítico de arte, que es el compañero de una poetisa china que está en la fiesta y que también ha salido del continente.

Cada invitado sostiene entre las manos un plato de cartón y un par de palillos, y retira de la olla defondue los mariscos que cuecen y ya no se agitan. Dongping dice que son muy frescos, que los acaba de comprar antes de que llegaran. Cuando se los sumerge en agua hirviendo, se encogen antes de quedar inmóviles. Las personas se sienten bien, algunas deambulan descalzas, otras están sentadas sobre cojines en el suelo. La música retumba: un cuarteto de cuerda toca con todas sus fuerzas Las cuatro estaciones de Vivaldi. Se come y se bebe mientras se discute sin parar, de todo y de nada. Sólo Margarita parece reservada y seria. Habla chino con mucha fluidez, y supera ampliamente al joven norteamericano que tiene un acento muy pronunciado. Éste se pone a hablar en inglés con Margarita, y no para de hablar, provocando celos en la joven que escribe poemas. Margarita te dirá más tarde que no ha entendido nada de lo que han estado hablando, pero que lo provocó para hacer que revolotease a su alrededor.

Un artista comenta que lo echaron de Yuanmingyuan, en Beijing, y que hace dos años la policía precintó todas las tiendas instaladas en Pueblo del Este o Pueblo del Oeste de aquel palacio, con el pretexto de llevar a cabo la reorganización urbana y para mantener el orden social. Le gustaría que le informases sobre las nuevas tendencias artísticas de París. Le explicas que cada año ves cómo nace una nueva moda. El precisa que practica el body-art. Tú has oído que en China eso le ha acarreado muchos problemas y te cuesta decirle que en Occidente ese arte ya es historia.

Sin haberse puesto de acuerdo, todos se ponen a hablar del 97. Unos afirman que para el día de la ceremonia de la transmisión de poderes entre Gran Bretaña y China y de la entrada del Ejército de Liberación en Hong Kong, ya están reservadas todas las habitaciones de hotel, que los periodistas de todo el mundo van a apelotonarse en Hong Kong, algunos hablan de siete mil, otros de ocho mil. Otros dicen que el uno de julio por la mañana, día del aniversario de la fundación del Partido Comunista chino, cuando la ceremonia de transmisión de poderes haya terminado, el gobernador británico acudirá a una base militar naval y se marchará de Hong Kong en barco.

– ¿Por qué no en avión? -pregunta Margarita.

– Porque por toda la carretera que va al aeropuerto celebrarán ceremonias oficiales, y sería demasiado triste para él -afirma alguien, pero nadie se ríe.

– ¿Qué haréis ese día? -preguntas tú.

– Ese día no iremos a ninguna parte y comeremos marisco aquí, ¿qué os parece? -responde Dongping esbozando una sonrisa. Parece magnánimo y menos irritado que antes, más ponderado.

Nadie habla durante un buen rato. La música parece más fuerte que antes, aunque ya no se sabe qué estación de Vivaldi están tocando en ese momento.

– ¡Qué importa! -exclama el joven norteamericano.

– ¿Qué es lo que no importa? -replica su pareja, que no parece contenta-. ¡Nunca se te entiende en chino!

Entonces la abraza.

– Volveremos a los Estados Unidos.

Después de comer, el joven norteamericano ofrece al grupo un trocito de opio del tamaño de la uña del dedo meñique, pero tenéis que tomar el último barco para volver. Dongping dice que en su casa hay sitio para dormir, y que mañana por la mañana podréis bañaros en el mar. Margarita responde que está cansada y que tomará el avión a mediodía del día siguiente. Dongping os acompaña hasta el barco, y, una vez que la embarcación se aleja, se queda solo en el muelle haciendo grandes ademanes. Le dices a Margarita que en Beijing erais viejos amigos, que habéis pasado por las mismas pruebas, que es una amistad poco frecuente. No habla ningún idioma extranjero, no tiene adonde ir. En Beijing, tuvo muchos problemas con la policía. Un grupo de jóvenes se reunía constantemente en su casa para escuchar música y bailar, los vecinos creían que practicaban actividades ilegales y lo denunciaron. Más tarde, encontró, con grandes esfuerzos, el modo de vivir en Hong Kong. Esta vez para ti es una especie de despedida.

– Estemos donde estemos, siempre es difícil vivir -dice Margarita con tono melancólico. Estáis apoyados en la barandilla de cubierta, el viento marino es fresco.

– ¿Tienes que irte realmente mañana? ¿No puedes quedarte un día más? -preguntas.

– No soy tan libre como tú.

El aire cargado de gotas de agua os golpea el rostro. De nuevo te encuentras frente a una separación y puede que para ti sea un momento muy importante, como si vuestra relación no tuviera que terminar de ese modo, pero, al mismo tiempo, no quieres hacerle ninguna promesa, sólo puedes decir:

– La libertad está en tus manos.

– Es fácil decirlo, yo no soy como tú, tengo un jefe.

Se muestra fría de repente, tan fría como el viento del mar. La superficie del agua es negra, las luces centelleantes de la isla han desaparecido.

– Cuéntame algo interesante. -Se ha dado cuenta de que estás decepcionado, le gustaría rectificar-. Habla, te escucho.

– ¿Hablar de qué? ¿Del viento de marzo?

Dices lo primero que se te ocurre en tono burlón.

Te das cuenta de que se encoge de hombros y dice que hace un poco de frío. Volvéis a vuestro camarote. Dice que tiene sueño, miras de reojo tu reloj, todavía falta media hora para llegar a la ciudad, le dices que puede quedarse dormida sobre ti, tú también te mueres de sueño.

13

El viento de marzo. ¿Por qué de marzo? ¿Y por qué el viento? En el mes de marzo, todavía hace mucho frío en la gran llanura del norte de China. Esos terrenos, que se extienden más allá del horizonte y que signen el antiguo cauce del río Amarillo, son de tierras salinas, alcalinas y cenagosas. En ellos se instalaron las granjas para los condenados al laogai. Si el trigo sembrado en invierno no se secaba, empezaban a salir los primeros brotes en primavera, que daban una cosecha apenas un poco mayor que las semillas sembradas. Una directiva suprema del Líder supremo transformó esas bases rurales del laogai en «escuelas de funcionarios del 7 de mayo». La policía militar de las granjas se llevó a los presos que trabajaban allí hacia las mesetas desérticas de Qinghai, y dejó esos terrenos a los funcionarios y empleados de los organismos de la capital roja, víctimas de la depuración de la Revolución Cultural.

«¡Las escuelas del 7 de mayo no son refugios fuera del alcance de la lucha de clases!» Un delegado del ejército vino de la capital para transmitir esa nueva directiva. La lucha, esta vez, estaba dirigida contra la llamada camarilla del «16 de mayo», un enorme grupo de contrarrevolucionarios que se habían infiltrado en todos los niveles de las organizaciones de masa. Cualquier hombre que encontraban de la camarilla era tachado inmediatamente de contrarrevolucionario activo. Él fue uno de los primeros en sufrir el ataque, pero ya no era la época del principio del movimiento, en la que se «barría a todos los monstruos y ogros», en la que cualquiera que fuera objeto del ataque se apresuraba a reprocharse a sí mismo cualquier actitud por miedo. En aquella época se convirtió en un zorro y era capaz de morder. Sabía enseñar los dientes y parecer terrible, ya no podía dejar que una jauría de perros de caza se le echara encima. La vida -si se podía llamar vida a aquello- le había enseñado a convertirse en un animal salvaje, pero, como mucho, era un zorro cercado por los cazadores: al menor paso en falso, se arriesgaba a que lo cortaran en pedazos.

Durante los recientes años de conflicto general, lo que era bueno un día era malo al día siguiente, y, si se quería castigar a alguien, siempre se podía lanzar contra él cualquier acusación. En cuanto un individuo era acusado, siempre se le podía reprochar algo, con lo cual, se convertía en un enemigo. Era lo que se llamaba la lucha de clases, una lucha a vida o muerte. Los representantes del ejército lo señalaron como un objetivo importante para investigar y lo situaron en su punto de mira, para que las masas, una vez movilizadas, dispararan contra él. Conocía perfectamente ese proceso, y antes de que la desgracia absoluta le llegase, sólo podía intentar sobrevivir el mayor tiempo posible. La víspera del día en que el instructor político decidió que tenían que hacer una investigación sobre sus posibles actividades, todos bromeaban con él. Comían juntos en el comedor del trabajo el mismo potaje de maíz y las mismas tortas de harina mixta, [8] dormían todos juntos en un gran almacén sobre el suelo cubierto de una capa de cal y encima otra capa de paja como colchón, formando una cama colectiva larga, con cuarenta centímetros de ancho para cada uno, ni más ni menos, medido al milímetro, tuvieran el grado que tuviesen, tanto si eran los dirigentes como los ordenanzas, gordos o flacos, viejos o enfermos. La única diferencia era que los hombres y las mujeres estaban separados. Las parejas que no tenían hijos a su cargo no podían vivir juntos. Todos estaban bajo la dirección de un delegado del ejército, y, como todos los efectivos militares, estaban divididos en escuadras, pelotones, compañías y batallones. Los altavoces empezaban a sonar a las seis de la mañana. Había que ponerse en pie y acabar de arreglarse en menos de veinte minutos. Luego tenían que colocarse en fila india delante de una pared en la que había colgado un retrato del gran Líder. Allí «pedían las instrucciones de la mañana» y cantaban las citas al son de la música. Mientras enarbolaban en la mano El Libro Rojo, debían gritar tres veces «Larga vida» y luego ir al comedor a comer el potaje. Después se reunían para estudiar durante media hora Las obras de Mao y, al fin, salían a labrar la tierra con la azada al hombro. Todos compartían la misma suerte, ¿para qué luchar?

El día en que se libró del trabajo manual para redactar la autocrítica que le habían impuesto, era como si tuviera la peste; los demás tenían miedo de que les contagiara y nadie se atrevía a hablar con él. Pero no sabía qué era lo que habían descubierto de él para obligarle a la autocrítica. Un día, al entrar en la letrina al aire libre, le cerró el paso a un tipo con el que tenía una buena relación y, mientras desataba su pantalón para fingir orinar, le preguntó en voz baja: «Oye, ¿qué les pasa conmigo?».

El tipo se puso a tosiquear, con la cabeza gacha, absorto en su ocupación, sin mirarlo. Él no pudo hacer otra cosa que irse de allí: lo vigilaban hasta en los lavabos. El tipo que tenía el honor de ser el encargado de la vigilancia estaba detrás de la pared aparentando mirar al vacío.

Durante la reunión que organizaron para ayudarlo -una pretendida ayuda-, utilizaron la presión de las masas para que reconociera sus errores, pero la palabra error tenía el mismo sentido que la de crimen. Las masas eran como una jauría de perros que se precipitan para morder obedeciendo al látigo de su amo, tomando como única precaución no recibir ningún latigazo. Ya había entendido con claridad la naturaleza de esa cosa infalible que son las masas en movimiento.

Las intervenciones, preparadas con anterioridad, eran cada vez más incisivas y violentas. Previamente se recurría a las Citas del Presidente Mao para confrontarlas con sus palabras y sus actos. Dejó sus cuadernos de apuntes sobre la mesa para tomar nota de todo, expresando claramente con aquel gesto voluntario que, si un día la situación cambiaba, no perdonaría a nadie. Con todas las maquinaciones tramadas por los movimientos políticos los años anteriores, los hombres se habían convertido en jugadores y canallas de la revolución, la suerte decidía quién sería el ganador y el perdedor, aunque a los ganadores se les consideraría héroes y a los perdedores, fantasmas rencorosos.

Apuntaba rápidamente, esforzándose para no perderse el más mínimo detalle, sin ocultar que esperaba que llegara el día en que pudiera devolver ojo por ojo y diente por diente. Un tal Tang, un hombre calvo y con aspecto senil precoz, estaba pronunciando un discurso; enrojecía progresivamente, utilizando los aforismos del venerable Mao acerca de la lucha contra los enemigos. Él dejó deliberadamente su bolígrafo sobre la mesa para clavar los ojos en aquel hombre; la mano de aquel tipo empezaba a temblar mientras sostenía El Libro Rajo. Seguramente, llevado por la fuerza de la inercia, no conseguía contenerse, hablaba cada vez con mayor entusiasmo y soltaba saliva al hablar. De hecho, aquel hombre también estaba aterrado; hijo de una familia de terratenientes, no pudo participar en ninguna organización de masas y quería aprovechar esa ocasión para manifestarse y adular a la dirección con su servicio meritorio.

Sólo podía elegir a un ser débil como Tang, que buscaba sobrevivir en medio del terror, para soltar unas maldiciones, tirar su bolígrafo y declarar que no asistiría más a aquel tipo de encuentros hasta que se hubieran aclarado sus acusaciones. Luego salió del local de la reunión, una era pavimentada de cemento. Excepto algunos jefes de compañía y de pelotón designados por el delegado del ejército, buena parte del centenar de hombres de la compañía que asistían a aquella reunión eran de la misma facción que él. Como en el ambiente no se percibía aún la posibilidad de una condena inmediata, se arriesgó a comportarse de esa manera para intentar asentar las posiciones de su facción. Por supuesto, sabía que eso no impediría que hicieran todo tipo de conjeturas sobre los delitos que debía de haber cometido y que tenía que escapar de aquella escuela de funcionarios antes de caer en sus redes.

Al atardecer salió de la zona de la escuela y se dirigió hacia un pueblo que divisaba a lo lejos. Todavía se podían ver alambres de púas, parcialmente cortadas, sobre los postes de cemento que llegaban hasta el infinito.

Encontró una calera en las proximidades del pueblo. Unos campesinos rociaron de queroseno el horno de carbón y lo encendieron. De inmediato subió una espesa humareda. Cerraron el horno y se fueron después de haber hecho estallar una hilera de petardos. Se entretuvo un momento. Desde que salió de la granja nadie lo seguía.

Empezó a oscurecer, el sol que se ponía ya sólo era una bola de fuego y los edificios de la granja se percibían cada vez menos. Se dirigió hacia la puesta de sol, atravesó los surcos del campo de trigo que todavía no había crecido y continuó caminando. Tan sólo unas pocas hierbas secas cubrían el suelo alcalino. Cada vez se iba hundiendo más en el barro. Ante él se extendían unas ciénagas. Oía a unas ocas entre las matas de juncos amarillentos. El sol se tiñó de rojo sangre al ponerse y se ocultó a lo lejos en el antiguo cauce del río Amarillo.

La bruma del crepúsculo era cada vez más opaca, tan sólo podía sentir el fango bajo sus pies, no tenía dónde sentarse. Encendió un cigarrillo y pensó dónde podría cobijarse.

Con los pies en el barrizal, acabó su cigarrillo. La única solución que tenía era encontrar un pueblo en el que instalarse, lo que significaba perder la autorización que había conservado de vivir en la ciudad y convertirse en campesino de por vida; todo antes de que lo consideraran un enemigo. Pero no conocía a nadie en el campo. A fuerza de estrujarse la cabeza, se acordó de repente de uno de sus compañeros de escuela, un huérfano que se llamaba Rong, que formó parte, diez años antes, del primer grupo de jóvenes ciudadanos instruidos encargados de «edificar el nuevo campo socialista» y que formó una familia en una pequeña cabeza de distrito de una zona montañosa del sur. Puede que por medio de aquel compañero de infancia pudiera encontrar un lugar en el que lo admitieran.

Cuando volvió al dormitorio, todos estaban ocupados lavándose la cara, los pies o enjuagándose la boca antes de irse a dormir. Hacía rato que los más mayores o los más débiles se habían acostado muertos de cansancio. Se acostó inmediatamente, sin ir a buscar agua al pozo para lavarse. No tenía mucho tiempo, debía ir aquella misma noche a la cabeza de distrito para enviar un telegrama a Rong. Eso significaba recorrer cuarenta kilómetros de ida y vuelta y no regresar antes del amanecer. Tenía que ir a un pueblo fuera de la zona de la granja para ver a Lao Huang, un dirigente que formaba parte de su facción, para pedir que le prestara su bicicleta. Los empleados, que acompañaban a ancianos y niños, estaban repartidos en las familias campesinas de los alrededores.

Cuando se apagaron todas las luces, se empezaron a oír los ronquidos. En la oscuridad, el viejo funcionario que estaba acostado a su lado no paraba de dar vueltas, haciendo que crepitara la paja que tenía debajo; seguramente no podía dormir a causa del frío. Le susurró al anciano que tenía diarrea y que debía ir al servicio. Quería que éste pudiera contestar algo si algún guarda le preguntaba adonde había ido. Pensó que el anciano no lo denunciaría. Antes de que lo interrogaran, dirigió un equipo en el trabajo y siempre daba las tareas menos pesadas a ese anciano: reparar los dientes de las azadas que se habían separado demasiado, vigilar el secadero de mieses para evitar que los campesinos de los alrededores acudieran de paso a llenar un saco de cereales. Era un viejo revolucionario de la época de Yan'an, tenía un certificado médico que le libraba de sus tareas por padecer hipertensión, pero su tendencia política en el movimiento no era del agrado de los representantes del ejército que le habían traído a la escuela de funcionarios.

Los ladridos de los perros resonaban por todo el pueblo. Lao Huang le abrió la puerta; llevaba una chaqueta acolchada sobre los hombros, mientras su mujer permanecía bajo las mantas sobre el kang [9] acariciando a una niña que se había despertado bruscamente y lloraba. Le explicó de inmediato que le urgía por su situación que le prestara la bicicleta y prometió devolvérsela en cuanto amaneciera, para no causarles ningún problema.

Hacía mucho tiempo que no llovía y el camino de tierra que conducía hasta la cabeza de distrito estaba cubierto por una espesa capa de polvo, lleno de agujeros y resaltos. La bicicleta daba tumbos sin parar. Hacía mucho viento. El viento y la arena le abofeteaban el rostro. Su respiración era entrecortada. ¡Ah, ese viento de arena en plena noche de marzo, al principio de la primavera!

Cuando todavía estaba en la escuela secundaria, habló sobre el sentido de la vida con Rong, compañero de estudios al que ahora iba a pedir ayuda. La discusión surgió a partir de un tintero. Rong había sido adoptado por una vieja viuda que vivía cerca de la casa de él, y después de las clases solían hacer los deberes juntos y escuchar música. Rong tocaba bastante bien el erhu [10] y sentía auténtica pasión por el violín, pero no podía comprarse uno, ya que ni siquiera podía permitirse ir a las sesiones baratas del cine, reservadas a los alumnos durante las vacaciones. Un día le compró a Rong una entrada, pero él no quiso aceptarla de ningún modo. Sorprendido, le dijo que no podía devolver la entrada, y Rong le contestó que si iba una vez, ya nunca más podría dejar de ir. Pero Rong no se negaba a ir a su casa a tocar el violín.

Un día escucharon un disco después de hacer los deberes. Se trataba del Cuarteto de cuerda en sol mayor de Chaikovski, y Rong se quedó boquiabierto. Recordaba con claridad que se quedaron callados durante un buen rato. De repente, quiso saber si el tintero que estaba sobre la mesa era de color azul. Rong le dijo que se trataba justamente de un azul tinta. Pero él le respondió que todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar al ver esa tinta que era azul, o azul tinta; se había convertido en una especie de uso, una manera de llamarlo común, pero, de hecho, no todo el mundo veía lo mismo. Rong dijo que, lo mirara quien lo mirara, el color siempre era el mismo. Él le replicó que efectivamente el color no cambiaba, pero que nadie podía saber si el color que percibía con sus ojos era el mismo. Rong respondió que seguramente debía de haber un medio de saberlo. El dijo que lo único que tenían en común eran las palabras «azul» o «azul tinta», pero que, en realidad, la percepción que se escondía tras aquellas palabras no tenía nada que ver. Rong preguntó entonces de qué color era la tinta de aquel tintero. «¿Cómo saberlo?», le respondió. Rong permaneció en silencio durante un instante y dijo que todo aquello le asustaba un poco.

El sol anaranjado del atardecer iluminaba el suelo de la habitación, acentuando las ranuras de la madera desgastada por los años. De pronto, sintió que el temor de Rong le invadía; hasta ese suelo tan real, iluminado por los rayos del sol, le parecía extraño, había llegado incluso a dudar de su evidente realidad. Los hombres no pueden comprender este mundo, a pesar de que la existencia de este mundo depende totalmente de la percepción de los individuos; cuando un hombre muere, el mundo se difumina o deja de existir, ¿qué significa realmente vivir en ese caso?

En la época en que él estaba en la universidad, Rong trabajaba de técnico en la construcción de una pequeña central hidroeléctrica en el campo. Continuaron escribiéndose cartas y mantuvieron ese tipo de discusión durante un tiempo. Lo que descubrían se alejaba bastante de lo que les habían enseñado en la escuela, ya que era bastante diferente del ideal absoluto que pretendía construir un mundo nuevo para servir al pueblo. Entonces empezó a temer que la vida desapareciera; el pretendido sentido de la misión o las aspiraciones del hombre en la vida parecían haber perdido su importancia. Y, en aquel momento, continuar viviendo se había convertido en una carga pesada.

Llamó a la puerta de la oficina de correos de la cabeza de distrito durante media hora, y a las ventanas que daban a la calle, hasta que se encendió la luz y alguien vino a abrirle. El explicó que venía de la escuela de funcionarios y que tenía que telegrafiar un documento oficial. Le había costado mucho redactar el texto del telegrama, ya que había tenido que utilizar una fraseología pomposa que respetaba los reglamentos acerca del personal enviado al campo, al mismo tiempo que intentaba que su compañero, con el que no había tenido contacto desde hacía años, comprendiera que se trataba de una situación urgente, que tenía que encontrarle lo más rápidamente posible una comuna popular en la que se pudiera instalar, y que le enviara también lo antes posible un documento oficial en el que lo aceptaran como campesino; todo ello intentando no despertar las sospechas del funcionario de correos.

En el camino de vuelta, pasó delante de una estación que sólo tenía algunas salas rudimentarias y unas bombillas de luz amarillenta que iluminaban el desierto andén. Dos meses antes, el delegado del ejército lo designó para ir a la estación, junto a una docena de jóvenes considerados como los más resistentes, a recibir y ayudar a un nuevo grupo que iba a llegar de su institución: empleados, funcionarios y familiares -ni los ancianos, ni los enfermos, ni los niños habían podido librarse. Llegaron en un convoy especial de varias docenas de vagones, y la estación estaba repleta de todo tipo de muebles, bártulos, maletas, mesas, sillas y armarios roperos, también había grandes tinajas de verduras saladas; parecían refugiados. El delegado del ejército habló de «evacuación como previsión de una guerra», ya que los enfrentamientos fronterizos entre China y la URSS en Heilongjiang traían un olor a pólvora cada vez más fuerte a Beijing, e incluso las escuelas de funcionarios habían transmitido «la orden número uno de movilización en estado de alerta», firmada por el Vicecomandante en Jefe Lin Biao.

Una tinaja grande se rompió al descargarla del tren y el líquido que se derramó esparció por todas partes un olor de verduras en vinagre. El anciano, que trabajaba como guarda del patio trasero de la institución y se sentía orgulloso de su origen de clase obrera, empezó a soltar una sarta de insultos sin que se supiese a quién iban dirigidos exactamente, pero nadie lo detuvo. De todas maneras, ya no había forma de recuperar su reserva de verduras saladas para el invierno. Todos vigilaban sus bienes, envueltos en una bufanda para defenderse del viento invernal, sentados en silencio sobre las maletas y bultos, esperando que los llamaran para que los destinasen a un pueblo cercano a la escuela de funcionarios. Los niños, que tenían la cara amoratada debido al frío, se quejaban a los adultos, pero no se atrevían a llorar demasiado fuerte.

Los más de trescientos carros movilizados por varias comunas populares se agolpaban frente a la estación provocando los rebuznos de los burros, los relinchos de los caballos, los chasquidos de los látigos y una animación mayor todavía que en un día de mercado. Unos campesinos, subidos a sus carros o escurriéndose entre la multitud, sostenían en la mano la hoja de papel que les habían distribuido y gritaban con todas sus fuerzas los nombres de las personas que habían de recoger. Un pequeño coche estaba bloqueando el paso de las carretas y sus mulas, y no podía avanzar ni retroceder. El delegado del ejército, Song, que llevaba una insignia bermellón en el casco, un distintivo rojo en el cuello y un abrigo militar sobre los hombros, salió del coche y se dirigió al andén. Subió a un baúl de madera e intentó dar órdenes a diestro y siniestro. El delegado del ejército había empezado su carrera como corneta y ahora dirigía la escuela de funcionarios. Aunque no tenía una gran experiencia revolucionaria, se podía considerar que había estado en el campo de batalla. Sin embargo, no lograba que se movieran los carros de los campesinos y el desorden era cada vez mayor.

Entre el mediodía y el atardecer, consiguieron que todos los carros desaparecieran. Sin embargo, las maletas y los muebles, que era imposible transportar, permanecieron amontonados sobre el andén de la estación. El delegado del ejército le encargó, junto a algunos de sus compañeros, que se quedara vigilando las cosas. Los otros se cobijaron del viento en la sala de espera y él se protegió del frío con los armarios y maletas que amontonó. Luego compró una botella de aguardiente y dos panecillos de harina de maíz, endurecidos por el frío, antes de meterse en su rincón cubierto con una lona, desde donde contemplaba las luces amarillentas del andén. Pensó que necesitaba una mujer. Si tuviera mujer e hijos estaría en la misma situación que los que tienen una familia y podría alojarse en una casa de campesinos. De todas maneras, se cultivaban tierras por todas partes, al menos podría tener una casa y marcharse del dormitorio colectivo, donde todos se espiaban, y donde ni siquiera podían hablar en sueños, por miedo a que alguien pudiera escucharlos.

Volvió a pensar que, en las escuelas y las industrias, un año antes de que las controlase el ejército, siempre había conflictos armados. Recordó la noche que pasó, con una estudiante que no sabía dónde refugiarse, en un pequeño albergue bajo un dique del Yangzi. «Nosotros estamos predestinados a ser una generación sacrificada…»; la joven que se había atrevido a escribir eso en su carta debía de estar totalmente desesperada.

Era una época en la que no había guerra, pero los enemigos estaban por todas partes. Se creaban muchas líneas de defensa, aunque nadie pudiera defenderse. Estaba en un callejón sin salida. La única esperanza que le quedaba era encontrar un alojamiento en algún pueblo y una mujer. Pero también estaba a punto de perder incluso esa posibilidad.

Se apresuró a volver al pueblo antes del alba. El matrimonio Huang pasó toda la noche en vela esperándolo. Después de vestirse, encendieron la estufa de carbón importada de Beijing. La habitación se había calentado. La mujer de Huang cocinó pasta y le ofreció un tazón de sopa. No lo rechazó. No había cenado y había pedaleado con todas sus fuerzas durante cuarenta kilómetros. Tenía un hambre canina. Miraron cómo se tragaba el gran tazón de sopa de tallarines. Antes de salir, les hizo un ademán de mano y les dijo que nunca había estado en su casa. Y ellos repitieron: «Por supuesto, nunca has venido, nunca». Había hecho cuanto estaba en su mano, el resto era una cuestión de suerte.

14

– ¿Nunca te persiguieron como a un auténtico enemigo? -suelta ella mientras remueve el café con una cucharilla pequeña.

– Siempre me libré por los pelos. ¿Qué otra cosa se puede decir?

– Pero ¿cómo lo hiciste? -pregunta con cierta indolencia.

– ¿Sabes lo que es el mimetismo? -dices esbozando una sonrisa en los labios-. Cuando un animal se enfrenta al peligro, sólo tiene dos opciones: o finge que está muerto, o se muestra como un enemigo terrible. Sea como sea, nunca puede perder la calma. Al contrario, debe permanecer impasible y a la espera del mejor momento para conseguir salir del apuro.

– Entonces, tú eres un zorro astuto -dice con una dulce sonrisa en los labios.

– Eso es -reconoces-. Cuando estás rodeado de perros salvajes, debes ser más astuto que un zorro, si no quieres que te hagan pedazos.

– Los hombres son como animales. Tú y yo somos animales. -Una especie de dolor atraviesa su voz-. Pero tú no eres un animal salvaje -dice ella.

– Si todos se volvieran locos, tú también te transformarías en un animal salvaje.

– ¿Eso es lo que tú crees que eres? -pregunta.

– ¿Por qué me preguntas eso?

Ahora te toca a ti hacer alguna pregunta.

– Por nada en concreto. Sólo por saberlo.

Ella baja la mirada.

– A veces, para mantener tus principios, no te queda otra opción que huir.

– ¿Tú crees que se puede huir del todo? -pregunta mirándote de nuevo a los ojos.

– ¡Margarita!

Ya no sonríes y dices:

– No hablemos más de política china. Mañana cada uno se irá a un país diferente, seguro que podemos encontrar algo mejor de lo que hablar, ¿no?

– Ahora no estamos hablando de política, ni de China, lo único que quiero saber es si tú también te has convertido en un animal salvaje.

– Sí, también -dices tú, tras un instante de reflexión.

Ella se queda callada y mirándote a los ojos, enfrente de ti. Cuando llegasteis de Namma Island al hotel, ella dijo en el ascensor que no tenía ganas de irse a dormir en aquel momento y la acompañaste a ese bar que tiene una luz y una música muy suaves. En una esquina, una pareja bebe. Ella no ha puesto azúcar en el café, pero continúa removiendo lo que le queda en la taza, como si quisiera decir algo que no te ha dicho en la cama, pero no se atreviera. La otra pareja, quizá amantes, llaman al camarero, pagan y salen agarrados de la cintura.

– ¿Quieres tomar algo más? Está esperando a que nos vayamos para cerrar.

Te refieres al camarero.

– ¿Me invitas? -Te mira de una forma que te parece extraña.

– Claro, ¡qué cosas dices!

Pide un whisky doble y te pregunta:

– ¿Me acompañas?

– ¿Por qué no?

Pides otro whisky doble.

El camarero mantiene su actitud afable, pero no deja de mirar a Margarita.

– Tengo ganas de dormir bien esta noche -explica ella.

– No tenías que haber tomado café -señalas la taza.

– Estoy cansada, cansada de vivir.

– ¡Qué dices! Todavía eres joven y muy atractiva. Estás en la flor de la vida, debes aprovechar todo lo que puedas.

Le dices que es ella la que te ha despertado de nuevo el deseo; le tomas la mano.

– No me gusto nada; no me gusta mi cuerpo.

¡De nuevo el cuerpo!

– Sé que has disfrutado con mi cuerpo, pero, claro, no eres el primero, ni tampoco el último, estoy segura… -dice apartando tu mano.

Ahora la deseas menos. Retiras la mano y lanzas un suspiro. Ella continúa hablando:

– A mí también me gustaría convertirme en un animal salvaje, pero no consigo huir… -confiesa agachando la cabeza.

– ¿Huir de qué?

Mejor que seas tú el que haga las preguntas, es más fácil, las preguntas de una mujer no te suelen gustar demasiado.

– No consigo huir, huir de mi destino, no consigo huir de esa sensación… -Levanta la cara y toma un gran trago de whisky.

– ¿De qué sensación? -Alargas la mano para separar su cabello fino y suelto y verle los ojos, pero lo acaba haciendo ella misma.

– Una sensación, una sensación femenina, no puedes comprenderlo. -Sonríe de nuevo con dulzura.

Debe de tratarse de un sufrimiento que no consigue sacar, piensas tú. La miras detenidamente y le preguntas:

– ¿Qué edad tenías entonces?

– Tenía… -tarda en continuar-. Tenía trece años.

El camarero está mirando hacia abajo detrás del mostrador. Puede que esté preparando la cuenta.

– Eras demasiado joven -dices con un tono de voz un tanto inseguro. Bebes otro trago-. Continúa, por favor.

– No tengo ganas de hablar de eso, no quiero hablar de mí.

– Margarita, si quieres que nos comprendamos, que no haya sólo sexo entre nosotros, como has dicho, es mejor que hablemos también de ti -dices en tono de reproche.

Ella permanece durante un instante en silencio, luego responde:

– Fue un día de invierno, el cielo estaba cubierto de nubes… En Venecia no siempre brilla el sol. Las calles estaban vacías. -Su voz parece venir de muy lejos-. Desde la ventana, una ventana bastante baja, se veía el mar, que estaba tan gris como el cielo. Normalmente, sentada desde el antepecho, podía ver las cúpulas de la basílica…

Ella mira a través del ventanal las luces que centellean en la superficie del mar, totalmente negro.

– ¿Se veían las cúpulas? -le preguntas con sorpresa.

– No aquel día. Aquel día sólo se veía el cielo gris. Bajo la ventana, en el suelo frío de su taller, el pintor me violó.

Te sobresaltas.

– ¿Te parece una imagen excitante? -te pregunta con sarcasmo.

Te mira fijamente detrás del vaso de alcohol que tiene en la mano. Su mirada se mezcla con el líquido.

– Claro que no.

Dices que sólo quieres saber si sentía algo por el pintor, antes o después de que sucediera aquello.

– No entendía nada de nada en aquella época. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo conmigo. Sólo recuerdo que miraba el cielo gris y que el suelo estaba muy frío, a pesar del hornillo eléctrico que había en la habitación. Tardé dos años en entender lo que ocurrió, cuando noté los cambios del cuerpo que me convirtieron en una mujer. Por eso odio este cuerpo.

– ¿Volviste alguna vez a ese taller en esos dos años? -preguntas.

– Ya no me acuerdo. AI principio tenía mucho miedo, pero se me han olvidado esos dos años. De todos modos, no fue la única vez. Cada vez que lo hacía, tenía miedo, miedo a que se supiera. Él siempre quería que yo fuera a su taller. No me atrevía a contarle nada a mi madre, estaba enferma. En aquella época éramos muy pobres. Mis padres se habían separado. Yo no quería quedarme en casa. Mi padre había vuelto a Alemania. Al principio, fui con otra amiga de mi edad a ver cómo pintaba. Nos dijo que nos enseñaría a pintar…

– Continúa.

Esperas, la miras cómo gira su vaso, el líquido deja distintas marcas en el cristal.

– No me mires así. No voy a poder contártelo todo. Tan sólo quiero entender. No lo veo claro. No sé por qué volví a ese taller…

– Quizá porque te dijo que quería enseñarte a pintar -le sugieres tú.

– No. Dijo que quería dibujarme, que era muy flexible y delgada. Todavía estaba creciendo. Hacía que me moviera y decía que mi cuerpo era muy bonito. No tenía estos pechos que tengo ahora. Tenía muchas ganas de hacerme un cuadro.

– ¿Quieres decir que aceptaste?

Intentas saber qué pasó.

– No…

– Lo que te pregunto es si aceptaste hacer de modelo, posar para él. No estoy hablando de la violación -le explicas.

– No, yo nunca le dije que sí; pero él siempre me quitaba la ropa.

– ¿Antes o después?

Quieres saber si antes de la violación aceptó hacer de modelo, te refieres a mostrar su cuerpo desnudo.

– ¡Fue así durante dos años! -dice con gravedad antes de beber otro trago.

– ¿Cómo fue? -preguntas tú para entenderlo mejor.

– ¿Qué quieres decir con cómo? Una violación es una violación, ¿qué más quieres saber? ¿Es que no lo entiendes?

– Nunca he tenido esa experiencia.

Bebes un trago, intentas pensar en otra cosa.

– Dos años.

Arquea las cejas mientras gira el vaso y continúa:

– ¡Me violó durante dos años!

Lo que significa que no se opuso. No puedes impedir preguntarle:

– ¿Cómo acabó?

– Encontré a aquella chica en el taller. Al principio yo iba con ella allí. Nos conocíamos desde hacía tiempo. Nos veíamos a menudo, pero después de que me violara, no la vi más en el taller. Un día, iba a salir después de volverme a poner la ropa, cuando ella llegó. La encontré en el pasillo. Quiso evitarme, pero se quedó mirando mi cuerpo con atención. Me miró de arriba abajo y se fue, sin saludarme y sin despedirse. Grité su nombre, pero ella aceleró el paso. Se volvió poco antes de bajar la escalera corriendo. Yo también me volví y vi al pintor de pie en la puerta de su taller, desorientado. Entonces lo entendí todo.

– ¿Qué entendiste?

– Que también la había violado a ella. ¡Durante dos años, nos estuvo violando a las dos!

– Crees que ella consentía, que quizá lo deseara de verdad y estuviera celosa…

– No, ¡no puedes entender su mirada! Me refiero a la mirada que me lanzó de arriba abajo, a cómo miró mi cuerpo; desde aquel día, me odio a mí misma. Me vi a través de su mirada. Lo odiaba a él tanto como yo odio este cuerpo que se convirtió demasiado pronto en un cuerpo de mujer.

Te quedas en silencio durante un rato. Enciendes un cigarrillo. Detrás del gran ventanal, las luces de la ciudad iluminan la noche, unas nubes grises se desplazan rápidamente. Han apagado las lámparas principales del bar, sólo queda encendida la que está sobre vuestra mesa.

– Creo que tenemos que irnos -dices mirando los vasos medio llenos.

Ella vacía el suyo de un trago y te sonríe. Te das cuenta de que está un poco embriagada y, al vaciar el tuyo, dices que es la última copa.

Una vez en la habitación, se suelta el pelo y te pregunta:

– ¿Todavía tienes ganas de follar?

No sabes qué decir, estás un poco indeciso, te sientas en el sillón frente al escritorio.

– Si tienes muchas ganas… -murmura ella haciendo una mueca.

Se desviste en silencio, se quita el sujetador, las medias de seda negra y las bragas. Posa para ti, tumbada en la cama. Parece un poco borracha, pero mantiene una expresión infantil. Tú no te mueves. Eres incapaz de follarla en ese momento. Sientes compasión por ella. Aun así, le preguntas fríamente y con cierta maldad:

– ¿Te daba dinero?

– ¿Quién?

– El pintor, ¿no le hacías de modelo?

– Al principio me negaba.

– ¿Y después?

– ¿Quieres realmente saberlo todo? -pregunta con voz ronca.

– Claro -contestas.

– Ya sabes demasiado -dice con indiferencia-. Hay cosas que prefiero guardármelas para mí. Nunca volví a Venecia desde que murió mi madre.

No sabes qué hay de verdad en lo que te ha dicho, ni todo lo que no te ha dicho. Le dices que es una mujer inteligente, que eso es un consuelo para ella, incluso una excusa.

– ¿De qué sirve ser inteligente?

Está tejiendo una tela de araña para atraparte. Sólo quiere amor, pero tú sólo quieres libertad. Ya has pagado un precio demasiado alto por conseguir la libertad. Sin embargo, te cuesta realmente separarte de ella, te atrae. No sólo has penetrado su cuerpo, también te gustaría penetrar su alma, sus rincones más secretos. Contemplas su magnífico cuerpo, te levantas, pero de repente ella inclina la cabeza y dice:

– ¡Quédate sentado ahí abajo, sin moverte! Hablemos así.

– ¿Hasta que se haga de día? -preguntas.

– Hasta que tengas algo que decir. Te escucho.

Su voz quiere dar una orden, pero también se mezcla con un tono de plegaria que emana seducción, una especie de dulzura que no consigue retener. Dices que quieres ver sus reacciones a lo que digas, si no, hablarás al vacío y ni siquiera sabrás si se ha quedado dormida.

– Bueno, de acuerdo. ¡Desnúdate tú también! ¡Me harás el amor con los ojos!

Ahoga una risa y se yergue para ponerse una almohada en la espalda. Se sienta frente a ti, con las piernas abiertas. Cuando te has quitado la ropa, dudas en acercarte.

– ¡Siéntate en la silla, no te acerques! -te ordena.

La obedeces y te quedas desnudo delante de ella.

– Yo también quiero verte así, sentir tus reacciones -dice.

Dices que ahora eres tú el que posas para ella.

– ¿Qué tiene de malo? El cuerpo de los hombres también provoca deseo, no es tan desagradable.

En ese momento, parece estar pasándoselo bien, te muestra una sonrisa que transmite astucia.

– ¿Te estás vengando? ¿Es una forma de resarcirte? ¿Es eso? -preguntas bromeando. Quizá es eso lo que quiere.

– No, no pienses tan mal de mí…

En ese momento su voz parece estar envuelta en terciopelo.

– Eres muy dulce -añade en un tono que deja percibir el sufrimiento que hay en ella-. Eres un idealista, todavía vives en un sueño, en tus sueños.

Dices que no, vives en el presente, ya no crees en las mentiras con respecto al futuro, quieres vivir en el mundo real.

– ¿Nunca has tratado con violencia a una mujer?

Después de pensar durante un instante, dices que no. Claro que sexo y violencia están relacionados, dices, pero es otra cosa. Necesitas el consentimiento de tu pareja, nunca has violado a nadie. Le preguntas si los hombres con los que ha estado siempre han sido violentos.

– No necesariamente, pero hablemos de otra cosa.

Ha vuelto la cara para sentir el almohadón en la mejilla. No puedes ver su expresión. Pero dices que ya has tenido la sensación de que te violaran, de que te violara el poder político, que ha hecho lo que ha querido contigo, sin tener en cuenta tu opinión o tus deseos. La entiendes, entiendes su angustia, su tristeza, la presión que ha sufrido, no tiene nada que ver con un juego sexual. A ti te ocurrió lo mismo, necesitaste tiempo para darte cuenta. De hecho, no fuiste consciente de que te habían sometido a una especie de violación hasta que conseguiste la libertad. Hasta entonces los demás podían hacer contigo lo que quisieran, te veías obligado a someterte a la autocrítica y sólo podías decir lo que ellos esperaban que dijeras. Lo más importante era proteger tu mundo interior, tu confianza en ti mismo, si no, seguro que te habrías hundido.

– Me siento muy sola.

Dices que la entiendes, que te gustaría acercarte a ella para poder reconfortarla, pero que tienes miedo de que piense que sólo quieres acostarte con ella.

– No, no lo entiendes, un hombre no puede entender eso… -Su voz se ha convertido en una especie de quejido.

Le dices que la quieres. Al menos, en ese momento, es cierto que te has enamorado de ella.

– No hables de amor, es demasiado fácil, cualquier hombre puede decir eso.

– ¿Qué quieres que te diga, entonces?

– Lo que quieras…

– ¿Quieres que te diga que eres una puta? -preguntas.

– ¿Para volver a excitarte? -responde con cierta piedad.

Añade que no es un objeto sexual, que espera tener un lugar en tu corazón, que le gustaría estar realmente en comunión con tus sentimientos y que no quiere que la manipules. Sabe que te está pidiendo mucho, casi un imposible, pero eso es exactamente lo que le gustaría.

15

Recuerda que durante su infancia leyó un cuento, del que hoy ya ha olvidado el título y el autor, que explicaba la siguiente historia:

En un reino lejano, todos los habitantes llevaban un espejo en el pecho, en el que se reflejaban todos los malos pensamientos del que lo llevara. De este modo, nadie se atrevía a mentir para que no se le cayera la cara de vergüenza o no lo expulsaran del reino, que se había convertido en un lugar de hombres honestos. Cuando el héroe del libro entró en el reino de la pureza extrema -quizá lo hizo por error, ya no lo recordaba con claridad-, también colocaron sobre su pecho un espejo en el que aparecía un corazón de verdad, lo que provocó un gran alboroto entre la gente y dejó atónito al propio protagonista. No recordaba lo que le había ocurrido a ese héroe, pero sí que se sintió perplejo e incómodo al leerlo. Todavía conservaba la inocencia de un niño, pero, aun así, sintió un poco de miedo, aunque no sabía exactamente de qué. Esta impresión se disipó al convertirse en adulto; sin embargo, quiso cambiar su vida y tener la conciencia tranquila para poder dormir sin tener pesadillas.

El primero que le habló de mujeres fue su compañero de colegio Luo, que era bastante mayor que él y muy maduro para su edad. Luo publicó en segundo ciclo de secundaria algunos poemas en una revista, lo que hizo que sus compañeros lo apodaran el Poeta. Él también sentía una gran admiración por Luo. Sin embargo, el Poeta nunca pudo ir a la universidad. Aquel verano jugaba a baloncesto en la cancha vacía de la escuela. Corría él solo con la pelota, sin camiseta, debido al insoportable calor, hasta que quedó empapado de sudor, para liberar su exceso de energía. Daba la sensación de que a Luo no le importaba demasiado haber suspendido los exámenes y afirmaba que su único deseo era poder ir a pescar a las islas Zhoushan, eso le reafirmaba que Luo era realmente un poeta nato.

Un verano, en el que salió de la capital para ir a su pueblo de vacaciones, encontró a Luo en el mercado que estaba cerca de su casa. Llevaba una bata blanca atada a la cintura y vendía queso de soja. Luo le sonrió levemente, se desató la bata y, para ir con él, dejó a cargo del puesto a una señora gorda que vendía verduras al lado. Luo le explicó que había sido pescador durante dos años, y que cuando regresó, como no tenía trabajo, aceptó el puesto de vendedor y contable de una cooperativa de hortalizas, que estaba administrada por un comité de barrio.

Luo vivía en una verdadera cabaña, que tenía una única habitación y estaba construida con pedazos de ladrillos y láminas de bambú entrelazadas, cubiertas de cal. La habitación estaba separada en dos: su madre dormía en la parte interior, y la parte exterior servía de cocina y de sala de estar. Un palmo del tejado sobrepasaba la pared sobre la que habían elevado unas placas de amianto y de cemento que formaban una pequeña habitación; probablemente la había construido él. En la parte más baja, donde no se podía poner de pie, había un catre. A su lado, había una mesita con un solo cajón. En el otro lado, frente a la pared, una estantería de mimbre para los libros. Todo estaba bien ordenado y limpio. Le enseñó su diminuta habitación un día en que la madre de Luo se había ido a trabajar a la fábrica. Le pidió que se sentara delante de la mesa, mientras que él se sentó sobre el catre.

– ¿Sigues escribiendo poesía? -le preguntó.

Luo abrió el cajón y sacó un cuaderno en el que había copiado unos poemas con buena letra, cada uno con su fecha.

– ¿Son poemas de amor? -le preguntó mientras hojeaba el cuaderno. Nunca habría imaginado que un chico tan independiente en el colegio pudiera escribir cosas tan sentimentales. Recordó los poemas de Luo que el viejo profesor de lengua leyó delante de toda la clase, en los que daba rienda suelta a su ardor juvenil, y que no tenían nada que ver con los que tenía en aquel momento ante sus ojos. Le habló de ese recuerdo.

– Los escribí para publicarlos, pero no lo he conseguido. Estos los he escrito para una putilla -dijo Luo, y le habló de mujeres-. Esa puta jugó con mis sentimientos; luego conoció a un funcionario del Partido, diez años mayor que ella, y, mientras espera el certificado de matrimonio, le hace jerseys en casa. Estos poemas los he recuperado, porque me los devolvió. Ahora ya no escribo nada.

Él prefirió cambiar de conversación y se puso a hablar de literatura con Luo. Hablaba sin parar. Decía que a una nueva época, una nueva vida, le correspondía una nueva literatura, aunque ni él mismo tenía la más remota idea de lo que era esa nueva vida y esa nueva literatura. En pocas palabras, él creía que la nueva literatura no podía limitarse a esos cantos populares renovados, publicados página tras página en los periódicos y revistas, que alababan a los personajes y los hechos positivos y el «Gran salto adelante». [11] Habló de novelas de Gladkov y de Ehrenburg, también de las obras de teatro de Maiakovski y de Brecht. En aquella época, lo ignoraba todo sobre las purgas stalinistas y El deshielo de Ehrenburg, tampoco sabía que habían fusilado a Meyerhold hacía mucho tiempo.

– Me siento muy lejos de esa literatura -dijo Luo-. No sé en qué punto se encuentra la literatura. Ahora me paso los días vendiendo, y por la noche, después de recoger los puestos, hago las cuentas. A veces leo un poco, sobre cosas que se apartan de la realidad, pero sólo para distraerme. Tampoco sé dónde está esa nueva vida de la que todo el mundo habla. El entusiasmo que tenía en la escuela desapareció desde hace tiempo; ahora prefiero divertirme con las chicas.

Encontrar a Luo en esa decadencia le afectó todavía más que la evocación de su putilla. Le explicó que todavía no había estado con ninguna mujer, y entonces fue Luo el que se quedó perplejo. Luo era unos años mayor que él y soltó un comentario indulgente al respecto.

– ¡Te has convertido en una rata de biblioteca!

Sus palabras no contenían ningún sentimiento de envidia por su situación aparentemente superior.

– Te voy a presentar a una chica. Se llama Wuzi. Podrás tocarla. No tendrás ningún problema con ella.

Luo le explicó que se trataba de una chica muy liberal, un poco putilla. Era la segunda vez que Luo utilizaba ese calificativo para referirse a una chica.

– La voy a buscar ahora -dijo-. Toca muy bien la guitarra y no es tan presuntuosa como esas estudiantes que se creen que son especiales.

Era obvio que tenía ganas de conocer a esa chica. Luo salió en su busca. El se quedó mirando los poemas de amor de Luo. Algunos eran muy crudos. Creyó que aquellas odas al amor eran muy superiores a las de Guo Moruo en Las diosas. Dejándose llevar por sus sentimientos, estaba llegando a la conclusión de que Luo era un auténtico poeta, pero también pensaba que, en efecto, nunca podría publicar aquellos poemas, lo que lamentaba profundamente por su amigo.

Cuando Luo regresó algo más tarde, se volvió y le dijo:

– ¡Esto es poesía!

– Bueno, sólo escribo para mí -dijo Luo riendo con cierta amargura.

Wuzi llegó. Llevaba zuecos y un vestido corto de cuello redondo, sin mangas, adornado con bordados. A pesar de sus quince años, tenía el pecho muy desarrollado y parecía una chica mayor. Antes de entrar en la habitación, la joven se quedó en la entrada, apoyada en el marco de la puerta.

– Él también escribe poemas -dijo Luo para presentarlos.

En realidad, Luo no había leído nunca sus poemas, pero seguramente era la mejor presentación que podía hacer de él. Además, eso significaba que la joven también había leído los poemas galantes de Luo y que aquella forma de presentarlo era una clara alusión a ellos. Wuzi sonrió esbozando una pequeña mueca, luego entreabrió unos labios carnosos; nunca antes había visto a una chica con unos labios parecidos. Cerró el cuaderno y se puso a hablar de otra cosa con Luo; se sentía todavía más incómodo que la muchacha.

Luo sacó de detrás de la puerta una vieja guitarra desconchada y dijo a la chica:

– Cántanos algo, Wuzi.

Al fin consiguió que la situación quedara más distendida. La joven tomó el instrumento y preguntó:

– ¿Qué quieres que cante?

– Lo que quieras. ¿Qué te parece «Bajo el acerolo»?

Era una canción popular rusa que estaba muy de moda entre los estudiantes, antes de que fuera reemplazada por los cantos de gloria de la nueva sociedad, el Partido y el Líder.

Con la cabeza gacha, Wuzi afinó la guitarra y sacó de ella sonidos melancólicos y muy dulces. Ella parecía estar en otra cosa, como si no estuviera escuchando lo que tocaba. Cuando levantó la cabeza hacia ellos, él se sintió perdido. En un rincón de la habitación, un grillo cantaba dulcemente cerca de la estufa, y por la ventana, el sol resplandeciente hacía subir bocanadas de calor. La muchacha tocó un tema y luego dijo a Luo que ese día no tenía ganas de cantar. Luego lo miró brevemente; pero era como si fijara un punto que estuviera situado por encima de su cabeza.

– ¡Pues no cantes si no tienes ganas! -dijo Luo-. ¡Vamos al cine esta noche!

La joven sólo sonrió. Luego, dejó la guitarra cerca de la puerta y pasó a la sala, donde volvió la cabeza y dijo:

– Tengo muchas cosas que hacer en casa.

Se fue.

– Es mentira. No la creas -dijo Luo-. Realmente no sabes tratar a las chicas. ¿No tenías ganas de quedar con ella?

Permaneció en silencio. Según Luo, de todas formas, no había futuro. Los de su grupo de amigos, todos hundidos en la miseria, iban a menudo con aquellas chicas a pasear, cantar y tocar música. Algunas veces, por la noche, iban a bañarse a un lago a las afueras de la ciudad, o soltaban, a hurtadillas, algún pequeño barco y se ponían a robar cápsulas de loto en medio del lago. Wuzi los acompañaba. Por la noche, dentro del agua, todos le metían mano, ella no decía nada, era una chica que aceptaba perfectamente esas cosas. Por lo visto, a Luo le gustaba un poco; pero también decía que había una chica que le gustaba de verdad. Crecieron juntos; ella entró en un grupo de cantantes y bailarines del ejército y no podía casarse con un tipo como él, vendedor de mercado. Sin embargo, durante el invierno del año anterior se quedó embarazada. Para poder abortar, necesitaba un certificado de matrimonio y un carné de trabajo; era imposible conseguirlos. Además, la joven pertenecía al ejército, y, para casarse, necesitaba la autorización de sus superiores. Si aquel asunto se aireaba, no sólo la echarían del ejército, además, se quedaría sin trabajo. Lo acabaría odiando por eso. En cuanto a él, su pequeño puesto dependía de la cooperativa y sólo conseguía un pequeño salario que apenas le permitía comer; no hubiera podido cubrir las necesidades de una mujer y de un niño. Por suerte, uno de sus tíos era médico en una cabeza de distrito y le puso en contacto con el hospital del lugar. Llevó a la chica y pudo abortar diciendo que estaba casada.

– La llevé un domingo por la mañana, a primera hora. Ella debía volver aquel mismo día con su grupo antes de las diez de la noche; pasaban lista todas las noches, cosas del reglamento militar. Tuvimos que cambiar de autobús. Ante la estación de autobuses, cuando esperábamos el segundo, llovía y empezó a oscurecer. No pasaba ni un alma por la carretera. Me dijo que todavía le estaba saliendo sangre. La estreché entre mis brazos y no pudimos contener las lágrimas. Así nos separamos. ¿Eso se puede escribir? ¿Dónde está esa nueva vida?

Luo explicó que le había sido imposible huir de la decadencia. Durante los dos años en que trabajó de pescador, fue de mujer en mujer, ya que en aquel pueblo de pescadores de la isla en que vivía nunca se sabía cuándo regresarían los hombres que salían al mar. A Luo, un joven fresco, recién salido de la escuela, no le faltaban las ocasiones. Todo empezó allí. Nada era romántico. Lo único que sabía era que, después de divertirse con ellas, se sentía hastiado. Sin embargo no consiguió tener ningún amigo. Por eso, prefirió volver a vender en el mercado.

– ¿Cómo se te ocurrió hacerte pescador?

– No tuve elección, tenía que encontrar algo. En aquella época, pensaba entrar como tú en una universidad importante para estudiar literatura. ¿Has olvidado que suspendí los exámenes?

– Eras el mejor del curso, un poeta reconocido por todos tus compañeros. Nadie imaginó que pudieras suspender.

– ¡Que le den por el culo a la poesía! -dijo Luo-. El año de las pruebas de acceso a la universidad, justo antes del movimiento antiderechista, [12] dijeron que estaban a favor de la libre expresión, ¿no? Una revista provincial nos invitó a un encuentro de jóvenes escritores para que expresáramos nuestra opinión libremente. Yo tomé la palabra junto a otros jóvenes autores. Tan sólo dijimos que la elección de los temas era demasiado estricta, que la poesía era la poesía y no se podía dividir según el tema: industria, agricultura, vida de la juventud… Publicaron mis peores poemas y cortaron los mejores. Sólo dije eso. Unos días después, llegó un informe a la escuela. El director de la sección de instrucción vino a verme. Entonces me di cuenta de que había metido la pata. No sé qué les ocurrió a mis compañeros, yo era el más joven, el que menos habló, y ahora puedo trabajar en un mercado.

Tras esta conversación, fue a comprar tres entradas para el cine y esperó ante el local a que empezara la sesión. Wuzi llegó sin aliento y le dijo que Luo había tenido que quedarse trabajando para cubrir el turno de noche y que no podría venir. Se preguntó si Luo lo habría hecho expresamente para dejarlos solos. Entraron en la sala. En la oscuridad tomó la mano de Wuzi y se sentaron en dos asientos aislados. Él no prestó la menor atención a la película durante toda la sesión. No paraba de pensar en la dulce mano de la chica. Sentía cómo le corría el sudor. Pensaba que, ya que todos los chicos le habían metido mano, ¿por qué él no podía hacer lo mismo? Nunca había tocado a ninguna chica antes; aunque, por supuesto, el amor al que aspiraba era diferente.

Cuando estaba estudiando en segundo ciclo de secundaria, se enamoró de una chica más joven que él, con la que sólo habló durante un baile en la fiesta de fin de año. Durante toda la noche, no paró de seguir a la chica, que llevaba una blusa de flores azules sobre fondo rojo. Dondequiera que ella fuera, allí iba él. Después de la fiesta ya amanecía, o quizá fuera el reflejo de la nieve bajo las farolas, siguió a la muchacha durante todo el camino de regreso. Ella caminaba delante riéndose con sus compañeras y a veces se volvía. Él sabía que hablaban de él.

No creía que se pudiera tocar a una chica así. Cuando salió del cine con Wuzi, evitó la avenida y se metió por una callejuela, de la mano de la muchacha. Ella era muy dócil. Caminaba con la cabeza gacha mirándose los zapatos y a veces chutaba algún pedrusco. Cuando llegaron a un rincón al que no daba la luz de las farolas, tomó el brazo de Wuzi para atraerla hacia él. Ella negó con la cabeza y lo miró con los ojos bien abiertos, luego dijo:

– Los chicos sois muy malos.

Él dijo que él no era así, sólo quería besarla.

– ¿Por qué? -preguntó alzando los ojos y dejándolos bien abiertos.

La soltó y le dijo que todavía no había besado a ninguna chica. Wuzi le dijo que dejara que se lo pensara. El bajo la cabeza y no esperaba que ella le dijera:

– Bueno, pero sólo una vez.

Apoyó su boca contra los labios apretados de la chica y se separó de inmediato. Wuzi tenía los ojos cerrados, abrió la boca levemente, entonces él la besó de nuevo, saboreando esta vez los labios suaves y carnosos. Dirigió la mano hacia un seno de la muchacha por debajo de la ropa, la joven murmuró:

– No me hagas daño…

Deslizó la mano bajo la ropa y la desplazó sobre los senos en punta, pero no quiso, y ni siquiera se le pasó por la cabeza, plantear hacer el amor a una chica que realmente no amara. Era imposible que lo pensara en aquel momento, esa chica sólo le parecía generosa.

Unos días después, recibió una carta de Wuzi en la universidad. Con un estilo muy sencillo, le preguntaba si volvería a pasar allí las vacaciones del próximo verano.

Aquel verano no pudo volver a su casa, era la época de la gran escasez que siguió al «Gran salto adelante». Durante las vacaciones, los estudiantes tenían la obligación de prestar un servicio voluntario, que consistía en ir a las colinas del oeste a hacer agujeros para plantar árboles. Todos padecían hidropesía y desnutrición, pero tenían que comportarse como «buenos hombres» y «hacer buenas obras», aunque fueran cosas estúpidas. Y así donó sus días libres. Durante aquellas vacaciones de verano, se arrepintió de no haber llegado más lejos cuando estuvo con Wuzi.

16

En el taxi, camino al aeropuerto, no habéis hablado casi nada. Os habéis dicho todo lo que teníais que deciros, y además tampoco es el mejor lugar.

En el momento de pasar la aduana, ella te estrecha en sus brazos con dulzura, como una amiga, como ya te ha dicho. Te da un beso breve y se va, sin volverse.

Te has fijado que tiene unas ojeras muy pronunciadas, aunque esté maquillada. Seguramente tú tampoco debes de tener muy buena cara. Habéis pasado varios días seguidos sin dormir, tres noches en blanco, desde que os visteis en el teatro. Durante esos días y esas noches no habéis parado de hacer el amor, hasta la extenuación, hasta caer rendidos el uno sobre el otro. Tú también estás agotado. Después de este frenesí repentino y esta separación tan sencilla, como si fuerais dos simples amigos, no sabéis si alguna vez os volveréis a ver.

Al salir del aeropuerto el sol te molesta a los ojos, un vapor caliente sube del suelo, las personas que esperan un taxi forman una larga cola, y tú estás hecho polvo. Una vez dentro del vehículo, el conductor te pregunta adonde quieres ir. Durante un momento dudas; luego, sin pensártelo demasiado, dices «A Zungwan», el barrio más animado de la ciudad. No tienes ganas de quedarte en el hotel, de volver a encontrar una cama vacía. La imagen de su cuerpo desnudo está demasiado ligada a esa habitación, a esa cama, a tus sentimientos; ya te habías acostumbrado a hablarle, a decirle lo que sentías. En realidad era lo mismo que te decías para tus adentros, pero, al estar allí, se había convertido en tu compañera, y acababas hablando para ella. Consiguió entrar en lo más profundo de tu ser. Tú poseíste su cuerpo, pero ella poseyó tu corazón.

– ¿A qué lugar quiere ir de Zungwan?

El conductor se ha dado cuenta de que vienes del continente y te hace la pregunta en chino mandarín, aunque con bastante dificultad.

Estabas con los ojos cerrados, medio dormido; miras a tu alrededor y preguntas:

– ¿Ya hemos llegado?

– Sí, ¿a qué calle le llevo?

El taxista ha parado el coche y, a través del retrovisor, ves su cara de fastidio, porque no tiene ganas de dar vueltas para llevarte a un destino que ni siquiera tú pareces tener claro. Pagas y te bajas. La calle está cercada de grandes edificios y en ese momento no sabes dónde estás. Empiezas a caminar hacia ningún lugar en concreto. Curiosamente, hay poca gente en la calle. Es raro, porque este barrio suele ser uno de los más movidos de la ciudad. Hoy hay pocos coches y pasan a toda velocidad, sin formar los habituales atascos. Te das cuenta de que las tiendas están cerradas; sólo los escaparates siguen igual. Los altos edificios tapan buena parte del sol, que tan sólo ilumina la mitad de la calzada. Te sientes como un sonámbulo en pleno día.

Recuerdas que ella dijo que tenía que volver a Francfort el lunes. Su empresa tenía una reunión de negocios con los socios chinos. En ese momento te das cuenta de que es domingo. Durante la mañana de ese día de descanso, las familias o los amigos quedan para comer en todo tipo de restaurantes, es un placer para los habitantes de Hong Kong, siempre tan ocupados.

Con los ensayos, las representaciones, las comidas, las cenas, las citas y las entrevistas, desde hace un mes, todavía no has tenido la ocasión de estar solo, sin nada que hacer, deambulando por las calles del centro. Estás empezando a familiarizarte con la ciudad, pero crees que es posible que no puedas volver, como también es posible que no vuelvas a ver nunca más a Margarita. Te gustaría poder tenerla más cerca, mostrarle sin tapujos tus sufrimientos, entregarte, de ese modo, al placer.

Esa última noche ella te pidió que la violaras; no era un juego sexual, quiso que la ataras de verdad, que le ataras las manos, que la golpearas con el cinturón, que golpearas ese cuerpo que detesta, esa carne violada, vendida, que ya no le pertenecía; quería transmitirte esa sensación.

Le ataste las muñecas con sus medias, tomaste el cinturón por la hebilla metálica y la golpeaste muy flojo dos veces. En la oscuridad te echaste a reír; debías hacerle entender que se trataba de un juego. Ella deseaba que la humillaran sexualmente, también se rió.

Pero no era lo que ella quería, quería que la golpearas de verdad. Empezaste a darle golpes cada vez con más fuerza. Oías los azotes del cinturón sobre su carne, esa carne que se encogía, pero no te decía que pararas. No sabías hasta dónde aguantaría. De pronto, lanzó un grito de miedo, e inmediatamente tiraste el cinturón al suelo y empezaste a acariciarla. Te llamó cerdo, se soltó una mano y se sentó. Le pediste perdón, se tumbó en la cama, tú te tumbaste sobre ella, notaste en tu rostro las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, y tus lágrimas se juntaron con las de ella. Le dijiste que no podías violarla, que ya no estabas excitado.

Ella dijo que no podías comprender su sufrimiento, el sufrimiento por haberse hecho mujer demasiado pronto, después de la violación, y que lo único que querías de ella era la satisfacción sexual.

Tú le dijiste que la amabas, que justamente por eso no podías violarla, detestabas la violencia.

Ella dijo que tus lágrimas se lo demostraban, que, al llorar, eras más sincero, y se mostró dulce y cálida. Estuvo acariciando tu cuerpo desnudo durante un buen rato.

Eres toda una mujer, le dijiste. No, una mujer desvergonzada, dijo ella. Tú le dices que no, que es una buena mujer. Ella dice que no, que tú no sabes, que, más tarde, puedes detestarla. Ella no puede vivir como una mujer normal, nada puede satisfacerla, le gustaría vivir contigo, pero es imposible. Pide que le perdones su naturaleza neurótica, no es que no quiera vivir tranquila, pero nadie puede darle esa calma y serenidad, tú no podrías casarte con ese tipo de mujer, sólo quieres conseguir con su cuerpo un placer que necesitas.

Tú dices que tienes miedo al matrimonio, que tienes miedo de que una mujer te persiga otra vez. Ya has estado casado, has comprendido lo que era el matrimonio; la libertad para ti es lo más preciado de este mundo, pero no puedes evitar amarla. Ella dice que tampoco puede ser tu amante, que es muy probable que tengas una mujer, y que, si no la tienes en ese momento, seguro que encontrarás a una, que realmente eres tierno y sincero y que todo es relativo, que no quiere alabarte demasiado. Tú dices que ella también es una mujer adorable. Ella te contesta que no es así con todos los hombres, que sólo se ha entregado a ti porque te aprecia, tú también le has dado bastantes cosas, eso es recíproco. Añade que conoce a los hombres desde hace tiempo, ya no se hace falsas ilusiones, el mundo es tan realista. Ella es la amante de su jefe, pero él pasa todos los fines de semana con su mujer y sus hijos. Ella es su amante sólo durante los días laborables o cuando van de viaje juntos; él también la necesita para sus negocios en China.

Su voz ronca, su sensualidad, su sinceridad, capaces de conmover a cualquiera, al igual que su cuerpo generoso, han avivado tu sed, han hecho resurgir tus recuerdos y las reminiscencias dolorosas que soportas gracias al deseo sexual. Continúas sintiendo su voz, como si te murmurara al oído y te comunicara su dulzura, mezclada con el olor de su cuerpo. Tu deseo, tanto tiempo reprimido, ha podido liberarse gracias a ella; esa evocación no sólo te ha aportado dolor, sino también placer. Necesitas seguir hablando con ella para recuperar tus recuerdos, los detalles que creías haber olvidado te vuelven a la cabeza cada vez con mayor nitidez.

Delante de ti, los cristales del rascacielos del Banco de China reflejan, como un espejo, los pedazos de nubes blancas que deambulan por el cielo azul. Los habitantes de la ciudad opinan que esa construcción triangular, con ángulos agudos como cuchillas, parece un enorme cuchillo de cocina que atraviesa el corazón de la ciudad y eso no debe de ser bueno para la geomancia. Al lado, otro gran edificio que pertenece a un grupo financiero muestra unos aparatos metálicos extraños. Da la sensación de que esa construcción intente en vano competir con la otra; ése es el carácter de los habitantes de la ciudad. La residencia de estilo isabelino del Legislative Council ya no llama la atención; rodeada de esos grandes edificios, realmente se ha convertido en el símbolo de una época que pronto verá su fin.

Cerca del Legislative Council, en el jardín en que se encuentra la estatua de bronce de la Reina, hay mucha gente, al borde de las fuentes, en las galerías, en las aceras. Algunas personas forman pequeños grupos en medio de las calles. Crees que has ido a parar a una manifestación, pero la gente habla animadamente, muchos ríen, algunos han colocado sobre la hierba manteles repletos de comida y de los radiocasetes sale música pop, sólo falta ponerse a bailar.

Te sorprende ver que las personas almuerzan en el césped, entre los edificios, calle tras calle. Las cruzas y llegas frente al Prince's Building, donde se venden toda clase de productos de lujo; sobre la puerta cerrada han colocado una bandera en la que está impresa la imagen de un Cristo que sufre. Un pastor está predicando en ese momento, mientras los fieles se confiesan al aire libre. El ochenta o noventa por ciento de las personas que se encuentran allí son mujeres de piel muy oscura. Piensas, de pronto, que probablemente son las sirvientas filipinas que trabajan en las casas de los ricos y vienen a pasar el domingo a ese lugar. Se ganan la vida en Hong Kong y envían el dinero a casa para alimentar a su familia. Estás rodeado de un incesante parloteo que no comprendes; tampoco percibes la angustia de los que han abandonado su hogar.

¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener ese paisaje social? ¿Lo reemplazará el de los nuevos inmigrantes que lleguen del continente? En todo el mundo se persigue a los inmigrantes: ¿será este lugar una excepción? Tampoco se trata de alimentar falsos temores; los grandes edificios que se alzan hasta el cielo azul y casi tocan las nubes blancas no corren el riesgo de hundirse de pronto; la isla de Hong Kong no se transformará en un desierto. En ese preciso instante, mientras te mezclas con la multitud, te sientes terriblemente solo. Y siempre ha sido ese sentimiento de soledad el que te ha salvado. De todos modos, no eres Jesucristo, no tienes que sacrificarte por nadie, aunque también es cierto que tampoco resucitarás. Lo más importante para ti es poder vivir lo mejor posible en el presente.

Penetras de nuevo en las tinieblas que su voz te ha traído, como un sonámbulo que pasea sin rumbo, tambaleándose, a la vista de todos, y confundiéndose con esa masa de gente. Los recuerdos recientes se mezclan con los antiguos.

Llamas a Margarita, te diriges a ella en tu fuero interno: el hombre nuevo es un espantoso cuento de niños. Hoy ya no necesitas expiar más culpas ni errores, ya no necesitas reeducarte para llevar una nueva vida. Ese país de hombres honestos y limpios, esa sociedad nueva, no era nada más que un fraude; cuestionó a un individuo que estaba confuso e indeciso, pero lleno de vitalidad, que era incapaz de explicar sus actos y que, de golpe, perdió su razón de ser.

Lo que te gustaría decirle a Margarita es que ella tampoco tiene que purificarse, ni confesarse, y que no podrá volver a vivir su vida, tan sólo es ella misma, como tú eres tú mismo.

Una mujer te ha dado la vida, el paraíso está en la caverna de la mujer, madre o puta. Prefieres entrar en un caos oscuro a hacerte el hombre honesto, el hombre nuevo o el santo.

Bajo el viaducto donde estás, circula una fila ininterrumpida de coches. Es una vía muy concurrida habitualmente y que permite pasar de los grandes edificios de un lado a los mercados del otro, pero hoy, domingo, hay pocos viandantes. Apoyado en la barandilla, miras la gran avenida que pasa bajo el viaducto; un sueño enorme te invade. Todavía faltan dos representaciones de tu obra: a las dos de la tarde, dentro de poco más de una hora, y esta noche, a las siete. Después de la última representación, tienes que hacerte una fotografía con el grupo de actores. Luego cenaréis algo por ahí. Seguro que la noche será movida. Deberías dormir un poco, pero no tienes ganas de volver al hotel, todavía piensas en ella, en vuestro frenesí antes de separaros, en el olor de su cuerpo, en tu esperma que embadurna su pecho opulento.

Caminas por la calle, hay un cine, compras una entrada sin ni siquiera mirar qué película ponen, necesitas aislarte en un lugar oscuro para sumergirte en tus pensamientos sobre ella. Es una película de acción de Hong Kong, sin ningún interés; cierras los ojos, y los diálogos en cantones, que no comprendes muy bien, acaban por dormirte. Los asientos son amplios y confortables, puedes estirar las piernas. Por suerte, al final has conseguido la libertad de expresión, ya puedes escribir o decir lo que quieras, sin escrúpulos. Quizá deberías escribir sobre todo aquello, como dijo ella, volver al pasado. Deberías mirarte a ti mismo con cierta distancia, como un simple individuo, o como un animal dotado de conciencia, un animal acorralado en la jungla humana.

No puedes quejarte, aprovechas la vida. Por supuesto, has pagado el precio para, ello, pero nada es gratuito, excepto las mentiras y las tonterías. Deberías recurrir a la escritura para explicar tu experiencia, dejar algunas marcas de tu vida, como el esperma que has eyaculado; ¿no has disfrutado contaminando así este mundo? Este mundo te ha oprimido y tú te vengas así, nada más justo.

No sientes rencor. Margarita, ¿sientes tú rencor? Le preguntas si lo siente contra ti. Ella niega con la cabeza y se acuesta sobre tu pubis. Le acaricias el pelo suave y despeinado para incitarla a que se meta tu pene en la boca. Ella dice que es tu esclava, que te pertenece, eres su dueño. Siempre quieres que te den placer, eres menos generoso que ella.

Debes recuperar la calma, mirar ese mundo y a ti mismo con serenidad. El mundo es así y continuará igual. Un hombre solo es realmente poca cosa, lo único que puede hacer es expresarse, nada más.

Te despiertas, han encendido las luces de la sala y los espectadores se dispersan. Sales del cine, llamas a un taxi, vuelves al hotel, y la joven de la recepción te da la llave junto con dos mensajes que esperan contestación. Deben de ser para invitarte a algo. Esta noche no vas a poder comprometerte con nadie más, tienes que cenar con los actores y despedirte de ellos. Ya han limpiado la habitación y no hay rastro de sus ropas, ni sobre la cama ni por el suelo o sobre la mesa, como si nunca hubieras estado ahí con una mujer. Sientes una ligera decepción, te tiendes sobre la cama, las sábanas y las fundas de las almohadas huelen a limpio, el aire acondicionado ronronea dulcemente. Ni el menor rastro de ella ni de su olor. Te gustaría que una cámara de vídeo lo hubiera filmado todo para comprobar que ella realmente ha hecho el amor contigo, que no ha sido una ilusión.

Margarita, llamas a una mujer muy real, no es sólo una voz que viene de tu interior. Ella te ha hecho recordar tu pasado, que ha resurgido con mucha claridad ante tus ojos. Ahora ella se mezcla con tus recuerdos, tus recuerdos frescos o casi olvidados; deseas que vuelvan a aparecer.

En este instante ella está en el avión, y mañana el fin de semana habrá acabado; como te ha dicho, volverá a ser la amante de su jefe. ¿Hará el amor con él como lo ha hecho contigo? Esa puta masoquista, te has enamorado de ella, ya no puedes dejar de pensar en ella, sientes su humedad y su olor, eso te excita. Te gustaría saber si es verdad que la violaron cuando tenía trece años. Quizá sólo lo inventó para seducirte. Puede que se considerara a sí misma como una vil mercancía, o quisiera acompañarte en tus pensamientos, convertirse en tu compañera de corazón, para compartir tu soledad y su sufrimiento.

Quizá deberías escribir todos los recuerdos que ella ha removido en ti y la experiencia de tu vida. Pero ¿vale realmente la pena? No debes malgastar una vez más tu tiempo en algo que no merezca la pena, pero ¿qué vale realmente la pena? ¿Esa obra de teatro que han representado y que representarán de nuevo esta noche, esa obra prohibida en el continente vale la pena? ¿Han valido la pena todos los quebraderos de cabeza que te ha ocasionado? Si no la hubieras escrito, ¿no habrías vivido mejor? ¿Por qué sufrir para escribir?

¿Sólo puedes vivir expresándote? ¿Es realmente la única razón de tu existencia? ¿Sólo eres una máquina de escribir libros, empujado por un orgullo que estropea inútilmente tu vida? Quizás ella tenga razón, se refugia en los placeres de la carne rumiando su sufrimiento, pero, como no consigue librarse de él, se acaba hundiendo. ¿Para qué pedir justicia? Además, ¿dónde se hace justicia? No podrás enfrentarte a este mundo, sólo podrás refugiarte en la escritura, que será de lo único que puedas obtener algo de consuelo y de placer. Y serás como Margarita, que no ha podido resistir y te ha hecho partícipe de su sufrimiento para librarse mejor de él.

Tomas un baño caliente; luego te echas algo de agua fría encima para despertarte. Debes ir a ver la última representación de tu obra, volver a la realidad, comer, beber, charlar y reír, pronunciar en voz alta algunas palabras de aliento para los jóvenes actores y dejarles la difícil tarea de vivir como hombres.

17

Es una nueva sociedad, totalmente remodelada, ejemplar, resplandeciente y brillante. Todos son trabajadores gloriosos, desde los campesinos descalzos hasta los callistas de los baños públicos, cada uno totalmente integrado dentro de su unidad de trabajo, todos organizados para servir al pueblo, rindiendo al máximo para ser distinguidos como trabajadores modélicos y poder ver sus nombres en el cuadro de honor de los periódicos. No hay desocupados, la prostitución y la mendicidad están prohibidas, las raciones de comida se reparten según las cuotas fijadas para cada tipo de trabajo, no se puede derrochar ni un grano de arroz. Cualquier intento de beneficio personal es atajado de raíz, todos viven gracias a su salario o a sus puestos de trabajo. Todo pertenece a la sociedad, incluido cada trabajador, sometido a una vigilancia severa que no le permite la menor escapatoria. Los enemigos no pueden encontrar refugio en ningún lugar: o son fusilados, o encarcelados, o enviados a las granjas de reeducación por el trabajo. La bandera roja ondea al viento, el reino celeste ideal de la humanidad se ha concretado de ese modo, aunque sólo se trate de su etapa inicial de desarrollo.

También han conseguido crear al nuevo hombre, un modelo perfecto, un soldado llamado Lei Feng, huérfano, sin padre ni madre, que ha crecido bajo la bandera de cinco estrellas, socorre a los demás, no se preocupa de sí mismo y sacrifica su propia vida. Ese héroe sabe moderar sus deseos, y, al escribir en su diario lo que ha aprendido de la lectura de las obras de Mao, dice que siente una gran admiración por el Partido y que desea ser una pieza más para estandarizar a los ciudadanos. Se exigía que todo el mundo aprendiera de ese héroe, quisiera o no. El tenía sus dudas acerca de ese hombre nuevo; pero, en aquella época, el sistema de confesión ideológica que estaba en vigor en las universidades obligaba a que cada uno se confesara con el Partido. En las sesiones de informe ideológico, debían exponer los sentimientos íntimos, así como los de los demás, e incluso las dudas que tenían. Cayó en la trampa. Se le ocurrió plantear algunas preguntas inconscientes: ¿Se podía ser un héroe sin tener que lanzarse sobre una carga de explosivos y volar en mil pedazos? ¿La utilidad de un motor no era mayor que la de una simple pieza? Sus preguntas provocaron la indignación general de sus compañeros de clase. Las chicas lanzaron gritos estridentes, todos lo criticaron. Por suerte para él, tan sólo se trataba de un debate de clase, su problema no era demasiado grave; pero le sirvió para aprender algo: para comportarse como un hombre había que mentir, la verdad sólo traía graves problemas. Era imposible mantenerse puro, pero tardó bastante tiempo en darse cuenta, gracias a su experiencia y a la de otros. Las experiencias de los demás sólo las comprendemos del todo cuando las hemos vivido, especialmente cuando se trata de sufrimientos; si no, sean cuales sean las experiencias que los demás han vivido, jamás podemos aprender nada de ellas.

Hoy ya no tienes que participar en esas sesiones de debates obligatorios en que te sometían a la autocrítica, tampoco tienes que confesarte y estás muy lejos de esos mitos. Sin embargo, en aquella época, él estaba muy deprimido y tenía ganas de contarle a alguien lo que sentía. Quedó con unos antiguos compañeros de la escuela secundaria que ya estaban en las universidades de Beijing. Se encontraron en el parque de los Bambúes Púrpura, en el barrio del oeste. Todos habían ido a parar a universidades diferentes y ya casi no tenían relación entre ellos. Cuando coincidieron en la escuela, a la edad de la pubertad, todos eran aficionados a la literatura o escribían poemas. En aquel momento también tenían ganas de escaparse de la atmósfera confinada de sus campus para respirar un poco fuera. Habían inaugurado el parque hacía poco tiempo y todavía no estaba muy frecuentado. Al borde del lago había una pequeña casa de té que vendía pasteles, aunque era prohibitiva para unos estudiantes pobres como ellos. Por eso, se sentaron un poco más lejos, al borde del agua, en un lugar tranquilo, bajo la sombra de unos árboles, donde no pasaba nadie. El viento dulce traía el olor del trigo sembrado en las colinas que rodeaban el parque. Probablemente fuera el mes de mayo, época en que madura el trigo.

Datou, a quien todos llamaban Cabeza Gorda, dijo que tenía ganas de escribir una obra de teatro que fuera parecida a Los baños de Maiakovski. Lo llamaban Cabeza Gorda porque había sido el campeón del concurso de matemáticas de todas las escuelas de la ciudad y también porque el gorro que siempre llevaba en invierno era una o dos tallas mayor que el de los otros chicos. Después, por suerte, Cabeza Gorda se olvidó de la idea de escribir alguna obra de teatro como Los baños, que le habría acarreado un sinfín de problemas, y se dedicó de lleno a las matemáticas. No obstante, nada más publicar dos artículos en inglés en una revista internacional de matemáticas, llegó la Revolución anticultural [13] y lo enviaron al campo a cuidar búfalos durante ocho años. Sus problemas no empezaron durante aquel encuentro, sino más tarde, cuando acabó la universidad: se le escapó una frase impertinente en el dormitorio del Instituto de Investigación en que trabajaba y sus compañeros lo denunciaron.

En aquella época, el que desencadenó todos los problemas fue el atolondrado de Cheng Chaqueta. Lo llamaban así porque siempre llevaba una vieja chaqueta que había sido de su padre y que le venía demasiado ancha para su delgado cuerpo. Uno de sus compañeros de dormitorio leyó a escondidas su diario, en el que mencionaba ese encuentro, y lo denunció ante el secretario de la Liga de la Juventud Comunista. Cheng era el único del grupo que pertenecía a la Liga; nadie sabía cómo se había infiltrado en ella. En su diario no mencionaba de qué hablaron durante ese encuentro. Lo que les llamó la atención fueron los comentarios que hacía sobre una mujer, ya que utilizaba un lenguaje que les parecía indecente y obsceno, aunque no quedaba claro si se trataba de una fantasía o de la realidad. Algunos compañeros de su universidad vinieron a interrogarlo y sudó frío.

Durante la reunión del parque, él habló de Ehrenburg y de sus recuerdos del París de principios de siglo, del café en el que se reunían los pintores y los poetas surrealistas, y también de Meyerhold, a quien fusilaron porque se dedicaba al formalismo. Pero los comentarios de Cabeza Gorda los dejaron todavía más estupefactos. Según él, el informe secreto de Jruschov contra Stalin, que leyó en la edición inglesa de Noticias de Moscú, era increíblemente estremecedor. Por aquel entonces las revistas en lenguas extranjeras de las bibliotecas universitarias todavía no estaban sometidas a un estricto control. Uno de los cuatro participantes de ese encuentro, que estaba estudiando genética, habló de filosofía india y dijo que la poesía de Tagore ligaba a los hombres con los dioses. Pero cuando lo interrogaron sobre ese encuentro, no le preguntaron nada de esas cosas. Evidentemente, Chaqueta fue leal a la amistad y no los traicionó. Lo que más les importaba era si había mujeres en aquella reunión del parque y si él tenía relaciones con alguna mujer fuera de la universidad. Así pudo salir ileso del peligro que creó aquel único encuentro, que acabó finalmente enterrado en el olvido.

Aunque llevas muchos años en París, nunca se te había ocurrido buscar aquel café en el que se reunían los pintores y los poetas surrealistas. Un día, por pura casualidad, salías de cenar en casa de un escritor francés con un poeta que también venía de China; era medianoche y el Barrio Latino todavía estaba muy animado. Pasasteis delante de un café que tenía las puertas y las ventanas de cristal, lleno hasta los topes, tanto dentro como en la terraza. Al levantar la cabeza viste el nombre en los neones: La Rotonde, era aquel café. Ocupasteis una pequeña mesa que acababa de quedar libre. Alrededor de vosotros todo el mundo hablaba en inglés o en alemán, eran turistas; imposible saber adonde habían ido a parar, a las puertas de ese nuevo siglo, los poetas y pintores franceses.

Tú ya no has vuelto a pertenecer a ningún movimiento, ni defendido ningún principio, ni formado parte de grupo alguno. Por suerte, el grupo de amigos del parque de los Bambúes Púrpura abandonó a tiempo esas citas y nadie denunció a nadie, pues con los simples comentarios que hicisteis, aunque no os hubieran podido acusar de contrarrevolucionarios, habría bastado para que colocaran una marca en vuestras fichas y no hubierais podido salir nunca de allí. Más tarde aprendisteis a ocultaros detrás de una máscara y a guardar en lo más profundo de vosotros las palabras que no queríais borrar.

Cuando te despiertas, unas nubes blancas se desplazan lentamente durante la noche detrás de la ventana. Durante un instante, ya no sabes dónde estás, descansas tranquilamente; hacía tiempo que no dejabas que tu mente vagara de ese modo por los recuerdos del pasado. Echas un vistazo al reloj y te levantas. Tienes que llegar al teatro antes de que todos salgan, para estar en la foto final con los actores y con los que trabajan en ese teatro. Luego irás a comer con ellos; ese tipo de despedidas es lo que se suele hacer después de la última representación.

De una ciudad a otra, de un país a otro, en lugares que cambian más que los nidos de las aves de paso, aprovechas esos momentos de felicidad furtiva, vuelas todo lo que puedes, sólo caerás si tu corazón te abandona, por fin eres un pájaro libre, buscas tu felicidad volando, ya no tienes que atormentarte.

Han reservado un salón de un restaurante para vosotros. Allí decenas de personas brindan, hablan, ríen, intercambian direcciones, aunque no haya más que una o dos posibilidades entre diez de volverse a ver, pues el mundo realmente es demasiado grande. La joven enérgica de grandes ojos que hace de protagonista en tu obra quiere que le escribas algo en el cartel que anuncia el espectáculo. Después de su nombre, haces una raya y escribes: «Una mujer muy buena». Ella entorna los ojos y pregunta con astucia:

– ¿Buena en qué?

– Buena en su libertad -dices.

Todos te aclaman, pero ella levanta los brazos y se vuelve, plantada sobre su bella y sólida cintura. Un hombre joven, un poco imprudente, te pregunta:

– ¿Qué piensa usted del matrimonio?

– Que el que no se ha casado acabará haciéndolo.

– ¿Y el que ya lo está? -pregunta el mismo joven.

– Tendrá que volverse a casar para ver otras cosas -respondes.

Todos vuelven a aplaudir. Pero el joven te pregunta mirándote a los ojos:

– ¿Tiene usted muchas amantes?

– El amor -respondes- es como el sol, el aire y el vino.

Todos vienen a brindar contigo; esos jóvenes no hacen ceremonias ni siguen las normas de educación establecidas, ese ambiente está lleno de vida.

– ¿Y el arte? -pregunta con voz tímida una chica que está cerca de ti.

– El arte sólo es un modo de vida.

Tú explicas que vives el momento presente, que no buscas la inmortalidad, que las lápidas están para que las vean los vivos, que a los muertos les da igual. Has bebido demasiado, empiezas a divagar. Hacer teatro es buscar la felicidad; cuando se hace hay que aprovechar al máximo. Dices que estás muy contento de haber trabajado con ellos, que se lo agradeces a todos.

Tu asistente de dirección, alto y delgado, muy comedido, es mayor que el grupo de jóvenes y toma la palabra en nombre de todos para decirte que les gusta mucho esa obra que escribiste hace diez años, que no ha pasado de moda en absoluto, ya que sigue siendo actual, y que esperan que vuelvas para estrenar otra de tus obras de teatro. No quieres decepcionarlos, le dices que el mundo no es tan grande, que Hong Kong se ve en los mapas al primer golpe de vista, que seguro que tendrás la ocasión de volver muchas veces; pero tú sabes que el pájaro que sale de su jaula nunca quiere volver. Tu mente vuela hacia las altas planicies áridas del centro de Francia. Desde lo alto de un acantilado abrupto, contemplas las iglesias y sus tejados en punta que destacan en medio de los pueblos que están en plena montaña. Lejos de la gran carretera, una francesa desnuda está tomando el sol tumbada sobre la hierba para ponerse morena. Se tapa los ojos con un brazo y su cuerpo refleja los rayos de luz. El viento transporta los gritos de las águilas que planean a media altura por el acantilado, vuelan con las alas desplegadas; son águilas que han comprado en Turquía para soltarlas aquí, en Francia, donde ya hace tiempo que esas aves rapaces se extinguieron.

Necesitas contemplar, lejos del dolor, el corazón descansado, las imágenes que has dejado en tus recuerdos oscuros, encontrar luces un poco más brillantes, para poder valorar el camino que has recorrido.

Todavía son jóvenes; te preguntas si lo que has vivido les puede ocurrir a ellos. Es su problema, tienen su propio destino, no puedes cargar con el sufrimiento de los demás, no eres ningún salvador, sólo puedes salvarte a ti mismo.

18

Te das cuenta de que realmente te cuesta hablar de aquella época, te cuesta mucho entender el «él» de entonces. Para evocar aquel pasado, primero hay que explicar el vocabulario que se usaba durante aquellos años y su significado real. Una palabra tan precisa como «partido», por ejemplo, no tenía nada que ver con la que aparecía en la frase antigua que decía «Los hombres nobles se juntan, pero no organizan un partido», frase que de niño solía escuchar en boca de su padre, que se consideraba un hombre noble y distanciado de la política. Más tarde su padre ya no se atrevió a decir eso y cuando pronunciaba la palabra «Partido», se ponía serio, se mostraba respetuoso, le temblaban las manos y el líquido de la copa; de lo contrario, no habría intentado suicidarse. Esa palabra era realmente grandiosa y solemne. Hasta el Estado, en principio tan grandioso y solemne, se encontraba por debajo del «Partido», por no hablar de las diversas «entidades de trabajo» donde todo el mundo tenía que sudar de lo lindo para poder cobrar. El hukou [14] la ración de comida, la vivienda y la libertad personal de cada uno de los integrantes de una entidad estaba bajo el control absoluto de la organización del Partido que la dirigía, y eso, sin contar a los que fueran tachados de enemigos, que recibían un trato especial; por eso el término «camarada» tenía un significado tan importante. Cada uno tenía que encontrar el medio de guardar esa palabra pegada a su nombre, si no, se le podía calificar de «malhechor o monstruo», y, después de ser «depurado» de su «entidad de trabajo», ya sólo le quedaba ir al campo de reeducación por el trabajo.

Cuando el Partido decidía empeñar una nueva batalla, todas las entidades de trabajo se lanzaban a una lucha encarnizada, porque no había nadie que no tuviera miedo de ser también «depurado». Un individuo era o un camarada revolucionario (clasificados en veintiséis niveles diferentes), o un malhechor (divididos en cinco categorías). La autorización de vivir en la ciudad, el hukou urbano (concedido a la población que no se dedicaba a actividades agrícolas y que vivía comprando víveres gracias a los cupones de racionamiento distribuidos cada mes), el envío al campo de reeducación por el trabajo, la vida o la muerte de cada ciudadano, todo eso estaba íntimamente ligado a las medidas políticas, que cambiaban sin cesar, que se tomaban según las peleas a vida o muerte entre unos cuantos miembros en el interior del comité central del Partido (en general, en la Oficina Política y el Secretariado del Comité Central), medidas transmitidas a la base mediante documentos del Partido que estaban fuera del conocimiento de la gente común. De ese modo, el destino de cada individuo era decidido, sin que él comprendiera nada, según un mandamiento muchísimo más infalible que las profecías de la Biblia: los que no están de acuerdo con la norma, si no es muy grave, cometen una falta, pero si es más grave, cometen un crimen. Todo quedaba anotado en la ficha de cada individuo.

En la ficha, evidentemente, no sólo se anotaba el curriculum vitae. Se incluía toda la información referente a los actos y las palabras incorrectas del individuo, su comportamiento político y moral en todos los movimientos pasados, los informes ideológicos y las autocríticas que la propia persona había escrito, así como las conclusiones y evaluaciones que realizaba la organización del Partido de la entidad. Esas fichas estaban guardadas en los archivos que custodiaba el personal confidencial especializado. Pasaban de una entidad de trabajo a otra siguiendo al individuo, pero el interesado nunca podía estar al corriente del contenido, durante toda su vida.

Otro ejemplo: la acción de estudiar no correspondía en absoluto a la definición del diccionario, es decir, adquirir conocimientos o aprender cosas. No, ese estudio tenía la función específica de eliminar todas las ideas que no correspondieran a la ideología que había fijado el Partido en aquella época, erradicar cualquier motivación individual, aunque fuera un pensamiento sencillo, que no concordara con las normas que había fijado el Partido; era lo que se denominaba «luchar a muerte contra cualquier pensamiento egoísta». ¡No bromeaban! La palabra «egoísmo», cuando se unía a un individuo, adquiría el sentido de crimen de orden psicológico y debían destruirlo sin remilgos. Las «escuelas de los funcionarios del 7 de mayo» -escuelas sin parangón ni en China ni fuera de China, antes o ahora, a las que se iba a la fuerza, se estuviera inscrito o no, y de las que no se podía salir- eran el castigo de los que habían recibido algo de educación, todos los que eran cultos y capaces de pensar. El pensamiento quedaba coartado por una vigilancia mutua y el trabajo físico extremadamente pesado. El único pensamiento que el Partido autorizaba era el del Líder Supremo. En aquel momento a cualquier persona, ya fuera funcionario del Partido o simple empleado de un organismo del Estado, si se le mandaba que se «instalara en el campo» con los miembros de su familia en una «escuela de funcionarios», no podía negarse. La «escuela de funcionarios» era como la entidad de trabajo: fijaba las raciones de cada individuo, su empadronamiento y la libertad de tener actividades exteriores. Por lo tanto, era imposible hacer novillos como los niños, y, de todos modos, ¿adonde se podía huir?

Podrías hacer un diccionario con ese vocabulario, pero no tienes ganas de recopilar toda esa información, aunque sirviera para la historia como testimonio de una época.

A propósito de la historia, justamente, si se considera la «Revolución Cultural» que tuvo lugar no hace mucho más de treinta años, el contenido de los documentos oficiales editados por aquel entonces en cada uno de los congresos del Partido ha cambiado continuamente, desde el IX Congreso de Mao hasta los del Tercer Pleno del Comité Central de Deng Xiao-ping. Hace muy poco, estaba oficialmente prohibido investigar sobre lo ocurrido en aquel movimiento. La historia que cuenta el pueblo también varía según la persona: ¿La historia de la Revolución Cultural que ha vivido el antiguo guardia rojo Danian? ¿O la historia del rebelde Li? ¿O las memorias del camarada Wu Tao, un antiguo secretario del Partido que fue destituido? ¿O la que contarían los hijos de Lao Liu, que pusieron una denuncia por la muerte a golpes de su padre? ¿O las palabras que pronunciaron en las honras fúnebres de ese viejo general que murió de hambre en la cárcel de su propio régimen, por el que había luchado con tanto ardor? ¿O la historia de los sufrimientos de un pueblo abstracto? ¿El pueblo tiene realmente una historia?

En aquella época todo el mundo se rebelaba, del mismo modo que antes el pueblo entero era revolucionario. Después se evitó pronunciar la palabra «rebelión», se llegó incluso a silenciar aquella época y todos se dijeron víctimas de la gran catástrofe, olvidando que, antes de que llegara, habían sido también secuaces. Es curioso cómo cambia la cara de la historia; mejor que no escribas nada de ella, mejor que sólo te remontes a tu propia experiencia. Entonces él era tan impulsivo, tan estúpido… Y la amargura que siente hoy por haber sido burlado es como ingerir matarratas y no poder expulsarlo. Es fácil decir que no cuesta nada vomitar una cosa repugnante, pero, aunque se vomite, no hay ninguna seguridad de que uno se sentirá mejor.

Los arrebatos de justicia y los juegos de azar políticos, las tragedias y las farsas, los héroes y los payasos sólo son productos que el hombre manipula. Todo es pura charlatanería: las palabras severas y justas, las polémicas, los gritos y las injurias forman parte del lenguaje estereotipado del Partido; desde el momento en que las personas pierden su propia voz, se convierten en muñecos de trapo que no pueden escapar de la gran mano que los manipula.

Hoy en día, cuando escuchas discursos llenos de fervor, te ríes para tus adentros. Los eslóganes de los revolucionarios o rebeldes te ponen la piel de gallina. Cuando llegan los héroes o los combatientes, pones tierra de por medio; ese tipo de excitación y de indignación son para dárselas a los perros. Deberías haber abandonado desde hacía tiempo aquella jaula de fieras, no es un lugar en el que puedas divertirte. Tu mundo se encuentra entre tu pincel y el papel; tú no eres un instrumento en manos de otro, tan sólo hablas para ti mismo.

Intentas recuperar tus recuerdos. Si por aquel entonces «él» se volvía loco, probablemente era porque sus sueños se habían hecho añicos. El universo que había imaginado en los libros se había convertido en un mundo prohibido. Todavía muy joven, no había ningún lugar donde pudiera liberar su energía y no encontraba la mujer que le hiciera perder el sentido y con la que pudiera satisfacer su deseo sexual. Todo eso le hacía revolcarse en el mismo lodo que los demás.

Teniendo en cuenta que la utopía de la nueva sociedad es, al igual que el hombre nuevo, un mito moderno, hoy, cada vez que escuchas a alguien que lamenta que se hayan destruido los ideales, piensas que es mejor que haya sido así. Crees que los que continúan proclamando sus ideales son nuevos vendedores de polvos mágicos. Y cuando te encuentras con alguno que quiere convencerte soltándote un discurso insoportable, con el que intenta darte lecciones, le dices que vale, de acuerdo, y te largas lo más rápidamente posible.

Ya no discutes, prefieres ir a tomar una cerveza. La vida no necesita justificación. ¿Un hombre vivo sólo puede realmente comportarse como un ser humano después de haber probado su razón de ser? No, tú te contentas con exponer los hechos para volver, gracias al lenguaje, al «él» de aquella época; regresas a los lugares y al tiempo que corresponden a ese «él» desde los lugares y el tiempo actuales. Ahora quieres mostrar el «él» de aquella época. Puede que ese sea el sentido de tu observación.

Al principio no había enemigos, ¿por qué había que crearlos? Acabas de darte cuenta de que si todavía tienes un enemigo, sólo es la sombra que ha dejado en tu corazón el viejo Mao, hoy ya muerto y bien muerto. Lo único que quieres es salir adelante, es inútil pelear contra la sombra de un hombre muerto y malgastar el poco tiempo de vida que te queda.

En la actualidad no tienes doctrina. Y un hombre sin doctrina se parece más a un hombre. Un insecto o una hierba tampoco tienen, tú eres un ser vivo al que ya no manipula ninguna doctrina, prefieres ser un observador que vive al margen de la sociedad, que, aunque no pueda evitar tener un punto de vista, una opinión y alguna inclinación, no tiene doctrina; esa es la principal diferencia entre el «tú» presente y el «él» que observas.

19

El primer enfrentamiento tuvo lugar en el patio de la institución. Guardias rojas contra guardias rojas. A mediodía, en el momento en que todos salían en masa para ir a la cantina, un guardia rojo del exterior pegó un dazibao que llamó la atención de un funcionario de la oficina de seguridad. Unos cuantos guardias rojos de la institución se acercaron y arrancaron el cartel que acababa de pegar. El intruso llevaba gafas y se comportaba con bastante insolencia. Rodeado, no paraba de gritar:

– ¿Por qué no me dejáis pegar este dazibao? ¡Es un derecho que nos ha dado el Presidente Mao!

– Es el hijo de Lao Liu, que intenta revocar el veredicto contra su padre, ¡no le dejemos que cree confusión! -gritaba el funcionario mientras agitaba la mano en dirección a todos los que le rodeaban-. ¡No os quedéis aquí, id a comer!

– ¡Camaradas! ¡Mi padre no es culpable!

El joven empujó al funcionario con una mano y alzó la cabeza para dirigirse al grupo de personas que se encontraba allí.

– ¡Vuestro comité del Partido está dando la espalda a la orientación general de la lucha, se opone a la línea revolucionaria del Presidente Mao!, ¡no dejéis que os controlen! Si no tienen nada que ocultar, ¿por qué temen tanto a un dazibao?

Danian se separó del grupo en silencio y se dirigió a las guardias rojas de la institución:

– ¡No dejéis que ese tipo apestoso engañe a la gente haciéndose pasar por un guardia rojo! ¡Arrancadle el brazalete!

El joven alzó el brazo en el que llevaba anudado su brazalete, protegiéndolo con la otra mano, y continuó gritando:

– ¡Camaradas guardias rojas! ¡Os habéis equivocado de orientación! ¡Separaos de vuestro comité del Partido y haced la revolución, no seáis secuaces de los dirigentes seguidores del camino capitalista! Id a ver lo que está pasando en los campus universitarios, allí los rebeldes proletarios ya triunfan; aquí, todavía estáis bajo el yugo del terror blanco…

Obligado a retroceder, el joven acabó pegado a la pared. Suplicó la ayuda de la gente que lo rodeaba, pero nadie se atrevió a sacarlo de allí.

– ¿Quiénes son tus camaradas? Tú, que desciendes de terratenientes de mierda, ¿te haces pasar por un guardia rojo? ¡Arrancadle ese brazalete! -ordenó Danian.

Varios se lanzaron a quitarle el brazalete, y, a pesar de su corpulencia, el joven no consiguió resistir a sus adversarios. Sus gafas volaron y acabaron hechas añicos por los pies de la gente que lo rodeaba. Al final consiguieron arrancarle el brazalete. Ese vástago revolucionario que poco antes estaba seguro de que tenía razón, en aquel momento se encontraba apoyado en la pared, protegiéndose la cabeza con las dos manos. Se puso en cuclillas y se echó a llorar, convirtiéndose inmediatamente en un pobre hijo de perra.

Lao Liu llegó tambaleándose, lo empujaban hacia todos los lados y le repetían las acusaciones que pesaban sobre él. A pesar de todo, era un viejo revolucionario que había vivido muchas cosas, no era tan frágil como su hijo. Quiso levantar la cabeza para decir algo, pero los guardias rojos se la apretaban brutalmente para que la bajara.

Entre la gente, contemplando en silencio la escena, él decidió rebelarse a su manera. Se zafó del trabajo y se fue a dar una vuelta a las universidades de las afueras del oeste. En el campus de la universidad de Beijing, hasta los topes de gente, de entre los dazibaos que cubrían las paredes de los edificios vio el de Mao Zedong, que por supuesto había sido copiado: «Mi dazibao: ¡Fuego al cuartel general!». Cuando volvió al despacho de su institución, continuó muy emocionado y alterado, y, en la calma de la noche, también escribió un dazibao. No esperó a que otros lo firmaran cuando llegaran al trabajo, porque temía que cuando se despertara por la mañana perdiera el valor. Tenía que pegarlo a medianoche, cuando todavía mantenía su ardor. Las masas necesitaban tener héroes como portavoces para pedir la rehabilitación de las personas que habían sido acusadas de oponerse al Partido.

En los pasillos vacíos del edificio, las hileras de los antiguos dazibaos se balanceaban por la fuerza de las corrientes de aire. El sentimiento de soledad que le invadía le proporcionó esa fuerza que necesita todo héroe. La tragedia hizo nacer en él un deseo de justicia. Así fue como entró en la sala de juegos de azar, pero entonces no tenía claro si realmente quería jugar o, mejor dicho, jugársela. De todos modos, creía haber encontrado la fórmula para luchar por su supervivencia al mismo tiempo que pasaba por un héroe.

Los elementos audaces que fueron tachados de antipartidistas al principio del movimiento, no las tenían todas consigo, y los activistas que seguían al comité del Partido no habían recibido ninguna directiva de los órganos superiores. Su dazibao provocó un silencio absoluto. Durante dos días lo dejaron solo, sumido en su sentimiento patético.

La primera reacción a su dazibao fue una llamada del gran Li, encargado de la gestión del depósito de libros, en la que le proponía que se vieran. Li y un joven muy delgado, pequeño Yu, que era un mecanógrafo, lo esperaban delante del cuarto de las calderas del patio.

– ¡Estamos de acuerdo con lo que dices en tu dazibao, podemos actuar juntos! -dijo Li mientras le estrechaba la mano para mostrarle que eran compañeros de lucha.

– ¿Qué origen social tienes? -preguntó Li. Hasta los rebeldes tenían que tener en cuenta el origen social de cada uno.

– Empleado de origen -respondió sin otra explicación; ese tipo de preguntas siempre le molestaban.

Li lanzó una mirada interrogativa a Yu. Alguien vino con un termo a por agua caliente y permanecieron los tres en silencio. Cuando llenó el termo, el hombre se marchó.

– Díselo -añadió Yu.

– Queremos fundar un grupo de guardias rojos rebeldes -dijo Li- para oponernos a ellos. Nos reuniremos mañana por la mañana, a las ocho, en la casa de té del parque Taoranting, al sur de la ciudad.

Otra persona vino a por agua. Se separaron inmediatamente y fingieron que no estaban juntos, que cada uno iba por su lado. Habían fijado un encuentro secreto; si no iba, sería un signo de debilidad.

***

Al alba de aquel domingo hacía mucho frío, el camino estaba cubierto de hielo que crujía bajo los pasos como si fuera cristal. Había quedado con cuatro jóvenes en el parque de Taoranting, en el sur de la ciudad. Las viviendas de la institución estaban muy lejos de allí, en el norte, y no era muy probable que encontraran a alguien que los conociera. El día estaba gris, el parque desierto, y en esa época extraordinaria los juegos recreativos estaban cerrados. Mientras caminaba sobre aquel suelo cubierto de hielo que crujía a cada paso que daba, tenía la sensación de ser un apóstol que debía salvar al mundo.

La casa de té que había cerca del lago estaba casi vacía; una cortina gruesa de algodón tapaba la puerta. Dentro, tan sólo se encontraban dos ancianos sentados frente a frente, cerca de la ventana. Una vez reunidos, se sentaron en el exterior, alrededor de una mesa. Todos se calentaban las manos con una taza de té hirviendo. Primero cada uno presentó su origen social, como requisito previo para rebelarse bajo la bandera roja.

El padre del gran Li era vendedor en una tienda de cereales, su abuelo reparaba calzado, había muerto. Al principio del movimiento, Li se sometió a una «rectificación» porque había pegado un dazibao sobre el secretario de la célula del Partido del depósito de libros. Yu era el más joven, llegó como mecanógrafo a la institución hacía menos de un año, después de conseguir el diploma de enseñanza secundaria. Sus padres trabajaban en una fábrica. Como tenía cierta tendencia a llegar tarde al trabajo y a marcharse pronto, lo apartaron de las guardias rojas. Otro, que se llamaba Tang, era mensajero en una motocicleta, soldado desmovilizado. No lo podían criticar por su origen social. Era un gran orador a quien, según él Mismo decía, le encantaba el xiangsheng [15] y por eso no lo admitieron en las guardias rojas. Faltaba otro que no pudo acudir porque debía ocuparse de su madre, que estaba hospitalizada; pero Li habló en su lugar para decir que él apoyaba sin condiciones a los rebeldes y que los acompañaría en la lucha contra los conservadores.

Le llegó el momento de tomar la palabra. Acababa de decidir que iba a explicarles que no estaba cualificado para ser un guardia rojo, que él no debía entrar en esa organización; pero, antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, el gran Li le dijo, agitando la mano:

– Todos nosotros conocemos tu situación, queremos que los intelectuales revolucionarios como tú se unan a nosotros. ¡Hoy todos los que hemos venido a participar en esta reunión formamos el núcleo de las guardias rojas del pensamiento de Mao Zedong!

Fue tan fácil como eso, no tuvieron que discutir nada más. Ellos se reconocían como continuadores revolucionarios que evidentemente querían defender las ideas de Mao Zedong, y, como afirmaba Li:

– En las universidades, los rebeldes ya han provocado la caída de las viejas guardias rojas, ¿qué esperamos nosotros? ¡Triunfaremos!

Una vez regresaron al edificio vacío de su institución, pegaron esa misma noche por todos lados su declaración de guardias rojas rebeldes y grandes eslóganes dirigidos al comité del Partido y a las guardias rojas. Colocaron dazíbaos hasta en el patio y en la puerta de entrada del edificio.

Antes de que amaneciera, salió de la institución y llegó a su pequeña vivienda, donde la estufa se había apagado desde hacía tiempo. El cuarto estaba helado; su entusiasmo también se enfrió. Una vez bajo las mantas, reflexionó sobre el sentido de su acción y las probables consecuencias que podían derivarse, pero estaba muerto de cansancio y se quedó dormido inmediatamente. Cuando se despertó, ya había anochecido y se sentía bastante embotado. La presión a la que había estado sometido para poder defenderse día y noche durante varios meses se liberó de repente. Continuó durmiendo durante toda la noche.

Se levantó temprano para ir al trabajo. No había imaginado que pudiera haber tantos dazibaos que se hacían eco de sus mismas demandas por todo el edificio. En ese instante, si no se había convertido en un héroe, al menos era un valiente hacia el que iban dirigidas todas las miradas. El ambiente tenso del despacho se relajó de golpe. Los mismos que lo habían estado evitando venían a su encuentro y lo saludaban con una enorme sonrisa en los labios. La vieja señora Huang, que días antes se había sometido a una autocrítica a lágrima viva, le tomó de la mano y le dijo sin soltarlo:

– Habéis dicho lo que todos nosotros tenemos en el corazón, ¡vosotros sois las verdaderas guardias rojas del Presidente Mao!

Ese cumplido parecía recién sacado de una película revolucionaria, como cuando los habitantes del pueblo reciben a los soldados del Ejército Rojo que los ha liberado. El texto era idéntico. Lao Liu, impasible, lo miró fijamente haciendo una mueca; luego, inclinó en silencio la cabeza con respeto. Él, su superior jerárquico, lo estaba esperando para salvarse. Pero nadie sabía que eran sólo cinco los jóvenes que se habían asociado y preparado precipitadamente, ni que, si se transformaron de repente en una fuerza imposible de parar, fue simplemente porque se anudaron un brazalete, rojo, en el brazo.

Algunos pegaron juntos una proclama para anunciar que abandonaban las antiguas guardias rojas. Entre ellos se encontraba Lin. Ese gesto le hizo sentir una cierta esperanza, quizá podrían recuperar su antigua intimidad. En la cantina, a mediodía, la buscó con la mirada por todas partes, pero no la vio. Probablemente ella lo estaba evitando, se dijo.

En un pasillo del edificio se encontró de frente con Danian, que pasaba por allí. Éste prosiguió su camino a toda prisa e hizo como que no lo había visto; ya no parecía tan arrogante.

El gran edificio de la institución, con todos sus despachos, parecía una inmensa colmena jerárquica según los diferentes niveles de poder. Cuando el poder vaciló, todos los enjambres de abejas empezaron a agitarse. En los pasillos, los trabajadores hablaban en pequeños grupos; por todos los lugares por donde pasaba, inclinaban la cabeza como claro signo de que estaban de acuerdo con él, o lo paraban para charlar incluso personas que no conocía, como había sucedido durante la fase de la eliminación de los malhechores, cuando mucha gente quería hablar con los secretarios de las células del Partido o con los funcionarios políticos. En pocos días casi todo el mundo se manifestó a favor de la rebelión, y en todas las secciones se formaron equipos de combate, fuera del control del Partido y de la Administración. Él, un simple redactor, se había convertido en una personalidad en esa institución perfectamente jerarquizada. De pronto, lo respetaban como si fuera un jefe. Las masas necesitan tener líderes para hacer como el rebaño de ovejas, que nunca se aleja del que lleva una campana, aunque éste actúe bajo los latigazos de otro y no sepa adonde debe ir. Al menos él ya no tenía que estar en su despacho todos los días; nadie le preguntaba adonde iba ni de dónde venía. Pasaron a otro las pruebas de imprenta que dejaban en su mesa habitualmente, éste empezó a corregirlas en su lugar, y a él ya no le encargaron ninguna otra tarea.

Volvió a su casa antes de que acabara la jornada laboral y, cuando estaba en el patio, vio a un hombre con el pelo desgreñado y la ropa sucia que estaba sentado en la escalera que conducía a su vivienda. Se quedó estupefacto al reconocer al hijo de sus vecinos, a quien todos llamaban Tesoro cuando era niño. Hacía tiempo que no lo veía.

– ¿Qué haces por aquí? -preguntó.

– Por fin te encuentro, ¡pero no puedo explicártelo todo en dos palabras! -suspiró Tesoro, el rey de los niños de la calle en la infancia.

Descorrió el cerrojo. La puerta de la vivienda de al lado, en la que vivía el viejo jubilado, estaba abierta. Asomó la cabeza.

– ¡Un antiguo compañero de clase; acaba de llegar del sur!

Desde que llevaba un brazalete rojo ya no prestaba mucha atención a su viejo vecino, y volvió a su habitación sin dar más explicaciones. El viejo asintió riendo, mostrando sus escasos dientes y agitando las arrugas que cubrían su rostro. Luego entró en su vivienda y cerró la puerta.

– Me he escapado -explicó Tesoro-. Ni siquiera he traído una toalla ni un cepillo de dientes; me he mezclado con unos estudiantes que venían a Beijing a hacer el chuanlian [16] ¿Tienes algo de comer? Hace cuatro días y cuatro noches que no como nada decente, sólo me quedan estas monedas que no me atrevo a gastar. Me he mezclado con los estudiantes en el puesto de recogida; he conseguido dos pequeños panes y tomado un tazón de arroz hervido.

Nada más entrar en la habitación, Tesoro sacó de sus bolsillos algunas monedas y unos pocos billetes que colocó sobre la mesa. Luego, añadió:

– Salté por la ventana en plena noche, si no, al día siguiente me habría tenido que someter a una sesión de lucha contra toda la escuela. Acusaron a un profesor de gimnasia del colegio de haber tocado los senos de una alumna durante los ejercicios, lo consideraron un mal elemento, y los guardias rojos lo golpearon hasta matarlo.

Tesoro tenía la frente arrugada y la cara marcada por el sufrimiento. ¿Qué había sido del diablillo de su infancia que iba en verano con el torso desnudo y tenía el pelo cortado al rape? Tesoro era particularmente ágil en el agua: nadaba, buceaba, hacía el pino buceando. Cuando él fue a aprender a nadar al lago, a escondidas de su madre, se atrevió a tirarse gracias a su amigo. Tesoro era dos años mayor que él y le sacaba más de media cabeza. Cuando se peleaba, era muy violento con los niños que le buscaban las cosquillas. Él, cuando estaba a su lado, no tenía ningún temor. Nunca habría imaginado que un día su amigo, que era antes un héroe dispuesto a pelear hasta el final, recorrería un gran camino para refugiarse en su casa. Tesoro le explicó que, después de conseguir el diploma del instituto pedagógico, le ofrecieron dar clases de lengua en una escuela de cabeza de distrito. Desde el principio del movimiento, el secretario de la célula del Partido decidió que fuera el chivo expiatorio.

– Yo no he hecho los manuales de enseñanza, ¿cómo iba a saber que algunos artículos eran problemáticos? Sólo he contado anécdotas, pequeñas historias, para animar un poco las clases. Por eso me han convertido en un objetivo. Es cierto que he hablado mucho, pero ¿cómo se puede enseñar lengua sin hablar? Me encerraron en un aula de clase y los guardias rojos me vigilaban día y noche. Ahora tengo una familia, si me ocurre algo, sin mencionar la posibilidad de perder la vida, si quedo lisiado, ¿cómo conseguirá salir adelante mi mujer con un niño de un año? Me subí en plena noche a una ventana del primer piso y bajé sujetándome a un tubo de desagüe. He conseguido salir de allí a salvo. No he ido a mi casa para no causarle problemas a mi mujer. Como los trenes estaban llenos de estudiantes, era imposible controlar los billetes. He venido a hacer una denuncia; debes ayudarme a poner las cosas en su sitio. ¿Cómo un profesor como yo, tan pequeño como una semilla de sésamo, que ni siquiera es miembro del Partido, puede ser el representante de la banda negra en el seno del Partido?

Después de la cena, acompañó a Tesoro al centro de recepción de masas de la calle Fuyou, en la puerta oeste de Zhong-nanhai. La gran puerta estaba abierta; en el patio iluminado por las lámparas había mucha gente que se empujaba para que los atendieran. Se movieron despacio, siguiendo la corriente. Bajo una tienda de campaña montada en medio del patio, había una hilera de mesas detrás de las cuales estaban sentados unos militares, con insignias en la gorra y en la solapa del uniforme, que anotaban las quejas de las personas. Como éstas se empujaban, era difícil llegar a las mesas. Tesoro se puso de puntillas para intentar escuchar un poco entre las cabezas de las personas lo que se decía en «el espíritu del Comité Central». Pero las voces se mezclaban, las personas se aglutinaban delante de las mesas, hablaban alto y se atropellaban unas a otras mientras el hombre encargado de recoger las quejas respondía de forma lacónica y circunspecta. Otros se contentaban con anotar sin responder nada. Antes de conseguir avanzar, fueron apartados de allí por la masa de gente. Tan sólo pudieron dejarse llevar hasta el pasillo de la planta baja.

Las paredes estaban cubiertas de dazibaos de quejas por malos tratos y citas de discursos de personajes importantes del Partido. Los discursos, llenos de belicosidad y alusiones, de los dirigentes del Comité Central que acababan de estrenar su cargo o de los que todavía no habían sido destituidos, eran totalmente contradictorios. Tesoro estaba fuera de sí y le preguntó si había traído papel y bolígrafo. El le dijo que no hacía falta copiar aquellos dazibaos, porque había recogido un montón de octavillas que tenían los mismos discursos para poder analizarlos detalladamente en casa.

Todas las salas del edificio estaban abiertas. También recibían quejas. Había menos gente, pero la cola llegaba hasta el pasillo. En una de ellas alguien hacía una denuncia y lloraba sin conseguir contenerse. Un joven tenía en la mano una vieja gorra militar que había perdido el color de tantos lavados, lloraba también a lágrima viva y se explicaba en dialecto de Jiang-xi o de Hunan, con un acento muy pronunciado. Aunque no conseguían entenderlo muy bien, sabían que estaba denunciando una masacre colectiva en su pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños, ni siquiera los bebés se habían salvado; los juntaron a todos en una era y uno a uno los fueron matando con picos, machetes, o palancas en las que colocaban conteras de hierro. Luego lanzaron los cadáveres al río, que fue pudriéndose poco a poco. El joven no tenía aspecto de ser descendiente de alguien que perteneciera a las cinco categorías negras; la vieja gorra que sujetaba era una prueba sin la cual no se habría atrevido a venir a Beijing a hacer la denuncia. Las personas que había en la sala y a la entrada escuchaban en silencio mientras el encargado tomaba nota.

Cuando salieron de allí, entraron en la avenida Chang'an, porque Tesoro quería pasar por el Ministerio de Educación para ver si había alguna directiva concreta para los profesores de secundaria. El Ministerio estaba en el barrio del oeste de la ciudad, a unas cuantas paradas de autobús. Muchos de los que esperaban en la parada eran estudiantes de fuera que llevaban al hombro una cartera que tenía bordada una estrella roja de cinco puntas; corrían por la avenida y, antes incluso de que el autobús parara del todo, se subían en él. El autobús estaba hasta los topes y la gente que bajaba o los que subían debían agarrarse a los que tenían delante; las puertas no se podían cerrar. Al final el vehículo se puso en marcha, con la gente aprisionada en las puertas. Aunque Tesoro había bajado de un edificio sujetándose tan sólo en una tubería de desagüe, no era capaz de saltar entre aquellos jóvenes más ágiles que los monos. Cuando llegaron andando al Ministerio, el edificio se había transformado por completo en un centro de acogida de estudiantes de provincias. Habían vaciado todas las oficinas, desde la entrada hasta los pasillos de los pisos. Por todos los lugares esparcían paja, esteras, alfombras de algodón, trozos de plástico, montones de mantas; el suelo estaba cubierto de jarras, tazones, palillos, cucharas; un olor agrio de transpiración flotaba, mezclado con el olor de los nabos en salmuera y de los calcetines sucios. Los estudiantes armaban jaleo; pero como no tenían otro lugar donde pasar esas noches de invierno tremendamente frías, se tumbaban en el suelo, agotados, y se acababan durmiendo. Esperaban que el comandante en jefe supremo pasara revista, al día siguiente o al otro, por séptima u octava vez. Más de dos millones de personas empezaban a reunirse desde medianoche, primero en la plaza Tiananmen, luego las filas iban hacia el este y el oeste, extendiéndose por los dos lados de la avenida Chang'an, de más de diez kilómetros. El comandante en jefe supremo, acompañado de su vice-comandante en jefe, Lin Biao, que llevaba en la mano el Libro rojo, pasaba a bordo de un jeep descapotable entre dos muros humanos de jóvenes que se mantenían pasmados de frío en la fila. Esos jóvenes, con el rostro bañado en lágrimas, agitaban el precioso Libro rojo y se dejaban la garganta gritando los «Viva el Presidente Mao». Después, llenos de ira y de instintos revolucionarios, iban a saquear escuelas y templos, y atacaban las instituciones y organismos, para reducir a cenizas el viejo mundo.

Regresó de madrugada con Tesoro a su pequeña vivienda; por fin, había vuelto la calma. Encendieron la estufa de leña y se calentaron las manos heladas. El viento soplaba por las ranuras de las puertas y de las ventanas. Sus caras, iluminadas por el fuego, eran a veces rojas, a veces oscuras. No habían esperado un encuentro en estas condiciones, ninguno de los dos tenía ganas de evocar unos recuerdos de la infancia que en ese momento ya les parecían realmente lejanos.

20

– ¿Ves esa piedra de ahí?

El hombre te señala algo con el dedo. Es imposible no ver una piedra tan grande, ibas a rodearla cuando oíste de nuevo a ese tipo.

– ¡Muévela!

No entiendes para qué deberías gastar tanta energía; además, aunque quisieras, tampoco podrías.

– Es imposible mover una piedra tan grande, ¿no crees? -pregunta el hombre con una sonrisa en los labios. Prefieres creerlo.

– Inténtalo.

Muy afablemente, el tipo te incita a actuar. Niegas con un ademán de cabeza; no tienes ganas de hacer algo tan estúpido.

– Realmente es una piedra perfecta. Parece más compacta que el mármol, ¡es una roca muy especial!

El hombre gira alrededor de la roca chasqueando la lengua como signo de admiración.

¿Qué más te da que sea una roca especial?

– Tan sólida y dura, iría bien como base. ¡Qué pena no utilizarla! -suspira el tipo.

No piensas construirte una tumba ni con estela ni con lápida, ¿para qué la querrías?

– ¡Movámosla un poco, venga!

Rodeas la roca con los brazos.

De todos modos, no tienes suficiente fuerza.

– Ni a patadas se movería un milímetro.

Por supuesto, estás totalmente de acuerdo con esa afirmación, pero instintivamente le das una patada.

El tipo, más entusiasmado, te anima a que continúes.

– ¡Súbete, a ver qué pasa!

¿Qué va a pasar? Pero no puedes resistirte a sus exhortaciones, te subes encima.

– ¡No te muevas!

Gira alrededor de la piedra, y también de ti, claro. No sabes qué está mirando de ti o de la roca; sigues naturalmente su mirada, luego giras sobre la roca.

En ese instante el tipo te mira riendo, con los ojos casi cerrados, y te dice en tono amistoso:

– Entonces ¿es cierto? ¡No se puede mover!

Está claro que habla de la roca y no de ti. Le contestas con una pequeña sonrisa y te dispones a bajar cuando te lo impide levantando una mano.

– ¡Espera!

Ves su dedo índice tieso en la mano alzada y le escuchas como te dice:

– Oye, no puedes negar que esta base es sólida y que no se puede mover, ¿verdad?

Le das la razón asintiendo.

– ¡Intenta sentir!

El hombre señala la roca. Tú sigues subido encima y no comprendes qué tienes que sentir. De todos modos, ya estás sobre esa piedra.

– ¿Sientes algo? -pregunta.

Sigues sin tener claro a qué se refiere, si a la roca o a tus pies.

Luego levanta el dedo y señala un punto encima de ti; tú sigues su dedo mirando hacia el cielo.

– Mira qué claro está el cielo, qué puro es; tan limpio parece que amplíe la mente.

Mientras escuchas esas palabras, la luz del sol te molesta a los ojos.

– ¿Qué ves? ¡Mira un poco y dime qué ves!

Observas con detenimiento el cielo vacío, pero no ves nada, sólo sientes un poco de vértigo.

– ¡Mira con un poco más de atención!

– ¿Qué es lo que debería ver? -preguntas finalmente.

– ¡Un cielo verdadero, algo totalmente real, un cielo realmente claro!

Dices que la luz del sol te molesta a los ojos.

– Eso es.

– ¿El qué? -preguntas, cerrando los ojos. Luego miras las estrellas doradas que centellean en tu retina. Ya no te tienes en pie. Vas a bajar de la piedra, pero su voz resuena de nuevo en tus oídos.

– Eso es, es a ti a quien le da vueltas la cabeza y no a la roca.

– Claro…

Estás totalmente aturdido.

– ¡Tú no eres una piedra! -dice el hombre con un tono categórico.

– Claro que no soy una piedra -reconoces-. ¿Ahora puedo bajar?

– ¡Eres mucho menos sólido que esta piedra! ¡Estoy hablando de ti!

– Claro… -Te dispones a bajar.

– Espera. Subido sobre esta piedra ves mucho más lejos que cuando estás abajo, ¿no es cierto?

– Naturalmente.

– En ese caso, ¿qué ves a lo lejos? Si miras todo recto hacia delante, ¿qué ves?

– ¿El horizonte?

– ¿Qué tiene que ver el horizonte? Siempre se ve, ¿no? Te estoy hablando de lo que hay encima del horizonte, mira bien…

– ¿Qué quiere que mire?

– ¿No ves nada?

– ¿Se refiere al cielo?

– Fíjate mejor.

– No puedo.

Le dices que no ves bien, estás deslumbrado, sólo ves muchos colores.

– ¡Eso es! ¡Ahí están todos los colores que queramos, qué magnífico cielo! ¡La esperanza está delante de nosotros, ahora parece que por fin has abierto los ojos!

– Entonces, ¿puedo bajar? -preguntas, cerrando los ojos.

– ¡Mira un poco más el sol! Si esta vez miras fijamente al sol, descubrirás, escucha bien lo que te digo, descubrirás milagros. ¡Milagros inimaginables!

– ¿Qué milagros? -preguntas, tapándote los ojos.

El tipo te agarra la mano, tienes la sensación de que te sostiene un poco, sólo oyes el viento que sopla dulcemente en tus oídos, y te dice:

– ¡Qué luminoso es este mundo!

El hombre separa tu mano que te tapa los ojos y ves en el cielo un agujero sin fondo de color azul oscuro; empiezas a sentirte aturdido.

– Estás aturdido, ¿no es cierto? Cuando un hombre ve un milagro, siempre se siente aturdido, de lo contrario, no sería un milagro.

Dices que quieres sentarte.

– ¡Tienes que perseverar! -ordena.

Dices que ya no puedes más.

– Tienes que perseverar, pase lo que pase; todo el mundo lo hace, ¿por qué tu no? -te reprocha.

Ya no aguantas más de pie, te caes bocabajo sobre la piedra y pides ayuda, tienes ganas de vomitar.

– ¡Abre la boca! ¡Grita todo lo que tengas que gritar! ¡Llama a quien quieras!

Sigues las órdenes de ese tipo y gritas con todas tus fuerzas. Sigues sintiendo náuseas, y acabas vomitando sobre esa piedra sólida un líquido amargo.

La justicia, el ideal, la moralidad y los principios más científicos, las responsabilidades que te incumben, tu trabajo intelectual y tus esfuerzos físicos, las revoluciones ininterrumpidas, los sacrificios sin fin, Dios o los salvadores, los héroes o los hombres modélicos, el Estado y el Partido que lo domina, todo eso está edificado sobre la piedra.

Nada más abrir la boca, has gritado y caído en la trampa de ese tipo. La justicia que buscas es él; mientras te has lanzado a un combate encarnizado a todos lados, también has gritado sus eslóganes, has perdido tu propio lenguaje, todo lo que has repetido como un loro sólo eran palabras de lorito, has sido reeducado, han borrado tu memoria, has perdido tu cerebro y te has convertido en el discípulo de ese maestro. Has tenido que creer en él, has pasado a ser su criado, su cómplice, te has sacrificado por él, y a ti te han sacrificado como ofrenda a su altar cuando ya no te han necesitado, te han enterrado o incinerado con él para realzar su brillante imagen. Tus cenizas deberán dejarse llevar por su viento hasta que él repose definitivamente en paz y todo haya terminado. Entonces serás como esas innumerables motas de polvo y desaparecerás sin dejar huella.

21

Lin salía del cobertizo, situado a la entrada del gran edificio, con la cabeza gacha empujando la bicicleta. Esos últimos días, lo evitaba constantemente. Él le cerró el paso con su bicicleta y levantó expresamente la rueda delantera para chocar con la de Lin. Ella alzó la vista y le dirigió una sonrisa forzada, como si quisiera pedir perdón, como si lo hubiera arrollado ella.

– ¡Salgamos juntos! -dijo él.

Pero Lin no tenía la intención de montarse en la bicicleta, como hacían antes, y dejar una cierta distancia entre ellos, para seguirlo a un lugar en el que no hubiera nadie. De hecho, durante esa gran revolución, todos los parques estaban cerrados por la noche. Caminaron uno al lado del otro empujando la bicicleta durante un buen rato, pero no sabían qué decir. Los muros que rodeaban las calles estaban cubiertos de eslóganes de los estudiantes rebeldes que recubrían los eslóganes de las viejas guardias rojas de sangre pura, tapando frases como «Eliminar a todos los monstruos». Todas las críticas se dirigían hacia los altos cargos políticos.

«¡Inclinad la cabeza ante las masas revolucionarias, Yu Qiuli debe reconocer sus crímenes!»

«¡Tan Zhenlin, ha llegado tu hora!»

Lin ya no llevaba el brazalete e intentaba esconder su cara, envuelta en un pañuelo grisáceo de grandes franjas, para no llamar la atención; también vestía ropa sencilla de algodón y de un color gris azulado, con la intención de pasar desapercibida entre la gente. Había perdido todo su encanto. Los restaurantes cerraban pronto por la noche, no había ningún lugar adonde ir y no podían decir nada; dos seres caminaban bajo el viento frío empujando sus bicicletas, dejando claramente algo de distancia entre ellos. Algunos trozos de dazibaos, levantados por el viento de arena, volaban bajo las farolas.

Estaba un poco emocionado, confrontado con ese combate a vida o muerte para conseguir algo de justicia, pero que claramente estaba acabando con su historia de amor con Lin, lo que le causaba una profunda tristeza. Seguía teniendo ganas de mantener su relación con ella, pero se preguntaba cómo abordar ese asunto y dar la vuelta a la situación con igualdad, para que se tratara únicamente de recibir el amor que Lin le despertaba. Quería mostrarle su solicitud y le preguntó por sus padres. Ella no respondió y continuaron caminando en silencio, sin saber qué decirse. Lin fue la primera que dijo algo.

– Tu padre parece tener problemas por su pasado.

– ¿Qué clase de problemas? -preguntó con cierta extrañeza.

– Sólo quiero que lo tengas en cuenta -respondió Lin en tono neutro.

– Nunca ha sido miembro de ningún partido -replicó de inmediato, siguiendo una especie de instinto de protección.

– Parece ser que… -continuó Lin antes de detenerse.

– ¿Parece ser que qué? -preguntó, parando en seco.

– Sólo he oído rumores.

Lin siguió empujando su bicicleta sin mirarlo. Todavía creía que estaba por encima de él, siempre advirtiéndolo de algún peligro, protegiéndolo para que no hiciera tonterías. Pero él comprendió que si actuaba así ya no era por amor, era como si sospechara que le había ocultado su origen. Esa protección no estaba exenta de desconfianza. Por eso argumentó:

– Antes de la Liberación, mi padre era responsable de una sección del banco, también trabajó de jefe de departamento en una sociedad naviera y fue periodista en un periódico comercial privado, ¿qué tiene eso de malo?

También hubiera podido recordar que, cuando era niño, su padre escondía en el fondo de una cómoda, en una caja de zapatos llena de monedas de plata, un pequeño libro intenso, Sobre la nueva democracia de Mao, pero no lo dijo; era inútil. Se sintió de nuevo agraviado, más por su padre que por sí mismo.

– Dicen que tu padre era un directivo de alta categoría…

– ¿Y qué tiene que ver? También ha sido un empleado auxiliar; luego lo despidieron, hasta estuvo una temporada sin trabajo, antes de la Liberación. ¡Nunca ha sido un capitalista y jamás ha representado al patronato!

Estaba indignado, pero de inmediato sintió su debilidad, ya no había forma de recuperar la confianza de Lin.

Ella continuaba en silencio.

Se detuvo ante un gran eslogan que acababan de pegar, dejó apoyada la bicicleta y preguntó a Lin:

– ¿Qué más hay? ¿Dime quién lo ha dicho?

Ella evitaba mirarlo a los ojos y contestó cabizbaja:

– No me hagas preguntas, sólo intento prevenirte, basta con que lo sepas.

Ante ellos, un grupo de chicos y chicas que escribían consignas montaban en sus bicicletas con cubos de cola y pintura. En la pared, la tinta de los eslóganes todavía estaba fresca.

– ¿Me evitas por eso? -preguntó él, subiendo la voz.

– No, claro que no. -Lin continuaba sin mirarlo a la cara; luego, siguió hablando en voz baja-: Eres tú el que ha querido que rompiéramos.

– ¡Pienso mucho en ti, de verdad, no paro de pensar en ti!

Habló en voz alta, pero se sintió débil y desesperado.

– Déjalo, es imposible… -susurró Lin, sin mirarlo a los ojos. Volvió la cara y se dispuso a continuar su camino.

Él extendió el brazo para agarrar el manillar de la bicicleta de Lin y buscó su mirada, pero ésta bajó todavía más la cabeza.

– No hagas eso, déjame marchar; sólo te he prevenido de que tu padre puede tener problemas por su pasado…

– ¿Quién te lo ha dicho? ¿Los del departamento político? ¿O Danian? -preguntó, sin conseguir frenar su furia.

Lin se irguió y se puso a mirar hacia los vehículos y las bicicletas que pasaban sin cesar. No dijo nada.

– Mi padre no ha sido acusado de derechista.

Todavía intentaba justificarse, debía olvidar esas cosas. Recordaba que cuando su madre estaba viva dijo: «Por fin todo eso se ha acabado». Su madre pronunció esa frase cuando él todavía estaba estudiando en la universidad y había ido a casa a pasar la fiesta de la Primavera.

– No, el problema no es ese… -Lin volvió el manillar y puso un pie en el pedal.

– ¿Cuál es el problema? -continuaba aferrándose a la bicicleta de Lin.

– Tenencia de armas… -Lin se mordió los labios, se subió a la bicicleta y se alejó de un fuerte pedaleo.

Le hervía la cabeza, le pareció ver lágrimas en los ojos de Lin, pero quizá fuera sólo una impresión, puede que solamente se compadeciera de sí mismo, de su suerte. La silueta de Lin sobre la bicicleta, con la cabeza envuelta en el pañuelo, se confundió con las otras siluetas de la calle. Los trozos de dazibaos arrancados y el polvo volaban bajo las farolas. Pronto desapareció. Fue probablemente en ese momento cuando se rozó con los eslóganes que acababan de pintar, manchándose de tinta y cola. Esa escena de ruptura con Lin quedó de este modo profundamente marcada en su memoria.

Distintos sentimientos se mezclaban en su interior. Se sentía completamente desconcertado; por eso no se subió de inmediato a la bicicleta. La acusación de «tenencia de armas» era muy grave y no paraba de darle vueltas en la cabeza. Cuando se dio cuenta de lo que significaba, decidió que no tenía más opción que rebelarse hasta el final.

Su banda, compuesta por una veintena de personas, irrumpió en la callejuela que hay junto al Zhongnanhai, y, tras cruzar el umbral de la gran puerta púrpura, fuertemente vigilada, exigieron que el dirigente que afirmaba representar al Comité Central fuera a su institución para constatar las faltas cometidas y rehabilitar a los funcionarios y a los miembros de masas que habían sido tachados de elementos antipartido. Cuando entraron en la oficina, los recibió un viejo revolucionario que desde hacía tiempo tenía el rango de coronel y que estaba al mando del lugar. Comparado con los dirigentes de su institución, tan pusilánimes y fríos en sus palabras, tenía un aspecto imponente, sentado firme en su sillón de cuero tras una mesa enorme. No se levantó.

– No puedo complaceros. Vi a muchos jóvenes como vosotros cuando hacía la revolución y me ocupaba de los movimientos de masas, ¿quién sabe dónde estabais vosotros en aquella época? Sin embargo, no soy de esos que se pasan todo el tiempo vanagloriándose de lo que han hecho.

El dirigente tomó la palabra con una voz firme y clara. Tenía el mismo tono y la misma actitud que debía de adoptar cuando hablaba en las asambleas.

– ¡Es bueno que los jóvenes quieran rebelarse! Yo también me rebelé, hice la revolución, e hicieron la revolución contra mí, yo también he cometido errores. De todos modos, tengo más experiencia que vosotros. Os pido perdón en este momento si he dicho algo incorrecto o herido los sentimientos de algunos camaradas que se han sentido justamente indignados. ¿Qué más queréis que haga? ¿Acaso vosotros creéis que nunca os equivocaréis? ¿Pensáis que siempre tendréis razón? Yo no me atrevería a afirmarlo de forma categórica. Aparte del Presidente Mao, que siempre será correcto y no podemos dudar de él, ¿quién de entre nosotros puede realmente afirmar que nunca comete errores?

El grupo de rebeldes, que había llegado lleno de ira y con sed de justicia, en ese momento se calmó y escuchó pacientemente las palabras de admonición en silencio. Él comprendió el mensaje subliminal que había en ese discurso, la irritación del viejo y el peligro que se escondía detrás. Puesto que encabezaba al grupo, le preguntó:

– ¿Usted sabe que, después de que diera esa orden de movilización, nos obligaron a todos a hacer una autocrítica de madrugada, que más de cien personas han sido calificadas de elementos antipartido, y a muchos se les ha abierto un expediente? ¿Puede dar la orden al comité del Partido de nuestra institución de que proclame la rehabilitación de todos y destruya esos documentos en público?

– Cada uno sabe lo que hace. Es el problema de vuestro comité del Partido. ¿Las masas nunca tienen problemas? Yo no puedo garantizaros nada, ya os lo he dicho, sólo me puedo responsabilizar de lo que yo he dicho, lo que yo he dicho personalmente.

El dirigente se levantó con clara impaciencia.

– En ese caso, ¿puede repetir lo que acaba de decir en las mismas condiciones que cuando dio su orden de movilización? -preguntó, ya que le era imposible echarse atrás.

– Para eso, necesitaría la autorización del comité central del Partido. Trabajo para el Partido, tengo que respetar la disciplina; no puedo decir lo que me dé la gana.

– Pero ¿quién le autorizó a dar esa orden de movilización?

Había sobrepasado los límites y medía el peso de sus palabras. Bajo las espesas cejas grises, el dirigente clavó la mirada en él y declaró con frialdad:

– Yo soy responsable de las palabras que pronuncio; el Presidente Mao todavía cuenta conmigo, no me ha destituido. Lo que yo digo, lo asumo yo.

– En ese caso, ¿podemos anotar lo que acaba de decir y pegar un dazibao para que llegue a conocimiento de las personas? Somos representantes de las masas, deberemos rendirles cuentas.

Cuando acabó de hablar, miró a los compañeros que estaban a su lado, pero nadie soltó ni una palabra. El dirigente lo miraba fijamente, comprendió que lo desafiaba en un combate desigual, pero no tenía otra escapatoria. Entonces dijo:

– Vamos a anotar las palabras que acaba de pronunciar y le pediremos que las verifique.

– Joven, admiro su valor.

Sin perder su prestancia, el dirigente se volvió y franqueó una pequeña puerta, en la que nadie se había fijado, situada detrás de su escritorio. Ésta se cerró de inmediato y frente a ellos sólo quedó un sillón vacío. Durante mucho tiempo recordó aquella frase a la vez amenazadora e irónica.

El barrigudo secretario del comité del Partido estaba de pie en la gran sala haciendo su autocrítica en una sesión de investigación. Había perdido la prestancia que tenía unos meses antes, cuando se sentaba al lado del dirigente del Comité Central. Farfullaba frase a frase, como si le costara descifrar las palabras, con unas gafas de présbita, sujetando con las dos manos un texto algo alejado del micrófono que tenía delante.

– He interpretado mal el deseo del comité central del Partido. He aplicado… unas directivas inapropiadas. He perjudicado… el entusiasmo revolucionario de los camaradas, sinceramente…

En ese instante el camarada Wu Tao se aclaró la voz y habló más alto.

– … sinceramente, me disculpo ante mis camaradas aquí presentes…

Inclinó ligeramente la cabeza en una actitud de total sinceridad.

– ¿Qué directivas son inapropiadas? ¡Explíquese con mayor claridad!

Una voz le interpeló de entre los asistentes. Wu apartó la vista del texto y miró por encima de la montura de sus gafas. Las personas de la sala se miraron unas a otras. Wu volvió al texto y continuó leyendo frase a frase, todavía con mayor lentitud, separando cada palabra claramente.

– ¡Nosotros, los viejos revolucionarios, tenemos muchos problemas nuevos, hemos actuado siguiendo nuestra antigua experiencia, según los antiguos esquemas y, en la situación actual, eso no podía… funcionar!

No dejaba de pronunciar palabras oficiales vacías, lo que hacía que los asistentes empezaran a impacientarse. Probablemente sintió que lo interrumpirían de nuevo. De pronto, dejó de mirar el texto y alzó la voz para afirmar:

– ¡Yo mismo he dictado algunas directivas equivocadas, me he equivocado!

Wu dejó su texto e hizo un ademán demostrando que intentaba modificar las palabras ambiguas.

– ¿A qué se refiere con lo de los antiguos esquemas? ¡Hable con más claridad! ¿Se está refiriendo a la lucha antiderechista?

Esta vez fue una mujer quien se levantó, una jefa de oficina, miembro del Partido, que había sido acusada de elemento contrario al Partido. Wu la miró por encima de las gafas y no supo qué responder.

– ¿Cuáles son los antiguos esquemas? -repitió ella-. ¿Está hablando de hacer salir a las serpientes de sus nidos como en la época del movimiento antiderechista?

La mujer estaba indignada, le temblaba la voz.

– Eso es, eso es -dijo Wu, bajando la cabeza de inmediato.

– ¿Quién fue el responsable de la directiva? ¿Qué tipo de directiva era? ¡Dígalo claramente! -prosiguió la mujer.

– Camaradas dirigentes del Comité Central, el comité central de nuestro Partido…

Wu se quitó las gafas para poder ver a la mujer claramente entre los asistentes.

Sin flaquear, la mujer alzó la cabeza y volvió a preguntar, todavía más alto:

– ¿De qué Comité Central está hablando? ¿De qué dirigentes? ¿Cómo le han transmitido esas directivas? ¡Dígalo!

Las personas que asistían a esa sesión comprendieron perfectamente que el sacrosanto Comité Central estaba dividido, y que el Buró Político del comité central del Partido estaba siendo reemplazado por el grupo dirigente de la Revolución Cultural del Comité Central -cuartel general proletario del Presidente Mao. El cuartel general que daba órdenes al camarada Wu Tao ya no tenía poder para controlar a la gente.

La sala retumbaba. Sin embargo, Wu Tao, como secretario del comité del Partido, todavía respetaba la disciplina. No respondió, pero adoptó un tono de profunda tristeza para insistir en voz alta:

– ¡En nombre del comité del Partido, pido disculpas a los camaradas que han sido sometidos a la rectificación!

Bajó de nuevo la cabeza. En aquel momento todo su enorme cuerpo se inclinó hacia adelante, parecía estar pasándolo realmente mal.

– ¡Queremos ver la lista negra! -gritó un hombre de mediana edad, un funcionario miembro del Partido que también había sido sometido a la rectificación.

– ¿Qué lista negra? -replicó Wu, confuso.

– ¡Durante la investigación, seguro que tenían una lista negra con los nombres de los que pensaban enviar a los campos de reeducación por el trabajo!

De nuevo era la mujer quien gritaba, pálida de ira, con el cabello enmarañado.

– ¡Nunca ha habido ninguna lista negra! -negó de inmediato Wu, inclinándose para tomar el micrófono-. ¡No tenéis que hacer caso de esos rumores! ¡Os aseguro, camaradas, que nuestro comité del Partido no tiene ese tipo de listas! ¡Os garantizo en nombre del Partido que no existe esa lista! Algunos camaradas han sido maltratados injustamente, nuestro comité del Partido ha atacado a algunos de manera inapropiada, ha cometido errores, todo eso lo reconozco, pero no hay lista negra que valga…

Antes de que acabara de hablar, en la parte delantera izquierda de la sala, algunas personas se agitaron. Alguien abandonó su asiento y se dirigió hacia el estrado.

– ¡Tengo algo que decir! ¿Por qué no me dejáis hablar? Si realmente no existe esa lista, ¿de qué tenéis miedo?

Lao Liu trataba de zafarse del funcionario de seguridad que le impedía subir al estrado.

– ¡Dejad que hable el camarada Liu! ¿Por qué se lo impedís? ¡Dejadle hablar!

Entre los gritos, Lao Liu franqueó los obstáculos y subió al estrado. De cara a los asistentes, señaló a Wu Tao y dijo:

– ¡Este hombre miente! Desde el principio del movimiento, cuando empezaron los primeros dazibaos, el comité del Partido convocó una reunión de urgencia y dio la orden de que todos los secretarios de célula de cada departamento hicieran un listado de clasificación política de todos los empleados. ¡El departamento político tiene esa lista desde hace tiempo! Y, sobre todo, desde que decidieron llevar a cabo las investigaciones…

Los asistentes explotaron. Muchos se levantaron de sus asientos y empezaron a gritar:

– ¡Que vengan los miembros del departamento político!

– ¡Hay que traer a los miembros del departamento político para que declaren!

– ¡Traigan esa lista negra!

– ¡Sólo la izquierda tiene derecho a rebelarse! ¡No la derecha!

Otra persona se puso a gritar, dejó su asiento y se fue abriendo paso para ir hacia el estrado. Esta vez era Danian.

– ¡Hacer la revolución no es un crimen! ¡Tenemos razón al rebelarnos!

Fue el gran Li el que gritó esa consigna. Tenía la cara de color escarlata y estaba de pie sobre una silla. El desorden reinaba entre los asistentes, todos se levantaban de sus asientos y había una gran confusión.

– Hace treinta y seis años que estoy en el Partido. Nunca me he rebelado contra el Partido, mi historia está limpia, el Partido y las masas pueden examinarla…

Lao Liu no había acabado de hablar cuando Danian lo agarró, nada más subir al estrado.

– ¡Vete de aquí! ¡No tienes derecho a hablar, estás contra el Partido, eres un arribista, has escondido a tu padre terrateniente, no tienes derecho a hablar!

Danian hizo bajar a Lao Liu del estrado retorciéndole el brazo.

– ¡Camaradas! Mi padre no era terrateniente, sostuvo el Partido durante la guerra de Resistencia contra Japón; el Partido ha adoptado una política especial hacia los shenshi [17] sensatos, se hicieron informes sobre eso, los podéis consultar…

Algunos de los guardias rojos que arrancaron el brazalete del hijo de Lao Liu subieron a la tribuna. Empujaron a Liu brutalmente y éste acabó en el suelo.

– ¡No hay que golpear a la gente! ¡Los que reprimen el movimiento de las masas revolucionarias tendrán un mal fin!

El también estaba totalmente encendido y gritaba a pleno pulmón.

– ¡Vamos, subamos!

El gran Li agitó la mano, lanzó un grito y se subió a unas sillas para acceder al estrado. Su grupo estaba al completo en ese momento.

Los dos grupos se situaron frente a frente, cada uno gritaba sus eslóganes. Reinaba una gran confusión, pero no llegaban a las manos.

– Camaradas, camaradas guardias rojos, camaradas guardias rojos de los dos lados, es mejor que cada uno vaya a su asiento…

Wu daba golpes sobre el micrófono, pero nadie lo escuchaba. Los funcionarios del departamento político no se atrevían a intervenir, todos estaban de pie en la sala, en la que reinaba un desconcierto total. Sin saber muy bien cómo, llegó hasta la tribuna, le quitó a Wu el micrófono de las manos y gritó:

– ¡Si Wu Tao no capitula, lo aplastaremos!

De inmediato, los asistentes respondieron gritando y decidió de repente proclamar:

– ¡El comité del Partido no tiene derecho a convocar más este tipo de asamblea destinada a engañar a las masas! ¡Si alguien debe convocar una reunión, debemos ser nosotros, las masas revolucionarias!

Los aplausos estallaron en la sala. Había conseguido desbloquear la situación de enfrentamiento con los guardias rojos; se había convertido en el dirigente que necesitaban las masas desorientadas.

El secretario del comité del Partido había perdido todo su poder de disuasión y se convirtió en el punto de mira de las fuerzas presentes. Incluso aquel dirigente del Comité Central, que lo manejaba desde atrás, se puso a salvo cortando todo contacto. Era imposible localizarlo por teléfono, y el camarada Wu Tao, que había aplicado las «directivas inapropiadas», se convirtió en un chivo expiatorio dentro del juego político.

22

No sabías qué había sido de Margarita; ella, que te empujó a escribir este libro de mierda. Ya no podías ir hacia adelante ni hacia atrás, no podías hacer nada. A nadie le interesaban esas viejas historias, esos sufrimientos que hasta tú encontrabas aburridos. Al final de todas las cartas que escribía, trazaba una estrella amarilla de seis puntas después de su firma; no podía olvidar que era judía, mientras tú intentabas borrar justamente las huellas del sufrimiento.

La llamaste por teléfono más de diez veces, pero siempre te salía el contestador automático, que soltaba largas frases en alemán de las que sólo entendías una palabra: Peter… Sólo una invitación a dejar un mensaje, pero nunca te volvió a llamar. En su última carta decía: búscate a una chica alegre. Ella no podía vivir contigo, dos sufrimientos juntos sería demasiado doloroso, tenía ganas de tener una familia estable, quería tener un hijo, ser madre, ¿un niño judío de padre chino podía ser feliz? En sus cartas en chino, se dejaba algunos trazos en bastantes caracteres, eran difíciles de comprender, estaba claro que no eran de alguien del continente, no escribía tan bien como hablaba. Cuando hablaba en chino, el lenguaje fluía, era familiar, sensual; hasta las palabras que empleaba cuando hablaba de sexo eran tan naturales, que conseguía hacerte sentir su dulzura y su humedad. Sus cartas eran más frías, te empujaban lejos de su cuerpo y de sus sentimientos y los toques de burla sólo te entristecían. Esto es lo que entendías al leerlas: ya tenía más de treinta años, no podía errar por el mundo contigo. La próxima vez, ¿os veríais en París o en Nueva York? ¿Un Ulises eterno, una Odisea moderna? Sólo podías considerarla una aventura pasajera, una entre tantas otras. Lo que tú querías de ella, ya te lo había dado, y se acabó. Ella no podía convertirse en tu mujer, debíais quedaros en eso, en amigos, y cada uno seguir su camino. Ser amigos para siempre era posible, pero ella no tenía ninguna intención de convertirse en tu amante. Por lo tanto, búscate una francesa, haz el amor con ella, satisfará tus fantasías, te inspirará, pero no evocará tus sufrimientos. No te costará mucho encontrar a ese tipo de mujer, una puta como tú quieres, mientras que ella, lo que deseaba era la paz y la tranquilidad, una familia que le pudiera endulzar la vida. En todo caso, no buscaba más sufrimiento, y si no conseguía librarse del suyo era porque le faltaba seguridad, y eso tú no podías dárselo.

No consigues encontrar a la mujer que te escuche hablar del infierno terrestre. Nadie quiere escuchar tus verdades caducas, prefieren ir a ver las películas de terror o de catástrofes de Hollywood, con sus fantasmas fabricados. Si escribieras una historia de sadismo, quizá conseguirían algo de excitación en el momento de hacer el amor, puede que llegaran al orgasmo, pero nadie querría hablar contigo, tendrías que hablar a solas.

Así que mejor que continúes con este análisis, esta rememoración y este diálogo contigo mismo.

Debes encontrar la ponderación, ahogar la ira que has acumulado, avanzar tranquilamente, para contar esas impresiones mezcladas, esos recuerdos que te vienen continuamente, esos pensamientos en los que no ves nada claro y descubres hasta qué punto todo eso es difícil.

Buscas un modo de descripción muy sencillo, quieres recurrir al lenguaje vacío de adornos para exponer la vida tal como es, totalmente contaminada por la política, pero tampoco es fácil. Te gustaría librarte de la política que se filtra por todos los lugares y se pega íntimamente a la vida de las personas, tanto en el lenguaje como en los actos, y de la que nadie podía librarse en aquella época. Te gustaría describir al individuo mancillado por esa política, pero no quieres entrar en los detalles de esa política repugnante, y para eso tienes que volver al estado en que «él» se encontraba en aquella época -y, si quieres transmitirlo exactamente tal como fue, todavía es más difícil. Muchos de los hechos que se amontonan en sucesivas capas de tu memoria corren el riesgo de parecer exagerados. Tienes que evitar adornar la historia, no te apetece contar historias de sufrimiento. Sólo debes describir las impresiones y el estado de ánimo de entonces; para hacerlo, debes borrar de forma meticulosa tus ideas actuales y dejar de lado lo que piensas hoy en día de todo aquello.

Su experiencia se acumula en los pliegues de tu memoria. Qué hacer para desplegarlos capa tras capa y separarlos uno a uno con el fin de poder estudiar por separado y con una mirada fría todo lo que ha vivido: tú eres tú, él es él. Y a ti te cuesta mucho volver a sentir lo que «él» sentía entonces. Hoy casi no lo reconoces, no tienes que colocarle tu seguridad y tu satisfacción actuales, debes guardar cierta distancia, contener tus emociones, para examinarlo mejor. No debes confundir tu furia con su vanidad y su estupidez; tampoco debes ocultar su miedo y su cobardía. Todo eso es tan difícil; no lo ves nada claro. Tampoco debes caer en su autoestima y su masoquismo, sólo debes observar y escuchar atentamente y no dejarte llevar por los sentimientos. Debes dejar que salga de tu memoria el «él», ese niño, ese adolescente, ese hombre que no se ha hecho adulto, ese superviviente que soñaba a plena luz del día, ese discípulo de la extravagancia, ese tipo que cada día se hacía más astuto, ese «tú» del pasado, que era perverso pero todavía no había perdido su capacidad intuitiva, que mantenía aún algunos sentimientos de compasión. No debes arrepentirte ni justificarte por «él». Sin embargo, cuando lo observas y cuando lo escuchas, sientes una tremenda tristeza, y no debes dejar que este sentimiento te afecte. Cuando descubras ese «él» disimulado bajo su máscara, para poder observarlo, deberás transformarlo en ficción, en un personaje sin ninguna relación contigo, que esperaba que lo descubrieras. Sólo esa narración podrá darte el placer de escribir y solamente así la curiosidad y el deseo de buscar aparecerán de forma espontánea.

No tienes que hacer de juez ni tampoco debes considerarlo una víctima. La ira y el dolor que perjudican al arte deben ceder su espacio a la observación. De todos modos, lo que realmente cuenta no son tus juicios de valor o su justa indignación, ni tu tristeza o su dolor, sino el propio proceso de observación.

23

En aquellos días, los dazibaos y las consignas cubrían los muros de las calles, las farolas estaban completamente cubiertas, había eslóganes hasta en el suelo. Muchos coches con megáfonos recorrían la ciudad sin parar, desde la mañana hasta la noche, y repetían a todo volumen las citas de Mao con música. Las octavillas volaban por los aires; el ambiente era todavía más animado que en un día de fiesta nacional. Los dirigentes del Partido, de todas las secciones, los mismos que antes pasaban revista al pueblo desde la tribuna de Tiananmen, ahora se encontraban de pie en sus camiones sin cubierta. Los rebeldes los exponían a la gente. En la cabeza llevaban todo tipo de sombreros de papel, en forma de cucurucho, algunos tan altos que se los llevaba el viento, lo que les obligaba a aguantárselos con las dos manos. Otros tenían directamente en la cabeza una papelera y en el cuello una pancarta en la que estaba escrito su nombre con tinta negra y tachado en rojo. Cuando empezó esta revolución, a principio del verano, los estudiantes de secundaria utilizaron esta forma de lucha contra sus profesores y directores. Al principio del otoño las guardias rojas hicieron lo mismo con los elementos de las «cinco categorías negras». En pleno invierno, siguiendo el ejemplo que dio el Gran Líder cuando formó un movimiento campesino en Hunan, el objetivo se desplazó hacia los revolucionarios del Partido que no tenían más profesión que la lucha de clases.

En la tribuna de la espaciosa sala, el gran Li hizo agachar la cabeza a Wu Tao, que en ese momento todavía estaba recalcitrante, ya que, como cualquier hombre que tenga algo de dignidad, no aceptaba someterse tan fácilmente. Li le dio un puñetazo en la barriga que le obligó a doblarse por el dolor y le cambió el color de cara. Desde ese momento ya no levantó más la cabeza.

Él se instaló en la tribuna cubierta por un tejido rojo, en el lugar que antes ocupaba Wu, y presidió la asamblea de lucha convocada por las masas de todas las facciones. En estos actos, cada vez más violentos, tenía la sensación de estar sentado sobre un polvorín, y era consciente de que si controlaba la violencia, también lo destituirían. Durante la asamblea, en plena animación general, llamaron uno tras otro a los miembros del comité del Partido. Debían quedarse de pie delante del estrado, aprender a inclinar la cabeza ante los asistentes, confesar sus malos actos, las palabras inapropiadas y denunciar las acciones de Wu Tao. Reconocieron sus errores, aunque argumentaron que seguían órdenes de arriba, pero nadie dio su opinión personal. Sin embargo, el vicesecretario del comité del Partido, Chen, un hombre alto, delgado y encorvado como una gamba seca, tuvo una repentina inspiración y denunció a Wu por haber confiado recientemente a los elementos centrales del comité del Partido: «El Presidente Mao ya no quiere nada de nosotros».

Una ola de agitación recorrió la asamblea y los asistentes gritaron a coro:

– ¡Muerte al que se oponga al Presidente Mao!

Mientras los eslóganes «¡Abajo Wu Tao!» y «¡Viva el Presidente Mao!» subían de tono, él percibió en las palabras de Wu Tao una profunda tristeza. Eran palabras que le salían del corazón y tenía la sensación de haberlas escuchado ya en algún otro lugar. Recordó de inmediato que el dirigente que encontraron en Zhongnanhai también había dejado escapar la misma queja antes de responsabilizar a Wu Tao, pero en la boca de Wu esas palabras retumbaban tristemente.

Como presidente de las sesiones, tenía que ser muy riguroso. Sabía perfectamente que la tristeza que percibió no bastaba para decir que Wu Tao no estaba contra el Líder Supremo, pero si no acababa con ese buen hombre, si alguna vez recuperaba su poder, él también corría el riesgo de ser acusado de contrarrevolucionario por haber dirigido la sesión.

Decidieron en la asamblea que Wu Tao debía entregar las actas de las reuniones del comité del Partido, así como sus notas de trabajo. Después de la reunión, Tang, el pequeño Yu y él tomaron el coche negro, un Jimu, que utilizaba el secretario del Partido, para acompañar a Wu Tao a su casa con el fin de buscar esos documentos.

El quería hacer las cosas con tranquilidad y, sin recurrir a la violencia, pedirle al anciano que abriera él mismo uno a uno los cajones y el archivador de documentos. Tang y Yu revolvieron los armarios de ropa y ordenaron a Wu que les diera las llaves de los cofres.

– Sólo hay ropa vieja -protestó el anciano titubeando.

– ¿De qué tiene miedo? ¡Sólo estamos verificando si ha escondido listas negras para «rectificar» al pueblo!

Tang, con los brazos en jarras, se sentía muy orgulloso y disfrutaba de su papel en el registro.

El anciano fue al comedor a pedir las llaves a su mujer. Era la hora de la cena, la puerta del comedor estaba abierta, los platos en la mesa, la mujer de Wu estaba allí, con una niña, su nieta. No se había movido de la sala y continuó hablando con la niña. Él pensó que quizás escondían algo importante en el comedor, pero desechó esa idea de inmediato y prefirió no entrar para no encontrarse cara a cara con la mujer y la niña.

Dos meses antes, un domingo a mediodía, después de que el grupo de guardias rojos registrara su casa, llamaron a la puerta. Al abrir, se encontró a una chica en el umbral. Tenía una cara encantadora, la piel muy blanca, los ojos cintilaban bajo el sol, sobre las orejas rosa caían dos mechones de cabellos brillantes. Dijo que era la hija del propietario, que vivía en el edificio de al lado, y que venía a buscar el dinero del alquiler. Él nunca había ido a aquella vivienda y sólo sabía que Lao Tan y el propietario eran viejos amigos. De pie, en la puerta, la joven tomó el alquiler que él le tendió, luego, arqueando un poco las cejas y barriendo la habitación con la mirada dijo:

– Todos esos muebles, la mesa y ese viejo sofá son nuestros, un día nos los tendremos que llevar.

Él le dijo que podía ayudarla a llevarlos inmediatamente, pero ella se mantuvo en silencio y sus ojos cristalinos le lanzaron una mirada glacial que lo recorrió de arriba abajo, queriéndole mostrar su odio sin tapujos. Luego dio media vuelta y bajó la escalera. Supuso que la joven debía de pensar que había denunciado a Tan para estar solo en el apartamento. Al mes siguiente ya no fue a buscar el dinero del alquiler ni nadie reclamó los muebles. Cuando le encargaron al viejo Huang que cobrara los alquileres para el comité de gestión del barrio, supo que les habían confiscado todos sus bienes. No volvió a saber nada más del propietario, pero guardó claramente en su recuerdo la mirada de hielo que le lanzó aquella joven.

Evitó encontrarse cara a cara con la mujer de Wu y su nieta; los niños tienen memoria y la chiquilla corría el riesgo de alimentar un odio feroz.

Tang examinó uno a uno los cofres. Wu los abría repitiendo que sólo había ropa de su hija y de su nieta. Efectivamente, en la parte de arriba sólo aparecían sujetadores y vestidos. De pronto, se sintió incómodo y le vino a la cabeza la escena en que aquellos guardias rojos de su institución encontraron los preservativos de Tan cuando registraban sus cosas. Hizo un ademán con la mano y dijo:

– Vámonos, ya está bien.

Tang fue a mirar al sofá, levantó los cojines y metió la mano por entre los pliegues, empujado probablemente por ese instinto que surge en cada uno cuando se mete en ese tipo de papel. El quiso acabar pronto, empaquetó unos fajos de cartas, documentos y cuadernos de apuntes para marcharse.

– Son cartas personales, no tienen ninguna relación con mi trabajo -dijo Wu.

– Vamos a examinarlas, no se preocupe, si no hay ningún problema, se las devolveremos -replicó él.

Tuvo ganas de decirle, pero no lo hizo, que era muy amable de su parte.

– ¡Es… la segunda vez en mi vida que me pasa lo mismo! -dijo Wu, tras un instante de duda.

– ¿Ya han estado aquí las guardias rojas? -preguntó él.

– Hablo de la época en que trabajaba en la clandestinidad para el Partido, hace más de cuarenta años -precisó Wu, entornando los párpados, como si sonriera.

– Supongo que usted mismo ya ha participado en muchos registros de casas y, sin duda, con menos miramientos de los que nosotros estamos teniendo en este momento -dijo él en tono irónico.

– Quienes hacen esos registros son los guardias rojos de la institución, en el comité del Partido nunca tomamos estas decisiones -repuso Wu con rotundidad.

– Pero esa lista de nombres ha salido del departamento político, ¿no es cierto? Si no, ¿cómo habrían sabido a casa de quién tenían que ir y por qué no fueron a su casa también? -preguntó, mirándolo fijamente a los ojos.

Wu permaneció en silencio. Era un hombre versado en el trato con la gente, pero esta vez no supo qué decir y los condujo en silencio a la entrada del patio. Él estaba seguro de que el anciano lo detestaba y que si un día recuperaba sus funciones, no dudaría en hacerle pagar con su vida lo que se había atrevido a hacer. Tenía que encontrar algún documento que permitiera colocar a Wu en la categoría de los enemigos. Una vez regresó a la institución, se pasó la noche examinando las cartas y encontró una que estaba dirigida al primo Wu. En ella había escrito: «El gobierno del pueblo está siendo muy indulgente y me trata con demasiada benevolencia, pero hoy estoy pasando por un momento difícil, estoy enfermo, tengo que alimentar a mis padres y a mis hijos, sólo me queda esperar que mi querido primo interceda por mí ante el gobierno local». Estaba claro que ese pariente debía de haber tenido problemas políticos o históricos y recurría a Wu para que lo ayudara. Sin embargo, guardó la carta en un paquete de documentos oficiales sobre los que escribió «examinado» y no continuó con la investigación. Había algo en su interior que le impedía seguir con aquello.

Durante todos esos días y esas noches, apenas volvió a casa. Se quedaba a dormir en el despacho, que servía de cuartel general de la organización rebelde. Celebraban asambleas y reuniones a todas horas. En el seno de los rebeldes se sucedían las alianzas y rupturas con las diferentes organizaciones, así como las disputas. Todos estaban en ascuas, corrían de un lado para otro y se decían partidarios de la rebelión. Los antiguos guardias rojos también se declararon en rebeldía contra el comité del Partido y se reorganizaron en una «columna roja rebelde revolucionaria». Hasta los funcionarios encargados del trabajo político fundaron «brigadas de combate». Los cambios de chaqueta, las traiciones, los oportunismos, la revolución y la rebelión, todo se mezclaba, cada uno buscaba su camino en medio del caos. El orden y las redes de poder de antes estaban patas arriba, se creaban nuevas alianzas, algunos hacían las paces, otros tramaban numerosos complots, todo ocurría al mismo tiempo en aquel gran edificio que zumbaba como un avispero.

Durante las sesiones de lucha que convocaban una u otra facción, Wu Tao era siempre el blanco ideal. Danian y sus compañeros se distinguían por la crudeza de sus acciones contra él. Le colgaban una pancarta alrededor del cuello y le hacían agachar la cabeza, lo obligaban a mantener los brazos extendidos hacia atrás, le apretaban las rodillas y lo tiraban al suelo. De la misma manera que ellos habían maltratado a los monstruos malhechores unos meses antes, colocaban en Wu todo el peso del prestigio que los rebeldes les habían quitado. El viejo secretario abandonado por el Partido no sólo se había convertido en un perro inútil, sino que todo el mundo tenía miedo de acercarse a él.

Un día que había nevado, vio que, en el patio de detrás del gran edificio, Wu Tao estaba quitando la nieve con una pala. Al oír que alguien llegaba, el anciano aumentó el ritmo del trabajo.

– ¿Qué tal está? -le preguntó.

El viejo Wu se apoyó en la pala, casi sin aliento.

– Bien, bien. En otros lugares golpean a la gente, al menos vosotros no.

Pensó que Wu ponía intencionadamente cara de víctima para despertar su compasión. Sin embargo, la simpatía que sentía por aquel viejo, al que nadie se atrevía a acercarse, apareció claramente un año más tarde: Wu siempre llevaba una chaqueta azul harapienta y remendada, y cada mañana barría el patio con una escoba de bambú, sin que nadie se fijara en él, con la cabeza gacha, los hombros bajos, las mejillas y los párpados caídos, en un estado de decrepitud total. Un día, al verlo de ese modo, sintió lástima por él, pero nunca llegó a hablarle.

La lucha a muerte desarrollaba el odio en las personas; la indignación se extendía por todas partes como si fuera una avalancha. En olas sucesivas, las ráfagas de viento lo empujaban a enfrentarse a cada uno de los funcionarios del Partido. Él no sentía ningún odio especial hacia aquellas personas, pero, de todos modos, se veía obligado a hacer de ellos enemigos. ¿Todos lo eran realmente? Era imposible asegurarlo.

– ¡Eres demasiado débil! Cuando ellos reprimían al pueblo no tenían la menor compasión, ¿por qué no podemos hacer que suban todos ahora a la tribuna?

El gran Li le echó esta reprimenda durante una reunión interna de los rebeldes.

– ¿Hay que eliminarlos a todos? -replicó él, dudando-. ¿Hay que considerar enemigos a todos los que han castigado a alguien? Creo que es mejor darles la oportunidad de cambiar, tratar caso por caso, para conseguir que se una a nosotros la mayor parte de ellos. Es la mejor táctica que podemos seguir.

– ¡Táctica, táctica, realmente eres un intelectual!

Li se había convertido en una persona colérica y violenta, había desprecio en su voz.

– ¡Eso es, nos unimos a todo el que quiera y permitimos que cualquier persona entre en nuestro movimiento! ¡La facción de los rebeldes no es un basurero! ¡Con esa línea oportunista de derechas vas a acabar con la revolución!

Una antigua miembro del Partido, que acababa de ser admitida como integrante de su cuartel general, se precipitó sobre él todavía más alterada. Sin duda había estudiado la historia del Partido… La lucha entre las dos líneas empezaba también a librarse en el seno de los rebeldes.

– ¡El poder dirigente revolucionario debe estar en manos de una izquierda auténtica y sólida, no debemos entregarlo a los oportunistas! -prosiguió mientras crecía su entusiasmo, con el rostro encendido.

– ¿Qué demonios estáis tramando? -Dio un fuerte golpe sobre la mesa. En esa horda salvaje, él era tan salvaje como ellos, pero una vez más se sentía injustamente ofendido.

Tan sólo eran polémicas, justas indignaciones, violentas declaraciones revolucionarias, deseos impetuosos de poder personal, maniobras, complots, pactos y compromisos, motivaciones inconfesables disimuladas tras un entusiasmo desbordante, impulsos irreflexivos, emociones malgastadas. No conseguía recordar con exactitud cómo pasó aquellos días y aquellas noches, actuando involuntariamente, defendiéndose, enfrentándose a la facción conservadora, al mismo tiempo que disputaba sin cesar el control de su propia facción.

– El principal problema de la revolución es el poder político. ¡Si no nos hacemos con el poder, nos habremos rebelado para nada! -El gran Li también daba golpes sobre la mesa, fuera de sí.

– Si no nos unimos a la mayoría del pueblo y de los funcionarios, ¿creéis realmente que podremos conseguir el poder? -replicó él.

– ¡Por medio de la lucha conseguiremos la unión! -Yu mostró el Libro rojo para recordarle su inapropiado origen de clase-. ¡No podemos escucharte, los intelectuales como tú siempre vaciláis en los momentos cruciales!

Todos ellos consideraban que pertenecían por herencia al proletariado y que el país rojo debía pertenecerles de forma natural. La revolución o la rebelión debían conducir a la conquista del poder. Sin embargo, esa verdad de una sencillez bíblica le hacía dudar. Pero, de todos modos, tampoco tenía claro qué pretendía en aquella época, pues entrar en la facción de los rebeldes también había sido un error.

– ¡Camaradas, el que no tome el poder político en el momento decisivo de la revolución es como Chen Duxiu, [18] un oportunista de la derecha!

La chica que era miembro del Partido citaba con entusiasmo la historia del Partido y hacía un llamamiento a los presentes para intentar apartarlo del grupo.

– ¡Los que no quieran la revolución que se vayan a la mierda lo antes posible! -gritaron aún con mayor ahínco los más radicales.

– ¡Que sigan adelante los que quieran tomar el mando!

Se levantó indignado y se marchó de la sala de reunión, llena del humo de la gran cantidad de cigarrillos que se habían fumado los participantes durante toda la noche. Fue a un despacho de al lado y durmió sobre tres sillas que colocó una junto a otra. Estaba enfadado, pero sobre todo estaba muy confuso. Si uno no sigue el mismo camino que la revolución, ¿se convierte en un rebelde oportunista? Quizás él era exactamente eso, y por ese motivo se sentía un poco confuso.

La triste noche de fin de año acabó de ese modo. Después, entrado ya el año nuevo, el gran Li y los suyos, acompañados por algunos grupos de combatientes especialmente impetuosos, se hicieron con el comité del Partido y el departamento político, que de hecho ya estaban totalmente paralizados. Desde ese momento empezó una lucha sin cuartel.

– ¡Acabemos con el antiguo comité del Partido! ¡Aplastemos el departamento político! ¡Camaradas revolucionarios, mantener o no el nuevo poder rojo es la línea de demarcación que separa a los revolucionarios de los demás, de eso no hay duda!

El pequeño Yu se desgañitaba en la radio interna; cada despacho tenía un altavoz y los eslóganes que incitaban a arrebatar el poder se repetían en todas las plantas del edificio. El gran Li, Tang y algunos obreros y empleados exhibieron por todo el edificio a un grupo de antiguos funcionarios y secretarios de las células del Partido más jóvenes; cada uno llevaba en el pecho una pancarta y Wu Tao iba delante de todos golpeando un gong.

¿Qué era lo que tramaban? ¡Era así como se hacía la revolución! Esos dirigentes, que antes encarnaban al Partido, avanzaban en fila india, con la cabeza gacha, totalmente desamparados, mientras que la chica rebelde miembro del Partido marchaba por delante de ellos, con el puño en alto, gritando con todas sus fuerzas:

– ¡Abajo los dirigentes que siguen el camino capitalista! ¡Viva el nuevo poder rojo! ¡Viva la victoria de la línea revolucionaria del Presidente Mao!

Tang imitó la pose del militar que pasa revista a sus tropas, dirigiendo ademanes a las personas que se encontraban en los pasillos o en las puertas de los despachos para presenciar la escena. Algunos reían, otros se quedaban estupefactos.

***

– Sabemos que te opones a que se hagan con el poder -dijo el ex teniente coronel.

– No, a lo que me opongo es a la forma de tomar el poder -respondió él.

Ese emisario era un funcionario político que el ejército había trasladado; sólo desempeñaba el cargo de subdirector de un departamento, pero durante ese período de conflictos, se moría de ganas de demostrar que podía servir para algo más. Le dijo riendo:

– Tienes mucha más influencia que ellos sobre las masas. Si te pones delante, nosotros te respaldaremos; queremos que consigas un grupo para colaborar con nosotros.

Esta conversación tenía lugar en el cuarto reservado a los documentos secretos del departamento político, donde nunca antes había entrado. Allí se conservaban todos los documentos de los trabajadores de su institución, los archivos personales, incluido el suyo, en el que estaba anotado el problema de su padre. Cuando Li y su banda se hicieron con el poder, precintaron las cajas fuertes y los armarios metálicos del cuarto, pero los precintos se podían arrancar con mucha facilidad. Sin embargo, nadie se atrevió a destruir los archivos.

El ex teniente coronel vino a buscarlo cuando estaba cenando en la cantina y le dijo que quería hablar con él a solas. Lo citó en aquel cuarto probablemente con toda intención, al menos eso fue lo que se dijo al entrar en el despacho. Sabía perfectamente quién estaba detrás del ex teniente coronel: algunos días antes, el vicesecretario del comité del Partido, Chen, le puso la mano en el hombro en señal de amistad. Antes Chen era el responsable de la gestión del departamento político de su institución. Ya entonces tenía aspecto de ser una persona muy discreta y comedida, pero, después de que lo acusaran, su rostro todavía se volvió más hermético. En un pasillo del edificio, se le acercó por detrás, no había nadie cerca en aquel momento, lo llamó por su nombre y le dijo «camarada». Chen le posó su mano grande y huesuda sobre el hombro durante unos segundos, inclinó un poco la cabeza y se marchó, como si hubiera hecho esa acción de forma involuntaria. Pero de ese modo le había demostrado una familiaridad inusual, con la que parecía decirle que había olvidado por completo su participación en las sesiones de acusación contra él. Esos hombres tenían mucha más experiencia política que su banda de rebeldes. Le tendían la mano, pero él estaba lejos de ser un gato viejo de la política, no era lo bastante astuto. Pensó que no podía unirse a ellos y repitió:

– No apruebo esa forma de tomar el poder, pero no me opongo a que se tome y apoyo totalmente la rebelión contra el comité del Partido.

El ex teniente coronel, muy seguro de sí mismo, lanzó un profundo suspiro, movió la cabeza y dijo:

– Nosotros también somos rebeldes.

Pronunció esta frase como si hubiera dicho: «Nosotros también bebemos té». Él se rió con cierto sarcasmo, pero permaneció en silencio.

– Ha sido una conversación privada, es como si no hubiera dicho nada -dijo el ex teniente coronel, y se levantó.

Él también se marchó de la habitación reservada a los documentos secretos. Al rechazar ese trato, cortó cualquier vínculo con ellos.

Unos diez días más tarde, después de la fiesta de la primavera, a principios del mes de febrero, algunos antiguos guardias rojos y funcionarios del equipo político se reunieron y formaron una banda que volvió a tomar el poder y destruyó la emisora de radio que tenían los rebeldes en el gran edificio. Las organizaciones de los dos bandos tuvieron su primer combate, algunos resultaron ligeramente heridos, pero él no se encontraba allí en aquel momento.

24

La literatura y las formas literarias que llamamos puras, esos juegos de estilo, de lengua y de escritura y las diversas fórmulas y estructuras lingüísticas que podrás hacer con autonomía, sin recurrir a tu experiencia, a tu vida, a sus dificultades, a la cruda realidad y a ese «tú» tan repugnante; ese tipo de literatura pura, ¿vale realmente la pena que la escribas? Aunque no sea una forma de escapar o un escudo, supone, por lo menos, una restricción, y es mejor que encerrarte en una jaula construida por los demás o por ti mismo.

No escribes con la intención de hacer pura literatura, pero tampoco eres un combatiente, no utilizas tu pluma como un arma para pedir justicia -de todos modos, tampoco sabes dónde se encuentra-, es inútil recurrir a alguien para que la haga. Lo que tienes claro es que no eres la encarnación de la justicia. Si escribes es sólo para decir que aquella vida ha existido, más infecta que un estercolero, más real que un infierno imaginado, más terrorífica que el Juicio Final, y que corre el riesgo de volver un día u otro, cuando se desvanezca su recuerdo. Los hombres que no han perdido la cordura caerán irremediablemente en la locura, los que no han recibido malos tratos, someterán a otros o los recibirán ellos, y, como la locura es innata en el hombre, es posible tener algún brote en cualquier momento. En ese caso, ¿quieres hacer el papel del viejo maestro? Ha habido miles o millones de maestros y de sacerdotes en la tierra, pero ¿acaso el hombre se ha vuelto mejor con sus enseñanzas?

De todos modos, ya que es preferible no hacer esfuerzos inútiles, ¿para qué denunciar aquellos sufrimientos? Ya estás harto, pero has avanzado demasiado para echarte atrás ahora. Sin la escritura es imposible seguir adelante, se ha convertido en una manía, y la causa quizá la encuentres en tu propia necesidad.

Detestas las artimañas políticas, pero al mismo tiempo estás fabricando otra especie de mentira, la literatura, ya que en realidad la literatura es realmente una falacia que disfraza la motivación secreta del autor: la búsqueda de la fama o del beneficio. Hasta que se satisfacen esa utilidad y esa vanidad, no se puede dejar de escribir; se siguen naturalmente unos impulsos instintivos todavía más profundos, como un animal. Pero la diferencia con los demás animales es que este impulso es irresistible y continuo, no viene provocado por el calor o el frío, la saciedad, el hambre o el cambio de estación, es incontenible, como una excreción -cuando debemos excretar, lo hacemos. Sin embargo, en lugar de tratar con excrementos, tratamos con sentimientos y estética. La tristeza, por ejemplo, hay que integrarla al mismo tiempo que el placer en el lenguaje. Al denunciar a la patria, al Partido, a los dirigentes, al hombre nuevo, el ideal, del mismo modo que denuncias la revolución -superstición y mentira modernas-, tejes con la ayuda de la literatura una cortina de gasa, para que las basuras sean más presentables. Te escondes detrás de esa cortina, te mezclas en secreto con los espectadores, y así consigues un cierto placer y algo de satisfacción, ¿no es cierto?

La mentira reina en todo el mundo y tú también fabricas mentiras literarias. En cambio, los animales no mienten, sobreviven en el mundo sin esa capacidad. Pero el hombre necesita mentir para embellecer su entorno; esa es la principal diferencia con los animales. Es más astuto que el animal y recurre a la mentira para esconder su propia fealdad y encontrar una razón para vivir en ella. Cuando reemplazamos el sufrimiento por la denuncia del mismo, se hace más soportable. Antaño las elegías que cantaban los aldeanos durante los funerales tenían ese papel tranquilizador; ¿cantar misa en grupo en las iglesias no cumple la misma función?

Pasolini adaptó al cine una obra de Sade en la que se mostraba el horror del poder político y de la naturaleza humana. Por medio de la pantalla, aunque todos supieran que no se trataba de ningún documento real sino de una película, consiguió que el público sintiera que la violencia y el horror, vistos desde fuera, tienen su lado fascinante. Probablemente en eso resida el misterio del arte y de la literatura.

La pretendida sinceridad de los poetas es como la pretendida verdad de los novelistas: el autor se esconde detrás de ella como un fotógrafo se oculta tras la cámara, aparenta frialdad e imparcialidad detrás de su objetivo neutro, pero lo que acaba en el negativo es el amor y la compasión que siente por sí mismo, o bien la masturbación y el masoquismo. Esa mirada supuestamente neutra encubre todo tipo de deseos, y lo que refleja está completamente teñido de sabor estético, aunque se finja mirar el mundo con frialdad e indiferencia. Mejor que reconozcas que lo que escribes es lo más parecido a lo que ocurrió, aunque el lenguaje siempre lo aleje de la realidad. Al estructurar tu lenguaje, colocando en el mismo saco los sentimientos y la búsqueda de la estética, ocultando la cruda realidad tras una cortina de gasa, sólo de ese modo encontrarás algo de placer al recordar los detalles y te apetecerá seguir escribiendo.

Unes a tu estado de hombre vivo tus sentimientos, tu experiencia, tus sueños, tus recuerdos, tus fantasías, tus pensamientos, tus conjeturas, tus presentimientos, tus intuiciones y cosas por el estilo; y con la ayuda del lenguaje consigues ritmo y musicalidad. La realidad y la historia, el tiempo y el espacio, los conceptos y la consciencia se funden en el proceso de la realización del lenguaje y sólo queda la ilusión que has creado.

Al contrario de lo que ocurre con la estafa política, que la víctima tiene que aceptarla, lo quiera o no, la ilusión literaria se acepta por consentimiento mutuo entre el autor y el lector, pues las obras se pueden leer o no, no hay ninguna obligación. Sin embargo, no crees que la literatura sea tan pura como dicen, sólo la has elegido como vehículo para desahogarte.

Además, tú no creas ninguna polémica, no te colocas en posición de adversario en el debate para avanzar argumentos o retractarte, no estás limitado por la obligación de la teoría para censurarte o adaptarte y no tienes que limitar tus palabras para seguir las reglas de otro; sólo escribes para ti, para vivir feliz.

No eres un superhombre, después de Nietzsche ya ha habido demasiados superhombres y demasiados ciegos en el mundo. De hecho, no puedes ser más normal, no puedes ser más real; en paz con tu conciencia y en perfecta serenidad, sonríes satisfecho, como un Buda, aunque no lo eres.

Simplemente, no permites el sacrificio, no quieres ser ni un juguete ni un objeto de sacrificio para los demás; no pides la compasión del prójimo, y tampoco te confiesas. Sin embargo, todavía no te dejas llevar por la locura hasta perder el juicio y matar a los demás; contemplas este mundo con la actitud más serena que te es posible, como te observas a ti. Así no temes nada, nada te sorprende, nada te desespera, ni alimentas falsas esperanzas, ya no estás triste. Si has decidido utilizar tu tristeza para convertirla en placer, ¿puedes hacerlo durante un tiempo y volver luego al «tú» totalmente sereno, alegre y contento?

El mundo ya no te parece tan asqueroso como antes, aunque ese asco todavía esté de moda. Tampoco debes exagerar tu enfrentamiento con el poder, si has sobrevivido y conseguido la libertad de expresión es porque has recibido algunos favores. No puedes decir eso de que «nadie me debe nada y yo no debo nada a nadie», ya que debes a los demás y, aunque los demás también te deban a ti, ¿no has recibido más favores de los que has hecho? Tienes suerte, está claro, ¿de qué te puedes quejar?

No eres un dragón, no eres un insecto, no eres ni uno ni otro. Ese no ser eres tú; no es una negación, es un hecho, una huella, un desgaste, un resultado, antes de un agotamiento total, es decir de la muerte. No eres más que un mensajero de la vida, una expresión o una palabra dicha hacia el no ser.

Has escrito este libro para ti, un libro sobre la huida, el libro de un hombre solo. Eres a la vez tu Señor y tu apóstol, no te sacrificas por los demás y no pides que nadie se sacrifique por ti, no puede ser más justo. Todo el mundo desea la felicidad, ¿por qué sólo habría de pertenecerte a ti? De hecho, la felicidad es bastante rara en este mundo.

25

Era mejor evitar las situaciones de peligro en medio de ese inmenso caos en el que podía ocurrir cualquier cosa. Quería recuperar su mundo perdido, recuperar la belleza que percibió en la hija del propietario de su apartamento, en su maravilloso rostro fino y su cuerpo esbelto. Cuando abrió la puerta y la encontró en el umbral, los rayos del sol que caían en el patio trazaron con gran precisión el contorno de los lóbulos rosa de sus orejas, mientras sus cabellos, las cejas y la comisura de los labios parecían lanzar destellos. Se quedó estupefacto ante tal belleza, pero ese sentimiento contrastaba con la mirada llena de odio de la joven. Tenía ganas de aclarar el malentendido que había, así que se dirigió a casa de sus vecinos. Imaginaba encontrar una vivienda limpia y ordenada, en la que habitara una familia pulcra, un pequeño universo aparte del mundo desordenado. Antes de que el viejo Huang fuera a cobrar el alquiler para la oficina de gestión de los edificios, fue él mismo a pagarlo a casa de sus vecinos, así tenía un pretexto para ver a la chica.

La entrada a la vivienda se encontraba arriba de la escalera de piedra que daba a la calle. La puerta se abrió nada más golpearla. Tras el muro había un pequeño patio tal como lo había imaginado, con la diferencia de que reinaba un desorden impresionante. Todo tipo de objetos se amontonaban a lo largo de las paredes bajo los aleros. Sobre el peldaño que conducía a la puerta principal, una mujer mayor lavaba unas sábanas en un barreño de aluminio, mientras que un niño pequeño lloriqueaba en el interior de la casa.

Se estaba preguntando si no se había equivocado de puerta, y se disponía a salir cuando la mujer levantó la cabeza y dijo:

– ¿A quién busca?

– Vengo a pagar mi alquiler…

– ¿Qué?

– Vivo aquí al lado, vengo a ver al propietario, el propietario de la casa en que vivo, hace varios meses que nadie viene a cobrar el alquiler -dijo, soltando las explicaciones que había preparado.

La anciana se secó el jabón de las manos y señaló con el dedo una puerta en la que había un candado. Luego no le prestó más atención y continuó lavando las sábanas, con la cabeza casi metida dentro del barreño.

Se preguntó si el propietario y su familia también habrían tenido problemas, si les habrían confiscado su casa y en ese momento ya sería de otra familia. El odio que apareció en la mirada de la joven no debía de desaparecer fácilmente. No tuvo el valor de continuar preguntando.

En la primavera, un día de marzo, fue a Xihejian, en la montaña oeste, a las afueras de Beijing. Tomó un tren en la estación de Xizhimen, de donde salen sobre todo trenes de mercancías. Era un tren lento que comunicaba con la región montañosa del suburbio noroeste. Aprovecharon un tren de mercancías y añadieron a la cola dos vagones de pasajeros con asientos duros. El entusiasmo de los estudiantes por el chuan-lian decayó. Sólo unos pocos pasajeros tomaron lugar en los vagones. Se sentó cerca de la ventana, al final de una hilera de asientos vacíos. El tren iba de túnel en túnel subiendo la montaña. Desde la ventana, podía ver la vieja locomotora que escupía humo de carbón y el enorme vapor que soltaba al arrastrar los vagones con esos coches de viajeros que no paraban de bambolearse.

En la pequeña estación sin andén llamada Yanchi, bajó del tren y vio como la vieja máquina se alejaba hacia las montañas. El jefe de estación, después de agitar su bandera y tocar el pito, entró en una barraca al borde de la vía y lo dejó solo en el balasto.

En la época en que todavía estudiaba, estuvo allí cumpliendo con su trabajo «voluntario», haciendo agujeros y plantando árboles en las montañas. Era a principios de la primavera, el suelo todavía estaba helado y de un golpe de azada no se podía remover ni dos centímetros de tierra. Al cabo de unos días de trabajo tenía las manos llenas de ampollas. Una vez, para atrapar un saco que contenía brotes de árboles que debían plantar y que se estaba llevando el agua, se metió dentro de la violenta corriente jugándose la vida y con un frío que le atravesaba los huesos. Lo nombraron como ejemplo, pero, aun así, la Liga de la Juventud Comunista no lo admitió en sus filas. Con unos compañeros de su universidad que tampoco consiguieron entrar en la Liga, montó un grupo de teatro. Después de representar dos obras, los funcionarios de la asociación de alumnos de la escuela vinieron a verlos por separado y, aunque no les prohibieron claramente continuar con esa actividad, tuvieron que disolverse voluntariamente y olvidarse del teatro.

Representaron la obra Tío Vania, de Chéjov, de una belleza anticuada, en la que una joven fina y gentil que vivía en una hacienda de provincias decía con ardor: «Todo tiene que ser bello, los hombres, las ropas, el corazón también». Era de una tristeza antigua, como una vieja fotografía quemada.

Avanzó sobre el balasto a lo largo de la vía férrea. Luego, al ver a lo lejos que se acercaba un tren, se apartó de la vía y caminó por el borde de un río lleno de guijarros. El agua del río Yongding estaba normalmente muy limpia, menos cuando crecía el caudal después de las grandes lluvias, o cuando abrían la compuerta del embalse de Guanting, que se encontraba en el curso superior.

Ya había estado en este lugar con Lin. Había tomado fotos. Lin estaba preciosa en mitad del río, descalza y subiéndose la falda con una mano. Después, en un bosquecillo de la montaña, comieron algo, se besaron, hicieron el amor. Sentía no haber tomado fotos del cuerpo desnudo de Lin cuando estaba tumbada sobre la hierba, con el pecho desnudo y la falda subida; ahora ya no se podía repetir nada de eso.

¿Qué más hacer? ¿Había algo más que se pudiera hacer? Era inútil volver a ponerse delante de su escritorio para despachar los textos de propaganda estereotipados, nadie lo vigilaba, ni siquiera necesitaba ya rebelarse. Aunque fuera extraño, su fervor por la justicia también se había enfriado. Él, que había estado al frente, que había sido el jefe durante unos meses, veía cómo su entusiasmo decaía cada vez más, y empezaba a estar harto de todo lo que estaba viviendo. Debía retirarse en el momento apropiado, no tenía por qué seguir con el papel de héroe.

Se quitó los zapatos y los calcetines, caminó descalzo por el agua helada del río. El agua brillaba por los destellos del sol y empezaba a despertar su cerebro hasta ahora embotado. Pensó que tenía que ir a ver a su padre, hacía tiempo que no tenía noticias de él. Tenía que aprovechar la ocasión para ir a verlo de incógnito al sur y aclarar ese asunto de la «tenencia de armas» que figuraba en su ficha.

Se apresuró para llegar a Beijing poco después del mediodía. Pasó por su casa, tomó la cartilla de ahorro y fue en bicicleta a sacar dinero antes de que cerraran. Por último, se llegó hasta la estación de Qianmen para comprar un billete de tren para esa misma noche. Volvió a su casa, dejó la bicicleta en su habitación, tomó la mochila que normalmente llevaba para ir al trabajo y fue a esperar el rápido de las once hacia el sur.

Su padre no lo había visto desde hacía dos años y la visita inesperada lo llenó de alegría. Fue especialmente al mercado libre a comprar pescado y gambas frescas, imposibles de encontrar en el norte, y se puso él mismo a preparar la comida. Ahora su padre también había aprendido a cocinar. Después de la muerte de su esposa, se volvió una persona triste y parca en palabras. Sin embargo, en ese momento, con la llegada de su hijo, estaba muy contento y no paraba de hablar, incluso hacía comentarios sobre política y le preguntó varias veces qué había sido de los dirigentes del Partido y del Estado que habían desaparecido de las páginas de los periódicos. Cuando se sentaron a comer, con la ayuda del alcohol y para no decepcionar a su padre, le dio algunas noticias que no aparecían en los diarios, pero le advirtió que eran luchas en lo más alto del Partido y que el pueblo no podía enterarse. Ya sé, ya sé, dijo su padre, ocurre lo mismo aquí en la provincia y en el municipio. Luego su padre dijo que había participado también en el movimiento rebelde y que habían conseguido apartar al jefe de la oficina de personal, que no dejaba de perseguir a la gente. El se contuvo durante un buen rato, pero acabó previniéndolo.

– Papá, ¡no olvides la lección del movimiento antiderechista!

– ¡Entonces yo no me opuse al Partido! ¡Lo único que hice fue una nota sobre la forma de trabajar de un individuo!

Su padre se alteró, le temblaba la mano que sujetaba el vaso de alcohol y derramó algo de líquido sobre la mesa.

– ¡Ya no eres un muchacho, has tenido problemas en el pasado, no puedes pertenecer a ese grupo! ¡No tienes derecho a ser uno de ellos!

El también estaba algo alterado, nunca antes se había dirigido en ese tono a su padre.

– ¿Por qué no tengo derecho? -preguntó gravemente su padre al tiempo que posaba el vaso-. ¡Mi pasado es muy claro, nunca he sido miembro de un partido reaccionario, nunca he tenido ningún problema político! Aquel año fue el Partido el que animó a los ciudadanos a que se expresaran, y lo único que dije fue que habría que eliminar el muro que los separaba de la gente, sólo hice un comentario sobre la forma de trabajar de aquel individuo, nunca critiqué al Partido; ¡pero ese individuo se vengó! ¡Lo dije en una asamblea, había mucha gente allí, todo el mundo me oyó, todos pueden testificarlo! ¡Y el artículo de unos cien caracteres que escribí en la pizarra me lo encargó la célula del Partido!

– Papá, eres demasiado ingenuo…

Iba a continuar explicándole el porqué cuando su padre lo interrumpió.

– ¡No necesito que vengas a decirme lo que tengo que hacer! No porque hayas estudiado… ¡Tu madre te ha mimado demasiado!

Cuando su padre se serenó, le preguntó directamente:

– Papá, ¿has ocultado alguna arma?

Como si hubiera recibido un golpe, su padre se quedó sin palabras, luego bajó lentamente la cabeza, movió su vaso sin mirarlo, ensimismado, y permaneció en silencio.

– Alguien me ha dicho que ese problema está en mi ficha -explicó-. He venido para saber qué pasa. Papá, ¿es cierto?

– Tu madre fue demasiado honesta… -farfulló.

Eso significaba que algo había ocurrido; un frío glacial se le metió en el pecho.

– En aquella época, durante los dos años que siguieron a la Liberación, circularon unos formularios que todo el mundo tenía que rellenar para conseguir los documentos de identidad. Había un apartado destinado a las armas que cada uno guardaba en casa. Fue un error de tu madre, quiso que dijera la verdad, un amigo me había encargado vender una pistola…

– ¿En qué año? -preguntó mirando fijamente a su padre, que se había convertido en el sujeto de su investigación.

– Hace tiempo, en la época de la guerra de Resistencia. Era en tiempos de la República, tú no habías nacido todavía…

Es de este modo que los hombres confiesan -pensó-, no pueden dejar de confesar. Era una realidad irrefutable. Tenía que calmarse, recuperar la serenidad; no podía seguir interrogando de ese modo a su padre. Se dirigió a él en un tono más suave:

– Papá, yo no te acuso de nada, pero ¿qué ha sido de esa pistola?

– Se la di a un colega del banco. Tu madre decía: «¿Qué quieres hacer con eso?». En aquella época había mucha confusión, pero tu madre decía que si alguna vez yo tenía que disparar, sería incapaz de dar en el blanco y que podía herir a alguien accidentalmente. Entonces la vendí a un compañero de trabajo.

Su padre se echó a reír.

Le dijo seriamente que no era un asunto para reírse.

– En el archivo se habla de tenencia de armas.

Eran las palabras que la propia Lin empleó, no era posible que hubiera un malentendido.

Su padre se quedó aturullado durante un instante, luego casi gritó:

– jEs imposible! ¡De eso hace más de treinta años!

Padre e hijo se miraron; él creía más a su padre que lo que ponía en el archivo, pero tuvo que decir:

– Papá, era imposible que no investigaran.

– Quieres decir que… -Su padre se sintió abatido.

Lo que quería decir era que nadie se atrevería hoy en día a reconocer que le compró esa pistola. Estaba desesperado.

Su padre se tapó la cara con las manos y, al comprender por fin lo que eso significaba, se echó a llorar. En la mesa, los platos de comida, que todavía estaban casi intactos, se enfriaban.

Le dijo que él no venía a echarle nada en cara, que, ocurriera lo que ocurriera, era su hijo, que siempre lo reconocería como padre. Durante los años catastróficos que siguieron al Gran Salto adelante, su madre, con su inmensa ingenuidad, respondió al llamamiento del Partido que incitaba a entrar a las granjas para reformarse por el trabajo manual, y se ahogó en un río, molida de cansancio. El padre y el hijo permanecieron unidos de por vida. Sabía que su padre lo adoraba. Un día en el que volvió de la universidad enfermo, su padre gastó dos meses de cupones de racionamiento de carne para comprar manteca de cerdo para que se la llevara. Dijo que en el norte, con tanto frío y el hielo, era imposible alimentarse correctamente, mientras que aquí se podía aún comprar a alto precio las zanahorias en los pueblos. Vertió la manteca hirviendo en un recipiente de plástico que inmediatamente se fundió por el calor, y el líquido acabó por el suelo. Los dos recogieron de rodillas, en silencio, con una cucharilla, la capa de manteca que se fijó en el piso. Esa escena no la olvidaría nunca. Al final dijo:

– Papá, he venido para aclarar esa historia de la pistola, por ti y también por mí.

Entonces su padre le dio la explicación:

– El que me compró la pistola era un antiguo colega del banco, de hace más de treinta años. Después de la Liberación, me escribió sólo una vez, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas. Si todavía vive, seguramente debe de trabajar en un banco. Tú lo llamabas «tío Fang», ¿te acuerdas? Te quería mucho, no te traicionaría. No tenía hijos y decía que quería que tú fueras su hijo adoptivo, pero tu madre no quiso.

En su casa debe de quedar una vieja fotografía en la que aparece, si se ha librado del fuego. Se acuerda muy bien de que el tío Fang era calvo, tenía la cara redonda y era un hombre entrado en carnes, como un Buda vestido al estilo occidental, con una corbata anudada alrededor del cuello. El pequeño niño a horcajadas sobre las rodillas de aquel Buda que vivía vestido como los occidentales, llevaba ropa de punto y sujetaba una pluma Parker de oro. Él se negó a devolvérsela y se la acabó dando. Fue un tesoro real que tuvo en su infancia.

Sólo se quedó un día en casa de su padre, después continuó su viaje hacia el sur y pasó todavía un día y una noche en el tren. Se informó en el banco popular local, donde lo recibió un joven que formaba parte de una organización de masas rebelde. Luego interrogó a un funcionario responsable del personal y supo que un tal Fang había sido trasladado veinte años antes a una caja de ahorros de un barrio, probablemente porque no confiaban en él, ya que formaba parte del antiguo personal.

Alquiló una bicicleta y encontró la caja de ahorros. Le dijeron que el hombre se había jubilado y le dieron su dirección. En un edificio de dos plantas, muy rudimentario, al final del patio, preguntó a una señora mayor que estaba lavando verduras en una fuente pública y llevaba un delantal anudado a la cintura.

La señora se quedó sin saber qué responder durante un instante, luego le preguntó:

– ¿Para qué quiere verlo?

– Pasaba por aquí cumpliendo una misión, quería visitarlo.

La señora dudó todavía durante un momento; se secó las manos con el delantal antes de decir que no estaba allí. Pensó que debía de ser su esposa y le explicó con tono alegre que era el hijo de su viejo amigo Fulano, que había venido a ver a su tío. La señora soltó varios «Ah» de estupor, acabó conduciéndolo a una habitación y le hizo entrar. Luego, con mucha amabilidad, le preparó té, le rogó que tomara asiento, le dijo que su marido estaba en el huerto y que iba a buscarlo.

El viejo llegó y colocó tras la puerta el pico que tenía en la mano. De cada lado de su rala cabeza quedaban algunos cabellos blancos. Él exclamó «¡Tío Fang!», repitió que era el hijo de su amigo Fulano y le transmitió los saludos que su padre le mandaba.

El hombre sacudía la cabeza y se le crispaban los párpados. Lo miró durante un rato antes de decir con voz lenta:

– Ah, sí, sí que me acuerdo, me acuerdo… Un antiguo colega, un viejo amigo… ¿Cómo está tu padre?

– Sin novedad.

– Entonces está bien, actualmente si no hay ninguna novedad es que todo va bien.

Charlaron un poco, después le dijo que tenía un pequeño problema que podía causarle muchos quebraderos de cabeza, que era respecto al hecho de que su padre había vendido una pistola.

Con la cabeza gacha, el anciano parecía buscar algo, luego levantó la taza de té temblando. Le dijo que no tendría que testimoniar, sólo quería que le explicara qué ocurrió. Al final, le preguntó:

– ¿Mi padre le hizo de intermediario para vender una pistola?

Insistió en la palabra «vender», sin decir que era el anciano quien la había comprado. Éste dejó la taza, su mano ya no temblaba, y entonces dijo:

– Sí, es cierto, así fue. Ocurrió hace muchos años, cuando huíamos durante la guerra de Resistencia. En aquella época los soldados huían a la desbandada, había que defenderse de los bandidos. Como habíamos trabajado durante mucho tiempo en el banco, teníamos algún dinero ahorrado, y ya que los billetes perdían su valor, los cambiamos por objetos de oro y plata que llevábamos a todas partes con nosotros; la pistola era para defendernos si nos asaltaban.

Él dijo que eso ya se lo había contado su padre, y que no creía que fuera un problema grave; lo único que había que saber era dónde se encontraba en ese momento la pistola para poder resolver el asunto, porque sospechaban que su padre ocultaba todavía el arma, y esa sospecha estaba incluso en su ficha, explicó con toda la tranquilidad que pudo.

– Es increíble -suspiró el anciano-. Alguien de la entidad de trabajo de tu padre ya ha venido a investigar lo mismo; nunca pensé que esta historia te podría ocasionar tantos problemas.

– Todavía no ha pasado nada, pero este tipo de problemas latentes es mejor preverlos para poder hacerles frente el día que exploten.

Le mostró una vez más que no venía a investigarlo, luciendo una gran sonrisa para tranquilizarlo.

– La pistola la compré yo -acabó reconociendo el viejo.

Pero él añadió:

– Sin embargo, mi padre dice que usted la vendió siguiendo su recomendación…

– ¿A quién se la habría vendido entonces? -preguntó el anciano.

– No me lo ha dicho.

– No, esa pistola la compré yo -repitió el anciano.

– ¿Mi padre lo sabe?

– Claro que lo sabe. Más tarde, la tiré al río.

– ¿Eso también lo sabe?

– ¿Cómo iba a saberlo? Fue después de la Liberación. La cosa estaba más tranquila, no tenía sentido guardar la pistola. Una noche fui a tirarla al río…

El no tenía nada que añadir.

– Pero ¿por qué tu padre habló de eso? ¡Se mete en donde no le llaman! -dijo el anciano en tono de reproche.

– Si hubiera sabido que había tirado la pistola al río… -dijo para intentar justificar a su padre.

– ¡Su problema es que obedece demasiado!

– Quizá ha tenido miedo de que la pistola todavía exista, o de que le preguntaran dónde estaba el arma…

Quería disculparlo, pero su padre había confesado y comprometido al anciano, que realmente tenía motivos para estar molesto.

– ¡Quién lo hubiera dicho, quién lo hubiera dicho! -suspiraba sin parar el viejo-. ¡Hace más de treinta años de aquello, tú ni siquiera habías nacido, y ahora ha pasado de la ficha de tu padre a la tuya!

Esa pistola devorada por el óxido y de la que no debía de quedar ni la menor pieza en el fondo de un río también debía de figurar en la ficha del anciano. Eso fue lo que pensó, pero no se lo dijo. Cambió de asunto:

– Tío Fang, ¿no tiene usted hijos?

– No -suspiró sin añadir ni una palabra.

Había olvidado que quería tomarlo por hijo adoptivo, por suerte, porque si no, todavía se habría sentido más dolido.

– Si volvieran a investigarlo… -dijo el anciano.

– No, no hará falta -interrumpió él. Había abandonado el propósito de su visita. No había motivos para reprocharles nada, ni al anciano ni a su padre.

– Estoy ya en el final de mis días, déjame terminar mis palabras -insistió el anciano.

– ¿Acaso el arma no ha desaparecido? -repuso él-. Al menos, debe de estar completamente oxidada, ¿no?

El viejo se echó a reír dejando al descubierto sus escasos dientes; luego le cayó una lágrima.

El anciano y su mujer lo invitaron a cenar, pero él se negó rotundamente, afirmando que debía volver a la ciudad a devolver la bicicleta alquilada y luego tomar el tren nocturno.

El viejo tío Fang lo acompañó hasta la esquina de la calle, luego se despidió de él moviendo la mano y le pidió que saludara a su padre de su parte. Le dijo varias veces:

– ¡Cuídate mucho! ¡Cuídate mucho!

Cuando se montó en la bicicleta y dejó de distinguir al anciano cada vez que se volvía, de repente se dio cuenta de que no tenía que haber ido a hacer esa investigación que no le serviría absolutamente para nada.

26

Por fin puedes volver al pasado de ese hombre, niño indigno nacido en el seno de una familia abocada al ocaso, que no vivía en la indigencia total, pero tampoco en la opulencia, más bien en la frontera entre el proletariado y la burguesía. Nació en el mundo antiguo y se crió en la nueva sociedad. Durante un tiempo creyó en la revolución; luego, pasó de la duda a la rebelión. Pero después se dio cuenta de que la revuelta no conducía a ninguna parte, se cansó y descubrió que en realidad no era más que un juguete en manos de los políticos. Entonces se negó a hacer el papel de lacayo o de chivo expiatorio. Sin embargo, como no podía huir, no tuvo otra opción que colocarse una máscara para mezclarse con los demás y vivir al día.

De ese modo se convirtió en un individuo de dos caras, obligado a llevar la máscara desde que salía de casa, como se toma el paraguas los días de lluvia. Cuando volvía a su vivienda, cerraba la puerta y nadie lo veía, entonces se la quitaba para respirar un poco. De otro modo, la habría llevado demasiado tiempo y se le podría haber pegado al rostro y a los nervios faciales. En ese caso, si hubiera querido quitársela, no habría podido. Por cierto, este tipo de enfermedad todavía es muy frecuente hoy en día.

Su verdadero rostro sólo aparecía más tarde, una vez que se arrancaba la máscara, pero no era fácil, ya que su rostro y sus nervios faciales estaban cada vez más rígidos. La menor sonrisa, la menor mueca le exigían un gran esfuerzo.

Probablemente era rebelde por naturaleza, pero no tenía ningún objetivo preciso, ninguna finalidad, ningún principio definido, sólo lo empujaba un instinto de supervivencia. Más tarde, cuando por fin comprendió que esa revuelta también estaba dirigida por la batuta de un director de orquesta, ya era demasiado tarde.

A partir de aquel momento, ya no tuvo ningún ideal ni esperó a que nadie pensara por él, ya no se mostró agradecido a nadie, por miedo a que lo engañaran de nuevo. No se hizo más ilusiones, tampoco recurrió a las palabras hábiles para engañar a los demás o a sí mismo; no espera nada de los hombres ni de las cosas.

Ya no quiere tener camaradas, no necesita para nada ser cómplice de nadie para poder alcanzar cualquier objetivo determinado. También le parece inútil intentar acercarse al poder; de hecho, es demasiado duro, es una lucha interminable demasiado desgastadora para la mente y que exige tremendos esfuerzos. Si consigue permanecer lejos de esa especie de gran familia y de los grupos que se agregan alrededor de ella, habrá tenido mucha suerte.

No quiere destruir el viejo mundo, pero tampoco es reaccionario: los que decidan hacer la revolución que la hagan, pero que no la hagan hasta el punto de que no le dejen sobrevivir. En fin, no puede ser un luchador, él se mantiene más bien en un pequeño espacio entre la revolución y la reacción, observando las cosas de lejos.

En realidad no tenía enemigos, fue el Partido quien quiso convertirlo en un enemigo. No tenía elección, porque el Partido no se lo permitía. Insistieron en que se sometiera a una norma, él se negó, y así se convirtió en un enemigo del Partido. Y el Partido condujo al pueblo a tomarlo como objetivo para que brillara el ideal, para galvanizar el ánimo, dar valor a las masas y que naciera el entusiasmo. Lo convirtieron en el enemigo público del pueblo. Sin embargo, él no tiene ningún problema con el pueblo y se niega a disparar sobre los demás para sobrevivir, lo único que quiere es vivir su propia vida.

Quizá sea una especie de empresario independiente, y le gustaría seguir así. Hoy, por fin, no tiene ni colega, ni patrón, ni superior o inferior jerárquico, se dirige y se emplea a sí mismo, todo lo que hace, lo hace por propia voluntad.

Tampoco detesta el mundo, continúa alimentándose como cualquiera, y adora especialmente la cocina de su país, un gusto que se ha formado desde su infancia, pues su madre era una cocinera excepcional. Por supuesto también le gusta la comida occidental, la gran cocina francesa, o la pasta italiana, sobre la que se dice que Marco Polo la trajo del gran Imperio Tang, aunque el indispensable queso rallado que la acompaña no existiera en China. También le encanta el pescado crudo a la mostaza de los japoneses, que pica la nariz, y el caviar ruso, muy negro; todo eso es delicioso. Le gusta mucho también la carne asada y los encurtidos picantes de los coreanos, y, cuando se acompañan de las finas hojuelas indias, no hay manjar más exquisito. Lo único que no puede comer es el soso Kentucky fried chicken; tiene gustos bastante difíciles, y puede que sea porque durante su infancia rozó la buena vida.

También le gusta el sexo. Cuando era pequeño vio, escondido, el magnífico cuerpo de su joven madre mientras ésta se bañaba. Desde entonces le vuelven loco las mujeres bellas. Y, cuando no tiene ninguna, toma su pluma y escribe relatos eróticos. En eso no es para nada un hombre honesto, desea realmente ser como Donjuán y Casanova, pero no tiene esa suerte y se contenta con describir sus fantasías en los libros.

Esto es lo que escribes sobre él, es lo que debería figurar en su ficha personal que quizá todavía esté en China, pero que él nunca vio.

27

El papel pintado del falso techo estaba arrancado y las ratas que corrían por el tejado durante la noche en todos los sentidos hacían mayores las grietas cuando se peleaban. Las mantas de algodón estaban llenas de polvo negro. Era la primera vez que se encontraba tan desocupado. No tenía nada que hacer, no tenía que levantarse a una hora fija para ir al trabajo ni debía hacer nada para la rebelión. No leía ni escribía; los libros que habría podido leer todavía permanecían en sus cofres y en sus cartones. Debía conservar toda su lucidez para no volver a soñar despierto. Pero en la vivienda de al lado, el obrero jubilado se levantaba muy temprano y ponía la radio a todo volumen. Escuchaba la ópera revolucionaria La linterna roja, eso le ponía muy nervioso. Incluso para masturbarse debía subir la manta hasta la cabeza y cerrar los ojos para pensar con todas sus fuerzas en el cuerpo desnudo de Lin, pero no conseguía parar aquellos cantos que expresaban un entusiasmo severo pero justo, y eso lo deprimía todavía más.

Quería pedir prestada una escalera para volver a empapelar el falso techo, pero estaba tan agrietado que corría el riesgo de caerse del todo. El polvo acumulado encima podía esparcirse por toda la habitación y entonces sería peor el remedio que la enfermedad. Además, empapelar el techo es todo un arte. Colocó en un rincón de la habitación las cosas del viejo Tan, puso su colchón sobre la cama de él y se deshizo de su propia cama. Estaba seguro de que Tan ya no volvería.

Se sentía totalmente libre, pero no sabía adonde ir. Lo único que podía hacer era salir a la calle a comprar los pequeños periódicos que vendían las organizaciones de masas, así como toda clase de materiales de denuncia. Luego, volver a su casa a preparar la comida y leerlos mientras comía. Por los discursos de los dirigentes que recibían a los diferentes grupos de masas, él distinguía las discordancias o las alusiones. Todos mostraban la misma exaltación, pero subían y bajaban continuamente, como un tiovivo de caballos de madera. El del día anterior todavía explicaba la última directiva de Mao. No sabía si hoy o mañana la máquina de matar caería sobre él y lo transformaría en un criminal antipartido. Su entusiasmo por la rebelión se enfrió por completo, no paraba de dudar de todo lo que estaba ocurriendo, pero no se atrevía a reconocerlo.

Tenía que aparecer todavía de vez en cuando por el edificio de su institución y pasar un momento por el cuartel general de los rebeldes. Un gran número de organizaciones rebeldes se habían escindido y se reunían en un gran «cuartel general». Las personas entraban y salían, mientras él fumaba un cigarrillo, charlaba un poco con ellos, escuchaba las noticias, sólo para que lo vieran. Luego se marchaba sin llamar la atención.

Ya no le interesaban los combates incesantes, los reagrupamientos, las nuevas luchas que tenían lugar en el edificio.

El lugar más animado, donde uno se enteraba de más cosas, era la avenida Chang'an. Cada vez que iba al edificio de su institución, pasaba por allí. Había muchas tiendas de campaña montadas a lo largo de los altos muros rojizos de Zhongnan-hai. Sobre una inmensa banderola roja se leía «Frente unido de los revolucionarios proletarios de la capital para desalojar, combatir y criticar a Liu Shaoqi», [19] se desplegaban las banderas rojas de los rebeldes de cada universidad, cientos de altavoces difundían día y noche cantos marciales que denunciaban al jefe del Estado en nombre del dirigente supremo, el sol rojo. Ni siquiera esta escena conseguía emocionarle ya.

– ¡Los últimos documentos de la denuncia de Liu Shaoqi por su propia hija! ¡Léanlos, léanlos! ¡Se compra un calzador de oro con el dinero de la revolución! ¡La denuncia de la ex mujer de Liu Shaoqi!

De entre la gente que rodeaba al hombre que vendía esos pequeños periódicos, reconoció a Cabeza Gorda, su compañero de escuela. Fue a tocarle en el hombro. Éste se sobresaltó y sonrió cuando lo reconoció. Cabeza Gorda llevaba en la mano una bolsa de cuero sintético llena de diarios y documentos que acababa de comprar.

– ¡Ven, vamos a mi casa!

Sintió una bocanada de nostalgia, ya que este amigo representaba el último lazo que lo ligaba con su vida perdida.

– ¡Voy a comprar una botella para celebrarlo! -respondió Cabeza Gorda.

Se subieron a las bicicletas y fueron hasta el mercado de Dongdan a comprar algunos platos preparados y algo de alcohol antes de ir a casa. El sol de la tarde traspasaba las cortinas, se estaba bien en la habitación, y después de unos tragos las mejillas se les sonrosaron y entraron en calor. Cabeza Gorda le explicó que cuando estalló la rebelión lo apartaron. Lo denunciaron por calumnia, pues afirmó que la filosofía de Mao se resumía en total a dos pequeños opúsculos. Esta frase se le escapó una noche que charlaba en el dormitorio con unos compañeros. Sólo dijo eso, pero ahora la gente tenía objetivos más importantes, y ya no se ocupaban de él por unas palabras reaccionarias insignificantes. Dijo también que no había pegado ningún dazibao, que el movimiento no tenía nada que ver con él, pero había perdido la posibilidad de continuar con sus estudios de matemáticas. Entonces lo único que hacía era coleccionar pequeños diarios y leer a escondidas algunos libros.

– ¿Cuáles? -preguntó él.

– El Zizhitongjian [20] Lo he traído de casa.

Cabeza Gorda estaba risueño, rojo por el alcohol.

Él nunca había sentido un interés especial por esas artes de gobernar de los emperadores y no comprendía el sentido de la hilaridad de Cabeza Gorda.

– ¿No has leído la Biografía de Zhn Yuanzhang, de Wu Han? -le preguntó Cabeza Gorda. Quería tantearlo.

La Revolución Cultural empezó a partir de la crítica de Wu Han. El teniente de alcalde de Beijing, especialista en historia de los Ming, escribió un libro en el que describía como el primer emperador de la dinastía, Zhu Yuanzhang, liquidó a todos los hombres de mérito que le habían ayudado a conquistar el poder. Se suicidó nada más empezar el movimiento, abriendo la vía a los innumerables suicidios que vendrían más tarde. Al comprender por qué Cabeza Gorda hablaba de ese libro, sus preguntas internas encontraron la confirmación. Dio un golpe sobre la mesa y exclamó:

– ¡Qué astuto eres!

Tras sus gafas, Cabeza Gorda le lanzó una mirada brillante. Con su pequeña sonrisa, ya no era la rata de biblioteca de antes.

– Sí, lo he hojeado, antes pensaba que sólo era un libro de historia, una crónica antigua, no creía… ¿Es como si se hubiera dado una gran vuelta? -preguntó para intentar averiguar algo más.

– Como la que describe el bumerang de los aborígenes… -rió sarcásticamente Cabeza Gorda.

– Al fin y al cabo, también es dialéctica, ¿no?

– ¿Dialéctica ascendente o descendente?…

Intercambiaban de ese modo alusiones y sobreentendidos, ya que el discurso directo era imposible, debido a los métodos de dominación del emperador cargados de ideología, o de manipulaciones políticas adornadas de la misma. De todos modos, la historia está por encima de la ideología; ¿ocurre lo mismo con la realidad?

La sonrisa se borró del rostro de Cabeza Gorda. La radio de la habitación de al lado emitía esta vez otra ópera revolucionaria modelo creada bajo la directiva de la esposa de Mao, El destacamento femenino rojo: «¡Adelante, adelante, la responsabilidad revolucionaria es grande, el rencor de las mujeres es profundo!».

El ideal grandioso de la camarada Jiang Qing, que nunca obtuvo la simpatía de los veteranos del Partido debido a su deseo de participar en los asuntos políticos, estaba teniendo lugar en aquel momento.

– ¿Cómo es posible que tu vivienda esté tan mal insonorizada? -preguntó Cabeza Gorda.

– Es mejor cuando la radio de al lado está encendida.

– ¿No tienes radio en tu casa?

– Confiscaron la del viejo Tan, que vive conmigo, y continúa aislado en nuestra institución.

Permanecieron durante un tiempo en silencio, escuchando las palabras de la ópera que salía de la vivienda de al lado.

– ¿Tienes algún juego de ajedrez? ¡Juguemos una partida! -propuso Cabeza Gorda.

Tan tenía un juego de ajedrez chino de hueso. Lo sacó de una caja de cartón que tomó del montón de cosas que había colocado en el rincón de la habitación. Luego apartó los platos y el alcohol que había dejado en la mesa y colocó el juego.

– ¿Cómo se te ocurrió pensar en ese libro? -preguntó, volviendo a su conversación mientras avanzaba un peón.

– Cuando los periódicos empezaron a criticar a Wu Han, mi padre me hizo volver a casa y me dijo que estaba pidiendo la jubilación…

Cabeza Gorda movió una pieza y bajó el tono, hablando intencionalmente con ambigüedad. Su padre era profesor de historia, también tenía un título de personalidad demócrata.

– ¿Has visto el libro de Wu Han? ¿Todavía se puede encontrar? -Avanzó otra pieza.

– Lo teníamos en casa y mi padre me lo hizo leer, pero después lo quemó, ¿quién se atreve hoy en día a esconder ese tipo de libro? Sólo me permitió llevarme el Zizhitong/ian de encuadernación tradicional. Es una edición de la época de los Ming, lo único que mi padre me ha dejado en herencia. Este libro lo recomendó el viejo Mao a sus altos funcionarios, si no, no me habría atrevido a guardarlo.

Cabeza Gorda pronunció el nombre de Mao con un tono de voz casi inaudible, a toda velocidad, luego continuó el juego.

– ¡Tu padre es realmente perspicaz! -exclamó él, sin saber si expresaba admiración o pena.

Su padre no fue tan inteligente, ¡era tan ingenuo!

– Era demasiado tarde, le negaron la jubilación, lo criticaron argumentando unos problemas de su pasado -explicó Cabeza Gorda quitándose las gafas, descubriendo unos ojos sin brillo y de miope. Aproximó la cara muy cerca del tablero y dijo:

– ¡Qué mala jugada has hecho!

Él, de un movimiento, barrió las piezas y exclamó:

– ¡Imposible divertirse, nos están dando por culo a todos!

Cabeza Gorda se quedó de piedra al escuchar estas palabras groseras, luego se echó a reír. Y los dos rieron hasta que les saltaron las lágrimas.

¡Tened cuidado! Si alguien hubiera denunciado vuestra conversación, habría bastado para que estuvierais en peligro de muerte. El miedo se esconde en el corazón de todos, pero no se puede nombrar, no se puede poner al desnudo.

Cuando cayó la noche, salió al patio a vaciar el cubo de la basura, lleno de restos de carbón y de la cena. Comprobó que las puertas de sus vecinos estaban cerradas y Cabeza Gorda aprovechó para montarse en su bicicleta. Vivía en un dormitorio colectivo, todavía estaba siendo objeto de una investigación y, a pesar de la advertencia que le había hecho su viejo padre, ya era demasiado tarde. Cuando el ejército llegó poco después para proceder a la depuración de las filas de clase, la famosa frase que soltó mientras charlaba en su dormitorio fue considerada como un crimen de alta traición, y lo enviaron a una granja de reeducación por el trabajo, en la que estuvo cuidando búfalos durante ocho años.

Después de esta conversación, el miedo hizo que se evitaran. No se atrevieron a tener el menor contacto entre ellos y tardaron catorce años en volverse a ver. El padre de Cabeza Gorda ya había muerto. Uno de sus tíos, que vivía en Estados Unidos, le ayudó a entrar en una universidad para perfeccionarse. Una vez obtuvo su pasaporte y su visado, Cabeza Gorda vino a despedirse de él. Evocaron aquel reencuentro, el alcohol que se les subió a la cabeza, cómo encontraron las razones secretas que empujaron al viejo Mao a llevar a cabo la Revolu ción Cultural.

– Si esta conversación entre nosotros dos hubiera trascendido -dijo Cabeza Gorda-, no me habrían enviado sólo a pastar búfalos, seguramente ya no tendría la cabeza sobre los hombros.

Luego le dijo que si encontraba un trabajo de profesor en los Estados Unidos, seguramente no volvería.

Aquella noche, catorce años antes, cuando Cabeza Gorda se fue, abrió de par en par la puerta de su habitación para airearla. Luego la cerró, calmó su excitación y su temor tumbado sobre la cama, mirando fijamente el agujero del techo. Era como si se hubiera sentado sobre un hormiguero; la pesada oscuridad parecía animada por un hormigueo constante. Cuando pensaba que el falso techo podía caerle encima en cualquier momento, junto con todos sus insectos, se le ponía la carne de gallina.

28

Volvió el invierno. Ya había cerrado la tapa de la estufa de carbón. Estaba tumbado sobre la cama; sólo tenía encendida la luz de la mesita de noche. La pantalla metálica, colocada sobre la bombilla, dirigía los rayos hacia abajo e iluminaba la manta a cuadros. Con el cuerpo en la oscuridad, observaba el redondel de luz. Parecía un inmenso tablero con los bordes difuminados; la victoria o la derrota no dependía de las figuras, sino del que las movía en la sombra, el jugador. Una figura de ajedrez a la que le gustaría tener voluntad propia y no desea que la coman de forma estúpida debe de estar completamente loca. Tú no mereces ser un peón insignificante, eres una simple hormiga que puede ser aplastada por los pasos de los viandantes. Sin embargo, no puedes abandonar el hormiguero, vives el presente entre las hormigas. «Miseria de la filosofía» o filosofía de la miseria, de Marx a estos sabios revolucionarios, ¿quién habría podido imaginar la catástrofe y la miseria espiritual que engendraría esta revolución?

Oyó unos golpes en la ventana; al principio pensó que era el viento, la ventana estaba cerrada herméticamente con papel encolado y había echado las cortinas. Dos ligeros golpes sonaron de nuevo.

– ¿Quién es? -preguntó, sentándose sobre la cama; pero nada se movió. Entonces salió de debajo de las mantas y fue hasta la ventana descalzo.

– Soy yo -dijo dulcemente una voz femenina.

No conseguía adivinar quién era. Corrió el pestillo de la puerta y la entreabrió un poco. Xiaoxiao la empujó y entró, acompañada de una corriente de aire helado. Se quedó estupefacto al ver a aquella estudiante llegar así a medianoche. Como estaba en calzoncillos, corrió a refugiarse bajo las mantas y dejó que la joven cerrara la puerta. Pero ésta se abrió de nuevo empujada por el fuerte viento. Xiaoxiao tuvo que apoyarse contra ella para volverla a cerrar.

– Echa el pestillo -dijo sin reflexionar. La joven dudó un instante; luego lo echó delicadamente. Él tuvo una corazonada. La muchacha se quitó la bufanda, que le envolvía la cabeza, y dejó aparecer su dulce rostro níveo. Con la cabeza mirando al suelo, parecía jadear.

– ¿Qué te pasa, Xiaoxiao? -preguntó, sentándose en la cama.

– Nada -contestó, levantando la cabeza; todavía estaba de pie al lado de la puerta.

– Debes de estar helada. Abre la tapa de la estufa.

La joven se quitó los guantes de lana, lanzó un suspiro, luego tomó el gancho que estaba cerca de la estufa y abrió la puerta y la tapa con total naturalidad, dejando al descubierto el carbón incandescente. Estaba claro que a esa débil muchacha no la debían de mimar demasiado en casa y que estaba acostumbrada a realizar ese tipo de tareas.

Xiaoxiao había venido a participar en el movimiento de su institución con un grupo de estudiantes de secundaria que se dividió rápidamente en dos facciones; ella y otras amigas se decantaban por su tendencia, pero sus compañeras se mostraron entusiasmadas sólo durante unos días y después desaparecieron como por arte de magia. Sólo Xiaoxiao iba con mucha frecuencia al cuartel general. No entraba en las polémicas con el mismo entusiasmo que las demás chicas, se mantenía siempre tranquila, al margen del grupo, recorriendo los diarios o ayudando a copiar los dazibaos. Manejaba bastante bien el pincel y era paciente. Una tarde había que redactar sobre la marcha unos dazibaos para contrarrestar a los que acababan de hacer los adversarios, y cuando terminaron de pegarlos, ya eran más de las nueve de la noche. Xiaoxiao dijo que vivía cerca de la torre del Tambor. Como le iba de camino, él le propuso llevarla sobre el portaequipajes de su bicicleta. Primero pasaron por su casa y la invitó a comer algo antes de continuar. Xiaoxiao accedió de buena gana y ella misma se puso a cocer unos tallarines. Después de cenar la acompañó hasta la entrada de una callejuela. Xiaoxiao le dijo que la dejara allí y, tras saltar del vehículo, desapareció en la oscuridad.

– ¿Has comido algo? -le preguntó él.

Asintió con la cabeza y se frotó las manos. Su cara iluminada por la estufa tomó algo de color. Hacía tiempo que no la había visto y esperaba una explicación por la inesperada visita. Ella se quedó sentada en silencio al lado de la estufa, calentándose el rostro con las manos, lo que la hacía todavía más encantadora.

– ¿Qué ha sido de ti durante todos estos días? -acabó preguntando desde la cama.

– Nada. -La joven continuaba mirando la estufa, con las manos apoyadas en las mejillas.

El esperaba que ella continuara, pero la muchacha se quedaba callada.

– ¿Qué estáis haciendo en vuestra escuela últimamente? -preguntó.

– Todos los cristales de la escuela están rotos, hace un frío insoportable, nadie va por allí, nos hemos dispersado todos sin saber muy bien qué hacer.

– Bueno, está muy bien, ¿no? Puedes quedarte en tu casa sin tener que ir a clase.

Ella permaneció en silencio. Él fue a incorporarse para tomar el pantalón que estaba sobre la estantería al pie de la cama.

– Quédate tumbado. No hace falta que te levantes. Sólo he venido a charlar un poco.

Xiaoxiao se había vuelto y lo miraba fijamente.

– Entonces hazte un poco de té -propuso.

La muchacha continuó inmóvil. El creyó saber por qué había venido al ver en su mirada un brillo especial.

– Tengo demasiado calor, ¿me quito el abrigo? -preguntó como si se hiciera la pregunta a sí misma.

– Quítatelo, si tienes demasiado calor -dijo él.

Ella se levantó y se quitó el abrigo acolchado; debajo llevaba un jersey de lana roja ajustado que le apretaba el busto. Al descubrir sus senos, se sintió un poco incómodo.

– ¡Me voy a levantar!

– ¡No vale la pena, de verdad! -exclamó ella.

– Es tarde, y si los vecinos te han visto entrar… -dijo con escrúpulos.

– El patio estaba totalmente oscuro, en ninguna ventana había luz, excepto en la tuya; nadie me ha visto entrar.

De pronto, la voz de Xiaoxiao era susurrante. En un instante, aquella chica que apenas conocía le hablaba en un tono de intimidad sorprendente.

Él bajó la cabeza en señal de asentimiento. Xiaoxiao se acercó a la cama, hasta que las piernas rozaron el borde. Su corazón empezó a latir violentamente, él escuchaba los latidos. Xiaoxiao se levantó el jersey, su camiseta roja cereza desteñida, y dejó al descubierto su fina cintura y la base de sus senos. Instintivamente, él levantó la mano; ella la sujetó; él no comprendía si quería atraerla o impedir que la acariciara, pero cuando levantó la cabeza no consiguió captar su mirada. Su fina piel lucía bajo la luz de la lámpara, y bajo un seno, apoyado contra la mano, nacía una delicada cicatriz roja. Los pequeños dedos ágiles de la joven mantenían su mano apretada. No tuvo tiempo de preguntarle de qué era la cicatriz mientras paseaba la mano bajo la camiseta de la muchacha. Agarró aquel seno, mayor de lo que parecía, más bien tierno. Xiaoxiao gimió dulcemente. Antes de que tuviera tiempo de distinguir lo que decía, mientras la abrazaba, ella se dejó caer sobre la cama.

No recordaba cómo se deslizó bajo las mantas, ni cómo se desabrochó los botones apretados de su pantalón, no tenía apenas vello en el pubis, ni siquiera sabía si todavía era virgen. Sólo recordaba que ella no se anduvo con remilgos, que no opuso resistencia alguna, que no se besaron, tampoco se quitó del todo el pantalón de punto, se lo bajó sólo hasta las rodillas y dejó que la acariciara. Después él le quitó el jersey y la camiseta y, bajo las mantas, se corrió sobre su tierno pubis. Recordaba que ella estaba acurrucada contra él, con los ojos cerrados, y la luz de la lámpara de la mesilla le iluminaba los labios rojos ligeramente entreabiertos, haciendo que naciera en él una bocanada de ternura por esa chica en quien no se había fijado demasiado hasta entonces. No había previsto lo que ocurriría, no se había preparado y tenía miedo de dejarla embarazada. No se atrevía a ir más lejos, no se atrevía a correrse dentro de ella. No comprendía si al venir a verlo sólo estaba buscando eso, no comprendía lo que quería que pensara al enseñarle la cicatriz. No sabía lo que debería hacer al día siguiente, ignoraba cómo sería su día siguiente y el de ella, si es que ese día siguiente tenía que existir.

Permaneció tumbado tranquilamente, escuchando el tictac del despertador de encima de la mesita, la calma reinaba alrededor de ellos. Tuvo ganas de preguntarle sobre su cicatriz, sin duda había venido a verlo por eso, y una vez allí, se atrevió a ir más lejos. Inclinado sobre el costado, la observó durante un buen rato, pero tuvo miedo de romper aquella quietud en la que ninguno de los dos se atrevía ni a respirar. El tictac del reloj le recordó la realidad, el tiempo pasaba. En el momento en que se incorporaba para mirar la hora, Xiaoxiao abrió los ojos, se subió los pantalones bajo las sábanas y se los abotonó antes de sentarse.

– ¿Te vas? -preguntó él.

Ella asintió con la cabeza y salió de debajo de las mantas. No se había quitado los calcetines violeta. Fue a ponerse los zapatos. El se quedó tumbado, mirando en silencio cómo se ponía el abrigo acolchado y luego cómo se envolvía el rostro en su bufanda. La vio tomar de la mesa los guantes de lana y acabó preguntándole:

– ¿Qué te pasa?

Su propia voz le pareció ronca.

– Nada -dijo ella con la cabeza gacha. Luego se puso lentamente los guantes.

– Si te ocurre algo, ¡dímelo!

Creía necesario pronunciar estas palabras.

– Nada -repitió ella sin levantar la cabeza. Luego dio media vuelta y descorrió el pestillo de la puerta.

Se levantó rápidamente, descalzo sobre el suelo helado, con la intención de retenerla; pero, de pronto, se dio cuenta de lo que se estaba arriesgando a hacer.

– No salgas, vas a coger frío -dijo Xiaoxiao.

– ¿Volverás? -preguntó él.

Ella afirmó con la cabeza, luego abrió suavemente la puerta y salió.

No volvió y nunca más apareció por la oficina del cuartel general de los rebeldes. Él no tenía la dirección de su familia. Era la única del grupo de estudiantes que se quedó tanto tiempo en su institución, pero nunca le preguntó de dónde venía y tan sólo sabía su nombre, que además puede que fuera un apodo entre compañeros. De lo que estaba seguro era de que bajo el seno de aquella joven llamada Xiaoxiao, el seno izquierdo, no, el seno derecho, que tenía en su mano izquierda, bajo el seno derecho de aquella chica, había una cicatriz que parecía reciente, de algo más de dos centímetros de largo. Recordaba que la joven se mostraba sumisa, que no lo frenó en ningún momento, que había querido mostrarle la cicatriz, ¿quería provocar su compasión o seducirlo? ¿Tenía dieciséis o diecisiete años? No tenía vello en el pubis, era lo suficientemente atractiva como para que él la deseara, y, quizá porque era demasiado joven y frágil, tenía miedo de asumir sus responsabilidades. No sabía si los padres de Xiaoxiao habían sufrido algún percance, y no tenía medio alguno de conocer el origen de la cicatriz. ¿Habría venido a verlo sólo por aquella marca? ¿Para pedirle protección y apoyo? ¿O quizás estaba simplemente desorientada o atemorizada? Quizá se acostó con él para sentirse mejor; pero él no se atrevió a aceptarla, a retenerla.

Varias veces, al salir de su casa o regresar en bicicleta, pasó por delante de la callejuela en que Xiaoxiao saltó aquella noche, pero nunca más la vio. Entonces se arrepintió de no haberla retenido, de no haberle dicho palabras cariñosas para que se sintiera mejor, de haber sido tan cauteloso, tan prudente, tan increíblemente estúpido.

29

– ¿Por qué te detuvieron?

– Un traidor me vendió.

– ¿Y tú traicionaste a alguien? ¡Confiesa!

– Hace tiempo que el Partido examinó mi pasado. Está todo en orden.

– ¿Quieres que te leamos un documento? – El viejo empezaba a inquietarse, dos veces seguidas un tic nervioso le estiró la piel bajo las bolsas de los ojos.

– ¿Recuerdas haber dicho: «En el momento crucial de la salvación nacional contra la rebelión comunista, no he estado suficientemente alerta, me he dejado llevar por las malas influencias y he tomado el camino equivocado»?

– ¡No recuerdo haber dicho eso! -negaba el anciano enérgicamente; las gotas de sudor le caían sobre la nariz.

– Te lo advierto, lo que te acabamos de leer tan sólo es el principio; ¿quieres que te lea el resto?

– De verdad que ya no me acuerdo, de eso hace más de veinte años. -Su tono de voz se había debilitado, apenas conseguía tragar saliva, la nuez le subía y bajaba a lo largo del cuello.

Agitó unos documentos que tenía sobre la mesa. El papel que estaba asumiendo era desagradable, pero prefería ser él quien hiciera las preguntas y no estar en el lugar del interrogado.

– Esto es una copia, pero en el documento original figuran tu firma y la huella de tu pulgar, utilizabas tu nombre de antes, ya que te lo cambiaste poco después. Esas cosas no se deben de olvidar fácilmente, ¿no?

El viejo no dijo nada.

– Todavía puedo leerte algunas frases para refrescarte la memoria. -Continuó leyendo-: «Suplico al gobierno que sea clemente conmigo. Garantizo por escrito que haré un informe inmediatamente si encuentro a gente cercana a los bandidos comunistas o a alguna persona sospechosa…». ¿Eso no es traición? ¿Sabes cómo se las gastaba el Partido con los traidores como tú cuando estaba en la clandestinidad? -preguntó.

– Ya lo sé, ya lo sé -respondió rápidamente el anciano.

– ¿Y entonces?

– Nunca he vendido a nadie…

Su cráneo calvo también sudaba.

– Responde a la pregunta: ¿Has traicionado al Partido, sí o no?

– ¡Levántate!

– ¡Habla de pie!

– ¡Di la verdad!

Le gritaron algunos rebeldes presentes.

– A mí… me soltaron bajo fianza…

El viejo se puso en pie, temblando, apenas se oía el hilo de voz que salía de su garganta.

– No te he preguntado cómo saliste. Si no te hubieras confesado ante el enemigo, ¿cómo habrían podido dejarte salir? ¿Acaso esto no fue una traición?

– Pero yo… más tarde volví a recuperar el contacto con el Partido…

El lo interrumpió:

– En aquella época, el Partido clandestino no sabía nada de la confesión que hiciste.

– El Partido perdona, me perdonó… -dijo el viejo con la cabeza gacha.

– ¿Y tú? ¿También has perdonado? ¡Has sido cruel cuando has reprimido a las personas, soltabas toda tu ira, no dejabas en paz ni a los que escribían su autocrítica! Cuando dictabas las directivas para las células del Partido bajo tu control, decías que los expedientes no podían tener ningún fallo, no había que darles ninguna posibilidad de revocar el veredicto. ¿Lo has dicho o no?

– ¡Confiesa! ¿Lo has dicho, sí o no? -gritaban los asistentes.

– Sí, sí, lo he dicho, me he equivocado.

El viejo prefirió reconocerlo, pues no era un error importante comparado con lo de traicionar al Partido.

– ¿Te has equivocado? ¿Y te quedas tan tranquilo? ¡Has hecho que algunos se tiraran por la ventana y dices que te has equivocado! -dijo alguien golpeando sobre la mesa.

– Pero… no era yo, era un problema de ejecución de órdenes…

– Eran tus propias órdenes, unas órdenes que habías dado personalmente: «Hay que relacionar los problemas que las personas tuvieron en el pasado con su actitud actual para llegar a poner las cosas en claro». ¿Lo has dicho, sí o no? -dijo un rebelde que no soltaba a su presa.

El anciano se mostró más sumiso.

– Sí, sí, lo he dicho.

– ¿Quién se ha opuesto al Partido? ¡El traidor al Partido eres tú! ¡Escribe todo eso! -gritó el mismo rebelde.

– ¿Cómo? -preguntó el viejo con un aspecto lamentable.

– ¿Necesitas una secretaria para escribir? -se burló uno.

Muchos se rieron; cada uno comentaba la escena, como cuando se ha pescado una buena pieza y se está muy orgulloso. El viejo levantó furtivamente la cabeza, su cara tenía un color verdusco. Luego preguntó temblando, con el labio inferior muy pálido:

– Yo… estoy enfermo del corazón…, ¿puedo beber un poco de agua?

Él le empujó por encima de la mesa un vaso de agua. El viejo sacó de un bolsillo un pequeño frasco de medicamentos del que extrajo una pastilla que se tragó de inmediato.

El anciano era mucho mayor que su padre. En aquel momento pensó que no era bueno que tuviera una crisis cardíaca en plena sesión y dijo:

– Siéntate y bebe; si no te encuentras bien, puedes tumbarte en el sofá.

El anciano lo miró con una expresión lastimera, pero no se atrevió a ir hasta el sofá, donde ya estaban sentadas varias personas. Al darse cuenta, él cambió de idea de repente y dijo:

– Escucha, mañana por la mañana tienes que traernos una confesión detallada en la que expongas cómo traicionaste al Partido, cómo fuiste arrestado, cómo conseguiste salir de la cárcel, mencionando el nombre de los testigos. Explicarás también qué confesión hiciste cuando estabas encerrado.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo el viejo, apresurándose a inclinar el cuerpo.

– Puedes marcharte.

Nada más salir el anciano, los rebeldes fueron a hablar con él tremendamente alterados.

– ¿Creéis que puede huir habiendo un documento como éste contra él? ¡Nadie puede escapar de la dictadura del proletariado! No hagamos que el viejo tenga un infarto en público -dijo con tanta convicción como maldad.

– Puede que se suicide cuando llegue a su casa, ¿no? -preguntó uno de los rebeldes.

– No creo que tenga tanto valor. Si no hubiera temido a la muerte, no habría firmado la confesión de entonces. Mañana traerá anotados todos sus crímenes, ¿no creéis?

Los asistentes no supieron qué decir. Detestaba con toda su alma a aquel viejo que sólo tenía al Partido en la boca, y si sentía una cierta compasión se debía a que, después de haber perdido su propia fe en el mito de la revolución, también acabó con la leyenda fabricada por la grandiosa revolución sobre el nuevo hombre provisto de una pureza absoluta. El viejo ocultó durante mucho tiempo que había firmado la confesión en la cárcel enemiga y que se cambió de nombre, evitando así las investigaciones, probablemente había estado muerto de miedo durante todos estos años, pensó.

Como no estaba permitido cambiar de fe cuando se subía a bordo del barco del Partido, ¿habría que seguir al Partido hasta el final? ¿Y si no se tenía suficiente fe? ¿Y si uno se saltaba esa única opción? ¿Se podía vivir sin principios de base? Cuando tu madre te parió no tenías principios, ¿por qué ese último vástago de esa familia abocada al declive no podía vivir fuera de los principios? ¿No ser revolucionario era lo mismo que ser contrarrevolucionario? Si no servías a la revolución, ¿debías sufrir por ella? Si no morías por la revolución, ¿tenías todavía derecho a vivir? ¿Y cómo escapar de las garras de aquella revolución?

Amén. Desde tu nacimiento fuiste alcanzado por el pecado original, no podías ser juez, te protegías tomándolo todo a la ligera, mezclándote con aquel grupo de rebeldes. Entonces tuviste cada vez más claro que debías encontrar un lugar donde refugiarte. So pretexto de hacer investigaciones sobre los dirigentes del Partido, escribías tú mismo un montón de cartas de recomendación en las que colocabas un sello oficial. También pudiste conseguir una buena suma de dinero para salir en misión y viajar por muchos lugares. Entonces ¿por qué no intentar descubrir si en este mundo extraño podía existir todavía algún lugar donde pudieras escapar de esta omnipresente revolución?

En la ciudad de Jinan, situada en la ribera sur del río Amarillo, llegó a un pequeño taller de una callejuela. El objeto de su investigación era un criminal que habían soltado de un campo de reeducación por el trabajo. La mujer encargada del taller, de mediana edad, que usaba manguitos en ambos brazos, estaba pegando cajas de cartón. Ella le dijo:

– Ese hombre ya no está en este mundo desde hace tiempo.

– ¿Ha muerto? -preguntó él.

– Si no está en este mundo es que ha muerto.

– ¿Cómo ha muerto?

– ¡Vaya a preguntarle a su familial

– ¿Su familia todavía vive? ¿Quién queda?

– ¿A quién está investigando, a él o a su familia? -objetó la mujer.

Él no podía explicarle que el muerto era compañero de colegio del dirigente al que estaba investigando, que participaron juntos en un movimiento estudiantil que organizó el Partido en la clandestinidad y luego estuvieron en la cárcel bajo el Guomindang. Tampoco podía hablarle de las consecuencias de la lógica implacable de la revolución, no tenía por qué gastar saliva, pero aun así debía encontrar pruebas de la muerte de aquel hombre para que le pagaran los gastos de la misión.

– ¿Puede usted poner un sello en mis documentos? -preguntó él.

– ¿Qué sello?

– Para certificar la muerte de ese hombre.

– Para eso debe ir al comisario de policía, nosotros no damos certificados de fallecimiento.

– De acuerdo. ¿Cómo puedo llegar al río Amarillo? -preguntó imitando el acento de la mujer, el acento de Shandong.

– ¿Qué río Amarillo? -preguntó ella.

– El río Amarillo, sólo hay un río Amarillo en China. Su ciudad, Jinan, ¿no está al borde del río?

– ¿De qué está hablando? Mi ciudad está lejos del río. Nunca he ido. No hay nada interesante allí.

La mujer continuó pegando cajas y no le prestó más atención.

El proverbio dice «Uno no puede morir sin haber visto el río Amarillo», y de repente tenía ganas de verlo. Había pasado a menudo cerca de ese río tan loado desde tiempos remotos, pero siempre lo había hecho en tren y, a través de la sucesión de las monturas de acero del puente, nunca consiguió juzgar su grandeza. Un hombre le dijo que el río Amarillo todavía estaba lejos de allí, que debía tomar un autobús hasta el pueblo de Luokou y luego caminar un poco antes de llegar a un dique.

Cuando escaló el alto dique de loees [21] totalmente ralo, sin la menor hierba, percibió que la orilla opuesta, también de loees, era una zona que se inundaba y no tenía ninguna construcción, ni árbol, sólo había pendientes cenagosas formadas por las crecidas y decrecidas, y, bajo las pendientes, aguas fangosas turbulentas, el lecho del río que se encontraba por encima de la ciudad. ¿El río fangoso que corría con tanta impetuosidad, de color casi marrón, era realmente el famoso río Amarillo? ¿Ahí fue donde nació la antigua civilización china?

En el horizonte, el río enlodado corría hacia el infinito bajo la luz cegadora del sol. Salvo la sombra negra de un barco de vela que flotaba a lo lejos, no había el menor rastro de vida. Los que habían compuesto aquellas canciones sobre el río Amarillo ¿lo habrían visto realmente, o las escribieron sin verlo?

A lo lejos, el barco de velas grises remendadas llegaba cabeceando. Un hombre con el torso desnudo lo pilotaba y una mujer que llevaba una chaqueta gris trabajaba en el puente. Estaba lleno de piedras, probablemente para tapar alguna brecha en el dique en caso de inundación.

Bajó a la orilla, que estaba cada vez más turbia. Luego se quitó los calcetines y los zapatos, se los quedó en la mano y entró en el agua descalzo, hundiéndose en el lodo viscoso. Se inclinó para meter el brazo dentro del agua y lo sacó cubierto de barro, que cuajó con el sol como si fuera una costra. «Bebe un trago de agua del río Amarillo», escribió un poeta revolucionario. Jamás un ser humano podría beber aquella sopa amarilla y hasta a los peces les debía de costar vivir ahí. Era evidente que incluso las miserias y calamidades eran dignas de ser cantadas. Aquella inmensa corriente de fango casi muerto lo dejó estupefacto, sintió un gran vacío. Varios años más tarde, un alto funcionario del Estado declaró que habría que poner una estatua monumental en el curso superior del río Amarillo dedicada al alma de la nación. Probablemente aquel proyecto ya lo hayan realizado.

En una pequeña estación de la orilla norte del Yangzi, el tren paró accidentalmente pasada la medianoche. Las personas estaban encerradas en los vagones asfixiantes, en los que los ventiladores zumbaban sin parar. El olor agrio de la transpiración hacía que el ambiente fuera todavía más irrespirable y denso. Al cabo de unas horas, anunciaron por el altavoz que en la siguiente estación estaban teniendo lugar enfrentamientos armados y que la vía estaba llena de rocas; no sabían cuándo se reanudaría el servicio. Los pasajeros rodearon a los empleados del tren para protestar. Las puertas se abrieron y todo el mundo pudo bajar. Él fue a lavarse al borde de un arrozal; luego se tumbó sobre la hierba y se quedó contemplando el cielo estrellado. Las protestas de los pasajeros disminuyeron, sólo oía el croar de las ranas y se quedó dormido. Su niñez le vino a la memoria, pensó en cuando se quedaba contemplando la noche, tomando el fresco sobre una tumbona de bambú. Aquellos recuerdos de infancia eran todavía más lejanos que las estrellas que cintilaban en el cielo.

30

Una hilera de sacos de cemento apilados a la altura de un hombre atravesaba la calle, con saeteras para disparar con escopeta. Delante de la barricada había un batiburrillo de barreras, hormigoneras, grandes marmitas para calentar el alquitrán, rollos de alambre de espino. En medio de la calzada, una abertura permitía el paso de las personas, de una en una. Cortaron la circulación, los trolebuses desengancharon sus troles, y una fila de siete u ocho, vacíos, aparcaban al lado de la encrucijada. Sin embargo, las aceras estaban llenas de peatones y habitantes de los alrededores; los niños intentaban ver por encima de las personas agrupadas. Sobre las aceras protegidas por barreras metálicas, había mujeres con sus hijos en brazos, ancianos en camiseta y pantuflas que se abanicaban con calañas de juncos, para ver qué ocurría. ¿Estaban esperando el inicio de los combates? Prorrumpían suposiciones de todos los lados, se hablaba del Hongzongsi, o del Gezong. [22] Lo que estaba claro era que allí se enfrentarían a muerte las dos facciones. Ignoraba qué facción controlaba las calles de la plaza de la estación y se separó decididamente de la gente para dirigirse hacia la barricada.

Detrás de la abertura que había en los alambres de espino, unos trabajadores con un brazalete, un casco de seguridad de mimbre y una barrena en la mano cortaban el paso. Mostró su carné de trabajo, el guardia echó un vistazo y le indicó que entrara. De todos modos, no era del lugar, era ajeno a aquella lucha entre las dos facciones. Avanzó por el medio de la avenida desierta, bajo el sol cegador que hacía que se fundiera el asfalto. «Es poco probable que pierdan la cabeza en pleno día», se dijo a sí mismo.

«¡Bang!» Un estallido seco cortó la calma asfixiante que entorpecía a las personas. Tardó un poco en comprender que se trataba de un disparo y examinó cada lado de la calle. Había un eslogan escrito con gruesos caracteres en el muro de la fábrica: «Luchemos hasta la última gota de sangre para proteger la línea proletaria revolucionaria del Presidente Mao». Entonces lo relacionó con el estallido y echó a correr, pero se paró de inmediato para que no diera la sensación de que tenía especiales motivos para huir y se convirtiera en el blanco de algún fusil. Se subió a la acera con paso decidido y caminó siguiendo el muro.

Le era imposible saber de dónde venía el disparo. ¿Era para prevenir a los peatones o habían disparado contra él? No tenían motivos para matarlo, a él, que caminaba solo por la avenida, que no tenía nada que ver con aquella lucha a muerte entre dos facciones. Sin embargo, si lo alcanzaban, ¿quién sería testigo? De repente se dio cuenta de que corría el riesgo de morir de un disparo sin comerlo ni beberlo, y que su destino dependía por completo de la suerte. Se metió en una callejuela que también estaba vacía; daba la sensación de que todos los habitantes hubieran abandonado el barrio. De pronto tuvo miedo, y en aquel momento comprendió como una ciudad podía entrar en una guerra sin dificultad, como las personas se podían convertir en enemigos en un instante y enzarzarse en una lucha a vida o muerte en nombre de una línea política totalmente invisible.

En la plaza de delante de la estación, un gran número de personas hacían cola frente a las taquillas cerradas. Eran viajeros que esperaban. Preguntó a alguien que tenía delante de él cuándo empezaría la venta de billetes. El hombre hizo una mueca para mostrarle que no tenía ni idea. Se puso en la fila de inmediato. Poco después, otras personas que no supo de dónde habían salido, se añadieron a la cola detrás de él. Nadie llevaba mucho equipaje, y no había niños ni ancianos, tan sólo mozos robustos, a excepción de una chica con trenzas que estaba a dos pasos de él. A veces ella miraba de reojo hacia atrás, y, cuando cruzaba la vista con alguien, bajaba de inmediato la cabeza. Daba la sensación de que tenía miedo de que alguien la reconociera. Pensó que todos los que estaban haciendo cola para comprar los billetes debían de estar huyendo del peligro. Sin embargo, el hecho de que hubiera tantas personas en la plaza lo tranquilizó. Se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo.

De pronto, los de su alrededor se agitaron y la fila se rompió sin que supiera qué estaba ocurriendo. Paró a alguien para averiguar qué pasaba. Le dijeron que iban a cerrar el río. No supo lo que eso significaba hasta que le explicaron que ni el barco ni el tren podrían pasar. Otro dijo que habría una masacre. ¿Quién iba a masacrar a quién? Imposible conseguir una respuesta. La cola desapareció en un instante y no quedaron más que unas pocas personas aisladas que, como él, no tenían adonde ir. Se aproximaron poco a poco y volvieron a hacer cola delante de las taquillas de la estación. Formaron una cola menor, como si fuera el único medio de mantenerse. Cuando el sol se inclinaba hacia el oeste y la aguja gorda del reloj de la estación marcó las cinco pasadas, todavía no se había presentado nadie en las taquillas.

Sin saber qué estaba ocurriendo, las personas que esperaban empezaron a tomar conciencia de la situación y dejaron de esperar estúpidamente. Se pusieron a la sombra a charlar o a fumarse un cigarrillo. Uno de ellos daba su opinión sin cesar, afirmaba que los dos bandos estaban entablando las últimas negociaciones, que el ejército intervendría pronto, que el tránsito ferroviario no podía estar cortado por mucho tiempo y que seguramente se reanudaría al día siguiente, al menos eso era lo que creía. Él ya no buscaba más información, la chica todavía estaba allí, con la cabeza gacha, los brazos abrazando las rodillas, acurrucada en un rincón, a cierta distancia de los demás.

Tuvo ganas de comprar algo de comer antes de que se hiciera de noche. En el peor de los casos se acostaría sobre el suelo de cemento, pondría la mochila de almohada, y contemplaría las estrellas. Era verano, sería fácil. Se alejó de las taquillas para ir a dar una vuelta. Todos los comercios cercanos a la estación estaban cerrados y no había ni un solo restaurante abierto. A cada lado de la plaza las calles estaban igualmente desiertas, hacía horas que no pasaba por allí ningún vehículo. Empezó a notar que aquel ambiente era muy tenso y a preocuparse de verdad. No se atrevió a ir muy lejos y regresó a la estación. La sombra de la torre se alargaba hasta el centro de la plaza, y delante de las taquillas el grupo todavía había disminuido más, pero la chica continuaba acurrucada en el mismo lugar, mientras que el hombre que no paraba de hablar se había callado.

La sombra de la torre del reloj cubría ahora casi toda la plaza. Su contorno parecía mucho más claro en contraste con la luz del sol, que disminuía. ¿Para qué quedarse esperando un tren que no se sabía cuándo iba a pasar en una estación donde nadie se conocía? ¿Y si la vía estaba totalmente cortada? ¿Y si había estallado una guerra civil?

«¡Bang, bang, bang!» Sintieron las detonaciones sordas en el pecho. Todos se levantaron. Luego oyeron otros disparos, sin duda de una ametralladora, no lejos de allí. La gente se dispersó, él también corrió, inclinado hacia adelante, bordeando un muro. Ya está, es la guerra, pensó. Entró por un pasaje estrecho al abrigo de las balas, rodeado de sacos amontonados a la altura de un hombre, y se refugió en un almacén. Se detuvo, jadeando, y escuchó otra respiración fuerte; la chica también estaba allí, apoyada contra los sacos, sin aliento.

– ¿Dónde se han metido los demás? -preguntó él.

– No sé.

– ¿Adonde vas?

La joven no respondió.

– Yo voy a Beijing.

– Yo… yo también -respondió ella tras un instante de vacilación.

– ¿No eres de aquí? -preguntó sin obtener respuesta.

– ¿Estudiante? -insistió, sin éxito.

La noche caía, se había levantado un viento fresco, sintió que su camisa empapada de sudor se le pegaba a la espalda.

– Hay que encontrar un lugar para pasar la noche, sería peligroso quedarse aquí -dijo. él.

Una vez salió del almacén, se volvió hacia atrás y vio que la joven le seguía en silencio manteniendo una distancia de dos o tres pasos. Él le preguntó:

– ¿Sabes dónde hay un hotel?

– Cerca de la estación, pero sería muy peligroso ir allí. Al lado del río también hay uno, pero está un poco lejos -respondió la muchacha en voz baja; parecía conocer muy bien el lugar. Él se dejó llevar.

Llegaron a una pequeña calle de viejas casas, situada por debajo del dique. Algunos jóvenes estaban de pie delante de las viviendas o sentados a la entrada, y hablaban sobre la inminente situación de guerra. Como las balas no podían alcanzarles, sentían curiosidad y una cierta excitación. Las tiendas y las casas de comidas estaban cerradas, pero dos entradas iluminadas señalaban los hoteles, en realidad albergues antiguos, como los que hospedaban antaño a los comerciantes que estaban de viaje o a los pequeños artesanos. Uno tenía el letrero de completo, en el otro sólo había una habitación con una cama.

– ¿La quiere o no? -preguntó la mujer gorda que agitaba su abanico de junco tras el mostrador.

Él dijo que sí y sacó sus papeles. La mujer los tomó y abrió el registro.

– ¿Qué lazo hay entre ustedes? -preguntó ella, dispuesta a anotar.

– Marido y mujer -dijo él dirigiendo un guiño a la chica.

– ¿Apellido, nombre?

– Xu… Ying. -La joven tardó un poco en responder.

– ¿Lugar de trabajo?

– Ella todavía no trabaja. Volvemos a Beijing -respondió él en su lugar.

– Deben pagar cinco yuans de depósito. La habitación cuesta un yuan por día, se paga a la salida.

Pagó el depósito. La mujer guardó sus papeles, se levantó y tomó un manojo de llaves antes de salir del mostrador. Abrió una pequeña puerta junto a la escalera y encendió la bombilla, que colgaba del techo inclinado, con un interruptor de cuerda. En el cuchitril que hacía de habitación bajo la escalera había una cama individual que tenía uno de los extremos metido en el rincón en que no se podía estar de pie. Del otro lado, habían colocado una estantería en la que había una palangana. Ninguna silla. La mujer gorda, que calzaba sandalias de plástico, salió haciendo sonar las llaves.

Él cerró la puerta y se puso enfrente de la muchacha, llamada Xu Ying.

– Saldré dentro de un instante -le dijo.

– No vale la pena -respondió la joven, sentada al borde de la cama-, así ya está bien.

Entonces miró con atención su pálido rostro.

– ¿Estás cansada? Túmbate a descansar.

Ella se quedó sentada sin moverse. Escucharon pasos sobre sus cabezas. Alguien bajaba. Luego oyeron un ruido de agua. Debían de estar lavándose en el patio. Aquella pequeña habitación sin ventanas era asfixiante.

– ¿Quieres que abra la puerta?

– No -dijo ella.

– ¿Te voy a buscar algo de agua? Yo iré a lavarme fuera.

La joven asintió con la cabeza.

Cuando volvió a la habitación, ella ya había acabado de lavarse y se había puesto una camisa de cuello redondo sin mangas que tenía dibujadas unas pequeñas flores amarillas; estaba sentada descalza sobre la cama. Tenía de nuevo las trenzas cortas, su rostro había adquirido algo de color, era una chiquilla. Dobló las piernas para hacerle sitio.

– Siéntese.

Era la primera vez que sonreía. Él también sonrió y explicó más relajado:

– He tenido que decir eso.

Hablaba de lo que tuvo que decir para poder hospedarse en el albergue.

– Claro, lo comprendo. -La chica sonrió con la boca entreabierta.

Él fue a cerrar la puerta, se quitó los zapatos y se sentó en la otra punta de la cama.

– ¡No me esperaba esto!

– ¿Qué? -preguntó ella inclinando la cabeza.

– ¡Qué pregunta!

La joven Xu Ying sonrió de nuevo con la boca entreabierta.

Mucho más tarde, recordó cómo empezó todo, recordó que aquella noche hubo flirteo y seducción, deseo e impulso, también amor, no sólo miedo.

– ¿Es tu verdadero nombre? -preguntó él.

– No puedo contestarle ahora.

– Entonces, ¿cuándo me lo dirás?

– Ya lo sabrá a su debido tiempo, depende.

– ¿De qué depende?

– ¿No lo ha entendido?

Se quedó en silencio; se sentía bien con ella. Fuera había cesado el ruido, también el del agua de la fuente, pero se notaba una especie de tensión en el ambiente, como una espera. Esta impresión la mantuvo en su memoria durante mucho tiempo, cada vez que rememoraba aquella escena.

– ¿Podemos apagar la luz? -preguntó él.

– Molesta a los ojos -añadió ella.

Cuando apagó la bombilla, rozó en la oscuridad una pierna de la muchacha. Ella la dobló de inmediato, pero dejó que se tumbara a su lado. Él se acostó prudentemente, recto, boca arriba. Pero en una cama individual como aquella era inevitable que sus cuerpos se tocaran. Intentaban evitarlo, permaneciendo en sus límites. El calor húmedo del cuerpo de la joven y el aire sofocante de la habitación le hicieron sudar a mares. En la oscuridad, el techo inclinado que distinguía levemente parecía bajar sobre él para aplastarlo, haciendo que se sintiera todavía más oprimido.

– ¿Puedo quitarme la ropa?

Ella no respondió, pero no hizo nada para evitarlo. Al quitarse la ropa, la rozó, pero ella no se movió, aunque no dormía.

– ¿Qué vas a hacer a Beijing?

– Voy a ver a mi tía.

¿Era realmente el momento adecuado para ir a visitar a unos parientes? No la creyó.

– Mi tía trabaja en el Ministerio de Sanidad -prosiguió ella.

Él dijo que él también trabajaba en una institución del Estado.

– Ya lo sé.

– ¿Cómo lo sabes?

– Ha mostrado su carné de trabajo hace un rato.

– ¿Te has fijado entonces también en mi nombre?

– Sí, la señora lo ha anotado.

En la oscuridad, vio, o mejor sintió, que ella sonreía con la boca entreabierta.

– Si no, no habría…

– ¿Dormido conmigo? -él acabó la frase.

– ¡Era mejor saberlo!

Percibió ternura en su voz. Colocó la palma de la mano sobre la pierna de la joven; ella no se la quitó. Pero pensó que ella confiaba en él y no se atrevió a ir más lejos.

– ¿De qué universidad eres? -preguntó él.

– Ya he acabado, estoy esperando que me destinen.

– ¿Qué has estudiado?

– Biología.

– ¿Has disecado cadáveres?

– Claro.

– ¿Cadáveres de personas?

– No soy médico, he estudiado sólo la teoría, pero hice prácticas en el laboratorio de un hospital; estaba esperando mi plaza de trabajo, iba a salir ahora, si no hubiera sido por…

– ¿Por qué? ¿Por la Revolución Cultural?

– Me iban a destinar a un laboratorio de Beijing.

– ¿Eres hija de funcionarios?

– No.

– Pero ¿tu tía es un alto cargo?

– ¡Lo quiere saber todo!

– En realidad, ni siquiera sé si tu nombre es verdadero o falso.

Ella rió de nuevo, esta vez su cuerpo se movió de verdad, lo sintió bajo su mano. Le apretó el muslo por fuera del pantalón.

– Se lo diré todo. -Le tomó la mano y la quitó del muslo-. Lo sabrá todo -murmuró.

Él le apretó la mano, poco a poco se fue distendiendo.

«¡Cloc, cloc!» ¡Golpeaban a la puerta! A la puerta de entrada del albergue.

Ellos no se movieron, se quedaron manteniendo la respiración para escuchar qué ocurría, con las manos cogidas. La puerta del albergue se abrió y se armó un gran revuelo. ¿Hacían la inspección de rutina o buscaban a alguien que había huido? Un grupo de hombres interrogó primero a la señora gorda; luego abrieron una a una las puertas de las habitaciones de la planta baja. Otros subieron a la primera planta. Los pasos sonaban sobre sus cabezas, buscaban por todos los lados. De pronto, el resonar de unos pasos que corrían se hizo mayor, los gritos e insultos se sucedieron en un desorden general. Después oyeron un ruido sordo, como el de un saco de arena al caer al suelo, los chillidos de un hombre y un fragor confuso. Los gritos se transformaron en un quejido hiriente que acabó apagándose.

Estaban sentados en la cama, con el corazón a mil por hora, esperando que llamaran a su puerta. La confusión continuaba en la escalera y en la planta baja. O bien habían olvidado ese cuchitril, o quizá vieron por el registro que ellos no tenían nada que ver con la pesquisa, el caso es que nadie llamó a la habitación. La puerta de la entrada del albergue se cerró, la encargada todavía murmuró unas cuantas palabras confusas, luego volvió el silencio.

En la oscuridad ella se contrajo de repente, él abrazó su cuerpo lleno de temblores, besó sus mejillas húmedas de sudor y sus labios suaves. La transpiración y las lágrimas saladas se mezclaban. Acarició sus senos, también mojados, desabrochó el botón del pantalón, pasó la mano entre los muslos, también ahí estaba empapada, la chica se dejó hacer, como paralizada. Cuando la penetró, estaban desnudos los dos…

Ella dijo más tarde que se había aprovechado de un momento de debilidad para poseerla, que eso no tenía nada que ver con el amor, pero él replicó que ella no había mostrado resistencia alguna. Después de eso, en silencio, sintió bajo sus dedos que un líquido salía entre las piernas de la joven. Se inquietó. En aquella época las estudiantes no sólo no tenían derecho a casarse, sino que quedarse embarazada o abortar sin estar casada podía acabar en una catástrofe. Ella lo tranquilizó:

– Tengo la regla.

Entonces hizo de nuevo el amor con ella. La joven no se opuso, lo acogió con todo su cuerpo. Reconoció que él hizo de ella una mujer, él ya había tenido experiencias con otras mujeres. Por aquel entonces, si ella sólo hubiera sentido rencor hacia él, y no ternura, no se le habría ofrecido desnuda a la luz del día que se filtraba por la puerta, dejándole secar con una toalla húmeda las manchas de sangre de sus muslos, y luego mostrándole un sentimiento especial. Recordaba cómo de rodillas besó los pezones en punta, ella lo abrazaba fuertemente y murmuraba que tenía miedo de quedarse embarazada; pero aun así se tumbó boca arriba y se entregó de nuevo a él.

Nadie podía saber entonces qué les esperaba ni nadie podía imaginar lo que ocurriría. En un momento de frenesí incontrolable, la besó por todo el cuerpo, sin que la joven opusiera la menor resistencia. Después del miedo que habían pasado, la tensión acumulada salía libremente. Sus cuerpos pronto quedaron cubiertos de sangre, pero ella no tuvo una palabra de reproche hacia él. Más tarde, él salió a cambiar el agua de la palangana y ella le pidió que se volviera mientras se vestía.

La muchacha se quedó en el muelle, sin poder salir de allí, justo después de que él subiera al barco. Les dijeron que los trenes volvían a funcionar, pero que sólo se podía salir de la estación, no entrar. Para tomar el tren, primero había que subirse a un transbordador que los conducía a la otra orilla del río. Los viajeros se amontonaban en el embarcadero, formando una masa negruzca. Al alba el río estaba cubierto de bruma y el sol formaba una bola rojiza. Parecía el día del Juicio Final. Un marino que llevaba una insignia en la camiseta gritaba por un megáfono: «¡Dejen que los pasajeros que no sean de la ciudad suban primero! ¡Que muestren su carné de trabajo para subir!».

En el muelle la gente se empujaba y no mantenía la cola, había un gran desorden. Los separaron, él gritó su nombre, el nombre que ella había dado cuando llegaron al albergue, pero la joven ni se inmutó. Sin embargo, él todavía llevaba su mochila, se la había dado cuando entraron en el embarcadero, probablemente para librarse de ella. En el interior había un carné de estudiante, así como unos documentos mimeografiados por su grupo en los que se exponía la urgencia de la situación. Lo empujaron a bordo. Los que no pudieron demostrar con papeles que no eran de la ciudad se quedaron en el muelle bloqueados. Ella también, con sus cortas trenzas, tragada por la muchedumbre. Apoyado en la barandilla, la buscó con la mirada y gritó otra vez su nombre, su falso nombre; la muchacha no parecía oírle y se quedó inmóvil en el mismo lugar, quizá no tuvo tiempo de comprender que la llamaba a ella mientras el barco se iba.

31

Un inmenso lodazal, algunas hierbas raras, tú en medio de la ciénaga, con el cuerpo impregnado del hedor del lodo. Te gustaría llegar a un lugar seco, lavarte la cara y el cuerpo con el agua inmunda de la superficie del cenagal, aunque sabes perfectamente que de todas formas no conseguirás lavarte por completo, pero tienes que salir, debes saltar; no obstante, volverás a caer en el lodazal, estarás hecho una piltrafa en medio del agua y del lodo, y todavía tendrás que trepar…

En la incierta lejanía, una luz parece centellear, vas hacia ella, o mejor dicho, trepas hacia allí. La luz brilla a través de un claro, es una casa, una puerta, subes hasta la puerta, estiras la mano para tocarla, consigues al fin abrirla, escuchas el murmullo del viento, pero no hay viento; en una sala grande, un círculo de luz te ciega, intentas alcanzar ese círculo, luego te pones en pie sobre una sólida plancha de madera, y ahí descubres que estás desnudo como un gusano, pero delante no ves nada…

Tienes que adoptar una pose, luego no moverte, transformarte en estatua.

Necesitas flotar por los aires como una telaraña y desaparecer poco a poco como un pedazo de nube;

Necesitas ser como la rama espinosa del azufaifo, como la hoja del árbol de sebo cuando empieza el invierno, que se vuelve violeta oscuro por el hielo y que tiembla en el viento;

Necesitas vadear los arroyos, escuchar el ruido que producen tus pies desnudos sobre los adoquines grises de la calle;

Necesitas sacar tus recuerdos pesados de la cuba de pintura para manchar el suelo;

Necesitas un escenario brillante para que él se revuelque con una mujer desnuda bajo la mirada de la gente;

Necesitas mirarlos desde arriba con tus ojos vacíos, dos agujeros negros;

Necesitas ver detrás de la puerta las sombras de la luna llena que brilla solitaria en el firmamento;

Necesitas copular con una loba, aullar con ella, con la cabeza mirando al cielo;

Necesitas bailar solo, describiendo un redondel, con pasos pequeños, rápidos y ligeros, ti-ti-ta, ti-ti-ta;

Esperas que él, tu bailarín, saltará en el suelo como un pez fuera del agua;

Esperas que una mano cruel agarrará a ese pez gordo y resbaladizo, que lo abrirá de golpe con un cuchillo, aunque no quieres que muera de ese modo;

Necesitas encontrar una voz muy aguda para contar una historia olvidada, tu infancia, por ejemplo;

Necesitas sumergirte lentamente en el fondo del agua, en la oscuridad, como un barco que se hunde, y quieres ver cómo suben las burbujas a la superficie, en el más absoluto silencio;

Necesitas convertirte en un pez cabezón que se mueva por las algas, agitando la cabeza, moviendo la cola;

Esperas convertirte en un ojo triste, profundo y desconsolado, y contemplar con ese ojo cómo gira y vuelve a girar el mundo, y ese ojo está en el centro de tu mano;

Esperas ser una resonancia, y, en esa resonancia, se distingue una suave voz de barítono ante un muro de sonido;

Esperas ser una canción de jazz, que se interpreta libre e inesperadamente, con improvisación y fluidez, luego, se convierte en una postura extraña, una sonrisa equívoca, un semblante a la vez sonriente y sospechoso, después, se vuelve totalmente insensible y se pone rígido. Más tarde, sigilosamente, te deslizas y te transformas en locha de estanque, mientras conservas en tu rostro impasible una sonrisa extraña; abres la boca, mostrando los dientes, dientes ennegrecidos por el humo de tabaco, o dos grandes dientes de oro que brillan en medio de ese rostro risueño y petrificado, es muy divertido.

Esperas convertirte en el niño que orina en la esquina de una calle del centro de Bruselas. Los hombres y las mujeres van a beber el agua que mea, las chicas no paran de reírse al lado, mientras que tú eres un viejo que contemplas el espectáculo desde un bar cerca de allí. Estás tan viejo, tu rostro está cubierto de arrugas tan profundas, que tu expresión se queda igual, rías o no, y bebes una cerveza dulce, tan negra como la salsa de soja.

Te gustaría echarte a llorar a moco tendido delante de todo el mundo, pero sin ruido, las personas no sabrían por qué lloras, ignorarían si lloras realmente o si finges; asimismo, te gustaría llorar sobre este mundo afectado, también sin hacer ruido, haciendo el papel del hombre que llora, dejando perplejos a los distinguidos espectadores. Después te encantaría poder abrirte el pecho ante todos y sacar un corazón de plástico rojo, después un puñado de paja de arroz o de papel higiénico y lanzarlos hacia los que aceptan aclamarte; avanzar con paso ligero, luego resbalar, caer al suelo y no poder levantarte, morir de un infarto en el escenario, en realidad no necesitas que te socorran, sólo haces comedia, sólo de esta manera querrías mostrar la pena y la alegría, la tristeza y el deseo, con una pequeña sonrisa llena de astucia, ¿sonrisa o mueca? Más tarde te irías discretamente con una chica que acabarías de conocer, que se habría enamorado de ti, haríais el amor de pie en los lavabos, sólo se verían tus pies, sus piernas estarían rodeando tu cintura, tirarías de la cadena para que se oyera el ruido del agua, purificándote, haciendo que las lágrimas cayeran sobre todo el mundo, llenando de lluvia los cristales del planeta, que el mundo entero se hiciera borroso, tan borroso que no se supiera si es por la lluvia o la niebla, y tú te quedarás de pie al lado de la ventana contemplando los copos de nieve que caen silenciosamente y cubren por completo la ciudad, como un gigantesco sudario blanco, y tú, delante de la ventana, piensas tristemente que él mismo se ha perdido…

También podemos cambiar el punto de vista, tú te encuentras entre los espectadores, lo ves subir al escenario, un escenario vacío, está de pie, desnudo, y bajo la luz cruda de los proyectores debe habituarse durante unos instantes a esa luminosidad antes de que pueda, a través del haz de luz que ilumina el escenario, distinguirte a ti, sentado en un sillón de terciopelo rojo en la última fila del teatro, también vacío.

32

En la mochila que dejó la joven había un carné de estudiante con el apellido de Xu, como ella había dicho, pero el nombre era Qian. También había pequeños diarios y octavillas que denunciaban la situación. Probablemente iba a Beijing a poner una denuncia. Sin embargo, aquellos documentos se difundían públicamente. Quizá sólo fuera a Beijing a refugiarse. Demostró que tenía mucho miedo de que la reconocieran cuando le puso en las manos la mochila que contenía sus papeles, pensó.

Como no tenía ningún medio de saber qué le había ocurrido, sólo podía buscar las novedades de aquella ciudad en los dazibaos pegados en las calles y en las octavillas. Recorrió en bicicleta la avenida Chang'an, desde Dongdan hasta Xidan, luego fue a la estación que está más allá de Qianmen, volvió a la puerta de detrás del parque Beihai, examinando uno a uno los dazibaos que denunciaban los enfrentamientos armados que estaban teniendo lugar en otras ciudades y provincias. Leía todo tipo de denuncias, incidentes sangrientos, fusilamientos, torturas atroces, a menudo acompañadas de fotos de cadáveres. Tenía la sensación de que Xu Qian estaba siendo víctima de todos aquellos dramas; lo pasaba fatal.

En la mochila también había la camisa de cuello redondo, sin mangas, adornada con pequeñas flores amarillas, que conservaba su olor, junto con sus braguitas arrebujadas, manchadas de sangre, y otros objetos que le dejó, haciendo que naciera en él un dolor difuso. Como si fuera por fetichismo, no paraba de sacar y examinar los objetos de la mochila. Luego se le ocurrió quitar la tapa de plástico de El Libro rojo y encontró una nota en la que estaba escrita una antigua dirección, calle de los Grandes Hombres, que había cambiado su nombre por el de calle de la Estrella Roja, probablemente la dirección de su tía. Salió de casa corriendo, luego reflexionó un poco y volvió a su habitación para volver a meter en la bolsa las cosas que había puesto en la mesa y llevárselas consigo. Tan sólo dejó la ropa que la joven llevó aquella noche.

Pasadas las diez de la noche, llamó a la gran puerta de un edificio cuadrado. Un mozo robusto le cerró el paso y le preguntó secamente:

– ¿A quién busca?

Él explicó que quería ver a la tía de Xu Qian, pero el mozo se frotó las cejas con aspecto hostil, pensó que era un guardia rojo de sangre pura. Su entusiasmo cayó por los suelos y dijo fríamente:

– Sólo he venido a dar una noticia, tengo algo para su tía.

Su interlocutor le dijo entonces que esperara y cerró la puerta. Algo más tarde, el joven regresó con una mujer de mediana edad. Ésta lo miró de arriba abajo y le invitó con amabilidad a que dijera lo que había venido a decir. El sacó el carné de estudiante de Xu Qian y dijo que quería explicarle algo.

– Entre, por favor -dijo la mujer.

En la vivienda, la habitación principal del ala central estaba bastante desordenada, pero conservaba el estilo de un salón de un alto cargo.

– ¿Usted es su tía? -preguntó él.

La mujer hizo un vago signo con la cabeza y le señaló el largo sofá.

Él le explicó que su sobrina -al menos la que creía que era su sobrina- no consiguió subir al transbordador, porque dejaron a todos los de la ciudad en el muelle. La tía sacó de la bolsa el montón de octavillas y se puso a ojearlas. El explicó que la situación era muy tensa en la ciudad, que hubo disparos, se perseguía a la gente por la noche y que seguramente Xu Qian debía de pertenecer a la facción atacada.

– ¡Qué rebelión es esa! -exclamó la tía colocando las octavillas sobre la mesita de té. De hecho, su frase también podía pasar por una interrogación.

Él explicó que estaba muy preocupado, que temía que le hubiera ocurrido algo a Xu Qian.

– ¿Usted es su novio?

– No -respondió, aunque tuvo ganas de decir que sí.

Después de un instante de silencio, él se levantó:

– Sólo he venido a prevenirla; pero, por supuesto, espero que no le haya ocurrido nada.

– Me pondré en contacto con sus padres.

– Yo no tenía la dirección de sus padres -dijo él con cierta audacia.

– Escribiremos a su casa.

La tía no tenía ninguna intención de darle las señas. Él sólo Herir:…

– Puedo dejarle mi dirección y el número de teléfono de mi unidad de trabajo.

La señora le dio un papel para escribir. Luego lo acompañó a la puerta y le dijo antes de cerrar:

– Ahora que conoce el lugar, no dude en volver.

Era una forma educada de agradecerle lo que había hecho.

Cuando volvió a su casa, se tumbó en la cama y se puso a recordar todos los detalles de aquella noche. Quería que cada frase que pronunció Xu Qian, el sonido de su voz en la oscuridad y los movimientos de su cuerpo se hubieran grabado en él.

Llamaron a la puerta; era Lao Huang, un funcionario que pertenecía a su facción y que nada más entrar le preguntó:

– ¿Qué ha sido de ti? He venido a verte varias veces, no has ido al trabajo, ¿qué has estado haciendo? ¡No puedes continuar viviendo así, sin preocuparte por nada! ¡Han sacado a los funcionarios uno tras otro para acusarlos, se ha armado un gran lío en la asamblea!

– ¿Cuándo? -preguntó él.

– ¡Esta tarde, han llegado a las manos!

– ¿Ha habido heridos?

Huang explicó que la banda de Danian golpeó al tesorero de la sección de finanzas, y le rompió las costillas a patadas porque venía de una familia de capitalistas. Amenazaron a todos los funcionarios que apoyaban su facción. Huang no tenía un buen origen de clase, ya que era hijo de un pequeño empresario, aunque fuera miembro del Partido desde hacía veinte años.

– ¡Si no podéis proteger a los altos cargos que os sostienen -dijo Huang muy alterado-, vuestra organización va a caer en picado!

– Hace tiempo que me he retirado de la dirección, ahora estoy casi todo el tiempo fuera, en misión -dijo él.

– Pero esperamos que vengas a apoyarnos, el gran Li y los suyos no saben cómo protegernos. Todos venimos de la antigua sociedad; ¿quién no ha tenido problemas en su familia o en las personas cercanas? Han convocado para mañana una asamblea para juzgar a Lao Liu y a Wang Qi. Si no los paráis, ningún alto cargo querrá mantener sus lazos con vosotros. No es mi opinión personal, Lao Liu y los demás altos cargos me han encargado que venga a verte, nosotros confiamos en ti, te apoyamos, ¡debes venir y enfrentarte a ellos!

Los dirigentes también hacían pactos entre bastidores, la lucha por el poder había llegado a un punto en que nadie podía sobrevivir sin unirse a un clan o una facción. Los funcionarios que apoyaban su facción lo habían elegido y de nuevo debía estar en primera línea.

– Mi mujer también me ha dicho que venga a verte, nuestro hijo todavía es joven, si nos etiquetan ahora, ¿qué será de él? -le preguntó Huang, con una mirada ansiosa.

Conocía a la mujer de Huang, ya que trabajaba en el mismo sector que él. No podía quedarse parado, quizá porque había perdido a Xu Qian, que se quedó retenida en el muelle y que, aunque sólo fuera en su imaginación, había sido víctima de los últimos ultrajes. De cualquier modo, volvió al combate. La compasión, o al menos la simpatía que sentía hacia los que habían perdido el poder y estaban amenazados, ese humanismo, le hizo de nuevo perder la cabeza, despertando los sentimientos heroicos inherentes en él. Quizá también porque no le habían roto los huesos, no tenía que conformarse con la derrota. Aquella misma noche fue a ver al pequeño Yu para convencerlo de que había que proteger a los altos cargos que los apoyaban y Yu fue de inmediato a ver al gran Li. Pasó toda la noche sin dormir, contactando con otros jóvenes.

A las cinco de la mañana llegó a la calle donde vivía Wang Qi y encontró su casa. La gran puerta de estilo antiguo, con roblones remachados, estaba cerrada; en la callejuela había una tranquilidad absoluta, no pasaba nadie por allí. A la entrada de la calle ya estaba abierto el tenderete que servía desayunos. Bebió un tazón de leche de soja hirviendo y comió un buñuelo recién salido de la freidora; no aparecía nadie conocido en la calle. Tomó otro tazón de leche de soja y otro buñuelo, y por fin vio al gran Li que llegaba en bicicleta. Lo llamó haciendo un ademán. Li puso el pie en el suelo y le estrechó con vigor la mano, como a un viejo amigo.

– ¿Has vuelto? ¡Qué bien!, realmente te necesitamos -dijo Li, mientras se acercaba; luego continuó en voz baja-: Hemos movido a Lao Liu durante la noche y lo hemos escondido. Si vienen, se llevarán un buen chasco.

El rostro de Li denotaba claramente su cansancio, parecía sincero, el antiguo rencor que los separaba había desaparecido. Era como cuando era pequeño, cuando los niños de las callejuelas se agrupaban en bandas rivales que se peleaban. Más que una camaradería artificial, entre ellos había una fidelidad fraternal. En ese mundo era necesario agruparse para sobrevivir. Li añadió:

– Ya he entrado en contacto con un grupo de bomberos, su jefe es como un hermano para mí. Si tenemos que pelear, con una simple llamada vendrán con sus coches para rociarlos a todos.

Alrededor de las seis, Yu y seis o siete jóvenes de la institución se encontraron en la entrada de la callejuela y aparcaron delante de la puerta de la casa de Wang Qi, apoyados en sus bicicletas, con el cigarrillo en los labios. Llegaron dos pequeños coches, pero se pararon a treinta metros. Reconocieron los vehículos de su institución. Nadie bajó de los coches, que permanecieron así durante cinco o seis minutos, antes de dar marcha atrás hacia la entrada de la calle y de marcharse.

– Entremos a ver a la camarada Wang Qi -sugirió él.

En aquel instante, Li pareció dudar:

– Su marido es un elemento de la banda negra.

– No es a su marido a quien venimos a ver -dijo él, y entró el primero.

La antigua jefa de la oficina salió a recibirlos. No dejaba de repetir:

– ¡Gracias por haber venido, camaradas! ¡Entrad, entrad, por favor, tomad asiento!

El marido de Wang Qi era un teórico del Partido, pero en aquel momento había sido excluido por pertenecer a la banda negra antipartido. El pobre hombre, que estaba especialmente delgado, los miraba en silencio, inclinando levemente la cabeza. Habían precintado las puertas de las dos habitaciones contiguas. No tenía más remedio que quedarse y caminar de un lado a otro por la única sala accesible, fumando un cigarrillo tras otro y tosiendo sin parar.

– Camaradas, sin duda todavía no habéis desayunado, voy a prepararos algo -dijo Wang Qi.

– Gracias, ya hemos comido en la calle. Camarada Wang Qi, venimos a verla a usted, los coches de ellos ya se han ido, seguro que hoy no vendrán más por aquí -dijo él.

– Bueno, voy a prepararos un poco de té… -Era una mujer; por eso no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas y rápidamente se dio la vuelta.

Las cosas tomaban un giro inesperado, estaba protegiendo a la esposa de un miembro de la «banda negra antipartido». Cuando Wang Qi todavía estaba en funciones, ella le previno de su relación con Lin, la presión después se relajó y no era nada comparada con todo lo que ocurriría más tarde.

Al contrario, le estaba agradecido por no haber hecho una investigación sobre su relación adúltera con Lin. Ahora, en cierto modo, le estaba devolviendo el favor.

Li, sus compañeros y él, mientras sorbían el té de la camarada Wang Qi, funcionaria revolucionaria, esposa de un elemento de la banda negra antipartido, decidieron fundar una brigada suicida compuesta esencialmente por los presentes. Si la parte contraria atacaba a los funcionarios que estaban de su lado, ellos acudirían a protegerlos.

Sin embargo, no pudieron evitar el enfrentamiento. Danian y los suyos se hicieron con Wang Qi en su oficina, el pasillo estaba lleno de gente, el despacho transformado en un campo de batalla, algunos estaban de pie sobre las mesas, rompiendo las placas de cristal que protegían la madera. Como no podía echarse atrás, entró él también en la sala, se subió sobre una mesa y se colocó frente a Danian en claro desafío.

– ¡Hacedlo bajar de ahí! -ordenó Danian a su grupo de antiguos guardias rojos, sin disimular el odio visceral que sentía hacia él-. ¡Haced bajar a ese hijo de perra!

Sabía que al menor signo de debilidad, corría el riesgo de que se precipitara sobre él y le rompiera la cara, antes de volver a sacar el asunto pendiente de su padre y lanzarle la acusación de venganza de clase. Tanto en el interior del despacho como fuera, los empleados y los intelectuales comprometidos con su facción eran numerosos, pero mayores y débiles; la mayor parte de los dirigentes que le apoyaban eran también intelectuales, todos tenían algún problema en su pasado o en su familia, y no se atrevían a socorrerlo; en realidad contaban con él y con los otros jóvenes para enfrentarse a sus adversarios.

– Escúchame, Danian -gritó él-, te advierto que mis compañeros tampoco son cobardes. El que se atreva a tocar a uno de nosotros verá, antes de que acabe la noche, cómo nuestra banda lo aniquila en su propia casa, sea quién sea. ¿Has comprendido?

Cuando uno se convierte en un animal y regresa a sus instintos primitivos, ya sea un lobo o un perro, enseña los dientes. Tenía que recurrir a la intimidación, tener la mirada feroz, debía hacer creer a sus adversarios claramente que él era un hombre sin escrúpulos y capaz de todo; en aquel instante parecía un verdadero bandido.

Se oyeron las sirenas de los coches de bomberos, los refuerzos del gran Li habían llegado a tiempo: los bomberos, con cascos, y el grupo de obreros rebeldes de la imprenta, que llegaban sobre un camión blandiendo una gran bandera, entraron en el edificio para demostrar su fuerza. Cada facción tenía sus estratagemas. Así empezaron los combates en las escuelas, las fábricas y las instituciones administrativas. Y cuando el ejército abría fuego por detrás, llegaban a utilizar fusiles y cañones.

33

Primero vio la octavilla que explicaba cómo Mao recibió en el Gran Palacio del Pueblo a los jefes rebeldes de las cinco universidades de Beijing y les dijo: «Ahora ha llegado el momento en el que vosotros, pequeños generales, vais a cometer errores». Su tono era el del emperador que aconseja a sus generales y ministros: «Deberéis descansar». El pequeño general Kuai Dafu, que brilló en el campo de batalla al ayudar al Líder Supremo a eliminar a sus viejos compañeros de armas de la antigua revolución y que, de ese modo, mereció ser un líder estudiantil, comprendió de inmediato lo que significaban las palabras de Mao, y se echó a llorar. El Presidente había encendido la pólvora de la Revolución Cultural gracias a un dazibao en la universidad de Beijing, y con la misma facilidad apagaba el movimiento de masas que había creado, empezando por los campus. Miles de obreros dirigidos por las unidades de guardias de Mao entraron en el campus de la universidad Qinghua. El fue aquella misma tarde, después de conocer la noticia, y vio con sus propios ojos cómo los militares conducían a los obreros para ocupar la última base que mantenía el «cuerpo de ejército Jinggangshan» -los primeros estudiantes rebeldes-, atrincherado en un gran edificio solitario frente al campo de deportes. El equipo de propaganda obrera, que se distinguía por el brazalete rojo que lucían sus componentes, se sentó en el suelo, dibujando varios círculos concéntricos alrededor del edificio y del campo de deportes. Empezaba a atardecer cuando desplegaron dos inmensas banderas rojas cubiertas de caracteres negros desde las ventanas de la planta más alta del edificio: «En la nieve, las flores del ciruelo nunca se marchitan, los hombres de Jinggangshan no temen a la guillotina». Cada uno de los caracteres era mayor que una ventana y las banderas, que superaban la altura de varias plantas, ondeaban al viento. Una columna formada por decenas de obreros y de soldados atravesó el espacio vacío que había delante del edificio y subió por la escalera que conducían a la puerta principal. Algo más tarde, tras cortar el agua y la luz, consiguieron entrar en el gran edificio solitario. Él se mezcló con los miles de obreros y las personas silenciosas que miraban la escena, escuchando cómo las inmensas banderas crepitaban al viento. Alrededor de una hora más tarde soltaron del soporte la bandera de la derecha, que se fue volando tranquilamente por el aire hasta caer sobre la escalera de delante de la entrada principal. Poco después cayó la otra. Los vivas se sucedieron en todos los asistentes y seguidamente se escucharon los tambores y los gritos por los megáfonos. Los estudiantes que habían gritado esos mismos eslóganes durante la rebelión enarbolaban ahora una bandera blanca y salían en fila india, con las manos levantadas, la cabeza gacha, como prisioneros de guerra. Un contingente más numeroso de obreros tomó el edificio; entraron y sacaron ametralladoras pesadas, luego empujaron hacia fuera un cañón de tiro rasante de pequeño calibre. No se sabía si también tenían proyectiles para aquel ingenio.

La ocupación tuvo lugar sin grandes dificultades, aunque la noche anterior, cuando el equipo de propaganda obrera entró en el campus, unos estudiantes lanzaron, amparándose en la oscuridad, una granada de su propia fabricación, con la que hirieron a varios obreros. Probablemente les empujó la desesperación de verse abandonados por el Gran Líder, que tanto habían defendido y que, ahora, ya no los necesitaba. Cuando un niño descubre que un adulto lo ha engañado, se echa a llorar y a patalear, es así.

Él también pensaba que había que acabar con el caos y presentía que no le esperaba nada bueno. Con el pretexto de llevar a cabo una investigación, se apresuró a salir de nuevo de Beijing.

– ¡Vuelve!

Al pasar por Shanghai, fue a ver a su tío paterno, él fue el que le dio la orden.

– ¿Que vuelva adonde? -preguntó él. Luego explicó los problemas de su padre, aquel asunto de la tenencia de armas imposible de resolver-. No tengo adonde ir -añadió.

En ese momento su tío tosió y tomó un pequeño vaporizador que accionó en la boca.

– ¡Vuelve a tu institución y haz tu trabajo!

– Todo aquello está paralizado, no hay nada que hacer, he salido de allí con el pretexto de llevar a cabo una investigación.

– ¿Una investigación sobre qué?

– Se está examinando la historia de los funcionarios. Al investigar sobre la vida de algunos antiguos revolucionarios, uno encuentra muchas veces cosas que se callan…

– ¿Qué entiendes tú de eso? No es un juego, ya no eres un niño, no te juegues la cabeza, puedes perderla antes de que te des cuenta.

Su tío iba a toser de nuevo. Accionó el vaporizador.

– Ya ni siquiera tengo nada que leer en el trabajo, no tengo nada que hacer.

– Observa, ¿sabes observar? -preguntó su tío-. Yo me he convertido en un observador, cierro la puerta y no salgo, no hay que mezclarse con ninguna facción, simplemente hay que contentarse con mirar el espectáculo que tiene lugar en el escenario y entre bastidores.

– Pero yo tengo la obligación de ir al trabajo, no me puedo quedar en casa como usted.

– También puedes callarte, ¿no? -replicó su tío-. La boca te pertenece, ¿no?

– No, tío, hace mucho tiempo que no sale de casa. No sabe que, desde que empezó el movimiento, todo el mundo tiene que decantarse por un bando o por otro, es imposible no tomar partido.

Su viejo tío, aquel viejo revolucionario, lo sabía y soltó un largo suspiro.

– ¡Qué mundo tan turbio! Antes, al menos, uno podía refugiarse en las montañas y hacerse ermitaño en un templo…

Las palabras le salían del fondo del corazón. Era la primera vez que su tío le hablaba de política, ya no lo veía como a un niño. Le dijo:

– Yo también me he puesto a salvo con el pretexto de estar enfermo. Si después del Gran Salto adelante y la lucha contra los oportunistas de la derecha, no me hubieran dejado al margen, alejándome de los asuntos del mundo durante siete u ocho años, no habría podido continuar llevando esta existencia precaria.

Después le habló de un veterano, su antiguo superior jerárquico. Les unían unos profundos lazos de amistad, ya que los dos se habían enfrentado a la muerte juntos en los años de la guerra. Antes de la Revolución Cultural, vino a visitarlo, mandó a su guardaespaldas que esperara fuera y le previno: iban a tener lugar grandes cambios en el Comité Central, era posible que no volvieran a verse nunca más. En el momento de marchar, le dejó una colcha de seda y le explicó que se trataba de un regalo de despedida.

– Advierte a tu padre que nadie puede salvar a nadie, ¡es mejor que cada uno se cuide de sí mismo!

Éstas fueron las últimas palabras de su tío cuando lo acompañó a la puerta. Poco después, este tío, que no era muy mayor, cogió una gripe y le pusieron una inyección en el hospital militar. Contra todo pronóstico, murió unas horas más tarde. Su antiguo superior, aquel veterano de la revolución, luego de que lo privaran de su libertad individual, también moriría un año después en un hospital militar. El sólo se enteró mucho más tarde, al leer un memorial escrito para rehabilitar su imagen. En la época en que luchaban por la revolución, no habrían podido imaginar ni en la peor de sus pesadillas que ésta les conduciría a una situación tan triste que lo único que podían hacer era esperar la muerte. En el momento de la agonía, ¿se arrepentirían de algo? Por supuesto, no podía saberlo.

¿Qué clase de rebelión es ésta? ¿Entras en la máquina de picar carne o añades algunos ingredientes?

Ahora, cuando vuelves la vista al principio de los hechos, no puedes evitar hacerte estas preguntas.

No obstante, él dice que las circunstancias impedían mirar las cosas fríamente y mantenerse al margen; había comprendido que sólo era un peón dentro de todo el movimiento, que ya no peleaba por el comandante en jefe, sino sólo por sobrevivir.

¿No podía elegir otro medio para sobrevivir? ¿Por qué no podía ser un simple ciudadano que siguiera la corriente general, sin preocuparse por el mañana, cambiando según el clima político, diciendo lo que los otros quieren escuchar, y adaptándose al poder?, preguntas tú.

Él dice que habría sido todavía más difícil, que habría sido más agotador que rebelarse, que habría tenido que devanarse los sesos para captar y seguir los constantes cambios del clima político sin estar seguro de tener razón. ¿Su padre no era justamente un insignificante ciudadano común? Acabó tragándose un frasco entero de somníferos y su fin fue más o menos como el de su tío, el viejo revolucionario. Si él se rebelaba, era sin un objetivo claro; de hecho, sólo lo empujaba el instinto de supervivencia, como cuando la mantis religiosa intenta impedir que un carro la aplaste.

En ese caso, ¿eres quizá un rebelde de nacimiento? ¿Tu carácter rebelde no será visceral en ti?

No, dice que era tranquilo por naturaleza, como su padre, pero era más joven y estaba lleno de energía, no tenía mucha experiencia en la vida. No podía seguir el mismo camino que eligieron sus ancestros, aunque tampoco sabía dónde se encontraba la salida.

¿No podía huir?

¿Huir adonde?, te pregunta. No podía huir del inmenso país, no podía salir del gran edificio de su institución, que parecía una colmena, en el que se ganaba la vida para alimentarse. Era ese organismo el que le proporcionaba la autorización para vivir en la ciudad, los cupones mensuales de cereales (veintiocho libras), los cupones de aceite (una libra), de azúcar (media libra), de carne (una libra), los cupones de algodón que daban cada año (veinte pies), los cupones de productos industriales de uso común, para comprar un reloj, una bicicleta, lana, distribuidos según el salario, así como su identidad de ciudadano. Si él, como una abeja obrera, dejaba el panal, ¿adonde podía ir? Dijo que no tenía elección, que era como una abeja protegida por la colmena, si la locura reinaba en el interior, no tenían más remedio que atacarse mutuamente agitándose hacia todos los lados, reconocía.

¿Acaso era una forma de salvar la vida?, preguntas tú.

Pero ya no había remedio, dice él, riendo amargamente. Si lo hubiera sabido desde el principio, no habría sido un insecto.

Un insecto capaz de reír, eso sí que es raro; te acercas para mirarlo.

Lo verdaderamente extraño es el mundo, y no esos insectos que dependen de la colmena, dice el insecto.

34

El otro lado de Shanhaiguan, [23] donde el invierno es precoz, soplaba un viento frío proveniente del noroeste. No podía subir a la bicicleta que había alquilado en la cabeza de distrito y tenía que empujarla con mucho esfuerzo para conseguir avanzar unos pasos. Llegó a la comuna popular hacia las cuatro de la tarde, cuando el cielo empezaba a oscurecer. Le faltaban unos diez kilómetros para llegar a su destino. Tuvo que pasar la noche en un albergue en el que descansaban los campesinos que iban de un lado a otro sobre sus carruajes tirados por mulas. Allí cenó dos trozos de nabos secos, tan salados que estaban amargos, y un tazón de granos de sorgo difíciles de masticar de tan duros que eran. Luego se tumbó sobre el kang de tierra cubierta por una estera de caña trenzada, que ocupaba la mitad de la habitación y sobre la que se habrían podido tumbar siete u ocho personas. Estaba solo, pues, con el frío que hacía, nadie del campo se habría aventurado a hacer un largo viaje. Quizá porque había mostrado una carta de recomendación de la capital, el kang estaba particularmente caliente. Cuanto más avanzaba la noche, más quemaba, las pulgas debían de estar completamente achicharradas. A pesar de quedarse en calzoncillos, sudaba. Se sentó en el borde del kang a fumar un cigarro, y pensó que en el fondo, en aquel mundo confuso, el campo era un buen lugar para refugiarse.

Se levantó temprano. El viento del norte continuaba con la misma fuerza. Dejó su pesada bicicleta con portaequipajes en el albergue, y acabó llegando al pueblo después de caminar casi tres horas contra el viento. Preguntó por todas partes para saber si vivía en el pueblo una señora mayor con ese nombre y que había sido profesora en la escuela primaria. Todos dijeron que no. Había una escuela, pero allí daba clases un hombre; su mujer tuvo un niño y él volvió a casa.

– ¿Hay alguien más en la escuela? -preguntó.

– Hace más de dos años que no se dan clases. El equipo de producción ha transformado el aula en depósito. ¡Está llena de patatas! -precisó un campesino.

Tenía que ir a ver al secretario de la célula del Partido de este equipo de producción para informarse.

– ¿Quiere ver al secretario joven o al viejo?

Él explicó que estaba buscando a la persona que se ocupaba de los asuntos del pueblo; si había dos hombres, prefería al mayor, porque probablemente podría darle más información. Lo condujeron a casa de un anciano. Este mordisqueaba una pipa, que tenía la boquilla de bambú y la cazoleta de cobre, mientras tejía un cesto de mimbre. Sin esperar que acabara de exponer el objeto de su visita, el viejo refunfuñó:

– No me ocupo de eso, yo no me ocupo de nada.

Tuvo que explicar que había venido especialmente de la capital para hacer esa investigación, lo que hizo que el anciano se tomara algo más en serio su presencia y dejara de tejer el cesto. Apretando la pipa en la mano, entornó los ojos y descubrió sus dientes negruzcos mientras escuchaba las explicaciones.

– Ah, sí, hay una persona con esas características, la mujer de Lao Liang. Fue profesora de escuela, pero se jubiló anticipadamente por enfermedad. Alguien vino a hacer una investigación sobre ella; pero como su marido tenía un pequeño teatro de sombras chinescas y pertenecía a la categoría de los campesinos pobres, no hubo ningún problema.

Él precisó que si estaba buscando a esa mujer era para saber algo de otra persona, no de ella, el problema no tenía nada que ver con la pareja. El viejo lo condujo entonces a una casa a las afueras del pueblo. Antes de entrar, gritó:

– ¡Vienen a verte, señora de Lao Liang!

Nadie respondió. El viejo empujó la puerta, pero no había nadie en el interior; entonces, se volvió hacia los niños que les seguían desde el pueblo.

– Id a buscarla, decidle que un camarada que viene de Beijing la está esperando.

Los niños salieron corriendo y gritando mientras que el viejo se alejaba.

Las paredes eran totalmente negras y la sala estaba casi vacía, tan sólo había dos bancos y una mesa cuadrada tan negra como las paredes. La cocina, donde estaba el horno, comunicaba con esa sala, pero no había ningún fuego encendido. Se sentó, helado de frío. Fuera, el cielo estaba gris, la intensidad del viento había disminuido. Estuvo allí solo durante bastante tiempo, golpeó los pies contra el suelo para calentarlos.

Pensó en su situación. Estaba esperando en aquel lugar perdido a la antigua esposa de un alto funcionario destituido. ¿Cómo habría ido a parar esa mujer a aquel lugar? ¿Cómo se convirtió en la mujer de un campesino pobre, que se dedicaba al teatro de sombras chinescas? ¿Y qué tenía que ver él con todo eso? Tan sólo quería retrasar el regreso a la capital.

Al cabo de unas dos horas llegó una mujer de edad avanzada. Al verlo sentado en el interior, dudó durante un instante antes de franquear el umbral. Se detuvo, pero acabó entrando. Llevaba un pañuelo gris sobre la cabeza, una chaqueta acolchada también de color gris, un viejo pantalón ancho ajustado a los tobillos, sandalias de algodón llenas de mugre. Realmente parecía una verdadera campesina. ¿Esa mujer era la heroína revolucionaria que había estudiado en la universidad y transmitía informaciones secretas? El se levantó y le preguntó si era la persona que estaba buscando.

– No, no, aquí no hay nadie con ese nombre -contestó, moviendo la mano.

Extrañado, insistió:

– Su nombre es…

Repitió el nombre.

– Yo me llamo Liang, como mi marido.

– ¿Su marido se dedica al teatro de sombras chinescas? -preguntó él.

– Ahora ya es mayor, hace tiempo que no canta.

– ¿Está aquí? -inquirió con prudencia.

– Ha salido. Pero ¿a quién está.buscando?…-replicó la señora, mientras se quitaba el pañuelo y lo posaba sobre la mesa.

– ¿Hace más de cuarenta años usted vivía en Sichuan? ¿Conocía a un tal…? -y pronunció el nombre del alto funcionario.

Los ojos de la anciana se iluminaron, pero sus párpados fatigados cayeron rápidamente, su mirada ya no era la de una campesina ignorante.

– ¡Usted tuvo un hijo con él! -Soltó esa frase para que ella reaccionara.

– Hace tiempo que murió -dijo la mujer apoyándose en la mesa para tomar asiento en el banco.

La había encontrado, era realmente ella, pensó; primero tenía que conseguir su confianza:

– Usted ha trabajado mucho para el Partido, es una antigua revolucionaria…

– No he hecho nada, tan sólo he servido a mi marido y he tenido un niño -lo interrumpió la mujer.

– En aquella época su marido era secretario del comité de zona especial del Partido en la clandestinidad, ¿no lo sabía?

– Yo no era miembro del Partido.

– Pero su marido, su marido de entonces, se dedicaba a las actividades secretas del Partido, ¿cómo puede ignorarlo?

– No lo sabía -afirmó de forma categórica.

– Fue usted quien protegió su huida, y, gracias a una seña, permitió que huyera su contacto y que no lo detuvieran. ¡Realmente es una mujer con mucho valor!

– Yo no sé nada, no he hecho nada -negaba ella.

– ¿Quiere que le dé detalles para refrescarle la memoria? Vivía en la primera planta, un abanico de junco colgaba de la ventana que daba a la calle. Usted se aproximó a la ventana, con su hijo en brazos, y descolgó el abanico…

El esperaba que ella asintiera.

– No recuerdo nada de eso.

La anciana cerró los ojos e intentaba no prestarle atención.

– Hay pruebas de las personas concernidas, documentos escritos. Su marido, su ex marido, salió por la terraza de detrás de la casa, tenemos su confesión escrita; usted ha contribuido mucho a la revolución -continuaba provocándola.

La mujer resopló ligeramente, sonreía con cierta dulzura.

– Usted protegió la huida de su marido, pero la detuvieron unos agentes secretos en una emboscada. -Lanzó un hondo suspiro, una argucia más del investigador.

– Si lo sabe todo, ¿sobre qué está investigando? -dijo la mujer, abriendo de nuevo los ojos y dirigiéndose a él con una voz segura.

– No se preocupe -explicó él-, esta investigación no le concierne, ni a usted ni a su ex marido, usted protegió su huida y no lo detuvieron, los documentos están muy claros en ese sentido. Buscamos aclarar unas cosas sobre otro miembro del Partido clandestino a quien encarcelaron poco después. No tiene nada que ver con usted, pero lo encerraron en la misma cárcel. ¿Cómo consiguió salir? Según su propia confesión, fue la organización del Partido quien lo rescató; ¿sabe algo de eso?

– Ya le he dicho que yo no era miembro del Partido, no me pregunte sobre eso.

– Le pregunto sobre lo que ocurrió en la cárcel. Por ejemplo, ¿qué había que hacer para salir?

– ¿Les ha preguntado a los guardias de la prisión? ¡Vaya a preguntar a los del Guomindang! Yo soy una mujer, estaba encerrada en esa prisión con mi hijo, todavía le daba el pecho.

Ella se había enfurecido, golpeó la mesa con rabia, como una vieja campesina que se deja llevar por su emoción.

Él también podía dejarse llevar por su emoción. En aquella época la forma de investigar era como un interrogatorio, y la relación que se establecía entre el investigador y la persona a quien interrogaba era como la del juez con el acusado o, incluso, como la del carcelero con el criminal. Sin embargo, intentó mantener la calma para decirle tranquilamente que no había ido a investigar cómo salió ella de la cárcel, sino que le pedía que le diera detalles sobre la situación en las cárceles de entonces; por ejemplo, sobre qué tenían que hacer los presos políticos para poder salir.

– ¡Yo no era un preso político! -gritó la mujer.

El dijo que quería creerla, ella no era miembro del Partido, ella se vio en esa situación como pariente, estaba convencido, no tenía la intención ni la obligación de llevarle la contraria, pero ya que había ido a aclarar ese asunto, le rogaba que escribiera su testimonio.

– Si no sabe lo que ocurrió, tan sólo escriba que no sabe lo que ocurrió; perdone por haberla molestado, no iremos más lejos -explicó él.

– No puedo escribir -dijo ella.

– ¿Usted no ha sido profesora? Hasta ha ido a la universidad, ¿no?

– No tengo nada que escribir -ella continuaba negándose.

Eso significaba que ella no quería dejar ninguna huella sobre aquella parte de su vida, no quería que la gente supiera por qué se refugió en aquel pueblo y se unió a un hombre que se dedicaba al teatro de sombras chinescas, pensó.

– ¿Lo ha vuelto a ver?

El hablaba de su ex marido, el alto funcionario.

Ella no respondió nada.

– ¿Sabe que todavía está viva?

Ella continuó en silencio. Sin decir ni una palabra. Él acabó perdiendo la paciencia y guardó el bolígrafo en el bolsillo de su chaqueta.

– ¿Cuándo murió su hijo?

Hizo la pregunta porque sí, sin pensarlo, y se levantó.

– En la cárcel, acababa de cumplir un mes… -La anciana se calló y se levantó del banco.

Dejó de hacer preguntas y se puso los guantes. La mujer lo acompañó en silencio a la puerta. Él se despidió inclinando la cabeza.

Una vez en el camino de tierra, marcado por dos profundas roderas, se volvió y vio a la anciana de pie en el umbral de su casa; no se había anudado el pañuelo de la cabeza. Cuando él se volvió, ella entró en casa.

En el camino, el viento había cambiado de dirección, era un viento del nordeste, mezclado con copos de nieve que se hacían cada vez más gordos. La llanura estaba desierta, los cultivos habían sido cosechados, la nieve, en el infinito, le hacía entornar los ojos. Llegó al albergue de la comuna popular antes de que se hiciera de noche y recuperó la bicicleta. En principio, no debía volver a la cabeza de distrito esa misma noche; pero, sin saber demasiado por qué, se subió rápidamente a la bicicleta. La nieve había cubierto la carretera y los campos, y le costaba mucho encontrar el camino. El viento le empujaba por detrás, y hacía que los copos de nieve revolotearan. Por suerte, iba en la buena dirección. Agarrado con firmeza al manillar, iba de rodera en rodera, debido a la nieve no distinguía nada, hasta que se caía, se levantaba, se volvía a subir, y marchaba dando tumbos. Delante de él, una extensión gris, los copos de nieve revoloteando…

35

– ¡Miserable! ¡Payaso! -gritó el ex teniente coronel, que en aquella época se había convertido en el hombre fuerte de la comisión de control militar y ocupaba el cargo de jefe adjunto del grupo encargado de la depuración de las filas de clase. El jefe principal, por supuesto, era un militar en servicio activo.

De hecho, tú no eras nada más que un payaso miserable, un guisante que giraba en la gigantesca cesta de la dictadura total, incapaz de salir. Sin embargo, no te dejabas aplastar fácilmente. Tenías que aceptar el control militar, no había más remedio, como también tenías que participar en las manifestaciones que se organizaban para aclamar las últimas directivas de Mao, que se sucedían sin parar; directivas que siempre emitían en la radio, en el informativo de la noche. Entre preparar las pancartas, juntar a los grupos y bajar en rangos a la calle, a menudo se hacía medianoche. En medio de los golpes de tambor y de gong, los asistentes gritaban las consignas, las columnas acudían en tropel a la avenida Chang'an, que recorrían de oeste a este, luego en sentido contrario, mientras todos se miraban, mostrando una gran exaltación, para que no pareciera que en el fondo de cada uno había una profunda inquietud.

No había ninguna duda de que eras un payaso, si no, te habrías convertido en «una mierda que todos despreciarán», según la advertencia del viejo Mao que fijaba el límite entre el pueblo y sus enemigos. Para elegir entre el payaso y la mierda de perro, preferiste el payaso. Cantabas a voz en grito la canción militar «Las tres grandes reglas de disciplina y las ocho advertencias», y debías, como un soldado, mantenerte erguido delante del retrato del Dirigente Supremo que habían colgado en mitad de la pared de cada despacho, gritar tres veces «Larga vida» y empuñar El Pequeño Libro con la tapa de plástico rojo. Esta ceremonia inevitable tenía lugar al principio y al final de la jornada laboral, después de que el ejército se hiciera con el control de la institución. La llamaban «pedir las instrucciones de la mañana» y «presentar el informe de la tarde».

Eran momentos muy serios, te mantenías realmente en estado de alerta, no se podía reír. Las consecuencias habrían sido inimaginables, a menos que te hubieras preparado para ser un contrarrevolucionario o esperaras convertirte en un mártir. Lo que decía el ex teniente coronel era verdad, realmente era un payaso, pero un payaso que no se atrevía a reír. El que puede reírse ahora eres tú, cuando recuerdas aquella época, pero de hecho no siempre lo consigues.

Él se convirtió en el representante de una organización de masas en el seno del grupo de depuración que controlaba el ejército. Cuando lo eligieron los dirigentes y las masas de su facción, comprendió que había llegado al fin de sus días. Pero aquellos dirigentes y aquellas masas realmente deseaban que él los protegiera; no sabían que el asunto de la «tenencia de armas» de su padre podía apartarlo de la gran familia revolucionaria.

Durante la reunión del grupo, el delegado del ejército, Zhang, leyó en voz alta un documento llamado «control interno»; es decir, una lista de miembros del personal que tenían que someterse a un control interno. Era la primera vez que escuchaba esa expresión, le sorprendió mucho. El «control interno» no sólo estaba dirigido a los trabajadores comunes, también a algunos altos cargos del Partido, que había que castigar rápidamente por ser «malos elementos» que se habían mezclado con las masas. Ya no era la violencia de las guardias rojas que tuvo lugar dos años antes, tampoco la lucha entre las distintas facciones de las organizaciones de masas; ahora el ataque tenía lugar sin precipitación, lo dirigía el ejército como si se tratara de un plan de batalla trazado con todo detalle. La comisión de control militar quitó los precintos de los archivadores relativos a los asuntos del personal; los documentos de las personas con problemas se amontonaban sobre la mesa del delegado Zhang.

– Todos vosotros sois delegados y habéis sido elegidos por las organizaciones de masas. Espero que, una vez que os hayáis librado de la manía burguesa de fraccionarse, podáis echar de vuestras filas a los malos elementos que se hayan infiltrado. Sólo debemos tener una única postura, la del proletariado, y no la de una fracción. Lo mejor es que todo el mundo discuta caso por caso y determine quién debe entrar en la primera lista y quién en la segunda. También habrá posiblemente una tercera, y los trataremos con clemencia si reconocen por ellos mismos sus crímenes, se confiesan y proceden a las denuncias; de lo contrario, seremos implacables.

El delegado Zhang, de cara ancha y cuadrada, barrió con la mirada a los representantes de las organizaciones de masas, golpeó con sus gruesos dedos el montón de documentos que tenía delante de él, luego levantó la tapa de su taza de té y se puso a beber antes de encender un cigarrillo.

Él hizo algunas preguntas prudentes, ya que el delegado del ejército había dicho que podían discutir. Preguntó si Lao Liu, su antiguo jefe de sección, a pesar de su origen social, que era el de un terrateniente, tenía otros problemas. Luego hizo algunas preguntas sobre una jefa de subsección, antigua miembro del Partido en tiempos de la clandestinidad, organizadora del movimiento estudiantil y que, según se desprendía de su investigación, nunca había sido detenida, ni pesaba sobre ella sospecha alguna de traición hacia el Partido ni de rendición al enemigo; ignoraba por qué también formaba parte de los casos especiales. El delegado Zhang volvió la cabeza hacia él, levantó los dos dedos que sostenían un cigarrillo, y lo miró sin decirle nada. Fue precisamente en ese instante cuando el ex teniente coronel le insultó:

– ¡Miserable! ¡Payaso!

Bastantes años más tarde, leerías algunas memorias que desvelarían poco a poco las luchas internas del Partido. Te darías cuenta de que en las reuniones del Buró Político, Mao Zedong también miraba así a sus mariscales o generales que tenían un punto de vista diferente al suyo, mientras fumaba y bebía té, y que otros mariscales y generales se levantaban furiosos de inmediato para reprimirlos y evitar que el viejo tuviera que gastar saliva.

Evidentemente, tú no mereces a un mariscal o a un general, y es un teniente coronel quien te fustiga: «Insecto rastrero».

Es cierto, sólo eres un minúsculo insecto, ¿qué vale la vida de un insecto?

Después del trabajo, al ir a buscar la bicicleta al cobertizo de la planta baja, se dio de bruces con su colega de despacho, Liang Qin, que se encargaba de su trabajo desde que empezó la rebelión, hacía ya más de dos años. Pero su carrera de rebelde estaba llegando a su fin. Como no había nadie cerca de ellos, le dijo:

– Sal primero y ve despacio después del cruce, tengo algo que decirte.

Liang se subió a la bicicleta, él le siguió y luego llegó a su altura.

– Ven a mi casa a tomar algo -dijo Liang.

– ¿Quién hay en tu casa? -preguntó él.

– Mi mujer y mi hijo.

– No, mejor que hablemos mientras vamos en bicicleta.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Liang, que temía que tuviera que darle una mala noticia.

– ¿Qué problema tuviste en el pasado? -preguntó sin mirarlo, como si no le diera mucha importancia.

– ¡Ninguno! -exclamó Liang, que casi se cae de la bicicleta al oír esas palabras.

– ¿Tienes relaciones con el extranjero?

– ¡No tengo ningún pariente en el extranjero!

– ¿Has enviado cartas al extranjero?

– Espera, déjame pensar…

El semáforo estaba en rojo, apoyaron los pies en el suelo.

– Ah, sí, ya me hicieron esa pregunta, hace mucho tiempo -dijo Liang a punto de echarse a llorar.

– ¡No llores, no llores! Estamos en plena calle -dijo él.

El semáforo se puso verde y los vehículos empezaron a circular.

– ¡Hablame con franqueza, no tienes nada que temer, no te comprometería! -Liang Qin se paró-. Lo único que te digo es que sospechan de ti, algo relacionado con el espionaje, ten cuidado.

– ¡Qué dices!

El dijo que tampoco lo veía muy claro.

– Lo único que hice fue escribir una carta a Hong Kong, a uno de mis vecinos, con quien crecí; hace tiempo que se fue con una tía suya a Hong Kong. Le escribí para que me comprara un diccionario de argot inglés. Nada más, no pasó nada más. Era la época de la guerra de Corea, acababa de conseguir mi diploma en la universidad, estaba en el ejército, trabajando como intérprete, en un campo de prisioneros…

– ¿Y recibiste el diccionario? -preguntó él.

– No. ¿Eso quiere decir que… aquella carta nunca llegó a su destino? ¿Se la quedaron? -preguntó Liang.

– ¿Quién sabe?

– ¿Sospechan que mantengo relaciones con los servicios de inteligencia del extranjero?

– Eso lo has dicho tú.

– ¿Tú también piensas lo mismo? -preguntó Liang inclinando la cabeza.

– ¡Claro que no! ¡Si fuera así, no te lo habría contado! ¡Sé prudente!

Un largo trolebús articulado los rozó, Liang giró su manillar; casi lo atropellan.

– No me extraña que me expulsaran del ejército… -reflexionó Liang, en voz alta, tras caer en la cuenta.

– No era lo más grave.

– ¿Qué más hay? Dímelo todo, puedes estar tranquilo, yo no te denunciaría nunca. ¡Ni aunque me golpearan a muerte!

Liang giró de nuevo el manillar de la bicicleta.

– No estropees tu vida -le aconsejó.

– ¡No pienso suicidarme, nunca haría una estupidez así! ¡Todavía tengo a mi mujer y a mi hijo!

– ¡Es importante que te cuides mucho!

Lo dejó allí sin decirle que estaba en la segunda lista de personas que había que depurar.

Varios años más tarde, ¿cuántos, de hecho?, ¿diez? No, veintiocho años más tarde, en Hong Kong, en tu habitación de hotel, recibiste una llamada de teléfono, era Liang Qin, que había visto en el periódico que estaban representando tu obra de teatro. Al principio ese nombre no te dijo nada, pensaste que se trataba de algún viejo conocido que habrías visto una o dos veces. Quería ver tu obra, pero no tenía entradas, enseguida te disculpaste, las representaciones ya habían acabado, le explicó que era tu antiguo compañero de trabajo, que quería invitarte a cenar. Le dijiste que tenías que tomar el avión muy temprano por la mañana, que realmente ibas muy mal de tiempo, que la próxima vez ya os veríais con más calma. Entonces te dijo que pasaría por el hotel a verte; era difícil negarse. Después de colgar el teléfono, recordaste quién era y vuestra última conversación en bicicleta te vino a la mente en ese momento.

Una media hora más tarde estaba en tu habitación, vestido con un traje occidental y zapatos de cuero, llevaba una camisa de lino, corbata de tono grisáceo; no parecía uno de esos nuevos ricos de China continental. Cuando te estrechó la mano, no tenía ningún reloj Rolex o cadena de oro brillante, ni un grueso anillo de oro; sus cabellos eran de color azabache -seguramente teñidos, dada su edad. Te explicó que hacía muchos años que estaba en Hong Kong. Justamente el amigo de infancia a quien le escribió para pedirle que comprara aquel diccionario, cuando supo, con pesar, todos los problemas que causó aquella carta, se encargó de sacarlo del país. Actualmente, había abierto una empresa; su mujer y su hijo emigraron a Canadá, donde compraron el pasaporte. Te dice con una gran franqueza: «He ganado bastante dinero durante estos últimos años, no soy un gran capitalista, pero no tendré ningún problema para pasar los últimos años de mi vida con comodidad. Mi hijo ha conseguido el doctorado en Canadá, ya no tengo nada de que preocuparme, yo voy constantemente a verlo; si un día se ponen mal las cosas en este lugar, me iré a Canadá y me quedaré allí». Luego añadió que te agradecía mucho la frase que le dijiste.

– ¿Qué frase?

La habías olvidado.

– ¡No estropees tu vida! Si no me hubieras dicho eso, no sé cómo habría conseguido resistir.

– Mi padre no lo consiguió.

– ¿Se suicidó?

– Casi. Por suerte, un viejo vecino lo encontró y llamó a una ambulancia. Lo llevaron al hospital y después lo enviaron a un campo de reeducación, donde lo tuvieron durante varios años. Tres meses después de que lo soltaran, se puso enfermo y murió.

– ¿Por qué no le previniste entonces? -preguntó Liang.

– ¿Quién se habría atrevido a contar esas cosas por carta? Si hubieran interceptado una carta así, ninguno de los dos habría salvado el pellejo.

– Claro, pero ¿qué problema tenía?

– Hablemos mejor de tu problema.

– Bueno, mejor no hablemos más. -Suspiró, y mantuvieron un largo momento de silencio-. ¿Cómo vives?

– ¿Qué entiendes por cómo?

– Me refiero a si tienes suficiente dinero, sé que eres escritor…, ya entiendes lo que quiero decir.

– Ya entiendo -dices tú-. Voy tirando.

– No debe de ser fácil ganarse la vida en Occidente escribiendo, ya me lo imagino, sobre todo para un chino. No es lo mismo que hacer negocios.

– Es la libertad -dices que lo que quieres es la libertad-. Sólo quiero escribir lo que me apetezca.

Liang inclinó la cabeza, luego añadió, tomando valor:

– Si alguna vez… te hablo con sinceridad, si alguna vez estás un poco corto de dinero, si te falta algo, dímelo. No soy un gran empresario, pero…

– Un gran empresario no diría eso… -dices riendo-. Cuando hacen donaciones siempre es para conseguir algo. Cuando dan dinero para la creación de escuelas, por ejemplo, lo hacen para consolidar los negocios con su país.

Sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta, añadió una dirección y un teléfono y te la dio.

– Es el número del móvil; la casa la he comprado. Esta dirección de Canadá seguro que la tendré durante mucho tiempo.

Se lo agradeces y le dices que actualmente no tienes dificultades, que si escribieras para ganarte la vida, hace tiempo que habrías tenido que dejarlo.

Un poco emocionado, te hizo una observación inesperada:

– ¡Escribes realmente para los chinos!

Le dices que escribías para ti mismo.

– Lo entiendo, lo entiendo, escribe -dice él-. Espero que lo escribas todo, que digas que aquello no era una vida digna para las personas.

¿Escribir sobre esos sufrimientos?, te preguntaste después de que se fuera.

Pero ya estás harto.

No obstante, has vuelto a pensar en tu padre. Cuando regresó del campo donde lo sometieron a la reeducación por el trabajo manual, lo rehabilitaron, recuperó el trabajo y su salario, pero insistió en jubilarse, y fue a Beijing a verte, a ti, a su hijo. Tenía la intención de viajar un poco para relajarse y pasar una vejez tranquila. Quién hubiera pensado que la noche del primer día en la capital, después de que lo acompañaras al parque del Palacio de Verano, empezaría a escupir sangre. Al día siguiente, lo internaron en el hospital, donde le descubrieron una sombra en los pulmones. Le diagnosticaron un cáncer en fase terminal. Una noche su estado empeoró de repente, lo admitieron de nuevo en el hospital y dio su último suspiro a la mañana siguiente. Antes de morir, le preguntaste por qué quiso suicidarse, y te explicó que no tenía ganas de vivir, pero no dijo nada más. Y justamente en el momento en que habría podido por fin empezar a vivir, y tenía ganas, murió.

En las honras fúnebres -las unidades de trabajo en las que moría uno de su rehabilitados debían organizar ese tipo de ceremonias para rendir cuentas a las familias-, como escritor, su hijo tuvo que decir algunas palabras, de lo contrario, no sólo habría faltado a la memoria de su padre, sino a los directores de la unidad que organizaban esa ceremonia para su camarada difunto. Lo empujaron delante del micrófono que había en la sala funeraria, frente a la urna que contenía las cenizas de su padre. No pudo decir que su padre nunca había participado en la revolución, aunque no se opuso a ella, pero no convenía que lo llamaran camarada. Sólo pudo decir una frase: «Mi padre era un hombre débil, que descanse en paz». Si hay algún lugar donde realmente se pueda descansar.

36

– ¡Sacad a la vista de todos a ese soldado reaccionario del régimen del Guomindang, Zhao Baozhong!

El ex teniente coronel gritaba por el megáfono de la tribuna; a su lado, sentado en silencio, se encontraba el delegado Zhang, jefe de la comisión de control militar en activo, como mostraban claramente las insignias de la solapa y del gorro militar.

– ¡Viva el Presidente Mao!

Las aclamaciones estallaron de pronto entre los asistentes. En la última fila, dos jóvenes sacaron de su asiento a un viejo obeso. Él se soltó las manos y levantó un brazo para alzar el puño gritando:

– ¡Viva… el… Presidente Mao!

El hombre gritaba con voz rota mientras forcejeaba con todas sus fuerzas. Dos antiguos militares acudieron, habían aprendido en el ejército a inmovilizar a los adversarios. Le torcieron el brazo y lo obligaron a arrodillarse. Sus gritos se ahogaron en su garganta. Entre cuatro hombres fuertes sacaron al viejo, que arrastraba las piernas como si fuera un cerdo que se negara a ir al matadero. Bajo la mirada de los presentes, llevaron al anciano hasta la tribuna por el pasillo que había entre los asientos. Una vez allí, le colocaron una pancarta en el pecho con la ayuda de un alambre. Cuando iba a gritar de nuevo, los hombres apretaron con violencia un punto situado por debajo de las orejas. Se puso rojo de inmediato; le cayeron las lágrimas y los mocos. Aquel viejo obrero, guardia del depósito de libros, aquel viejo soldado que, en tiempos de la Repúbli ca, [24] fue llevado tres veces al alistamiento forzoso en el ejército del Guomindang, pero que se escapó dos veces y finalmente cayó prisionero del ejército de Liberación, acababa de ese modo, con la cabeza gacha, de rodillas, sumándose a los monstruos y malhechores descubiertos antes que él.

– ¡Si el enemigo no se rinde, hay que eliminarlo!

El lema se propagó entre los asistentes, pero ya hacía más de treinta años que aquel viejo se había rendido.

– ¡Muerte al que se resista!

En esta misma sala de actos, cuatro años antes, el mismo viejo fue elegido por el secretario del comité del Partido, Wu Tao, que actualmente también se encontraba con la cabeza gacha en la fila de monstruos y malhechores, como modelo para el estudio de las Obras del Presidente Mao y como representante de la clase obrera «que había vivido los mayores sufrimientos y que abrigaba un profundo odio hacia la antigua sociedad». Él mismo presentó un informe denunciando la crudeza de aquella sociedad y alabando todo lo bueno de la nueva. En aquella ocasión, el viejo también lloró para contribuir a la educación de esos intelectuales todavía mal reformados.

– ¡Sacad a ese perro espía de Zhang Weiliang, que está al servicio de los extranjeros!

Condujeron a otro hombre hasta la tribuna.

– ¡Abajo Zhang Weiliang!

No era necesario ponerlo más abajo, el hombre estaba paralizado por el miedo y era incapaz de mantenerse erguido. Pero todo el mundo gritaba, aunque todos corrían el riesgo de convertirse en enemigos y de ser abatidos.

– ¡Clemencia para el que confiese, severidad para los que se resistan!

Siempre las clarividentes directivas del viejo Mao.

– ¡Viva… el… Presidente… Mao!

Sobre todo, no había que equivocarse de consigna. Con tantas sesiones de acusación y persecución, había que gritar tantos eslóganes, muchas veces durante la noche, que las personas ya no sabían ni lo que decían, pero el que se equivocaba de eslogan se convertía inmediatamente en un contrarrevolucionario activo. Los padres debían prohibir a sus hijos que escribieran o dibujaran cualquier cosa y que rompieran los diarios. Cada día salía en la portada de los periódicos el retrato del Gran Dirigente del Partido, y, sobre todo, no había que romperlo, ensuciarlo, pisarlo ni desde luego utilizarlo para limpiarse el trasero, aunque no se tuviera nada más a mano para tal menester. Tú no tenías niños, era mejor así, sólo tenías que vigilar tus propias palabras, tenías que expresarte con mucha claridad, nada de pensar en cualquier otra cosa mientras gritabas los eslóganes, imposible tartamudear en aquel momento.

Al regresar a su casa en bicicleta, de madrugada, pasó delante de la puerta norte del Zhongnanhai, subió sobre el puente de piedra blanca, contuvo la respiración y echó un vistazo al interior: en el Zhongnanhai sólo se perfilaba la sombra de los árboles bajo la luz de las farolas. Bajó del puente, soltó los frenos y lanzó un suspiro hondo, finalmente el día había transcurrido sin incidentes. Pero ¿y el día siguiente?

Fue temprano al trabajo. En la entrada del edificio había un cadáver cubierto con una vieja estera que alguien había traído del cuarto del vigilante. Los bajos de la pared y el suelo de hormigón estaban manchados de marcas blancas de restos de cerebro y de sangre con tonos violeta.

– ¿Quién es?

– Seguramente alguien de la oficina de redacción.

Tenía la cara cubierta con la estera, pero ¿todavía tenía cara?

– ¿De qué piso?

– ¿Quién sabe de qué ventana?

En aquel edificio trabajaban más de mil personas, había cientos de ventanas, el hombre podía haberse tirado de cualquiera de ellas.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Probablemente al amanecer…

No se atrevieron a decir que ocurrió después de la asamblea de denuncias de clases que acabó de madrugada.

– ¿Nadie ha oído nada?

– ¡Deja de decir tonterías!

Las personas se quedaban paradas un momento y luego entraban en el edificio para no llegar tarde al trabajo. Llegaban uno a uno a su despacho, se instalaban frente al retrato del Gran Dirigente del Partido o miraban la nuca de los que tenían delante de ellos. A las ocho, por el megáfono que había en todos los despachos, de una punta a otra del edificio, sonaba la canción «La navegación en alta mar depende del timonel». Aquella colmena gigantesca estaba todavía más ordenada que antes.

Sobre su mesa había una carta dirigida a su nombre; nada más verla se estremeció. No había recibido ninguna carta desde hacía mucho tiempo, y nunca en su institución. Sin ni siquiera mirarla, se la metió en el bolsillo. Durante toda la mañana se preguntó quién le habría escrito, quién le escribía allí porque no conocía su dirección. No reconocía la letra, ¿sería una carta de advertencia? Si hubieran querido denunciarlo, no le habrían escrito una carta, ¿se trataría de una carta anónima para avisarle de algún peligro? Sin embargo, el sello del sobre era de ocho fens, mientras que un sello para la ciudad costaba sólo cuatro fens: estaba claro que la carta venía de la provincia. Aunque el remitente podía haber puesto un sello de ese valor para no dar pistas; en ese caso, sería de alguien con buenas intenciones, quizá fuera de un colega de trabajo que no tenía cómo entrar en contacto con él y que utilizó ese medio. Pensó en Lao Tan, que estaba aislado y bajo vigilancia desde hacía tiempo, aunque dudaba que Tan pudiera escribir todavía cartas. Quizá fuera una trampa que le tendía la facción contraria, lo que significaría que lo estaban espiando, y se sintió vigilado. Durante la sesión del grupo de depuración de las filas de clase, el delegado del ejército había hablado de una tercera lista y no citó ningún nombre; quizás había llegado su turno. Empezó a sentirse ofuscado; pensó que las personas que pasaban por el pasillo quizás estuvieran vigilando las actividades anormales de los enemigos ocultos, después de la gran asamblea de denuncias. Estaba teniendo lugar la movilización que pidió el delegado del ejército durante la asamblea general que mantuvieron la noche anterior: «¡Denuncia a gran escala, denuncia total, eliminación de todos los elementos contrarrevolucionarios que todavía actúen en el movimiento!».

Pensó de repente que tenía una ventana justo detrás de él, y comprendió cómo de pronto alguien podía tirarse al vacío en un arrebato. Estaba empapado de sudor frío. Intentó calmarse, quitándole importancia; todos los de su despacho que no saltaban por la ventana simulaban no dar importancia a nada, él también podía hacer como ellos. Si no actuaba de ese modo, corría el riesgo de perder el control de sí mismo y de tirarse realmente al vacío.

Cuando llega la hora de comer, por muy revolucionario que se sea, hay que comer, pensó. Luego se dijo que eso era un pensamiento reaccionario, debía reprimirse ese tipo de pensamientos. Aunque fuera por una simple frase, la indignación que sentía dentro podía salir en cualquier momento y provocar una catástrofe; «Por la boca muere el pez», esa máxima era la cristalización de una experiencia acumulada desde la Anti güedad. ¿Qué otra verdad buscas todavía? Esa verdad no puede ser más verdadera, ¡no pienses en nada más! No reflexiones, sólo eres una cosa en sí, tus sufrimientos vienen justamente porque siempre quieres convertirte en un ser, una cosa para sí, lo que te provoca muchos problemas.

Bueno, volvamos a él, a esa cosa en sí. Cuando todo el mundo salió del despacho, fue al lavabo. Ir a orinar antes de comer es bastante normal. Corrió el cerrojo de la puerta del lavabo y sacó la carta, nunca habría imaginado que fuera de Xu Qian. La primera frase le saltó a la vista: «Nosotros, esta generación sacrificada, no merecemos otro destino…». La rompió de inmediato. Luego cambió de idea y volvió a colocar los pedazos en el sobre, tiró de la cadena, examinó minuciosamente el inodoro del baño y salió tras comprobar que no se le había caído ningún trozo de papel. Se lavó las manos, se echó algo de agua a la cara, intentó calmarse y bajó a la cantina.

Por la noche, una vez estuvo en su casa, corrió el pestillo y, tras reconstruir bajo la lámpara los trozos de la carta, se forzó a continuar leyendo. Una voz quejumbrosa explicaba su desesperación, pero no mencionaba, ni entre líneas, la noche que pasaron en el pequeño albergue, ni lo que ocurrió después de que se quedara en el muelle. Ella escribía que ésa era la única carta que le enviaría, que no la volvería a ver nunca más, era la carta de una moribunda. Empezaba así: «Nosotros, esta generación sacrificada»; luego explicaba que había sido destinada como maestra a un valle que estaba situado entre las altas montañas del norte de Shanxi, pero que todavía no había ido allí, porque intentaba retrasar la salida en un centro de acogida de la cabeza de distrito. Antes de ella, una estudiante china de ultramar también fue enviada a una escuela primaria idéntica, en la que no había más profesores; se llevó seis cajas de equipaje, que habían preparado sus padres en Singapur como dote, cargadas a lomos de un burro, pero, al cabo de una semana, apareció muerta en un barranco, sin que nadie pudiera especificar la causa de su muerte. Si iba allí, no la volverían a ver nunca más. Qian pedía socorro, él era su última esperanza; sus padres y su tía no podían hacer nada por ella.

A medianoche fue en bicicleta hasta la oficina de correos de Xidan, había un número de teléfono en el papel de carta del centro de acogida de la cabeza de distrito. Pidió hacer una llamada urgente. Una voz desganada, manifiestamente molesta, le preguntó con quién quería hablar. El explicó que llamaba de Beijing, que quería hablar con una estudiante llamada Xu Qian, que estaba esperando que la destinaran. Durante un largo momento oyó sólo un zumbido por el teléfono. Luego, otra voz, también poco dispuesta, le preguntó: «¿Quién es usted?». El repitió con quién quería hablar, y su interlocutora le dijo: «Soy yo». No reconocía la voz de Qian, la noche que pasaron juntos no hablaron en voz alta. Esa voz desconocida le hizo sentirse confuso, en el teléfono todavía se oía el mismo zumbido, luego acabó por farfullar: «Ahora que sé que todavía estás ahí, me siento más tranquilo». «Me has asustado. Llamar a estas horas asusta a cualquiera», respondió Qian. Quiso decirle que la amaba, que tenía que vivir, pero no conseguía decir todas las frases que había preparado por el camino. La recepcionista de aquella llamada urgente desde la capital seguramente estaría escuchando la conversación en su pequeña cabeza de distrito perdida en las montañas; tenía que evitar que sospecharan de Qian, que intuyeran sus temores. El zumbido del teléfono continuaba en el silencio, dijo que había recibido su carta. El zumbido continuó, no supo qué más decir. «Si quieres volver a llamarme, hazlo de día.» Ella pronunció esas palabras con una voz gélida. «Bueno, perdona, buenas noches», dijo. Y oyó como colgaban el teléfono del otro lado.

37

Una joven se te echa encima, estás tumbado en la cama, todavía no has conseguido despertarte del todo. Se revuelca contigo entre risas, ¡qué sorpresa más agradable!, esperas que no sea un sueño. Te aprietas contra su pecho, deslizas la mano por su cuello, acaricias su piel fina y tersa, tocas sus senos firmes, ella no te lo impide, juega contigo. Piensas que has tenido suerte de haberla encontrado por casualidad, pero no puedes decir su nombre, tienes miedo de equivocarte. Juntas tus recuerdos, las circunstancias que te han llevado a ese momento, la has encontrado muchas veces en la calle, pero nunca pudiste acercarte a ella. Esta vez te está abrazando, dices que jamás hubieras imaginado verla en tu cama, estás contento. Ella dice que te buscaba, pasaba por la ciudad, oyó decir que tenías un encuentro aquí y vino a verte. Tú le dices que no se vaya. Ella dice que claro, pero primero tiene que recoger sus maletas y rellenar los formularios para vivir aquí. No haces el amor con ella de inmediato, piensas que tenéis tiempo, ya que ella acaba de hacer un largo viaje para venir a verte, no hay riesgo de que se vaya. Te levantas y le preguntas dónde están sus maletas. En la habitación de al lado, dice. Miras hacia allí y ves que, efectivamente, las dos habitaciones se comunican y que en ese cuarto también hay dos camas. Te preocupa que alguien pueda venir a ocupar la habitación, dices que debería hablar con los recepcionistas para cambiar de cuarto y que podáis estar juntos. Pero, como es la hora de la comida, preferís primero ir a comer algo al restaurante. Ella te sigue, os apoyáis el uno en el otro, dice que le ha costado mucho encontrarte, mientras tú continúas preguntándote cómo se llama. Miras ese rostro tan familiar, pero no la recuerdas. Parece más una mujer que una chica, una chica mayor o una joven mujer, no debería de haber ningún obstáculo para hacer el amor con ella, además, ha venido para estar contigo. Ella pregunta si tienes que presentarla al organizador del encuentro. Dices que en la actualidad eres un hombre libre, que puedes estar con quien quieras, que no tienes que pedir permiso a nadie. Vas decidido a la recepción a cambiar tu cuarto por uno doble. El hombre de la recepción te da una llave y un trozo de papel. Sobre la placa de la llave está escrito el número de la habitación, le preguntas dónde se encuentra. Él dice que sólo se ocupa del registro, que si quieres información, puedes telefonear al número que te ha anotado en el papel. Le preguntas si puedes utilizar el teléfono del mostrador; él dice que hay que poner monedas. Buscas en vano dentro de tus bolsillos alguna moneda y preguntas al recepcionista si puedes pagar después de la llamada. Como no dice nada, haces la llamada y te dicen que la habitación está en la segunda planta. Subís al ascensor, pero llegáis a la azotea, donde se encuentra el estacionamiento de vehículos. Volvéis a subir al ascensor y llegáis de nuevo a la planta baja; todavía no habéis encontrado la habitación. Paras a una mujer de la limpieza que empuja un carrito. Ella te dice que hay que bajar todavía una planta. Una vez en el sótano, encontráis un gran restaurante de lujo y piensas que es mejor que comáis algo primero. El hombre que os recibe lleva una pajarita. Dice con mucha educación: «Disculpen, hay que reservar con antelación, está todo lleno». Dices que estás participando en un encuentro y él te explica que hay algo previsto para los participantes en otro restaurante. Volvéis a subir al ascensor para buscar la habitación, pero lo que pone en tu llave es muy raro: n.° 11G.Y. Encuentras la catorce, la quince, la dieciséis, pero no hay número once. Preguntas a una señora gorda que está sentada sobre un taburete delante de un bar que hay en un pasillo, probablemente una dienta del hotel, quizás ella sepa dónde está esa habitación. Da media vuelta con su asiento, te indica una dirección detrás de ti y te dice: «Sí, es esa cueva». No comprendes qué quiere decir. Sin embargo, en la placa de cobre de la puerta está escrito H.G.; hay otra letra detrás, pero bastante borrada, seguramente una Y. Separas una cortina de perlas de cristal, en el interior hay una hilera de camas grandes, para varias personas, contemplas la habitación inmensa. Encima de las camas, a la derecha, ves otra fila de literas empotradas en la pared y a las que sólo se puede subir encaramándose. Hay almohadas en las cuatro camas para dos personas. Piensas que vas a hacer el amor con ella y dejas las maletas en la cama más apartada. Salís de la habitación y dices que, de todos modos, hay que encontrar un cuarto para vosotros dos. Pero ella dice que ha venido con una amiga, que debe estar en la misma habitación que ella; por suerte conocen a muchas personas en la ciudad, siempre habrá el medio de encontrar un lugar en el que pasar la noche. Le dices que ya que ha venido a buscarte…

Ella dice que otra vez será, que ya tendréis más ocasiones. Se vuelve y se aleja. Te despiertas, sientes pena, te gustaría recuperar tus recuerdos, recuperar todos los detalles, comprender de dónde viene ese sueño, pero te das cuenta de que estás durmiendo en una cama individual, en una pequeña habitación, escuchas un rumor, fuera los pájaros cantan.

Durante un momento no consigues recordar cómo te has quedado dormido en este lugar, la cabeza te da vueltas, no estás despierto del todo; esa noche has bebido demasiado. Hacía tiempo que no abusabas tanto del alcohol; has mezclado whisky con alcohol chino de cinco cereales, vino tinto, y cerveza, para calmar la sed, cerveza que abrían sin parar. Alguien había traído de Inglaterra whisky escocés, otro había traído de China el Wuliangye, recuerdas que era un grupo de escritores y poetas chinos que se reunían allí, en un barrio del sur de Estocolmo, en un centro internacional que tenía el nombre del primer ministro asesinado, Olof Palme.

Abres los ojos y te sientas. Por la ventana se ve un lago, las nubes están muy bajas, hay una hilera de árboles sobre un césped perfecto, se oye el canto de los pájaros, no hay nadie, una tranquilidad perfecta.

Piensas en la chica del sueño, en la ternura de sus gestos, es una pena que sólo fuera un sueño, ¿cómo has soñado algo tan raro? Es por culpa de ese grupo que ha vuelto a hablar de China, bebisteis demasiado; realmente ese país te da dolor de cabeza. Pero era el objetivo del encuentro, el tema de las charlas era justamente la literatura china contemporánea. Unos suecos habían dado dinero para invitar a unos cuantos escritores chinos, a los que les habían proporcionado los billetes de avión y algo para los gastos durante la estancia, en un lugar ideal para pasar unas vacaciones, con mucha cerveza. Como los impuestos sobre el alcohol fuerte son muy altos, los participantes de la reunión traían sus propias botellas. Bebieron sin parar hasta el amanecer. En verano -julio es la estación de las noches blancas- es de día todo el tiempo, a medianoche todavía hay mucha luz. En el otro lado del lago, el bosque se extiende hasta el horizonte, la luz del alba enrojece el cielo, los pájaros y los insectos todavía duermen. Sobre los enrejados que se extienden delante de las saunas hasta el lago, se oye el murmullo de las conversaciones. El sonido de las voces llega lejos y hace que en la superficie del lago, liso como un espejo, nazcan grandes círculos que se van abriendo hacia el medio. Las algas y las sombras vibran al ritmo de las ondas que se propagan; eso no es un sueño.

Un amigo charla sobre las increíbles novedades que llegan de China y que, naturalmente, no tienen nada que ver con la literatura. Explica que un empleado del zoo llegó por la mañana a su trabajo; las puertas del zoo todavía no estaban abiertas al público, entró por la puerta lateral. Nada más entrar oyó los rugidos del tigre del que se ocupaba habitualmente. Se preguntó por qué el tigre rugía si todavía no era la hora de la comida. Fue a ver qué estaba pasando y descubrió al animal tendido en un charco de sangre, en un rincón de su jaula; no tenía las patas delanteras. Con unas vendas intentaron salvarlo, pero no tenían sangre de tigre para hacerle una transfusión, y aquel animal, que ya había perdido demasiada sangre, murió. «¿Por qué le cortaron las patas?», pregunta uno. «¿Ninguno de vosotros sabe que en China es una tradición consumir las garras de los osos?» «Pero nunca había oído que también se comían las patas de los tigres.» «Con ellas se hace alcohol de hueso de tigre, es un medicamento que se utiliza desde la Antigüedad para curar el reumatismo. Hoy en día, aparte de en los zoos, ¿dónde se puede cazar un tigre?» Todos ríen, luego alguien añade: «Seguro que te has inventado esa historia, eres capaz de cualquier cosa con tal de hablar mal de China». Pero la historia es cierta y apareció en un diario oficial de China continental: «Un amigo me envió el recorte de prensa, era una noticia de dos líneas. En Suecia habría aparecido en primera página. Puede que hasta los ecologistas se hubieran manifestado por las calles. ¿Hay algún partido Verde en Suecia?».

No has ido a tomar el desayuno al restaurante, desde tu ventana ves cómo se marcha el autocar, todos van de visita a Estocolmo.

Después avanzas por un camino de gravilla que sigue el borde del lago; el sendero está rodeado de césped. Por todos lados encuentras grandes sacos de plástico blanco que seguramente contienen la hierba cortada. Las bolsas blancas están dispuestas a lo largo del camino, sobre la hierba del bosque verde oscuro, parecen objetos irreales. De repente, tienes la sensación de haber entrado en un sueño.

El camino conduce al bosque, el lago ha desaparecido, los árboles son más altos, hay muchos pinos. De pronto oyes los gritos de unos chicos y chicas, te emocionas como si volvieras a tu infancia, pero, por supuesto, sabes que tu infancia ya ha desaparecido para siempre. Te paras a escucharlos, quieres estar seguro de que no es ninguna ilusión y aceleras el paso. Al girar por el sendero, hay un claro en el que se encuentran dos chicas. La mayor lleva un pantalón tejano cortado por encima de la rodilla. Cada una carga un saco grande y seguramente están recogiendo piñas. Algo más lejos, un niño corre de un lado a otro con un cazamariposas en la mano. Las dos chicas se paran a veces; no quieres molestarlas, caminas más despacio. Delante, el niño corre y grita, las chicas lo llaman, pero continúa corriendo sin escucharlas; arrastran las bolsas y van hacia él. Sus voces se alejan poco a poco hasta desaparecer por completo. En el camino, lleno de hierba, ya no hay nadie. Tienes la sensación de percibir todavía indistintamente los gritos de los niños; te paras para prestar atención, pero sólo escuchas el viento que roza el extremo de las ramas de los árboles.

Todavía recuerdas lo que soñaste, la sensación que te produjo acariciar sus pequeños y firmes senos, recuerdas el rostro que te era tan familiar; luego te vino a la cabeza otro de tus sueños. Es curioso, a menudo sueñas lo mismo. Se ha convertido en un verdadero recuerdo para ti, como si la joven hubiera existido de verdad. La ves salir del aula con una compañera, tú debes de ser también un compañero de clase, pero te cuesta acercarte a ella, las chicas jóvenes siempre forman grupos animados, también se relacionan con otros chicos, e incluso con hombres, pero tú no consigues entrar en ese círculo. Recuerdas también que vives en un recinto de varias viviendas, tu familia vive en la parte de atrás, pero te cuesta llegar a casa pasando por la parte delantera, donde vive mucha gente; tienes la sensación de que esa chica también vive allí. Entonces los dos sueños se confunden, la joven vive en una casa vieja y que está al final de una callejuela oscura. La vivienda tiene muchos patios, uno detrás de otro, pero ella vive en el primero, en el ala lateral izquierda una vez se pasa el gran portal. Uno de tus compañeros de escuela también vive allí. Vas a verlo para saber si la familia de la chica todavía vive en el mismo lugar, vas, pero no encuentras al compañero de clase. Eso provoca otros sueños, como recuerdos vagos; cuesta distinguir los sueños de los recuerdos. Te acuerdas de cuando eras pequeño, debías de tener cuatro o cinco años, era durante la guerra, tus padres te llevaron con ellos para huir del enemigo, os instalasteis en una gran vivienda en la que reinaba el desorden, pero, en realidad, estás buscando a la chica de las tetas grandes, recuerdos y sueños se mezclan.

Tu infancia aparece como si la vieras a través del humo, o entre la bruma, sólo ves con nitidez algunos puntos; ¿cómo hacer que vuelvan los hechos que se perdieron en el olvido? Es difícil distinguir lo que vuelve poco a poco; no puedes diferenciar lo que pertenece al recuerdo o a la ficción. Además, ¿los recuerdos son exactos? No hay ninguna relación entre uno y otro, aparecen sin ningún orden, y cuando buscas sus huellas, esos puntos luminosos pierden la intensidad y se transforman en frases; tan sólo puedes reagrupar las palabras para formar frases. ¿Se pueden contar los recuerdos? Tienes serias dudas al respecto, como también dudas de las propias posibilidades de la lengua. Si cuentas tus recuerdos o sueños es porque siempre hay cosas magníficas que brillan y que te traen algo de calor, dulzura, deseo y estímulo, pero ¿las frases?

Recuerdas que realmente había una chica que se sentaba en el mismo pupitre que él en clase, en el mismo banco, una chica de piel muy clara. Un día el lápiz de él se le rompió en medio de un examen; ella se dio cuenta y le acercó su estuche repleto de lápices perfectamente afilados. Desde ese día se fijó en ella, en el camino a la escuela, antes y después de las clases. Una vez tomó del manual de la chica una tarjeta perfumada, y después de la clase, ella se la regaló. Al verlo, sus compañeros se burlaron, «Se quieren, se quieren», eso le hacía ponerse como un tomate, pero, quizá por la excitación que sentía en aquellos momentos, en él la dulzura y la feminidad siempre estuvieron ligadas.

Recuerdas también un sueño que tuviste cuando eras niño: estabas en un jardín repleto de flores, la hierba era muy alta, no la habían cortado, sobre la maleza había una mujer tumbada, un cuerpo blanco, una fría estatua de mármol. Soñó eso después de haber leído La Venus d'Ille, de Mérimée. Dormía con la estatua, abrazado a ella, hacía el amor con ella, sin saber muy bien cómo lo conseguía, pero se encontró la entrepierna mojada. Estaba helado, era invierno, se despertó alborotado.

Piensas en la vieja película en blanco y negro de Bergman, Fresas salvajes, que muestra con todo detalle la angustia de un anciano a punto de morir. Quizá tú también te hayas convertido en un anciano. En otra de sus películas, Gritos y susurros, los tormentos de tres hermanas y de una sirvienta gorda y voluptuosa, tormentos ante la soledad, el deseo sexual, la enfermedad y el miedo a la muerte dejan huella en ti. ¿El arte y la literatura permiten realmente comunicar? En principio, eso no se discute, pero algunos creen que es imposible. Y la literatura china, ¿permite también comunicar? ¿Con quién? ¿Con Occidente? ¿O entre los chinos del continente y los de ultramar? ¿Qué es la literatura china? ¿La literatura tiene fronteras? ¿Cómo se puede definir a los escritores chinos? ¿Los chinos del continente, de Hong Kong, de Taiwan y los que tienen nacionalidad norteamericana son todos chinos? Eso nos conduce a la política, volvamos a la literatura pura. ¿La literatura pura existe? Hablemos pues de literatura: ¿qué es la literatura? Estos son los asuntos que se tratan en esta reunión, que son objeto de interminables discusiones.

Has perdido por completo el gusto por esa polémica sobre la literatura y la política. China está tan lejos ahora, hace tiempo que el Estado te excluyó, ya no necesitas esa etiqueta, sólo utilizas el chino para escribir, nada más.

38

Unos autobuses grandes pararon delante del gran edificio de la institución, del que en menos de un mes se habían tirado por la ventana cinco personas. Cerca de cien hombres y mujeres, que formaban el primer grupo que partía al campo, esperaban en filas que el delegado del ejército viniera a dar sus recomendaciones antes de la salida. Cada uno llevaba en el pecho una flor roja de papel, por encargo también del delegado Zhang, que ordenó a los empleados de su oficina que confeccionaran las flores a toda prisa.

La mayor parte de los combatientes de este grupo eran personas mayores. También se encontraban mujeres y hombres en edad de jubilación, a los que se les negó la autorización para jubilarse. También había un hombre de baja por enfermedad, hipertensión en concreto, e incluso un antiguo funcionario de la época de la base revolucionaria de Yan'an, así como un antiguo combatiente que participó en la guerrilla subterránea en la llanura de Hebei. Según «La directiva del 7 de mayo» de Mao, recientemente publicada, cultivar los campos o entrar en un campo de reeducación por el trabajo era una acción gloriosa si se tenía una flor roja de papel en el pecho.

Cuando el delegado Zhang salió del edificio, saludó a la multitud con la mirada y con los dedos apretados, que llevó a la altura de la visera de la gorra; luego declaró:

– ¡Camaradas, a partir de ahora sois los gloriosos combatientes del 7 de mayo! ¡Sois las tropas de vanguardia y tenéis la importante tarea de construir las grandes escuelas comunistas a petición de nuestro gran dirigente, el Presidente Mao! ¡Espero que hagáis un excelente trabajo, tanto manual como ideológico!

Era un verdadero militar, hablaba concisamente, sin una palabra de más. Cuando acabó, alzó el brazo para saludar a la muchedumbre. Era el momento de subir a los autobuses. Delante del edificio se apelotonaban los compañeros de trabajo y las familias que habían venido a despedirse de los suyos. En todas las ventanas, en todos los pisos, había manos que se agitaban para despedirlos. Aunque se hubieran enfrentado entre facciones opuestas durante tres años, los que se marchaban eran colegas. Muchas mujeres lloraban; la escena era bastante conmovedora, pero, por lo general, el ambiente era un tanto festivo.

En el fondo, él también se alegraba; había ordenado todas sus cosas, incluso limpió a conciencia su orinal esmaltado y lo metió en la caja de madera que le dio su unidad de trabajo. Cada individuo que se iba al campo tenía derecho a dos cajas de madera. Si querían más, tenían que pagarlas. Todo esto estaba estipulado en un documento de la «Oficina del 7 de mayo», recién creada por el Consejo de Estado. Guardó todos sus libros en una caja. No sabía cuándo podría volverla a abrir, pero quería tenerla cerca durante toda su vida, era su último apoyo espiritual.

Cuando solicitó ir al campo, el delegado Zhang dudó durante un instante antes de decirle:

– El trabajo de depuración todavía no está acabado, te esperan tareas aún más importantes…

Sin dejar que el delegado del ejército tuviera tiempo de acabar su frase, soltó una retahíla de palabras para explicar su resolución y la necesidad que tenía de recibir una reeducación por el trabajo manual, después añadió:

– Le informo que mi compañera, diplomada universitaria, también ha solicitado ir al campo. ¡Una vez que la escuela de funcionarios marche bien, haré que venga y nos podremos consagrar a la revolución en el campo durante toda nuestra vida!

Pronunció estas palabras con mucha convicción; quería demostrar que no intentaba huir, sino que había reflexionado teniendo en cuenta sus intereses personales.

– ¡De acuerdo! -Esas palabras decidieron su suerte; el delegado Zhang aceptó su petición.

Él soltó un suspiro de alivio.

Sólo el gran Li le dijo:

– ¡No deberías marcharte!

Percibió un cierto tono de reproche en su voz. La camarada Wang Qi, que él protegió, vino a acompañarlo, tenía los ojos rojos y volvió el rostro para ocultar las lágrimas. Li también fue a estrecharle la mano, tenía los ojos hinchados; parecía realmente afectado por su marcha, aunque nunca habían conseguido hacerse realmente amigos. Percibió la soledad de Li. En su organización de rebeldes que se había disuelto, tenía compañeros de lucha pero no verdaderos amigos. Y él los abandonaba.

Antes de que todos se juntaran a la entrada del edificio, fue a despedirse de su antiguo jefe, Lao Liu. Éste le estrechó la mano con fuerza, como si se agarrara a una brizna de paja que le pudiera salvar la vida, pero esa brizna de paja tenía que salvarse también del hundimiento. Se mantuvieron agarrados en silencio durante un rato. No debían caer juntos. Lao Liu soltó la mano primero. Él huía por fin de aquella colmena enloquecida, de aquella trampa mortal.

Algo más lejos de Qianmen, la estación estaba siempre llena de gente; en los andenes, en los vagones, las personas se amontonaban para despedirse de los que se marchaban. Por aquel entonces, los que iban a instalarse al campo eran sobre todo empleados y funcionarios de los organismos del Estado, así como alumnos de secundaria. Los estudiantes universitarios ya habían sido enviados a las granjas rurales o a las zonas fronterizas. Los chicos y chicas que estaban en el tren se apretaban contra las ventanas de los compartimentos, mientras fuera de los vagones, sus padres les daban todos los consejos que podían. En los andenes de la estación sonaban los tambores y los gongs. El equipo de propaganda obrera había llevado a unos niños que todavía no tenían la edad de ser enviados al campo para que tocaran esos instrumentos y animaran particularmente el ambiente.

Los empleados de la estación, vestidos con uniforme azul, soplaron con fuerza por sus silbatos estridentes. Las personas se situaron tras una línea blanca que había trazada en el suelo, pero el tren continuó inmóvil. De pronto, reinó el caos en el andén: primero llegó una patrulla del ejército fuertemente armada, que se puso en línea; luego un grupo de condenados, todos tenían la cabeza rapada, cada uno llevaba su petate y un tazón de hojalata esmaltada en la mano, avanzaban al mismo paso y cantaban a media voz una consigna: «¡Con disciplina empezaremos una nueva vida, oponerse a la reforma es lo mismo que buscar la muerte!».

Sus voces graves repetían incansablemente esta frase, con la solemnidad de un réquiem. Los niños dejaron de golpear sus tambores y gongs. El grupo de condenados atravesó el andén en fila india; luego, sin dejar de cantar el eslogan, entraron en los vagones de mercancías sin ventanas que habían añadido al final del convoy. Diez minutos después el tren se ponía en marcha lentamente, en el más absoluto silencio. En aquel instante los lloros incontenibles empezaron a multiplicarse en el andén. Luego el llanto de niños y adultos se oyó por todas partes. Por supuesto, algunos reían y se despedían con la mano, pero el ambiente de alegría había desaparecido casi por completo.

Por la ventana del tren desfilaban postes eléctricos de cemento, las casas de ladrillos rojos, los edificios de hormigón gris. Las chimeneas y las ramas desnudas de los árboles se perdían en la lejanía. El se iba por su propia voluntad, dejando por fin aquella enloquecedora capital. Aunque le esperara el viento frío y violento, al menos podría respirarlo con tranquilidad, no tendría que atormentarse constantemente. Joven y fuerte, sin familia, sin cargas, iba a cultivar la tierra. De hecho, ya había trabajado en el campo cuando era estudiante. Aunque fuera duro, el trabajo del campo no tenía nada que ver con la tensión mental que había vivido en los últimos tiempos. Tuvo ganas de tararear alguna canción, ¿qué podía cantar? Bueno, mejor no cantar nada.

39

Ese viejo Louis Armstrong es casi como un hermano para ti, aunque esté muerto desde hace tiempo, lo has visto en una antigua película en blanco y negro, llena de líneas blancas, como si lloviera, y tu viejo hermano negro cantaba revolcándose por el suelo.

Una pluma se deja llevar por el viento… Debes vivir con alegría, en un estado de éxtasis. Ah, Margarita. Vuelves a pensar en ella, ha sido ella la que te ha empujado a escribir este libro asqueroso, te ha empujado al abatimiento, a la depresión; esa puta te ha atormentado. Sólo tienes ganas de una cosa, de follarla salvajemente, azotarla cumpliendo sus deseos, esa masoquista, y, por mucho que le pegues, no derramarás ni una sola lágrima.

Te gustaría llorar una vez más, tirarte al suelo como un niño caprichoso, llorar todas las lágrimas que tengas dentro, pero ya no tienes más lágrimas, ni una sola, hermano, ya eres viejo.

¡No importa que seas un insecto o un dragón! Más bien pareces un perro perdido, sin dueño, ya no tienes que hacer lo que otro quiera, ya no tienes que buscar que alguien te quiera. Eres como el topo que escarba en la tierra, te gusta la oscuridad, en la que no se ve nada, no se ven las escopetas, se pierde el objetivo que hay que conseguir; de hecho, ¿para qué sirve tener un objetivo?

Has conseguido una nueva vida, esa vida la utilizas como te da la gana, todavía quieres saborear lo que te quede de ella. Lo más importante es vivir con alegría, vivir para ti mismo y ser feliz, no te importa nada de lo que digan de ti.

Te sientes bien, y este bienestar no se encuentra en el exterior, está en ti; podrás disfrutarlo totalmente si eres consciente.

La libertad es una mirada, una entonación; mirada y entonación pueden realizarse, por lo tanto, ya tienes algo. Y la libertad está tan confirmada como la existencia de la materia, como la existencia del árbol, de la hierba, de la gota de rocío; nadie puede dudar o negarte la libertad de usar tu vida.

Sin embargo, ¡la libertad es tan efímera! Tu mirada, tu entonación sólo vienen de un instante, de una actitud adoptada por ti mismo: lo que quieres conseguir es justamente esa libertad fugitiva. Recurres al lenguaje precisamente porque quieres confirmar su existencia, aunque lo que escribas no pueda existir eternamente.

Cuando escribes, ves esa libertad y la escuchas. En el instante en que escribes, en que lees, en que escuchas, la libertad existe en tu expresión, necesitas este pequeño lujo: la expresión de la libertad y la libertad de expresarte. Y cuando la has conseguido, te sientes bien.

La libertad no se da, no se compra, más bien es tu propia conciencia de la vida, el deleite de tu vida. Saborea esta libertad como el placer que sientes cuando haces el amor físico con una bella mujer. ¿No es lo mismo?

La libertad no soporta ni la santidad ni el poder dictatorial. No quieres saber nada ni de una cosa ni de otra, y, de todos modos, tampoco podrías conseguirlas; en lugar de hacer un gran esfuerzo para conseguir algo, es mejor tener la libertad.

Antes que decir que Buda está en ti, mejor decir que la libertad está en ti. La libertad nunca viene de otro, si piensas en la mirada de los demás, si buscas su aprobación, y si haces bellos discursos para distraerlos, te adaptarás a sus gustos; el que disfrutará no serás tú y habrás perdido tu libertad.

La libertad no concierne a los demás, no debe reconocerla nadie, sólo podrás conseguirla superando las coacciones de los otros, como ocurre con la libertad de expresión.

La libertad puede aparecer bajo la forma del dolor y de la tristeza, si estos sentimientos no la ahogan. A pesar de estar sumergida en ellos, aún puedes verla. El dolor y la tristeza también son libres. Necesitas un dolor libre y una tristeza libre, si por algo vale la pena vivir es por esa libertad que por fin te proporciona alegría y serenidad.

40

– No podemos creer que la paz reinará sobre la tierra cuando todos los viejos contrarrevolucionarios hayan sido depurados. Tenéis que abrir los ojos, ¡esos elementos contrarrevolucionarios en plena actividad son nuestros peores enemigos! Se esconden bien, son muy astutos. Se amparan en los eslóganes revolucionarios de los proletarios, pero, en la sombra, se dedican a actividades fraccionarias burguesas para provocar la confusión en nuestras filas. ¡Sobre todo, que nadie se deje influir por ellos, están por todas partes, tejiendo sus telas de araña para atraparos! ¡Esos contrarrevolucionarios tienen dos caras, no lo olvidéis, alzan la bandera roja para oponerse a la bandera roja!

El jefe adjunto de la comisión de control militar, el delegado Pang, en realidad comisario político del ejército, había venido expresamente a la granja. Encaramado a un rodillo de piedra del área de trilla, lucía unas gafas de montura gruesa y agitaba en la mano un documento mientras pronunciaba un discurso de movilización:

– Las escuelas de funcionarios del 7 de mayo no deben ser remansos de paz alejados de la lucha de clases.

Habían empezado a desenmascarar a un grupo de contrarrevolucionarios activos llamado «camarilla del 16 de mayo». Los jefes de las organizaciones rebeldes, surgidas desde el principio del movimiento, así como los miembros activos, estaban siendo sometidos a una investigación. Él fue de inmediato destituido de su función de jefe de escuadra, cargo con el que debía dar ejemplo; había acabado con el trabajo manual y debía rendir cuentas de los últimos años con todo detalle, explicar qué ocurrió en los últimos meses, decir qué día, en qué lugar, con qué personas tuvo qué reunión secreta y a qué actuaciones inconfesables se había dedicado.

Aún no sabía que en Beijing habían aislado al gran Li y lo estaban sometiendo a una investigación; el interrogatorio duró varios días y varias noches y le sacudieron de lo lindo. Reconoció que formaba parte de los elementos del «16 de Mayo» y, por supuesto, también lo denunció a él. Así mismo confesó que cuando estuvieron en casa de Wang Qi, mantuvieron una reunión del grupo contrarrevolucionario para conspirar con un elemento de la banda negra antipartido, de quien recibían las directivas. Su objetivo final era acabar con la dictadura del proletariado. Li acabó internado en un asilo psiquiátrico. A Wang Qi también la interrogaron y la aislaron. Luego torturaron a Lao Liu en un cuarto del sótano del edificio hasta acabar con su vida; después lo subieron a un piso y lo tiraron por la ventana, con la intención de que pareciera que se había suicidado para evitar el castigo.

Por suerte, antes de que todo aquello tuviera lugar, sintió el olor de los perros que venían del horizonte para cercarlo. Ya había comprendido cómo los perros de caza actuaban sobre el terreno: según «la orden de movilización para prepararse para la guerra número uno», firmada por el vicecomandante en jefe Lin Biao, la dispersión de un gran número de miembros del personal, acompañados de sus familias, significaba la puesta en marcha de una depuración todavía más radical. El ambiente de los últimos meses, bastante tranquilo aunque algo pesado, estaba cambiando a toda velocidad; la hostilidad de los recién llegados reemplazaba la leve fraternidad que todavía quedaba. Se reorganizaban las antiguas compañías, pelotones y escuadras, se reconstituían las células del Partido, la comisión de control militar nombraba a los nuevos altos cargos desde Bei-jing. Tenía que encontrar un modo de evitar el cerco antes de que le llegara su turno. En plena noche, fue a escondidas a la cabeza de distrito para enviar un telegrama a su antiguo compañero de instituto, Rong.

Dios aprieta pero no ahoga, o, mejor dicho, Dios se apiadaba de él y le daba una salida. Por la tarde, mientras los hombres estaban en los campos, se quedó solo en el dormitorio para escribir su confesión. Cuando pasaba alguien, fingía copiar las citas de Mao. Un cartero de la comuna popular llegó en bicicleta gritando: «¡Telegrama! ¡Telegrama!».

Salió corriendo, era la respuesta de su amigo. El astuto de Rong firmó el telegrama con la dirección telegráfica de la estación de técnicas agrícolas del distrito en el que trabajaba, y escribió el siguiente texto: «Conforme a lo estipulado en los documentos del Comité Central con respecto a los preparativos de guerra, hemos aceptado recibir al camarada Fulano para que se instale en la comuna popular de nuestro distrito. El interesado deberá presentarse antes de fin de mes, de lo contrario no podrá ser instalado».

Aprovechando que todo el mundo estaba trabajando en el campo, se presentó en el despacho de dirección de la escuela, que se encontraba a unos cinco kilómetros. La sala de dactilografía y del teléfono estaba vacía. Dentro había un pequeño cuarto del delegado Song, que le servía de despacho y de habitación. La puerta estaba cerrada, pero se oía una respiración que venía del interior.

– Informe para el delegado Song.

Era el reglamento militar, lo había asimilado perfectamente. Al instante, el delegado Song salió. Su uniforme estaba impecable, pero no había tenido tiempo de abrocharse el cuello.

– Se puede considerar, en cierto modo, que me he graduado en esta escuela de funcionarios. Espero que me expida el diploma.

Reflexionó durante todo el camino sobre lo que tenía que decir y pronunció esas palabras con toda la tranquilidad que pudo, manteniendo una sonrisa en los labios.

– ¿De qué diploma estás hablando? -preguntó el delegado Song con cierta tosquedad.

El mantuvo su sonrisa y le tendió el telegrama con las dos manos. Song, que no conocía muchos caracteres, lo tomó con una mano e intentó descifrarlo, tomándose todo su tiempo, luego levantó la cabeza y dejó de fruncir el ceño.

– De acuerdo -dijo-, corresponde a lo estipulado en los documentos. ¿Tienes parientes allí?

«Apoyarse en los amigos y encontrar refugio en casa de los parientes», esa expresión la utilizó el delegado Song en el momento en que les transmitió la orden de movilización. Él añadió de inmediato:

– Tengo amigos que han arreglado todo allí para que me pueda instalar definitivamente en el campo. En ese lugar podré recibir a fondo la reeducación de los campesinos pobres y medios de la capa inferior y encontrar una campesina para no quedarme soltero toda mi vida.

– ¿Ya has encontrado una? -preguntó el delegado Song.

Él sintió en aquel hombre una cierta amistad, a menos que mera sólo simpatía o comprensión. Era del campo, allí se alistó y, poco a poco, pasó de ser un simple soldado a convertirse en oficial de estado mayor en activo, después de superar un gran número de dificultades, mientras que su mujer y sus hijos permanecían en el campo. Tan sólo tenía quince días al año para ir a verlos, y naturalmente debía pensar en las mujeres. La comisión de control militar lo envió a controlar a aquel enorme grupo de hombres que habían venido para consagrarse al trabajo manual, lo que no era una tarea fácil. El jefe adjunto de esta comisión, el delegado Pang, encargado de la depuración de las filas de clase, después de asignar las tareas al secretario de célula del Partido de cada compañía, había regresado a Beijing dos días antes. Realmente era una oportunidad caída del cielo, algo que nadie podía prever.

– Mis amigos me han hablado de una muchacha, si no voy, no puedo conocerla. No me gustaría perder esta oportunidad. De todos modos, el trabajo manual es igual en todos los lugares, pero si me caso, podré instalarme definitivamente.

Debía dirigirse al delegado Song, nacido y crecido en el campo, en unos términos que pudiera entender perfectamente.

– Tienes razón, pero debes pensarlo bien, porque si te marchas, te retirarán la autorización de residir en Beijing…

Song ya no hablaba como un jefe, sacó de un cajón un formulario oficial y le pidió que lo rellenara él mismo, luego gritó hacia el cuarto:

– Xiao Liu, ponle un sello aquí y escríbele a máquina este documento.

La joven recepcionista, que también hacía de mecanógrafa, salió. Parecía que acababa de peinarse; llevaba dos pequeñas trenzas sujetas a ras de la cabeza con elásticos y las dos puntas hacia arriba. Abrió un cajón con una llave, sacó un formulario y un sello, se sentó frente a la máquina de escribir y fue golpeando un carácter tras otro del pesado teclado. Song verificó el texto que su secretaria acababa de escribir. El quiso adular al oficial:

– ¡Soy el primer aprobado por el delegado Song!

– En estas putas tierras alcalinas no hay nada que crezca, aparte del viento de arena. No es como en mi región, todo lo que se planta crece. De todos modos, estemos donde estemos, lo que cuenta es el trabajo manual.

Al final, el delegado Song puso su sello rojo. Unos años más tarde, supo por un compañero que trabajaba en la misma época que él en aquella escuela de funcionarios, que poco después de su huida, el delegado Song fue sorprendido una noche en un campo, por un hombre que llevaba una linterna, cuando tenía el pantalón bajado para hacer lo que normalmente hacía con la recepcionista. De inmediato fue despedido, y volvió a reincorporarse a filas. Como el trigo que nace en esas tierras áridas, él tampoco llegó muy alto.

En el camino que conducía a las viviendas, vio a lo lejos un tractor que labraba. Al verlo hizo un ademán de mano y gritó:

– ¡Hermano!

Tang ya no tenía el trabajo de mensajero que realizaba en la capital. También había ido a esa granja y conducía el tractor en el equipo mecanizado. Atravesó la tierra blanda y fangosa y llegó hasta el vehículo.

– ¡Hola! -Tang había levantado la mano para devolverle el saludo.

– Necesito que me eches una mano -dijo al llegar a su lado.

– En este momento cada cual es como el ídolo de barro que atraviesa el río, no puede salvarse ni a sí mismo. ¿Qué ocurre? Dilo pronto, que no me vean hablar contigo, he oído que estás en el punto de mira de tu compañía.

– Ya no. ¡Me he graduado!

Tang paró el motor. El subió a la cabina y le mostró su carta oficial con el sello.

– ¡No me lo puedo creer!

– Todo gracias al delegado Song -dijo él.

– ¡Te acabas de librar de una buena, mejor que te largues a toda velocidad!

– Mañana, a las cinco, ¿podrías llevar mis maletas a la estación de la cabeza de distrito?

– Bueno, entonces tendré que tomar el camión. El delegado Song lo ha aprobado, ¿no es cierto?

– ¡El mundo da unas vueltas increíbles, no le digas nada de esto a nadie!

– ¡Saldré con el camión! Si me preguntan adonde voy, les diré que vayan a ver al delegado Song, ¿de acuerdo?

– Recuerda, mañana por la mañana, a las cinco. ¡No te olvides! -dijo mientras saltaba de la cabina del tractor.

– Tocaré el claxon cuando pase por el cruce de vuestro dormitorio, sólo tendrás que subir. No te preocupes, cuenta conmigo -dijo Tang golpeándose el pecho.

El tractor se alejó dando tumbos; él recorrió los cinco últimos kilómetros despacio, sin prisa, reflexionando sobre cómo pasaría esa última noche y cómo podría transportar lo más rápidamente posible sus maletas y sus pesadas cajas de libros de madrugada. Cuando cayó la noche, después de la cena, las personas empezaron a juntarse alrededor de los pozos para sacar el agua para asearse. Sólo entonces apareció por el dormitorio. También se lavó y aprovechó para arreglar sus cosas. Antes de meterse en la cama fue a la habitación del secretario de célula del Partido de su compañía, que acababa de recibir ese cargo de manos de la comisión de control militar. Le enseñó el documento oficial que probaba que iba a instalarse definitivamente en el campo. Sentado sobre un banco, el secretario se había quitado los zapatos para lavarse los pies. Él anunció solemnemente, aunque con un cierto tono de broma, a los que estaban en aquella habitación:

– El delegado Song me ha licenciado de esta escuela; me despido de vosotros, camaradas, no para siempre, supongo, pero me marcho primero. ¡Voy a convertirme en un auténtico campesino, completamente reformado!

Luego puso cara de que le habían encomendado una tarea difícil, como si su futuro no le pareciera muy alentador. El jefe no tuvo tiempo de reaccionar, no comprendía si se trataba de un castigo especial que le habían infligido. Se limitó a decir: «Mañana veremos».

¿Mañana?, pensó él. No tenía ninguna intención de esperar a que el jefe fuera a la dirección de la escuela y que entrara en contacto por teléfono con la comisión de control militar de Beijing; se marcharía mucho antes.

De nuevo en el dormitorio, con la luz ya apagada, se fue a tumbar a su cama completamente vestido. Durante la noche miró varias veces el reloj, sin distinguir las agujas en la oscuridad. Cuando creyó que estaba a punto de amanecer, se levantó, se apoyó contra la pared para ponerse los zapatos, pero no hizo de inmediato su cama. Si despertaba demasiado temprano a los otros ocupantes de la habitación, el lacayo que vigilaba sus actos y gestos podía avisar al secretario de la célula del Partido de su compañía.

Nadie tenía que saber que antes del alba se había puesto en marcha. Escuchaba atentamente en la oscuridad si oía un claxon; entre el cruce y el dormitorio había unos cincuenta o sesenta metros, el sonido no sería muy fuerte. Le silbaban los oídos, abría los ojos todo lo que podía, como si de ese modo escuchara mejor. Cuando oyera el claxon, liaría sus bártulos y despertaría a dos hombres para que le ayudaran a transportar las grandes cajas que había dejado en la pared.

Dos bocinazos secos. Todavía estaba oscuro, se levantó de golpe, abrió la puerta sin ruido y corrió hacia el cruce.

– ¡Ves como podías confiar en mí!

Tang encendió las luces y lo saludó con la mano. De inmediato, volvió corriendo al dormitorio y despertó a dos hombres que dormían en las literas de al lado.

– ¿Te marchas? -preguntaron al levantarse.

– Sí, voy a la estación -dijo, recogiendo rápidamente su equipaje.

Unos minutos más tarde, saltaba sobre el camión y decía adiós con la mano a sus dos compañeros que todavía no se habían despertado por completo. ¡Adiós, escuela de funcionarios del 7 de mayo, granja de reeducación por el trabajo manual! ¡Adiós!

41

Se sentía totalmente vacío. Por la ventana contemplaba la gran llanura amarillenta y desértica y las ramas desnudas de los árboles que desfilaban a toda velocidad a lo largo de la vía férrea. Estaba agotado, no había pegado ojo en toda la noche, pero no tenía ganas de dormir. Miró el paisaje, casi no se creía que había conseguido escapar. Una vez que el tren franqueó el gran puente sobre el río Amarillo, los campos empezaron a adquirir un color verde oscuro, el trigo que había sobrevivido al invierno comenzaba a verdear. Al cabo de tres horas, después de parar en varias estaciones, las ramas de los árboles se volvieron azules con tonos grisáceos, aparecieron algunas pequeñas hojas verdes, y más lejos todavía pudo ver como el viento hacía vibrar las hojas frescas y relucientes de los álamos. Llegaba la primavera. Te has salvado, pensó.

Una vez pasó el Yangzi, los campos adquirieron todo su verdor, en los espacios entre los retoños de los arrozales se reflejaba un cielo azul luminoso, un mundo real. Acabó relajándose y el sueño le venció.

Luego subió a un autocar que fue traqueteando por las accidentadas carreteras de montaña, balanceándose de un lado a otro como si el vehículo fuera a romperse en cualquier momento. Por las ventanas se sucedían las montañas de color verde azulado, y en las matas de las laderas se distinguían las azaleas rojo sangre. Se sentía tan radiante como el paisaje.

En una pequeña cabeza de distrito de aquella región montañosa, al final de una calle de adoquines de piedra oscuros, encontró la casa de Rong, una casa de adobe con el tejado de bálago. Rong era un forastero en la región y salía adelante no sin dificultad, pero al menos tenía su propia casa y frente a la puerta había un huerto rodeado de bambúes, suficiente para provocar su admiración. La mujer de Rong era de la comarca y trabajaba de vendedora en un bazar. Tenían un niño de unos meses que dormía en una cuna en la habitación principal. En el patio entraban los agradables rayos del sol y una gallina acompañada de sus polluelos amarillos picoteaba el suelo. Estaba emocionado.

Mientras la mujer de Rong preparaba la cena en la cocina, éste le preguntaba sobre su situación personal y los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la capital. Lo puso al corriente de lo que ocurría.

– ¿Por qué se pelean? -preguntó Rong-. Aquí estamos lejos del emperador; aun así, los altos cargos del distrito se han peleado durante un tiempo, pero eso no ha afectado a los habitantes del pueblo.

Él tenía ganas de charlar de cosas más agradables.

– Rong, ¿te acuerdas de cuando nos enviábamos cartas en las que divagábamos sobre la filosofía? Queríamos llegar hasta el fondo de las cosas para encontrar el verdadero sentido de la vida.

– Olvida la filosofía, no es más que una fanfarronada -le cortó Rong-, mi preocupación actual es salir adelante con mi familia, en este tejado de bálago hay goteras cuando llueve mucho; este invierno tendré que cambiar la paja, porque no puedo construirme una casa de ladrillo.

La tranquilidad y la indiferencia de Rong le hicieron volver a la realidad. Pensó que tenía que vivir como él, con los pies en el suelo. Dijo:

– Me voy a instalar en uno de esos pueblos de montaña.

– Piénsalo bien -dijo Rong-, en esas montañas se puede entrar, pero luego ya no se puede salir. Siempre has tenido muchas ilusiones, deberías pensar muy bien lo que quieres.

Luego Rong le sugirió que fuera a un pueblo que tuviera electricidad y donde llegaran los autobuses, para que, si alguna vez se ponía enfermo, pudiera ir ese mismo día al hospital del distrito.

Rong le avisó:

– Si quieres integrarte a la comunidad, debes tener buenas relaciones con los jefes locales y los funcionarios del pueblo. No menciones tus historias de Beijing, tampoco digas nada de eso a los funcionarios del distrito cuando te presentes a ellos.

– Ya lo sé, ya no espero nada, tan sólo he venido a buscar refugio. Espero encontrar una buena muchacha de aquí y formar una familia.

– No sé si lo conseguirás -dijo Rong riendo.

La mujer de Rong le dijo entonces:

– No te preocupes, yo te encontraré una, es muy fácil.

Pero Rong se volvió hacia su mujer y le dijo:

– ¡Está bromeando!

***

Le echó el ojo a una casa de adobe que estaba algo separada de las demás, al lado de la escuela de la pequeña aldea. La acababan de construir los del equipo de producción. El invierno pasado pusieron las tejas y los cabrios. Las paredes eran de planchas con piedras y barro, todavía no las habían encalado. El tejado estaba por terminar y, cuando llovía mucho, las gotas traspasaban los intersticios de las tejas. Aún no había vivido nadie en aquella casa. Tapó las grietas de las paredes y los marcos de las puertas y de las ventanas con cal, luego pegó papel blanco sobre los cristales. Después montó una cama con una plancha de madera. Colocó algunos ladrillos en el suelo de arena para poner sus cajas de libros y las protegió con un plástico. Encima puso los palillos para comer, el tazón y los objetos personales que más usaba. Colocó una tinaja de agua en la habitación y mandó construir una mesa al carpintero de la aldea. Se sentía totalmente satisfecho.

Cuando regresaba de escardar los arrozales, se quitaba el barro que tenía pegado a los pies y a las piernas en las charcas de lentejas de agua, luego se preparaba una taza de té verde, se sentaba en una pequeña silla de respaldo de bambú y contemplaba las montañas que se extendían a lo lejos, en la bruma. En aquellos momentos, sin quererlo, el verso de Tao Yuanming le venía a la mente, «Recojo los crisantemos bajo el seto al este de mi casa, mientras contemplo despreocupado la montaña del sur», pero no estaba tan despreocupado como aquel letrado ermitaño. Cada mañana, al alba, cuando escuchaba en los altavoces del pueblo «El oriente es rojo, el sol se levanta, ha llegado Mao a China…», se iba a replantar el arroz con los campesinos; pero no tenía que recitar El Libro rojo delante de nadie. Cuando acababa su jornada laboral, nadie lo vigilaba; se tomaba su taza de té verde, se sentaba en la silla de bambú, con las piernas estiradas, y se sentía bien. Por la noche, se tumbaba solo sobre la enorme plancha de madera y no tenía que preocuparse de si hablaba en sueños. Era la auténtica felicidad.

Se había convertido en un campesino y tenía que ganarse la vida con sus manos. Tenía que aprender los trabajos agrícolas, la labranza, la construcción de diques, el trasplante y la cosecha del arroz, el transporte del estiércol. Debía aprenderlo todo, pues no esperaba continuar recibiendo su salario durante mucho tiempo. Tenía que vivir entre los campesinos, no podía dejar que pensaran que se escondía de algo; debía hacer su vida allí, y quizá morir también en ese lugar, como si fuera su tierra natal.

Unos meses más tarde, había conseguido seguir el ritmo de trabajo de los campesinos, no como esos funcionarios del distrito que venían para trabajar en una unidad de base y que al cabo de tres días encontraban un pretexto para volverse a marchar. Los funcionarios locales eran señores a los ojos de los campesinos; cuando iban a los campos, sólo era para hacerse los importantes, pero él no era así, a él lo alababan todos. Creyó que se había ganado la confianza de los funcionarios rurales y de los campesinos; entonces quitó los clavos de sus cajas de libros.

El primer libro que sacó fue la obra de Tolstói El poder de las tinieblas, pero el agua que había entrado entre las maderas dejó unas marcas amarillentas en la barba del viejo Tolstói. En la obra teatral, el autor crea un ambiente oscuro y de opresión en el que un campesino acaba matando a su hijo; le impactó mucho, era muy diferente al ambiente aristocrático de Guerra y paz, que Tolstói escribió un poco antes. No lo abrió, por miedo a que repercutiera en la calma interior que acababa de conseguir.

Tenía ganas de leer libros que se alejaran de su entorno, historias muy lejanas, que sólo fueran fruto de la imaginación, cosas increíbles, como El pato salvaje en la «Selección de obras de teatro» de Ibsen. En cambio, todavía no había abierto el volumen primero de La estética, de Hegel, que compró hacía mucho tiempo. Leer le ayudaba a librarse un poco de su cansancio físico. Siempre dejaba sobre la mesa los libros de Marx y de Lenin, pero por la noche, antes de dormir, sacaba de la caja los libros que quería leer de verdad, tumbado en la cama. Una simple bombilla con un hilo que colgaba de una viga iluminaba la estancia. En las casas de los campesinos del pueblo todo estaba a oscuras, pues se acostaban nada más cenar para ahorrar electricidad. Sólo quedaba encendida su bombilla, que no intentaba ocultar, pues eso habría provocado más sospechas.

No prestaba demasiada atención a lo que leía, dejaba simplemente que su imaginación vagara. De hecho, no entendía nada de los personajes de El pato salvaje, de las elucubraciones metafísicas del viejo Hegel. Esos autores vivían en un mundo tan diferente, no habrían entendido el mundo real en el que él vivía, ni siquiera podrían haber imaginado que existiera. Tumbado, escuchaba el sonido de la lluvia que caía sobre las tejas de la vivienda, era la estación de las lluvias; la humedad se apoderaba de todo, las malas hierbas de los caminos y los retoños de los arrozales crecían frenéticamente durante la noche, cada mañana estaban más altos, cada día más verdes. Había decidido pasarse la vida entre los arrozales, siguiendo el ciclo regular de la naturaleza. La vida, que transcurre generación tras generación, es como los retoños de arroz; el hombre es como la planta, ¿para qué tener cerebro? La acumulación de esfuerzos humanos llamada cultura en realidad no sirve de gran cosa. «No sé dónde está la nueva vida», recordó que le dijo Luo; ese compañero de clase había entendido las cosas mucho antes que él. Quizá lo que necesitaba era encontrar una chica de campo, traer al mundo unos cuantos niños y educarlos: éste era probablemente su destino.

Poco antes de la cosecha del arroz, consiguió unos días libres. Los del pueblo solían aprovechar esos días festivos para ir a la montaña a cortar leña. Con el hacha al cinto, los siguió. Todos los meses iba a la cabeza de distrito a cobrar su salario a la oficina que se encargaba de la gestión de funcionarios enviados a la base. Allí compró leña para varios meses; por eso, para él, ir a la montaña a por más leña era tan sólo una forma de conocer los alrededores.

En un lugar aislado, al pie de la montaña, en el equipo de producción más retirado de la comuna popular, encontró en un caserío de pocas familias a un anciano que llevaba unas gafas de montura de cobre y que estaba sentado al sol delante de su puerta. Tenía un libro carcomido, de encuadernación antigua, que sujetaba con las dos manos y mantenía los brazos extendidos para colocar el libro lejos de sus ojos entreabiertos.

– ¡Está leyendo! -exclamó él un tanto admirado.

El viejo se quitó las gafas y dirigió la mirada hacia su dirección; cuando se dio cuenta de que no era uno de los campesinos de la comarca, balbució algo y dejó el libro apoyado sobre sus rodillas.

– ¿Puedo saber qué está leyendo? -preguntó él.

– Un libro de medicina -explicó de inmediato el anciano.

– ¿Qué libro de medicina? -inquirió de nuevo.

– Sobre las enfermedades febriles, ¿sabe usted algo de este libro? -dijo el viejo con cierto desdén en su voz.

– ¿Es usted médico de medicina tradicional? -cambió de tono para demostrarle su respeto.

El anciano le dejó entonces que tomara el libro. Esa vieja obra de medicina sin puntuación estaba impresa en papel de bambú muy liso, sin duda era una edición de la época de los Qmg. Entre los agujeros que habían dejado los insectos aparecían unas anotaciones, pequeños círculos marcados con tinta roja o minúsculos caracteres escritos con esmero. Debían de haber empleado cinabrio para ello, puede que los hubieran escrito sus ancestros, a no ser que fueran del propio viejo. Le devolvió con cuidado el preciado libro. Ese respeto probablemente sorprendió al anciano, que llamó a una mujer de la casa.

– ¡Trae un taburete para este camarada y ofrécele una taza de té!

A pesar de los años de trabajo manual, el viejo todavía tenía una voz sonora. Quizás el hecho de dominar la medicina tradicional le había ayudado.

– No vale la pena -dijo sentándose en un tocón sobre el que se cortaba la leña.

Una mujer de edad avanzada, pero robusta -su nuera o su segunda esposa-, salió de la casa. Llevaba una tetera en una mano y una silla en la otra. Le sirvió un tazón de té hirviendo, en el que flotaban las anchas hojas. Él le dio las gracias, tomó el tazón con las dos manos y observó las montañas de enfrente, en las que las ramas de los abetos se balanceaban sin ruido por la fuerza del viento.

– ¿De dónde vienes?

– De la aldea, de la comuna popular -respondió él.

– ¿Eres un funcionario que ha vuelto a la base?

Asintió con la cabeza y preguntó sonriendo:

– ¿Tanto se nota?

– Está claro que no eres de aquí, eres de la cabeza de distrito de provincia o de fuera.

– De Beijing -dijo directamente.

El viejo inclinó la cabeza y no dijo nada.

– ¡No volveré a la capital, quiero instalarme aquí!

Soltó esas palabras con cierto tono de broma, el tono que empleaba cuando le preguntaban los campesinos, durante las pausas que hacían en los campos, sobre lo que hacía en la gran ciudad, para evitar de ese modo dar demasiadas explicaciones; luego añadía que la comarca le parecía magnífica y el lugar precioso. Pero no tenía por qué actuar del mismo modo con el anciano, que parecía ser una persona culta.

– ¿Y usted? ¿Es de aquí?

– De varias generaciones. Por muy bello que sea el mundo, nunca iguala al lugar donde hemos nacido -dijo el viejo-. Pero también he estado en Beijing.

A él no le sorprendió en absoluto y preguntó:

– ¿En qué año?

– Hace mucho tiempo, fue en la época de la República, estudié en la universidad en 1928.

– ¿Ah, sí? -Calculó que habían pasado más de cuarenta años desde entonces.

– En aquella época, los profesores iban con trajes al estilo occidental y sombrero, llegaban siempre en rickshaw y con el bastón en la mano.

En ese preciso momento, los profesores de la capital se encargaban de barrer las calles o limpiar los lavabos. Eso no lo dijo.

El viejo explicó que lo enviaron a estudiar a Japón con una beca del gobierno y que consiguió un diploma de la Universi dad Imperial de Tokio. Él no dudaba de la veracidad de los hechos que contaba el anciano, pero le habría gustado saber por qué volvió a las montañas. Sin embargo, no podía hacerle la pregunta directamente, así que inquirió:

– ¿Estudió medicina?

El anciano no respondió; se limitó a contemplar con los ojos entornados cómo temblaba el bosque en las montañas de enfrente, como si quisiera calentarse con el sol. Pensó que quizás éste podía ser su destino: estudiaría un poco de medicina tradicional para curar a los campesinos y subsistir por ese medio. Luego se casaría con una campesina para que le diera hijos y, de este modo, tener a alguien que se ocupara de él cuando fuera viejo. Y cuando llegara a esa vejez y ya no fuera capaz de trabajar en el campo, se calentaría al sol y leería libros de medicina para distraerse.

La noche siguiente, escribió a Qian para decirle que se había instalado en el campo y que tenía una casa de adobe como alojamiento para siempre. Si estaba de acuerdo en vivir con él, tendrían de inmediato un nido para ellos dos solos. Por el momento tenía garantizado el sueldo, ella incluso también tendría un sueldo como estudiante diplomada, los dos se sentirían muy bien en el pueblo, podrían llevar una vida de seres humanos. Trazó con especial cuidado los caracteres «seres humanos», llenando dos casillas de su papel de cartas. Esperaba que ella reflexionara seriamente y diera una respuesta clara. Escribió, además, que la escuela del pueblo quería reabrir las puertas y que se proyectaba convertirla en escuela de secundaria, ya que hacía años que los niños no tenían profesor y ya estaban en la edad de ir al instituto. Por lo tanto, necesitaban profesores. Si ella decidía venir, podría dar clases allí, pues la escuela no podía continuar cerrada por mucho tiempo. De lo único de lo que no habló en la carta fue de amor, pero al escribir esas palabras se sintió lleno de felicidad, había recuperado la esperanza, una esperanza que podía materializarse si ella venía, si Qian estaba de acuerdo. Se sentía contento, en ese mundo confuso quizás encontrara por fin un remanso de paz, si ella quería compartirlo con él.

42

Las hojas del viejo azufaifo que crecía delante de su ventana habían caído; las ramas espinosas se elevaban hacia el cielo gris plomo. El otro árbol era de sebo y sus últimas hojas violeta temblaban sin cesar en la punta de las ramas. Al principio del invierno recibió una respuesta de Qian anunciándole que iría cuando empezaran las vacaciones de invierno en la escuela rural en que trabajaba. La carta era escueta, algunos caracteres trazados con una escritura cuidada, apenas media página que no decía una palabra sobre una eventual vida en común con él. Pero venía al pueblo; tenía que habérselo pensado mucho. La esperanza que había albergado se concretaba.

Cosecharon el arroz tardío, lo pusieron a secar en la era, lo aventaron y luego lo almacenaron en el silo del equipo de producción. El agua de los arrozales se secó, esparcieron las semillas de las plantas que servirían de abono a la espera de arar la tierra y replantar. Había acabado el ciclo anual de los trabajos del campo y los campesinos se dedicaban a sus propias actividades: iban a la montaña a cortar leña para el invierno, reparaban las pocilgas de los cerdos, otros construían casas de adobe porque alguien se casaba o algún miembro abandonaba la familia; él mismo se preparaba para recibir a Qian. Pero no podría encalar las paredes de su casa hasta después del verano, cuando estuviera completamente seca. No tenía mucho que hacer de momento, aparte de añadir un poco de cemento en las grietas de los marcos de las puertas y de las ventanas y bajo el tejado. Cuando Qian llegara, dormiría con él en la habitación, pero de cara a los campesinos era mejor que se casaran. Lo primero que tenía que hacer era esparcir la noticia para que todos estuvieran al corriente de su próximo enlace. Si Qian estaba de acuerdo, sería fácil, le bastaría con ir a la comuna popular a buscar un certificado de matrimonio, no sería necesario preparar un banquete como era tradición en los pueblos. Además, todas las viejas costumbres se habían erradicado; sin embargo, Qian no dijo claramente en su carta si quería casarse con él.

Sobre las ruinas del templo situado al borde del burgo, que quedó destruido por un incendio hacía mucho tiempo, levantaron una construcción de dos naves: era la estación de autobuses. Un autocar llegaba cada día de la cabeza de distrito y volvía a marcharse el mismo día. Le costaba recordar el rostro de Qian, pero cuando llegó el autocar, la reconoció enseguida de entre los pasajeros que bajaban. Llevaba una bolsa de viaje rara en la región, y todavía tenía dos trenzas cortas. Estaba morena, parecía haber engordado un poco, quizás a causa de las ropas de invierno. Él salió a su encuentro para tomarle la bolsa y preguntó:

– ¿Has tenido un buen viaje?

Ella explicó que, desde que salió de su aldea, había tomado un autocar, luego un tren, después un coche, luego otro autocar. Por suerte Rong le compró un billete en la estación de autobuses de la cabeza de distrito y la estaba esperando, y ella pudo subir inmediatamente a ese último autocar para llegar aquí. Aliviada, le dijo:

– ¡Hace cuatro días que estoy viajando!

Estaba un poco alterada pero permanecía natural. Caminó apoyada en él sobre los diques que conducían a la aldea, hombro con hombro, apretada a su cuerpo como si se amaran desde hacía años, como si fuera su mujer. Esa joven iba a vivir con él, a convertirse en su esposa; se ayudarían el uno al otro para conseguir salir adelante.

Qian se sentó sobre la cama de paja de arroz, el lugar más confortable de la habitación. Él se sentó frente a ella, sobre la única silla y dijo:

– Si estás cansada, quítate los zapatos, puedes tumbarte un poco para descansar.

Le preparó una taza de té nuevo verde esmeralda, el mejor producto de aquel pueblo de montaña.

Qian contemplaba las paredes irregulares y el tejado oscuro sin falso techo. Él dijo que después del verano podría encalar la casa y comprar madera para fabricar un falso techo; también añadió que le sería fácil encontrar un carpintero que le fabricara algunos muebles. Lo pondrían todo al gusto de ella. Qian le explicó que donde trabajaba, la gente vivía en cuevas con las paredes de loees, pero el clima era muy seco y había mucha pobreza; la tierra era amarilla, escaseaban los árboles, en esa estación se cortaban los rastrojos de maíz para hacer combustible, cualquier rastro de verdor había desaparecido del paisaje. Su escuela no estaba mal; además de ella había tres maestros, los otros dos eran de la comarca; los funcionarios de la brigada de producción del pueblo dirigían la escuela. A ella le había costado mucho llegar hasta aquel lugar, era un gran pueblo de más de doscientas casas situado a quince kilómetros de la cabeza de distrito; el autocar no pasaba por allí, y para llegar había que subirse al carro de un campesino e ir al paso de una mula. Él le dijo que en el pueblo volverían a abrir la pequeña escuela y que iría a ver a los funcionarios de la cabeza de distrito y de la comuna popular para que la trasladaran. Qian estuvo de acuerdo, ya no era una quimera sino la realidad.

Fueron a una pequeña casa de té del burgo y pidieron dos platos de salteados. Era el único restaurante del lugar. Los días de encuentro, el primero y el quince de cada mes, los campesinos de la comarca se reunían alrededor de las diez grandes mesas que había en la planta baja y en el primer piso y descansaban, bebían té o comían, y se armaba un tremendo guirigay. Normalmente, y sobre todo aquella tarde, el restaurante estaba vacío. Sus pasos hacían que crujiera la madera del suelo. Se instalaron en la primera planta, cerca de la ventana, desde donde veían la pequeña calle estrecha de adoquines. Desde aquel lugar también podían ver a los vecinos de las casas de enfrente por sus ventanas, y en la planta baja los comercios de la calle: una carnicería, una tienda de queso de soja, una tienda de tela, que también hacía de supermercado, un bazar que vendía cuerda, cal, ollas, aceite, vinagre, salsa de soja y sal. También había una tienda en la que se vendía aceite y cereales, y se podía moler el arroz, una cooperativa en la que se vendían palanganas, cubos, azadas y útiles de madera, hierro y bambú, y, por último, una botica de medicina china, donde también vendían algunos medicamentos occidentales. En la plaza del pueblo se encontraba la sede de la comuna popular, con un centro veterinario, una policlínica, una caja de ahorros y una comisaría de policía que se encargaba de las comunas de los alrededores, aunque contaba con un solo policía. Allí podían encontrar todos los productos de primera necesidad; además, también se ejercía el poder político de base y se concedían los certificados de matrimonio, sobre los que aparecía impreso el retrato del Dirigente Supremo.

Después de la cena le preguntó qué quería comprar, pero ella no respondió. Recorrieron toda la calle en dos minutos y luego la condujo a la tienda de tejidos que hacía de supermercado y compró un espejo redondo de mesa que tenía en el dorso un soporte metálico. Compró también una sábana para una cama doble, por la que tuvo que dar unos cupones de algodón; por último adquirió un par de fundas de almohada, mezcla de algodón y de nailon, que tenían un precio algo más elevado, pero no era necesario pagar con los bonos de algodón. Qian no se opuso e incluso le ayudó a elegir. Las pocas sábanas que quedaban eran todas de grandes flores rojas y en las fundas de las almohadas aparecían bordados unos corazones. Eran los artículos que los del pueblo compraban cuando se casaban. No tenían elección, Qian le dejó hacer sin objetar nada.

Una vez en la casa de adobe, en la aldea, él cerró la ventana de detrás. Cerca de allí había un estanque de lentejas de agua, bordeado de losas resbaladizas sobre las cuales, al atardecer o incluso de madrugada, las mujeres iban a lavar la ropa. En las noches de verano los hombres se lavaban allí los pies o el cuerpo. En aquel principio de invierno, las ranas permanecían mudas.

Qian dijo que estaba cansada, entonces él cambió la sábana antigua de la cama por la que acababan de comprar. Ella le ayudó a hacer la cama y a colocar las fundas de almohada decoradas con corazones. Como sólo tenía una almohada,.colocó su chándal de lana en la segunda funda. Qian también introdujo algunas ropas que sacó de su bolsa.

Qian fue la primera que se tumbó, él se sentó al borde de la cama y le tendió la mano. Ella le pidió que apagara la luz.

Sólo recordaba su cuerpo, todo lo demás le resultaba extraño. En realidad, no la entendía muy bien, sólo tenía de ella las cartas que le envió, en las que se quejaba o le pedía ayuda. Eran dos seres perdidos en una punta del mundo, compañeros de desgracia que simpatizaban. ¿La amaba? Eso creía. ¿Y Qian? No conseguía saberlo, había recorrido miles de kilómetros para venir a verlo, ¿sólo buscaba un apoyo? Ella se entregó, le dejó hacer lo que quisiera con ella, sin reacción, sin emoción, no se opuso, no dijo nada, y se durmió, al menos eso pensó él. Tenía una mujer, una mujer que le pertenecía legítimamente, una esposa con la que podría construir una vida en común, tener un lenguaje común, confiando el uno en el otro. Bueno, al menos no tendría que casarse con una campesina. En aquel pueblo, en verano, las mujeres que tenían bebés mostraban sus senos en la calle en el momento de darles el pecho, y cuando descansaban a la orilla de los arrozales, provocaban o bromeaban con los hombres, soltaban toda clase de palabras groseras y se comportaban de manera tosca y frívola, sin que nada les importara; no lo soportaba. Se había acostumbrado a bromear con ellas, pero mantenía una cierta distancia, a diferencia de los campesinos, que se divertían con ellas. Se entretenían sobándolas cuando simulaban pelearse, o ellas se lanzaban sobre la cintura de los hombres para quitarles los pantalones. Todos reían a carcajadas al verlos huir con las manos sujetándose el cinturón. Los interminables trabajos del campo no les dejaban muchas más formas de diversión. Las mujeres decían: «¿No te das cuenta de lo bonitas que son las mujeres de aquí?» «¿Las.chicas de la ciudad son tan enanas?», «Mira la piel de Maomei, parece de melocotón, y, además, es capaz de hacer todos los trabajos del campo. A ti, que eres tan desastroso, una mujer así es lo que te conviene». Maomei se escondía detrás de otra muchacha cuando escuchaba estas cosas. La chica era realmente atractiva, pero cuando veía a las del pueblo, imaginaba en lo que se convertiría, y esa no era la vida que deseaba.

A la mañana siguiente, cuando Qian abrió los ojos, había adquirido algo de color en su rostro y sonreía. Él también se sentía realmente feliz. No era una chica muy guapa, pero tenía su gracia. Apoyada contra su pecho, sabía que él la estaba contemplando y cerraba los ojos. Le acarició un seno. Qian se dejó hacer, dejó que paseara la mano por su cuerpo, y sus piernas dobladas acabaron separándose. Él tuvo ganas de hacer de nuevo el amor con ella, pero se contuvo; tenía que refrenar su deseo, iban a vivir juntos, tendrían mucho tiempo. La besó, y Qian le respondió con la lengua entre sus dulces labios, era la primera vez que sentía que ella respondía a su amor. Pensó que Qian lo amaba, que eran algo más que dos seres en dificultades que se sostenían.

– ¿Quieres que nos casemos? -preguntó él.

Ella pegó contra él su cuerpo tierno, hundió la cara en su pecho y dijo que sí con la cabeza. Él se emocionó.

– ¡Levántate! ¡Vamos ahora mismo a la comuna!

Quería formar una familia con ella, construir un nido de amor, quería demostrarle que la amaba, conseguir el certificado de matrimonio y hacer que la trasladaran, se instalarían tranquilamente en ese pueblo de montaña y, sin preocuparse por nada más, se contentarían con vivir su vida.

Qian trajo un certificado de estado civil que le dieron en la comuna popular de su lugar de trabajo, lo que significaba que había pensado en esa posibilidad seriamente antes de emprender el viaje. Él conocía a todos los funcionarios de la comuna y no tenía la necesidad de presentar más papeles. Los dos firmaron en el formulario, indicaron su fecha de nacimiento, el empleado colocó un sello, le dieron cinco fens por los gastos administrativos y todo acabó en menos de un minuto.

Al pasar por la carnicería, había medio cerdo colgado en el gancho, compró un pernil. Se podía comprar carne sin cupones, ya que se criaban muchos animales en el pueblo. De hecho, no sabían lo que era el hambre en tiempos normales. Sin embargo, durante el Gran Salto adelante, siguiendo las órdenes del Partido, dieron todas las provisiones al Estado, y en algunos pueblos todos los habitantes se murieron de hambre. La gente se volvió más recelosa y todos plantaron en su jardín sésamo o colza para extraer aceite y se pusieron a criar cerdos. Comían la carne de sus cerdos salada, lo único que no tenían era dinero. El le dijo que ellos también criarían cerdos. Qian le guiñó el ojo sin saber si se trataba de una broma.

El día de la boda fue bastante alegre; encendió la estufa de leña y cuando se fue el humo la llevó a la habitación. Encima cocía una marmita llena de pernil. Qian empezó a cantar casi susurrando unas canciones de antes de la Revolución Cultural. La animó a que cantara más alto, acompañándola. Tenía una voz bonita, muy clara, se llevó una buena sorpresa. Ella dijo riendo:

– He tomado clases de canto, soy soprano.

– ¿De verdad? -preguntó él entusiasmado.

– ¿Qué más da? -dijo ella con desdén. Realmente tenía una bonita voz.

– Es importante, ¡con una voz así, vale la pena vivir!

Compartían el gusto por la música. Entonces le pidió:

– Qian, cántame una canción.

– ¿Cuál? Elige.

Qian parecía satisfecha, inclinó la cabeza; era tan graciosa.

– Canta la canción italiana «Torna a Sorrento».

– ¡Pero es un aria para tenor!

– Entonces canta la «Canción de brindis» de La Traviata.

– Si alguien escucha la letra podemos tener problemas. -Qian se mostró indecisa.

– Aquí no importa, ¿quién entendería algo? También puedes cantar sin la letra.

Qian se levantó, tomó aire, pero paró de golpe.

– Es mejor que no cante ninguna canción extranjera.

Él reflexionó un instante, pero no encontró otra canción para pedirle.

– Bueno, voy a cantar una canción popular antigua, «El pueblecito de Sanshilipu».

Su voz se elevó, mientras sus ojos se iluminaban. Unos niños acudieron al exterior, luego algunas mujeres. Dejó de cantar, pero fuera sobresalió una exclamación:

– ¡Canta muy bien!

Era Maomei, que también estaba entre las mujeres que se juntaron allí. Todas empezaron a hablar a la vez:

– ¿De dónde viene la novia?

– ¿Se va a quedar unos días?

– ¡Sobre todo, que no se vaya del pueblo!

– ¿Dónde viven sus padres?

Él abrió la puerta e invitó a las personas que estaban fuera de la casa a que entraran, luego la presentó:

– Es mi mujer.

Las personas se apretujaban a unos pasos del umbral sin atreverse a entrar en la vivienda. Tomó un paquete grande de caramelos y lo repartió entre los que se encontraban en la entrada.

– Me he casado siguiendo los principios de la revolución, otros tiempos, otras costumbres.

Aprovechó para presentarle al secretario de la célula del Partido del equipo de producción, al jefe del equipo, al contable. Junto a ellos, les seguía un grupo de niños que chupaban los caramelos. Una mujer le dijo:

– ¡Llévate una gallina, si quieres!

Otros quisieron darles huevos, un anciano dijo:

– ¡Cuando necesitéis verduras, venid a tomarlas de mi jardín!

– Todos son muy amables -le explicó él en tono satisfecho-. Después, cuando quieres pagar, se niegan, pero si insistes, acaban aceptando. Sí que hacen favores, pero los favores se deben pagar; también hay que hacer algo por ellos. Ya no me siento un extraño. Con una voz tan bonita como la tuya, ¿qué escuela no querría tenerte como maestra? No tendrás que ensuciarte los pies en el barro de los arrozales, bajo la lluvia o bajo el sol abrasador, pero, por supuesto, tendrás que cantar para mí.

Con una vida así, le esperaba la felicidad. Al menos esa noche no le faltó. Qian era menos ardiente que Lin, menos insaciable, menos encantadora, pero era su mujer legítima y la tenía entre sus brazos. Ya no debía mantenerse alerta, temer que alguien pudiera escuchar lo que decía o espiarlo a través de las ventanas; disfrutaba con esa felicidad mínima. Mientras escuchaba el ruido del viento y de la lluvia sobre el tejado, pensó: «Mañana, cuando deje de llover, la llevaré a dar un paseo por la montaña».

43

– En realidad sólo me utilizas, no me amas -dijo claramente Qian, tumbada en la cama, sin demudársele el rostro.

Sentado ante la mesa, cerca de la ventana, dejó el bolígrafo que tenía en la mano y se volvió. Hacía años que no había escrito nada, salvo lo que le pedían cuando lo sometieron a la investigación. Estuvo copiando las citas de Mao durante días, pero eso fue antes de su huida de la granja de reeducación.

Fueron a dar un paseo por la montaña y, al regresar, la lluvia los pilló por sorpresa y los dejó empapados. Al llegar a casa, encendió la estufa de leña en la habitación y salió vapor de sus ropas, que tendieron sobre una campana de bambú para que se secaran.

Él se levantó y fue a sentarse al borde de la cama. Qian estaba tumbada boca arriba, con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó.

– Me has destrozado la vida -dijo Qian sin mirarle.

Sus palabras le habían llegado al alma, no sabía qué responder y se quedó sentado estúpidamente, sin decir nada.

Cuando estaban en el valle, al pie de la montaña, Qian todavía se mostraba animada, incluso cantaba con entusiasmo. El se alejó hasta la ladera del monte, al borde de las hierbas secas amarillentas, no había nadie a la vista, y le pidió que cantara todavía más alto para que su voz resonara en todo el valle y el viento llevara el eco hasta él. En los terrenos que había al pie de la montaña, cubiertos de malas hierbas y de matorrales, aún no habían arado los bancales para limpiar los rastrojos de arroz y las tierras todavía parecían más baldías. En la primavera, la montaña se cubría de azaleas de un rojo intenso, mientras que en los campos, las flores de colza llenaban de distintos tonos amarillos toda la zona. Sin embargo, él prefería el paisaje del principio del invierno, desnudo y triste.

En el camino de regreso, bajo la lluvia, recogió unos crisantemos enanos que todavía no estaban marchitos y algunas ramas de boj de color rojo oscuro. Ahora estaban en un cubilete de bambú para pinceles que había encima de la mesa.

Qian lloraba, él no entendía por qué, le tendió la mano para consolarla, pero ella la apartó enseguida.

La lluvia empapó el cabello de Qian; el agua corría por su rostro, pero caminaba con la cabeza gacha. No sabía si en ese momento ya había llorado, sólo le dijo: «No te preocupes, cuando volvamos a casa encenderé la estufa, te calentarás muy pronto». Como todavía no había vivido con ninguna mujer, no entendía por qué el hecho de que se hubiera mojado podía provocarle una reacción tan negativa. No sabía qué hacer, creía que la amaba e hizo todo lo que pudo por ella, la felicidad posible en este mundo sólo podía ser de ese modo.

Salió y fue a casa de Maomei. ¿Por qué a su casa y no a otro lugar? Porque todavía llovía y era la segunda vivienda cuando se entraba en el pueblo, y también porque la madre de Maomei le dijo que podía pasar por allí a buscar una gallina. La señora estaba cortando unas verduras en el comedor de la casa, dijo que iba inmediatamente a buscar la gallina, que la prepararía en un momento y se la podría llevar. Él dijo que no era urgente, que podía ser en cualquier otro momento.

Cuando abrió la puerta de casa se quedó estupefacto: las ropas que habían dejado secándose en la campana de bambú estaban en el suelo, la campana había sido pisoteada. Qian continuaba en la cama, con el rostro hundido en la almohada. Contuvo su rabia e hizo un esfuerzo para sentarse ante la mesa y tranquilizarse. Fuera, continuaba lloviendo.

Preso de una melancolía que no conseguía reprimir, sin poder desahogarse, se refugió en la escritura y escribió hasta que se hizo de noche y no podía ver casi nada. Maomei llamó a la puerta. Él fue a abrir. Sostenía en una mano una gallina sin plumas y limpia, en la otra, un tazón lleno de menudillos. No quiso que viera la ropa en el suelo, tomó la gallina e intentó cerrar la puerta a toda velocidad. Pero Maomei ya se había fijado. Lo miró desconcertada. Él evitó sus grandes ojos llenos de estupefacción, cerró la puerta y echó el cerrojo. Luego se sentó en silencio cerca de la estufa volcada y miró las cenizas todavía con ascuas que había por el suelo.

«No crees ni en Dios, ni en Buda, ni en Salomón, ni en Alá; las personas de tu época cada vez fabrican más ídolos nuevos que erigen por todos los lugares, todavía más que los salvajes con sus tótems o los civilizados con sus religiones. Las utopías que inventan no las encontraríamos ni en el cielo, son increíblemente aberrantes, hacen que todos se vuelvan locos…», habías llenado varias páginas de una pequeña libreta de papel de carta que compraste en el burgo. Después de su crisis de hostilidad, Qian las leyó antes de que él tuviera tiempo de quemarlas.

– ¡Eres un enemigo!

Cuando su mujer le dijo que era un enemigo, vio que ella tenía un miedo indecible, su mirada se nublaba, sus pupilas se dilataban. Pensó que Qian se había vuelto loca, su comportamiento era tan anormal, quizá realmente padeciera alguna demencia.

– ¡Eres un enemigo!

Esas palabras gritadas con odio por la mujer que había compartido su cama también le asustaron. Los ojos brillantes de Qian reflejaban su miedo. Estaba claro que para ella se había convertido en un enemigo. Esa mujer que tenía frente a él, despeinada, en bragas, descalza, tenía una crisis de pánico.

– ¿Por qué gritas? La gente puede oírte, ¿te has vuelto loca? -dijo él avanzando hacia ella.

Ella retrocedió poco a poco hasta que se dio contra la pared, con el golpe hizo que cayera algo de tierra del muro, y gritó:

– ¡Eres un rebelde! ¡Un rebelde asqueroso!

Al darse cuenta de lo que se entendía en esta última frase, se calmó un poco:

– ¡Es cierto que soy un rebelde, un verdadero rebelde! ¿Y qué? ¿Qué importa? -Tenía que contraatacar para intentar contener su locura.

– ¡Me has engañado, te has aprovechado de un momento de debilidad, he caído en tu trampa!

– ¿Qué trampa? ¿A qué te refieres? ¿Estás hablando de aquella noche al borde del río, o de nuestra boda?

Tenía que llevar la discusión al terreno de sus relaciones sexuales, tenía que esconder su miedo interno, intentaba mantener la tranquilidad pero aun así añadió:

– Qian, ¡no eres consciente de lo que estás diciendo!

– Soy muy consciente, no puedo ser más consciente, no me vas a engañar.

Qian tiró los platos y la gallina que había sobre la caja de libros y rió fríamente.

– Pero ¿qué haces? -gritó él dejando estallar su ira.

– ¿Quieres matarme? -preguntó Qian extrañada, probablemente había percibido la agresividad en su mirada.

– ¿Por qué debería matarte?

– Lo sabes muy bien -dijo ella en voz baja, conteniendo el aliento, como si le pudiera el miedo.

Si esa mujer se ponía a gritar de nuevo que era un enemigo, corría el riesgo de que la matara de verdad. No podía dejarle gritar otra vez lo mismo, tenía que calmarla, tumbarla en la cama, hacer el papel del marido que se preocupa de su mujer con compasión. Avanzó hacia ella:

– Qian, ¿qué estás imaginándote?

– ¡No te acerques!

Qian tomó el orinal que había en una esquina y se lo tiró a la cabeza. El lo paró con la mano, pero quedó empapado de orina de la cabeza a los pies. El hedor sobrepasó su humillación, se secó el rostro con las manos, un gusto salado le llenó la boca, escupió un poco y, sin contener su odio, gritó:

– ¡Estás loca!

– ¡Te gustaría que todos pensaran que he perdido el juicio, pero no te será tan fácil! -dijo la mujer riendo-. No te saldrás con la tuya.

Comprendió la amenaza que había en sus palabras, habría querido quemar todas las hojas de la mesa antes de que todo eso explotara. Tenía que ganar algo de tiempo, controlarse, no podía pasar al ataque. En ese instante, la orina pasó de sus cabellos a la comisura de los labios, escupió y sintió náuseas, pero no se movió.

Ella se puso en cuclillas y empezó a llorar ruidosamente. No podía dejar que los habitantes de la aldea la oyeran, que vieran esa escena; la obligó a levantarse, le torció el brazo, la obligó a doblar las piernas para ponerla sobre la cama. Sin ocuparse de sus gritos y lloros, le colocó una almohada en la cabeza. Pensó en el infierno; en el fondo su vida se resumía a vivir en un infierno.

– ¡Si continúas así, te voy a matar!

La amenazó, se levantó, se quitó la ropa y se secó la cara y la cabeza, que todavía estaban llenas de orina. Ella tenía miedo a la muerte, continuó gimoteando y sorbiéndose los mocos. En el suelo yacía la gallina desplumada con las vísceras esparcidas por todos los lados, tenía las patas algo cortadas, parecía un cadáver de mujer: sintió náuseas.

Durante mucho tiempo mantuvo esa sensación de asco hacia las mujeres; necesitaba esas náuseas para huir de la pena que sentía por ella, única condición para llegar a salvarse él mismo. Qian tenía quizá razón, él no la amaba, sólo la utilizaba, tenía una necesidad momentánea de mujer, necesitaba su carne. Lo que dijo Qian era verdad, no sentía ternura hacia ella, su ternura era falsa, fabricada, intentaba construirse una felicidad ilusoria. Su mirada, después de que hubiera eyaculado durante sus relaciones, sin duda demostraba que no la amaba. En su caso, el deseo que el miedo había avivado no se convirtió en amor, sólo le quedaba la sensación de asco, ahora que había satisfecho su deseo sexual.

Qian lloriqueaba y no paraba de repetir:

– Me has destrozado la vida…

Entre los lloros y sus suspiros consiguió averiguar que el padre de Qian fue ingeniero jefe de un arsenal en la época del Guomindang. Cuando apareció la clarificación de rangos de clase, la comisión de control militar lo tachó de elemento contrarrevolucionario histórico. Qian no se atrevía a criticar lo que habían hecho con su padre, no se atrevía a hablar mal de la revolución, sólo podía insultar a los rebeldes, a él, pero de hecho le tenía miedo.

– Ha sido esta época la que te ha destrozado la vida -replicó. En una de sus cartas, Qian escribió algo parecido a «Nadie puede huir de la realidad, estamos destinados a vivir juntos, al principio es mejor que no empecemos a hablar de amor».

– ¿Por qué me has hecho venir? Podrías haberte quedado con esa pequeña puta, ¿por qué has querido casarte conmigo?

– ¿Quién? ¿De quién hablas?

– ¡De tu Maomei!

– ¡No tengo ninguna relación con esa campesina!

– Le has echado el ojo a esa chica provocativa, ¿por qué has querido remplazarla por mí? -preguntó Qian llorando.

– ¡Es increíble! ¡Divorciémonos enseguida, mañana volveremos a la comuna para decir que anulamos nuestras firmas, que era una farsa, nada más que una broma, eso hará que los funcionarios y los habitantes del pueblo se rían un buen rato!

Qian replicó todavía envuelta en lágrimas:

– No quiero armar más jaleo…

– ¡Entonces duerme!

Hizo que se levantara, sacó de la cama la sábana nueva y las mantas llenas de orina. Qian lo miraba de pie, con una expresión lastimosa. Cuando acabó de hacer la cama, sacó de su bolsa ropas secas y las tiró sobre la cama, luego le ordenó que se cambiara y se metiera dentro. El fue a sacar agua de la tinaja, se lavó la cara y el cuerpo y se quedó sentado sobre el banco, cerca de las cenizas que permanecían todavía en el suelo.

¿Estarían destinados a vivir juntos de ese modo? ¿Él no era para ella nada más que un espantapájaros al que agarrarse? Tenía que esperar a que se durmiera para quemar las hojas que había cubierto de caracteres. Si volvía a tener otra crisis, diría que le faltaba un tornillo. No dejaría ninguna prueba escrita y haría que las hojas se pudrieran en ese líquido pestilente.

Qian dijo que él deseaba que muriera rápidamente, no volvería a salir a solas con él a ningún sitio, si iban a algún lugar desierto, en la montaña o al borde de un río, la podía empujar; ella no era ninguna estúpida, se quedaría en esa habitación, no iría a ninguna parte.

El deseaba que se muriera de repente, sin ni siquiera caer enferma, y desapareciera para siempre, pero no lo dijo. Se arrepentía de no haberse casado con una campesina, sana y sin cultura, que sólo se habría apareado con él, le habría preparado la comida, traído al mundo a los niños, sin penetrar en su interior. No, ¡le daban asco las mujeres!

Cuando Qian se fue, él la acompañó hasta la estación de autobuses del burgo.

– No hace falta que esperes que se vaya el autocar -dijo ella-, vuelve a casa.

No contestó, sólo esperaba una cosa: que el autocar se fuera lo antes posible.

44

Llegó el invierno. Se pasaba bastante tiempo sobre una especie de brasero que los habitantes del pueblo fabricaban; costaba dos yuans, dentro tenía un recipiente de cerámica en el que se quemaba el carbón y estaba cubierto por una rejilla sobre la que se podía poner una taza de té. Las noches de invierno eran largas, porque anochecía muy temprano. Durante esa época en la que escaseaban las labores agrícolas, los habitantes del pueblo sólo se ocupaban de sus propios quehaceres durante el día, y cuando caía la noche, se sumían en la más profunda oscuridad. Sólo su habitación permanecía iluminada por la bombilla eléctrica. El asunto de la pelea con su nueva esposa fue el centro de las conversaciones durante diez o quince días, luego nadie más le preguntó sobre aquel episodio y todo volvió a la normalidad.

Desde entonces, nadie entraba en su casa dando un simple grito, antes de empujar la puerta para echar un vistazo, charlar un poco, fumar un cigarrillo o beber té. Durante un tiempo recibió así a los campesinos, a los que les daba cigarrillos, pero en la actualidad mantenía más relación con los funcionarios del pueblo y tuvo que rehacer sus hábitos, para acostumbrar a los demás a la presencia de un intelectual que no se metía en los asuntos locales. Los libros de Marx y de Lenin, que siempre estaban sobre la mesa, provocaban la admiración de los funcionarios, que apenas sabían leer. Un día Maomei llamó a la puerta y le preguntó si tenía algo bueno para leer, él le pasó El Estado y la revolución, de Lenin, pero ella entornó los ojos y dijo:

– ¡Qué horror! ¡No voy a entender nada!

La joven había ido a la escuela primaria, pero, aun así, no se atrevió a tomar el libro. Otra vez, la muchacha lo vio por entre la puerta lavando las sábanas con agua hirviendo. Entró y se quedó apoyada en la chambrana. Le dijo que iba a ayudarlo a llevar la ropa al estanque para lavarla con una tabla, de ese modo quedaría mucho más limpia, pero él se negó y le agradeció la intención. La muchacha tardó un instante antes de preguntarle:

– ¿Tú también te vas a marchar?

– ¿Adonde quieres que vaya? -replicó él.

Ella hizo una mueca, mostrando que no creía que se quedara en el pueblo y preguntó de nuevo:

– ¿Por qué se ha ido ella?

Hablaba de Qian, pero evitaba referirse a ella diciendo «tu mujer» o «tu esposa». Lo miraba con sus ojos cristalinos, luego bajó la cabeza y se miró los zapatos, sin dejar de retorcerse la punta de la chaqueta. No podía tener un idilio con aquella chica; ya no confiaba en las mujeres, no quería sentirse atraído por ellas. Permaneció en silencio, absorto en la tarea de lavar la ropa en la palangana. Al ver que no le contestaba, la joven se fue.

Tan sólo le quedaba el papel y el bolígrafo para dialogar consigo mismo y librarse de su soledad. Antes de recuperar su hábito de escribir, lo previó todo: colocaría las hojas de papel enrolladas en el interior del mango de la escoba de bambú que tenía detrás de la puerta; luego, cuando tuviera demasiados manuscritos, los metería en un recipiente que servía para conservar las verduras saladas, al fondo del cual había puesto una capa de cal y lo cubriría con un plástico. Enterraría ese recipiente en un agujero que había hecho en el suelo de su habitación, disimulado bajo la gruesa tinaja de agua. No tenía la intención de escribir una obra importante, una especie de tesoro oculto legado a las futuras generaciones. No tenía tantas pretensiones. De hecho, ni siquiera tenía alguna esperanza, ya que no era capaz de pensar en el futuro.

Escuchó a lo lejos unos ladridos, y enseguida ladraron todos los perros de la aldea; luego, poco a poco, fue volviendo la calma. La noche era larga, solo bajo su bombilla, la felicidad de poder sacar lo que tenía dentro hacía que se emocionara, hasta tenía palpitaciones y una ansiedad difusa. Tenía la impresión de que en la oscuridad unos ojos lo observaban por la ventana. Se preguntó si la puerta estaría bien cerrada, pero ya lo había comprobado varias veces. Sin embargo, tenía la impresión de oír unos pasos fuera. Se levantó del brasero y contuvo la respiración, pero no oyó nada.

La luz pálida de la luna iluminaba los cristales sobre los que había pegado papel. La luna salió en mitad de la noche. De nuevo tuvo la sensación de que algo se movía fuera, fue sigilosamente hacia la cabecera de la cama y tiró con suavidad del hilo interruptor de la bombilla. Una sombra se perfiló delante de la ventana y desapareció. Escuchó con claridad el ruido de unos pasos fuera, dejó la bombilla apagada y guardó con precaución los manuscritos que tenía sobre la mesa, luego se tumbó en la cama, mirando fijamente en la oscuridad el papel de la ventana iluminada por el claro de luna.

Bajo esa luz tan pura, todavía había ojos que te espiaban, te observaban, te cernían. Te habían tendido una inmensa emboscada, esperando que tú cayeras en ella. No te atrevías a abrir la puerta o la ventana, no te atrevías a hacer el menor movimiento. Estaba claro que no todo el mundo dormía en esa apacible noche de luna llena. Si perdías la calma, todos los que permanecían agazapados en la oscuridad se te echarían encima y te atraparían para juzgarte.

Estaba prohibido pensar, tener sentimientos, desahogarse, estar solo. Lo único que te permitían era trabajar duro, con todas tus fuerzas, caer en un sueño profundo y roncar; o bien aparearte, engendrar descendencia, seguir el control de natalidad, para producir mano de obra. ¿Qué estupideces escribías? ¿Habías olvidado dónde vivías? ¿Querías jugar todavía a hacerte el rebelde? ¿Qué querías, convertirte en un héroe o en un mártir? Lo que escribías era perfecto para recibir un balazo. ¿Habías olvidado cómo fusilaron a los criminales contrarrevolucionarios cuando se creó el comité revolucionario del distrito? Las sesiones de crítica y acusación de las masas no eran nada en comparación con aquello. Se amarraba a los condenados de los pies a la cabeza y se les colgaba un letrero en el pecho que ponía en tinta negra su nombre y de qué se les acusaba, con tinta roja se ponía una cruz sobre el nombre y se les estrangulaba con un alambre que apretaban alrededor del cuello, los ojos se les salían de las órbitas. Era el último descubrimiento del poder político todavía más rojo: se impedía que los condenados gritaran antes de la ejecución; de ese modo, en el otro mundo, ni siquiera podían esperar convertirse en mártires. Dos camiones, con los soldados armados con fusiles cargados, escoltaban a los condenados que exhibían por los pueblos de las comunas populares. A la cabeza, un jeep con un megáfono difundía los eslóganes y abría el cortejo, que levantaba polvo y hacía huir a las gallinas y a los perros de cada lado del camino. Las mujeres mayores y las niñas se agolpaban a la entrada de los pueblos, mientras los niños corrían tras los camiones. La familia que quería recuperar el cuerpo del condenado debía pagar cinco maos por la bala que habían utilizado en la ejecución. Nadie vendría a buscar tu cuerpo, tu propia mujer te habría denunciado como enemigo, tu padre trabajaba en una aldea de reeducación por el trabajo y, además, a tu suegro ya lo consideraban un antiguo contrarrevolucionario; basándose sólo en esos hechos, fusilarte sería hacer justicia. En realidad, no eres víctima de ninguna injusticia, guarda tu bolígrafo y deten el galope al borde del precipicio.

Dices que no eres idiota, tienes un cerebro, no puedes dejar de pensar. Si no eres ni revolucionario, ni héroe, ni mártir, ni contrarrevolucionario, ¿hay algún problema? Lo único que. haces es dejar que tu mente divague fuera de las normas de esta sociedad. ¡Estás loco! Eres tú el loco, no Qian. ¡Mirad a este tipo que quiere pensar! ¡Qué ridículo! ¡Ciudadanos del pueblo, jóvenes y viejos, venid a ver a este tipo, este loco que pronto recibirá una bala en la cabeza!

¿Y dices que lo que buscas es lo real de la literatura? ¡Menos broma! ¿Qué está buscando este hombre? ¿Qué es esa historia de lo real? ¡Una bala de cinco maos! ¡Es suficiente! ¿Te jugarías la vida para escribir sobre eso? Esa parcela de lo real, oculta bajo tierra, ¿no se ha podrido ya? Se haya podrido o no, olvídalo, de lo contrario, estarás perdido.

Pero dices que lo que quieres es una realidad transparente, como un montón de basura que enfocas con un objetivo; la basura sigue siendo basura, pero a través del objetivo te provoca tristeza. Lo real es esa tristeza. Te apiadas de tu propia suerte, tienes que encontrar el modo de aceptar el sufrimiento; para continuar viviendo, inventas un mundo que sólo te pertenece a ti, fuera de esta realidad que parece una pocilga. O entonces, mejor decir que todo esto es una mitología de los tiempos modernos, y que colocas la realidad en la mitología, sacas el interés de la escritura para encontrar un equilibrio mental entre la vida y tus pensamientos.

Copió esta mitología en un cuaderno que su madre le dejó antes de morir y escribió sobre la tapa «Alipeidos», un nombre extranjero que inventó, el de un griego o de un hombre de otro país. Luego anotó «Traducido por Guo Moruo», ese viejo poeta que había declarado a los medios de comunicación, cuando estalló la Revolución Cultural, que todas sus obras debían ser destruidas, ganándose así la protección y los favores particulares de Mao. Entonces podía decir que se trataba de una obra traducida por el viejo Guo medio siglo antes, y que la había copiado cuando estaba en la universidad. ¿Quién podría demostrar lo contrario en esa aldea de montaña o incluso en la cabeza de distrito?

En la primera mitad del cuaderno estaba escrito el diario de su madre cuando se encontraba en una granja de reeducación por el trabajo manual, antes de ahogarse. Siete u ocho años antes, en la época del Gran Salto adelante, tuvo lugar una terrible escasez, su madre fue a una granja a someterse a una reeducación, del mismo modo que él fue a una «escuela de funcionarios del 7 de mayo». Ella trabajó duro y consiguió ahorrar varios cupones de carne de cerdo y de huevos para alimentar bien a su hijo cuando volviera a casa. A pesar de trabajar de criadora en un gallinero, tenía edemas por todo el cuerpo debido a la desnutrición. Un día, al alba, cuando el equipo de noche había acabado el trabajo, ella fue a lavarse al río; debido a su cansancio extremo o a su debilidad por el hambre, se cayó al agua. A media mañana, un campesino que llevaba sus patos al río descubrió su cuerpo flotando en la superficie; la autopsia que le hicieron en el hospital indicaba que había sido víctima de una anemia cerebral. No vio el cuerpo de su madre. Todo lo que había guardado de ella era ese cuaderno en el que anotó todo lo que aprendió durante su reeducación por el trabajo. También anotó cuántos días de fiesta acumulaba para volver a casa y poder estar con su hijo, que venía a pasar las vacaciones de verano. Cuando copió la mitología de «Alipeidos», puso el cuaderno en el recipiente de verduras saladas con el fondo cubierto de cal y lo enterró en el suelo de su habitación, bajo la tinaja de agua.

45

Los días de mercado en que los campesinos de los pueblos de la comarca acudían al burgo, los dos lados de la calle estaban llenos de pértigas y de cestos de batatas, azufaifas secas, castañas, ramas de pino para leña, setas frescas, raíces de loto, fideos transparentes, hojas de tabaco, retoños de bambú secos, sandalias de cáñamo, sillas de bambú, cazos, gambas y pescados todavía vivos. Algunas mujeres, niños, mozalbetes y viejos gritaban, regateaban, «¿Quieres o no? Si no quieres, márchate»; discutían, bromeaban. En ese pequeño burgo de montaña, aunque la revolución había pasado por ahí, todavía se podía vivir bastante bien.

El secretario Lu, que acababa de llegar a la comarca procedente de la capital de la provincia para «volver a la base», caminaba escoltado por los funcionarios de la comuna. Unos le abrían paso, los otros cerraban el cortejo tras él, como si estuvieran acompañando a un dirigente que hiciera una visita de inspección. Se encontró con él frente a frente. Ese hombre que los del pueblo llamaban «secretario» Lu era un antiguo revolucionario que dirigió la guerrilla de la región. Su carrera de funcionario no tuvo mucho éxito: con cada movimiento político, fue bajando de rangos, pasando del cargo en la capital de provincia, hasta volver finalmente a su pueblo natal, como funcionario enviado a la base. Los jefes locales lo veneraban como un dios y, por supuesto, no tenía que trabajar en los campos.

– Buenos días, secretario Lu -saludó también respetuosamente al rey de la comarca.

– Eres de Beijing, ¿no es cierto? -preguntó el secretario Lu, que parecía estar al corriente de quién era.

– Sí, señor, hace cerca de un año que estoy aquí -dijo, inclinando la cabeza.

– ¿Te has acostumbrado? -preguntó todavía el secretario, que se había parado para conversar con él. Era un hombre delgado, alto y caminaba ligeramente encorvado.

– Sí muy bien, nací en el sur, estos paisajes de montaña me hacen sentir muy bien, además, estas tierras son muy fértiles.

Hubiera querido describirlo como un paraíso terrestre, pero se contuvo.

– Es cierto que normalmente aquí no se muere uno de hambre -dijo el secretario.

Percibió algo en sus palabras, quizás una especie de resentimiento por haber tenido que «volver a la base».

– No tengo ganas de irme de este lugar. Me gustaría que usted se ocupara de mí.

Pronunció estas palabras como si quisiera que el secretario Lu le diera su protección, pero la verdad es que necesitaba realmente tener un protector. Después de hacer un ademán de cabeza respetuoso, iba a alejarse cuando el secretario Lu le brindó realmente su protección al decirle:

– Entonces ven a caminar un poco conmigo.

Se incorporó al cortejo. Lu se paró para esperar que se uniera a él y pudieran seguir hablando. En ese momento dejó de prestar atención a los funcionarios de la comuna que se agolpaban cuchicheando a su alrededor: estaba claro que el secretario Lu le daba un trato especial. Caminó con él hasta el final de la calle. En las puertas de las tiendas y de las casas la gente sonreía a su paso y les saludaban, lo que le hizo ser consciente del favor que le estaba haciendo realmente el secretario Lu y de que su posición con respecto a los habitantes del pueblo había cambiado.

– ¡Vamos a ver dónde vives!

No era una orden, sino el mayor favor que Lu podía hacerle. Éste hizo un ademán de mano en dirección a los funcionarios que le seguían para que los dejaran solos.

Le guió sobre los diques que bordeaban los arrozales y entraron en su casa, situada a la entrada de la aldea. Lu se sentó ante la mesa, él le preparó una taza de té, unos niños llegaron. Quiso cerrar la puerta, pero Lu le dijo:

– No es necesario, no importa.

La noticia se esparció como la pólvora por toda la aldea. Instantes más tarde, los funcionarios y los habitantes de la aldea estaban frente a su casa y gritaban sin cesar: «Secretario Lu, secretario Lu». Lu les devolvía el saludo inclinando levemente la cabeza, y empezó a beber el té tras soplar sobre las hojas que flotaban en la superficie.

En esta tierra todavía había buena gente, en todo caso, personas que no eran malas por naturaleza; o quizás era mejor decir que el secretario Lu había visto mucho mundo y lo entendía perfectamente; o puede que Lu también estuviera pasando por una mala época y se encontrara solo, necesitaba hablar con alguien, y la caridad que le demostraba calmaba su propia soledad.

Lu no tocó las obras de Marx y Lenin que había sobre la mesa, comprendió perfectamente esa técnica de disimulo. Cuando se levantó para marcharse, le dijo:

– Si tienes problemas, ven a verme.

Lo acompañó hasta el borde del arrozal y miró como la silueta delgada y un poco encorvada de aquel anciano se alejaba con paso firme y decidido, lo que sorprendía en un hombre de su edad. De este modo consiguió la protección del gran rey de la montaña, aunque en aquel momento no logró ver el sentido de la visita de Lu a su domicilio.

***

Una noche, mientras estaba escribiendo, perdido en sus pensamientos, escuchó de pronto que alguien lo llamaba desde fuera, lo que le provocó un tremendo sobresalto. Se levantó de inmediato y fue a esconder su manuscrito bajo el colchón antes de abrir la puerta.

– ¿Estabas durmiendo? ¡Al secretario Lu le gustaría que vinieras a beber una copa al comité revolucionario!

El empleado de la comuna popular que acababa de transmitirle el mensaje se dio media vuelta y se marchó. Se sintió aliviado.

La sede del comité revolucionario de la comuna se encontraba en el burgo, sobre un dique de piedra al borde del río, en un gran edificio de ladrillo oscuro que tenía un mirador, la antigua residencia del cacique local; lo fusilaron cuando se repartieron las tierras y empezó la lucha contra los terratenientes. El gobierno de la comarca recuperó el edificio y lo transformó más tarde en la sede de la comuna popular, y luego en la del comité revolucionario, recientemente creado. El patio y la sala principal estaban abarrotados de gente, el olor a tabaco se mezclaba con el de transpiración, nunca hubiera imaginado que ese lugar estuviera tan concurrido en plena noche.

En una sala del fondo de la casa se encontraba el flamante jefe del comité revolucionario, Liu, así como Lao Tao, responsable de las milicias populares de la comuna. Cerraron la puerta para beber en compañía del secretario Lu y éste lo invitó a sentarse con ellos. En la mesa había unos cacahuetes sobre un periódico abierto, un tazón de pescado frito y un plato de queso de soja seco, manjares que seguramente habían traído los dirigentes de la comuna popular. Los acompañantes sólo se mojaron los labios con el contenido de su taza, sin beber realmente. Un joven campesino que traía un fusil empujó la puerta y echó un vistazo antes de inclinarse ante los hombres respetables que se encontraban en esa habitación. Apoyó el cañón de su arma en el marco de la puerta.

– ¿Quién te ha dicho que traigas el fusil? -preguntó Lao Tao, el responsable de la milicia, en claro tono de reproche.

– ¿No es una formación de emergencia?

– ¡Sí que lo es, pero nadie ha dicho nada de una actividad armada!

El joven no parecía comprender la diferencia entre las dos cosas y preguntó:

– ¿Qué hay que hacer entonces? Hemos traído todos los fusiles de la milicia.

– ¡No salgáis con las armas por cualquier sitio! ¡Dejadlas en la oficina de armamento y esperad las órdenes en el patio!

Así supo que las milicias de todo el distrito, desde la cabeza de distrito hasta los pequeños pueblos y aldeas, debían proceder en conjunto, a las doce de la noche, a «una gran escucha y un gran registro»: esta orden urgente la había dado el comité revolucionario del distrito. Las casas de los que estuvieran dentro de las cinco categorías: terratenientes, campesinos ricos, contrarrevolucionarios, malos elementos y elementos derechistas eran los principales objetivos de esta «gran escucha» y, al menor movimiento sospechoso, había que hacer un registro profundo. Hacia medianoche, el jefe del comité revolucionario, Liu, y el responsable de la milicia, Lao Tao, fueron al patio y pronunciaron un discurso haciendo un llamamiento a la lucha de clases, luego distribuyeron las tareas de los asistentes. Las milicias se pusieron en camino una tras otra, y la tranquilidad volvió a la estancia. Los perros del pueblo fueron los primeros en ladrar, luego les siguieron muchos otros que respondían al eco.

Sentado sobre la cama de plancha de madera, Lu se quitó los zapatos, estiró las piernas y le preguntó por su familia. El le explicó solamente que su padre también había ido al campo, pero no dijo nada de su intento de suicidio. Añadió que su tío paterno también había tenido un alto cargo en la guerrilla. En aquel momento todavía no sabía lo que le ocurrió a ese viejo veterano revolucionario: nada más ingresar en un hospital militar con síntomas de gripe, le pusieron una inyección y dio su último suspiro unas horas más tarde. También añadió que conocía muy poco a la gente del pueblo y los lugares de la comarca, y le agradeció el interés que mostraba por él. Lu meditó un poco antes de decir:

– Queremos que la escuela del burgo vuelva a funcionar, para enseñar los conocimientos básicos y unas mínimas nociones de lectura, tú podrías ser el profesor de la escuela.

Lu explicó que, en su infancia, su familia era muy pobre, pero tuvo la suerte de que el viejo profesor de la escuela privada del pueblo lo acogiera en sus clases gratuitamente, por pura generosidad, y de ese modo consiguió estudiar un poco, lo que luego le sería de gran utilidad en su vida.

Dos o tres horas transcurrieron de ese modo, el ruido volvió al patio y a las habitaciones, las milicias volvían una tras otra con su botín. No detuvieron a ningún contrarrevolucionario, pero al registrar las casas de los elementos que pertenecían a las cinco categorías encontraron un poco de dinero en efectivo y algunos cupones de cereales. También descubrieron in fraganti a una pareja de adúlteros. El hombre era el herrero de la cooperativa de artesanía del burgo y la mujer era la esposa de Boca Torcida, el farmacéutico de la botica de medicina tradicional: su marido se había marchado a la cabeza de distrito, pero en la habitación oyeron muchos gemidos, comentaban los milicianos que los sorprendieron; estuvieron con la oreja pegada a la ventana durante un buen rato. Se reían a carcajadas al contar aquella escena.

– ¿Y dónde están? -preguntó desde fuera Lao Tao.

– Están acurrucados en el patio.

– ¿Vestidos o desnudos?

– La mujer está vestida, pero el herrero está como vino al mundo.

– ¡Decidle que se ponga un pantalón!

– Sólo se ha traído unos calzoncillos. No le hemos dado tiempo de vestirse. Nos dijeron que deberíamos detener inmediatamente a los que cometieran algún delito, de lo contrario podrían no reconocer los hechos.

En la habitación, Lu ordenó:

– ¡Decidles que escriban una autocrítica y soltadlos!

Segundos más tarde, un miembro de las milicias gritó:

– ¡Secretario Lu, el herrero dice que no sabe escribir!

– Que alguien anote lo que diga. Luego, que firme con la huella del dedo -ordenó Tao, responsable de la milicia.

– Vamos a dormir -le dijo Lu, mientras se volvía a poner los zapatos. Al salir del cuarto, añadió mirando a Tao:

– ¡No vale la pena ocuparse de estas cosas!

En el patio, la mujer estaba con la cabeza gacha, acurrucada contra una pared, el herrero, en calzoncillos, se golpeaba la frente contra el suelo y repetía sin cesar mirando a Lu:

– ¡Secretario Lu, es usted un buen hombre, mi benefactor, no lo olvidaré nunca!

– ¡Vaya espectáculo que habéis dado, marchaos! ¡Y no lo volváis a hacer!

Dicho esto, Lu salió con él al patio.

Aún no había amanecido, el aire era húmedo, el rocío abundante. La bondad del secretario Lu era realmente tan alta como la montaña, acababa de darle también una oportunidad, pensó. Mientras hubiera en el mundo grandes reyes de la montaña como él, valía la pena vivir.

A partir de ese día, cuando pasaba por la pequeña calle del burgo y encontraba a los funcionarios y dirigentes de la comuna o al único policía de la comisaría, se daban una palmada en el hombro, se saludaban efusivamente o se ofrecían un cigarrillo. Más tarde, el colegio abrió sus puertas y entraron los niños que no habían conseguido acabar sus estudios. Estudiarían dos años. Lo llamaban curso de primer ciclo de secundaria. Se trasladó a aquella escuela que había permanecido desocupada durante varios años. A partir de entonces, los de la comarca le llamaron «profesor». Todas las sospechas y las preguntas que se hacían sobre él parecían haber desaparecido.

46

Si hubieras aprendido a mirar el mundo con el rostro risueño del buda Amitabha, serías feliz, la paz reinaría en tu corazón y habrías alcanzado el nirvana.

Comías y bebías con los funcionarios de la comarca, los escuchabas decir sus tonterías, fanfarronear y hablar de mujeres.

– ¿Has tocado a Maomei?

– ¡No digas tonterías, es virgen!

– Venga, dilo, ¿la has tocado o no?

– Ja, ja, ¿cómo sabes que es virgen?

– No sabes lo que dices, ¡la han ascendido a jefa de la milicia popular!

– ¿Cómo fue ascendida? ¡Dilo, hijo de perra!

– Es una digna descendiente revolucionaria de origen impecable, ¡habla con algo más de respeto!

– ¡Joder, si eres tú el que nunca tiene respeto por nada!

– ¿Has bebido demasiado o qué, hijo de perra?

– ¿Quieres pelear?

– ¡Anda, bebe, bebe!

Así es la vida, ¡sólo estábamos contentos después de haber bebido bastante alcohol! Tendrías que hablarles también del medio de conseguir un abeto para fabricar dos baúles y encontrar madera barata a precio de compra oficial, porque un día u otro tendrías que construirte una casa, ya que te habías instalado en ese lugar de forma definitiva. Pero era un proyecto tan lejano para ti que primero te gustaría hacer un huerto, construir una pocilga, ¿acaso se podía vivir sin criar algún cerdo? Mientras dabas conversación y hablabas con ellos de estas u otras bobadas, eras uno más y tu presencia no llamaba la atención.

Contemplaste los relieves de la mesa, no quedaba casi nada en los grandes tazones, habíais acabado con nueve de las diez botellas de alcohol de patata, que quemaba la garganta al tragar, y la décima ya estaba por la mitad. Apartaste a un hombre borracho que se había desplomado bajo la mesa y se apoyaba contra tu pierna, luego apartaste tu taburete y te levantaste, el hombre borracho se tumbó entonces cuan largo era en el suelo y se puso a roncar. En el comedor, todos los invitados habían bebido demasiado; tanto los que estaban en el suelo como los que todavía seguían en la mesa, todos tenían en la cara la misma expresión de idiotas. Tan sólo el dueño de la casa, Lao Zhao, un jorobado, estaba perfectamente sentado a la mesa y bebía a grandes sorbos sonoros su sopa de pollo, para no perder su dignidad como secretario de célula del Partido de la brigada de producción. Además, era un gran bebedor y aguantaba muy bien el alcohol.

Las milicias se reunían desde hacía cinco días, entre setenta y ochenta personas que habían llegado de todos los pueblos de la comarca. La primera mañana estaban reunidos en el patio de la comuna popular y se sentaron en sus mochilas para escuchar las instrucciones del jefe del comité revolucionario de la comuna popular. Más tarde, el responsable de las milicias, Lao Tao, los condujo al área de la trilla del arroz, donde dispararon con los fusiles sobre unas dianas. Luego pusieron unos detonadores bajo las rocas del borde del río, colocaron explosivos, realizaron sabotajes. Después procedieron a unos ejercicios de ataque de escuadra y de pelotón en un arrozal que ya había sido cosechado y al que le habían quitado el agua. Unos hombres se dispersaron por los campos de los alrededores y lanzaron granadas, haciendo saltar grandes trozos de tierra. Este grupo de jóvenes estuvo entrenándose duramente durante unos días. Al fin, la última noche, los llevaron a esta aldea. Zhao, el jorobado, era el secretario de la célula del Partido desde hacía más de veinte años, tenía mucha experiencia y era un hombre muy popular. La comuna ofreció a los milicianos que se entrenaron una prima de comida y más de una decena de pollos vivos que los campesinos cedieron. La mujer del jorobado también fue generosa y donó una vieja gallina que todavía ponía huevos. Para reconfortar dignamente a esos aguerridos muchachos, había carne, pescado y queso de soja con verduras saladas.

En el salón de la casa del jorobado se encontraban los jefes de las milicias del conjunto de los pueblos, los otros estaban en el silo de grano y les servían los miembros de la familia del contable de la brigada de producción. Los que fueron invitados a la mesa de Zhao eran personas de importancia; en cuanto a ti, eras el representante de la escuela designado especialmente por el secretario Lu para participar en el entrenamiento de la milicia.

– El profesor ha venido de la capital, donde vive el Presidente Mao. ¡Ha querido vivir duramente aquí y, además, es el hombre de nuestro secretario Lu! ¡Venga, siéntese aquí! -dijo Zhao, el jorobado.

Como era costumbre, las mujeres no participaban en el banquete. La mujer del jorobado se empleaba en las tareas de la cocina, mientras que Maomei, que apenas tenía dieciocho años y recientemente había sido ascendida a jefa de compañía de la milicia, traía los platos y corría de un lado a otro. Estaban sentados a la mesa ocho invitados, el jolgorio duró desde la puesta del sol hasta medianoche. Una botella de alcohol llenaba justamente un tazón grande, y todos bebían un cucharón cada vez, igual cantidad e iguales oportunidades. Unas rondas después, las botellas de alcohol se vaciaron una tras otra, tú explicaste enseguida que no aguantabas el alcohol tan bien como ellos y dejaste de beber cuando ya no pudiste más.

– Es un honor que beba con nosotros un hombre honorable como usted, que viene de la capital. Nosotros sólo somos una banda de pueblerinos; es algo excepcional que usted esté aquí, ¡traed comida para el profesor! -dijo Zhao. Y Maomei llegó por detrás de ti y te llenó tu tazón de arroz.

Todos tenían la cara como un tomate y hablaban sin parar, reían, bromeaban, pasaron de las gloriosas frases revolucionarias a hablar de mujeres, y acabaron diciendo cualquier cosa. Maomei se refugió en la cocina y no volvió a aparecer.

– ¿Y la pequeña Maomei? ¿Dónde se ha metido?

Los muchachos se desgañitaban, con la cara rubicunda. La mujer de Zhao acabó interviniendo:

– ¿Por qué llamáis a Maomei? ¡No se os ocurra hacer tonterías con el pretexto de que habéis bebido demasiado! ¡La pequeña todavía es virgen!

– ¡Aunque sea virgen, seguro que piensa en los chicos!

– Eh, ¡esa carne no está hecha para tu boca!

Todos alabaron entonces los méritos y las cualidades de la mujer de Zhao:

– ¡Usted lleva su casa con la misma eficacia con que recibe a sus invitados, Lao Zhao es un hombre con suerte!

Los muchachos continuaron con el mismo tono jocoso.

– ¿Quién no ha recibido favores de nuestra cuñada?

– ¡Cierra el pico!

La mujer de Zhao estaba encantada con esas bromas, se quitó el delantal, puso los brazos en jarras y dijo:

– Sois unos cerdos, dejad de decir guarradas de una vez.

Las frases cada vez eran más soeces, el olor a alcohol lo invadía todo. Al escuchar cómo daban su opinión, pensaste que todos tenían agallas, de lo contrario, ¿cómo habrían llegado a ser los funcionarios del pueblo?

– Si no hubiera sido por el Presidente Mao, ¿los campesinos pobres y medios de la capa inferior vivirían como viven hoy en día? ¿Y cómo podrían venir a instalarse aquí las jóvenes instruidas?

– ¡Siempre con tus ideas perversas!

– Tú, que pareces tan serio, ¿ya has follado o no? ¿Ya lo has hecho?, venga, dilo.

– ¿Cómo hablas así delante del profesor, no te da vergüenza?

– El profesor no es ningún extraño, no desprecia nuestros zapatos llenos de barro, hasta ha dormido con nosotros.

Y era cierto, habías dormido con ellos en el silo sobre las camas cubiertas de paja de arroz. Y cada noche, una vez acababa el entrenamiento al aire libre, los mirabas cómo medían su fuerza, luchaban, se tiraban por el suelo; el que perdía tenía que bajarse los pantalones delante de los demás, sobre todo si las mujeres del pueblo venían a ver cómo se peleaban y se mezclaban con ellos en esos juegos. En aquellos momentos, Maomei se refugiaba en una esquina para mantenerse al margen y se quedaba riendo. Todo el mundo se divertía hasta que sonaba el silbato y ordenaban que apagaran las luces.

Saliste de la sala, se había levantado un viento fresco, el olor nauseabundo del alcohol desaparecía poco a poco, sólo el dulce perfume de la paja de arroz flotaba en el aire. Bajo la luz de la luna, el pueblo desaparecía en la sombra de la montaña que había enfrente de ti. Te sentaste sobre una rueda de molino, al lado de la casa, y encendiste un cigarrillo.

Estabas contento de haber conseguido la confianza de esas personas, por la noche ya no oías ruidos sospechosos, ya no veías ninguna sombra delante de tu ventana, ya no te vigilaban, estabas casi totalmente integrado, vivías entre esos hombres. Ellos habían vivido siempre así, de generación en generación, revolcándose con las mujeres por el suelo, emborrachándose cuando estaban demasiado cansados, antes de entrar en un sueño profundo y roncar, sin pesadillas.

Al sentir el olor de la tierra, te tranquilizaste, te relajaste.

– Profesor, ¿no se va a dormir?

Te volviste y viste ante ti a Maomei, que había salido de la cocina; estaba de pie frente a un montón de leña. Bajo la luz difusa de la luna, desprendía una profunda feminidad.

– Qué luna tan bonita… -respondiste tú vagamente.

– ¿Todavía tiene ánimo para contemplar la luna, profesor?

Ella sonrió haciendo una mueca. Con su voz azucarada, su entonación llena de dulzura, era una bella y tierna criatura con unos pechos prominentes y firmes, quizá ya la había acariciado algún hombre. Nacida en esta tierra, viva y fresca, sin angustia ni temor, ella podía aceptarte, era lo que parecía querer decirte, todo dependía de si tú la querías o no, esperaba tu reacción. En la oscuridad, sus ojos centelleantes te miraban fijamente, sin vergüenza ni duda, y te recordaban tus deseos de estar con una mujer. Esta noche se atrevía a mirarte, apoyada contra la pila de leña, pero tú no te atreviste a bromear con ella, no te atreviste a mostrarte frívolo como esos bandidos, como esos hombres, no tenías suficiente valor.

47

La lluvia, de nuevo la lluvia, una lluvia fina. Por la tarde, la escuela acababa temprano, para que, tras dos horas de clase, los alumnos todavía pudieran ocuparse de las tareas del campo al volver a sus casas. Tu habitación estaba al lado del despacho de los profesores. La habían construido de ladrillo, tenía un falso techo de madera por debajo del tejado y no había goteras. Te sentías bien, te gustaban especialmente esos días lluviosos, ahora que no tenías que ir a los arrozales con un sombrero de paja de arroz en la cabeza a pasarte el día con los pies hundidos en el barro. Cuando cerrabas la puerta de tu habitación, el ruido de la lluvia, del viento o el de los alumnos que leían en voz alta no te llegaba. Leías en silencio o escribías. Al final habías conseguido una vida normal, aunque no tuvieras mujer ni hijos. En realidad, ya no querías compartir tu techo con una mujer, preferías la soledad al riesgo de que te denunciaran. Cuando te sentías muy excitado, te volcabas en la escritura y con tu pluma conseguías la libertad de imaginarte todas las mujeres que te daba la gana.

– ¡Profesor, el secretario Lu pregunta por usted! -dijo una alumna desde fuera.

Colocó en la habitación una cerradura de golpe para que no pudieran entrar de improviso. Cuando tenía que hablar con los alumnos, sobre todo con las chicas, iba al despacho de profesores de al lado. El director del colegio, que vivía enfrente, al final de una pista de baloncesto, siempre estaba mirando hacia su puerta. Había tenido que trabajar duro durante veinte años para conseguir el cargo que desempeñaba, y le preocupaba que el recién llegado de la capital, bajo la protección del secretario Lu, le quitara el puesto. Si descubría el menor desliz con una alumna, lo cazaría y lo expulsaría de inmediato. Sin embargo, lo único que él quería era un lugar tranquilo para refugiarse, pero no podía decírselo tan claramente al director.

Esta joven, Sun Huirong, era esbelta y lista. Su padre había muerto de repente por una enfermedad y su madre vendía verduras en la cooperativa del burgo. Huirong tenía dos hermanas menores. Siempre encontraba algún pretexto para pasar por su despacho, «Profesor, voy a ayudarle a lavar la ropa sucia», «Le he traído unos amarantos que hemos recogido de mi jardín», y cada vez que él pasaba delante de su casa, si ella lo veía, salía haciendo aspavientos para llamarlo: «Profesor, venga a beber una taza de té». Conocía a casi todos los vecinos de la pequeña calle, y cuando no entraba, se quedaba un rato en el umbral fumando un cigarrillo. Se sentía casi como si estuviera en su tierra natal, pero nunca entraba en casa de la muchacha. Ella le dijo: «Vivimos en un reino de mujeres». Sin duda echaba de menos una figura masculina.

La joven vino corriendo bajo la lluvia, con el pelo empapado de agua. El tomó un paraguas para dárselo y fue a buscar su sombrero de paja. La muchacha se alejó. La llamó, ella se volvió bajo la lluvia, sacudió la cabeza, la ropa se le pegaba al cuerpo y marcaba dos pequeños senos prominentes. Echó a correr, parecía contenta, quizá porque había traído para el profesor un mensaje muy importante del secretario Lu.

Lu vivía en la última vivienda de la comuna. Entró por la puerta lateral que había frente al río. El patio estaba reluciente, cubierto de baldosas oscuras y tenía un pequeño pozo. Este patio lo había ocupado la concubina del potentado local, que fue fusilado. El lugar era tranquilo y quedaba algo apartado de las demás casas. Lu estaba tumbado en una mecedora de bambú cubierta de piel de venado, en el suelo había un brasero con una marmita llena de carne haciéndose a la brasa.

– Carne de perro con especias, me la ha traído Lao Zhang de la comisaría; según él es de un perro salvaje que han capturado. ¿Cómo saberlo? Bueno, al menos es lo que dice -afirmó Lu sin levantarse-. Toma un tazón y unos palillos y sírvete un vaso de alcohol. Esta espalda me está matando, una cicatriz de herida de bala, siempre me duele cuando llueve. En aquella época era imposible encontrar un médico durante los combates, uno podía darse por satisfecho si conseguía mantenerse con vida.

Se sirvió algo de alcohol y se sentó en un pequeño banco delante del brasero. Mientras comía y bebía, escuchó atentamente las palabras de Lu.

– Yo también he tenido que matar con mis propias manos, era la guerra, no se podía hacer otra cosa. He matado a muchos y no todos lo merecían. Sin embargo, muchos de los que lo merecían de verdad todavía siguen vivos, y viven muy bien.

A pesar de que normalmente Lu tenía un carácter frío y taciturno, en aquel momento se mostraba eufórico. El no comprendía qué estaba pasando por la cabeza del anciano.

– ¿Ya se sabe que el viejo Lin Biao ha muerto?

Él asintió con la cabeza. El vicepresidente del Partido había huido en avión y se estrelló en Mongolia, al menos era lo que afirmaba un documento oficial.

A los del campo no les sorprendió la noticia, dijeron que bastaba con ver su cara de mono para saber que acabaría mal. Si hubiera tenido un rostro agraciado, ¿se habría convertido en un emperador a ojos de los campesinos?

– Todavía hay muchos que no han muerto -dijo Lu, dejando la copa de alcohol. Él también comprendía la rabia del viejo. Sin embargo, esas palabras no decían nada en concreto. Lu era un hombre de mundo, había superado muchos problemas políticos, no podía abrirle su corazón tan pronto, y él tampoco debía llegar hasta el fondo del asunto. Estaba bajo la protección de aquel paraguas: mientras el secretario Lu estuviera en paz, él podría subsistir. «Bebe, bebe, y cómete la carne», no te preocupes si es de perro salvaje o doméstico.

Lu se levantó y fue a tomar una hoja de papel de encima de la mesa. Había anotado un poema regular de ocho versos de cinco caracteres que aparentemente expresaba su alegría ante la caída de un tal Lin.

– ¿Me puedes decir si los tonos llanos y oblicuos de los caracteres son correctos? [25]

Sin duda lo había llamado para eso. Él examinó el poema durante un instante, sugirió cambiar uno o dos caracteres para que el poema quedara perfecto, y dijo, además, que en casa tenía un libro dedicado especialmente a la métrica de la poesía clásica, si estaba interesado se lo podía prestar.

– Yo sólo era un pobre pastor -explicó Lu-. Nunca me habrían podido enviar a la escuela, pero siempre iba a escuchar a escondidas bajo las ventanas de la escuela privada del pueblo cuando los niños leían en voz alta. De ese modo aprendí a recitar poesías de los Tang. Cuando el viejo maestro vio mi capacidad de aprender, me invitó a que fuera a sus clases sin pagarle nada, pero a veces yo iba a recoger leña para él. Siempre que tenía tiempo, pasaba por la escuela a escuchar sus clases, así aprendí a escribir. A los quince años fui a pelear con la guerrilla y me cargué un trabuco al hombro.

Esta región montañosa era precisamente la base de la guerrilla de Lu por aquel entonces. Hoy, aunque había sido enviado a este lugar de base para hacer investigaciones, no tenía ninguna función concreta, aunque, en realidad, era más o menos el secretario de los secretarios de los comités del Partido recientemente rehabilitados en las numerosas comunas. Lu se escondía aquí. Luego le reveló que también tenía enemigos; por supuesto, no se trataba del cuerpo local armado de los terratenientes, campesinos ricos y potentados ya reprimidos desde hacía mucho tiempo, sino más bien de los «de arriba». No entendió a quiénes se refería, quiénes eran esos «de arriba»; estaba claro que no eran los funcionarios de la cabeza de distrito, porque ellos no eran capaces de acabar con él. Lu se mantenía en todo momento alerta para enfrentarse a cualquier eventualidad. Bajo la almohada tenía una bayoneta del ejército, y debajo de la cama, en una caja de madera, guardaba una metralleta ligera en perfecto estado. También tenía una caja de cartuchos, material de la milicia de la comuna popular. Como lo almacenaba todo en su casa, nadie podía denunciarlo. ¿Lu estaba esperando el momento favorable para rebelarse y retomar el poder? ¿O quizá se preparaba para un nuevo cambio político? Era difícil saberlo.

– Casi todos los habitantes de estas montañas son campesinos que cultivan los campos en tiempos de paz, pero en los periodos de conflicto se transforman en bandidos. Aquí no son raras las decapitaciones. He crecido asistiendo a ese tipo de escenas. En aquella época, los bandidos que capturaban mantenían la cabeza erguida mientras esperaban que los decapitaran con un sable, su cara ni siquiera cambiaba de color. No es como ahora, que fusilan a los condenados de rodillas y les retuercen el pescuezo con un alambre. ¡Los guerrilleros eran unos auténticos bandidos! -Estas palabras horribles salieron de la boca de Lu con una pasmosa tranquilidad antes de concluir-: Pero tenían un objetivo político: acabar con los tiranos y repartir las tierras.

Lu no dijo que hoy las tierras que repartieron entre los campesinos habían sido de nuevo confiscadas y que los cereales se repartían per cápita, pero los sobrantes debían entregarse a las autoridades.

– Cuando los guerrilleros necesitaban dinero o víveres, se dedicaban a raptar y a ejecutar a los prisioneros, empleaban los mismos procedimientos violentos que los bandidos. Si alguna vez la mercancía no se llevaba al lugar que habían pactado antes, tomaban a un rehén vivo, lo ataban con las piernas abiertas sobre un bambú joven, estiraban la caña y, a una señal, la dejaban, ¡cortando al hombre en dos!

Si Lu no lo hizo personalmente, al menos lo vio hacer, y ahora quería darle algunos consejos.

– Tú eres un letrado del exterior, no creas que la vida es fácil en estas montañas, no creas que esto es un nido de paz. ¡Si uno no se establece sólidamente, es imposible quedarse en un lugar como éste!

Lu no empleaba el lenguaje oficial de los pequeños funcionarios que sólo querían trepar de escalón en escalón como si se tratara de una carrera. Al contrario, en ese momento estaba liquidando por completo lo poco que le quedaba en la cabeza de las fábulas revolucionarias. Quizá Lu lo necesitara un día e intentaba que fuera tan duro y tan feroz como él, para que se convirtiera en el asistente de este rey de la montaña cuando retomara el poder. Lu le habló de los intelectuales de las grandes ciudades que se habían unido a las guerrillas.

– ¿Qué entienden los estudiantes de la revolución? El viejo tenía razón al decir… -El viejo del que hablaba Lu era Mao-… que el poder nace del fusil. ¿Qué general o comisario político no tiene las manos manchadas de sangre?

El dijo que nunca sería general y que tenía miedo de pelear; pensó que era mejor decir estas palabras de antemano.

Lu respondió entonces:

– A mí no me apasiona el poder, de lo contrario no me habría refugiado aquí. Pero debes defenderte y estar atento para que no vengan a por ti.

Esta regla de supervivencia era la experiencia que Lu había vivido.

– Ve a hacer una investigación social entre la gente del burgo, les dirás que te envío yo. No necesitas una carta oficial, sólo debes decir que te he confiado la tarea de escribir la historia de la lucha de clases en este burgo y escucharás lo que te cuenten. Por supuesto, no te creas todo lo que te digan, y no hagas preguntas sobre lo que está ocurriendo actualmente; aunque les preguntes, no verás nada claro. Déjales hablar de lo que quieran, será como escuchar cuentos, y te darás cuenta de todo poco a poco. En otro tiempo, antes de que los coches pasaran, esto era un nido de asaltadores de caminos. No te fíes del herrero que se arrodilla delante de ti y parece dócil. Si le dejan, te tratará con toda delicadeza, pero, si le empujan, puede cortarte la cabeza con su hacha en cualquier campo. En la calle, la vieja coja que hierve el agua para el té, ¿crees que tiene los pies vendados? Eso no se hacía en estas montañas. Fue rehén de las guerrillas, le quitaron los zapatos en pleno invierno, se le helaron los dedos y se le cayeron, pero era una mujer, por eso no la mataron. Esta casa era suya, fusilaron a su padre, su hermano mayor murió en un campo de reeducación. Sólo le queda un hermano que, según cuentan, se fue al extranjero.

Así te educó el secretario Lu, así te educó también la vida, borrando de golpe la compasión, el sentido de la justicia, la indignación y el impulso que provocaban en ti.

– ¡Hemos bebido mucho! -dijo Lu-. Mañana por la mañana, cuando se te haya pasado la borrachera, vendrás conmigo a dar una vuelta por la montaña del sur. En la cima había un templo que fue bombardeado por los aviones japoneses. Los japoneses no llegaron hasta aquí, se quedaron en la cabeza de distrito, mientras que los guerrilleros se refugiaron en las montañas. Sólo pudieron destruir el templo. Lo construyó un monje después de la derrota de los Taiping. La rebelión de los Taiping surgió del crecimiento de los bandidos, pero como finalmente no consiguieron resistir a la corte imperial, algún superviviente vino a refugiarse aquí después de la derrota y se hizo monje. Sólo queda una estela rota con una inscripción incompleta, tendrás que descifrarla.

48

El mundo cambia cuando se mira a través de un objetivo. Las cosas más feas pueden parecer magníficas. En aquella época, tenías una vieja cámara fotográfica y, durante aquellos años que pasaste en el campo, la llevabas cada vez que ibas a la montaña; era tu otro ojo. Has fotografiado los paisajes, la montaña cubierta de bambúes inclinados por el viento, esa ola verde esmeralda en forma de pluma que quedaba fija sobre el papel por el disparo del obturador. Por la noche revelabas las fotos en tu casa y, aunque perdieras los colores, las sombras y las luces del contraste entre el blanco y negro eran fascinantes; parecía un mundo de ensueño. Utilizabas carretes caducados, más de doscientos metros de película que compraste de saldo en un estudio cinematográfico gracias a un amigo de Beijing; pagaste por todo treinta yuans, casi un regalo. Entonces sólo se hacían documentales sobre las maravillas de la revolución. En las imágenes que mostraban se tocaban gongs y tambores y todos bailaban en un gran entusiasmo general, el Gran Dirigente pasaba revista a las guardias rojas, la bomba atómica explotaba con éxito, la anestesia con acupuntura resultaba muy eficaz, el pensamiento de Mao Ze-dong cosechaba nuevas victorias, a los enfermos se les hacía el trabajo ideológico antes de que les abrieran el pecho o el abdomen, a menos que se escalara el Everest y entonces la bandera roja flotara sobre el techo del mundo. Para todos aquellos documentales se utilizaba una película de un tono más o menos rojo, producto nacional. Tú preferías las fotos en blanco y negro, sin la confusión que traen los colores, y podías contemplarlas durante mucho tiempo sin que se te cansara la vista.

Te pasabas horas mirando aquellas casas de campo en blanco y negro, sus tejados de tejas grises, los estanques bajo la lluvia fina, y una gallina sobre un puente de madera. Te gustaba especialmente la fotografía de aquella gallina negra. Estaba delante de tu objetivo, levantando la cabeza para mirarlo después de haber picoteado por el suelo, sin entender qué era aquel juguete. Lo miraba con un ojo redondo de admiración y su pupila mostraba una gran vivacidad. Lo observaba con detenimiento, con la cabeza levantada. En su mirada veías insondables sobrentendidos.

También tenías una fotografía de unas ruinas que encontraste en un pueblo abandonado. La casa estaba llena de malas hierbas, el tejado hecho pedazos, ya no vivía nadie allí, sólo había escombros; no quedaba la menor huella del Gran Salto adelante. Aquel año les obligaron a entregar todos los cereales que se cosecharon y el pueblo sufrió una hambruna que convirtió a sus habitantes en fantasmas, incluido el secretario de la célula del Partido. Quién hubiera podido imaginar que el Partido no sólo se desentendería por completo de la suerte de la población, sino que llegaría incluso a colocar en la estación de autobuses de la cabeza de distrito a algunos hombres armados para vigilar a los ciudadanos e impedir que se marcharan a mendigar. Además, la cantidad de cereales que tocaban por persona se racionaba en la ciudad, mendigando tampoco se habría conseguido gran cosa. Los niños de cierta edad que vivían en aquellas montañas recordaban cómo intentaban calmar el hambre desenterrando raíces de bejuco. Cuando se las comían, tenían que hacer sus necesidades con el culo a la vista de sus amigos, ayudándose mutuamente a deshollinarse el trasero con un palo. Las costras que formaba el bejuco eran tan duras como las piedras, lo que hacía que su evacuación fuera extremadamente dolorosa. Te lo contaron tus alumnos. Por supuesto, eso no salía en tus fotos, pero la desolación que se podía captar era espléndida. Fijando una imagen con el objetivo, podías transformar una situación catastrófica en un simple paisaje.

También hiciste una foto de dos chicas adorables; la mayor tenía dieciocho años, la menor quince. La de dieciocho parecía pensativa y estaba ligeramente inclinada hacia un lado. Su padre era profesor en el colegio de la cabeza de distrito, su abuelo paterno era terrateniente, y antes de acabar sus estudios de secundaria la enviaron a instalarse en aquellas montañas. La menor estudiaba primer ciclo de secundaria, su padre trabajaba de óptico en la capital de provincia. Naturalmente, no pudo tener a su lado a su hija. [26] En la fotografía, la joven levantaba la cara riendo de forma estúpida, como si alguien le estuviera haciendo cosquillas. Llevaban en ese lugar más de un año. Cuando la escuela de la aldea volvió a funcionar, las instaron a enseñar, ya que no había profesores, y, de este modo, se libraron de trabajar en los campos; era una forma de ocuparse de ellas. Cuando te oyeron decir que ibas a llevar a tus alumnos a recoger té, se entusiasmaron y te propusieron que se hospedaran en su escuela. Era lo ideal, había dos aulas; en una dormirían los niños, en la otra las niñas. Entre las dos había una habitación separada por un tabique de planchas; un lado lo utilizaban para preparar las clases, el otro tenía una cama de madera y hacía de dormitorio. Te propusieron que te quedaras allí cuando llegaras, ellas podían pasar la noche en la aldea. Es posible que antes de llegar al campo hubieran participado en la crítica a los profesores de su colegio; sin embargo, al verte a ti, profesor de secundaria en el burgo, tenían la sensación de encontrar a un pariente. Con mucho afecto, prepararon para ti carne salada hervida al vapor, unos huevos fritos y una sopa de brotes de bambú frescos. No dejaron de hablar mientras estabas con ellas. Entonces tomaste esta foto. No eran como las chicas de estas montañas, que huían nada más ver una cámara. Al contrario, se sentían cómodas, incluso posaban, y apretaste el obturador justo en el momento en que la más joven de las dos no pudo contenerse y se echó a reír. Después, al revelar la fotografía, te diste cuenta de que la mayor evitaba mirar al objetivo y parecía muy triste, mientras que en la risa tonta de la otra se percibía un abandono que pocas veces se ve en una muchacha de su edad. Y todo eso teniendo de fondo un acantilado abrupto y bajo las gruesas ramas oscuras de un viejo árbol de torreya.

En la primavera, un hermoso día de abril, cuando el campo empezaba a verdear -era casi la estación en que se recogía el té-, subió a las montañas bordeando un barranco, alcanzó una cima y atravesó el arroyo por un pequeño puente hecho de troncos enteros. Sentía el agradable calor de los rayos del sol y le llegaba el dulce murmullo del agua. Por fin, llegó a una plantación de té y de bambú. Subió por una ladera para encontrar al encargado, que en ese momento estaba haciendo un reguero para plantar maíz. Le explicó que quería traer a treinta alumnos del burgo a recoger té durante diez días y que dormirían en la escuela primaría. Los alumnos traerían su propio arroz, pero la leña, las verduras, el aceite, la sal y el queso de soja los debían proporcionar los encargados de la plantación. Los gastos totales se restarían de los salarios de los alumnos. Cuando regresó a la aldea, ya eran las cuatro de la tarde, y para volver al burgo tendría que ir de noche por la montaña. Entonces las dos jóvenes profesoras le pidieron que se quedara a dormir en la escuela.

En las montañas, la noche empieza temprano. Cuando el sol se escondió tras el acantilado, el campo de deportes de la escuela ya estaba oscuro. El caserío se cubrió de una bruma que subía del arroyo, y los hombres y las mujeres que trabajaban en las montañas volvieron a sus casas, con la azada al hombro. La aldea se animó. Los ladridos de los perros retumbaron y se mezclaron con el jaleo que armaban los hombres. Luego empezó a salir humo de las chimeneas de las casas.

Fuera había mucha humedad. La chica mayor encendió la cocina de leña y se puso a hervir una olla de agua para que él se lavara. Había caminado durante todo el día por la montaña; fue un placer poner los pies dentro de agua caliente. Enseguida sintió que se le iba el cansancio. La otra joven trajo el jabón. Sentadas bajo la lámpara de petróleo, durante un rato estuvieron corrigiendo los deberes de sus alumnos, hasta que llegaron los del pueblo: hombres adultos, adolescentes y niños. Los hombres se sentaron junto a la chimenea, mientras que los jóvenes empezaron una partida de cartas alrededor de la mesa, bajo la lámpara de petróleo. Las dos muchachas recogieron los cuadernos en una esquina. Había algunas jóvenes que ya estaban en edad de festejar; las que ya eran madres seguramente debían de estar en sus casas, ocupadas con sus tareas. Los niños entraban y salían armando bastante alboroto, mientras que los hombres bromeaban con las muchachas, que, como casi todas las chicas de la montaña, mostraban un gran desparpajo en esas ocasiones. Las dos jóvenes que venían de la ciudad eran mucho más recatadas y dulces, pero ya empezaban a abandonar el tono de buenas alumnas que empleaban con él, e incluso a veces se atrevían a soltar algunos tacos, sin perdonar a nadie. La escuela era el lugar de encuentro nocturno de los habitantes del pueblo, un lugar en el que se sentían a gusto.

– ¡Venga, ya está bien por hoy! El profesor está cansado, ha caminado durante todo el día. ¡Hay que ir a dormir!

La chica mayor empezó a echar a los lugareños, que se marchaban a regañadientes. Las dos muchachas le desearon buenas noches y se fueron también hacia el pueblo.

Todavía quedaban algunos trozos de carbón crepitando, la temperatura del cuarto bajó. En el aula oscura de al lado, el viento entraba y enfriaba el ambiente. Fue a cerrar la puerta, pero una ráfaga la volvió a abrir. Percibió que no había cerrojo en la puerta, lo habían arrancado, y la madera y el marco estaban acribillados de agujeros. Reflexionó durante un momento; luego volvió al aula para cerrar la puerta grande, pero en la oscuridad no consiguió encontrar la barra. Había dos ganchos detrás de la puerta para colocar una barra, pero no la encontraba por ninguna parte. Colocó una mesa contra la puerta para que se mantuviera cerrada. Una vez volvió a la habitación, tomó la lámpara de petróleo y pasó al dormitorio, separado sólo por un tabique de planchas que llegaba a media altura. Al fondo del cuarto, había una pequeña puerta que conducía a la otra aula. También habían arrancado el pestillo de allí, sólo quedaba la parte del marco de la puerta. Por suerte, la puerta cerraba bien. No fue a comprobar si la de la otra clase estaba cerrada y no entraba el aire. De todos modos, en aquel edificio no había nada que robar, salvo dos jóvenes muchachas desamparadas que dormían solas y habían llegado de la ciudad para instalarse allí.

Después de apagar la lámpara, se desnudó y escuchó tumbado cómo rugía el viento de la montaña, como si fuera una fiera que se quejaba con voz grave. A veces el viento traía también el sonido del agua que pasaba por el barranco. Aquella noche durmió mal, se quedó en una especie de estado de alerta y con la impresión de que en cualquier momento podía irrumpir en la habitación una fiera salvaje. Se levantó temprano e hizo la cama. Descubrió que las sábanas grisáceas y las fundas de las almohadas estaban llenas de manchas; sintió bastante asco.

En el camino de vuelta pensó en su alumna Sun Huirong. Se dio cuenta de que la vida del campo en estos años lo había convertido en una persona sin carácter. Por fin había conseguido ocultarse perfectamente, y sentía una cierta paz interior; incluso era capaz de mirar la montaña durante horas, contemplar el curso del arroyo que no cesaba, sin pensar en nada. No obstante, cada vez se parecía más a una larva.

49

Ella quiere ir a ver una selva virgen. Tú dices: «Pero ¿dónde quieres que haya una selva virgen en Sydney? Habría que conducir durante días para llegar a uno de esos lugares deshabitados de la inmensa Australia. Además, ya lo has visto todo desde el avión, una tierra árida de color ocre con montañas de rocas en forma de espina de pescado. El paisaje no ha cambiado durante unas horas cuando íbamos en el avión, ¿dónde quieres que haya una selva virgen?». Ella abre un mapa turístico y señala los trozos verdes.

– ¡Aquí y aquí!

– Son parques -respondes.

– ¡El parque nacional es una zona de protección natural -insiste ella-; los animales y las plantas se conservan en su estado original!

– ¿También los canguros? -preguntas.

– Claro -dice ella.

– Entonces tenemos que ir a un zoo. No es como en tu país, que compran lobos por todo el mundo y los encierran para que los visitantes los miren ir de un lado a otro.

No has conseguido convencerla, acabas refunfuñando:

– Habría que pedir a los amigos del centro dramático que nos consiguieran un coche.

Le explicas que ellos te han invitado para los ensayos de tu obra, los acabas de conocer, no te gusta molestar a la gente así. Pero ella dice que hay un tren directo que va hasta allí. Su dedo avanza en el mapa, de la estación central, que se encuentra en el centro de la ciudad, hasta el borde del pedazo verde que indica el Royal National Park.

– Mira, aquí hay una estación, Sutherland. ¡Es muy fácil llegar hasta allí! -dice.

Se llama Sylvie, es francesa, tiene el pelo corto, a lo chico, pinta de estudiante de secundaria, parece muy joven, pero sus grandes nalgas muestran que es toda una mujer. Has tostado un poco de pan, preparado el café con leche, pero ella toma el café solo, siempre sin azúcar, no come pan ni mantequilla, tiene que mantener la línea.

Habéis salido del edificio en que os alojáis. De repente cae en la cuenta de algo, se da media vuelta y regresa a la habitación a tomar una toalla y su traje de baño; dice que después de la zona de protección natural del Royal National Park se puede llegar hasta el mar y quizá podría bañarse y tomar el sol.

El tren ha ido directo de la estación central a Sutherland, una pequeña estación en la que sólo se apean algunas personas. Al salir de los andenes hay un pequeño pueblo, todavía nada de selva ni de parque. Dices que habría que preguntar a alguien, vuelves a la estación y te diriges al vendedor de billetes.

– ¿Puede indicarme el camino para ir a la selva virgen? ¿Al parque, el Royal National Park?

– Tenía que bajar en la siguiente estación, en Loftus -responde el expendedor de billetes.

Volvéis a comprar un billete. El próximo tren llegará dentro de veinte minutos, pero ése no para en Loftus, tenéis que tomar el siguiente.

Esperáis media hora antes de que por el altavoz de la estación anuncien que el próximo tren viene con un poco de retraso y que hay que cambiar de andén para esperarlo. Ella va a preguntar qué ocurre al jefe de estación. El hombre metido en carnes responde antes de cerrar la puerta de su despacho:

– Esperen, tranquilos, llegará pronto.

Le recuerdas que el día en que llegasteis a Australia os previnieron de que si se tomaba el tren de Sydney a Melbourne se podía tardar dos días, tres días, una semana, no se sabía. Ellos nunca tomaban el tren por eso; todos iban en avión o en coche. Le dices que quizá tengáis que esperar hasta que anochezca. Pero Sylvie camina de un lado a otro, un poco nerviosa. Le dices que se siente, pero ella no puede estar quieta.

– Ve a comprar una bolsa de cacahuetes, o esa especialidad de Australia que tiene tanta grasa, esa pequeña fruta redonda, ¿cómo se llama?

Intentas hacerla rabiar expresamente, pero ni te mira.

Transcurre una hora más hasta que llega el tren.

Loftus. Cuando salís de la estación, el pueblo todavía es menor que el anterior, todo de color gris. Sobre la pasarela de la vía férrea hay una banderola desplegada: «Bienvenido a la visita del museo del Tranvía».

– ¿Vamos? -preguntas.

Ella no te presta atención y se vuelve para preguntar en las taquillas de la estación, antes de hacerte un ademán para que vayas. Vuelves a la estación. En las taquillas, el empleado os hace unos gestos.

– ¿La selva virgen se encuentra en el andén? -preguntas.

– Te han hablado en inglés y no has comprendido -dice ella.

Le das las gracias en inglés al empleado. Ella te mira de reojo y se echa a reír. Su mal humor ha desaparecido y te explica lo que te ha dicho: es más rápido pasar por el andén. Bueno, cruzas las vías tras ella, caminas sobre los montones de balasto que hay a los lados, en el andén un empleado con uniforme os mira. Le preguntas en voz alta:

– ¿Dónde está el parque? ¿El Royal National Park?

Eso puedes decirlo en inglés. Os señala que detrás de vosotros hay una salida con una barrera rota.

Llegáis a una carretera grande, donde pasan los coches a toda velocidad, no hay peatones. Sobre el muro de la estación hay un gran cartel que pone: «Museo del Tranvía» y una flecha. La única opción que tenéis es ir a ese museo a preguntar. Una inmensa puerta, y detrás, una pequeña garita de madera, que proporcionalmente parece un juguete. Hay un letrero con las tarifas de entrada, precio diferente para los niños y los adultos, pero no hay nadie en la garita. En un amplio terreno descubierto, veis unos raíles sobre los que está parado un viejo tranvía con los vagones de madera y el barniz descascarillado. Una mujer y una decena de niños rodean a un anciano que lleva una gorra de visera ancha y cuenta la historia del tranvía. Cuando el anciano acaba, la mujer hace que los niños suban a bordo, mientras que el hombre os saluda levantando la mano a la altura de la visera de su gorra. Sylvie le explica por qué estáis ahí y el viejo señala con el brazo:

– El Royal National Park es aquí, todo esto está dentro del parque, ustedes, yo, el museo, todos estamos en el parque.

El tal «museo» que señala con la mano se refiere al viejo tranvía estacionado.

– ¿Y la selva? ¿La selva virgen? -pregunta Sylvie. Frente a ese hombre corpulento, Sylvie parece más mujer, a pesar de llevar el pelo cortado como si fuera un chico.

– La selva está por todos los lados… -dice él, señalando los bosques de eucaliptos que bordean la carretera.

Se te escapa una carcajada, ella te mira con rabia y pregunta al viejo:

– ¿Por dónde se puede entrar?

– Por donde quiera. También pueden ir en tranvía, cinco dólares por persona, es la tarifa para los adultos.

– De acuerdo -dices sacando tu monedero del bolsillo-. ¿El tranvía entra en la selva?

– Claro, es un billete de ida y vuelta, no tienen que pagarlo ahora. Si quedan satisfechos, pagan; si no, pueden volver a pie, no está lejos.

El viejo tranvía se puso en marcha tras el pertinente tañido de la campana, que no debía de ser muy vieja, porque emitía un sonido bastante claro. Estás tan contento como los niños que han subido al tranvía, pero Sylvie pone mala cara, aunque no tiene ninguna razón para estar enfadada. El tranvía entra en el bosque, eucaliptos, eucaliptos, eucaliptos de todas clases, no consigues diferenciarlos. Algunos tienen el tronco rojo oscuro, otros amarillo oscuro, otros acaban de perder la corteza, otros son totalmente negros, seguramente se han quemado hace poco, las ramas están torcidas, las copas de los árboles parecen cabellos que se mueven por el viento, tienen un aspecto un tanto fantasmagórico. Un cuarto de hora más tarde, llegáis al final de la vía.

– ¿Has visto los canguros? -te mofas.

– ¿Te estás riendo de mí? ¡Te encontraré uno para pasártelo por las narices!

Ella baja del tranvía y se adentra en un pequeño sendero siguiendo la flecha que indica un punto de información. Tú te sientas al lado de la vía. Bastante más tarde, regresa cabizbaja, en la mano lleva unos folletos y dice que hay un atajo para ir al mar, pero que tendréis que andar durante varias horas. El sol ya está llegando a la altura de los árboles, pronto serán las cuatro. Ella te mira sin saber qué hacer.

– Bueno, volvamos por el mismo camino, al menos habremos visitado el museo del Tranvía -dices.

Volvéis a marchar con el grupo de niños, ella ya no te habla, como si te hubieras equivocado tú. Una vez en la estación, volvéis a tomar el tren hacia Sydney, ella se tumba en los asientos del compartimiento vacío. Al observar el mapa, te das cuenta de que estáis a punto de pasar por una ciudad que se llama Cronulla y que está al borde del mar. Le sugieres que bajéis inmediatamente del tren y haces que se levante.

Efectivamente, cerca de la estación hay una playa. El sol de la tarde da un color azul oscuro al agua; grandes olas blancas como la nieve rompen en la orilla. Se pone el traje de baño, pero se le rompe un tirante. Parece afligida.

– Tenemos que encontrar una playa nudista -dices para reírte de ella.

– ¡Deja ya de burlarte! ¡No sabes vivir! -dice en tono de reproche y alzando la voz.

– ¿Qué hacemos entonces?

Sugieres que utilice el cordón de tu bañador en lugar de su tirante.

– ¿Y tú?

– Te esperaré en la playa.

– No. ¡Si tú no te bañas, yo tampoco!

En realidad tiene muchas ganas, pero quiere mostrarse complaciente. Tienes una idea:

– Podemos utilizar un cordón de zapato.

– Buena idea, después de todo no eres tan estúpido como pareces.

Gracias al cordón, consigues cubrir sus senos; te besa rápidamente y corre hacia el mar. El agua está helada. Cuando te llega a la altura de las rodillas, empiezas a tiritar.

– ¡Está helada!

Gritando, ella se tira de cabeza dentro de la espuma.

A lo lejos, en el extremo izquierdo de la bahía, más allá de una roca, unos muchachos hacen surf. Más lejos, el agua es profunda y oscura, las olas caen impetuosamente. El sol de la tarde está oculto tras las nubes, la brisa marina te azota, hace todavía más frío. Alrededor de vosotros, casi todos los bañistas han salido del agua y los de la playa recogen sus cosas para marcharse.

Tú vuelves donde las tuyas y te pones una camisa, miras el mar, pero ya no ves su cabeza. Los surfistas han subido a una roca. Estás un poco inquieto; te pones de pie para mirar a lo lejos. Crees percibir un punto negro que aparece y desaparece en la espuma. Tienes la sensación de que se aleja cada vez más. Empiezas a tener miedo. Los reflejos sobre las olas se difuminan; el espacio entre el cielo y ese inmenso océano Pacífico del hemisferio sur se pone cada vez más oscuro.

Hace poco que la conoces y no la entiendes en absoluto. Sólo habéis pasado algunas noches juntos. Cuando le dijiste que unos amigos te invitaban a dirigir los ensayos de tu obra, ella pidió vacaciones en su trabajo para poder acompañarte. No es una mujer fácil; no sabes si la amas, pero te hechiza. Está con varios hombres que sólo son amigos, como ella misma dice. «¿Amigos de sexo?», le preguntaste. Ella no lo niega, quizá sea por eso que te excita tanto. Te dice que todavía está en contra del matrimonio; vivió varios años con un hombre, después se separaron, ahora ya no quiere pertenecer a ninguno. Dices que te parece muy bien. Ella dice que no es que no quiera tener una relación estable, pero que para tener estabilidad los dos tienen que estar estables, lo que es muy difícil. Tú dices que estás de acuerdo con ella, que tenéis muchas cosas en común. Lo que quiere es una vida transparente, ya te lo dijo la primera vez que se acostó contigo, incluso te habló de las relaciones que tuvo y de las que todavía mantenía. La honestidad en las relaciones entre un hombre y una mujer es lo más importante. En eso también estás de acuerdo. Su honestidad es lo que más te excita.

No se distingue casi nada a lo lejos; estás muy preocupado. Miras por toda la orilla para ver si encuentras un puesto de socorro. Entonces te das cuenta de que ha salido del agua algo más allá. Al ver que estabas mirando en su dirección, se para; tiene la cara y la boca azules de frío.

– ¿Qué mirabas? -pregunta cuando llega a tu lado.

– Buscaba un socorrista.

– Una chica guapa, ¿no? -bromea sin dejar de tiritar; tiene la piel de gallina.

– Es cierto que había una rubia que estaba tomando el sol…

– ¿Te gustan las rubias?

– También las castañas.

– ¡Cerdo!

Te ha insultado con dulzura, ríes satisfecho.

Cenáis en un pequeño restaurante italiano que tiene pintado en el escaparate un Papá Noel blanco. Unas guirnaldas verdes de papel que imitan las ramas de un pino cuelgan sobre las mesas; pronto será Navidad, pero en el hemisferio sur está a punto de entrar el verano.

– Estás pensando en otra cosa, salir contigo para divertirse no es fácil -dice ella.

– ¿Descansar no es también divertirse? Tampoco tenemos que estar haciendo siempre algo.

– En ese caso da igual que estés con una chica en particular, cualquiera te conviene, ¿no es eso? -dice ella, mirándote a través de su vaso.

– Me he asustado mucho, hace un rato, ¡casi llamo a un socorrista! -dices.

– ¡Era demasiado tarde! -dice ella, posando su vaso para acariciarte la mano-. ¡Lo he hecho expresamente, quería que te asustaras! ¡Eres un idiota, deja que te enseñe a vivir!

– De acuerdo.

Aquella noche hiciste el amor con mucho ímpetu.

50

En el burgo cortaban la electricidad con mucha frecuencia. Tenía que encender la lámpara de petróleo y cuando escribía a la luz de esa lámpara todavía se sentía más en paz consigo mismo; todos sus escrúpulos desaparecían y él se expresaba con mayor facilidad. Llamaron muy flojo a la puerta. En el campo nadie llamaba así; en general gritaban primero o llamaban golpeando violentamente la puerta. Pensó que era un perro. El perro amarillo del director del colegio a veces venía a rascar la puerta para pedir un hueso cuando percibía el olor de la carne que estaba cocinando, pero hacía días que comía en la cantina y que no encendía el horno de leña. Un poco extrañado, escondió lo que había escrito en el cesto para la leña que tenía en un rincón de la habitación. Luego escuchó durante un instante junto a la puerta, pero no oyó nada. Volvía a la mesa cuando oyó de nuevo que golpeaban muy flojo.

– ¿Quién es? -preguntó en voz alta entreabriendo.

– Profesor…

Era una voz femenina, estaba de pie al lado de la entrada.

– ¿Sun Huirong? -Había reconocido su voz; abrió la puerta.

Después de estudiar en la escuela durante dos años, la joven consiguió el diploma y ahora trabajaba en los campos. Los jóvenes instruidos de familias no agrícolas del burgo debían también ir a instalarse a las aldeas, según las directivas oficiales que la escuela tenía que hacer cumplir. Como responsable de la clase de Sun, eligió para ella una brigada de producción que estaba cerca del burgo, a unos dos kilómetros y medio, y que tenía como secretario de la célula del Partido a Zhao, el jorobado, hombre que conocía bastante bien. También le encontró una familia en la que había una anciana que podía ocuparse de ella.

– ¿Qué tal estás? -preguntó él.

– Muy bien, profesor.

– ¡Te has puesto muy morena!

Bajo la luz amarillenta de la lámpara de petróleo, el rostro de la joven parecía muy oscuro. Sólo tenía dieciséis años, pero ya poseía unos pechos muy grandes y parecía rebosar salud, nada que ver con las chicas de las ciudades. Trabajaba en el campo desde que era niña y no le costaba ningún esfuerzo hacerlo. Sun entró en la habitación, pero él dejó la puerta abierta para evitar rumores.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Nada, venía a saludarle.

– Muy bien, siéntate.

Nunca antes la había dejado entrar sola en su cuarto, pero ahora ya no era una estudiante. Sun se volvió y examinó el lugar, pero se quedó de pie mirando hacia la puerta.

– Siéntate, siéntate, pero deja la puerta abierta.

– Nadie me ha visto entrar -dijo con voz dulce.

Aquella situación era embarazosa. Recordaba que ella le había dicho, con un tono un poco amargo, que su casa era un reino de mujeres, como si quisiera conmoverlo. Sin duda, Sun era la joven más atractiva del burgo. Desde que el equipo de propaganda de los alumnos fue a interpretar una obra a la mina de carbón vecina, los jóvenes obreros, atraídos por las chicas, pasaron un sinfín de veces delante de las ventanas de la clase estirando el cuello para mirar hacia dentro. Los alumnos armaron un gran alboroto y dijeron que venían a ver a Sun Huirong. El director del colegio salió de su despacho y les echó la bronca:

– ¿Qué estáis mirando? ¿Qué os interesa tanto de ahí dentro?

Los gamberros farfullaron:

– Sólo estamos echando un vistazo, ¿es que no se puede echar un vistazo?

Luego se marcharon a regañadientes.

En el dique de piedra que estaba al borde del río alguien había escrito con caracteres torpes: «Aquí, Sun Huirong se dejó tocar las tetas». El director hizo pasar uno por uno a todos los alumnos de la clase, pero ninguno afirmó conocer al autor de la pintada. Sin embargo, cuando salían del despacho no paraban de bromear sobre el asunto. Las chicas del campo eran muy precoces, se formaban muy pronto. Les gustaba chismorrear entre ellas y a menudo esos chismes acababan en disputas y llantos, pero cuando se les preguntaba, ellas no decían nada y se ponían rojas como un tomate. Antes de la representación, en el momento en que el equipo de propaganda debía maquillarse, Sun Huirong se miró con detenimiento en un pequeño espejo y coqueteó un poco:

– Profesor, ¿le gusta mi peinado? ¡Profesor, venga a ponerme el pintalabios! ¡Venga a ver, profesor!

Le arregló un poco las comisuras de los labios con un dedo, y dijo:

– ¡Estás muy guapa, muy bien!

Luego la apartó.

Ahora estaba sentada frente a él, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Quiso sacar algo la mecha para aumentar la intensidad de la luz, pero ella le dijo con dulzura:

– Es mejor así.

Pensó que intentaba seducirlo y cambió de conversación.

– ¿Estás bien en la casa de esas personas?

Le preguntaba por la familia de campesinos que le eligió, donde vivía una señora mayor.

– Hace tiempo que no vivo allí.

– ¿Por qué?

En aquella época llegó a un acuerdo con la familia para que se alojara con la anciana.

– Vigilo el almacén.

– ¿Qué almacén?

– El del equipo de producción.

– ¿Dónde está?

– En la carretera, al final del puente.

Él sabía que al final del pequeño puente de piedra, al borde de la aldea, había una casa aislada.

– ¿Vives allí sola? -le preguntó.

– Sí.

– ¿Qué vigilas?

– Los arados y los rastrillos, también la paja.

– ¿Para qué? ¿Vale la pena vigilarlos?

– El secretario dice que más tarde me hará trabajar de contable y que necesitaré una vivienda.

– ¿No tienes miedo allí?

Ella no dijo nada durante un momento, luego respondió:

– Ya me he acostumbrado. Estoy bien.

– ¿Y tu madre, qué dice de eso?

– No puede ocuparse de mí, todavía tiene a mis dos hermanas. Cuando se es mayor hay que buscarse la vida.

Se volvió a callar, algo de agua se mezcló con el petróleo y la llama crepitó.

– ¿Tienes tiempo de leer un poco?

Como profesor, debía hacerse esa pregunta.

– ¿Cuándo quiere que lea? No es como cultivar el huerto de casa, hay que ganarse los puntos de trabajo. No es como cuando iba a la escuela, ¡aquello era tan bueno!

Era cierto, para ella la escuela fue un paraíso.

– Pues pasa más a menudo por la escuela, no está lejos, y cuando vuelvas a casa ven por aquí.

Era lo único que podía ofrecerle.

Ella se mantenía inclinada sobre un canto de la mesa, cabizbaja, y pasaba los dedos por los cortes del mueble. El no sabía qué decir, olía el perfume que exhalaban sus cabellos, se le ocurrió una frase:

– Vete si no tienes nada más que decirme.

Ella levantó la cabeza y preguntó:

– ¿Adonde?

– A tu casa.

– No vengo de mi casa.

– Pues vuelve al equipo de producción.

– No tengo ganas…

Sun Huirong bajó de nuevo la cabeza, continuaba pasando los dedos por las hendiduras de la mesa.

– ¿Tienes miedo de estar sola en el almacén? -preguntó él, pero la joven inclinó todavía más la cabeza-. ¿No has dicho que estabas acostumbrada? ¿Te gustaría volver a casa de la señora donde estabas antes? ¿Quieres que intervenga para que puedas volver?

Sólo podía hacerle esas preguntas.

– No…, yo…

La voz de la joven se hizo todavía más tenue, casi tocaba con la cabeza la mesa. Se acercó a ella y sintió su olor un poco agrio de transpiración, se levantó inmediatamente y gritando le dijo enfadado:

– ¿Quieres que vaya a hablar con ellos, sí o no?

Asustada por la actitud del profesor, la joven se levantó. Al ver sus ojos llenos de temor y en los que empezaban a brotar las lágrimas, añadió rápidamente:

– ¡Vuelve a casa, Sun Huirong!

Ella inclinó lentamente la cabeza, pero permaneció de pie delante de él, inmóvil. Él se dio cuenta de que casi la había empujado a la puerta, y la tomó con fuerza del brazo para que se volviera. Ella continuaba inmóvil. Le dijo dulcemente al oído:

– Si todavía tienes algo que decirme, vuelve cuando sea de día, ¿de acuerdo?

Sun Huirong no volvió, no la vio nunca más. Bueno, sí la vio, una vez, a principio del invierno. Habían pasado unos tres meses desde la noche en que ella se presentó. Lo recordaba porque entonces hacía poco que había empezado el frescor de otoño. Un día, pasaba delante de la casa de su madre y Sun se encontraba en la sala principal. Ella también lo vio a él, pero no pareció que quisiera llamarlo como hacía antes para invitarlo a tomar una taza de té. Al contrario, se dio la vuelta y fue hacia el fondo de la sala.

Nada más empezar el año, una alumna de su clase se echó a llorar de pronto sobre su mesa después de que sonara la campana que anunciaba el inicio de las clases. Fue a ver qué pasaba, pero los chicos no quisieron contarle lo que había ocurrido. Le preguntó a la pequeña alumna y ella le contó lo que los chicos le habían dicho antes de que empezaran las clases:

– ¿Por qué te haces la orgullosa? Cuando te deje preñada el jorobado, como a Sun Huirong, ya te calmarás.

Cuando acabó de dar la clase fue al despacho del director del colegio:

– ¿Qué le ha pasado a Sun Huirong?

El director farfulló un poco:

– Es difícil de explicar, no está muy claro, ¡ha abortado! ¿De una violación? Nadie sabe nada.

Entonces pensó que seguramente la joven había ido a verlo para pedirle ayuda. ¿Ya habría ocurrido entonces o temía que pudiera ocurrirle? ¿Quizá todavía no estuviera embarazada? No consiguió decirle lo que quería, le fue imposible, todo estaba en su mirada, en sus ganas de decir algo que le costaba explicar, en sus vacilaciones, en su olor a transpiración y en su comportamiento. Aquella noche no paraba de mirar hacia la puerta, pero ¿qué miraba en realidad? Parecía mirar la habitación para evitar su mirada, pero ¿qué buscaba? Quizá tuviera un objetivo muy claro al presentarse de pronto en la escuela, en una noche que no había luz, para que nadie la viera. Ella misma dijo que nadie la había visto entrar, estaba claro que se había fijado en eso; ¿tenía que confesarle algún secreto? Si aquella noche no se hubiera sentido tan cohibido y hubiera cerrado la puerta, como ella quería, seguramente habría podido contárselo todo, y quizás habría conseguido evitar esa desgracia. Ella no quiso que aumentara la intensidad de la lámpara sacando la mecha, porque sin duda habría preferido hablar en la oscuridad. O puede que tuviera sentimientos todavía más complejos y deseara a la vez que se compadeciera de ella y que la socorriera, para que impidiera o al menos interviniera en ese asunto que ya había tenido lugar o que estaba a punto de producirse, aunque también puede que tuviera otro objetivo.

En el burgo todo el mundo sabía que la hija de la familia Sun había sido deshonrada por el jorobado. Se había ido con su madre a abortar: ya no había nada más que indagar en aquel asunto. La puerta de la casa estaba cerrada con una gruesa cadena de cobre. Fue a la comisaría de la comarca; allí ya había tenido la ocasión de beber con el policía, Lao Zhang. Cuando llegó, éste estaba sermoneando a un viejo campesino que vendía aceite de sésamo y le había requisado su pequeño cubo de hojalata y su cesto.

– ¿No sabes que el aceite y los cereales son productos que controla el Estado?

– Lo sé, lo sé.

– Lo sabes, pero seguirás vendiéndolos de todos modos, ¿no es cierto? ¿Vas a continuar infringiendo la ley con todo conocimiento de causa?

– ¡Pero es sólo sésamo que he plantado en mi jardín!

– ¿Cómo podemos saber si es de tu jardín o si lo has robado del equipo de producción?

– Si no me crees, pregúntalo.

– ¿A quién?

– ¡Pregunta en el pueblo, todos lo saben, el jefe del equipo también está al corriente!

– ¡Ya que está al corriente, ve a pedirle un atestado!

– Por favor, camarada, un poco de compasión. No lo volveré a hacer, ¿está bien así?

– ¡Las leyes que fija el Estado están para cumplirlas!

El viejo permanecía encogido; no parecía tener la intención de marcharse. El, después de fumarse un cigarrillo, al ver que aquel asunto se eternizaba, se levantó y dijo que ya volvería otro día. Pero Zhang lo retuvo amablemente:

– ¿Qué quieres?

– Quería saber qué le ha pasado a mi alumna Sun Huirong.

– El informe de ese asunto está aquí, llévatelo si quieres. De todos modos, ya sabes que como profesor no puedes inmiscuirte en estos asuntos. Ella es de la región, pero todavía hay más accidentes con las jóvenes instruidas que vienen de fuera. Si la interesada y su familia no ponen ninguna denuncia, si no hay muertos, no podemos hacer nada más.

Zhang abrió el armario que contenía los documentos oficiales, sacó una carpeta y se la tendió:

– Te la puedes llevar; para nosotros este asunto ya está zanjado.

Estudió con detenimiento cada página, ahí figuraban los interrogatorios a los dos protagonistas del asunto, Sun Huirong y el jorobado. Este firmó con la huella del dedo y Sun escribió su nombre y añadió su huella. También estaba el proceso verbal de una conversación con la mujer del jorobado, así como una carta de la muchacha dirigida al denunciado, escrita en una página de cuaderno, y un sobre que tenía el franqueo postal dirigido, por medio de la comuna popular, al camarada Fulano, el verdadero nombre del jorobado, secretario de la brigada de producción de la aldea Zhao. La carta empezaba con un «Querido hermano»; el jorobado tenía más de cincuenta años mientras que la joven todavía no era adulta. Sólo había dos líneas escritas que decían más o menos: «Pienso mucho en ti, querido hermano, aunque no podamos vernos. Entiendo lo que dices sobre el asunto y no me arrepentiré». Ella se había equivocado en la grafía del carácter «arrepentir», y había firmado claramente «Sun Huirong». Además, la fecha del sobre era posterior a cuando se suponía que había ocurrido todo aquel asunto.

El proceso verbal del interrogatorio de la mujer del jorobado decía lo siguiente: «Esta zorra sedujo a mi marido, era una sinvergüenza, y, además, tenía la cara dura de escribirle. Lo que buscaba esa puta era el que la contratara». Fue ella la que descubrió la carta; se puso hecha una fiera y la presentó a la comuna. El asunto todavía se enturbió más a causa del médico Wang del dispensario de la comuna. Él declaraba que la madre de la joven fue a verlo y le suplicó que fuera a su casa para ayudarla a practicar un aborto, ya que su hija no podía ir al dispensario por temor a que los vecinos se dieran cuenta de lo que ocurría y luego no pudiera encontrar nunca más un marido. El médico le respondió que él no hacía esas intervenciones ilegales y que si practicaba un aborto sin seguir las normas habituales podía perder su puesto de trabajo. Además, si alguien lo veía en su casa podría incluso decir que era él quien había tenido una aventura con la muchacha. Fue bastante estricto, ¡no se pueden cometer actos ilegales!

En el informe de investigación no se explicaba cómo se aireó el asunto. Las declaraciones del jorobado eran sencillas: ¿Una violación? ¡Qué tontería! ¡Jamás habría cometido un acto tan insensato! No sólo por respeto a su mujer y sus hijos, sino por su función de secretario. ¡No podía dañar la imagen de la bandera roja de su brigada, debía mostrarse digno de la formación que le habían dado los dirigentes de todos los niveles! La chica era una viciosa. Quizá fuera joven, pero ya sabía lo que se hacía. Él se dio cuenta de que se estaba lavando en su casa. El cerrojo de la puerta estaba en el interior, una puerta tan fuerte, si ella no la hubiera abierto, ¿cómo habría podido entrar? Si no consintió, ¿por qué no pidió socorro? ¿Cuántas veces en total? ¡Habría que preguntarle a ella, lo hacían en su cama! No era en un descampado, ¿cómo habría conseguido quitar desde fuera una barra tan gruesa para sostener la puerta? Si la violó, ¿por qué no hizo la denuncia hasta que se quedó embarazada? Ella consiguió que la contrataran, eso no podía reprochárselo, ¿qué joven no querría que la contrataran para no tener que trabajar más en los campos? Si había plazas, se las daría a quien las deseara, no iba contra la ley, era igual para todos; la brigada se encargaba sólo de hacer una recomendación, y la ratificación la daba la comuna, él no habría podido decidirlo solo.

La declaración de Sun Huirong era larga, le hicieron preguntas muy precisas, desde el jabón barato que utilizaba para lavarse hasta el modo en que se entregó, mojada de los pies a la cabeza; desde el barreño donde se lavaba hasta la cama que había tras el montón de paja de arroz. Le hicieron dar todo lujo de detalles, como si quisieran violarla otra vez. La conclusión del informe fue: confusa por sus pensamientos burgueses. A la joven instruida no la satisfacían las tareas agrícolas, era necesario enviarla a otra comuna popular para reforzar su reeducación ideológica. Para el jorobado el veredicto era: su modo de vida estaba gravemente corrupto, su influencia social extremadamente nefasta. Le infligían una grave sanción en el seno del Partido, pero de momento mantenía su cargo para examinar su actitud futura.

Después de dudar durante varios días, acabó hablando con Lu y le rogó que interviniera en favor de Sun Huirong.

– Su madre ya vino a verme -dijo él-, ha abortado en el hospital del distrito. Su madre la ha acompañado, ahora el asunto está zanjado, no te preocupes.

– El problema es que ella todavía no era mayor… -empezó a explicar.

– ¡No te metas en esta historia! -le interrumpió Lu, con un tono muy severo-. Las relaciones entre las personas del campo se basan en los lazos de parentesco y son muy complejos. Tú eres de fuera, ¿quieres continuar aquí?

No supo qué responder, antes de entender que él mismo sólo vivía gracias a la protección de Lu.

– Ya me he ocupado de todo, la he enviado a otra comuna, y cuando las cosas se calmen, dentro de unos meses o de un año, le daremos otra nueva oportunidad de trabajar. Su madre está de acuerdo.

¿Qué podía decir? Todo es transacción. De generación en generación, las personas se metían hasta el fondo en ese lodo, ¿qué se podía hacer? De todos modos, lo habían admitido para esperar tranquilamente, aunque había comprendido que seguiría siendo un extraño durante toda su vida.

51

Cuando evocas esos recuerdos con Sylvie, no es como con Margarita; ella no tiene la paciencia de escucharte contar esas historias y no le interesa tu pasado. Se preocupa de sus asuntos, de sus amores, de sus sentimientos, que cambian a cada instante. Si dices más de tres palabras sobre política, te interrumpe. Nunca ha sufrido por su origen racial y sus amantes son generalmente extranjeros: un árabe, un irlandés, un húngaro con sangre judía, un judío israelí, y recientemente tú, si es que ella te considera su amante, aunque prefiere tenerte como amigo, su amigo no sexual. Por supuesto, también ha tenido amigos o compañeros sexuales franceses, pero dice que le habría gustado marcharse de Francia e ir a un país lejano, un país cálido, como Indonesia o Filipinas, o quizá Australia. Le hubiera gustado estar en un lugar donde pudiera ponerse morena, quedarse en una playa que tuviera muchos días de sol, empezar una nueva vida; pero ha vuelto a caer en la rutina. Se ha quedado embarazada -no de ti, claro-; es la tercera vez que aborta. Al principio quería tenerlo, una mujer siempre debe tener hijos, pero ¿qué quería el hombre? Éste no respondió de forma muy clara, y, en un momento de rabia, abortó. Después el hombre dijo que hubiera preferido que no abortara, que habría querido al niño. ¿Y ella lo habría tenido que criar? No es que no quisiera tener niños, pero primero debía tener una familia estable, y todavía no había encontrado al hombre adecuado para eso; por esta razón se atormentaba. Sus tormentos eran profundos, los fundamentales de todos los seres humanos: la contradicción entre la libertad y el límite. En otras palabras, ¿dónde se encuentra el límite de la libertad? No tenía ningún problema para ganarse la vida, vivía en el último piso de un edificio de seis plantas, un pequeño apartamento que sus padres le habían comprado. Por la ventana se veía una gran extensión de tejados rojos sobre los que se erguían las chimeneas y, a lo lejos, el tejado puntiagudo de una iglesia completaba el panorama; era París, tan fascinante. Los días de lluvia empujaban a la melancolía; en su habitación era imposible no tener ganas de hacer el amor.

Sus tormentos parecen profundos. No es que le falte un hombre a quien amar y que la ame; no, los hombres no le faltan. Los hombres también la aman, al menos durante un tiempo, y a veces incluso vuelven cuando están con otra mujer. Dice que ella no es una puta -quiere que lo tengas claro-, al contrario, le gustaría hacer en serio algo que tenga sentido, o algo interesante, algo de tipo artístico o traer al mundo a un niño, un niño al que se dedicaría por completo, o una creación espiritual; éste es el fondo del problema. Pero ¿a qué vale la pena dedicarse totalmente? En realidad, no hay nada más aparte del amor; pero es muy difícil administrarlo, ya que no sólo depende de ella.

Cuando follas con ella, se entrega por completo; pero tú, cuando ya estás satisfecho, se acabó. A ella le parece muy frustrante.

Por supuesto, en este mundo hay muchos hombres que hacen bien el amor, pero a ella no le gustan particularmente; ¿qué es lo que busca a fin de cuentas? El máximo de amor y de placer, como sueño o ideal, es una utopía. Esto lo entiende perfectamente, por eso está triste. Su tristeza también es profunda, una profunda tristeza humana, una tristeza infinita, imposible librarse de ella.

Le gusta tanto el arte como el amor de los hombres, pero no puede hacer arte, porque requiere dedicación exclusiva y le parece una estupidez. No es lo suficientemente tonta como para dedicarse por completo al arte; ella quiere vivir de forma artística y no convertirse en una obra de arte que se ofrece para el placer de los demás. De hecho, ella es justamente una obra de arte, con su capacidad de seducción de mujer a la que ningún hombre puede resistirse. Sin embargo, no es un juguete entre sus manos. Al contrario, ella disfruta con los hombres y cree que el amor sólo vale la pena cuando se transforma en placer; lo malo es que el amor lo único que hace es deprimirla.

No consigues ayudarla. Crees que la comprendes, por eso te esfuerzas por superar tus celos y le dices que vaya a disfrutar con los hombres que ama. Como el diablo seductor que empuja a Eva a la tentación, tú eres la serpiente; pero a ella no le hace falta que la incites, desde hace tiempo se basta a sí misma para ello, ya hace mucho que tiene claro lo que es seducir y ser seducida. En la época en que luchabas por tener derecho a una vida individual, ella era mucho más joven que tú; cuando tú todavía no habías probado el fruto prohibido, ella ya había saboreado la amargura que se siente después de haberse atiborrado; cuando todavía eras un tremendo estúpido o cuando te esforzabas por dejar de serlo, ella ya tenía una inteligencia temible. No podía soportar las injusticias, menos cuando quería sentir una especie de placer masoquista. Atención, sólo lo aceptaba si conseguía placer.

Sin embargo, sobre todo no la tomes por una feminista: igual que tú, no es partidaria de ninguna doctrina: siempre pone mala cara cuando oye esa palabra. No te atreves a hacer comentarios a la ligera sobre este asunto, y, de todos modos, tampoco has sentido nunca la opresión masculina. Si no se es una mujer, no se pueden comprender los tormentos a que están sometidas y el sentido de esta resistencia.

Sylvie no es una feminista, en absoluto. Dice que, de hecho, podría ser una excelente esposa. Ha pasado contigo una maravillosa noche en blanco; de madrugada, te ha preparado el café con unas tostadas doradas y ahora te lleva la bandeja a la cama. Está sentada frente a ti con las piernas cruzadas; también le gusta verte comer con apetito. Su cara sonriente es como el rayo del sol que entra por la ventana cuando se sube la persiana; el cansancio de la noche ha desaparecido. En este instante es una joven adorable, o, mejor dicho, una joven mujer que brilla cuando está de buen humor.

Pero cuando cae en la depresión, te sientes totalmente desamparado; nada de lo que le digas puede reconfortarla. Sabes perfectamente que no puedes casarte con ella, sólo podéis ser amantes o, como ella dice, quizás amigos para toda la vida. Pero no conseguís ser una pareja, y eso a ti también te deprime. Su tristeza es tan profunda que te la contagia; es incurable.

Temes que un día se suicide, como su amiga Martina. La semana anterior a la muerte de Martina, tuvo una charla con ella que grabó en una cinta de casete. Había un viejo magnetófono de bolsillo sobre la mesa mientras hablaban y bebían.

Martina lo había puesto en marcha, pero ella no se fijó. Luego vio la luz roja, la cinta del interior que se movía, y preguntó: «¿Estás grabando?». A Martina le costaba hablar, había empezado a beber por la tarde y, cuando Sylvie llegó a su casa, en la mesa ya había varias botellas vacías. Una cena común para Martina era cerveza como plato principal y cerveza de postre. Martina se echó a reír a carcajadas, y en la cinta se escuchaba su voz, una voz ronca. Sylvie dice que antes su amiga tenía una voz muy bonita, una voz de mezzo soprano. Antes de entrar en el hospital psiquiátrico cantó con un coro el Réquiem de Fauré en la iglesia de Saint-Germain; France-Musique lo transmitió en directo.

Tú nunca has visto a Martina, hacía meses que había muerto cuando conociste a Sylvie. Lo único que queda de ella es esa cinta. Al final de la grabación las pilas estaban gastadas y sus voces, sobre todo la voz grave de Martina, parecían voces de hombres; luego casi no se oían.

Al principio de la conversación no decían nada importante, se escuchaba: «¿Quieres beber un poco más?», «Venga, toma otro trago», «Todavía me queda media botella de vino tinto», «¿No se ha avinagrado?», «No, la abrí ayer…». Luego se oía el ruido de los vasos al brindar y algo que frotaba; debían de estar secando la mesa. Sylvie le explicó que en casa de Martina todo estaba tan sucio y había tanto desorden que casi no se podía entrar; pero antes no era así, fue desde que salió del hospital. Martina decía que detestaba el hospital psiquiátrico, que odiaba a su madre, que fue ella quien la metió allí dentro. En la cinta decía también que encontró a un hombre en la calle y lo llevó a su casa. Después se oían las risas de las dos: la voz aguda era la de Sylvie, la ronca la de Martina. Rieron durante bastante rato, luego brindaron de nuevo. «¿Qué pasó?», preguntó Sylvie. «Le dije que se fuera, pero se quedó hasta el día siguiente por la tarde. Cuando le dije que iba a llamar a la policía, se largó.» Las risas volvían.

– ¿Qué edad tenía cuando murió? -preguntas a Sylvie.

– Era mayor que yo…, nueve años. Tenía más de treinta y ocho años.

– No era muy mayor. ¿Nunca se casó? -preguntas.

– No. Vivió con un hombre, pero luego se separaron.

– ¿Cómo murió?

– No lo sé. Cuando hacía cuatro días que había muerto, su madre me telefoneó para hablarme de aquella cinta que grabó. Se la pedí, pero me dijo que no quería dármela; entonces le dije que mi voz también estaba y que quería guardarla como recuerdo.

– ¿No le preguntaste a su madre cómo murió?

– Su madre no me dijo gran cosa, sólo que se había suicidado. No quiso verme. Me conocía, pero me envió la cinta por correo; mi dirección estaba en la agenda de Martina.

Te muestra una fotografía de Martina, una joven con los ojos y la boca muy marcados; está riendo, con la boca totalmente abierta. Si se compara con los ojos marrón claro de Sylvie, ella tiene una mirada mucho más profunda, quizá debido al maquillaje. La foto fue tomada en España, donde pasaron un verano, unos diez años antes. Junto a Martina está Vincent, su compañero en aquella época, delgado, con los ojos hundidos, sin afeitar; tenía un microbús. Sylvie también estaba con un chico muy guapo, Jean; está detrás de ella en la foto. Entonces Sylvie acababa de entrar en la universidad, Jean tenía dos años más que ella. Según lo que él comentaba, ella era su primera amante de verdad. Ella prefería creerlo, a pesar de que él ya hubiera tenido relaciones sexuales antes. Te muestra también un álbum en el que hay otra fotografía de Martina, un año antes de su muerte, con la comisura de sus labios hacia abajo; ya parece una mujer marchita. Sylvie dice que era mucho más guapa de lo que salía en las fotos, desprendía una especie de seducción de mujer madura, una especie de lasitud triste.

Le cuesta explicar qué sentía por Martina; podían hablar de todo entre ellas, pero se distanciaron bastante durante unos años. Después del regreso de España, Sylvie estaba harta de Martina. Dice que ya no la aguantaba. Con Jean llevaban una tienda de campaña. Una noche llovió mucho, la tienda estaba fatal, no conseguían dormir. Martina les dijo que fueran al microbús. Subieron delante y se apoyaron el uno contra el otro para intentar conciliar el sueño. Martina quiso que ella se acostara detrás, con ella, pero cuando lo hizo, se puso a hacer el amor con Vincent. Ella se sintió incómoda y fingió dormir. Luego, sin saber muy bien cómo ocurrió, Martina pasó a la parte de delante, y dejó a Vincent junto a ella, medio dormida; fuera llovía. Cuando empezaba a amanecer, oyó que Martina y Jean estaban haciendo el amor, mientras Vincent deslizaba una mano bajo su camiseta. Ella también hizo el amor con él; la lluvia caía con fuerza sobre el microbús, todo era muy natural. Al día siguiente se hospedaron en un hotel. Vincent pidió una habitación para todos, con una cama adicional. Martina dijo sonriente que la cama grande sería para Vincent y ella. Sylvie no se negó, Jean no dijo una palabra. Era la primera vez que ella oía a Jean gritar mientras hacía el amor y ella también gritó. Fue a partir de ese día cuando empezó a chupársela a los hombres.

La vida es así; Martina y Vincent se separaron, no amaba en absoluto a aquel hombre. ¿Cuánto tiempo estuvo con Jean? No se lo preguntó, pero ella ya no lo amaba, dejó de interesarse por él y empezó a tener otros amigos.

– ¿Quieres que continúe? -te pregunta ella en un tono ligeramente burlón. Dice también que le gustaría saber si, cuando grabó aquella conversación, Martina ya había decidido suicidarse y por qué no se lo contó. Ahora no la odiaba por eso, ya formaba parte del pasado. Aquel sentimiento a la vez destructivo y excitante ya no le daba vértigo. ¿Era una idea absurda de Martina o una trampa de Vincent? Pero ella cayó de lleno. No odiaba a nadie, probó la embriaguez y la amargura; la culpabilidad y el placer estaban más allá de la moral. No podía explicar claramente lo que sentía por Martina y, además, ella era la única persona con quien podía hablar con sinceridad.

– Vosotros, los hombres, no podéis entender los sentimientos entre dos mujeres; no lo interpretes mal.

Ella quiere decir que no es homosexual, que entre Martina y ella nunca ha habido nada de lo que imagináis los hombres y que sabe muy bien lo que tú vas a imaginar. Podría decirte que todavía se siente unida a Martina, que comprende por qué se suicidó. No estaba loca, pero su familia quería curarla como si de verdad lo estuviera. Sin embargo, todo era pura fachada. En realidad, su madre no aguantaba que su hija se convirtiera en una puta, aunque no lo era, nunca lo fue; tan sólo era una mujer que nadie entendía, que nadie quería entender. Eso es todo.

52

– ¡La victoria para el pueblo!

Esto fue lo que gritaron en la tribuna de Tiananmen. Sin embargo, no fue el pueblo quien consiguió la victoria, sino el Partido, el Partido que aplastó de nuevo a un grupo antipartido. Menos de un mes después de la muerte de Alao, el Partido metió en la cárcel a su viuda, Jian Qing, y el pueblo se echó de nuevo a la plaza Tiananmen para celebrar la victoria: ¡El Partido siempre tenía razón! ¡Siempre era glorioso! ¡Siempre grandioso! Y Mao Zedong permanecía inmortal, mientras su cuerpo reposaba tranquilamente en un féretro de cristal y el pueblo iba a contemplarlo.

Muchos altos cargos del Partido fueron rehabilitados, recuperaron sus puestos o incluso los ascendieron, y algunos de los que él protegió, sobre todo la camarada Wang Qi, recordaron lo que había hecho por ellos y le hicieron volver a Beijing, a él, un simple ciudadano. En Dashalan, en una calle estrecha, más allá de Qianmen, se encontró de frente con el gran Li, antiguo compañero con el que se rebeló. Durante los años de control militar, éste fue objeto de varias investigaciones y permaneció aislado durante más de dos años. En ese momento acababa de salir del hospital psiquiátrico donde había estado encerrado durante tres o cuatro años. El gran Li lo reconoció, le tomó la mano con fuerza y se echó a reír, mirándolo fijamente a los ojos. Los de su institución le dijeron que Li se había vuelto loco y que se reía siempre que encontraba a algún conocido. Así era, efectivamente. Estaban en medio de una calle llena de gente, obstaculizando el paso en la estrecha acera; Li no le soltaba la mano, tenía una expresión risueña. Él no quería retrasarse; intercambiaron algunas palabras, apartó la mano y se alejó rápidamente.

A Danian lo detuvieron oficialmente, colocándole unas esposas en las muñecas. Tras la disolución de la comisión de control militar por sus «errores de línea política», lo aislaron y lo sometieron a una investigación, antes de que el nuevo delegado del ejército denunciara sus crímenes en el transcurso de una asamblea general. Era responsable de la muerte de dos personas: sus hombres torturaron y obligaron a hablar a Lao Liu una noche en el sótano del gran edificio de su institución. Le calentaron las tripas con un cable eléctrico forrado de caucho, luego lo llevaron hasta la última planta del edificio y lo tiraron al vacío para que los demás pensaran que se trataba de un suicidio. A una china de ultramar que había vuelto del extranjero también le ocurrió lo mismo. La torturaron con descargas eléctricas y la obligaron a confesar delante de una grabadora que era una espía de Taiwan; también tuvo que delatar las distintas ramificaciones de la red y los nombres de todos los niveles, con el fin de desenmascarar a los altos cargos disidentes. Algo parecido le ocurrió al ex teniente implicado en este complot.

El marido de Wang Qi, que fue acusado de miembro de la banda negra antipartido, volvió al trabajo en el comité central del Partido y entró en una comisión de examen especial de las nuevas bandas antipartido. Wang Qi subió de escalafón; había envejecido, pero todavía parecía más benévola que antes. Durante el control militar a ella también la investigaron y la encerraron sola más de seis meses en un pequeño cuarto de un almacén. En el techo, una bombilla de cien vatios iluminaba el lugar de día y de noche. El interruptor estaba fuera del habitáculo y habían tapado la ventana con un cartón grueso que no dejaba ver si era de día o de noche. Ella tenía que escribir sin descanso las actividades que había llevado a cabo en la época del Guomindang en Beijing, cuando pertenecía al movimiento estudiantil clandestino. Le dijo que se trastornó por completo en aquella época. Cuando cerraba los ojos tenía la impresión de que su cuerpo giraba sin parar y que las piernas estaban por encima de la cabeza. Le explicó que, aun así, su situación era privilegiada, ya que no la torturaron físicamente, ni la humillaron, probablemente debido a su edad y porque algunos de sus antiguos camaradas todavía estaban en funciones en el seno del ejército y seguramente la protegieron.

Casi todos los antiguos altos cargos recuperaron su puesto. Una parte de ellos, ya demasiado mayores, como por ejemplo el antiguo secretario del comité del Partido, Wu Tao, al principio fueron rehabilitados, recuperaron sus viviendas y su remuneración. Luego les dieron trabajo a sus hijos para que ellos pudieran jubilarse. Los funcionarios que no pertenecían al Partido, como Lao Tan, que era jefe adjunto de una subsección y que tenía en su historial algunas manchas, continuaron trabajando en la escuela de funcionarios hasta que la suprimieron. Cuando los gobiernos locales la transformaron de nuevo en granja de reeducación por el trabajo para los criminales,

Tan volvió a Beijing, pero, como todavía no tenía edad de jubilarse, se quedó esperando un nuevo destino.

Lin se divorció. Poco después se volvió a casar con un viceministro recién nombrado que había perdido a su mujer durante la Revolución Cultural.

Él empezó a publicar algunos libros y, tras abandonar su antigua institución, se hizo escritor. Lin lo invitó un día a cenar a su nueva casa, con su marido, que habló con él de literatura y le dijo: «¡Habrá que relatar con cuidado la catástrofe que nuestro Partido acaba de vivir para educar a las generaciones futuras!». Ella estaba con ellos en el salón, mientras una criada preparaba la comida. Lin fue una de las primeras en utilizar perfumes extranjeros; en aquel momento probablemente llevaba uno de los últimos de Chanel, una marca célebre en cualquier caso.

Él estaba en trámites de divorcio. Su mujer, Qian, mandó una carta a la Asociación de escritores para denunciar sus ideas reaccionarias, pero no tenía ninguna prueba. Él explicó a los funcionarios pertinentes que durante la Revolución Cultural ella tuvo demasiadas presiones y su cabeza no las aguantó, y que, como él pidió el divorcio, ella lo odiaba. Durante los diez años de la «Gran Revolución Cultural», las demandas de divorcio se acumularon, quizá no tanto como las demandas de matrimonio, pero era un fenómeno corriente. Al tribunal, que acababa de retomar la actividad, le costaba mucho rectificar las antiguas causas injustas y no quería tener nuevos problemas, por eso no le fue demasiado difícil conseguir por fin el divorcio. Le confesó a su ex mujer que, aunque fue la Revolu ción Cultural del Presidente Mao la que le arruinó la juventud, él también tenía su parte de culpa. No sabía cómo compensarle su sufrimiento. Por suerte, el asunto de su padre, considerado contrarrevolucionario y espía, no había avanzado, y las autoridades olvidaron el tema. De todos modos, logró dejar el campo para volver con su padre.

Recibió una carta de Lu que decía: «En la montaña han tirado un montón de árboles de buena calidad; pero, ahora, ¿de qué sirve esta madera podrida?…».

Lu renunció al puesto que le ofrecieron de presidente de la comisión de control de disciplina del Partido, recién creada en la región. Anunció que iba a jubilarse y construir una casa en la montaña para pasar los días que le quedaran en este mundo.

Pasó otro año. Tuvo la ocasión de volver al sur para una misión y se desvió expresamente para ver al hombre que lo había protegido. Primero fue a la cabeza de distrito. Su antiguo compañero de clase, Rong, todavía vivía en su casa de adobe. La había restaurado una vez y ya tenía que cambiar de nuevo el tejado de paja. Rong había tenido otro hijo, pues el control de natalidad en la cabeza de distrito era menos riguroso que en la ciudad, y además mantenía un trato muy familiar con los policías que se encargaban de estos asuntos. Ya hacía veinte años que Rong vivía en aquel lugar. Su mujer era de la región. Tardaron un poco, pero al final les concedieron la autorización para registrar el nacimiento de su nuevo hijo. Rong todavía era técnico agrícola en la comarca y su mujer continuaba vendiendo artículos de bazar en la tienda de la cooperativa que estaba a las afueras de la ciudad. Esperaba que la trasladaran a la tienda que había justo en la calle de detrás de su casa, de ese modo podría ocuparse mejor de los hijos pequeños, pero no había ofrecido suficientes regalos a los funcionarios que se encargaban del asunto y no lo consiguió. Rong aún hablaba menos que antes; le pareció muy largo el tiempo que pasó con él en silencio.

Llegó al pequeño burgo en autobús desde la cabeza de distrito. Los coches que circulaban por aquellos campos todavía eran modelos antiguos. La gente que esperaba se apretujó para subir antes de que bajaran todo los pasajeros. Cuando salió del autobús, no recorrió la pequeña calle, tampoco fue a la escuela, para evitar encontrar a alguien que lo invitara a comer y que lo entretuviera demasiado tiempo; si iba a casa de uno, tendría que ir a casa del otro, y necesitaría un par de días como mínimo. De pie en la plaza, miraba a su alrededor y buscaba a alguien para preguntarle dónde había construido Lu su nueva casa.

– ¡Hola! -gritó un joven de la cooperativa de producción de artículos de madera, con un cigarrillo en los labios. Lo reconoció y le dio la mano. Habían disparado juntos a las dianas durante los entrenamientos de la milicia popular, habían bebido y charlado juntos, seguramente ahora debía de ser funcionario. No lo invitó a comer; sólo le propuso que fuera con él un rato a sentarse en la cooperativa maderera. Al fin y al cabo, tan sólo había estado ahí una temporada; probablemente, para todos seguía siendo un extraño en esa región.

Supo que la nueva casa de Lu estaba detrás de la mina de carbón, frente a la montaña, cerca del río, a unos tres o cuatro kilómetros; tenía que andar un buen rato. Rong le advirtió que en el distrito los funcionarios estaban haciendo correr el rumor de que Lu se había vuelto loco, que se había construido una chabola de cañas en el monte y ahora era vegetariano para cultivar las viejas recetas taoístas que preparaban la droga de la inmortalidad. Pero en las altas esferas, los viejos camaradas de Lu que volvieron a sus puestos y recuperaron sus antiguas funciones o que habían subido de escalafón pensaban que sin duda su entusiasmo revolucionario se había debilitado. Fue lo mismo que le dijo Lu cuando llegó a su casa.

– Ya no quiero ensuciarme más las manos, con esto tengo suficiente: una choza de caña, un jardín de bambúes púrpura, las verduras que planto y unos cuantos libros para leer sin prisas. No soy joven como tú, ya soy un viejo, así ocupo mi vida -le dijo Lu.

Por supuesto, la casa en que vivía Lu no era de caña, era una construcción de ladrillo que no se veía desde fuera. Si no se subía por la montaña de detrás de la mina de carbón, era imposible verla. Lu consiguió un dinero que daban para que los antiguos dirigentes se instalaran y lo empleó en aquella vivienda. El mismo había hecho los planos y vigiló la construcción que realizaron los campesinos. El suelo estaba cubierto de adoquines de piedra oscuros. En el dormitorio, tras apartar una losa móvil, había una entrada secreta a un paso subterráneo que llevaba a una pequeña casa de madera situada al borde del río, en el medio de un bosque de pinos. Lu había conseguido salvar la vida hasta entonces, pero era consciente de que en cualquier momento podía surgir algún complot contra él, era una de las cosas que había aprendido en su experiencia de vida.

Mandó que los campesinos trajeran la estela rota del templo en ruinas que había en la cima de la montaña y la colocó en la habitación principal, empotrada en la base de una pared. La inscripción estaba incompleta, pero aun así se podía leer la suerte y los sentimientos de aquel monje que construyó el templo: un pobre letrado vino a refugiarse a aquel lugar, después de participar en la rebelión de los Taiping, que también soñaron en construir una utopía y que, debido a los problemas internos y a las masacres, acabaron en la ruina.

En el dormitorio había un montón de libros: obras de lectura restringida que se entregaban sólo a los altos cargos del Partido, como la autobiografía de Tanaka Kakuei, el primer ministro japonés, o las Memorias de esperanza del general De Gaulle en tres volúmenes. También había una edición encuadernada a la antigua usanza del Compendio de materia médica -no sabía de qué año era aquella edición-, y además algunas selecciones de poesía clásica que habían vuelto a publicar.

– Me gustaría escribir algo. Ya tengo hasta el título: Crónica de un hombre de la montaña, ¿qué te parece? Pero no sé si seré capaz -le dijo Lu.

Rieron juntos. Un entendimiento tácito facilitaba esa relación de amistad y le permitió gozar de la protección de Lu durante los últimos años.

– ¡Vamos a buscar algunos platos para poder beber bien!

Lu, que no era en absoluto vegetariano, lo llevó a la cantina de la mina. A la entrada del yacimiento, que estaba al pie de una colina, había unos ascensores; al lado se amontonaban las casas de los mineros. Era por la tarde, el momento en que acababa la jornada laboral. En la cantina que instalaron en un hangar cubierto de bambúes, los mineros hacían cola frente a las ventanillas con un gran tazón en la mano. Lu entró en la cocina. De pronto, una voz femenina lo llamó:

– ¡Profesor!

Una joven se volvió de entre los hombres negros de polvo. De inmediato reconoció a su antigua alumna Sun Huirong; iba vestida con una bata larga de campesina, pero todavía tenía unos ojos preciosos, aunque su cara y su cuerpo se habían redondeado. Entusiasmada, se precipitó hacia él.

– ¿Qué hace aquí?

No pudo contener su expresión de sorpresa e iba a dirigirse a ella cuando Lu salió de la cocina, lo empujó por el hombro y le dijo:

– ¡Vamos!

Obedeció instintivamente, era la costumbre desde que se colocó bajo su protección. No obstante, se volvió a mirarla. Leyó en la mirada de la muchacha, todavía más negra y profunda que antes, el miedo, el desconcierto, la desesperación y la humillación. Su boca se entreabrió como si quisiera decir algo, pero se quedó en silencio, como hechizada, con el tazón en la mano, fuera de la cola de los mineros. Todo el mundo la miraba.

– No mires hacia ella; esta puta se acuesta con todo el mundo, lo que provoca constantes peleas entre los trabajadores -dijo Lu en voz baja.

Todavía completamente confuso, intentaba seguir el paso de Lu, que continuó diciendo:

– Cuando consiguen la paga, estos diablos se gastan su dinero en acostarse con ella, lo que hace que las mujeres del pueblo estén que trinan. Ahora está trabajando en la estación de radio de la mina. Es mejor que no te acerques a ella; si intercambias dos palabras con esa muchacha, intentará seducirte y creerán que te has acostado con ella.

Media hora más tarde, Lu colocó los tazones y los palillos y sirvió el alcohol, mientras el cocinero de la cantina les traía los platos calientes en una bandeja tapada. Él no tenía ganas de beber; se arrepentía de no haberse parado a hablar un poco con Sun Huirong. Pero ¿qué le habría dicho?

Ella y tú pertenecíais a dos mundos diferentes, y aunque tu mundo también estaba muy mancillado, ella nunca conseguiría salir de la mina. Durante un instante ella olvidó la distancia que los separaba, olvidó su desgracia, su condición de puta a los ojos de los habitantes de la comarca; tú eras su profesor, ella no quería pedirte ayuda, quizá tampoco quería cambiar su situación. Durante un instante le invadió una gran inocencia, era un flechazo de chiquilla, la alegría le había hecho perder la cabeza; luego, de repente, una severa advertencia le hizo volver en sí. Esa herida que le habías provocado te haría sufrir; durante mucho tiempo no pudiste perdonarte esa debilidad.

Por la noche, acostado en la habitación del paso secreto, escuchaste el agua del manantial que corría detrás de la ventana y las ráfagas de viento que atravesaban el bosque de pinos. Al día siguiente, muy temprano, atravesaste de nuevo el río y tomaste el primer autobús para volver a la cabeza de distrito.

Habías tomado fotografías de Sun Huirong, la ayudabas a maquillarse y a ponerse el lápiz de labios, eran de antes de que se quedara en la brigada de producción. Estas fotografías eran de la representación de la obra que hicieron los alumnos del equipo de propaganda del pensamiento de Mao Zedong. Ella interpretaba el papel de la heroína Aqing, que luchaba contra el ejército de los bandidos que defendían a los japoneses en la ópera modelo revolucionaria. Los del departamento de enseñanza del distrito habían dado la orden, en el marco del plan general de educación, de que los alumnos aprendieran a cantar las óperas revolucionarias en las clases de música. Ella era la que tenía mejor voz. Ahora tendrá algún hombre, o seguirá prostituyéndose en aquella mina de gestión colectiva campesina, imposible saberlo.

Después de salir del país, cuando las autoridades precintaron el apartamento que ocupabas, se incautaron también de aquellas fotografías, junto con tus libros y manuscritos.

Antes de salir de China, otro de tus alumnos de aquella época, que ya trabajaba después de haber obtenido su diploma de universidad, vino a verte a Beijing, aprovechando un viaje para una misión. Le preguntaste por Lu. Él te dijo que había muerto. ¿De qué?, preguntaste. De enfermedad, según había oído.

Nunca viste a la esposa de Lu. Te dijo que era profesora en una escuela normal de la región, pero que estaba de baja, ya que tenía problemas mentales. Vivía con su hija. Quizá fuera un pretexto para protegerse, para evitar que la implicaran. Además, una mujer quizá no habría conseguido vivir en aquella ermita.

Después soñaste: en aquel burgo, las casas no se tocaban, no estaban alineadas a lo largo de la pequeña calle ni de las otras callejuelas, los lugares estaban vacíos, todas las casas estaban dispersas. La escuela se encontraba en la cima de una colina, las puertas y las ventanas estaban abiertas de par en par, todo estaba vacío. Ibas a ver a Lu, su casa era rústica, estaba aislada y en la puerta había una cadena de hierro. Era por la tarde, los rayos del sol oblicuo iluminaban las paredes de tierra amarilla, no sabías qué hacer, debías verlo para que te ayudara a salir de aquel lugar, no querías vivir en la escuela vacía hasta el fin de tus días. Te dieron la orden de que te ocuparas de la escuela, debías corregir sin parar los cuadernos de los alumnos, no tenías tiempo ni de pensar en tu situación, y ni siquiera sabías qué tenías que pensar. De pie, delante del muro, mirando el candado de la puerta, escuchabas el viento que se levantaba en los arrozales de detrás de ti, donde sólo quedaban los rastrojos después de la cosecha de otoño…

53

La primera vez que vio desde tan cerca al gran hombre fue en la plaza Tiananmen, entre el Palacio Imperial y la puerta Qianmen, detrás del monumento a los héroes del pueblo, en el mausoleo de hormigón armado recién construido que, según decían, era capaz de resistir un bombardeo nuclear y un terremoto de intensidad nueve. En el féretro de cristal, la cabeza de Mao era realmente enorme; a pesar del maquillaje, se veía claramente que estaba hinchada. Estaba a cinco metros de él. Se puso en la fila y sólo pudo detenerse dos o tres segundos frente al cuerpo; un sentimiento amorfo se apoderó de su corazón.

Sintió que podría decirle muchas cosas a ese hombre, claro que no al cadáver del dirigente del pueblo en su ataúd de cristal, sino al Mao que iba vestido con un albornoz, que acababa de salir de la cama con alguna amante, o de la piscina. No era grave que un dirigente de tal nivel tuviera amantes, no era una equivocación importante. Sólo quería decirle a ese viejo que se había quitado su traje militar de comandante supremo y que había dejado la máscara de dirigente: Como hombre, usted ha tenido una vida llena, desde luego ha sido original. De hecho, hasta se podría decir que usted es un superhombre: ha dominado China con éxito, su sombra continúa cubriendo todavía hoy a más de mil millones de chinos, su influencia sigue siendo enorme y se extiende por todo el mundo, inútil negarlo. Podía matar a quien le viniera en gana, pero no podía obligar a que alguien repitiera lo que usted había dicho -eso es lo que le hubiera gustado decir a Mao.

También quería decirle que aunque la historia podía borrarse, él en aquella época tuvo que decir lo que Mao quiso que dijera; por eso, no conseguía borrar el odio que sentía personalmente hacia él. Más tarde, se diría a sí mismo: mientras Mao permanezca idolatrado como dirigente, emperador o dios, no volvería a este país. Poco a poco, ha ido teniendo claro que ningún hombre podía someter la voluntad de otro, a no ser que éste consintiera.

Finalmente, también quería decirle que se puede estrangular a un hombre, pero que, sea cual sea su debilidad, no se puede estrangular su dignidad. Si el hombre es hombre es porque posee un mínimo de dignidad personal que nadie puede aniquilar. Aunque el hombre sea como un gusano, sabemos que este insecto tiene su dignidad; si lo aplastamos, antes de morir puede hacerse el muerto, debatirse, intentar huir, y la dignidad del insecto no se puede destruir. Se elimina a un hombre como si fuera una brizna de paja, pero ¿alguna vez hemos visto a una brizna de paja intentar salvar su vida en el momento en que la van a cortar? Sin duda el hombre no es como la brizna de paja, pero lo que quiere demostrar es que, aparte de la vida, el hombre también posee su dignidad.

Si no hay otro medio de protegerla, si no lo matan ni se suicida, si no tiene ganas de morir, sólo le queda la huida. La dignidad es la conciencia de la existencia, ahí se encuentra la fuerza individual de los hombres débiles. Si la conciencia de la existencia desaparece, la existencia toma la forma de la muerte.

Bueno, basta de pamplinas, aunque gracias a estas pamplinas ha conseguido aguantar. Hoy, que por fin podría decirle todo esto públicamente a Mao, el viejo ya está muerto desde hace más de veinte años, sólo puede decírselo a su fantasma o a su sombra.

Mao en albornoz. Digamos que salía de su piscina, era alto, tenía una barriga prominente, una voz aguda, un poco femenina, acento de Hunan, su rostro era de bonachón, como en el retrato gigante pintado y que cuelga en Tiananmen; tenía aspecto de ser un hombre afable. Le gustaba fumar, fumaba un cigarrillo tras otro. Tenía los dientes completamente negros, fumaba unos Panda que hacían especialmente para él y que dejaban un olor muy agradable. A Mao le gustaban los platos de sabores fuertes, por ejemplo la carne grasa y el chile. Este último dato no lo inventó su médico en sus memorias.

«Amigo», dijo Mao. A veces, llamaba a las personas «amigo» y no «camarada». También tenía muchas amigas jóvenes. Él, desde luego, no era su amigo. Entre los hombres de China que merecían ser sus amigos se encontraba Lin Biao. Más tarde se dijo que murió en un accidente aéreo al huir a Ondorhaan, en Mongolia. Contrariamente a lo que era habitual, los documentos del Partido se difundieron con las fotografías de los restos del avión siniestrado. En el extranjero, Nixon era su amigo, había hablado con él durante tres horas seguidas. En aquella época, este hombre de casi ochenta años habló con dinamismo y buen humor, aunque se mantenía gracias a las inyecciones. El judío inteligente Kissinger también lo admiró, aunque sin llegar a la adoración.

Evidentemente, no se dirigía a él cuando Mao dijo «amigo», pero él sí que hubiera querido decirle a Mao: ¿Cree usted realmente en el comunismo de Marx, en ese reino ideal? ¿O lo utiliza sólo como bandera? (Esta pregunta era muy ingenua; pero en aquella época se la habría hecho, después ya no.)

«En el mundo existen más de cien partidos, la mayoría no creen en el marxismo-leninismo», escribió Mao en una carta dirigida a su esposa Jiang Qing al principio de la Revo lución Cultural. Esta carta estaba escrita expresamente para el conjunto del Partido, no podía ser un simple intercambio privado entre marido y mujer. Más tarde, el Partido la utilizó como una prueba importante para hacer desaparecer a la que se convirtió en la viuda de Mao, y la difundió entre la población.

Por aquel entonces, él prefería pensar que si Mao dijo aquello era porque lo creía. En ese caso, ¿éste era el reino celeste que el viejo quería crear en la tierra, para no llamarlo infierno? Hubiera querido preguntarle eso.

Es una primera etapa, dice Mao.

Entonces ¿cuándo llegará la etapa superior?, pregunta él con gran respeto.

«Dentro de siete u ocho años esto volverá a empezar. Esta vez la Revolución Cultural sólo ha sido una prueba seria», escribió Mao a su esposa. Sacando otro cigarrillo, el viejo se detuvo, y luego escribió: «Y en siete u ocho años, será necesario que haya otro movimiento de eliminación de todos los genios malhechores. Y después todavía serán necesarios muchos movimientos de este tipo».

Cuando acabó de escribir, se echó a reír dejando al descubierto sus dientes negros. Según lo que cuenta el médico de Mao en sus memorias, fumaba tres paquetes al día y nunca se cepillaba los dientes, lo que se veía claramente en los documentales que difundían cuando Mao recibía a los dirigentes extranjeros.

¡Realmente era un gran estratega! ¡Engañó a sus ciudadanos y también a bastantes extranjeros! Esto también le hubiera gustado decírselo.

Mao frunce el ceño.

Él añade a toda velocidad: Ha derrotado a todos sus enemigos, y sólo ha conocido victorias en su vida.

«No hay que dejarse llevar por los laureles de la victoria, yo me preparo para caer hecho añicos. Pero ¿qué más da? La materia no se destruye, sólo se hace añicos», escribió Mao en aquella carta familiar que ya no era secreta y que el Partido difundió.

Es su mujer la que se ha hecho añicos, pero usted, usted permanece intacto. Las personas todavía vienen a admirarlo a su mausoleo; es la prueba irrefutable de su grandeza, dice al fantasma de Mao o a su sombra.

De vivir doscientos años, recorrería a nado mil quinientos kilómetros, de eso estoy seguro [27]

Usted escribe poemas desde hace tiempo. Hay que reconocer que es un gran estilista, sus poemas están llenos de una arrogancia sin precedentes, capaz de arrollar a todos los hombres de letras del país; ése es uno de los aspectos de su grandeza.

Él explica que si ha podido volver a escribir un poco ha sido gracias a su muerte.

«En mi naturaleza hay mucho de tigre y un poco de mono», dice Mao.

Él dice que en la suya sólo hay un poco de mono.

El viejo muestra al fin una sonrisa y apaga el cigarrillo que ha fumado hasta la mitad como si aplastara un gusano entre sus dedos; eso significa que quiere descansar.

Tumbado en su féretro de cristal, Mao debe de estar cubierto por la bandera del Partido, ya no lo recuerda muy bien. En resumen, el Partido dirige el Estado y Mao dirige el Partido, por lo que la bandera nacional no debe de estar sobre él. Mientras permanecía en la fila que pasaba delante del cadáver del Líder Supremo, en su mente estaba concibiendo todas estas palabras que no consiguió decir. Cuando estuvo a su lado, ni siquiera se atrevió a pararse un segundo de más, ni tampoco a volverse a echar un vistazo cuando siguió caminando, por miedo a que las personas de detrás percibieran algo extraño en su mirada.

Hoy escribes tranquilamente lo que quieres decirle a este emperador que ha dominado a cientos de millones de personas. Como tú eres minúsculo, el emperador que hay en ti sólo puede dominar a una persona: a ti mismo. Actualmente, al pronunciar públicamente estas palabras, has salido de la sombra de Mao, pero no ha sido fácil. Has nacido en un mal momento, precisamente en la época de su dominio, no en otra. Pero eso no depende de ti, es lo que se suele llamar «destino».

54

Ya no vives a la sombra de nadie ni ves en la sombra de cualquier otra persona a un enemigo imaginario. Has salido de esta sombra y ya está. No quieres crearte esperanzas o ilusiones. Al principio llegaste a este mundo sin la menor preocupación, desnudo como un gusano, en un vacío y una tranquilidad perfectos. No tienes que llevarte nada al morir, y, de todos modos, aunque lo quisieras, tampoco podrías, sólo temes a la muerte desconocida.

Recuerdas que tienes miedo a la muerte desde que eras niño. Antes tenías mucho más miedo que ahora. Cuando te ponías enfermo creías tener un mal incurable, cualquier dolencia te dejaba muy preocupado, en un estado de pánico total. En la actualidad ya has vivido muchos sufrimientos producidos por la enfermedad y has caído en profundas depresiones; hay que tener suerte para seguir en este mundo. La vida de por sí es un milagro, es algo que no se puede explicar con palabras, y vivir es la manifestación de este milagro. ¿No es suficiente que un cuerpo provisto de conciencia pueda sentir los sufrimientos y los placeres de la vida? ¿Qué más se puede pedir?

Has tenido miedo a la muerte cuando disminuían tus fuerzas. Tuviste la sensación de que se te acababa el aire, miedo a no recuperar el aliento, como si cayeras a un abismo; una sensación que aparecía a menudo en tus sueños de niño y que te despertaba empapado de sudor. Sin embargo, no sufrías ningún mal. Tu madre te llevó varias veces al hospital para que te hicieran reconocimientos médicos y no tenías nada. Hoy ya no te apetece hacerte esos chequeos, y aunque el médico te lo recomendara, dejarías pasar el tiempo.

Ahora tienes claro que llega un momento en que la vida se acaba y que en ese momento el miedo desaparece con ella. Ese miedo es finalmente la manifestación de la vida. Cuando la conciencia y el conocimiento desaparecen, todo se acaba en un instante, sin tiempo a hacerse a la idea, y sin que tenga algún sentido. La búsqueda del sentido de la vida ha sido tu sufrimiento, con tu compañero de infancia ya hablabas de eso. Sin embargo, por aquel entonces no habías vivido casi nada, mientras que ahora ya has probado todos los sabores -agrio, dulce, amargo, picante- de la vida. Es inútil, no sirve de nada buscar ese sentido, resulta ridículo; mejor aprovechar la vida, y, al mismo tiempo, observarla.

Te parece verlo, a él, en una especie de vacío, una pequeña luz llega de no se sabe dónde, está de pie sobre una tierra ni fija ni determinada, parece un tronco de árbol sin sombra, el horizonte ha desaparecido, o está como un pájaro en medio de la nieve, mirando de izquierda a derecha, a veces fija su mirada, como si reflexionara. ¿Sobre qué? No está muy claro, pero es una actitud, una actitud aun así bastante bella; existir es adoptar una actitud, la más agradable posible. Con los brazos abiertos, arrodillado y volviéndose, vuelve a su conciencia, o, mejor dicho, su actitud es justamente su conciencia, es el tú en medio de su conciencia y que le provoca un placer especial.

No hay tragedia, ni comedia, ni farsa; todo eso son juicios estéticos sobre la vida, distintos puntos de vista según las personas, los momentos y los lugares, llega a ser puro lirismo: de un sentimiento en un momento determinado se pasa a otro; la tristeza y el sentido del ridículo a veces hasta podemos intercambiarlos. No hace falta burlarse, ya ha habido demasiadas burlas y autocríticas. Basta con perseverar tranquilamente en este modo de vida, aprovechar las maravillas del instante, sentirse bien, y cuando nos examinemos, hacerlo solos, sin pensar en la mirada de los demás.

No sabes lo que todavía serías capaz de hacer, ni lo que te queda aún; inútil pensarlo, haz lo que te apetezca. Si sale bien, mejor, si no, qué se le va a hacer. Hacer una cosa u otra no importa demasiado; si tienes hambre o sed, come o bebe. Por supuesto, cada uno tiene su punto de vista, su forma de ver las cosas, sus gustos y hasta sus cabreos; todavía tienes fuerza para cabrearte, y naturalmente siempre tendrás tus indignaciones justas. Sin embargo no es la misma excitación, aunque todavía tengas sentimientos y deseos; si existen, déjalos existir, pero el rencor ha desaparecido, ya que no sirve para nada e incluso te puede perjudicar.

Sólo das importancia a la vida. Gracias a ella tienes sentimientos inacabados y todavía te quedan ganas de descubrir cosas y sorprenderte. Sólo la vida merece que nos entusiasmemos, ¿no es así?

55

Una tarde que pasaba cerca de la torre del Tambor, estaba a punto de bajar de la bicicleta para entrar en un pequeño restaurante cuando alguien gritó su nombre. Volvió la cabeza hacia una mujer que se había parado y lo miraba. Ella parecía estar a punto de echarse a reír y se mordía los labios.

– ¿Xiaoxiao? -preguntó, dudando. Ella sonrió de forma forzada.

– Perdona.

– No sabía qué decir-. No imaginaba que…

– ¿No me reconoces?

– Estás más fuerte… -Él recordaba un cuerpo delgado de muchacha y unos pequeños senos.

– ¿Parezco una campesina? -preguntó Xiaoxiao con ironía.

– No, pero estás más fuerte que antes -añadió rápidamente.

– ¿No soy miembro de una comuna popular? ¡Pero no soy una flor que mira el sol, ya estoy marchita!

Xiaoxiao se había vuelto cáustica, hacía alusión a la letra de una canción, dedicada al Partido, que comparaba a los miembros de las comunas populares con las flores de girasol, que siempre miran al astro. Prefirió cambiar de tema:

– ¿Has vuelto a la ciudad?

– Estoy pidiendo la autorización. He venido con el pretexto de que mi madre está enferma y necesita que me ocupe de ella; soy hija única. Tengo que rellenar los papeles para que me dejen volver a la ciudad, pero aún no tengo la autorización.

– ¿Tu familia vive todavía en el mismo lugar?

– Mi padre ha muerto y mi madre acaba de volver de la escuela de funcionarios.

No sabía nada de lo que le había ocurrido a su familia. Sólo fue capaz de decir:

– Fui a buscarte a aquella callejuela…

Se refería a diez años antes.

– ¿No quieres que nos sentemos un rato? -preguntó ella.

– Claro.

Aceptó sin pensárselo, pero en realidad no tenía muchas ganas. En aquella época pasó muchas veces por aquellas callejuelas con la esperanza de volverla a ver, pero eso no se lo dijo, se contentó con balbucir:

– No sé en qué número vives.

– No te lo dije.

Ella recordaba perfectamente aquellos tiempos; no había olvidado aquella noche de invierno en que se marchó antes de que amaneciera.

– Hace mucho tiempo que no vivo en esa casa; he pasado cerca de seis años en el campo. Ahora vivo en las viviendas colectivas de la institución en que trabajo.

Era una explicación como cualquier otra, pero Xiaoxiao no le dijo si había ido a buscarlo. Caminó un momento a su lado empujando la bicicleta. Entraron en una callejuela por la que ya había pasado varias veces en bicicleta. La recorrió en muchas ocasiones de una punta a otra. Salía a la avenida y volvía a entrar. Examinaba cada patio a ambos lados de la calle y siempre pensaba que algún día la encontraría. Pero ni siquiera sabía su apellido, no tenía cómo saberlo; Xiaoxiao era seguramente un apodo que utilizaban sus compañeros de clase y sus padres. La callejuela parecía mucho más larga a pie.

Xiaoxiao franqueó la puerta de un patio, un gran patio en desorden. A la izquierda de la entrada, en una pequeña puerta, había un candado. Al lado tenían una cocina de carbón. Abrió con su llave una pequeña vivienda. En el interior el desbarajuste era impresionante, menos en la gran cama, sobre la que se amontonaban las mantas. Xiaoxiao se apresuró a recoger las ropas que había sobre el sofá y las tiró encima de la cama.

– ¿Y tu madre? -preguntó él mientras se sentaba en el sofá, que crujió al recibirlo.

– Está en el hospital.

– ¿Qué tiene?

– Cáncer de mama, se le ha extendido a los huesos. Espero que aguante lo suficiente para que pueda transferir mi autorización de residencia.

Se sentía incómodo haciéndole esas preguntas, pero no sabía qué decir.

– ¿Quieres una taza de té?

– No, gracias. -Tenía que encontrar algo que decir-. ¿Cómo estás? Hablame de ti, de tus asuntos…

– ¿De qué quieres que te hable? -preguntó Xiaoxiao de pie, delante de él.

– Del campo, de todos estos años…

– Tú también has estado en el campo, ¿qué quieres saber?

Empezaba a arrepentirse de haberla seguido. La habitación en total desorden no se correspondía con la imagen de la muchacha por la que sintió pena. Sentada al borde de la cama, Xiaoxiao lo miraba, con el ceño fruncido. Él ya no sabía qué decir.

– Fuiste mi primer hombre.

Sí. Recordó su pecho izquierdo; no, con la mano izquierda apretaba su seno derecho, que tenía una cicatriz.

– Pero fuiste realmente estúpido.

Se sintió herido y tuvo ganas de preguntarle por aquella cicatriz para atacarla también, pero sólo dijo:

– ¿Por qué?

– Fuiste tú quien no quiso… -dijo Xiaoxiao tranquilamente, cabizbaja.

– ¡En aquella época todavía ibas al colegio! -dijo para justificarse.

– Los del campo no tenían tantos escrúpulos. Apenas llevaba allí un año y me convirtieron en una campesina.

– Podías haber presentado una acusación…

– ¿Contra quién? ¡Realmente eres imbécil!

– Creía que…

– ¿Qué?

– Creía que eras virgen…

Recordaba aquella época; no se atrevió a hacerle daño.

– ¿De qué tenías miedo? Era yo la que debía tener miedo… ¡Eres realmente un cobarde! Sabía que con un origen familiar como el mío no tendría mucha suerte, ¡yo me presenté en tu casa de noche, pero tú no te atreviste!

– Tuve miedo de las consecuencias.

Tenía que reconocerlo.

– No te conté lo que les ocurrió a mis padres.

– Pero lo supuse. Ahora es demasiado tarde… Estoy casado.

– Claro que es demasiado tarde, me he convertido en una mujer fácil, ya he abortado dos veces, dos fetos que no quería.

– ¡Usa métodos anticonceptivos!

También tenía que herirla un poco.

– Bueno -dijo ella con una risa sardónica-, los campesinos nunca se ponen condón. Siempre me han dicho que he nacido con mala estrella, en una mala familia, sin nadie que me sostenga. No podré seguir viviendo así toda mi vida en el campo.

– Todavía eres joven. Tienes mucho que vivir. No te abandones…

– Claro que tengo que vivir; no necesito que vengas a decírmelo, no quiero más lecciones -dijo ella riéndose de verdad, con las manos apoyadas sobre la cama y moviendo todo el cuerpo.

El rió con ella hasta que se les saltaron las lágrimas. Xiaoxiao se paró. De pronto, encontró en su rostro la ternura de antes, cuando era una muchacha, pero fue sólo durante un instante.

– ¿Quieres comer algo? Sólo tengo tallarines, ¿no es lo que me preparaste?

– Fuiste tú quien los preparó -le señaló.

Xiaoxiao se puso a cocinar la pasta en un fogón que había cerca de la entrada y cerró la puerta. El contempló el desorden de la habitación y la ropa que había sobre la cama; había hasta unas bragas sucias. Tenía que quitarse esa impresión de pena que despertaba en él, como en un sueño, tenía que relajarse, tenía que ver a esta mujer como una vil mercancía, una puta que utilizaban los campesinos.

Xiaoxiao puso la pasta en la mesa después de recoger lo que había sobre ésta: un carné de cupones de cereales, las llaves y un montón de objetos pequeños. El la abrazó por detrás y apretó sus senos. Recibió un suave golpe en las manos.

– ¡Siéntate y come!

Xiaoxiao no estaba enfadada, ni emocionada; sus relaciones con los hombres debían de ser siempre así, estaba acostumbrada. Mientras comía, miraba hacia abajo y no decía nada. Él pensó que sin duda entendía sus pensamientos; era inútil hablar, había desaparecido cualquier obstáculo.

Xiaoxiao comió muy rápido, recogió su tazón y los palillos y lo miró en silencio durante un momento.

– ¿Quieres que me vaya? -preguntó él con cierto tono de hipocresía.

– Haz lo que quieras -dijo Xiaoxiao con tranquilidad, sin cambiar de actitud.

Él se levantó y se puso a su lado, le levantó la cabeza y quiso besarla; pero Xiaoxiao se volvió y no lo consiguió. Pasó la mano por el escote y fue a acariciar sus senos, que eran más grandes.

– Vamos a la cama -suspiró Xiaoxiao.

Sentado en el borde de la cama, miró como cerraba la puerta con llave. Aunque estaba junto al interruptor, no apagó la luz de la lámpara que colgaba del falso techo cubierto de viejos periódicos amarillos. Sin prestarle atención, se quitó la ropa. Le extrañó no ver la cicatriz bajo su pecho en la sombra de la lámpara. Mientras él se quitaba los zapatos, ella subió a la cama, apartó las mantas y se tumbó boca arriba.

– ¿No decías que estabas casado? -preguntó ella con los ojos muy abiertos.

Él no contestó, se sentía humillado, quería vengarse, ¿de qué? No lo sabía. De golpe, apartó las mantas, se echó sobre su cuerpo y pensó en el cuerpo de otra muchacha, en el almacén del equipo de producción que había al lado de la carretera; toda la violencia que había acumulado la soltó en el cuerpo de Xiaoxiao.

Ella mantuvo los ojos cerrados:

– No te preocupes, aunque me quede embarazada, abortaré.

Miró aquel cuerpo desconocido de mujer, sus pezones rojos y las aureolas marrones, que estaban hinchadas; sus senos eran blancos y suaves. Al final encontró una cicatriz oscura del tamaño de un pulgar. Prefirió no hacerle más preguntas.

Xiaoxiao le dijo que ya no tenía miedo de nada; los vecinos podían decir lo que les diera la gana. Pero él le dijo que era un hombre casado; si el comité de los vecinos lo denunciaba a su unidad de trabajo, la demanda de divorcio no prosperaría. Mientras se vestía, Xiaoxiao se quedó tumbada sobre la cama. Parecía que sonreía, pero era una expresión amarga.

– ¿Volverás? No veo a ninguno de mis compañeros de antes; me siento muy sola.

Nunca más volvió a su casa, incluso evitó pasar cerca de la torre del Tambor, temía no saber qué decirle si la volvía a encontrar.

56

Con bastante dificultad, pero al final consigue quitarse la máscara que lleva en el rostro, una especie de falsa piel de plástico moldeado. Es una máscara producida en serie según un modelo estándar, algo elástica, puede ensancharse o estrecharse. Una vez se coloca en la cara, la máscara hace que parezca siempre un verdadero y respetable personaje positivo, capaz de interpretar el papel de hombre común, obrero, campesino, vendedor, estudiante y empleado, o también el de hombre culto, profesor, redactor, periodista y médico con su estetoscopio. Cuando cambia el estetoscopio por las gafas, se convierte en catedrático o escritor. Las gafas son facultativas, mientras que la máscara es obligatoria; los que se la quitan son malos elementos, ladrones, gamberros, o enemigos del pueblo. Es una máscara muy común, el pueblo la usa mucho. Los dirigentes y altos cargos, así como los héroes populares, llevan una máscara todavía más rígida y exagerada; puede que esté hecha de polietileno de alta densidad; es imposible destruirla hasta con un martillo.

Él se divierte con esta máscara. Aprieta sobre los ojos y las cejas, quizá podría darle una expresión humana normal, pero no quiere llevar otra máscara, como la del disidente, del «cul-tureta», del nuevo rico o del profeta. Una vez se ha quitado la máscara, se siente un poco inquieto, ya no sabe muy bien cómo comportarse. Pero, de todos modos, ha abandonado la mentira, las preocupaciones y una moderación forzada; ya no tiene dirigente, no está sometido al control del Partido o de cualquier organización, no tiene patria, ni lo que se llama ciudad natal, sus padres han muerto, no tiene familia, ni preocupaciones, está solo en el mundo, mucho más ligero, puede ir a donde le plazca, dejarse llevar por el viento, con la condición de que nadie le moleste. En cuanto a sus tormentos, se encarga de ellos él mismo, y cuando consiga sacárselos de encima, no habrá nada, absolutamente nada que le moleste ni que le importe.

No quiere cargar con más peso, ya ha anulado todas sus deudas sentimentales y puesto al día su pasado. Si ama a alguien, si estrecha de nuevo a una mujer entre sus brazos, es necesario que ella también lo ame, que lo acepte. De lo contrario, mejor tomarse un café o una cerveza en un bar, charlar y flirtear un poco, pero luego que cada uno siga su camino.

Si continúa escribiendo es porque todavía lo necesita. La escritura para él tiene que ser un acto totalmente libre; no lo considera como un modo de ganarse la vida. Tampoco toma su pluma como un arma para luchar contra esto o aquello, no se siente en ninguna misión. Si escribe todavía es para mantener esa especie de deleite personal, un monólogo que le sirve para escucharse y examinarse a sí mismo, al mismo tiempo que le permite saborear las sensaciones que le deja la vida que le queda.

Con lo único con lo que nunca ha roto los lazos es con el idioma. Por supuesto, puede escribir en otro idioma, pero si no ha abandonado el suyo es únicamente porque le es más fácil; no tiene que consultar ningún diccionario. De todos modos, también es posible que esa lengua, aunque le sea más práctica, no se adapte del todo a las circunstancias y tenga que encontrar su propia tonalidad, escuchar atentamente lo que escribe como si escuchara una canción, y puede que, como siempre le ocurre, sienta que la lengua que utiliza es demasiado vulgar. Quizás un día la abandone y recurra a un material que pueda transmitir mejor sus sensaciones.

Envidia a los actores que tienen un cuerpo muy ágil, sobre todo a los bailarines. Le encantaría poder expresarse libremente con su cuerpo, tropezar cuando lo quisiera, caer, dar un salto y levantarse, saltar de nuevo; pero la edad no perdona, al menor paso en falso, o tiene un tirón o una fractura, y se acaba la danza. Sólo le queda el lenguaje para moverse. El lenguaje es tan ligero que le fascina. Es un equilibrista incurable del lenguaje; no puede estar sin hablar, aunque no haya nadie a su lado. No para de hablar consigo mismo. Esta voz interior es el reconocimiento de su propia existencia. Está acostumbrado a transformar lo que siente en lenguaje, si no, no se siente del todo satisfecho; el placer que le provoca es como los gemidos o incluso los gritos que da cuando hace el amor.

Está sentado frente a ti, os miráis, y se ríe a mandíbula batiente delante del espejo.

57

Nueva York. El primer día hacía diez grados bajo cero y nevaba. Al día siguiente el tiempo mejoró de repente; el suelo estaba cubierto de hielo sucio, tus zapatos estaban empapados y tuviste que comprarte unas botas forradas por culpa de ese maldito clima. Prefieres el invierno suave de París. Aquí hay muchos chinos, no es raro oír en la calle el acento de Beijing, el de Shanghai, el dialecto de Shandong e incluso el de Henan, que se hablaba en los pueblos que había cerca de la granja de reeducación por el trabajo donde viviste. Se encuentran todas las especialidades chinas, incluso los panecillos al vapor rellenos de cangrejo o los tallarines frescos del Shanxi. Hay varios China Town, tanto en Manhattan, como en Flushing en Queen's. Estas chinas todavía son más chinas que las del país; los chinos de Nueva York han recreado aquí varios pueblos natales imaginarios.

Tú, que no tienes país natal, no tienes por qué dar un espectáculo chino en los Estados Unidos. Lo que tú necesitas son verdaderos actores occidentales. Y buscabas una actriz cien por cien norteamericana para el papel principal; pero no encontraste a la bellísima Linda hasta el estreno, aunque ella tiene algo de sangre turca. Os conocisteis en Italia, en un festival de teatro, durante la cena que siguió a la representación de tu obra. Ella se sentó a tu mesa, te abrazó y te dio un beso sonoro en una mejilla, luego te dijo:

– ¡Me ha encantado su obra! ¡Si viene alguna vez a representarla a Nueva York, no olvide llamarme!

Dijo estas palabras con tanta emoción que te llenó de alegría. Le diste al grupo de teatro su dirección y su número de teléfono, pero no la llamaron y ella no leyó el anuncio en que pedían actores. En Nueva York hay muchas mujeres bellas y buenas actrices. Fue a ver la representación y, cuando la gente ya se marchaba, ella se echó a llorar. No sabías si lloraba por tu obra, por verte, o porque sentía haber perdido la ocasión de actuar en ella; de todos modos, te emocionó. Al final resulta que no estás tan solo en este mundo; tienes muchos antiguos y nuevos amigos. A menudo te das cuenta de que es más fácil comunicar con ellos que con algunos de tus compatriotas chinos, son más directos. Además, encuentras menos obstáculos para hacer el amor con las occidentales. A medianoche recibiste una llamada de París; le dijiste que pensabas en ella. «¿En qué en concreto?», te preguntó. Dijiste que pensabas en su olor. «Entonces te paso este olor por teléfono, totalmente húmeda, ¿de acuerdo?», dijo riendo. «No es suficiente», dijiste que pensabas en ella entera, de los pies a la cabeza. «¿No hay ninguna mujer en tu cama?», preguntó. «Ahora no, pero podría haberla en cualquier momento», contestaste. «¡Eres un cerdo! Aun así, recibe un beso por todo tu cuerpo, entero.»

No eres un hombre honesto, inútil hacerte el inocente. Lo único que quieres es esparcir tu deseo por todo el mundo, llenar de lodo todos los continentes. Por supuesto, es un deseo vano que te pone un poco triste, aunque sabes que esta tristeza se mezcla con una cierta falsedad. En realidad te encanta haber recuperado esta vida, esta vida que te pertenece, a ti, que te acaban de llamar cerdo, que eres correspondido por esa francesa que te acaba de insultar; quieres precisamente darle esta vida, ponerla húmeda para saborearla por completo.

El pasado está tan lejos ahora; viajas por todo el mundo, te sientes muy bien, le gusta el jazz y la improvisación del blues, que se parece a la obra que has escrito. En el cuarto trastero del teatro has encontrado un viejo marco en el que has colocado una pierna de mujer de plástico. Encima has escrito «What» como si fuera tu firma. Te ríes del mundo, y también te ríes de ti mismo. Sólo puedes ser feliz si el mundo y el «tú» se anulan mutuamente. Te gustaría convertirte en un blues, en la vieja canción que cantaba el negro Johnny Hartman:

Dicen que se ha enamorado

Es maravilloso

Maravilloso

Dicen que es tan maravilloso que no tiene cura…

Durante un ensayo, los actores han contado que el día anterior asesinaron a un cantante negro mientras reparaba una avería del coche en la autopista. Los periódicos del día publicaban la foto del cadáver. Una tristeza irresistible se ha apoderado de ti, aunque nunca hubieras escuchado las canciones de aquel hombre.

Te costaría mucho enamorarte de una china. Cuando saliste de tu país, dejaste en la estacada a aquella enfermera y ahora ya no sientes ningún remordimiento, ya no vives entre remordimientos.

Un dulce claro de luna, una ladera de montaña difuminada, unas chozas borrosas, unos arrozales desiertos después de la cosecha que se extienden por el valle, un camino de tierra serpenteando hasta la puerta de un almacén, un poema bucólico anticuado; tienes la sensación de haber visto la escena en sueños: has visto la puerta cerrada de esta casa de tierra, han violado a tu alumna en el interior, nadie puede socorrerla, ella no tenía otra salida, esperaba conseguir un puesto de trabajo para no tener que seguir trabajando en el campo para ganarse su ración de cereales, ése era el precio que debía pagar. Ella está allí, en el otro lado del mundo; hace mucho tiempo que habrá olvidado hasta tu existencia. Suspiras en vano. Lo que consigues que vuelva a ti, más que recuerdos, son deseos.

Ella dice que en este momento no le apetece nada, sólo tiene ganas de llorar; no paran de caerle las lágrimas. Dices que la deseas con locura; pero ella dice que no quiere ser una sustituta, que no es en ella en quien tú quieres entrar; ella tampoco puede entrar en tu corazón, estás tan distante. Tú dices que estás cerca de ella, que sólo le has contado esta historia porque compartes tu cama con ella esta noche, para excitarla, pero ella te pide que no la utilices para sacar tu dolor interno. Tú dices que nunca habrías imaginado que una francesa como ella fuera tan estúpida. Ella dice que aunque sea tonta no puede hacer nada para evitarlo. Tú le preguntas por qué no comprende la maldad masculina; pero ella dice que está bien así, tumbada contigo en la cama, le gusta vuestra relación, no quiere que el deseo sexual ensucie estos buenos sentimientos, desea que la dejes así, tumbada tranquilamente. Luego añade que también puede ser frenética, que podría permitir que un hombre que no conociera de nada hiciera con ella lo que le viniera en gana; pero, justamente porque te ama, no quiere estropear todo lo que tiene contigo. Le recuerdas que te ha dicho que era una puta. Reconoce que lo ha dicho y que, además, es tu puta, pero no en este momento. Le preguntas: ¿Cuándo entonces? Dice que no lo sabe, que cuando llegue el momento te dará todo lo que quieras, pero ahora, además, no tienes condón; tiene miedo de las enfermedades. No tienes que enfadarte con ella, ¿por qué no lo pensaste antes? ¿Dónde encontrar un preservativo de madrugada? Si tienes tantas ganas, eyacula sobre ella, pero no dentro. La abrazas, hueles su cuerpo, la acaricias por todas partes, la embadurnas con tu esperma, con sus lágrimas, con vuestros dos sudores mezclados en su pubis, en sus senos. Le preguntas si está bien. Ella dice que hagas lo que quieras menos preguntas. Te abraza con fuerza para pegarte contra su pecho opulento, dice que de todos modos te ama. Su aliento jadeante y dulce acaricia tu oído.

Cuando abres las cortinas, empieza un nuevo día. Salís a un bar, os sentáis fuera bajo un parasol. Es domingo; la luz del sol de la tarde es dorada. Ha venido expresamente para ver tu obra de teatro. Debe volver a París, a las seis tendrá lugar la inauguración de la exposición de pintura de su amigo. Dice que quiere serle fiel, pero también que te ama. Estás rebosante de alegría. Tiendes el brazo hacia el sol y afirmas que puedes tomar un poco de luz con tus manos, que ella debería intentarlo; mira hacia el astro y ríe. Llega el camarero disculpándose, ya no sirven de comer, el cocinero se ha marchado. ¿Qué se puede comer todavía? Sólo jamón frito con huevos. ¡Pues venga, jamón frito con huevos!

El sol tiene un color dorado irreal, te das cuenta de que todo brilla. Ella dice que es como si hubiera fumado droga. Es cierto, cuando estás con ella te parece que todo lo que os rodea es irreal; escucháis las palabras de las personas de vuestro alrededor como un murmullo lejano y muy nítidas a la vez. Ella dice que se siente muy feliz.

Dices que quieres escribir todo eso. Dice que sería fantástico. Dices que ella ha sido la que te ha provocado estas sensaciones, ella te ha ayudado a transformar tus desgracias en belleza, todo aquello que te pesaba tanto. Ella dice que el sufrimiento, cuando pasa, puede convertirse en belleza, y tú exclamas que ella es una auténtica tía francesa. ¡Una mujer!, rectifica ella, claro. Dices que también es una bruja. Ella dice que es posible. Ha querido que desahogues tus sufrimientos, la has obedecido y te has quedado tranquilo. Es cierto, tanto externa como internamente te has relajado, como si te hubieran lavado por fuera y por dentro. Ella dice que busca justamente sentir lo mismo, ¿no crees que esta sensación es maravillosa? Dices que se la debes a ella. Dice que lo que quiere es a un hombre como tú, y no tu deseo. Dices que todavía tienes ganas de comértela. Pero si no queda nada de mí, ¿no te arrepentirás?, dice ella.

La acompañas hasta la estación; te pasa el brazo por el hombro. Le dices que la amas. Ella te dice que también. Dices que la quieres mucho. Ella dice que también te quiere mucho. Vale la pena vivir, dices. Atención, ¡tienes ganas de cantar! Se ríe a más no poder. Te dice que subas con ella al tren. Dices que todavía falta una representación, no puedes dejar a los actores solos, todavía tienes ese sentido de la responsabilidad. Dice que lo comprende, que no tienes que tomarla en serio, lo ha dicho por decir. Las puertas del tren se cierran y, cuando el convoy se pone en marcha, mueve tres veces los labios para decirte que te quiere. Sabes que no lo dice en serio; quiere seguir fiel a su amigo, como ha dicho. Sin embargo, tú la quieres de verdad, aunque puedas querer también a otras mujeres.

Te sientes ligero como una pluma; tienes la sensación de haber perdido peso. Viajas de país en país, de ciudad en ciudad, de mujer en mujer, no piensas en encontrar un abrigo para toda la vida. Tienes la sensación de que vuelas; sueltas palabras divertidas que, como el esperma que eyaculas, dejan una huella de vida. No esperas nada, no te preocupas por los detalles mínimos de la existencia. Ahora que has sobrevivido, ¿para qué preocuparte? Sólo quieres vivir el presente, como la hoja del árbol que cae después de haber volado por el aire. El destino de las hojas de los árboles, sean del sebo, del álamo o del tilo, es el de caer tarde o temprano; mientras flotes en el viento, debes vivir lo más cómodamente posible. Sigues siendo ese prodigio incurable que viene de una familia condenada al fracaso. Debes liberarte de los obstáculos, compromisos, tormentos y preocupaciones que te han provocado tus ancestros, tu mujer y tus recuerdos. Eres como la música, como este poema de jazz del negro: Dicen que se ha enamorado, es maravilloso, maravilloso; dicen que es tan maravilloso que no tiene cura…

La pierna de plástico que lleva tu firma dentro de un viejo marco está en lo alto del escenario. Mientras cantaban, un viejo desdentado la alzó con la solemnidad con que se alza una bandera. Tu bailarina, una joven japonesa, está de pie en medio del escenario, ofreciendo solemnemente una rosa cortada a los espectadores con las dos manos tendidas. Luego se echa a reír, dejando al descubierto unos dientes muy negros. ¡Es maravilloso, maravilloso, tan maravilloso que no tiene cura!

El arte revolucionario y la revolución del arte; hace tiempo que se juega con todo esto. Si todavía quieres jugar no encontrarás nada nuevo; el mundo se parece a una bandera hecha trizas y desplegada. Al alba, en coche hacia los Alpes, una capa de niebla horizontal te viene a la cara, ya no tienes un cuerpo humano, ni peso, te disuelves siguiendo el viento, riéndote de los demás y de ti mismo…

Eres un triste poema de jazz en la palma de la mano de las mujeres, y en la gruta oscura y húmeda eres insaciable, ¿de qué te puedes quejar? ¿Este pobre pajarillo?

Eres un saxofón que suena según sus sensaciones, que grita dejándose llevar por sus sentimientos, ¡ah, adiós revolución! Si crees que llorar te hace feliz, ponte a llorar, sin miedo a perder nada, sólo eres libre cuando no tienes nada que perder, como el humo ligero que va acompañado del dulce perfume de la hoja de marihuana y de la houttuynia. ¿De qué tienes que preocuparte todavía? ¿De qué puedes tener miedo? Cuando llegue el momento de desaparecer, desaparecerás. Desaparecer entre las piernas opulentas y suaves de una mujer sí que sería maravilloso; entonces comprenderías plenamente lo que llamamos la vida, sin necesidad de tener compasión, sin necesidad de ahorrar nada, poder dilapidarlo todo, ¡sería tan maravilloso que no tiene cura!

Las cañas se doblan por el viento. Un viento violento de esta costa del mar del norte de Dinamarca se alza sobre las dunas de arena. Un montón de cañas forma un círculo que se agita sin parar. Crees que es una pareja de cisnes salvajes; pero al aproximarte descubres a un hombre y una mujer desnudos y te alejas enseguida, aunque oyes sus risas tras de ti. En el mar sombrío, más allá de las playas desiertas, las olas blancas se estrellan contra los blocaos de hormigón llenos de algas que dejaron los nazis durante la ocupación.

Tienes ganas de llorar, te tumbas sobre su pecho opulento, lloras sobre sus senos, donde se mezclan el sudor y el esperma; no es necesario que te contengas, como el niño que necesita la ternura de su madre. No sólo disfrutas con las mujeres, también necesitas su ternura, su indulgencia y su aceptación.

La primera mujer desnuda que viste fue tu madre. Te diste cuenta de que por la puerta entreabierta había luz; dormías a oscuras sobre una cama de bambú. Escuchaste un ruido de agua y quisiste echar un vistazo para ver qué pasaba. Te apoyaste con los codos en la cama de bambú, que crujió. Tu madre, con el cuerpo enjabonado, salió de la palangana en la que se estaba lavando; tú te volviste a meter en la cama rápidamente y te hiciste el dormido. Ella dejó la puerta abierta y continuó lavándose. Tú miraste a escondidas los senos que te alimentaron y el lugar oscuro que te trajo al mundo. Al principio aguantaste la respiración; luego el corazón se te disparó, antes de dormirte con aquel deseo y turbación que nacieron en ti.

Ella dice que no eres más que un niño. En este instante sólo aspiras a la tranquilidad. Estás satisfecho, cansado; eres su niño bueno. Ella te acaricia con dulzura, te muestras obediente entre sus manos y dejas que te mire atentamente, que contemple tu cuerpo, eso que tienes entre las piernas y que está encogido, lo llama su pajarillo. Su mirada es muy tierna, te acaricia el cabello, estás muy emocionado, tienes ganas de descansar sobre algo, descansar sobre esta mujer que te da la vida, la alegría y el consuelo. El amor, el sexo, la tristeza, el deseo que te atormenta sin parar, el lenguaje, una especie de expresión, la necesidad de exteriorizar tus sentimientos, el placer de desahogarte sin hipocresía y sin afectación alguna, fluyendo hasta el final, todo eso te ha lavado por completo. Te has vuelto tan transparente que te has transformado en un hilo de conciencia de la vida, como el rayo de luz que se filtra por detrás de la puerta, y, sin embargo, detrás no hay nada, todo es vago, como un débil claro de luna en un pedazo de nube. Escuchas el aleteo de las gaviotas y sus gritos por la noche. Las mareas nacen de las profundidades oscuras del mar, formando líneas blancas de flujos. En Viareggio, un proyector ilumina la orilla del mar, la playa está desierta, te has quedado de pie durante mucho tiempo delante de los grandes parasoles rojos con rayas blancas.

Pero hoy, durante esta noche en Nueva York, la nieve y el hielo de las aceras están sucios y mezclados con barro. En este Nueva York tan popular, tan descuidado, este Nueva York con sus montañas de oro que llegan hasta los cielos, este Nueva York que marea, en el que hay que ir a la calle para poder fumar un cigarrillo mientras se aspira el aire helado, tú y ella, esta bailarina japonesa que no dice ni una palabra en el escenario, que interpreta en tu obra el papel de la muchacha que se abre a las pasiones, de la mujer libertina, del cadáver de la madre, de la monja y del espectro, te vas con ella después de la representación a buscar un bar donde podáis fumar y beber algo.

Desde la octava o la novena calle de Manhattan, camináis calle tras calle hasta la treinta o más allá; luego retrocedéis, y en la tercera o la cuarta, a menos que no fuera en la quinta o la sexta avenida -nunca has tenido memoria para esas cosas-, encontráis un bar brasileño o mexicano. Poco importa, el ambiente es excelente; hay velas sobre las mesas, pero la música rock está demasiado alta y no favorece mucho el flirteo. Sólo conseguís oír algo si habláis muy alto, cara a cara. Habláis de arte, de arte muy serio. Dice que está feliz de poder interpretar todos estos papeles en una obra, que se entrega en cuerpo y alma porque parece que la obra haya sido escrita para ella. Te quejas del New York Times, porque la encargada de comunicación del grupo ha dicho que los llamó muchas veces y dijeron que mandarían a alguien, pero las representaciones han acabado sin que aparezca ninguno de sus periodistas. Ella dice que en los teatros de off Broadway es así, es muy difícil conseguir algún artículo, pero, de todos modos, está muy contenta de haber trabajado contigo.

– Pensaré en ti -dice mirándose los dedos y las uñas pintadas de azul oscuro.

Habláis de las cosas de la vida; dices que dos días antes tenía las uñas del color del té. Ella dice que cambia a menudo de color y que a veces se las pinta de varios colores; te pregunta cuál prefieres. Dices que el gris es el mejor, refuerza el lado glacial de la escena, aunque la gente se fija más en su cuerpo cuando ella baila; la conversación vuelve al arte.

– ¿Y el lápiz de labios?

– ¿Tienes negro? -preguntas.

– De todos los colores, ¿por qué no lo has dicho antes?

– Es asunto de la maquilladora; yo no me he querido ocupar de eso.

– ¡Qué pena que se hayan acabado las representaciones! -suspira ella.

– ¿Qué proyectos tienes ahora? -le preguntas.

– Esperar, ya veremos. Están buscando bailarinas para una comedia musical; la semana que viene tengo que ir a dos pruebas. Mi padre quiere desde hace mucho tiempo que vuelva a Japón, para entrar a trabajar en una empresa o para casarme. Dice que no se puede vivir sólo de la danza, que ya me he divertido bastante.

Dice también que su padre pronto se jubilará, que no podrá mantenerla toda su vida. Pero su madre ha dejado que hiciera lo que quisiera hasta ahora; su madre es china de Taiwan, muy abierta. Dice que no le gusta Japón, las mujeres no son libres en la sociedad nipona. Dices que te gusta mucho la literatura japonesa, sobre todo los personajes femeninos.

– ¿Por qué?

– Son muy atractivas, muy crueles también.

– Eso ocurre sólo en los libros, no en la realidad. ¿No has estado con ninguna japonesa?

– Me gustaría mucho, si encontrara una…

– Bueno, ¡la vas a encontrar!

Después de decir estas palabras, miró hacia el mostrador del bar.

Tú pagas la cuenta, ella te lo agradece.

En la estación del metro de la calle Cuarenta y dos -te acuerdas perfectamente de la calle Cuarenta y dos porque cambiabas de metro todos los días ahí para ir a ver las representaciones-, en el momento de separaros, dice que un día irá a verte a París y también que te escribirá. No obstante, nunca te mandó ninguna carta; sólo unos meses más tarde, al ordenar una bolsa de los papeles acumulados en el viaje a Nueva York, encontraste su dirección apuntada en la esquina de una servilleta de papel. Le enviaste una postal, pero no te contestó; nunca supiste si volvió a Japón.

58

Se ha cruzado con un grupo muy animado, unos tocan el tambor, otros golpean los gongs, armando un jaleo impresionante.

– ¡En marcha, vamos, en marcha! -gritaban las personas del grupo.

El dijo que tenía que ocuparse de un asunto personal.

– ¿Un asunto personal? ¡No hay nada más importante que esto! ¡En marcha, ven con nosotros, vamos, todos juntos!

– ¿A hacer qué? -preguntó.

– ¡A ver los nuevos tiempos que están a punto de llegar, vamos a recibirlos! ¿Cómo pueden ser tus pequeños asuntos más importantes que esto?

La muchedumbre se empujaba, la agitación aumentaba, las filas crecían, se gritaban los eslóganes.

– ¿Dónde están esos nuevos tiempos? Los siguió instintivamente.

– ¡Los nuevos tiempos están delante de nosotros! ¡Si han dicho que están delante, es que están delante!

Toda la gente repetía lo mismo, cada vez más fuerte, con un tono más firme.

– ¿Quién ha dicho que delante sólo están esos nuevos tiempos? -preguntó, empujado por la multitud.

– Si todo el mundo lo dice, debe de ser verdad, no nos podemos equivocar. Ven con nosotros, los nuevos tiempos estarán delante, no hay ninguna duda.

La gente cantaba a voz en grito el cántico de los nuevos tiempos, y cuanto más cantaban más se animaban, más subía la moral de los presentes. El, apretado entre el gentío, tenía que cantar también, si no lo hubiera hecho, las miradas de sospecha de alrededor se habrían posado sobre él.

– ¿Qué te pasa, hermano? ¿Estás bien? ¿Eres mudo?

Quería demostrar que no era mudo de nacimiento y se puso a cantar todo lo alto que pudo acompañando a la gente. Si cantaba, tenía que hacerlo como los otros y seguirlos, pero se le salió un zapato y, si se agachaba para ponérselo, ¿los que continuaban caminando serían capaces de aplastarlo? Mejor dejar el zapato y caminar a la pata coja. De todos modos, había que seguir a la gente y cantar a todo pulmón por los nuevos tiempos.

– ¡Los nuevos tiempos están delante de nosotros, llegarán tarde o temprano! ¡Los nuevos tiempos son muy bonitos, no podemos equivocarnos!

Cantaban a un ritmo creciente, los nuevos tiempos se convertían en olas cálidas; cuanto más cantaban, más cálidas eran, y antes llegarían.

– ¡Van a llegar los nuevos tiempos! ¡Vamos a recibirlos! ¡Luchemos a cualquier precio por los nuevos tiempos sin que nos preocupe la muerte!

La muchedumbre parecía enloquecida, endiablada; no conseguía escapar de esta locura, y si no estaba loco, al menos tenía que fingirlo.

– ¡Hay problemas! ¡Han abierto fuego!

– ¿Quién ha abierto fuego?

– ¿Han disparado delante de nosotros?

– ¡Mentira! ¿Quién va a disparar a los nuevos tiempos?

– ¿Balas de plástico?

– ¿Fuegos artificiales?

– ¡Balas de verdad!

– Ah… ¿y heridos? ¡Muertos!

– ¡Luchemos por los nuevos tiempos! ¡Acabemos con las líneas enemigas por los nuevos tiempos! ¡Sacrifiquémonos por los nuevos tiempos! ¡Seamos los mártires de los nuevos tiempos! ¡Bravo! ¡Viva!

La multitud no había imaginado que un montón de ametralladoras los regarían como si soltaran guisantes calientes, como si lanzaran petardos. Las personas huyeron como perros apaleados en todas direcciones; unos cuantos murieron, otros resultaron heridos, los demás huyeron a la desbandada…

Buscó refugio en una esquina donde no llegaban las balas. Estaba alterado y un poco triste. Luego, poco a poco, oyó a lo lejos unas voces humanas, quizás un nuevo grupo, también tocaban los tambores y los gongs y lanzaban eslóganes sin parar. Le pareció escuchar que hablaban de los nuevos tiempos. Si se prestaba más atención, parecía que decían que los nuevos tiempos no vendrían, al final, pero que algún día llegarían, imposible que no llegaran, un día u otro seguro… Se alejó a toda velocidad, los nuevos tiempos le asustaban también. Antes de que lleguen los nuevos tiempos, prefiere marcharse sin despedirse.

59

Llegas a Toulon, un puerto militar del Mediterráneo. Lo aprendiste en tus lecciones de geografía del colegio. Estás sentado dentro de una tienda enorme que han levantado junto al puerto para esta fiesta del libro. Al igual que otros cien escritores, estás en un stand con un bolígrafo en la mano delante de tus libros y esperas que un lector venga a pedirte que le firmes uno que acaba de comprar. Pero lo que miran las personas son los libros, no se fijan en los escritores, a pesar de que los nombres figuran en un gran cartón. No son como los fans histéricos de Johnny Hallyday, que hacen cola esperando a que baje de su helicóptero para firmar unos autógrafos, con guardaespaldas y policías que gritan y contienen a la multitud para mantener el orden. Tú estás totalmente fuera del campo de visión de estas miradas que pasan delante de ti, las personas te miran sin verte. Pasan, a veces se paran, miran los libros que llevan tu nombre, pero ¿qué les evoca tu nombre? Quieren encontrar en los libros una identificación; las miradas que lanzan hacia los libros que hojean vuelven a ellos mismos.

Por suerte, no tienes nada más que hacer. Tienes tiempo para buscar y captar estas miradas atormentadas o vagas; es un juego para ti. Una joven esbelta destaca entre la muchedumbre; tiene el cabello castaño, recogido, las cejas juntas, un rostro de una tristeza casi patética. Sus párpados caen sobre sus grandes ojos como si hubiera pasado la noche en vela. Quizá no ha podido retener a su amigo en la cama; aunque, una chica así, puede que sea su amigo el que no ha conseguido retenerla, si no, ¿qué haría paseando sola tan temprano un domingo en una feria del libro? Llega delante de tu stand, pero primero toma el libro del otro autor de al lado, echa un vistazo a la portada y lo deja, luego hojea otro libro. No tiene ninguna intención de comprarlo; quizá no sabe muy bien qué hacer. También lo deja y toma uno de los tuyos. Sin embargo, sus ojos continúan mirando fuera. Su mirada se suaviza y le da la vuelta al libro. Antes de haber leído una o dos líneas de la presentación, lo deja sin ni siquiera darse cuenta de que está a dos pasos del autor. Está justo delante de ti, frunciendo el ceño. La expresión de tristeza flota en su rostro, exhalando una belleza más conmovedora que cualquier libro.

¿Quiénes deben de ser tus lectores? Cuando escribías este libro no imaginabas que un día estarías sentado en una feria del libro en la costa mediterránea, frente a estos lectores potenciales. En realidad, no tienen ninguna obligación de preocuparse por tus inquietudes ni de comprar nada en absoluto. Por suerte, el que vende tus libros es el dueño del stand, tú sólo eres un simple objeto vivo de exposición. Has perdido demasiado pronto la vanidad, eres demasiado espectador, un hombre ocioso entre tantos otros. Además, en el mundo ya hay tantos libros que se amontonan, que no importa que haya uno más o uno menos. Sobre todo porque no te ganas la vida con los libros. Quizá por eso necesitas escribir.

Vuelves a ponerte el bolígrafo en el bolsillo de tu chaqueta y le pides unas hojas de papel al dueño de tu stand; las metes en los bolsillos y te vas a dar una vuelta a la orilla del mar. Toulon, hay un sol tan explosivo que parece resonar. En una pequeña calle al borde del viejo puerto, los cafés, los bares y los restaurantes están uno al lado del otro. Exponen el marisco en la entrada, pero todavía no hay gente. En una avenida que lleva al centro de la ciudad, el mercado del domingo por la mañana parece muy animado. Hay fruta, verdura, ropa, objetos de regalo, puestos de árabes y una tienda que vende platos chinos y parece que le va bien el negocio. ¿Estos extranjeros molestan al alcalde del Frente Nacional, que es ultraderechista? En el centro de la ciudad hay otra feria del libro que compite con la feria del libro que ha organizado el consejo general del departamento, que es de izquierdas. Una vez más no puedes evitar la política; es imposible escapar de ella se esté donde se esté. De repente sientes las inquietudes de Margarita de un modo muy real, tan real como el sol que luce casi con ruido, casi palpable.

No tienes ganas de ver qué hay en ese salón, las viejas canciones nacionalistas son en todos los lugares iguales. Vuelves hacia el puerto, te sientas en la terraza de un bar, tienes ganas de escribir algo.

Los hombres son débiles, pero ¿qué tiene de malo la debilidad? Tú mismo, ¿no eres también una simple vida frágil? Los superhombres querían reemplazar a Dios, eran presuntuosos e irracionales, mientras que tú, mejor que permanezcas humilde y frágil. Dios omnipotente ha creado este mundo; sin embargo, no ha concebido un futuro. Es inútil que te estrujes el cerebro, no concibes nada, vives el momento. En este momento ignoras qué ocurrirá en el momento siguiente; ¿no son maravillosos estos cambios repentinos? Nadie puede escapar a la muerte, la muerte te fijará un límite extremo, de lo contrario te convertirías en un viejo monstruo que perdería toda compasión, que ignoraría la vergüenza, que se volvería culpable de todos los crímenes, incapaz de perdonar. La muerte es un límite contra el que no podemos resistirnos, la belleza humana se encuentra en el interior de este límite, ¡haz lo que puedas para aprovecharlo!

Tampoco eres Buda, un bodhisattva que tiene setenta y dos encarnaciones, con tres cuerpos y seis caras. La música, las matemáticas y el Buda han sido totalmente inventados. De los diez mil seres indecibles de la naturaleza han salido las nociones abstractas de las cifras, los cambios y ensamblajes de gamas, las tonalidades y ritmos, así como Dios o Buda, y, además, la belleza. Es imposible entender todo eso en estado normal. Tu «yo» también ha sido inventado, sólo existe cuando se dice. Si se dice que no existe, entonces es una masa sin forma. Este «yo» que te esfuerzas en construir ¿es realmente original? Dicho de otro modo, ¿tienes realmente un «yo»? Te debates entre la cadena ilimitada de las causas y de los efectos, pero ¿dónde están estas causas y estos efectos? Como ocurre con los tormentos, eres tú el que te los fabricas, y entonces, ¿no sería mejor dejar de fabricarte este «yo»? Tampoco debes buscar a partir de la nada un pretendido reconocimiento de este «yo», mejor volver a los orígenes de la vida, al instante presente tan vivo. Lo único que hay eterno es este instante. Sólo existes porque sientes las cosas, si no, pierdes la conciencia; ¡mejor vivir el momento y aprovechar el dulce sol de otoño!

En el parque, las hojas de los árboles están amarillas; al mirar por la ventana, ves el suelo lleno, han caído, pero todavía no se han podrido. Empiezas a envejecer, pero no tienes ganas de volver a la infancia. Ves en el aparcamiento que está junto a tu edificio a unos niños que no saben muy bien qué hacer. La juventud es un tiempo preciado, cuando tengan claro lo que quieren hacer ya serán viejos. No tienes ganas de volver a empezar con tus tormentos, debatirte entre la vanidad y los temores, entre hábitos y trastornos. No envidias a esos niños, lo que es envidiable es su vida tan nueva. Pero una vida caótica no llega a esta transparencia de conciencia. Estás contento de vivir este presente y totalmente satisfecho con esta soledad sin vanidad, tan límpida, como las aguas de otoño que cintilan de sombras y de luces brillantes, donde vuelve el frescor de tus pensamientos. No juzgar más, no establecer nada. Las olas fluctúan en el mar, las hojas de los árboles flotan en el viento antes de caer, la muerte es un fenómeno perfectamente natural, caminas recto hacia ella, pero antes de que llegue, tienes tiempo de divertirte para mirarla fijamente. Tienes bastante tiempo para aprovechar al máximo lo poco que te quede de vida. Tu cuerpo siente cosas y todavía tienes deseo. Te gustaría tener una mujer, una mujer capaz de comprender, que también se haya librado de todas las ataduras, una mujer sin niños ni cargas familiares, una mujer que evite la vanidad y las modas, una mujer desinhibida y libertina, que no busque conseguir algo de ti y que sienta contigo el mismo placer que el pez en el agua; pero ¿dónde encontrar a esa mujer? Una mujer tan solitaria como tú y que también disfrute tanto con esta soledad, que uniría su soledad a la tuya por medio de la satisfacción sexual, las caricias y las miradas, la búsqueda y la observación mutuas, ¿dónde encontrar a esa mujer?

60

¡Basta!

¿De qué hablas?, preguntas. Dice que basta, ¡hay que acabar con él! ¿De quién hablas? ¿Quién tiene que acabar con quién? Él, este personaje que se esconde tras tu pluma, hay que acabar con él.

Dices que tú no eres el autor. Entonces, ¿quién es el autor?

¿No está claro? ¡Él mismo! Tú sólo eres su conciencia. ¿Qué pasa contigo, entonces? Si se acaba para él, también se acabará para ti, ¿no?

Dices que puedes ser un simple lector, o un espectador de teatro, lo que hay en el libro no tiene mucho que ver contigo. Dice que te desligas de las cosas con una facilidad pasmosa. Claro, no tienes ninguna responsabilidad en concreto, no tienes que asumir ninguna obligación o tarea moral hacia él, sólo eres un desocupado que tiene un poco de tiempo, y por casualidad has tenido la ocasión de fijar tu atención en ese personaje; pero ahora ya basta, estás cansado, si hay que acabar con él, no hay problema. Pero, de todos modos, es un personaje, tiene que haber una conclusión, no puedes hacer como si se tratara de un montón de basura.

Tarde o temprano hay que librarse del hombre, como de las basuras; de lo contrario, este mundo estaría lleno de hombres enfermos que olerían mal desde hace tiempo.

¿Por eso hay luchas, guerras, rivalidades y todas las teorías que se desprenden?

¡Deja de razonar! ¡Me das dolor de cabeza!

Eres realmente pesimista.

Pesimista o no, el mundo es así, tú no puedes cambiar nada, no eres Dios y no puedes decidir por nadie. Ya que es el final del personaje, ¿debe morir de enfermedad grave, de infarto, estrangulado, acuchillado, por un disparo o en un accidente de coche? Depende del autor, no de ti. De todos modos, no parece que quiera suicidarse, aunque tú estás realmente harto, ya que no eres más que su juego de palabras. No podrás librarte de ti mismo hasta que él acabe.

Pero él dice que se divierte en este mundo porque no soporta la soledad. Tú y él sólo habéis sido compañeros de viaje; no has sido ni su cantarada, ni su juez, y menos su conciencia. No sabes qué es la conciencia, tan sólo lo has acompañado un poco, te has fijado en él. Este desfase en el tiempo y en el ambiente entre tú y él ha creado una especie de distancia. Has aprovechado las facilidades que te daban el tiempo y el lugar donde te encontrabas, lo que ha creado un espacio, pero también una libertad; has aprovechado para observarlo a tu manera. En realidad, los problemas se los ha buscado él mismo.

Bueno, ya está bien, os vais a separar, ¿hay algo más que decir?

Los budistas hablan del nirvana, los taoístas del paso al estado inmortal, pero él dice simplemente que sólo tienes que dejarlo marchar. Nadie puede librar a nadie de su sufrimiento; entonces, déjalo marchar.

En este momento se para, vuelve la cabeza para mirarte, y vuestros caminos se separan. Dice que ha tenido la mala suerte de venir demasiado pronto al mundo; por eso te ha dado tantos problemas. Si hubiera nacido un siglo más tarde, quizá no hubiera tenido tantos problemas. De todos modos, lo que ocurrirá en este siglo nadie puede preverlo, ¿será un siglo realmente nuevo? No podemos saberlo.

61

Perpiñán, una ciudad francesa en la frontera con España. El amigo del centro mediterráneo de literatura que acabas de conocer te pregunta si sientes nostalgia de tu país. Respondes categóricamente que no, ¡hace tiempo que has roto con ese sentimiento por completo! En la plaza de delante del hotel se celebra una fiesta por la inauguración de un pequeño comercio de helados y pasteles; las bombillas de colores atraen a los clientes y una orquesta de vientos toca a pleno pulmón una música alegre. Una anciana se pone a bailar una danza catalana. Esas gentes cálidas del sur y el francés que hablan, como si tuvieran un pelo en la lengua, te hacen sentir bien.

Esta noche de principios de verano llena de aire festivo, esta música animada interpretada por los instrumentos de viento, ¿todo esto es para celebrar tu nueva vida? Has acabado encontrando la alegría de vivir. El dueño del restaurante te pide que le dediques tu libro, dice que a su mujer le gusta leer novelas, que tiene ganas de hacer un viaje a China; sonríes.

¿Tú no volverás nunca?, pregunta uno. No, no es tu país, tu país está en tu memoria, es una fuente en las tinieblas de donde nacen sentimientos difíciles de explicar, es una China personal que sólo te pertenece a ti, y ya no tienes ninguna relación con ella.

Tu corazón está en paz, ya no eres un rebelde, hoy sólo eres un observador, no el enemigo de nadie. Si alguien quiere tacharte de enemigo, tú no te preocupas; sólo recurres a tus recuerdos para reflexionar tranquilamente sobre tu futuro.

No sabes cómo conseguiste en aquella época traer esta fotografía metida dentro de un libro: está delgado, con el pelo cortado casi al cero. Examinas este viejo retrato que siempre llevas encima; ha amarilleado un poco, es de hace más de treinta años, de cuando estabas en la granja de reeducación por el trabajo llamada «escuela de funcionarios del 7 de mayo». Te gustaría intentar agarrar algo de su mirada. Tiene erguida la cabeza afeitada, parece una calabaza, se considera un prisionero, muestra una cierta arrogancia, quizá fue lo que le salvó en aquellos tiempos, lo que le impidió hundirse del todo, pero hoy en día esta arrogancia ya no es necesaria. En la actualidad eres un pájaro libre, puedes volar donde quieras. Tienes la sensación de que delante se extienden unas tierras vírgenes, inexploradas, al menos para ti. Tiene mérito conservar esta curiosidad. No quieres hundirte en tus recuerdos; él se ha convertido en una huella de ti.

Hacer de este instante un punto de partida, hacer de la escritura un viaje hacia la memoria, reflexionar o hablar a solas, y conseguir alegría y satisfacción, sin tener miedo de nada. La libertad acaba con el miedo. La escritura estéril que has dejado se desgastará con el tiempo. La eternidad para ti no tiene un significado especial. Lo que escribes no puede ser el objetivo final de tu existencia. Si todavía escribes es para sentir con mayor plenitud el momento presente.

El momento presente, en Perpiñán, después del desayuno: los coches pasan bajo tu ventana y se reflejan sobre los focos blancos de las farolas de la calle. No tienes tiempo de distinguirlos; sus sombras desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Hay tantas sombras y luces que corren el riesgo de desaparecer de este mundo. Te diviertes con ellas en este instante. Tienes que considerar también a ese «él» como una sombra con la que juegas, y corres el riesgo de sorprenderte un poco. ¡Ah, esta sombra que desaparece en un instante!

Schnittke, ¡qué música tan bonita! Escuchas su Gran concierto nº 6. En esta obra tan fugaz, los tormentos acumulados en la vida se subliman en una gama muy alta; los sonidos largos en las cuerdas son como estos reflejos de luz que pasan antes de desaparecer en un instante. Schnittke, un hombre de tu generación, ni siquiera necesitas conocer su vida para que dialogue contigo, cada sonido que traza en la cuerda llama al eco de un acorde.

Fuera, la luz brillante del principio del verano. Hace ochocientos años, esta ciudad de los Pirineos Orientales, Perpiñán, se regía por una constitución municipal que estipulaba la tolerancia, la paz y la libertad. La ciudad acogía a los refugiados; los catalanes adoraban «esta democracia y esta libertad de ochocientos años hoy amenazadas», precisa el editorial del documento publicado para la celebración del octavo centenario de la ciudad.

Nunca habías imaginado que un día estarías aquí, y todavía menos que unos lectores vendrían a verte para que les firmaras tus libros. Un joven te pide una dedicatoria para su novia, que no ha podido venir personalmente. Piensas escribir: «El lenguaje es un milagro que permite que los hombres se comuniquen. Sin embargo, a veces los hombres no lo consiguen». No escribes la segunda parte de la frase; no puedes escribir cualquier cosa, despreciar la amabilidad de estas personas. Puedes reírte de ti cuanto quieras, pero no jugar con el lenguaje de ese modo.

Lo mismo probablemente ocurre con la música. Mejor suprimir las fiorituras inútiles. Lo que busca Schnittke es justamente esta necesidad; no utiliza las notas para brillar, es sobrio, utiliza grandes espacios, cada frase transmite una sensación real, sin amaneramiento o afectación, sin pretender gustar. Sólo debes hablar si tienes algo que decir, si no, mejor que te quedes callado.

La sombra de cada coche que pasa se refleja en las pantallas de las farolas. En un lado de la calle hay un pequeño parque tranquilo lleno de plátanos y palmeras. Éste es el país natal del plátano, basta que brote para que se esparza. Está por todo el mundo y también ha entrado en tus recuerdos: había por todas las calles y los parques de la ciudad donde vivías de niño. La primera vez que besaste a una chica, la pequeña Wuzi, estaba apoyada contra el tronco de un plátano al que le habían quitado la corteza; también era verano, pero hacía mucho más calor que aquí.

Es tan bueno vivir. Cantas una oda a la vida, y si cantas es porque la vida no te ha maltratado siempre, a veces hasta te ha emocionado, como esta música, este sonido de tambor, tan limpio, con la corneta por encima.

La amiga de Sylvie, Martina, poco tiempo antes de su suicidio, llevó a su casa a un vagabundo que encontró en la calle a pasar la noche. Cuando faltaba poco para que se suicidara, dijo en una cinta de casete que no podía soportar más el hospital psiquiátrico, pero su muerte no tuvo nada que ver con nadie; estaba harta de la vida y se suicidó; también es un final posible. No sabes cómo será tu final, y no tienes por qué intentar imaginártelo. Si un día el nuevo fascismo se hace con el poder, ¿vendrás a refugiarte a Perpiñán? Siempre que en ese momento Perpiñán siga siendo una ciudad tolerante que acoge a los refugiados. No imagines esas cosas.

Afirmar que cuando el hombre viene al mundo debe sufrir absolutamente, o que el mundo sólo es un desierto, es bastante exagerado. No todas las catástrofes caen sobre ti, gracias a la vida. Este agradecimiento quiere decir: «Gracias, Dios mío»; pero la pregunta es: «¿Quién es tu dios?». ¿El destino, la casualidad? Quizá sólo conseguirías salir de tus dificultades y de tus tormentos agradeciendo esta conciencia que tienes de este «yo», este despertar hacia tu propia existencia.

Las grandes hojas de los plátanos y de las palmeras tiemblan dulcemente al viento. No se puede acabar con un hombre si no se deja. Se le puede oprimir, humillar, pero mientras no se le ahogue tendrá la ocasión de levantar la cabeza. El problema es mantener el aliento, aguantar para no morir ahogado bajo un montón de mierda. Se puede violar a un ser humano, hombre o mujer, con violencia física o violencia política, pero no se puede poseerlo por completo; tu mente te pertenecerá siempre si la preservas. Música de Schnittke. Duda, busca a tientas en la oscuridad, busca una salida, como si persiguiera una sensación de luz, y gracias al pequeño resplandor derramado en su corazón, esta sensación no puede desaparecer. Junta las manos para preservar este resplandor que se desplaza lentamente en una oscuridad espesa como el barro. No sabe dónde está la salida, pero protege con mucho cuidado este resplandor que revolotea en el viento. Es mejor decir que es paciente y no obstinado, flexible, que se hace el muerto como una crisálida que teje su capullo, cerrando los ojos para soportar el peso de la soledad. Entonces, el sonido suave de una campanilla, pequeña conciencia de la existencia, belleza de la vida, esta luz tan débil y dulce se expande de golpe hasta el fondo de su ser…

Unas hojas raras de color rojo oscuro, quemadas por el hielo, temblando por el viento sobre las ramas casi vacías del árbol de sebo de delante de su puerta, el estallido de la juventud de esta joven perdida, sin apoyo, el agua del río murmurando en el valle, la gallina negra levantando la cabeza y lanzando su mirada tras haber picoteado el puente de madera; siente piedad por todo eso, como proyecciones de su ser. Además, el deseo que han provocado la seducción y las bromas de la tierna campesina ha mantenido en él este rigor y le ha permitido esperar manteniendo el aliento. Aunque no sabía dónde estaba la salida, se esforzaba por captar la menor belleza; sólo así consiguió no desintegrarse mentalmente, recurriendo a la masturbación para reconfortarse y relajándose gracias a la práctica secreta de la escritura.

También el olor puro de la paja de arroz recién cortada y colocada sobre la plancha de la cama, el olor a las sábanas y mantas secadas al sol después de lavarlas en el estanque, el olor a sudor del cuerpo de la muchacha, aquella agradable y dulce sensación al ponerle su pintalabios, el escalofrío que sintió cuando la agarró del brazo y la empujó hacia la puerta, rozando al pasar sus senos tiesos; recurría a todos estos recuerdos para calentarse, se uniría a ella en la imaginación. Luego, por medio del lenguaje, lo descubría en sus libros, para alcanzar un equilibrio mental.

Sientes un profundo agradecimiento por las mujeres, no sólo deseo. Pides, pero ellas no siempre quieren dar. Eres insaciable, no puedes tenerlo todo. Dios no te lo ha dado todo, no tienes que agradecérselo, pero, aun así, sientes una especie de agradecimiento general, al viento, a los árboles que se mueven con el viento, a la naturaleza, a tus padres, que te han dado la vida. Hoy, no sientes rencor, estás en paz contigo mismo; quizás has envejecido, te cansas antes cuando subes una cuesta, empiezas a ser un poco avaro con las fuerzas que antes malgastabas. Es un síntoma de la vejez que te acecha. Estás en la bajada, un viento frío se ha levantado, pero no, todavía no tienes prisa por descender, y la montaña lejana, oculta en las nubes, parece estar a la misma altura que tú. Sólo tienes que seguir caminando, sin preocuparte de si abajo hay un precipicio. En el momento de caer será mejor que te acuerdes del sol oblicuo que acariciaba a lo lejos las laderas de la montaña.

En una pequeña bahía, en la cima de un pico rocoso, se alza una minúscula iglesia. Tiene una cruz blanca, frente al Mediterráneo. En la cima hay un Cristo de metal negro. En la playa de la pequeña bahía apacible y quieta hay hombres, mujeres y unos niños que corren hacia todos los lados; una mujer en bañador está tumbada tomando el sol sobre la cavidad de una roca, con los ojos cerrados.

Dicen que Matisse vivió aquí, que pintó todo esto, el sol transparente y cegador. Son realmente las luces y los colores del pincel de Matisse, pero tú te diriges hacia la oscuridad.

Te han llevado en coche a Barcelona, luego al museo Dalí, rojo con unos huevos enormes en el tejado. La España que ha visto crecer a este viejo travieso es una nación alegre; las personas deambulan por las calles y las jóvenes españolas, con las cejas espesas y los ojos negros, tienen una nariz pronunciada. Luego fuisteis a un restaurante en el campo, un antiguo molino. En la mesa de al lado había una familia entera: el marido, la mujer y la hija, que tenía unos mofletes rojos que destacaban en su pálido rostro. Esta joven de largas cejas y ojos negros todavía no estaba completamente desarrollada, más tarde se convertiría en la gran mujer robusta y apetecible de un cuadro de Picasso. Estaba sentada frente a sus padres, muy nerviosa, con la mente probablemente concentrada en sus asuntos sentimentales, o en nada en concreto. Es la vida; ignoraba su futuro, pero ¿era importante? Ignoraba que podría sufrir, aunque quizá ya empezaba a atormentarse. Sus cabellos abundantes, negros como el azabache, realzaban la palidez de su piel y sus mofletes rojos. Debía de tener trece o catorce años. Que una chica de esta edad ya se atormente es lo que da belleza a la vida. Sus tormentos recuerdan el sufrimiento de Margarita, ¿sería ella una Margarita?

En este instante escuchas una misa de Kodaly por un coro femenino acompañado de un órgano. Te viene también una especie de sentimiento religioso; los hombres necesitan rezar como comer o hacer el amor. La noche anterior, en la planta de encima de tu habitación, una mujer gritaba en la cama. No pudiste dormir en toda la noche. Desde la una de la madrugada hasta pasadas las tres, no paró de soltar gritos agudos, de jadear, antes de echarse a reír a carcajadas. Desde tu cama no conseguías distinguir si se trataba de una violación o de un placer extremo. Al principio creíste que estaban en la habitación de al lado de la cabecera de tu cama; luego oíste ruidos en el techo, como si retozaran en el suelo, a no ser que fuera una violación como la que contó Margarita. Aunque fuera así, en una habitación de hotel nadie les haría preguntas. Luego oíste unas risas, una risa inmensa que despertó en ti un deseo violento. Pero ahora estás tranquilo; un órgano, una voz de contralto y una voz de tenor forman una combinación maravillosa.

En el momento de tomar el desayuno en la planta baja, sólo oyes los «buenos días» llenos de deferencia en alemán; es un grupo de hombres y de mujeres de mediana edad, o de tercera edad, altos y robustos, turistas alemanes. Se sirven en el buffet platos llenos de salchichas, jamón asado y todos comen mucho, sin que les importe engordar. Estas mujeres no deben de gritar mucho en la cama, piensas. Comen sin parar, hablan poco y hacen poco ruido con los cuchillos y tenedores. En una mesa que hay cerca de la ventana, una joven está frente a un hombre maduro; acaban de tomar el desayuno y beben café. Se quedan callados los dos mirando hacia la calle. El buen tiempo de ayer ha cambiado, el suelo está mojado, pero ha parado de llover. No parecen amantes, más bien un padre que lleva de vacaciones a su hija, que aún depende de él económicamente. Los que reían y gritaban sin parar deben de estar durmiendo tranquilamente en su cuarto.

Órgano y coro. En las habitaciones del hotel abundan los muebles antiguos muy refinados: una pesada mesa de roble, un armario esculpido de color marrón oscuro, una cama de madera con barras redondas, decorada. En las pantallas de las farolas no hay más reflejos; no pasa ningún coche por la calle, es domingo, casi mediodía. Esperas que un amigo venga a buscarte para llevarte al aeropuerto. Vuelves a París con el avión de las doce y pico.

Escrito en Francia de 1996 a 1998

Epilogo

No he leído ningún poema de Gao Xingjian, pocas veces los ha publicado. Pero después de leer El Libro de un hombre solo, me ha quedado claro que Gao Xingjian es un poeta; no sólo porque muchos de los capítulos de esta obra son realmente prosas poéticas filosóficas llenas de una comprensión completa de la vida, sino también porque la obra entera rebosa un sentido poético de la tragedia de una época importante. Esta novela es una tragedia poética y una poesía trágica. Quizá porque soy de la misma generación que Gao Xingjian y he vivido la misma época de pesadillas que describe, mientras leía este libro suspiré a menudo y muchas veces no conseguí contener las lágrimas. Ahora creo firmemente que ha salido a luz una gran obra china que constituye un jalón en la historia.

El Libro de un hombre solo y La Montaña del Alma se deben considerar como dos novelas gemelas, y la primera tiene un contenido tan amplio y tan profundo como la segunda. Sin embargo, el protagonista de La Montaña del Alma parte de la búsqueda del origen de las culturas, del espíritu y de la propia personalidad para volver a la realidad; mientras que en esta novela, el argumento comienza por el encuentro fortuito del protagonista con una chica judía alemana en Hong Kong -poco antes de que la isla volviera a depender de China- y los recuerdos que surgen, a partir de ese instante, de la vida que llevó en el continente en diferentes épocas de su vida. Las sucesivas evocaciones del protagonista vuelan desde su infancia, antes de 1949, pasan por los sucesivos cambios políticos y el estallido de la Gran Revolución Cultural, hasta su huida y luego sus andanzas por Occidente. La estructura de la triple encarnación del protagonista en «yo», «tú» y «él» que caracteriza La Montaña del Alma se ha convertido en esta novela en la homología entre «tú» y «él». El «yo» ha sido estrangulado y eliminado por la crueldad de la realidad, y sólo quedan el «tú» del presente y el «él» de aquella época y de aquellas circunstancias, esto es, la realidad y el recuerdo, la existencia y la historia, la conciencia y la escritura.

Las obras de Gao siempre han sido originales, tienen una gran conciencia moderna. Su ensayo Búsqueda inicial de la técnica de la novela moderna, publicado en 1981, provocó en el mundo literario del continente un debate sobre el problema del «modernismo y realismo» e impulsó a los escritores chinos a prestar atención a la literatura modernista y a su forma de expresión. Mientras se desarrollaba ese debate, sus obras de teatro La estación y La señal absoluta fueron muy criticadas e incluso se prohibió su representación. Hasta ahora ha publicado dieciocho obras de teatro, que forman parte de las primeras obras modernistas de China del siglo XX y representan una contribución muy valiosa. A los ojos de la gente (yo incluido), Gao Xingjian siempre ha sido un escritor modernista, tanto por su papel de vanguardista en el movimiento literario contemporáneo de China como por el color modernista de sus obras. Pero El Libro de un hombre solo me ha sorprendido, ya que es una novela muy «realista». Nunca habría imaginado que Gao pudiera escribir un libro tan pegado a la realidad, a la realidad excepcionalmente amarga que vivimos los de nuestra generación durante unos cuarenta años. La realidad era cruda, y todavía lo era más la política dentro de esa realidad. No obstante, sin intentar en absoluto evadir el problema, Gao no sólo ha enfocado directamente la política, sino que, además, ha descrito con todo detalle y sin tapujos la debilidad de la naturaleza humana y el temor interior que sienten las personas bajo la opresión política. La obra ha revelado cómo fue posible que se propagaran las calamidades políticas como una epidemia y cómo esta peste envenenó a la gente, transformándola hasta hacerle perder su propia naturaleza. A pesar de que he vivido y sufrido personalmente esos desastres, la lectura de esta novela no dejó de conmocionarme enormemente en cuerpo y alma. Son muchos los libros que han descrito la realidad del continente chino de la segunda mitad del siglo XX y que han hablado de los diversos disturbios políticos, del movimiento de las guardias rojas y de la campaña que obligaba a los jóvenes instruidos a instalarse en el campo durante la Gran Revo lución Cultural, pero ninguno me ha impresionado tan profundamente como El Libro de un hombre solo. Aunque en este momento no puedo explicar claramente la razón, intuyo que para mostrar aquella realidad tan absurda y tan abigarrada es muy difícil conseguir un buen resultado si se recurre al método del realismo clásico; o sea, al método general de la teoría del reflejo. El método del realismo clásico tiene ciertas limitaciones, ya que permite deslizarse sólo por la superficie de la realidad y no penetrar en las capas profundas de ella, y le cuesta librarse de un modelo de escritura basado en acusar, censurar, desenmascarar, quejarse, etcétera. La utilización de este método para escribir novelas se puso de moda durante los primeros años de la década de los ochenta en la China continental, pero al final de aquella década y en la de los noventa, los escritores chinos ya despreciaban esta técnica y muchos jóvenes escritores se dedicaban a dar una nueva definición de la historia y a redactar de nuevo los cuentos históricos. Sin embargo, aunque estos autores tienen el mérito de experimentar y un cierto talento para librarse de la mediocridad de «reflejar la realidad», la «historia» que muestran casi siempre parece «inventada». Y esta «invención» hace vacías sus obras, porque eluden una época real, no tienen un conocimiento profundo de lo que ocurrió en aquel tiempo, tampoco lo critican, y como es lógico les falta una plena comprensión y exposición de la naturaleza humana. Gao Xingjian parece tener una clara visión de aquel modo de pensar deficiente, y ha trazado a solas su propio camino. A este camino lo llamo provisionalmente «camino de realismo extremo». Por «extremo» se debe entender en primer lugar rechazar cualquier invención, exponer la historia de manera absolutamente cruda y exacta hasta dar a conocer una realidad viva, una exactitud precisa y una rigurosidad casi cruel. Gao es muy inteligente y sabe que la época real que ha vivido estaba llena de cuentos que nos hacen reflexionar, y basta con escribirlos tal como son para que nos impacten profundamente. Por otra parte, la palabra «extremo» también significa no limitarse a la capa superficial y mostrar un gran empeño en explorar las capas profundas de la naturaleza humana. Esta novela de Gao Xingjian no sólo describe con total realismo la mayor catástrofe que tuvo lugar en la historia actual de China, sino que también expone con una gran destreza la debilidad de la naturaleza humana.

Al denominarlo «realismo extremo», he pensado en dos problemas: 1. ¿Qué causa hizo que esta forma de escribir apareciera en el escenario literario? 2. ¿Cuáles son las condiciones que se requieren para que tenga éxito?

Sobre el primer problema, al leer las novelas publicadas en estos últimos años, me he dado cuenta de que la literatura se encuentra ahora en una situación difícil, o más bien una situación desesperada. Esto quiere decir que han llegado a su final las dos maneras fundamentales de escritura: el método del realismo clásico y la forma artística de vanguardia. Aunque el método del realismo clásico ya no funciona, no podemos sustraernos a la existencia real y a sus problemas, ni eludir la viva y cruel realidad. En tal caso, ¿qué debemos hacer? Algunos escritores y artistas actuales han encontrado una salida que llaman «jugar», jugar a la vanguardia, al vanguardismo, a la forma pura, al lenguaje, a los pasatiempos inteligentes, convirtiendo así la literatura en un concepto, en un programa. Sin embargo, a finales del siglo, hemos podido comprobar, cada vez con mayor claridad, el aspecto negativo de estos juegos. Al fin y al cabo, el lenguaje no puede ser el hogar final, la herramienta no es la misma existencia, el arte y la literatura no son fantoches de la forma, la envoltura no es el propio cuerpo espiritual, el postmodernismo no es más que una carcasa sin «doctrina» y no ha creado nada concreto. En una palabra, la revolución del arte ha llegado a su fin y el juego de vanguardia también. Al ver claramente que la revolución de la forma se halla en una situación sin salida, Gao Xingjian ha dicho adiós a las «doctrinas», a la revolución del arte y también a la revolución en general. El «realismo extremo» es el nuevo camino que ha elegido después del «derrumbamiento» del modo de pensar de aquella gente. Lo ha elegido con razón. Ha entrado con valentía y decisión en la realidad, en el cuerpo propio de la vida, y se ha demostrado su gran talento para transformar esa realidad y ese cuerpo vivo que abraza en formas artísticas poéticas.

Sobre el segundo problema, he reflexionado mucho tiempo después de leer este libro y he vuelto a leerlo durante la reflexión. Por fin he descubierto la mirada juiciosa con que el autor observa a su protagonista y la realidad que hay detrás del libro. Tanto en sus novelas como en sus obras de teatro, Gao siempre adopta una actitud de observación serena y juiciosa, y esta actitud se ha mostrado aún más evidente en El Libro de un hombre solo. La realidad de que trata esta novela no es una realidad general, sino una realidad extraordinariamente sucia, aburrida y vergonzosa; las personas enfocadas no son tampoco personas normales, sino unos individuos con carne pero sin corazón, que se muestran intimidados por las calamidades políticas y a los que les han lavado el cerebro los movimientos políticos, o, lo que es lo mismo, unos idiotas. Observar esta realidad y a estas personas desde el punto de vista de la realidad sería peligroso, porque la obra se haría muy mediocre, aburrida, vulgar y sentimental. Pero Gao no ha caído en la trampa. Ha entrado en la realidad y se ha puesto por encima de ella: lo observa todo y, en particular, observa y se ocupa del protagonista con la mirada de un intelectual actual que se ha librado totalmente de la sombra de la ideología de antaño y que ya tiene una comprensión real y completa de la vida y del universo. De este modo, el protagonista de la novela era completamente real, era una persona muy sensible y dotada de un pensamiento sumamente complejo, pero en aquella época de terror, lo obligaron a hacerse idiota, tuvo que limpiar y vaciar su cerebro para poder sobrevivir. Pero no lo hizo por su propia voluntad, ni tampoco quiso dejar de pensar. Por lo tanto, por una parte trataba de disimular sus miradas, y por la otra intentaba mantener su equilibrio interior a través de los monólogos. La novela ha capturado esta intensa contradicción interior para describir con minuciosidad la actividad psíquica del personaje y exponer vivamente la debilidad, el forcejeo, el lado oscuro y la tristeza de la naturaleza humana. De este modo, El Libro de un hombre solo constituye un testimonio real y fehaciente de la historia, y además es una revelación del trágico destino que sufrieron muchas personas en un amplio período histórico. El triste sentido poético está implícito en el descubrimiento de la tragedia universal de la naturaleza humana y en la gran compasión que el autor siente por ella. Gao Xingjian es realmente admirable, ya que ha entrado en la sucia realidad y ha salido airoso, llevando consigo una impresión fresca, dando origen a una nueva mentalidad y creando un nuevo entorno. Esto es, verdaderamente, «transformar lo podrido en algo maravilloso».

En 1996 la editorial Tiandi, de Hong Kong, me encargó la tarea de compilar una colección de obras de investigación académica bajo el título de China literaria, e incluí en ella un folleto de ensayos de Gao Xingjian, de cerca de 300 páginas, titulado Sin doctrinas. Por estos ensayos se puede deducir que Gao es un escritor en cuyo cuerpo palpita el pulso de la libertad y que insiste firmemente en lanzar su propia voz, es un gran hombre que se ha librado de toda clase de sombras y, sobre todo, de las sombras ideológicas (sombras de las doctrinas), y es un talento literario-artístico cabal que pone la creación del valor espiritual del individuo en lo alto de la torre de la vida. El que no sea partidario de ninguna doctrina no significa que no tenga pensamiento o actitud filosófica. Al contrario, Gao es precisamente una persona dotada de un pensamiento y un cerebro filosóficos bastante desarrollados, y además su filosofía tiene un carácter consecuente. Esta filosofía sólo le pertenece a él, porque no proviene de ninguna escuela, sino de supropia experiencia y comprensión profunda de una época de sufrimientos que tiene grabada en la mente. Hemos visto en El Libro de un hombre solo que destruye completamente las máscaras de todo tipo, se despide de toda clase de falsas apariencias e ídolos (incluidas la utopía y la revolución), y rechaza crearse nuevas ilusiones e ídolos. Esta novela habla de la huida, es el monólogo triste y desnudo de un apatrida sin doctrinas y sin camuflajes que vagabundea por el mundo; cuenta algunas historias y habla de una filosofía: que el hombre debe aprovechar cada instante de la vida para disfrutarla todo lo que le sea posible, y no caer en la oscuridad, ilusión, concepción o pesadilla creadas por otros o por sí mismo. Escapar a todo esto es la libertad.

Liu Zaifu

20 de enero de 1999

Universidad de Colorado