Claudio, Tiberio y Nerón son tres estudiantes franceses que viven en Roma. Claudio es un chico mimado, egoísta, tierno y mujeriego, Tiberio, el huérfano, el más guapo y brillante de los tres, es un apasionado del latín clásico, Nerón es amoral, esteta y se peina a la antigua. Juntos conforman un grupo curioso, divertido y entrañable. En pleno mes de junio se ven inmersos en una aventura frenética, que conmueve los pilares de sus vidas y pone en entredicho su amistad. Henri Valhubert, coleccionista de arte parisino -y padre de Claudio-, es asesinado una noche de fiesta delante del palacio Farnesio, entre antorchas y muchedumbres ebrias. ¿Qué venía a hacer a Roma? ¿Y cómo ha podido beber una copa de cicuta? Al mismo tiempo, se descubre que unos valiosísimos dibujos de Miguel Ángel han sido robados de la Biblioteca Vaticana. ¿Tiene el crimen algo que ver con estas extrañas desapariciones?.

Fred Vargas

Los Que Van A Morir Te Saludan

Título original: Ceux qui vont mourir te saluent

© De la traducción, Blanca Riestra

I

Los dos chicos mataban el tiempo en la estación central de Roma.

– ¿A qué hora llega su tren? -preguntó Nerón.

– Dentro de una hora y veinte -dijo Tiberio.

– ¿Y piensas quedarte todo el rato así? ¿Vas a esperar a esa mujer sin moverte ni un ápice?

– Sí.

Nerón suspiró. La estación estaba vacía, eran las ocho de la mañana, y ahí estaba: esperando ese maldito Palatino proveniente de París. Miró a Tiberio, que se había acostado sobre un banco con los ojos cerrados. Podía perfectamente marcharse sin hacer ruido y volverse a meter en la cama.

– Quieto ahí, Nerón -dijo Tiberio sin abrir los ojos.

– No me necesitas para nada.

– Quiero que la veas.

– Bueno.

Nerón volvió a sentarse pesadamente.

– ¿Qué edad tiene?

Tiberio hizo un cálculo mental. No sabía con exactitud qué edad podía tener Laura. Cuando se conocieron, en el colegio, él tenía trece años y Claudio doce y, por entonces, el padre de Claudio llevaba ya bastante tiempo casado en segundas nupcias con Laura. Eso quería decir que debía de tener casi veinte años más que ellos. Durante mucho tiempo él había creído que Laura era la madre de Claudio.

– Cuarenta y tres años -dijo.

– Ah.

Nerón tardó un momento en responder. Había encontrado una lima en su bolsillo y se entretenía redondeándose las uñas.

– He conocido al padre de Claudio -dijo-. No tiene nada de especial. Explícame por qué Laura se ha casado con un tipo que no tiene nada de especial.

Tiberio se encogió de hombros.

– Nadie se lo explica. Supongo que ama a Henri a pesar de todo, por alguna razón que todos ignoramos.

En verdad Tiberio se había hecho con frecuencia esa pregunta. ¿Qué demonios hacía la singular y magnífica Laura en brazos de un tipo tan serio y tan intransigente? Era inexplicable. Daba la impresión, incluso, de que Henri Valhubert ni siquiera se daba cuenta de hasta qué punto su mujer era singular y magnífica. Tiberio se hubiese muerto de aburrimiento de haber tenido que vivir con Henri, pero Laura no parecía morirse en absoluto. Incluso Claudio encontraba inaudito que su padre hubiese conseguido casarse con una mujer como Laura. «Se trata probablemente de un milagro, aprovechémonos», decía. Se trataba de un problema sobre el cual Claudio y él habían dejado de pensar desde hacía tiempo y que siempre habían resuelto concluyendo: «Es inexplicable».

– Es inexplicable -repitió Tiberio-. ¿Qué demonios haces con esa lima de uñas?

– Aprovecho nuestra espera para perfeccionar mi apariencia. Si estás interesado -añadió tras un silencio-, poseo una segunda lima.

Tiberio se preguntó si era realmente una buena idea presentar Nerón a Laura. Laura también tenía su lado frágil. Era capaz de desmoronarse con un golpe.

II

A Henri Valhubert no le gustaban las cosas perturbadoras. Abrió la mano y la dejó caer sobre la mesa con un suspiro.

– Sí, lo es -dijo.

– ¿Está seguro? -preguntó su visitante.

Henri Valhubert alzó una ceja.

– Discúlpeme -dijo el hombre-. Si usted lo dice.

– Se trata de un boceto de Miguel Ángel -continuó Valhubert-, un fragmento de torso y un muslo, y nos lo encontramos circulando por París.

– ¿Un boceto?

– Exactamente. Es un boceto tardío, y vale millones porque no proviene de ninguna colección privada o pública conocida. Es un inédito, lo nunca visto. Un esbozo de muslo circulando por París. Cómprelo y hará un negocio estupendo. A menos, claro, que se trate de un robo.

– Hoy en día ya no se puede robar un Miguel Ángel. No es que abunden.

– En el Vaticano, sí. En los inmensos fondos de archivo de la Biblioteca Vaticana… Este papel huele a la Vaticana.

– ¿Huele?

– Huele, en efecto.

¡Qué estupidez! Henri Valhubert sabía muy bien que cualquier papel viejo huele exactamente igual que otro papel viejo. Sin embargo, lo apartó molesto. ¿Por qué estaba tan turbado? No era el mejor momento para pensar en Roma. Claro que no. Aquel calor de entonces, cuando en la Biblioteca Vaticana se había visto envuelto en una búsqueda frenética de imágenes barrocas, y los papeles crujían en medio del silencio al ser hojeados. ¿Se sentía frenético en la actualidad? Ya no, en absoluto. Dirigía cuatro negocios de edición artística, manejaba un montón de pasta, la gente se apresuraba a pedirle su opinión, se disculpaba antes de dirigirle la palabra, su hijo lo evitaba; e incluso Laura, su mujer, titubeaba antes de interrumpirle. Sin embargo cuando se habían conocido, a Laura no le importaba lo más mínimo interrumpirlo. Venía a esperarlo por las tardes bajo las ventanas del palacio Farnesio en Roma, con una gran camisa blanca de su padre ceñida a la cintura. Él le contaba lo que había sacado en limpio de aquella jornada calurosa en la vieja Vaticana, y Laura lo escuchaba gravemente con el perfil arqueado. Y luego, de repente, le daba igual y lo interrumpía.

Ahora, en cambio, ya no. Ya habían pasado dieciocho años e incluso Miguel Ángel lo llenaba de melancolía. Henri Valhubert detestaba los recuerdos. ¿Por qué venía este tipo a ponerle delante de las narices aquel apestoso papel? ¿Y por qué seguía él siendo aún lo bastante esnob como para disfrutar diciendo «La Vaticana», igual que si se tratase de una vieja amiga, en vez de decir «la Biblioteca Vaticana» como todo el mundo, con respeto? ¿Y por qué Laura se iba a Roma casi todos los meses? ¿Acaso sus padres, que se pudrían lejos de la gran urbe, exigían tal cantidad de viajes?

Ni siquiera tenía ganas de revelar su descubrimiento a aquel tipo, y eso que le resultaba muy fácil. El tipo podía guardarse su muslo de Miguel Ángel, si tal era su deseo, a él le resultaba completamente indiferente.

– Después de todo -continuó-, puede provenir perfectamente de cualquier pequeña colección italiana. ¿Qué aspecto tenían los dos hombres que se lo ofrecieron?

– No tenían ningún aspecto en concreto. Me dijeron que se lo habían comprado a un particular en Turín.

Valhubert no respondió.

– Entonces, ¿qué hago? -preguntó el hombre.

– Ya se lo he dicho, ¡cómprelo! Está tirado. Y sea amable. Hágame llegar un cliché y avíseme si encuentra otros. Nunca se sabe.

En cuanto estuvo solo, Henri Valhubert abrió de par en par la ventana de su despacho con la intención de aspirar el aire de la calle de Seine y ahuyentar aquel olor a papel viejo y a la Vaticana. Laura debía de estar llegando en estos momentos a la estación de Roma. Y ese joven majara de Tiberio estaría probablemente esperándola para llevarle las maletas. Como siempre.

III

El Palatino acababa de entrar en la estación. Los viajeros descendían blandamente. Tiberio señaló de lejos a Laura, para que Nerón la viese.

– Tiberio… -dijo Laura-. ¿Cómo no estás trabajando? ¿Llevas mucho tiempo aquí?

– Languidezco aquí desde las primeras luces. Cuando tú dormías en la frontera, yo ya estaba aquí. En aquel rincón. ¿Cómo estás? ¿Has podido dormir en la litera? Dame tu bolsa.

– No estoy cansada -dijo Laura.

– Claro que lo estás. Sabes perfectamente que el tren cansa. Mira, Laura, te presento a nuestro amigo Nerón, la tercera punta satánica del triángulo demoníaco que baña la ciudad de Roma de sangre y fuego… Lucius Domitius Nero Claudius, sexto César… ¡Avanza Nerón! Mucho cuidado con él, Laura… Está completa y rematadamente loco. Es el loco más completo que Roma haya jamás acogido entre sus muros desde hace mucho tiempo… Pero Roma aún no lo sabe. Ése es el inconveniente.

– ¿Tú eres Nerón? Claudio lleva años hablándome de ti -dijo Laura.

– Buena cosa -dijo Nerón-. Soy un tema inagotable.

– Es sobre todo un individuo pésimo -dijo Tiberio-. Inteligencia eruptiva y nefasta para el futuro de las naciones. Pero ¡dame esa bolsa, Laura! No quiero que lleves ninguna bolsa. Pesa y además hace feo.

Nerón caminaba al lado de ambos. Tiberio había descrito mal a aquella mujer, con palabras ambiciosas que quieren decir mucho y no dicen nada. Nerón lanzaba rápidas miradas de soslayo, manteniendo la distancia, con una deferencia respetuosa nada habitual en él. Laura era bastante alta y andaba con una especie de desequilibrio imperceptible. ¿Por qué Tiberio le había expuesto tan mal todo aquello del perfil? Había hablado de un perfil curvo, de labios un poco desdeñosos, de cabellos negros cortados sobre los hombros.

Pero no había explicado hasta qué punto el conjunto resultaba sorprendente a la vista. En este momento, ella escuchaba a Tiberio, mordiéndose un labio. Nerón absorbía con avidez la entonación de su voz.

– ¡Pues no, guapo, no llevo nada de comer! -decía Laura, mientras caminaba con rapidez, cruzando los brazos sobre su vientre.

– ¿Y qué va a ser de mí?

– Cómprate algo de camino. Tienes que alimentarte. ¿Claudio trabaja de nuevo? ¿Se concentra?

– Por supuesto, Laura. Claudio trabaja mucho.

– Me mientes, Tiberio. Duerme de día y corretea de noche. Mi pequeño Claudio no hace más que tonterías. Dime, Tiberio, ¿por qué no ha venido?

Espantó sus palabras de un manotazo.

– Es por Livia -dijo Tiberio-, ¿no has oído nada del último descubrimiento de tu querido Claudio?

– La última vez sólo mencionó a una tal Pierra.

– ¡Oh, no! Lo de Pierra data de hace al menos veinte días, es una historia antigua, antediluviana. No, yo hablo de la maravillosa Livia, ¿no te dice nada?

– No. Creo que no. Veo tantas, ya sabes.

– Muy bien, te la enseñaré esta semana. Siempre que la constancia de Claudio resista hasta entonces.

– Esta vez no me quedo, guapo. Me vuelvo a París mañana por la noche.

Tiberio se detuvo bruscamente.

– ¿Te vas tan pronto? ¿Nos dejas?

– Sí -dijo Laura sonriendo-. Volveré dentro de un mes y medio.

– ¿Pero acaso no te das cuenta, Laura? ¿No sabes que Claudio y yo, desde que estamos exiliados aquí en Roma, todos los días, me oyes, todos los días lloramos un poquito por tu culpa? Un poquito antes de almorzar y un poquito antes de cenar. Y tú ¿qué haces? ¡Nos dejas durante un mes y medio! ¿Acaso crees que las Pierras y las Livias van a poder animarnos?

– Sí, lo creo -dijo Laura con la misma sonrisa.

Nerón apreció aquella sonrisa.

– Pero yo soy un ángel -dijo Tiberio.

– Claro que sí, guapo. Ahora vete, voy a coger un taxi.

– ¿No podemos acompañarte y tomar contigo una copa en el hotel?

– Prefiero que no. Tengo que ver a un montón de gente.

– Bueno. Cuando veas a Henri, abrázalo de mi parte y de parte de Claudio. Dile que tengo la foto que me ha pedido para su libro. Entonces… ¿te devuelvo la bolsa? ¿Acabas de llegar y ya nos dejas?, ¿y no vuelves hasta dentro de un mes?

Laura se encogió de hombros.

– Vale -respondió él-. Me zambulliré en el estudio. ¿Y tú, Nerón?

– Me ahogaré en la sangre de la familia -dijo Nerón sonriendo.

– Se refiere a la familia imperial -susurró Tiberio-. Los Julio-Claudios. Es una manía que tiene. Muy grave. Nerón el Parricida fue el criminal más peligroso de todos. Prendió fuego a Roma.

– No existen pruebas -dijo Nerón.

– Lo sé -dijo Laura-. Y se hizo dar muerte diciendo: «¡Qué artista muere conmigo!». O algo así.

Tiberio le tendió la mejilla a Laura y Laura le dio un beso. Nerón le estrechó la mano.

Sobre la acera, los dos chicos la miraron mientras se alejaba de espaldas, a grandes zancadas, arropándose con su abrigo negro, los hombros un poco arqueados como si tuviese frío. Se volvió para hacerles una seña. Nerón entornó los ojos. Nerón era miope: se estiraba con los dedos las comisuras de sus ojos verdes para «ver claro» porque se negaba por completo a llevar gafas. Un emperador romano no puede permitirse el llevar gafas, explicaba. Sobre todo si tiene los ojos verdes, que son muy delicados. Resultaría indecente y grotesco. Nerón se había hecho cortar el pelo a la antigua, corto, dejando sobre la frente algunos bucles rubios y regulares que aplastaba cada mañana con gomina.

Tiberio lo sacudió suavemente.

– Puedes dejar de estirarte los ojos -dijo-. Ha doblado la manzana. Ya no se la ve.

– No sabes describir a las mujeres -suspiró Nerón-. Ni a los hombres.

– Cierra la boca -dijo Tiberio-. Venga, vamos a tomar un café.

Tiberio se sintió aliviado. Le hubiese horrorizado que su querido Nerón no apreciase a Laura. Por supuesto confiaba en las fascinaciones extremadas de su amigo, pero, aun así, siempre se corre un riesgo. Por ejemplo, hubiese podido mostrarse simplemente tibio. Hubiese podido no entender nada y decir, sí, que era bastante guapa, pero que ya no era joven y que se le podían reprochar algunos pequeños detalles, que todo aquello distaba de ser perfecto o algo así. Por esa razón, Tiberio y Claudio habían titubeado largamente antes de enseñarle a Laura. Pero Nerón sabía reconocer todo lo que valía la pena en este mundo.

– No, no sabes describir a las mujeres -repitió Nerón revolviendo su café.

– Bébete el café. Me pones nervioso cuando lo revuelves de esa forma.

– Claro, tú estás acostumbrado. La conoces desde que eres un niño.

– Desde los trece años. Pero uno no se acostumbra nunca.

– ¿Cómo era antes? ¿Más guapa?

– Yo creo que menos. Tiene un tipo de rostro al que le va bien la fatiga.

– ¿Y dijiste que era italiana?

– No por completo, su padre es francés. Nació en Italia y aquí ha pasado toda su juventud, una juventud más bien alocada, creo. Casi no habla sobre ello. Sus padres estaban francamente en la miseria. Debió de ser el tipo de chica que corretea descalza por las calles de Roma.

– Me lo imagino -dijo Nerón soñador.

– Se encontró con Henri Valhubert en Roma, cuando él vino a estudiar a la escuela francesa. Era muy rico, viudo, con un niño pequeño, pero no era guapo. No, Henri no es guapo. Ella se casó con él y se fue a vivir a París. Es inexplicable. Hace ahora casi veinte años. Ella viene a Roma con frecuencia para ver a su familia, para ver a gente. A veces se queda un día, a veces algo más. Es difícil tenerla para uno mucho tiempo de una sola vez.

– ¿No me habías dicho que te gustaba Henri Valhubert?

– Claro. Es la costumbre. Siempre ha sido despiadado con Claudio. Anotábamos en un cuaderno sus accesos de ternura, porque a veces tenía alguno por las mañanas. Laura nos daba dinero a sus espaldas y mentía por nosotros, porque Henri Valhubert era contrario a todo tipo de locura. Trabajo y sufrimiento. ¿Resultado? Claudio no hace nada y eso pone a su padre furibundo. No es un hombre fácil. Creo que Laura le tiene miedo. Una noche, Claudio se quedó dormido sobre su cama y yo atravesé el gran despacho para volver a casa. Vi a Laura llorando en un sillón. Era la primera vez que la veía llorar y me quedé petrificado, tenía quince años, entiéndeme. Al mismo tiempo, era un espectáculo excepcional. Se sujetaba el pelo negro con el puño y lloraba sin hacer ruido. Con el arco de la nariz tenso, divino. Es lo más bello que he visto en toda mi existencia.

Tiberio frunció el entrecejo.

– Fue mi primer paso hacia el conocimiento -añadió-. Antes era imbécil.

– ¿Por qué lloraba?

– Nunca lo supe. Y Claudio tampoco.

IV

Claudio golpeó apresuradamente la puerta de la habitación de Tiberio y entró sin esperar respuesta.

– Me molestas -dijo Tiberio sin volverse de su mesa.

– Supongo que trabajas.

Tiberio no respondió y Claudio emitió un suspiro

– ¿De qué te sirve?

– Lárgate, Claudio. Nos vemos en la cena.

– Dime, Tiberio, cuando viste a Laura hace dos semanas, cuando fuiste a buscarla a la estación, ¿hablasteis de mí?

– Sí. Bueno, no. Hablamos de Livia. No nos vimos mucho tiempo, ¿sabes?

– ¿Y por qué de Livia? Por si no lo sabes la dejé hace dos días.

– Eres agotador. Y esta vez, ¿qué le pasaba a esta chica?

– Se estaba apresurando.

– Cuando están enamoradas, tienes miedo, cuando no lo están te ofendes y cuando lo están modestamente, te aburres. ¿Qué buscas exactamente?

– Dime, Tiberio, ¿es que has hablado de mí con Laura? ¿O de mi padre?

– Ni siquiera mencionamos a Henri.

– ¡Vuélvete cuando me hables! -gritó Claudio-. ¡Ni siquiera puedo ver si mientes!

– Me agotas, amigo -dijo Tiberio obedeciéndole-. No me gusta nada cuando te pones así, tan agitado. ¿Qué es lo que pasa ahora?

Claudio apretó los labios. Siempre había sido así. Tiberio conseguía exasperarlo. Desde que se conocieron hace catorce años y fueron al colegio juntos y después al instituto y luego a la universidad, nada había cambiado. Más bien había empeorado. A medida que Tiberio crecía ante sus ojos, adquiría más encanto y más fuerza. A veces resultaba fastidioso. Un día, de todas formas, la edad acabaría con el rostro anguloso de Tiberio, acabaría con sus pestañas negras de prostituta y deformaría su cuerpo. Cuando llegase ese momento, veríamos si Tiberio seguía siendo el hombre noble, el trabajador infatigable y rápido, el tierno protector de su amigo Claudio. Ya veríamos. Hasta entonces, aún faltaba tiempo. Claudio se separó de la ventana donde se veía su reflejo. «Escuchimizado», lo llamaba su padre. Tenía un rostro irregular que sobresalía por todas partes y que además había heredado de aquel maldito padre. Felizmente en la vida existen los milagros y él podía tener a todas las chicas que se le antojaban, sin conseguir explicarse aún cómo. Todo hay que decirlo, invertía mucho tiempo en ello. Más tarde, cuando fuese extremadamente rico, es seguro que ganaría tiempo. He ahí algo que Tiberio no iba a tener jamás. Tiberio era un pobretón. Sin un céntimo en el bolsillo. Tiberio era un desarrapado. Tiberio se había hecho a sí mismo, picoteando aquí y allá. Magistralmente, quizás, pero picoteando aquí y allá. Tiberio ni siquiera era alumno de la escuela francesa de Roma. Él, Claudio, había entrado fácilmente gracias a la recomendación de su padre. Pero Tiberio y Nerón se habían quedado en puertas. Entre los dos no habían conseguido más que una beca de la universidad que les había permitido seguir a Claudio a Italia y que compartían. Pero Claudio sabía perfectamente que su madrastra le daba un poco de dinero a Tiberio igual que cuando era pequeño. Saltaba a la vista. Era de extrañar que él mismo fuese capaz de adorar a un tipo que al mismo tiempo le ponía tan nervioso. Nunca había podido prescindir de él. Y cuando habían formado aquel «triunvirato», en los primeros años de la universidad, cuando conocieron a David -Nerón-, aquello se había convertido en algo aún peor, en algo indisoluble, sagrado. David ya estaba completamente pirado a los diecinueve años, y aquello no arreglaba las cosas. Le había parecido maravilloso que Claudio llevase desde su nacimiento el nombre de pila de un emperador romano. Decía que le iba bien a causa, ya entonces, de sus correrías erráticas con las mujeres. «¡Bienaventurado él si hubiese podido gobernar su casa como gobernó su imperio!», declamaba a cada momento, cuando Claudio le presentaba a una nueva novia. A partir de ahí, David había bautizado de manera natural a Thibault con el nombre de «Tiberio», y él se había hecho llamar a sí mismo «Nerón», «debido a sus malos instintos». Y aquella historia los había aprisionado a los tres dentro de la misma familia. Había resultado inevitable. Fue un verdadero drama cuando se tomó la decisión de que Claudio partiría durante dos años a Roma sin los otros dos. Incluso Laura hacía ya mucho tiempo que había olvidado el verdadero nombre de Tiberio: y, todo hay que decirlo, Thibault es un nombre bonito.

Tiberio había aprovechado su silencio para ponerse de nuevo a trabajar.

– No me escuchas -dijo Claudio.

– Espero a que hables.

– He recibido una carta de mi padre. Llega mañana a Roma. Me escribe que es un asunto urgente.

– Vaya, ¿qué pinta Henri en Roma? Nunca viene cuando hace calor.

– Naturalmente, me da una pequeña explicación que no vale nada, pero es evidente que viene por mi culpa, para sermonearme, para encarrilarme sobre las vías del honor familiar. Es insoportable. ¿Crees que ha descubierto algo sobre aquella chica que estaba embarazada?

– No creo.

– ¿No le habrás dicho nada?

– Venga, compañero…

– Perdona, Tiberio. Ya sé que no has dicho nada.

– ¿Qué te ha escrito Henri?

– Dice que ha tenido entre sus manos un pequeño Miguel Ángel inédito. Sospecha que la cosa pudo haber sido robada de un fondo de archivos inexplorado y ha pensado en la Vaticana. Después llamó a Lorenzo para hablarle del asunto, porque piensa que como trabaja en el Vaticano puede haber advertido algún tipo de tráfico, si es que lo hay. Lorenzo ha interrogado a Maria, que no ha notado nada de especial en la biblioteca en estos últimos tiempos. Ahí se termina toda la historia. Y a pesar de todo, aunque le horroriza molestarse por minucias, desembarca en Roma para «estudiar el asunto más de cerca». En pleno mes de junio. Es absurdo.

– Puede que no lo haya dicho todo, puede que tenga una pista sólida, dudas sobre sus antiguos colegas. A lo mejor quiere silenciar todo el asunto personalmente.

– Y, en ese caso, ¿por qué no me habría dicho nada?

– Para que no levantes la liebre contando toda la historia por ahí.

Claudio puso mala cara.

– No lo tomes mal, compañero. Sabes perfectamente que con tres copas sufres un enternecimiento generalizado que te conduce, con una indulgencia carente de discernimiento, a un mundo mejor, en el que de pronto todas las mujeres se te antojan deseables y todos los hombres, encantadores. Es una tendencia tuya. Henri puede que esté, simplemente, tomando sus precauciones.

– ¿Entonces no crees que venga para encarrilarme?

– No. ¿Estará Lorenzo en casa de Gabriella esta noche?

– Normalmente sí. Es viernes.

– Llámala. Pasaremos a saludar a nuestro amigo el obispo y quizás descubramos algo más. Dile que cenaremos en su casa.

– Es viernes, habrá pescado.

– ¿Qué más da?

Claudio salió y volvió de inmediato.

– ¿Tiberio?

– ¿Si?

– ¿Crees que no hubiese debido dejar a Livia?

– Es asunto tuyo.

– ¿Acaso no sabes que las mujeres serán mi perdición?

– ¿Por qué? ¿Sólo porque el emperador Claudio fue ridiculizado por su tercera esposa y asesinado por la cuarta?

Claudio se rió. Abrió la puerta y murmuró mientras salía:

– Cuarta esposa que no era otra que la madre de Nerón. No lo pases por alto.

Tiberio corrió hacia la puerta y gritó en el pasillo:

– Nerón, que mató a su madre para acceder al trono, no 1o olvides.

V

– Gabriella está en casa, monseñor -dijo la portera haciendo una genuflexión.

– ¿Está sola?

– Sus tres amigos acaban de llegar, monseñor.

El hábito de Lorenzo Vitelli contrastaba embarazosamente con la caja desvencijada de la escalera de este edificio del Trastevere. A Lorenzo Vitelli le daba absolutamente igual. A nadie en la casa se le hubiese ocurrido reprocharle que no hacía honor a su rango. Todo el mundo sabía que el obispo tenía a Gabriella a su cargo moralmente desde que era una niña y que la había ayudado siempre y sin jamás intentar constreñirla de manera alguna. A la sombra imponente de su protector, Gabriella había adquirido una independencia remarcable. Se había dicho que él la arrastraría a la vida religiosa, pero monseñor no se lo había ni tan siquiera sugerido. «No es mi función constreñir las almas», había dicho Lorenzo Vitelli, «y la de Gabriella me agrada tal y como es». Al obispo le gustaban las veladas en casa de Gabriella con Claudio, Tiberio y Nerón, pero sobre todo con Tiberio, al que apreciaba.

Al principio, había sentido reservas contra Claudio, el hijo de su viejo amigo Valhubert, pero el joven había acabado por conmoverle. Con Nerón tuvo más dificultades: con su rostro blando y su espíritu sin principios en ebullición voluntaria y estudiada, era un provocador nato. Presionado por Henri Valhubert había empezado por ayudar, sobre todo, a Claudio en sus estudios, pero ahora guiaba regularmente a los tres chicos por los rincones del Vaticano. Hacía ya varios años que el obispo había sido liberado ampliamente de las obligaciones de su diócesis y llamado al Vaticano, donde gracias a su excepcional competencia de erudito y de teólogo se había hecho indispensable tanto en la gran biblioteca como en el colegio cardenalicio. Pocas cosas que tuviesen que ver con la Vaticana escapaban al conocimiento de Vitelli, que, por otro lado, había instalado allí su gabinete de trabajo. ¿Por qué Henri venía a Roma de manera tan precipitada? No tenía sentido.

– Pero ¿qué hacías? -preguntó Gabriella dándole un beso-. Llevamos siglos esperándote.

– Preparaba una visita oficial al Vaticano, querida -respondió el obispo.

– Monseñor -dijo Tiberio estrechándole la mano-, el libro que me aconsejó supera todas mis expectativas. Llevo sumergido en él tres días. Pero hay varias locuciones latinas que no comprendo. Si pudiese…

– Ven a verme mañana. No. Si estás en la Vaticana, iré yo a verte a la gran sala. Y aprovecharé para inspeccionar una vez más el estado de los archivos. ¿Estás al corriente de todo este asunto, Claudio?

– Más o menos -gruñó Claudio.

– No parece que te divierta mucho.

– Desconfío de mi padre. ¿Es cierta toda esa historia del Miguel Ángel robado?

– Tranquilo, Claudio -dijo el obispo-. Nadie ha dicho que haya sido robado. Pero creo que tu padre debe de tener probablemente una idea más precisa sobre todo esto puesto que es este asunto el que lo lleva a emprender este viaje. Ya de joven el calor de Roma se le hacía insoportable.

– ¿Tu padre viene a Roma? -preguntó bruscamente Gabriella-. ¿Cómo es eso? ¿Solo?

– ¿Pero es tan trágico que Henri Valhubert venga a Roma? -preguntó Nerón, frunciendo los labios.

– En absoluto -dijo Vitelli-. Es Claudio el que se crispa.

– ¿No le dirá nada, monseñor? -dijo Claudio-, ¿no le dirá nada sobre la chica?

– Claudio, escucho confesiones y no ando propagándolas, ni siquiera a mi mejor amigo -dijo Vitelli sonriendo-. Si supieses todo lo que no digo, tu cabeza explotaría.

Más tarde, durante la velada, Claudio volvió a la carga.

– ¿También le ha escrito a usted, monseñor? ¿No nos puede enseñar la carta?

– Incluso si la tuviese, Claudio, no te dejaría leerla. Pero no te inquietes así, no hay nada que te concierna ni de lejos ni de cerca. ¿No puedes confiar en mí?

– ¿Cuándo llega exactamente?

– Mañana, en el avión de la mañana. Vendrá a verme directamente al Vaticano. No me viene demasiado bien con esa visita oficial entre manos.

– Pero ¿no puede hacerle entender que no es el mejor momento?

– Cuando a tu padre se le mete una idea en la cabeza, ya sabes que nada en el mundo puede detenerlo. Por otro lado, es posible que me interese lo que tiene que decir. Pasará a verte por la noche a la escuela.

– ¡Imposible! -gritó Nerón-. ¡Mañana hay una fiesta en la plaza Farnesio! Todos los espíritus sofisticados y decadentes que conoce Roma asistirán. ¡No puedes perderte eso, Claudio!

– No me lo perderé, tranquilízate -dijo Claudio con voz cavernosa-. Monseñor, puede decirle a mi padre que su hijo libertino está de fiesta. Al fin y al cabo, si quiere ver el espectáculo, que se reúna con nosotros. Si no, ya lo veré más tarde.

– Como quiera -dijo Vitelli sonriendo.

El obispo se levantó, recompuso su hábito, alisó su cinturón. Tiberio miró su reloj. Lorenzo Vitelli partía siempre a las once.

– Pero ya sabes, Claudio -continuó-, que tu padre es muy capaz de ir a esa fiesta. ¿A quién crees desafiar entonces? Algunas veces adivino mejor las intenciones de Henri que las tuyas. Eres demasiado expeditivo. Siempre demasiado rápido.

Una vez que el obispo se hubo marchado, Claudio fue a buscar una botella para relajarse, explicó.

– Perdona, Gabriella, pero a veces tu Lorenzo me pone de los nervios.

– Hoy todo el mundo te pone de los nervios -soltó Tiberio.

– ¿Hace cuánto tiempo que el obispo Vitelli conoce a tu padre? -preguntó Nerón desde el sofá en el que estaba recostado. Estiraba el borde de su ojo izquierdo con su dedo y veía recortado ante la lámpara el perfil interesante de Gabriella.

– Ya te lo hemos dicho -dijo Claudio sirviéndose una copa-. ¿Quieres, Tiberio?

– ¿Desde cuándo lo conoce? -repitió Nerón.

– Creo que vas a tener que recomenzar desde cero, Claudio -dijo Gabriella sonriendo-. Nerón lo ha olvidado todo. Nerón deja de estirarte el ojo, da pena verte.

– Laura -comenzó Claudio volviéndose hacia Nerón-, ¿sabes al menos quién es Laura?

– ¡Sí! -dijo Nerón agitando un brazo-. Divina figura, sonrisa fascinante.

– Bueno -retomó Claudio-. Nerón se acuerda de Laura, eso ya es algo. Laura y el obispo Lorenzo Vitelli son amigos de la infancia. ¿Todavía me sigues? Crecieron juntos, de cualquier manera, como la hierba, en la misma calle desolada de las afueras de Roma.

– ¿Y se acostaron juntos por lo menos?

– Cerdo -dijo Gabriella.

– Es maravilloso. Basta con agitar el hábito violeta del obispo para que Gabriella se ponga inmediatamente nerviosa. Perdóname, querida mía. Tómalo como si fuese un piropo: con casi cincuenta años, tu Lorenzo está todavía perfecto. Facciones correctas, cabellos plateados. Perfecto. Qué pena que la religión… Bueno, peor para él. Es asunto suyo. ¿Y qué más, Claudio? Crecieron juntos, ¿y después qué?

– Laura y Lorenzo Vitelli son como uña y carne, en el buen sentido, te guste o no. Mi padre conoció a Lorenzo en Roma cuando éste no era más que un coadjutor. Debía de tener menos de treinta años y ya era un tipo terriblemente cultivado. Se entendieron de maravilla y Lorenzo presentó Laura a mi padre. Ya está. Y mi padre se fue de Roma hace dieciocho años llevándose a Laura. Ya está. Desde entonces, cuando viene a Roma, en la estación fresca, nunca deja de ir a verlo. Es mi padre el que ha publicado la mayor parte de las obras de Lorenzo sobre el Renacimiento. ¿Comprendes? ¿Te acordarás ahora?

– No estoy seguro -dijo Nerón-. Claudio, estás bebiendo tú solo. Eso es muy grave. Déjame que te acompañe un poco en tu descenso a los infiernos.

– Muy amable de tu parte pero no te molestes. Encontraré el camino yo solo.

– Insisto, Claudio. Es un placer para mí. Te dejaré en la primera parada.

– Entonces, ¡toma! -le dijo Claudio lanzándole un vaso-. ¡Y buen viaje, Lucius Domitius Nero!

– Gracias, Claudius Drusus. Eres como un hermano.

Un poco más tarde, cuando Gabriella se hubo quedado dormida, Tiberio la cubrió con las mantas de la cama y cerró las ventanas del balcón. Se echó los brazos de Nerón sobre su hombro y lo hizo descender los tres pisos. Le costó menos trabajo bajar a Claudio, que era más ligero. Los depositó abajo como dos sacos, volvió a subir para apagar la luz y para cerrar la puerta del piso y arrastró a sus dos amigos hasta su casa al otro lado del río. De vez en cuando Nerón trataba de decir algo y Tiberio le decía que se callase. Claudio estaba verdaderamente bebido. Tiberio lo lanzó sobre la cama y le quitó los calcetines. Estaba acostumbrado. Cuando salía de la habitación, Claudio murmuró: «Laura, ante todo, no tienes que…».

Tiberio se acercó rápidamente a la cama.

– ¿Qué, Laura? ¿Qué? ¿Qué quieres decirle?

– ¿Eres tú, Laura? -balbució Claudio.

– Sí -susurró Tiberio-. ¿Qué quieres decir?

– Laura… no tienes que preocuparte…

Tiberio lo sacudió otra vez para obtener más palabras pero no sirvió de nada.

VI

Tiberio se había despojado de la camisa y se dejaba tostar por el sol. Se divertía vigilando, al otro lado de la antigua vía, las maniobras de una mujer que pasaba y volvía a pasar por detrás de una estela funeraria. Nerón adoraba este paseo de la via Appia, a causa de las tumbas alineadas con sus talus enhiestos. Claudio lo adoraba a causa de las prostitutas que campaban a su sombra. En cuanto a Tiberio, a él le gustaba la enorme cantidad de grillos.

Claudio y Nerón estaban desplomados sobre la hierba. Había un bicho sobre la mejilla de Nerón, y Tiberio le dio una manotada.

– Gracias -dijo Nerón-. No tenía fuerzas.

– ¿No mejoras?

– No. ¿Y Claudio?

– Claudio ni siquiera contesta. Tiene la cabeza de plomo.

– ¿Qué demonios haces con el torso desnudo?

– Atraigo a la joven de enfrente -dijo Tiberio, sonriendo.

– Pobre imbécil -murmuró Claudio.

– Deberíais presentarle vuestras excusas a Gabriella -continuó Tiberio-. Ayer por la noche estuvisteis rastreros. Verdaderos cerdos. Con la elegancia de un puñado de ladrillos. ¡Qué espectáculo, Dios mío! Y para terminar, os derrumbáis como dos seres desgraciados, pegajosos, sudorosos, amorfos. Dos bolas asquerosas que no tuve más que lanzar por las escaleras para que bajasen por su cuenta. La bola Nerón iba más rápido que la bola Claudio porque era más pesada.

– Venga, Tiberio -gruñó Nerón-. No te hagas el angelito.

– Y hoy la cosa no parece arreglarse -continuó Tiberio-. Hoy es lo que todos llaman un día después difícil. Dos paquetes de ropa sucia apestando a alcohol. La chica de enfrente no querría nada de vosotros ni por todo el dinero de papá Valhubert.

– Eso habría que verlo -murmuró Claudio.

– Ya está todo visto, compañero. Pero, a fin de cuentas, a mí me es indiferente. Yo me bronceo.

– Saludable mozo de granja, trabajador infatigable -resopló Nerón con desdén-. Qué horror.

– Tú habla, Nerón. Esta noche voy a arramblar con todas las bellezas romanas ante vuestros ojos de terneros en la cuadra. Sin ninguna competencia a la vista.

– ¡Mierda! ¡La fiesta! -gritó Claudio alzándose sobre los codos.

– En efecto -cortó Tiberio-. La fiesta decadente en la plaza Farnesio. Y tenéis exactamente cuatro horas para prepararos. Nada fácil. Cuatro horitas para metamorfosearos del estado de desecho al de seductor.

– ¡Mierda! -repitió Claudio volviéndose a atar los zapatos.

– ¿No podías habérnoslo recordado un poco antes? -dijo Nerón.

– Compañero -dijo Tiberio levantándose-, esperaba a que vuestros cuerpos volviesen a la superficie. Hay un tiempo para todo.

– ¡Menudo imbécil! -gruñó Nerón, y Tiberio estalló en carcajadas mientras volvía a ponerse la camisa.

VII

Bajo la tenue luz de las antorchas, el oscuro palacio Farnesio tomaba un aspecto curioso. Tiberio contemplaba su oscilación mientras se dejaba arrastrar por la húmeda muchedumbre. Llevaba tres horas bailando y tenía los muslos doloridos. Aún no había visto a ninguna criatura arrasadora y empezaba a desesperar de la vida. Con una copa en cada mano, buscaba a sus dos amigos, a los que había perdido de vista desde hacía bastante tiempo. De pronto escuchó la voz de tribuno de Nerón declamando que la escuela francesa ardería aquella noche y se convertiría en el palacio Hornesio. Se oyeron aullidos de risa. Tiberio alzó los ojos al cielo. Un día ese chiflado de Nerón acabaría por provocar algún incendio, sin duda alguna. Tiberio le agarró del hombro.

– Y tú, payaso, dime, ¿no has visto a Claudio? Acabo de cruzarme con su padre. Está aquí. Lo busca desde hace una hora.

– Por ahí -gritó Nerón-. Está en esa callejuela, rodeado de tres mujeres fáciles.

– Ve a buscarlo, ¿quieres? Yo me vuelvo a avisar a Henri.

Se notaba animación cerca de las reservas de vino. Iban a recoger bastantes cuerpos mañana por la mañana. Tiberio alzó las copas sobre su cabeza y empujó para abrirse paso hasta Henri Valhubert.

Algunos minutos más tarde, detenía violentamente a Claudio que llegaba repeinándose con la palma de la mano.

– No sigas, Claudio, te lo ruego -dijo Tiberio en un murmullo.

– ¿Está mi padre por ahí?

– Tu padre está detrás de mí. En el suelo. Está muerto.

Tiberio tiró las copas para sujetar a Claudio con los dos brazos.

– Ayúdame Nerón -llamó Tiberio gritando con voz quebrada-, Claudio se desploma.

VIII

A la mañana siguiente, en las primeras horas de un domingo, el ministro de Interior Édouard Valhubert hizo llamar de urgencia a su primer secretario.

– ¿Ha podido conseguir el primer informe de la policía italiana?

– Hace media hora, señor ministro. Es más grave de lo previsto.

– Vaya a cerrar la puerta. Dése prisa.

Édouard Valhubert puso las palmas de sus manos sobre su mesa, con los brazos estirados y bien separados el uno del otro. Paul, su secretario, conocía ese movimiento de memoria: retracción, inquietud, determinación. El ministro Valhubert no se inquietaba por su hermano que acababa de morir. Estaba inquieto por su propia suerte.

– Dése prisa, Paul.

– Su hermano Henri Valhubert murió ayer a las 23 horas, 30 minutos. Le dieron a beber una dosis enorme de cicuta. Se derrumbó en pocos minutos. Hay testigos que han visto la caída. Pero nadie ha visto la mano que le tendió la copa.

– ¿Cicuta?

– Nada menos que cicuta, sí. Una decocción artesanal de sus frutos.

– Artesanal pero eficaz. Cicuta, el veneno de los antiguos griegos, de los condenados atenienses. Una muerte como la de Sócrates, suave y rápida.

– A la policía no le gusta la elección del veneno. Hay algo de teatral en ello. La hipótesis del suicidio está completamente descartada. La cicuta fue mezclada con un cóctel muy fuerte y ofrecida a su hermano en el transcurso de una fiesta ante el palacio Farnesio a la que asistieron al menos dos mil personas. La policía puso de inmediato en estado de arresto a su sobrino Claudio Valhubert, al que dos de sus amigos trataban de hacer salir rápidamente de la plaza antes de la llegada de la policía. El joven Claudio se había desmayado al ver el cadáver de su padre. Sus dos amigos se llaman Thibault Lescale y David Larmier. Estudian los dos en Roma con su sobrino. Fue Thibault Lescale el último que habló con Henri Valhubert. Dijo haberlo dejado para ir a avisar a Claudio de que su padre lo esperaba y, según él, cuando volvió ya había un grupo alrededor del cuerpo. No puede decir si Henri Valhubert tenía una copa en la mano cuando habló con él pero asegura que él mismo llevaba dos y que todavía las tenía a la vuelta y que por lo tanto no hubiese podido darle una a Henri Valhubert. La policía no quiere tener en cuenta este argumento, pues se le antoja endeble.

– No veo quiénes pueden ser esos dos chicos.

– El informe precisa que se les conoce más bien bajo los nombres de Tiberio y de Nerón.

– ¿Ah, sí? Entonces conozco a Tiberio. Era un protegido de mi hermano, un huérfano o algo así.

– Claudio Valhubert recibió la víspera una carta de su hermano en la que le comunicaba su venida a Roma. Henri Valhubert se había encontrado envuelto por azar en un caso de robo de manuscritos italianos, y es por eso por lo que se habría decidido a hacer el viaje. Aquí tiene la copia de la carta a su hijo.

Édouard Valhubert tendió una mano rápida y observó la carta, manteniéndola bastante lejos de sus ojos.

– Se trata en efecto de la escritura de mi hermano, fea y pretenciosa. La razón de este desplazamiento es extraña, sobre todo teniendo en cuenta que necesitaba razones imperiosas para moverse durante el verano. Quizás no lo haya dicho todo.

– Aquí tiene otra carta, ésta más larga, que le dirigió al mismo tiempo a monseñor Lorenzo Vitelli. Se trata de…

– Ya sé. Es un viejo amigo de Henri y de su esposa. Un tipo noble y lúcido, su opinión me interesa. ¿Se sabe lo que piensa de todo este asunto?

– Que Henri Valhubert debía de saber más sobre ese tráfico de manuscritos de lo que decía, y que la cosa debía de tocarlo bastante cerca puesto que se decidió a desplazarse él mismo. El obispo estuvo con él en el Vaticano, la mañana misma de su llegada. Henri Valhubert estaba agitado. Ni siquiera estuvo en la biblioteca, y se quedaron hablando en el gabinete particular de monseñor Vitelli durante una hora y media. Henri Valhubert no quiso almorzar con el obispo, dijo que volvería. Incluso con Vitelli, permaneció reservado y misterioso. Se contentó con informarse sobre el reciente paso de lectores asiduos a los archivos, y ambos revisaron el libro de consultas que Vitelli fue a buscar.

– ¿Es posible que Henri sospechase de alguno de sus conocidos comunes?, ¿de un viejo amigo?

Paul se encogió de hombros.

– La policía italiana ha pedido oficiosamente al obispo Lorenzo Vitelli que abra una investigación en el seno del Vaticano, que vigile a los escribas que se ocupan de los archivos, que verifique los fondos. Vitelli ha aceptado.

– Haga lo necesario para que mi sobrino sea liberado de inmediato, así como sus dos amigos. Ese arresto es prematuro y ridículo y supone ya una vergüenza considerable para mí.

– No se trata de un arresto, sino más bien de un control prolongado. Además, se encontraban en primera fila aquella noche. Y los dos amigos en cuestión se llevaban a Claudio de la plaza.

Édouard Valhubert tuvo un gesto de impaciencia.

– Eso no tiene nada que ver. Haga lo necesario para que no empiecen a hablar de mi sobrino. Es un chico difícil, capaz de meternos en líos con la policía italiana. Hay que intervenir, frenar la publicidad y detener a los periodistas. Sería desastroso. No quiero que ocurra eso a ningún precio. Hace falta silenciar el asunto allí mismo, Paul, y desde hoy mismo.

– A menos que encontremos al asesino durante el día de hoy, no veo cómo podemos hacer tal cosa. Además, es domingo.

– No me entiende. Me da igual. Me importa un comino el asesino que ha matado a mi hermano. Deseo solamente que no se hable del asunto. ¿Está claro?

– Muy claro. Si enviamos a la policía francesa, se agravarán las cosas. Conflicto de autoridad con los italianos, será peor.

– He pensado en Richard Valence -cortó Édouard Valhubert-. ¿No está en este momento de misión en Milán?

– Exactamente. Prepara un informe sobre las formas de acción judicial contra el hampa.

– Muy bien. Vamos a desplazar a Richard Valence. Parecerá natural puesto que está casi en el lugar de los hechos. Y como no es poli, no habrá enfrentamiento. Valence sabrá lo que hacer. Es un jurista de primera fila. Además estoy seguro de que tendrá la fuerza de persuasión necesaria para hacerse obedecer sin golpes efectistas. Es un hombre que no retrocede y, sobre todo, que no habla.

– En efecto.

– Prevéngalo de inmediato. Que deje Milán y se vaya a Roma al momento, misión especial. Que se meta de lleno en el asunto, que lo resuelva lo antes posible y que se las arregle para que no se filtre nada de los círculos autorizados. Dése prisa, Paul, es urgente.

– Ya lo he intentado, señor ministro. Tuve a Richard Valence al teléfono hace un instante. Se niega.

– ¿Qué está diciendo?

– Que se niega.

Édouard Valhubert entornó los ojos.

– Richard Valence es su amigo, ¿verdad?

– En cierto modo.

– Espero por el bien de ambos que esté en Roma dentro de dos horas. Es una misión de cuyo éxito le hago a usted directamente responsable.

Édouard Valhubert se levantó y abrió la puerta a su secretario.

– De hecho, creo que es una orden -añadió.

IX

Richard Valence dejaba reposar el auricular sobre sus hombros. Tenía los ojos cerrados mientras escuchaba de lejos el zumbido de la voz de Paul.

– Ya he sido bastante claro esta mañana, Paul -dijo-. ¿Espera hacerme cambiar de opinión?

– Es una orden del ministro, Valence.

– Dígale que se vaya a tomar por el culo. Yo no recibo órdenes.

Paul apretó los dedos sobre el teléfono. Sentía perfectamente que Richard Valence no lo escuchaba con atención. Debía de estar haciendo otra cosa al mismo tiempo, leer el periódico o responder al correo. Contradecir a Valence era algo agotador. Lo que estaba bien del teléfono era que al menos no tenía que soportar su mirada.

Paul miró fijamente el techo de su despacho.

– Está equivocado, Valence. Muy equivocado. Va a meterse en el peor avispero de su carrera.

Escuchó una exclamación. No necesitaba estar en Milán para conocer el efecto que debía producir su terquedad sobre Richard Valence. Paul pensó en los insectos que zumbaban en redondo alrededor de aquel toro negro cerca de su casa en España. Sabía que no era un pensamiento fácil, este asunto de insectos y de toro negro, pero siempre le venía a la cabeza cada vez que hablaba de esta suerte con Valence. También ocurría a la inversa, no podía evitar pensar en Valence cada vez que iba a ver a aquel toro en España. El toro se llama Esteban. Paul está enamorado de ese toro y no le gusta la idea de que un día Esteban muera antes que él. Hacen falta muchos insectos muy insistentes para conmover a Esteban. Quizás, tras una hora de acoso, el poderoso animal desplace su cuerpo. Es una masa pesada e inquietante. La línea de las vértebras dibuja su espalda, y a uno le gustaría poder seguirla con los dedos, para ver qué pasa. Pero en el último minuto, la línea de esa espalda o el movimiento de su cornamenta, nos hace retroceder. De hecho, Valence le hace retroceder.

– Si no acepta esta misión al momento, Valence, está acabado. Valhubert ha sido muy claro.

– No me canse con eso, Paul, yo sabré siempre arreglármelas. No es la primera misión que rechazo.

– Valhubert tiene la intención de hacerme responsable de su negativa. Por lo cual, estará destrozando mi carrera al mismo tiempo que la suya.

Valence rió brevemente.

– Por eso tengo derecho a saber -continuó Paul-. ¿Por qué rechaza esta misión?

Paul apretó las mandíbulas. Nadie acostumbraba a hacer preguntas directas a Richard Valence. Valence podía decidirse a responder de la misma manera que podía decidirse a no volver a verte, dependía. Y nadie había comprendido aún de qué dependía. En este momento, Valence no decía nada, se limitaba a respirar ante el auricular.

– Sólo hay dos cosas que podrían impedirle hacerse cargo de esta investigación -respondió Paul-. La primera razón sería estar muerto. ¿Está muerto, Valence?

– Creo que no.

– La segunda es ser juez y parte.

– Precisamente. Conozco a la víctima.

– Lo siento. ¿Era amigo suyo?

– No, lo conocí hace mucho tiempo, hace al menos dieciocho años.

– ¿Dieciocho años? ¿Y eso es para usted conocer a la víctima? ¿Y a su hijo? ¿Y a su mujer?, ¿ha conocido también a su familia?

– A ella la he visto. Si mal no recuerdo, pertenecía, sin lugar a dudas, al género de la mujer eterna. No sabía que tenían un hijo. Lo esencial, Paul, es que no tengo ganas de mezclarme en la muerte del señor Henri Valhubert. Me molesta. Y por una vez seguiré la ley: uno no se mezcla en un asunto criminal si conoce a uno de los figurantes, por poco que sea. Es una cuestión de deontología, se lo puede contar al ministro.

– Eso no se sostiene, Valence.

– Voy a colgar, Paul, tengo trabajo. Acepte esta misión. Se las arreglará muy bien.

– No. Debe ser usted y nadie más.

Valence rió.

– Es usted un cobarde, Valence. Se agarra al primer pretexto para escapar de una misión que lo atemoriza, sólo porque hace años que ya no trabaja sobre el terreno, en el corazón de verdaderos crímenes con verdadera sangre, y se distrae lejos de la escena formulando teorías y produciendo kilos de papel que no están nunca impregnados de sangre. Ahora todo eso le da asco. Ya no es como antes.

– Es usted un cerdo, Paul, y un imbécil.

Después Valence permaneció un momento sin decir nada. Paul trataba de pensar en Esteban.

– ¿Cuál es el horario del tren para Roma?

– Dentro de tres cuartos de hora.

– Vaya a decirle al ministro que me voy. Que volveré dentro de quince días como muy tarde con el asunto terminado. Que volveré con una maleta llena de sangre, de vísceras, de lágrimas y que la vaciaré sobre sus mesas y que la vaciaré lo suficiente como para hacerles vomitar.

– Buena suerte, Valence.

Cuando Paul colgó el teléfono, sus manos temblaban un poco, no tanto porque había conseguido que Richard Valence se moviese, sino a causa de la brutalidad de la conversación. Este tipo siempre lo había atraído y repelido al mismo tiempo. Había logrado enviarlo a Roma. No tenía más que esperar aquella maleta repleta de vísceras. Valence era un hombre de gusto y no le gustaban las vísceras. Paul no hubiese querido estar en su lugar en aquel momento.

X

El inspector Ruggieri, que se había visto obligado a liberar a Claudio y a sus amigos al final de la mañana a petición del gobierno italiano, había decidido hacer la vida imposible al francés que le enviaban de Milán para impedirle hacer su trabajo. En cuanto ellos detectasen algo inconveniente en el caso, lo encubriría diciendo que no había encontrado nada, que el hombre había matado por error, que probablemente había querido matar a alguna otra persona. Diría también que la policía italiana no había sido capaz de comprender lo ocurrido y que había cerrado el caso.

Pero el hombre que se presentó en su despacho no era el tipo despreciable con el que esperaba enfrentarse. Era una alta figura pálida con espesos cabellos negros, un cuerpo enorme y una mirada extraordinaria en la que Ruggieri no detectó ninguna huella sospechosa. Puesto que era así, Ruggieri se sintió obligado a cambiar un poco de opinión. Quizás existiese la posibilidad de pactar con él un acuerdo de colaboración leal.

– ¿Cuáles son las acusaciones que pesan sobre Claudio Valhubert? -preguntó Valence después de que Ruggieri se hubiese instalado frente a él.

Ruggieri puso mala cara.

– Ninguna, de hecho. Encontrarse en el lugar equivocado.

– ¿Qué edad tiene el chico?

– Veintiséis años. Sabemos que temía a su padre. Ahora, claro, lloriquea y lo llama. En realidad, su padre les dificultaba la existencia. Claudio Valhubert está en la escuela francesa de Roma desde hace casi dos años, pero no consigue seguir los pasos de su padre que, según se dice, ha dejado allí un rastro luminoso. He creído comprender que Henri Valhubert humillaba incesantemente a su hijo forzándolo a mejorar. Este chico se ha metido en montones de líos desde que está en Roma. Escándalos nocturnos, estados de embriaguez y problemas con las chicas. Valhubert padre no debía enterarse.

– ¿Eso es todo en lo que concierne a Claudio?

– Sí.

– ¿Y sus amigos?, ¿los que se lo llevaban de la plaza la noche del asesinato?

– Están muy ligados a él, hasta el punto de haberlo seguido a Roma. Entre los tres existe algo que se sale de lo ordinario, una amistad un poco alienante, si se me permite.

– ¿Edades y situaciones?

– Thibault Lescale, alias Tiberio, tiene veintisiete años. David Larmier, alias Nerón, tiene veintinueve. Ninguno de los dos forma parte de la escuela francesa. Han acompañado a Claudio y estudian por libre compartiendo una beca de la universidad. Son brillantes, según lo que he oído.

– ¿Y monseñor Lorenzo Vitelli?

– Le hemos encomendado una parte de la investigación en el Vaticano. Nos resulta difícil intervenir de forma manifiesta en el Vaticano. Su vigilancia, ejercida desde el interior del Estado, donde cuenta con influencias, será indispensable. Hemos utilizado como argumento para convencerlo de que nos ayudase la inminencia del peligro al que estaba expuesto Claudio Valhubert.

– ¿Cómo conoció a Henri Valhubert?

– Monseñor Vitelli es el amigo más antiguo de su mujer, Laura, casi como su hermano. Gracias a él se conocieron en Roma hace más de veinte años. Cuando Valhubert envió a su hijo a la escuela francesa, pidió naturalmente a Lorenzo Vitelli, puesto que es un erudito de prestigio, que ayudase a su hijo. Y el que toma a Claudio Valhubert bajo su ala protectora, toma asimismo a Tiberio y a Nerón. Es un lote. Tengo la impresión de que el obispo ha empezado a apreciar a los tres chicos. Es bastante curioso en un eclesiástico, porque los chicos tienen algunas cosas bastante especiales.

– ¿Y esos tres chicos especiales tienen coartadas sólidas?

– Precisamente, no. No son de esos que miran el reloj en medio de una fiesta, o de esos que saben dónde se encuentran concretamente en cada momento del día. Son más bien de ese tipo de personas que improvisan su existencia.

– Ya veo. ¿Y el obispo tiene coartada?

– Señor Valence, monseñor no necesita coartada.

– Responda primero a mi pregunta.

– Tampoco tiene ninguna coartada.

– Perfecto. ¿Qué hacía ayer por la noche?

– Trabajaba en su casa, un palacete de la villa que comparte con cuatro hermanos. Los otros prelados estaban acostados. Tiberio lo despertó esta mañana para ponerlo al corriente del drama y para que nos trajese la carta que le había enviado Henri Valhubert.

– Entonces, ninguno de los cuatro tiene coartada y esto demuestra, casi de inmediato, que son inocentes. Cuando se prepara un crimen como éste, uno se las arregla para organizar una defensa seria y convincente. Todos los asesinos que he conocido y que tuvieron la sangre fría de preparar y utilizar veneno tenían coartadas solidísimas. Debemos buscar a aquellos que tengan coartadas serias y convincentes. ¿Qué más?

– La señora Laura Valhubert ha sido prevenida. Estará en Roma esta noche para la identificación del cadáver. Su hijastro no hubiese soportado la prueba. Ella ha solicitado hacerlo en su lugar. ¿Quiere conocer su coartada?

– ¿Es indispensable?

Ruggieri se encogió de hombros.

– Después de todo, es la mujer del muerto. Pero su coartada es seria y convincente. Ayer por la noche estaba en su propiedad de las inmediaciones de París, es decir, a dos mil kilómetros de Roma. Ha leído hasta bien avanzada la noche, y la guardesa lo confirma. Se ha despertado esta mañana a mediodía. No tienen teléfono allí y nos ha llevado cierto tiempo ponernos en contacto con ella. Nadie sabía que se había ido al campo. No ha reaccionado bien ante la noticia de la muerte de su marido, pero tampoco demasiado mal. Digamos que he oído cosas peores.

– Eso no significa nada.

– Claudio Valhubert espera a su madrastra como al Mesías -añadió Ruggieri sonriendo-. Los tres chicos parecen sentir una pasión por ella, hablan de ella juntos. ¿Qué dice de eso? ¿Singular, no?

Valence alzó vivamente los ojos y por alguna razón desconocida Ruggieri bajó los suyos.

– Da igual -murmuró mientras Valence se levantaba para irse-. Haga su trabajo de silenciar el caso por su lado, es su problema, de usted y de su ministro. Yo no me desviaré de mi deber.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Que si el joven Claudio es culpable, lo haré saber de una manera o de otra. No me gustan los asesinos.

– ¿Y éste es un asesino?

– Tiene toda la pinta.

– Me da la impresión de que no seguimos los mismos métodos.

– Proteger a los asesinos no es un método, señor Valence. Es un comportamiento.

– Y será el mío, señor Ruggieri, si vale la pena.

XI

Cuando llegó ante los muros del Vaticano, Richard Valence se detuvo para hacer una llamada.

– ¿Inspector Ruggieri? Necesito una información: un joven alto, de cabello oscuro, rostro bien dibujado, buen porte, de vestimenta rebuscada, camina con las manos cruzadas tras la espalda, ¿le dice algo?

– ¿Con una chaqueta negra?

– Sí.

– ¿Un pendiente de oro en la oreja?

– Es posible.

– Se trata de Thibault Lescale, alias «Tiberio».

– Entonces le prevengo de que ese emperador me sigue desde mi salida de las oficinas de la policía.

– ¿Está seguro?

– Cálmese, Ruggieri. Me sigue, bien es cierto, pero no pone la más mínima discreción, al contrario. Uno diría que más bien se divierte.

– Ya entiendo.

– Estupendo, Ruggieri, porque ya me lo explicará. Hasta más tarde.

– ¿Adónde va, señor Valence?

– Voy a visitar a monseñor Lorenzo Vitelli. No tengo mucho tiempo que perder y creo poder encontrarlo en su despacho, aun siendo domingo. Voy a empezar por un comparsa un poco exterior al tablero de ajedrez.

– Haría mejor en ir directamente al centro del juego.

– ¿Directamente a la herida? Siempre hay tiempo para eso. Si uno corre tras un animal, se escapa; en cambio, si uno lo cerca tras una batida, lo captura. Es un truco bastante conocido.

Ruggieri colgó secamente. Valence era cooperativo, decía adónde iba y decía lo que pensaba hacer, pero era tan cálido como un montón de piedras. Y Ruggieri, a quien le gustaban las conversaciones largas, el tiempo perdido, los argumentos y los rodeos de las demostraciones, es decir todo lo que conllevaba el placer de la palabra, preveía un contacto incómodo con este hombre parco en palabras y en gestos.

El obispo Lorenzo Vitelli estaba efectivamente trabajando y aceptó recibir a Richard Valence en su gabinete particular. Valence le sonrió estrechándole la mano. No sonreía a mucha gente pero este obispo alto le gustaba. Imaginó furtivamente que si hubiese sido más joven y atormentado, quizás hubiese requerido la ayuda de un hombre de este tipo. Valence lo contempló mientras volvía a ocupar su lugar tras la mesa. Tenía ademanes lentos pero sin esa apariencia cremosa marcada por la discreción que tienen a veces los hombres de leyes, los médicos y los eclesiásticos y que puede ser más repulsiva que tranquilizadora. El hábito no había hecho desaparecer su cuerpo y no resultaba desagradable a la vista. Éste era el amigo de infancia y adolescencia de Laura Delorme, Valhubert de casada.

– Se me ha advertido del tipo de misión que le trae a Roma -empezó Lorenzo Vitelli-. Conociendo la posición de Henri, quiero decir la de su hermano, ya me esperaba algo de este estilo. Imagino que Édouard Valhubert desea controlar este asunto a toda costa.

– Puede decir a cualquier precio. Se juega la seguridad de su cartera y, a través de él, la imagen de marca de un gobierno.

– Usted debe de saber ya más que yo. ¿Es indiscreto preguntarle dónde estamos en cuanto a Claudio Valhubert?

– Acaba de ser provisionalmente liberado, igual que sus dos amigos, con orden de mantenerse a disposición policial y no dejar Roma.

– ¿Cómo han reaccionado a los interrogatorios?

– No sé. ¿Se inquieta por ellos?

El obispo permaneció algunos instantes en silencio.

– Exactamente -dijo finalmente girando lentamente su rostro hacia Valence-. Quizás no me entienda pero resulta que estoy bastante ligado a estos tres chicos. Y me inquieto porque son imprevisibles. Pueden ponerse bruscamente a hacer cualquier cosa. No hay ninguna razón para que la policía aprecie a este tipo de persona. Pero ¿qué espera de mí en concreto?

– Que me hable de ellos. El inspector Ruggieri encuentra curioso que un hombre como usted los proteja.

Lorenzo Vitelli sonrió.

– ¿Y usted?

– Yo, nada.

– Son interesantes. Sobre todo, los tres juntos. Constituyen una especie de bloque que uno no puede evitar desear comprender. De los tres, Claudio -continuó, levantándose- es el que uno tarda más tiempo en apreciar. Cuando Henri me lo confió hace casi dos años, tuve prevenciones contra él. Su agresividad saltarina me exasperaba. Después lo aprecié. Cuando su febrilidad se calma, se vuelve seductor, realmente. La primera vez uno lo encuentra desagradable, y poco a poco uno lo va encontrando auténtico, conmovedor. ¿Entiende? La relación con su padre no era fácil. Llevaba dos días angustiado con la idea de verlo llegar a Roma. La policía ha debido de decirle que Claudio se ha hecho notar un poco aquí. Pero de todas formas, no da la talla para hacer daño y, en cierto modo, lo siento. Cuando tomé a mi cargo a Claudio, tuve que aceptar, quisiera o no, los dos paquetes que llevaba en su equipaje: Tiberio y Nerón, Lescale y Larmier si prefiere. Nerón es un amoral exaltado, capaz de absurdos desconcertantes. Confieso que disfruto en cierto modo contemplando cómo se las arregla en la vida, a pesar de que, según mi conciencia, no debiera hacerlo. Tiberio es con diferencia el más guapo de los tres. Tiene un espíritu prodigioso y es aquel al que más ayudo en sus estudios, aunque es al que menos falta le hace. Debiera ser odioso, con todo esto, pero es al revés. Muestra con toda tranquilidad una especie de inocencia principesca que no he visto muchas veces. Pero hay que verlos juntos. Es entonces cuando se dejan ver en todo su esplendor. ¿Qué le parece esta descripción?

– Halagadora.

– Tengo excusas. Están ligados los unos a los otros de manera bastante peculiar.

– ¿Hasta el punto de cometer un asesinato para ayudarse entre ellos?

– Teóricamente, sí. En realidad, no. O quizás no entiendo a los hombres en absoluto y tendría que tirar este hábito.

– El inspector Ruggieri desconfía de Claudio Valhubert.

– Ya lo sé. Y yo desconfío de la desconfianza policial. Y usted, ¿qué va a pensar de Claudio?

– Yo ya estoy pensando en otra cosa. ¿Y ese Miguel Ángel?

El obispo se volvió a sentar.

– Es posible que Henri haya descubierto algo -dijo-. De hecho estoy casi seguro. Ayer se comportó como un hombre que sabe algo demasiado grande y no puede guardarlo para sí. En los que vienen a verme, generalmente, este tipo de estado provoca rápidamente una confesión en el momento exacto en el que lo presiento. Pero no en Henri. Era un hombre que quería siempre hacerlo todo solo. Por lo cual no me comunicó nada preciso, sólo me hizo percibir, sin querer, ese estado de confesión inminente.

– ¿Quién se ocupa de la sección de archivos en la biblioteca?

– En principio, es Marterelli. En realidad está de viaje constantemente y es Maria Verdi la que lo reemplaza con la ayuda del escriba Prizzi. Ella está aquí desde hace al menos treinta años, ya no llevamos la cuenta, puede que sean doscientos cincuenta.

– ¿Hace bien su trabajo?

– Es pétrea y piadosa -dijo Lorenzo Vitelli con un suspiro-, nunca encontramos nada que reprocharle.

– ¿Aburrida?

– Mucho.

– Parece estar pensando en algo.

– Es posible.

– ¿En qué?

El obispo hizo una mueca. Este nuevo papel de delator en que la investigación lo situaba empezaba a resultarle violento.

– Si quiere ayudar a Claudio Valhubert… -sugirió Valence.

– Ya sé, ya sé -dijo Vitelli con impaciencia-. Pero no siempre resulta fácil, figúrese.

Valence se quedó silencioso esperando a que Vitelli se decidiese.

– Muy bien -retomó el obispo con una voz un poco apresurada-. Voy a decir qué es lo que pienso. Seamos claros: le doy esta información, que callé ante la policía esta mañana, porque su actuación aquí es oficiosa. Si esto le lleva a algo interesante, es libre de advertir a Ruggieri. En caso contrario, la olvidará y yo, por mi parte, intentaré justificar mis sospechas. ¿Me entiende? ¿Podremos arreglárnoslas así en este asunto?

– Me parece bien -dijo Valence.

– Bien. Antes de dejarme, hacia mediodía, Henri me pidió que le dejase hacer una llamada. La hizo ante mí, con una impaciencia que conozco. Llamó a uno de nuestros amigos más antiguos, que se ocupa en Roma de los mismos asuntos que Henri en París: la edición de arte.

– ¿Cómo se llama?

– Pietro Baldi. Cuando era más joven, era encantador, pero el dinero le ha sentado mal. Su inteligencia es mediana, se da cuenta e intenta compensarlo con medios más o menos simpáticos. Pietro es un habitual en la biblioteca, tiene fichas de entrada desde hace veinte años.

Lorenzo Vitelli hablaba en voz cada vez más baja. Indudablemente, era la vergüenza, pensó Valence.

– Hay algo más -dijo Valence.

– Es verdad -suspiró el obispo-. Como estaba un poco alarmado por la marcha de Henri, retomé con todo detalle las obras recientes que ha publicado Pietro Baldi, página por página.

Vitelli se levantó, sacó un libro de su biblioteca, lo ojeó y lo posó abierto ante Valence.

– Vea usted mismo -dijo.

– ¿Qué hay que ver?

– Este pequeño croquis de Bernini a la izquierda. «Colección privada. Anónimo.» Tengo la impresión de conocer este Bernini. Creo incluso haberlo visto aquí, en la Vaticana, cuando preparaba hace quince años mi volumen sobre el Barroco. Pero no estoy seguro, no estoy seguro en absoluto, de si me entiende.

– Y ¿qué interés habría en publicar un documento robado?

– Es el medio de la edición de arte, la competencia. Baldi se ha hecho una reputación gracias a sus hallazgos, a sus inéditos, a sus ilustraciones originales. Eso le da dinero, ¿comprende? Resulta muy embarazoso. No estoy nada cómodo dentro de esta investigación.

– Pero están los tres «emperadores». Le gustaría protegerlos.

El obispo sonrió.

– Están los tres, en efecto, y está también la Vaticana. Para todos los que verdaderamente han frecuentado esta venerable biblioteca, la idea de que sus entrañas secretas puedan vaciarse poco a poco es intolerable. Es como si le abriesen el vientre a usted. Es una enfermedad, esta Vaticana. Pregúntele a Maria Verdi, ya lo verá. Pero no se quede mucho tiempo con ella, se morirá de aburrimiento.

XII

Richard Valence aún sonreía de vuelta al hotel. Desde que había llegado a Roma esta mañana, no había tenido tiempo de instalarse. Una vez en su habitación, llamó a su colega en la cancillería. Acostado sobre la cama, esperaba con cansancio el momento de escuchar la voz moderada de Paul, que debía de sentirse muy aliviado tras evitar el enfrentamiento con Édouard Valhubert.

– Aquí Valence. ¿Se ha calmado el ministro?

– Todo va bien -dijo Paul-. ¿Y por ahí?

– Interrogue al ministro de mi parte sobre sus ocupaciones de ayer por la noche.

– ¿Está loco, Valence? ¿Es así como piensa silenciar todo el asunto?

– Es el hermano de la víctima, ¿no? Y si he entendido bien, Henri deja una herencia bastante sustanciosa. ¿Édouard Valhubert no habrá jugado últimamente con el dinero del Estado?, ¿no tendrá una necesidad apremiante de dinero?, ¿falsas facturas?, ¿dónde se encontraba ayer por la noche?

– ¡Valence -gritó Paul- está ahí para silenciar el asunto!

– Ya lo sé. Y sin embargo haré exactamente lo que me plazca.

– ¡Ya basta, Valence! ¡Alguien podría sorprender esta, conversación grotesca!

Richard Valence se rió.

– Le divierte reírse de mí, ¿es eso, Valence?

– Sí, es eso.

– Y su jodida mujer eterna ¿ha llegado? ¿La ha visto? ¿Cómo le ha sentado el haberse librado de su marido? ¿Sabe usted, al menos, que se iba de paseo a Roma casi todos los meses?

– Deje en paz a esa mujer, Paul -dijo Valence-. E interrogue de todas maneras al ministro -dijo antes de colgar.

Se acostó y cerró los ojos. Tenía tiempo de ir a visitar a aquel editor, Pietro Baldi. Le parecía que se trataba de una pista falsa. Pero había que ir. Todo aquello empezaba ya a contrariarle de manera imperceptible… Se permitió media hora de reposo.

XIII

Tiberio subió por la escalera más rápidamente que de costumbre. Claudio y Nerón lo esperaban. Era tarde, no habían comido y tenían aspecto de estar bastante borrachos. Tiberio dio un portazo, cogió las dos botellas y las rompió contra el alféizar de la ventana abierta.

– No es el momento adecuado, imbéciles -dijo.

– Podías haberlas roto de manera limpia -dijo Nerón-. Da igual. ¿Qué hay de nuevo?

Tiberio se puso en cuclillas cerca de Claudio y puso una mano sobre su hombro.

– ¿Y él? -dijo-. ¿Cómo va?

– Está borracho -dijo Nerón.

– Enséñame tu cara -dijo Tiberio.

Claudio se volvió. Tiberio lo examinó y frunció el ceño.

– Ha llorado todo el día, ¿no?

– Llamaba a su papá -dijo Nerón con una voz blanda.

– Y a ti ¿no se te ha ocurrido nada mejor que hacerle beber como a una esponja para ponerlo aún más triste? ¿Es lo único que te ha venido a la cabeza?

Nerón separó las manos con impotencia.

– Lo ha hecho él solito, ¿sabes?

– ¿Has hecho al menos algo útil hoy?, ¿has hecho como acordamos?

– Claro que sí, Tiberio. Me he cubierto con el hábito degradante del legionario que merodea por las tabernas. He seguido la pista de mis víctimas de calle en calle. Y aun estando gordo nadie me ha visto.

– Y ¿entonces?

– Entonces Ruggieri ha enviado a dos hombres al Vaticano y no pasó nada más. ¿Tú has seguido al enviado especial?

– Sí. No hay demasiadas razones para alarmarse por el momento. Pero, cuidado, el tipo parece inteligente. Mucho.

– ¿Mucho? -dijo Claudio.

– Mucho.

– ¿Y qué aspecto tiene?

Tiberio se encogió de hombros.

– Parece una especie de inflexible -dijo-, no sé. No estoy muy ducho en inflexibles. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Probablemente peligroso. No sé si podremos aguantar mucho tiempo contra él. Pero en teoría este tipo ha venido para reprimir las olas, no para provocarlas. Claudio, ¿sabes lo que vamos a hacer contigo?

– No sé -murmuró Claudio-. Cada vez que hablo se me saltan las lágrimas. ¿Qué vais a hacer conmigo?

– Te vamos a hacer engordar -sugirió Nerón.

Tiberio separó con un dedo las mechas mojadas que se pegaban a la frente de Claudio.

– Te levantaremos, te pondremos guapísimo e iremos a buscar a Laura.

– Laura… es verdad. Llega.

– Levántate, emperador. Arregla tu chaqueta. Estará aquí dentro de una hora, te necesitará, probablemente.

– Seguro -dijo Nerón.

Claudio se miró en un espejo, se enjugó la cara, se apretó la corbata.

– Tiberio, ¿puedo ir solo? Quiero decir ¿puedo ir sin ti?

– No es emperador por casualidad -dijo Nerón con una sonrisa mirando a Tiberio-. Conoce los golpes bajos para eliminar a los rivales y a los conspiradores.

– La vida de los conspiradores conoce de vez en cuando los reveses -respondió Tiberio acostándose sobre la cama-. Vete, Claudio. Vete solo. Estás muy guapo. Tus ojos brillan, estás muy guapo.

Una vez que la puerta se cerró de golpe detrás de Claudio, Tiberio se enderezó sobre un codo.

– Dime, Nerón, ¿ha llorado mucho?

– Como una Magdalena.

– ¿Qué piensas de todo esto?

– Pienso bien.

– ¿Cómo que bien?

– Deberías olértelo, Tiberio. Me gusta toda esta turbulencia patética, no puedo evitarlo. Me gusta y no puedes imaginarte cuánto.

– No me extraña viniendo de ti.

– No lo hago a propósito. Soy así. Fíjate, en este momento tengo ganas de aplaudir.

– Intenta controlarte.

– Demasiado tarde -murmuró Nerón-. La cicuta, su tallo fibroso manchado de rojo. No es por nada pero es admirable.

XIV

El camarero llamó a la puerta de Richard Valence.

– El inspector Ruggieri desearía verle, señor -dijo-. El inspector le espera abajo, en recepción.

– ¿Tan tarde? ¿Está solo? -preguntó Valence.

– No, señor. Está con otros dos policías.

Valence frunció el entrecejo y se puso una chaqueta. Ruggieri iba a tener que comprender que le disgustaba que lo molestasen cuando había decidido lo contrario.

Se acercó a él con paso rápido y le estrechó la mano sin mediar palabra.

– Pensé que le gustaría venir con nosotros -dijo Ruggieri.

Valence alzó una ceja para decir: «¿Adónde?».

– Al hotel Garibaldi. La señora Laura Valhubert ha llegado y nos espera. Es para la identificación del cadáver, cuanto antes se haga, mejor. ¿Viene?

– No.

Ruggieri consideró el semblante hermético de Valence. Tenía los brazos cruzados y su aspecto no era muy agradable.

– Imaginé que le gustaría constatar sus primeras reacciones -continuó Ruggieri.

– Se equivoca. Además sé que usted me lo contará todo muy bien. ¿No es cierto? -añadió estrechándole la mano.

Valence no había necesitado más de tres minutos para desembarazarse de los policías pero, a pesar de todo, se sentía alterado y molesto. Cenó en su habitación tratando de trabajar. Terminó por levantarse bruscamente y salir para caminar un poco.

Ruggieri tenía razón, claro. Hubiese debido acompañarles a la morgue, vigilar las reacciones inmediatas de la mujer y dar las primeras consignas de silencio. En vez de eso, se había negado a ir sin darle explicaciones a nadie. Bastante descontento, Richard Valence se decidió a tomar, a paso rápido, el camino del hotel Garibaldi. No, era idiota. La señora Valhubert y los polis debían estar en la morgue en este momento. Tenía tiempo para reunirse allí con Ruggieri. Era inútil buscar una excusa para su conducta. Hacía mucho tiempo que había perdido la costumbre de buscar excusas. Valence cogió un taxi.

Ruggieri observó a Laura Valhubert mientras un hombre separaba la sábana que cubría el cadáver de su marido. Él, que ya lo había visto, sabía que el muerto se había quedado con la boca abierta y que resultaba muy desagradable a la vista. Laura Valhubert quiso permanecer de pie. Apretaba los brazos contra ella, con la barbilla baja, en tensión para resistir. Ruggieri le había dejado encender un cigarrillo aunque estuviese estrictamente prohibido por el reglamento. No se había atrevido a impedírselo. Consideraba con atención el perfil, que ella descubría de vez en cuando al separar sus cabellos, contemplaba la determinación bastante provocadora de toda su actitud y percibía al mismo tiempo la fragilidad que le hacía apretar sus labios con los dientes. No había sabido demasiado bien qué decirle. No había dicho más que tonterías, le parecía. No en vano se sentía impresionado por Laura Valhubert.

Ella examinó la cara del muerto y giró la cabeza lentamente.

– De acuerdo, es él -dijo con voz grave-. ¿Hemos terminado con esto?

Apagó el cigarrillo en el suelo y sacó otro. Ruggieri le dejó que lo encendiese.

– Sí. Puede irse -dijo-. Veremos el resto mañana. El coche la espera fuera.

Ruggieri movió la cabeza, descontento. «El coche la espera fuera», he ahí lo que se le había ocurrido decir. Como si el coche pudiese esperarla dentro.

Ella asintió con la cabeza y dejó la sala con pasos largos e inciertos.

Una vez solo, Ruggieri volvió a cubrir la cabeza del muerto con una sábana. Tenía que reconocer que Laura Valhubert lo había conmovido, había que reconocerlo. No porque fuese viuda y estuviese alterada sino simplemente por su manera de ser que era verdaderamente especial. Le hubiese gustado reconfortarla tomándola por el hombro, cosa que había hecho automáticamente muchas veces en idénticas circunstancias. A Ruggieri le gustaban los gestos, y sobre todo los gestos marcados. Pero por nada del mundo se hubiese atrevido a hacer un gesto aquella noche. Claudio, Tiberio y Nerón esperaban a aquella mujer como al Mesías. El rostro descompuesto de Claudio en la estación, hace un rato, su explosión de lágrimas, la mano de Laura en su cabello y las palabras que ella le había murmurado. Algo parecido a «Ahora estamos aquí, como dos imbéciles, ángel mío, ¿qué han hecho con tu padre?». Claro. Entendía mejor ahora toda aquella impaciencia en torno a su llegada. Quizás Henri Valhubert había sido asesinado por un Miguel Ángel robado, pero, además, su mujer debía haber provocado indudablemente pasiones imposibles y él iba a tener que contar con aquello. Por haber sufrido ya él mismo tres y media, el inspector Ruggieri tenía una debilidad por las pasiones imposibles que, al mismo tiempo, le producían una ligera sensación de náusea.

La puerta se cerró de golpe rompiendo el silencio y Ruggieri alzó la cabeza. Richard Valence atravesó la sala. Era una sala con baldosas donde todo resonaba.

– Llega demasiado tarde -dijo Ruggieri-. Acaba de irse.

– ¿Reacción?

– Rigidez y cierto espanto. Cuerpo tenso, equilibrio titubeante, temblor de los dedos y de los labios, voz ronca, dos cigarrillos. Ningún desafío, simplemente esfuerzo para permanecer derecha. Estaba muy bella.

– ¿Y eso tiene importancia?

– A mi parecer, tiene una importancia enorme -respondió Ruggieri bruscamente.

– ¿Ah sí?

Valence separó la sábana con una mano crispada. El rostro era desagradable a la vista.

– Los hombres pueden enloquecer por ella -dijo Ruggieri.

– ¿Y después?

– Después pueden matar.

Valence se encogió de hombros. Ruggieri lo observaba sin decir nada.

– ¿Qué ocurre Ruggieri? ¿Quiere ver si a mí también me ha hecho temblar ese rostro horrible? ¿Qué le revelaría eso? Aquí está mi mano, si le divierte. Examínela cuanto le plazca…

– Se lo ruego, señor Valence. No vamos a jugar a eso entre nosotros. Usted es resistente, nadie lo pone en duda.

– Es un error, Ruggieri. Soy frío, eso es todo. En cuanto a Laura Valhubert, que sus dedos tiemblen o no, no cambia nada: no hace más que demostrarnos que no es fría. Pero no hay que confundir la emoción con la fragilidad ni la fragilidad con la inocencia. ¿Entiende, Ruggieri? También puede ocurrir que los lobos tiemblen.

– ¿Por qué dice todo eso?

– Hablo en términos generales y porque en el espacio de unos cuantos minutos silenciosos ya le ha perturbado. Le pongo en guardia frente a sí mismo, eso es todo, se trata de un asesinato. Sea una mujer eterna o no lo sea.

– Estaba en Francia -dijo Ruggieri endureciendo el tono.

No iba a ser ese tipo recién llegado aquella misma mañana el que iba a darle lecciones de vigilancia sobre los polis y las mujeres eternas.

– Ya lo sé -dijo Valence sonriendo-. Hablaba teóricamente, esté seguro. Y quería demostrar, de paso, la vulnerabilidad de los investigadores.

– ¿Y si lo dejásemos aquí por esta noche?

– Sólo una palabra. He tenido razones para sospechar que un editor romano, su nombre carece de importancia, un habitual de la Vaticana, había tocado unos croquis inéditos. He ido a verlo a última hora de la tarde. Es un pez gordo, bastante demoníaco. Pero no tengo ninguna razón para creer que pueda haber corrido riesgos personales robando en la Vaticana. El dibujo inédito que me preocupaba ha sido adquirido legalmente en una colección privada, me ha proporcionado pruebas. Conservémoslo siempre en la memoria pero, a mi parecer, la pista no es buena. Este asunto de manuscritos no es un golpe para un pez gordo.

– ¿Cómo puede decir cosas semejantes? Es absurdo.

– Lo cual no impide que pueda tener razón.

– ¿Se aferra aún a la hipótesis del ladrón que asesina a Valhubert para salvaguardar su seguridad?

– Por el momento. ¿Y usted?

– Yo me voy a acostar.

Richard Valence volvió andando porque se sentía de repente demasiado incómodo para coger un coche. Se negó a que lo llevase Ruggieri. Estaba harto de Ruggieri. Esta noche Roma le parecía de una tristeza insondable y no entendía por qué. Su cabeza estaba repleta de imágenes confusas que lo hacían sufrir, no podía darles nombre y ponerles freno, y sobre todo no sabía cómo hacerlas desaparecer. Llegó casi corriendo a su hotel. La respiración agitada parecía sentarle bien. Cuando se acostó estaba mejor. Al día siguiente, todo habría terminado.

XV

Monseñor Lorenzo Vitelli llegó temprano al Vaticano. Algo lo había tenido en vilo durante toda la noche. La biblioteca aún estaba desierta, a excepción de Maria, que había empezado ya a ordenar las fichas. Maria no parecía estar en forma hoy. El obispo inspeccionó los estantes y consultó largamente el libro de los préstamos de los últimos meses.

Al volver a su despacho, llamó a Richard Valence. Un chico le respondió que el señor Valence aún no había bajado, ¿debía despertarlo?

– No -dijo Vitelli.

Sí. Hubiese debido despertarlo. Ya eran las diez. Y sin embargo no tenía ganas de hacer la prueba. Era absurdo pero Vitelli colgó el teléfono. Richard Valence tenía un no sé qué de temible, y, si bien Vitelli no tenía ningún miedo de aquel hombre, detestaba violentarse inútilmente. A pesar de aquel ligero reparo, le gustaba Valence, le gustaba mucho incluso. Y sobre todo estaba aliviado de poder, gracias a él, evitar el trato con la policía oficial. No se imaginaba personándose cada día en la comisaría de policía para presentar su delación cotidiana. Con Valence, las cosas tenían menos crudeza. Ayer, en el transcurso de una entrevista con algunos hermanos, en la que habían debatido sobre estos robos, el escriba Prizzi había dicho que no debían tener escrúpulos en este asunto, y que exagerarlos desmesuradamente respondería a una complacencia mortificadora y flagelatoria, preludio de la pretensión mística. El escriba Prizzi hacía unos discursos extenuantes.

Vitelli consiguió contactar con Valence hacia las once. ¿Podía venir a reunirse con él lo antes posible en el Vaticano?

Tiberio entró en su despacho en el momento en que éste colgaba.

– Podrías llamar antes de entrar -dijo el obispo-. Siéntate. ¿Qué tal está Claudio?

Tiberio puso mala cara durante un buen rato.

– Ya veo -dijo Vitelli.

– Esta mañana me lo he cruzado, simplemente. Me imagino que haber vuelto a ver a Laura ayer por la noche le habrá sentado bien. ¿No cree?

– A veces llorar a dos es peor. ¿Laura ha tomado de nuevo la misma habitación en el Garibaldi?

– Creo que sí.

– ¿Crees que me necesitará o que preferirá estar sola un tiempo? Confieso que no sé muy bien qué hacer.

– Yo voy a verla ahora. Debe de haber terminado su deposición. Lo llamaré para decirle si la he encontrado distante o tierna. Con ella no se puede prever nada de un día para otro.

– Pero ¿qué llevas en la mano, Tiberio? -preguntó bruscamente Vitelli alzándose.

– Ah, sí. Es el librito del siglo XV. De hecho pasaba para eso pero casi me olvido. Se trata otra vez de esa locución latina que se me escapa. Usted me había dicho que podría…

– Pero ¡demonios, estás loco, Tiberio!, ¡loco, completamente loco! Te paseas con un incunable bajo el brazo. ¿Pero dónde te crees que estás? ¿Quién te ha dejado salir con eso de la biblioteca?

– Maria y el escriba Prizzi, monseñor. Les dije que venía a verle. El escriba fue incapaz de ayudarme con la locución latina. No es fácil, todo hay que decirlo…

– Pero ¡es absurdo! ¿Te das cuenta de que se está desarrollando una investigación policial aquí mismo?, ¿eh?

– No estoy tan seguro -gruñó Tiberio.

– ¡Pues bien, sería mejor que te lo creyeses en vez de ocuparte de tu locución latina! Espero a Richard Valence de un momento a otro: en tu opinión, ¿qué va a pensar si te ve paseándote negligentemente con un incunable como si fuese un mapa de la ciudad?, ¿eh?

– Este libro no es tan raro, lo sabe tan bien como yo. Y además tengo cuidado. No soy un idiota.

– ¡De todas formas! Les diré un par de palabras a Prizzi y a Maria Verdi. Y tú, Tiberio, escúchame bien: que te sientas aquí como en tu casa, es una cosa. Pero que consideres la Vaticana como tu biblioteca particular, sobrepasa todos los límites. Vete a dejar ese libro en su sitio y envíame a Prizzi.

– Lo he estado siguiendo todo el día de ayer -dijo Tiberio-. Sospecha de Pietro Baldi, nuestro respetado editor. Ha ido a verlo.

– ¿De quién hablas, cielo santo?

– Está alterándose, monseñor.

– ¡Eres tú el que me altera! ¿De quién hablas?

– De Richard Valence. Lo estuve siguiendo ayer mientras que Nerón seguía a los hombres de Ruggieri.

– Pero ¿qué os ha dado?

– Puesto que ellos se ocupan de nosotros, ¿por qué no podemos ocuparnos nosotros de ellos?

– ¿Ha sido Nerón el que ha tenido esa idea imbécil?

– No, monseñor, he sido yo.

– Me sobrepasas, Tiberio. No tengo tiempo de ocuparme de ti hoy, pero retomaremos esta discusión, créeme. ¡Vete a dejar ese libro, cielo santo! Veremos esa locución latina más tarde.

Lorenzo Vitelli vio cómo Tiberio bajaba por la gran escalera de piedra. Tiberio tenía aspecto de estar divirtiéndose. ¿Qué tenía aquello de divertido?

– ¿Problemas con sus protegidos, monseñor?

El obispo se volvió y sonrió a Valence.

– ¿Se trata de Tiberio? ¿Sabe que me ha estado siguiendo todo el día de ayer?

– Sí -dijo Vitelli con cansancio-. Me lo acaba de decir y parece muy satisfecho de sí mismo. No lo entiendo… Es verdaderamente desagradable.

– No se preocupe, monseñor. No le considero responsable de los actos de este chico. ¿Tiene algo que decirme?

– Sí, es verdad. No he dormido mucho esta noche. Una idea me daba vueltas en la cabeza. Algunas cajas están menos polvorientas que otras en los estantes del fondo a la izquierda. Pero en el libro de préstamos no está indicada ninguna consulta que les concierna. Nadie las pide nunca. Las he abierto: contienen cosas diversas, más o menos catalogadas, muy mezcladas. Se podría encontrar de todo. Las piezas me dan la impresión de haber estado recientemente manipuladas. Ve, señor Valence, creo que Henri tenía razón. Sin duda existen robos en la Vaticana.

Valence reflexionaba, con las manos juntas, sosteniendo su mentón con el borde de los dedos.

– ¿Tiene un plano de la biblioteca?

– Sígame a mi despacho. El plano está ahí, en un cajón, delante de usted.

Lorenzo Vitelli miraba a Richard Valence con atención. No se hubiese permitido interrogarlo pero estaba seguro de que un dolor violento había cruzado aquel rostro hacía poco tiempo. Ayer no estaba así. Valence parecía, sin embargo, igual de impasible, igual de inexpresivo e igual de entero. Sus ojos todavía tenían aquel brillo un poco desconcertante, sin vacilaciones. Sin embargo Vitelli estaba seguro de lo que veía: la huella rápida de la duda que pasa, los remolinos dejados por su rastro. Era su trabajo, sabía reconocer aquella pequeña onda de choque, pero no hubiese esperado encontrarla en un hombre como Richard Valence cuya potencia ingrávida parecía hecha para encajar los golpes.

– ¿No hay otra puerta que no sea ésta, la que custodian Maria y los tres escribas?

– No.

– ¿Maria está siempre en su puesto?

– Marterelli la reemplaza a veces. Es un hombre frío, apenas sabe lo que es el dinero. No piensa más que en la historia del papado, es su única pasión. Sería absurdo sospechar de él. Igualmente, los escribas Prizzi, Carliotti y Gordini están los tres fuera de toda sospecha. No veo qué podrían ganar con ese tipo de negocios. Ya les cuesta gastar lo que poseen. En cuanto a Maria, se lo digo, está aquí desde hace treinta años, incrustada, aglomerada a los muros de la Vaticana.

– ¿Los lavabos de la gran sala dan a la sala de reservas?

– No. No hay puerta.

– Pero ¿no hay una pequeña ventana?

El obispo reflexionó.

– Sí, sólo una. Pequeña pero suficientemente grande para pasar. Sólo que está situada a cuatro metros de altura. A menos que la persona lleve una escalera, no veo…

– ¿Por qué no una cuerda?

– Eso no cambia nada. Los lavabos son públicos. Uno corre el riesgo de ser sorprendido en cualquier momento. Ese pasaje es impracticable. La persona tendría que dejarse encerrar por la noche…

– ¿Es posible?

– No. Creo que no.

– De todas formas existe una posibilidad entre mil de que eso fuese posible. No se puede descartar de oficio a ninguno de los lectores que frecuentan la gran sala, lo que nos proporciona centenares de sospechosos, y entre ellos los más sospechosos serían, por supuesto, los asiduos a la sección de archivos.

– No avanzamos.

– ¿Cuánta gente consulta regularmente los archivos?

– Una cincuentena más o menos. Puedo establecer una lista, si quiere, tratar de vigilarlos más de cerca, trabar conversación sobre el tema con los que conozco bien. Aunque no dispongo de mucho tiempo.

– Siempre podemos hacer eso en espera de algo mejor. Me gustaría ver a Maria Verdi.

– Lo acompaño.

Richard Valence tenía aversión a las bibliotecas porque, en ellas, uno debía abstenerse de todo, de hacer ruido con las palabras, de hacer ruido con los zapatos, de fumar, de moverse, de suspirar, en resumen, de hacer ruido con la misma vida. Hay gente que dice que estas limitaciones del cuerpo favorecen el pensamiento. En su caso, lo destruían instantáneamente.

Desde la puerta, contemplaba a Maria Verdi que removía las fichas sin emitir un solo sonido y que vivía desde hacía treinta años así, en medio de los murmullos de esta vida retenida. Le hizo entender por medio de signos que quería hablarle, y ella lo llevó a las reservas que se abrían tras su despacho.

– Las reservas -dijo con orgullo de propietaria.

– ¿Qué piensa de los robos, señora Verdi?

– Monseñor Vitelli me ha hablado del asunto. Es horrible, pero no tengo nada que decir al respecto, no le puedo ser de ninguna ayuda. Y, como se imaginará, conozco bien a todos los habituales de los archivos. Pero no veo a ninguno que hubiese podido hacer algo así. Conocí a uno, hace mucho tiempo, que recortaba los grabados con una cuchilla en la gran sala. No se puede decir que tuviese pinta de hacer eso, pero tampoco que tuviese un aspecto completamente normal. Pero, bueno, las pintas buenas o malas no quieren decir nada en el fondo.

– Quizás debamos buscar al ladrón entre los conocidos de Henri Valhubert. El editor Baldi, por ejemplo.

– Viene a menudo. Me resulta imposible sospechar de él. Se necesita coraje para actuar así y no creo que tenga el temperamento necesario.

– ¿Y Claudio Valhubert y sus dos amigos?

– ¿Los ha visto?

– Todavía no.

– ¿La policía sospecha de ellos? En ese caso, pierde realmente su tiempo. No están lo suficientemente interesados en los archivos como para que se les ocurra la idea de robar algo. Son unos chicos encantadores, aunque Nerón sea a menudo incómodo y ruidoso.

– ¿Es decir?

– Irrespetuoso. Es irrespetuoso. Cuando me devuelve un manuscrito, lo eleva a cincuenta centímetros de la mesa y lo deja caer de golpe a propósito, para volverme loca, imagino. Sabe muy bien que eso me saca de quicio. Pero lo hace siempre y dice en voz alta: «¡Aquí tienes el papiro, mi querida Maria!», o si no dice: «¡Te devuelvo este trapo, Santa Conciencia de los Archivos Sagrados!», o si no «Santa Conciencia» a secas, depende de los días, hay variantes, las inventa sin parar. Sé muy bien que entre ellos me llaman así: «Santa Conciencia de los Archivos». Si continúa con ese tipo de bromas, me veré obligada a prohibirle las consultas. Se lo he advertido pero continúa, parece que le da igual. Y si yo hiciese eso, los otros dos se pondrían furiosos.

Se rió un poco.

– Sobre todo, no vaya por ahí contando estas niñerías. Ni siquiera sé por qué se las he contado yo misma, por otro lado. Bueno, ellos son así.

– Tendría que incrementar su vigilancia, señora Verdi. Evitar la mínima distracción que permita al ladrón dar su golpe. ¿Ha dejado alguna vez el acceso a las reservas sin vigilancia?

– Señor, con los archivos, las distracciones no están autorizadas. Desde hace treinta años, no se me escapa aquí ningún movimiento. Desde mi mesa e incluso si trabajo, veo a todos los lectores. Si se hace algo sospechoso, lo noto de inmediato. Hay por ejemplo documentos que no se pueden hojear sin pinzas, para no mancharlos. Pues bueno, si alguien le pone una uña encima, lo sé.

Valence asintió con la cabeza. Maria era como un animal especializado. Llevaba treinta años consagrando la energía de sus cinco sentidos a velar por la biblioteca. En la calle debía de estar tan disminuida como un topo al aire libre, pero aquí era difícil imaginar, en efecto, cómo alguien hubiese podido escapar a su percepción.

– La creo -dijo Valence-. De todas formas si ocurre algo anormal…

– Pero es que no ocurre nada anormal.

Valence sonrió y se fue. Maria no podía considerar la posibilidad de que se robase en la Vaticana. Era normal. Es como si hubiesen intentado deshonrarla personalmente. Y como nadie parecía querer deshonrar a Maria, nadie robaba en la Vaticana. Era lógico.

Empezaba a hacer mucho calor fuera. Valence llevaba un traje oscuro. Había romanos que caminaban llevando su chaqueta sobre el brazo, pero Valence prefería buscar la sombra en vez de ponerse en mangas de camisa. Ni siquiera había desabrochado su chaqueta, estaba fuera de toda cuestión.

Encontró a Ruggieri con la camisa remangada hasta los codos, en su despacho, con las persianas entornadas. Los brazos del italiano eran delgados y feos, y a pesar de todo los descubría. A Valence no le daban vergüenza sus brazos, eran sólidos y bien hechos, pero no por eso se le hubiese ocurrido enseñarlos. Haciéndolo, tendría la sensación de hacerse más vulnerable, de ofrecer a sus interlocutores un terreno de entente animal, sensación que lo atemorizaba más que cualquier otra cosa. Si no enseñas tus brazos, nadie puede estar seguro de qué tienes, y ésa es la mejor manera de guardar las distancias.

Ruggieri no parecía guardarle rencor por lo de anoche en la morgue. Le hizo sentar con precipitación.

– ¡Llegamos al fondo, señor Valence! -dijo estirándose-. ¡Hemos encontrado algo increíble esta mañana!

– ¿Qué ha pasado?

– Usted tenía razón ayer por la noche. La señora Valhubert me había perturbado un poco. Lástima, de todas formas, que se haya perdido por poco su entrada en la morgue. Jamás he asistido a una entrada similar en un lugar semejante. ¡Qué rostro y qué porte! Tiene que darse cuenta de que yo no sabía ni siquiera cómo formular mis frases, y eso que no soy de naturaleza tímida, me imagino que ya se habrá percatado. No me atrevería a aproximarme a ella más de tres metros, excepto para ponerle un abrigo sobre los hombros. ¡O a menos que ella me lo pidiese, por supuesto! E incluso así, señor Valence, incluso entonces, estoy seguro de que todavía estaría azorado, es increíble, ¿no?

Ruggieri rompió a reír y se encontró con el rostro inexpresivo de Valence.

– ¿Y entonces? ¿Se lo ha pedido? -dijo Valence.

– ¿El qué?

– ¿Que se acerque a ella?

– ¡Claro que no!

– Y, entonces, ¿de qué estamos hablando?

– No sé, es un decir.

– ¿Y usted tiene ganas de que se lo pida?

– Claro que no. Eso no se hace durante una investigación. Pero después de la investigación, me pregunto si quizás podría pedírmelo…

– No.

– No, ¿qué?

– No se lo pedirá.

– Si usted lo dice.

¿Acaso aquel tipo no podía ser como todo el mundo? Nervioso, Ruggieri se escapó de la mirada puesta sobre él y pidió por teléfono que le trajesen un almuerzo. Después sacó una foto de su cajón. Hizo mucho ruido cerrando aquel cajón. Una mirada se puede contrarrestar con ruido, a veces funciona.

– ¡Tome! Una foto de la señora Valhubert en la identificación del cadáver… ¿ha salido bien, no?

Valence rechazó la foto con la mano. También se estaba poniendo nervioso. Se levantó para irse.

– ¿No quiere saber lo que hemos descubierto hoy por la mañana? -preguntó Ruggieri.

– ¿Es capital?, ¿o se trata de otro de sus asombros amorosos?

– Es fundamental. Por curiosidad, me he informado sobre el círculo de amigos frecuentado por los tres emperadores. Entre ellos está una chica a la que ven muy a menudo y que se llama Gabriella.

– ¿Y qué?

– Y se llama Gabriella Delorme. Gabriella Delorme. Se trata de la hija natural de Laura Valhubert, Laura Delorme de soltera.

No se notó demasiado, pero Valence acusó el golpe. Ruggieri vio cómo su nuez subía y bajaba a través de la piel del cuello.

– ¿Qué dice de eso? -sonrió-. ¿Quiere un cigarrillo?

– Sí. Continúe.

– Gabriella es entonces, sencillamente, la hija de Laura Valhubert, y nació de padre desconocido, seis años antes de la boda de su madre. He verificado todo eso en el registro civil. Laura Delorme ha reconocido a la niña y la ha educado en casas particulares y después en internados, bastante acomodados, todo hay que decirlo. En el momento de su partida para París, Laura confió la tutela oficiosa de la niña a uno de sus amigos sacerdotes que quiso ayudarla.

– Sacerdote que se convirtió después en monseñor Lorenzo Vitelli, me imagino.

– Bingo. Tenemos cita con él en el Vaticano a las cinco.

Desorientado por la impasibilidad obstinada de Valence, Ruggieri daba vueltas por la habitación a grandes pasos.

– Resumiendo -continuó-, Laura Delorme tuvo esta niña ilegítima muy joven. La ocultó mejor que peor durante seis años y, con ocasión de su boda inesperada con Henri Valhubert, encargó a su fiel amigo de relevarla en su tarea. Es evidente que Valhubert hubiese roto el matrimonio si lo hubiese sabido, es normal.

– ¿Por qué normal?

– Una chica que da a luz con diecinueve años a un niño sin padre no demuestra un grado muy alto de moralidad, ¿no cree? Sobre todo, no parece un buen augurio para el futuro. Es natural que alguien dude en casarse con ella, especialmente si ese alguien ocupa la situación social de Valhubert.

Valence tecleaba lentamente en el borde de la mesa.

– Por otro lado -retomó Ruggieri-, todo esto da mucho que pensar sobre la idea que se hace monseñor Lorenzo Vitelli de una conciencia cristiana. Proteger a esa chica y a su hija y ayudarla a escamotear, durante años, la verdad al marido, que era pretendidamente amigo suyo, resulta, en cierto modo, un poco especial para un sacerdote, ¿no?

– Lorenzo Vitelli no da la impresión de ser un sacerdote ordinario.

– Es lo que me temo.

– Es lo que yo aprecio en él.

– ¿Verdaderamente?

Como Valence no respondía nada, Ruggieri volvió a su mesa para intentar mirarlo a la cara.

– ¿Quiere decir que si estuviese en la situación del obispo hubiese hecho lo mismo?

– Ruggieri, ¿está tratando de probar mi salud moral o de resolver este caso?

Decididamente no, no se podía mirar fijamente ese maldito rostro. Valence tenía los labios apretados y su rostro estaba impávido. Cuando alzaba sus ojos claros, no había otra posibilidad que irse por la tangente. Que se vaya a la mierda. Ruggieri recomenzó sus vueltas a través de la habitación para poder continuar hablando.

– En realidad, todos los datos de la investigación se encuentran alterados. El asunto del Miguel Ángel robado, en efecto, podría no ser más que un pretexto para cubrir una intriga mucho más complicada. Y usted y su ministro van a tener dificultades para silenciar todo esto, a mi parecer. Porque, supongamos que Claudio Valhubert estuviese al corriente del secreto de su madrastra, lo que yo creo: hubiese podido suprimir a su padre para proteger a Laura, por la que siente adoración. Una adoración muy comprensible, por otro lado. Gabriella también hubiese podido hacerlo.

– ¿Para qué?

– Porque, a la muerte de su marido, Laura Valhubert, que hasta ahora no posee ningún bien propio, hereda una fortuna considerable. Está claro que su hijastro se beneficiará de este hecho, de la misma manera que su hija, que podrá finalmente salir de la sombra, dejar su escondite de Trastevere, sin miedo a las represalias de su padrastro. Dése cuenta de que Henri representaba un verdadero obstáculo en su existencia. Bien es cierto que para que la hipótesis resulte válida Henri Valhubert tendría que haber descubierto recientemente la existencia de esta Gabriella, y el resto de la familia debiera haberlo sabido y haberse puesto en estado de alerta. En el caso de que Henri hubiese decidido divorciarse como consecuencia de este descubrimiento, el porvenir tranquilo de Laura y Gabriella se vería en entredicho. Vuelta inmediata a la miseria de las afueras de Roma. Pero tendríamos que demostrar que Henri Valhubert lo había descubierto todo.

– Yo me ocupo de ello -dijo Valence.

Ruggieri no tuvo siquiera tiempo de tenderle la mano. La puerta de su oficina se cerró violentamente. Descolgó el teléfono suspirando y pidió hablar con su superior.

– Al francés le pasa algo -dijo.

XVI

Valence volvió rápidamente a su hotel y pidió que le sirviesen el almuerzo en su habitación. Le dolían las mandíbulas a fuerza de tener los dientes apretados los unos contra los otros. Trataba de liberarlos relajando su mentón pero éste volvía a apretarse de forma involuntaria. Contrariamente a lo que se cree, los maxilares pueden de vez en cuando llevar una vida propia, sin consultarnos, y esta insubordinación no tiene nada de agradable. ¿Cómo Henri Valhubert hubiese podido de pronto descubrir la existencia de Gabriella? La respuesta no era demasiado difícil de imaginar.

Sentado en el borde de su cama, arrastró el teléfono hasta sus pies y encontró sin demasiada dificultad el número de la secretaria particular de Henri Valhubert. Era una chica rápida, en seguida comprendió lo que Valence buscaba. Dijo que volvería a llamarlo una vez que tuviese la información. Él alejó el teléfono con un pie. En una hora, o quizás en dos, tendría la respuesta. Y si era tal y como creía, no iba a resultar agradable para nadie. Pasó los dedos por su cabello y dejó que su cabeza descansase sobre sus manos. Aceptar esta misión había resultado un error porque ahora no tenía ganas de silenciar el caso, todo lo contrario. Estaba dominado por un afán de saber que lo crispaba de impaciencia. No tenía ganas de deslizar furtivamente la verdad, que presentía, hasta dejarla en manos de Édouard Valhubert. Tenía, a la inversa, ganas de decir lo que sabía, por todas partes y a voz en grito, de proseguir esta investigación hasta el final y hacer que el caso vomitase sus bajezas desatando el más trágico escándalo y ríos de lágrimas y vísceras. Era así. ¿Qué era lo que no funcionaba? Se sentía violento y sanguinario, y esto lo inquietaba. Un deseo tal de drama no era habitual en él, y su propio estremecimiento, mal controlado, lo dejaba exhausto. Podía siempre tratar de tomar algo y dormir antes de reunirse con Ruggieri en el Vaticano. Le hubiese encantado masacrar a Ruggieri.

El obispo Lorenzo Vitelli miraba alternativamente los rostros de Ruggieri y de Valence que estaban sentados frente a él. Esos dos no iban bien juntos. La determinación demasiado severa de Valence, la comodidad demasiado ligera de Ruggieri, ni una ni otra debían de facilitar las cosas entre esos dos hombres. Mientras tanto, ambos tenían aspecto de esperar algo de él.

– Si se trata de la lista de lectores regulares -empezó Vitelli-, aún no he tenido tiempo de establecerla. Tengo una visita oficial entre manos, hay que organizar todo el protocolo y esto no me deja mucha disponibilidad para su investigación.

– ¿Qué lista? -preguntó Ruggieri.

– Los asiduos a los archivos -dijo Valence.

– Ah, sí. Ya veremos eso más tarde. Hoy se trata de otro asunto.

El obispo se puso instintivamente a la defensiva. Este policía adoptaba unos aires de conquistador que no le gustaban y una especie de buena conciencia difusa de la cual no esperaba nada bueno.

– ¿Les pasa algo a los chicos? -preguntó.

– No, no se trata de los chicos. Se trata de una chica.

Ruggieri esperó a que el obispo reaccionase pero Vitelli lo miraba sin decir nada.

– Se trata de Gabriella Delorme, monseñor.

– ¡Ah, han llegado a ese punto! -suspiró Vitelli-. Pues bien, ¿qué le pasa a Gabriella? ¿Les preocupa?

– Es la hija natural de Laura Valhubert, concebida seis años antes de su matrimonio.

– ¿Y qué? No es un secreto para nadie. La pequeña fue inscrita legalmente en el registro civil con el nombre de su madre…

– No era un secreto para nadie, excepto para Henri Valhubert, evidentemente.

– Evidentemente.

– ¿Y encuentra eso normal?

– No sé si es normal. Es así, eso es todo. Imagino que espera que le cuente la historia, ¿es eso?

– Por favor, monseñor.

– ¿Acaso tengo derecho a hacerlo?

Vitelli se levantó y sacó un pequeño álbum de su biblioteca. Lo hojeó en silencio y después jugueteó con sus dedos sobre la portada.

– Después de todo -continuó-, ahora que Henri está muerto, supongo que ya no tiene tanta importancia. No tiene incluso ninguna. No hay nada en esta historia que me prohíba contarla. Es simplemente una historia un poco triste y, ante todo, muy corriente.

– Es ante todo la historia de un nacimiento ilegítimo y de una madre soltera, monseñor -dijo Ruggieri.

Vitelli asintió con fatiga. Se sentía bruscamente desolado ante la idea de que una gran cantidad de Ruggieris estuviesen campando a sus anchas por todos los rincones de la superficie de la tierra. En aquel mismo momento debían de estar naciendo varios millares de Ruggieris que incordiarían más tarde a todo el mundo.

– Señor inspector de policía -dijo Vitelli separando las palabras-, figúrese que hay que mirar las cosas muy de cerca antes de aplicar los preceptos de la palabra divina. ¿Qué cree usted que es la teología? ¿Un patio de ejecución? ¿En qué cree que consiste mi trabajo? ¿En ser un cazador de recompensas?

– No sé -dijo Ruggieri.

– No sabe -suspiró el obispo.

Ruggieri había abierto un cuaderno y esperaba la historia. Todo lo que pudiese decir el obispo le era completamente igual, excepto la historia de Laura Valhubert.

– Ya saben que conozco a Laura desde que era una niña, tenía cuatro años menos que yo -empezó Vitelli-. Vivíamos en las afueras de Roma en dos cuchitriles gemelos. Nos pasamos diez años hablando juntos por las noches sobre la acera. A mí, desde que tuve quince años, me tentaba la vida religiosa pero Laura acariciaba proyectos completamente diferentes. De hecho, no estaba demasiado entusiasmada con los míos. Se había convertido en una broma entre ambos. Yo no podía fumar un cigarrillo ni participar en una pelea callejera sin que ella me dijese: «Lorenzo, no te veo de cura, pero es que no te veo de nada en absoluto».

El obispo se rió.

– Y quizás no estaba equivocada puesto que el señor Ruggieri tampoco me ve de cura, ¿no es cierto? Y, sin embargo, yo estaba convencido y tomé los hábitos. Ella, mientras tanto, se había vuelto hermosa, tan hermosa que terminó por verse y por saberse. Había, incesantemente, hombres que querían invitarla a salir, chicos del barrio y también chicos «de la ciudad» entre los cuales había algunos con una fortuna muy grande. Laura me preguntaba siempre mi opinión sobre los nuevos, lo que pensaba de su rostro, de su cuerpo y en cuánto estimaba sus herencias, en cuántos millares de liras, aproximadamente. Nos divertíamos mucho, por las tardes, siempre en la misma acera haciendo cuentas. Laura era más bien distante, mordaz, y se servía a la perfección de su encanto lancinante y fugitivo. Pero, en el fondo, estaba impresionada por la riqueza. El mínimo coche un poco nuevo le hacía gritar de alegría. Yo tenía miedo de que un día uno de los «herederos» -ése era el nombre que les dábamos, el heredero A, el heredero B, el heredero C, D, E, F, etc.- se aprovechase de su ingenuidad, que era verdadera. Llegué a ponerla en guardia. «Lorenzo, no seas tan cura», es todo lo que me respondía.

– ¿Cuántos herederos gravitaban en torno a Laura?

– Yo creo que llegamos a la letra J, comprendidas las pequeñas fortunas. Me acuerdo muy bien de F, que casi consiguió su objetivo, pero al que su padre había amonestado antes de que cometiese algo irreparable. Laura no agradaba en absoluto a las familias ricas. Pero eso no fue óbice para que la historia con F fuese suficientemente seria e hiciese lloriquear a Laura durante todo un mes.

– ¿No podría recordar sus nombres?

– Claro que no. Ni siquiera Laura los conocía todos.

– ¿Estaba celoso?

Vitelli suspiró. Millones de Ruggieris debían de estar recorriendo el mundo. Imbéciles en cada esquina de la tierra.

– Señor Ruggieri -dijo con una ligera impaciencia inclinándose hacia él, con las manos metidas en el cinturón de su hábito-, si lo que me pregunta es si yo amaba a Laura, la respuesta es sí. Sigue siendo sí hoy mismo, en el momento en que le hablo, y seguirá siendo sí mañana. Pero si lo que me pregunta es si estuve enamorado de Laura, la respuesta es no. Por supuesto pensará que le miento y que no es natural que el joven que fui no hubiese concebido más que un afecto fraternal por una chica como Laura. Me siento obligado a tranquilizarlo de inmediato diciéndole que en aquella época yo estaba enamorado de otra mujer. Sí, señor inspector. Y estuve a punto de dejar el sacerdocio por ella pero las cosas no concluyeron así. Permanecí en las órdenes. Puede informarse a su gusto si le apetece, no oculto esa historia. Experimentar el amor me parece además una prueba indispensable si uno quiere después ponerse a aconsejar a los otros. ¿Puedo ahora continuar con la historia de Laura?

– Se lo ruego -murmuró Ruggieri.

La mirada del obispo se apartó del policía.

– Pues, entre todos estos herederos -retomó Vitelli sentándose-, los había que eran más o menos delicados. C y H me parecían particularmente peligrosos. Una tarde sobre la acera, Laura me explicó que estaba embarazada, que había ocurrido una noche, después de una fiesta en Roma, y que ni siquiera conocía el nombre del chico. Lo buscó y no pudo encontrarlo nunca. Por otro lado tampoco tenía muchas ganas de encontrarlo. Tenía diecinueve años, no tenía dinero ni profesión. Me he preguntado a menudo si Laura me había dicho toda la verdad y si realmente no conocía el nombre del padre. O si, por ejemplo, se trataba de alguno de los herederos que la había intimidado y amenazado para que guardase silencio. La familia de Laura, que era servilmente católica, tomó la cosa a lo trágico. En aquella época, yo acababa de acceder al sacerdocio y conseguí calmar un poco sus terrores religiosos. Laura tuvo entonces a su hija Gabriella en su casa e inmediatamente la metieron en una institución para ocultarla de la vecindad y de los herederos por orden del padre de Laura. Seis años más tarde, Laura decidió casarse con Henri Valhubert. Yo había conocido a Henri durante su estancia en la escuela de Roma y los había presentado el uno al otro. Laura me suplicó que no le hablase de Gabriella. Me dijo que ella lo haría más adelante. Es verdad que yo no estaba seguro de que Henri fuese a aceptar aquel tipo de situación, pero no aprobaba la decisión de Laura. La sombra en la que debía quedar Gabriella no me gustaba. Pero era su madre la que debía decidir, ¿no? Algunos días antes de su traslado a París, Laura vino a encontrarse conmigo, tarde, en la iglesia en la que yo oficiaba en aquel momento, a una centena de kilómetros de Roma. Quería que en su ausencia yo velase por su hija. Decía que ella no tenía confianza más que en mí y que la niña me conocía desde siempre. Laura me conmovió y acepté, por supuesto. Ni siquiera me vino a la cabeza la idea de negarme. Escogí, de acuerdo con Laura, las mejores escuelas para Gabriella. La situé sucesivamente en instituciones cercanas a las diferentes parroquias en las que estuve destinado. Cuando fui llamado al Vaticano, la hice trasladarse a Roma. Laura venía con mucha regularidad a verla pero era yo quien en el día a día me encargaba de los profesores, de los médicos, de las salidas, etc. Ahora tiene veinticuatro años y se ha convertido poco a poco en mi propia hija. Soy un obispo dotado de paternidad… lo cual me agrada bastante. Pero todo esto se ha desarrollado sin misterio, sólo ha sido secreto para Henri, de acuerdo con la voluntad imperiosa de Laura que finalmente no ha variado jamás. Todos mis colegas aquí conocen la existencia de Gabriella así como su origen ilegítimo, y la misma Gabriella está al corriente de su propia historia. Puesto que usted lo descubrirá pronto, es mejor que le diga que Claudio Valhubert sabe quién es Gabriella. No se separan desde que él se instaló en Roma. Y todo lo que Claudio sabe lo saben también Tiberio y Nerón, por supuesto.

– Está claro que todo el mundo se las ha arreglado muy bien para reírse de Henri Valhubert -dijo Ruggieri.

– Ya se lo he dicho, desaprobé la decisión de Laura. Si usted piensa ahora que me he convertido en cómplice de maldad cuando acepté ayudar a la niña, incluso en estas circunstancias, es su problema. Yo volvería a hacer lo mismo si tuviese que hacerlo.

– Entonces, ¿no se ha sentido nunca violento con respecto a su amigo Henri Valhubert?

– Jamás. Después de todo, ¿hasta qué punto era asunto suyo? Si lo hubiese descubierto, era el tipo de hombre que se hubiese sentido deshonrado, y eso no hubiese arreglado nada. Quizás haya también en la actitud de Laura elementos que ignoramos: el miedo, por ejemplo, a que el marido intente, cueste lo que cueste, encontrar al padre y amenazarlo. ¡Imagínese que Laura conoce al padre, contrariamente a lo que me ha dicho siempre, y que lo teme! Todo es posible, ¿sabe?, en este tipo de asuntos. Más vale, sin duda, hacer lo que ella ha hecho, dejar las cosas decantarse suavemente en vez de precipitarlo todo.

– Tiene puntos de vista singulares, monseñor.

– Es que ahí arriba el aire es más fresco -dijo Vitelli sonriente-. Tome, encontrará aquí dentro algunas fotos de Laura y de su niña.

Lorenzo Vitelli miraba al policía hojear el álbum. Valence echó un vistazo por encima de sus hombros. Al obispo no le gustaba que la policía se acercase tanto a Gabriella. ¿Acaso tenían la intención de someterla a interrogatorio?

– ¿Por qué toda esta agitación? -le preguntó a Ruggieri-. ¿Es tan extraordinario que una mujer tenga una hija?

– Supongamos que Henri Valhubert no hubiese venido a Roma por el Miguel Ángel sino porque hubiese descubierto la existencia de Gabriella Delorme. Eso explicaría su viaje repentino, que no resulta, parece ser, habitual en él. Supongamos que hubiese querido dar la impresión de venir a investigar en la Vaticana, pero que su intención fuese en realidad verificar la ascendencia de Gabriella. En ese caso, el escándalo, que amenazaba con desencadenarse sin tardanza, hubiese dañado irreparablemente a Laura Valhubert. Él se hubiese divorciado. Usted sabe perfectamente que Laura no tiene un céntimo.

– Laura estaba en Francia cuando mataron a su marido -dijo Vitelli.

– Claro, no es culpable. Pero Laura Valhubert no es una persona cualquiera y muchos sienten devoción por ella. ¿No es cierto, monseñor? Claudio o Gabriella, por ejemplo, estarían dispuestos a hacer muchas cosas para protegerla. Eso sin contar que ambos tenían cuentas pendientes con Henri Valhubert y que su muerte, además, los convierte en personas ricas. Entonces, todo esto combinado incita al asesinato.

El obispo se había levantado otra vez y dominaba al policía. Tenía de nuevo sus manos apretadas sobre el cinturón violeta de su hábito. Valence lo miró con complacencia y, en esta pose un poco guerrera, lo encontró apuesto.

– ¿Se permite acusar a Gabriella? -preguntó Vitelli.

– Digo simplemente que tenía excelentes razones.

– Es demasiado.

– Es la verdad.

– La noche de la fiesta, estaba en casa de un amigo, lo sé.

– No, monseñor. Siento apenarlo pero el hijo de su portera la vio la noche del asesinato en la plaza Farnesio. Quiso hablar con ella pero Gabriella no pareció reconocerlo.

Ruggieri había bajado el tono. Había suavizado su voz y había tendido instintivamente una mano hacia Vitelli como para detener su reacción. Lamentaba haber sido tan brusco desde el principio porque ahora la pena perceptible que marcaba el rostro del obispo le resultaba molesta. Hubiese querido dar marcha atrás para formular las cosas de otra manera.

– Váyase -dijo Vitelli-. ¡Váyanse los dos! Ya tienen lo que quieren.

Ruggieri y Valence salieron lentamente. La voz del obispo los llamó mientras descendían la escalera. Alzaron el rostro hacia él.

– Además, ¡ya les he dicho que yo tengo una pista! -les gritó Vitelli-. ¡Yo encontraré al ladrón de la Vaticana y comprenderán que es también el asesino de Henri! ¿Lo oye, Ruggieri? ¡Usted, el policía, no es más que un mediocre! ¡Y transforma el oro en plomo!

El obispo se alejó de la balaustrada, les dio la espalda y se fue a grandes pasos. La puerta del despacho se volvió a cerrar con violencia. Ruggieri se quedó paralizado sobre el escalón, agarrado a la barandilla. Transformaba el oro en plomo. Cuando buscó a Valence con la mirada, éste ya había desaparecido sin dar ninguna explicación.

XVII

Richard Valence había vuelto directamente a su hotel. Salió a última hora de la tarde con un talante prácticamente invencible. Se había pasado varias horas telefoneando, relacionando las informaciones que obtenía y las que se presentaban espontáneamente a su comprensión. Había sido suficiente situarse en la buena dirección para que lo inexplicable se ordenase en una serie de transparencias. El resultado era definitivo y de una simplicidad mortal. A nadie parecía habérsele ocurrido. Sin embargo, si reflexionaba detenidamente, él mismo había cedido la clave del asunto a Ruggieri en su primer encuentro.

Ahora acababa de obtener de éste la autorización para adelantarse e interrogar a los tres emperadores el primero. En un principio, Ruggieri se había negado con firmeza. Pero Valence sabía vencer cualquier resistencia porque la suya era pétrea, sin esas fisuras de debilidad que hacen que los otros cedan bajo la presión o el tiempo. Ruggieri había resistido diez minutos antes de rendirse. Era mucho tiempo. Ruggieri era un poli resistente.

En el reflejo de un coche Valence se ajustó la corbata y se echó para atrás el cabello. Se sentía dueño de sí mismo, y los tres emperadores, a pesar del retrato indulgente que de ellos había trazado el obispo, no lo enternecían. Para ser exacto, desconfiaba de ese tipo de amistades maravillosas.

La puerta del apartamento era baja y tuvo que inclinarse para entrar. Claudio, que la había abierto, lo dejó solo en una habitación sobrecargada, de función indefinible, probablemente la habitación común, ungida de las manías de cada uno. Claudio se había excusado para ir a llamar a Nerón y a Tiberio, que estaban en sus habitaciones. Valence había captado de inmediato el tipo de Claudio. Tenía, en realidad, un rostro guapo pero febril y una silueta muy delgada que debía de ser la cuarta parte de la suya. Tenía la sensación de que hubiese podido desplazarlo de un manotazo, de que Claudio no tenía raíces que lo aferrasen al suelo.

Nerón venía a su encuentro con un paso amanerado e irónico. Se inclinó con un movimiento de toga sin estrecharle la mano.

– Tenga la indulgencia de hacer caso omiso de mi indumentaria -dijo con voz potente-. La precipitación de su visita no me ha dejado tiempo para adaptarme a las circunstancias.

Nerón estaba en pantalón corto. Era todo lo que llevaba puesto.

– Sí -dijo Nerón-, tiene razón, soy imberbe. Y eso le sorprende porque es raro en un chico de mi edad. Es bastante hermoso, a mi parecer. Digamos que es especial. Eso es, especial. En realidad, todo esto no es más que una apariencia, me depilo. Pero tranquilícese, tan pronto como haya dejado el mundo romano, lo que me temo que no será mañana, me dispensaré de esta pesadez, porque es una pesadez, figúrese. Tendrá que fiarse de mi palabra, porque dudo que jamás haya probado esta experiencia de la depilación. Es interesante pero lleva tiempo y a veces es bastante doloroso. Afortunadamente, las compensaciones merecen la pena. Así preparado, y un poco más desnudo de como me ve usted ahora, me expongo en los museos. Perfectamente. Subo sobre un zócalo y poso. La gente se precipita, me admira, hace comentarios graciosos que me recompensan largamente de mis sacrificios.

– Nerón, amigo mío, no interesas al señor.

– Ah, eres tú, Tiberio. Entra, Tiberio. Quizás el señor no se interese por la estatuaria antigua. Tiberio, permíteme que te presente…

– Es inútil -cortó Valence-. Él y yo ya nos conocemos.

– ¿Con toda seguridad se conocieron en el transcurso de una orgía? -preguntó Nerón dejándose caer sobre un sillón.

Tiberio miró a Richard Valence sonriendo un poco, de pie, pegado a la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba siempre vestido de negro y era un espectáculo curioso verlo al lado de su amigo Nerón.

– Sí -dijo lentamente Valence encendiendo un cigarrillo-. El emperador Tiberio me sigue desde mi llegada. Muy cortésmente por otro lado y sin ocultarse. Ni siquiera he hecho todavía el esfuerzo de preguntarle la razón.

– Sin embargo es simple -suspiró Nerón-. Usted le gusta, no veo otra cosa. Le quiere, ¿verdad, Tiberio?

– Aún no lo sé -dijo Tiberio sonriendo todavía.

– ¿Qué le decía? -retomó Nerón-. En el fondo, el amor no se confiesa nunca, todo el mundo lo sabe. Y Tiberio, que es un chico muy delicado…

Claudio golpeó violentamente la mesa. Todos se volvieron al mismo tiempo para mirarlo.

– ¿Habéis terminado ya con vuestras gilipolleces? -aulló-. Y usted, señor enviado especial, supongo que no está aquí para analizar los fantasmas de Nerón. Entonces, puesto que tiene que ser odioso, ¡séalo de inmediato y terminemos, Dios bendito! ¿Qué guarda en la manga, en su cabeza?, ¿mierda? ¡Muy bien! ¡Venga, demonios, sáquela!

Tiberio miró a su amigo. Claudio estaba blanco y tenía la frente húmeda, y no se había tomado en absoluto el tiempo de considerar a su interlocutor. Éste, sin embargo, no estaba tratándolo con impaciencia e insultos. Valence se había quedado de pie también, apoyando sus dos manos en una mesa detrás de él. Tiberio lo veía más de cerca de lo que había podido hacerlo durante su vigilancia. Era grande y denso y su rostro estaba tallado a la medida de su cuerpo. Tiberio veía esto y veía también que Claudio no veía nada en absoluto. Tiberio veía que Valence tenía ojos raros, de un azul extraño y de una suntuosa nitidez, y que se servía de ellos para hacer que los otros se doblegasen ante él. Veía que Claudio, en su exasperación histérica, iba a enfrentarse de pleno a Valence y estaba claro que no tendría talla suficiente para encajar el golpe. Se metió inmediatamente entre ambos y propuso a Valence que se sentase dándole ejemplo. Era el tipo de hombre que más valía tener sentado que de pie.

– ¿Por qué ha venido? -preguntó calmadamente Tiberio.

Valence había percibido la maniobra de protección de Tiberio y le estaba más o menos agradecido.

– Los tres -dijo Valence- habéis simplemente omitido informar a la policía sobre la existencia de Gabriella Delorme.

– Y ¿por qué había que hacer tal cosa? -jadeó Claudio-. ¿Qué relación tiene eso con papá?, ¿alguna cosa más? ¿Tenemos que confesar toda nuestra vida privada? ¿Desea también conocer el color de mi pijama?, ¿eh?

– Gracias a Dios no usa pijama, no se preocupe -intervino blandamente Nerón.

– Es cierto -reconoció Claudio.

Y esta constatación saludable lo tranquilizó un poco.

– Dentro de poco tiempo -retomó Valence- probaré que tu padre no se había desplazado hasta Roma a causa del Miguel Ángel. Había descubierto la existencia de Gabriella y vino aquí para comprender y ver lo que se le ocultaba desde hacía dieciocho años. Los tres sois cómplices de Laura Valhubert y os las habéis arreglado para mentirle incesantemente.

– No mentíamos -dijo Claudio-, sino que no decíamos nada. Es completamente diferente. Después de todo, Gabriella no era su hija.

– Ése es también el argumento de monseñor Vitelli -dijo Valence.

– El querido monseñor… -susurró Nerón.

– ¿Qué pinta él con Gabriella? -preguntó Valence.

– Pinta afecto -dijo Tiberio secamente.

– Venga, señor Valence -dijo Nerón levantándose y dando graciosamente la vuelta a la habitación-, es el momento de intervenir antes de que tenga pensamientos banales. Porque está a punto de tener pensamientos banales. El querido monseñor es guapo. La querida Gabriella es hermosa. El querido monseñor quiere a Gabriella. El querido monseñor no se tira a Gabriella.

Tiberio dirigió los ojos al cielo. Cuando se ponía así era muy difícil detener a Nerón.

– El querido monseñor -continuó Nerón- se ocupa de Gabriella desde hace mucho tiempo, según lo que he oído. El querido monseñor va a visitarla el viernes, a veces el martes, ambos comen mucho pescado pero no follan. Aparte del pescado, pasamos unas veladas encantadoras y el querido monseñor nos enseña un gran batiburrillo de cultura lujosa que no sirve absolutamente para nada y que es muy agradable. Cuando se va, miramos cómo baja la escalera desvencijada con su hábito negro con botones violeta, tiramos el pescado, sacamos la carne y preparamos nuestra arenga principesca del día siguiente para el pueblo romano. ¿Y todo eso qué tiene que ver con Henri Valhubert y la cicuta?

– Gracias a la muerte de Henri Valhubert -dijo Valence-, Laura y Claudio heredan la mayor parte de su fortuna, Gabriella sale de la sombra, Claudio sale de la sombra, todo el mundo sale de la sombra.

– Ingenioso y original -dijo Nerón con una expresión asqueada.

– El asesinato es raramente original, señor Larmier.

– Puede llamarme Nerón. Me gusta a veces la simplicidad, en algunas de sus formas.

– Henri Valhubert estaba a punto de confirmar la existencia de Gabriella. El escándalo era inminente, el divorcio con Laura, seguro, la pérdida de la fortuna, asegurada. ¿Gabriella tiene un amante?

– Déjame contestar a mí, Nerón, por favor -intervino vivamente Tiberio-. Sí, tiene un amante. Se llama Giovanni, es un chico de Turín con bastantes cualidades, y que no le gusta demasiado a monseñor.

– ¿Qué le reprocha?

– Una animalidad un poco excesiva, creo -dijo Tiberio.

– Tampoco parece gustaros mucho a vosotros.

– El querido monseñor -cortó Nerón- no es muy entendido en las cosas del amor brutal y precipitado. En cuanto a Tiberio, su nobleza natural lo aleja justamente de los instintos groseros.

– Trata de calmarte un poco, Nerón -dijo Tiberio entre dientes.

Claudio no decía nada. Estaba despatarrado en una silla. Valence miró cómo se sujetaba la cabeza entre las manos. Y Tiberio vigilaba la mirada de Valence.

– No intente interrogar a Claudio -le dijo ofreciéndole un cigarrillo-. Desde que ha asesinado a su padre para proteger a Laura y a Gabriella y para apropiarse de su fortuna, el emperador Claudio está un poco agitado. Es su primer asesinato, hay que disculparlo.

– Exageras, Tiberio.

– Le tomo la delantera.

– Claudio no es el único en cuestión. Gabriella, puesto que vive en la clandestinidad resulta todavía más favorecida por la muerte de Valhubert. Su amante Giovanni podría también haber actuado por ella. Y está finalmente Laura Valhubert.

– Laura estaba en Francia -gritó Claudio enderezándose.

– Es lo que me han dicho, en efecto -dijo Valence dejándolos.

XVIII

Era de noche cuando Valence salió de casa de los tres jóvenes y tuvo que encender la luz de la escalera. Se aplicaba en descender pesadamente los escalones, uno a uno. Nerón estaba loco de atar, era peligroso. Claudio reventaba de inquietud y estaba dispuesto a cualquier cosa por defender a Laura Valhubert. En cuanto a Tiberio, él se hacía cargo de todo ello, conservaba su sangre fría e intentaba dominar a sus dos amigos. Era evidente que los tres emperadores sabían algo, pero Tiberio no soltaría nada jamás. Y resultaría difícil aproximarse a los otros dos, mientras estuviesen bien sujetos por su compañero. Estaba claro que Tiberio, con su rostro grave y sus impulsos imprevisibles, poseía una capacidad de persuasión que no había que menospreciar. Nerón aceptaba su encanto y a Claudio lo tenía fascinado. Era verdad que los tres juntos constituían un obstáculo fascinante, de apariencia ligera y fantasiosa pero con una cohesión mineral real. Sin embargo tendrían dificultades con él porque no se dejaba impresionar por todo aquello. Valence se detuvo sobre un escalón para reflexionar. Nunca había llegado a estar impresionado, o casi nunca. Era natural, las cosas resbalaban sobre él. Pero esos tres emperadores conseguían desconcertarlo a pesar de todo. Había tal connivencia entre ellos, un afecto tan definitivo, que podían permitírselo todo. Iba a resultar muy difícil arrancarles a Laura Valhubert. Un tremendo asalto cuya idea le agradaba. Él solo con la espalda bien arqueada contra ellos tres, que se querían tanto.

Se contrajo de golpe. Al pie de la escalera, en el hall estrecho del edificio, había una mujer que se inclinaba sobre un espejito. Era bastante alta y el cabello suelto no dejaba ver nada de su rostro. Pero supo al instante, sólo por la caída de hombros, por el perfil que se asomaba entre las mechas oscuras, sólo por la manera negligente de separarlas con los dedos, que estaba cruzándose con Laura Valhubert.

Pensó en desandar silenciosamente los escalones pero nunca había hecho algo así. No tenía más que seguir adelante y salir lo más rápido posible por la puerta que había quedado abierta a la calle.

Valence soltó su mano de la barandilla, descendió los últimos escalones y caminó hacia la puerta de manera bastante rígida, fue consciente de ello. La sobrepasó. A un metro estaba la calle. La sintió interrumpir sus movimientos tras él y alzar la cabeza.

– Richard Valence… -dijo ella.

Lo detuvo con una mano sobre el hombro en el momento en que él estaba casi fuera. Había dicho aquello, Richard Valence, como si leyese esta palabra, separando bien las sílabas.

– Claro que eres tú, Richard Valence -repitió ella.

Ella había retrocedido y se apoyó contra la pared, había cruzado las manos y lo miraba con una sonrisa. No dijo: «Es increíble, ¿qué haces aquí?, ¿cómo es que estás aquí?». Daba la impresión de que aquella coincidencia le era completamente indiferente. Estaba simplemente atenta. Valence se sintió muy observado.

– Claro que sí, ¿no te acuerdas de mí? -preguntó ella sonriendo todavía.

– Claro que sí, Laura. Déjame ahora. No tengo tiempo.

Valence paró un taxi que pasaba por delante de la puerta y subió sin volverse. Esta vez había ocurrido, había vuelto de golpe la voz ronca, la belleza violenta y titubeante del rostro, los gestos imprecisos y la elegancia milagrosa. Respiraba menos rápido ahora. En el fondo, había sido inútil contraerse tanto. Tenía que reconocer que le había preocupado un poco la idea de volver a ver a Laura. Finalmente las cosas habían ocurrido como él había deseado. De manera un poco brusca pero normal. Ya estaba hecho. Y ahora que ya estaba hecho, se sintió aliviado.

Laura permaneció algunos momentos en el hall del edificio y se dio un tiempo para fumar un cigarrillo antes de subir a reunirse con Claudio. Lo fumó recostada sobre el muro. Tenía que reconocer que era gracioso cruzarse así con Richard Valence. Era más bien conmovedor, todo hay que decirlo. Sólo que Valence tenía un aire apurado y molesto. Nunca se hubiese imaginado que él iba a volverse tan descortés.

Laura se encogió de hombros, dejó caer su cigarrillo sin pisarlo. No se sentía muy bien.

Arriba, se encontró con los tres chicos en un estado tormentoso, con los rostros inquietos o cansados. Pasó los dedos por el pelo de Claudio.

– Tiberio, guapo -dijo-, ¿no crees que estaría bien que nos dieses algo de beber? ¿Y de comer? ¿Qué os ha pasado hoy? Tiberio, ¿qué es lo que pasa?

Tiberio dejó caer los cubitos de hielo en el fondo de un vaso.

– Hay un hombre que ha venido a vernos, Laura -dijo poniendo mala cara-. Es un enviado especial del gobierno francés, uno de sus mejores juristas, parece ser. Lo mandan a causa de Édouard Valhubert, que quiere yugular precipitadamente la investigación de la policía italiana, sacar sus propias conclusiones y decidir la conclusión final del caso. Que sea justo o no poco les importa, lo esencial es la seguridad de Édouard Valhubert, el Sapo.

– ¿Por qué le llamas el Sapo?

– Porque he decidido que el ministro Édouard tiene cara de sapo. Ya la tenía mucho antes de ser ministro. Venga, ¿no encuentras que tiene cara de sapo?

– No lo sé -murmuró Laura-. Eres gracioso. ¿Qué más da todo eso?

– Cuidado -intervino Nerón-, esforcémonos en ser precisos: ¿sapo de vientre amarillo o sapo de vientre rojo?

– Amarillo, completamente amarillo, como un limón -dijo Tiberio.

– Qué bueno está el limón.

– Me estáis tocando los cojones -dijo Claudio-. Tiberio, le estabas hablando de ese enviado especial a Laura, trata de continuar, te lo ruego.

– Bueno. Está aquí entonces para yugular a Ruggieri, al inspector que viste en la morgue ayer por la tarde. En un momento ordinario, un hombre más o menos no tiene demasiada importancia. Pero precisamente este hombre, Laura, no tiene nada de ordinario. Incluso Nerón, que encuentra a todo el mundo común a excepción de sí mismo, se ha visto forzado a admitirlo. Desde el principio, lo temo, lo vigilo, busco su punto flaco. No lo consigo. Entenderás de inmediato las razones de nuestro temor en cuanto lo conozcas. Lo mejor, como primera precaución, es hacer que se siente. Es un tipo muy alto, poderoso, tiene una gran cantidad de pelo negro y una cara bien parecida y muy pálida. Sí, Nerón, una cara bien parecida. En esa cara hay algo de indomable que no es en absoluto tranquilizador. Tiene ojos muy claros y bonitos, que Nerón por otro lado le envidia a muerte, y se sirve de ellos para someter a la gente. El truco de la mirada que no te suelta. Debe funcionar a menudo. Ha intentado dominar a Claudio con ellos, hace un momento. Nerón, por supuesto, no se ha dado cuenta de nada, pero Nerón es muy especial, no es un buen ejemplo. Tú, Laura, te darás cuenta.

– Perdona, me he dado cuenta perfectamente -dijo Nerón.

– El día en que te des cuenta de que el mundo gira estúpidamente y que hay gente en él, se te caerá todo sobre la nuca de golpe. De hecho no hay nada que te indique que a Laura le agrade soportarte medio desnudo. Ante la duda, podrías ponerte una camisa. O un pantalón, ¿por qué no un pantalón?

– Qué descortesía -suspiró Nerón levantándose con esfuerzo.

– Y, además -continuó Tiberio tendiéndole al fin una copa a Laura-, ese hombre ya ha descubierto muchas cosas. Ha descubierto a tu hija y casi ha descubierto que indudablemente Henri no vino a Roma para investigar lo del Miguel Ángel sino para sorprender a Gabriella. Sabe también que todos nosotros estábamos al corriente, excepto Henri, y le parece sospechoso. Está convencido de que Henri hubiese pedido el divorcio al volver a París y que tú habrías perdido su dinero, que Gabriella lo hubiese perdido por consiguiente y así respectivamente. No va a tardar en saber también que me das dinero para vivir aquí con Nerón. Y va a encontrarlo muy sospechoso, es evidente. Va a relacionarlo todo, buscar y tratar de vencer. Tiene la capacidad, puedes estar segura de ello. Sabes como yo hasta qué punto todo eso puede resultar peligroso.

– ¿Por qué peligroso? -preguntó Nerón.

– Por nada -dijo Tiberio removiendo el fondo de su vaso.

– Sí -dijo Nerón.

– No es por nada -repitió Tiberio.

Pasó por detrás de Laura y puso las manos sobre sus hombros.

– Has de tener verdadero cuidado con ese tipo. Si puedes, intenta hacer que se siente y después evita sus ojos, incluso si no es fácil.

– No es la primera vez que lo veo -dijo Laura-. Se llama Richard Valence.

– ¿Ya te ha interrogado? ¿Ayer en la morgue?

– No. No estaba allí.

– Entonces, ¿esta mañana con los polis? ¿Has hablado con él hoy?

– No exactamente. Pero, sabes, cielo, en la época en la que hablé con él no era exactamente indomable. Sólo en determinados momentos. Fue hace veinte años. ¿Es gracioso, no?

– Mierda -dijo Tiberio.

Laura se rió a carcajadas y tendió su vaso. Se encontraba mejor.

– Sírveme otro, cielo. Y búscame algo de pan o cualquier otra cosa. Tengo hambre, ¿sabes?

Tiberio fue a buscar la botella, que había regresado, no se sabe cómo, a los brazos de Nerón. Claudio salió como una flecha a buscar algo para alimentar a Laura.

Comieron un momento en silencio, cada uno sobre sus rodillas.

– Lo conocí bien en otra época -retomó Laura-, pero no durante mucho tiempo.

– Me pregunto si eso cambiará algo. Creo que no cambiará nada.

– Puede que no.

Laura terminó lentamente su copa, Nerón había puesto música y Claudio daba cabezaditas.

– Está triste -dijo Laura en voz baja señalando a Claudio-. A causa de su padre está triste, terriblemente triste.

– Claro -dijo Tiberio-. Lo sé, tengo cuidado. ¿Y tú? ¿Estás triste por Henri?

– No lo sé. Debería decir que sí pero en el fondo ya no sé nada.

– Sin embargo, en este momento estás triste pero es por otra cosa. Todo el mundo está triste aquí, decididamente.

– Yo no -gruñó Nerón.

Laura besó a Claudio sin despertarlo y recogió su abrigo.

– Estás triste por otra cosa -insistió Tiberio sin alzar los ojos del suelo.

– Vuelvo al hotel -murmuró Laura-. Acompáñame un poco si quieres.

Nerón abrió los ojos y le tendió una mano blanda.

– Pasadlo bien ambos -dijo.

Laura y Tiberio descendieron la escalera en silencio. Tiberio se sentía incómodo. Esto no le ocurría con frecuencia en su presencia.

– Vestimos los dos de negro.

– Bien -dijo Laura.

Caminaba lentamente y Tiberio la cogía por el hombro.

– Te voy a contar lo de Richard Valence.

– Bien -dijo Tiberio.

– Es una historia bastante tonta.

– Sí.

– Lo cual no impide que pueda ser triste.

– Es verdad. ¿Acaso estás brutalmente triste a pesar de que no tenías la intención de estarlo pero, con todo, no puedes hacer otra cosa?

– Es eso. No es verdadera tristeza, es sólo como un movimiento de hombros doloroso, ¿me entiendes?

– Cuéntame esa historia triste.

– Conocí a Richard Valence durante una estancia en París, antes de conocer a Henri. ¿Cómo te lo puedo decir sin que resulte demasiado tonto?

– No tiene importancia. Dímelo normalmente, como fue.

– Tienes razón. Yo sólo lo quería a él y él sólo me quería a mí. Un amor prodigioso. Un privilegio. Eso es todo. ¿Qué otra cosa se puede decir?

– Verdaderamente es una historia bastante tonta. ¿Por qué te dejó?

– ¿Cómo sabes que fue él quien me dejó?

Tiberio se encogió de hombros.

– De todas formas, tienes razón, fue él quien me dejó después de algunos meses. No se supo muy bien por qué. Se fue, eso es todo. Hay que reconocer que cuando estábamos juntos la vida era bastante agotadora.

– Puedo imaginármelo. ¿Qué hiciste cuando se fue?

– Me parece que aullé. Fin del privilegio. Fin del prodigio. Me parece también que pensé en él durante años. Me parece.

– Pero te casaste con Henri.

– No tiene nada que ver. Por otro lado, después no pensé más en él, pasó todo. Pero de todas formas cuando me lo crucé esta noche…

– Te conmovió. Es normal. Pasará.

– Ya está pasando.

– Ya verás cómo es. O mal no me equivoco o ese tipo no respetará a nadie y, quizás, ni siquiera a ti, Laura. Es también la impresión de Lorenzo: Lorenzo está preocupado por Gabriella. Me ha llamado, teme que haya problemas. Y tiene razón porque existe todavía algo que no te he dicho: Gabriella estuvo en la plaza Farnesio aquella noche sin advertir a nadie.

– ¿Tienes una explicación?

– No.

Terminaron el camino en silencio.

Ella se volvió para despedirse ante la puerta del hotel pero titubeó. Tiberio había cambiado de expresión, había apretado los ojos y los labios y miraba a algún lugar invisible para ella.

– Tiberio -murmuró-, no gesticules así, te lo ruego. Cuando haces eso, me haces pensar en el verdadero Tiberio. ¿Qué te pasa? ¿Qué ves?

– ¿Has conocido al verdadero Tiberio? ¿Al emperador Tiberio?

Laura no respondió. Estaba inquieta.

– Claro que sí -dijo Tiberio, poniendo sus manos sobre la cara de Laura-. Yo lo conocí muy bien. Era un emperador extraño, un adoptado de quien nadie ha sabido muy bien qué decir. Lo llaman Tiberio, pero su nombre verdadero es Tiberius Claudius Nero, Tiberio-Claudio-Nerón… Nuestros tres nombres en uno solo, el mío, ¿no lo encuentras curioso? Tiberio veía cosas, veía complots, conspiraciones, veía el mal. Y yo también, a veces, veo el mal. En este momento, Laura, veo algo terrible, junto a ti, a ti que eres tan hermosa.

– Deja de hablar de esa manera, Tiberio. Te exaltas, estás cansado.

– Me voy a dormir. Dame un beso.

– No pienses más en la familia imperial. Vais a volveros todos locos con eso. ¿No crees que tenemos suficientes problemas? Tú no has conocido nunca al emperador; que lo sepas, Tiberio.

– Lo sé -dijo Tiberio sonriendo.

Al volver a casa, Tiberio despertó a Claudio que no se había movido de su silla. Sin embargo, Nerón y la botella habían desaparecido.

– Claudio -dijo en voz baja-, vete a la cama, estarás mejor. Claudio, ¿sabes que en realidad nunca he conocido al emperador?

– No te creo -dijo Claudio sin abrir los ojos.

XIX

Richard Valence se quedó encerrado cuatro días en su habitación de hotel. Regularmente, el inspector Ruggieri le telefoneaba y Valence decía que estaba trabajando y le colgaba.

Lorenzo Vitelli intentó ir a verlo dos veces en la mañana del viernes. «Tengo cosas de la mayor importancia que confiarle», le dijo desde la centralita del hotel. «Es imposible», respondió simplemente Valence.

El obispo pensó que Valence era decididamente odioso y, a pesar de la curiosidad que le inspiraba aquel hombre, empezó a sentirse harto.

– Es un salvaje -comentó el botones cuando Vitelli colgó el teléfono-. ¿Tampoco quiere recibir siquiera a monseñor?

Vitelli jugueteaba con los dedos sobre el mostrador. No sabía si dejarle un recado a Valence.

– Desde el martes -continuó el chico- pide que le suban los platos, no sale de su habitación. Bueno sí, una vez al día da la vuelta a la manzana y vuelve. Isabella, la camarera, ha llegado a tenerle miedo. Ya ni se atreve a abrir la ventana para ventilar la habitación llena de humo. Parece que, cuando ella entra, él ni siquiera alza la cabeza, ella no ve más que sus cabellos negros y dice que recuerda a un animal peligroso. Creo que es un tipo importante del gobierno francés. Quizás lo sea. Pero, a los franceses como éste, pueden quedárselos. Isabella ya no quiere volver, tiene miedo de encontrarse en una situación desagradable, pero sigue yendo de todas formas. Eso es porque le gusta cumplir con su trabajo.

– Claro que no, eso es porque le gusta el francés -dijo Vitelli sonriendo.

Se deshizo del mensaje que acababa de escribir. Puesto que Valence era tan descortés, a partir de ahora se las arreglaría sin él.

– No está bien decir esas cosas -dijo el botones.

– Está bien poder decirlo todo -dijo Vitelli.

XX

Richard Valence ya llevaba dos horas sin hacer nada. Había clasificado sus notas, vaciado su mesa y se había sentado completamente inmóvil en su silla: contemplaba los tejados de Roma por la ventana abierta. La noche caería pronto. Lo que pudiesen decirle Ruggieri y monseñor Vitelli no le interesaba. Había terminado su informe, entregaría un duplicado a la policía italiana, le enviaría otro a Édouard Valhubert, guardaría el original para sí, como recuerdo, y se volvería mañana para Milán. El asunto explotaría a sus espaldas. Todo había terminado.

Todo había terminado y él seguía allí, pesado e inmóvil, contemplando los techos de Roma. Eran un verdadero galimatías, los techos de Roma. Entregaría el informe y se iría. Había terminado.

Édouard Valhubert se pondría lívido de furia: lo había enviado aquí para silenciar el asunto y, en vez de hacerlo, había provocado la eclosión de un desenlace terrible e insospechado para todos. Su intervención iba a producir el efecto inverso al que habían deseado en París. Por supuesto, aún estaba a tiempo de hacer que este informe pasase de sus manos a las manos del ministro. Y nadie sabría nada. Era lo que hubiese debido hacer. Ir a saludar a Ruggieri, entregar sus conclusiones a Édouard Valhubert y dejar que el ministro decidiese los pasos que habían de darse. Es decir, ninguno, por supuesto. Encontrarían un chivo expiatorio inasible para darle así una salida conveniente a aquella lamentable historia.

Pues eso era exactamente lo que él no iba a hacer. Había descubierto la verdad, la daría a conocer y nadie conseguiría disuadirlo. Tenía muchas ganas, en realidad, de que esta verdad se supiese y haría todo lo posible para que fuese así.

Apoyó las dos manos sobre la mesa y se enderezó lentamente con las rodillas entumecidas. Dobló su informe y lo deslizó dentro de su chaqueta.

Recorrió el pasillo del hotel con los puños apretados en los bolsillos. No vio a Tiberio hasta el último segundo, hasta el momento en que el joven le cortó el acceso al ascensor.

– No se puede pasar.

Valence retrocedió. Tiberio parecía exhausto y sobreexcitado. Llevaba barba de dos días y no parecía haberse cambiado de ropa desde la última vez que lo vio en su propia casa. Su pantalón negro estaba cubierto del polvo del verano de Roma y uno hubiese podido creer que se había visto envuelto en alguna peripecia penosa, sin dormir y sin comer. En realidad, tenía un aspecto bastante amenazador. Valence veía su cuerpo tenso, impidiéndole el paso. Tanto su resolución como el polvo sobre su ropa lo dotaban de una especie de elegancia novelesca que Valence apreció. Pero Tiberio no le impresionaba.

– Quítate de mi camino, Tiberio -dijo con calma.

Tiberio se puso rígido para contrarrestar el movimiento de Valence. Apoyó las manos en la estructura metálica de la cabina, bloqueando a lo ancho toda la puerta del ascensor, y flexionó las piernas. Piernas sólidas, polvorientas pero sólidas.

– ¿Qué buscas, joven emperador?, ¿qué quieres de mí?

– Quiero que hable conmigo de inmediato -dijo Tiberio, enfatizando cada palabra-. Hace cuatro días que algo grave toma cuerpo en su espíritu granítico y en su jodida habitación cerrada. No pasará sin haberme dicho antes de qué se trata.

– ¿Me das órdenes? ¿A mí?

– Si le ocurre algo a Laura, estaré ahí para impedirlo. Más vale que lo sepa.

– No me hagas reír. ¿Qué te hace pensar que pueda estar implicada?

– Porque sé que usted desea ardientemente que le ocurra algo. Y yo, yo deseo ardientemente que no le ocurra nada.

– ¿Sabes que la señora Valhubert es suficientemente mayor para arreglárselas sin ti?

– Soy yo el que no tiene la intención de arreglárselas sin ella.

– Ya veo. ¿Qué te hace creer que va a ocurrirle algo? Laura Valhubert estaba en Francia cuando mataron a su marido, ¿no?

– Dos mil kilómetros de coartada no van a asustarle si tiene metida en la cabeza la idea de hundirla. Y sé que quiere hundirla.

– Parece que sabes muchas cosas, Tiberio. ¿Quién te informa de todo eso?

– Mis ojos. Lo he visto sobre su frente, en sus labios, en sus ojos cuando ha hablado de ella. Quiere destrozarla porque sí.

– Déjame pasar, Tiberio.

– No.

– Déjame pasar.

– No.

Tiberio era fuerte y más joven que él, pero Valence era consciente de que, de todas formas, podría con él si se decidía a golpearlo. Titubeó. Tiberio sostenía su mirada, estaba preparado. Valence no tenía demasiadas ganas de hacerle daño, si podía encontrar algún otro medio. No hubiese extraído ningún placer aplastándole la cara. Y puesto que, después de todo, estaba decidido a divulgar sus resultados en contra de las órdenes del ministro, podía perfectamente hablar con Tiberio de inmediato. Porque tarde o temprano, antes del día de mañana, Tiberio descubriría la verdad. Por eso quizás fuese mejor que la supiese por él, rápida y directamente.

– Ven -dijo Valence-, vamos fuera. Bajemos por la escalera. Estoy harto de esta habitación.

Tiberio soltó la estructura metálica del ascensor. Descendieron la escalera el uno al lado del otro con bastante rapidez. Valence tiró la llave sobre el mostrador y Tiberio lo siguió hasta la calle.

– Y entonces, joven Tiberio, ¿qué es lo que te interesa?

– Sus pensamientos.

– Nada que hacer. No los tendrás. Tendrás simplemente los hechos.

– Empecemos por ahí.

– Tienes suerte de que consienta en responderte. Jamás se me ha ocurrido responder a quien me preguntaba. No sé por qué hago una excepción contigo.

– Porque soy emperador -dijo Tiberio sonriendo.

– No cabe duda. Los hechos no son muy numerosos, pero son suficientes para que lo comprendamos todo, si no disolvemos los lazos que los unen a fuerza de complicaciones y comparsas inútiles. Hace seis días, Henri Valhubert llegó bruscamente a Roma. Aquella misma noche fue asesinado delante del palacio Farnesio, en el momento en que trataba de encontrar a su hijo. Y, en el lugar, se hallaban Claudio, tú mismo y Nerón, al igual que Gabriella Delorme, que no había comunicado su presencia a nadie. Durante algún tiempo la policía ha indagado la pista del Miguel Ángel, encargando incluso a Lorenzo Vitelli que le sirviese de contacto en el seno del Vaticano. El descubrimiento de la filiación de Gabriella ha cambiado las cosas y modificaría el móvil del asesinato, si existiese una prueba de que Gabriella era el objeto del viaje de Valhubert. He pasado cuatro días investigando y telefoneando a París y he obtenido la seguridad formal de que, en efecto, tal era el caso. En estos últimos tiempos, Henri Valhubert se inquietaba por los viajes tan frecuentes de su mujer a Roma, que ya carecían de justificación desde que los señores Delorme se habían mudado bastante lejos de la capital. Debió de temer la existencia de un amante y contrató a un detective para que siguiese los pasos de su esposa, procedimiento sórdido pero eficaz, bastante en la línea de lo que sabemos del personaje. Este detective, Marc Martelet, vigilaba a Laura Valhubert en sus estancias en Roma, durante los últimos cuatro meses. No me preguntes de dónde he sacado esta información, no hay nada más simple. La secretaria de Valhubert había anotado las citas entre su jefe y Martelet. No tuve más que llamar a Martelet, a quien el asesinato de Henri Valhubert liberaba del secreto profesional. Martelet le había confiado ya algunas fotos de Gabriella y tres informes: de ellos podía extraerse que la señora Valhubert tenía una hija en Roma, que venía a verla desde hacía dieciocho años y que le aseguraba un nivel de vida muy correcto. ¿De dónde procedía el dinero? Martelet ignoraba todavía la respuesta. Pero, mientras tanto, tuvo lugar recientemente un hecho bastante curioso: una noche, Laura Valhubert se reunió con un grupo de hombres en una calle cercana al hotel Garibaldi. Caminaron juntos un minuto o dos y se separaron en silencio al final de la calle. Ella volvió sola al hotel sin que ninguno de los hombres la acompañase. Martelet siguió a uno de estos hombres, el que parecía la cabeza del grupo, y consiguió identificarlo. La policía romana lo conoce bajo el curioso nombre de «Doríforo». Por las patatas, parece. Las doríforas se comen las hojas de las patatas. Bueno, no está muy claro.

– Me la sudan las patatas. Y entonces, ¿qué pasa con el Doríforo?

– Dirige una banda de maleantes en Roma. Es difícil cogerlo con las manos en la masa. La policía espera a que dé un gran golpe para asegurarse así de que le caerá una condena larga. Y mientras tanto nos encontramos con que Laura Valhubert, esposa de un rico editor parisino, tiene tratos con el Doríforo. ¿No dices nada, Tiberio?

– Continúe -dijo Tiberio en un susurro-. Cuénteme todo lo que tenga en la manga, después haremos una selección.

– Tiene tratos con el Doríforo y con su hampa barriobajera. Martelet sugería en su informe, como una hipótesis por verificar, que Laura pagaba con ello la manutención de Gabriella. Su posición social privilegiada, la notoriedad de su cuñado Édouard, sus idas y venidas regulares entre Roma y París, la designan como una ayudante de excepción para colocar mercancías comprometedoras. La banda roba en Roma y Laura Valhubert transfiere una parte del botín a los traficantes parisinos a cambio de un buen porcentaje. Esto explicaría que la policía se empeñe vanamente en buscar las puertas de salida del Doríforo y explicaría igualmente que Laura Valhubert se niegue a tomar el avión. El tren ofrece facilidades para el anonimato de las maletas. ¿Comprendes, Tiberio? Ella tiene que conseguir de una manera o de otra el dinero que desde hace veinticuatro años proporciona a Gabriella, puesto que Henri Valhubert no le ha dejado jamás la más mínima independencia material. Imposible sustraer ni siquiera unos céntimos del presupuesto conyugal sin que Henri Valhubert lo consigne en un registro. Por otro lado, los señores Delorme no tienen un duro. El dinero debía proceder entonces de otro sitio. Añade a esto que de niño el Doríforo, cuyo nombre verdadero es Vento Rietti, vivía a varias calles de la casa de los Delorme. Su asociación debió de comenzar con el nacimiento de Gabriella, primero de forma ocasional, hasta sistematizarse verdaderamente. Todos esos detalles quedan por demostrar, por supuesto, pero dispongo ya de elementos suficientes para una inculpación. ¿No es muy alegre, verdad?

– ¿De qué sirve todo eso? -se quejó Tiberio-. ¿Qué está intentando demostrar? Laura no ha podido asesinar a Henri desde su casa de campo. ¡Está descartada en este caso!

– Pero su hija hubiese podido hacerlo. Hubiesen podido ponerse de acuerdo. Imagina que de vuelta de su último viaje, hubiese buscado esos informes enviados por Martelet. Es muy probable que se haya sentido seguida en Roma y que, alertada, hubiese registrado el despacho de su marido. Martelet precisa, en efecto, en su último informe, que temía haber sido descubierto y que tendrían sin duda que cambiar de «topo». Supón, joven emperador, que ella hubiese encontrado entonces esos informes que la acusan. Supón además que Henri Valhubert, cuyo proyecto de viajar a Roma próximamente ella descubre, confirmase los últimos elementos descubiertos… ¿Qué queda entonces de la vida de Laura Valhubert? ¿La ruina, la condena, la prisión? Es grave, ¿no te parece? Y cuando el hombre que te amenaza de esta manera no te importa demasiado…

– ¡Laura no hubiese arrastrado jamás a su hija en un asunto de asesinato! -gritó Tiberio-. ¡No la conoce! ¡No puede suponer cosas tan mediocres! ¡Laura no actúa con intermediarios! Laura no ha disimulado ni ocultado nunca el más mínimo de sus sentimientos. Si Laura quiere a alguien lo besa, si Laura bebe, se emborracha y lo dice, si se aburre, deja la mesa en medio de la comida y dice que se aburre, y si quiere matar a alguien, lo mata. ¡Y lo mata ella misma y dice por qué! Así es como es Laura. Pero hay algo que usted no sabe, a Laura no le interesa lo más mínimo matar, a pesar de que la miseria no la atraiga.

– Ocultar a Gabriella y mentir a su marido durante tantos años no cuadra con lo que cuentas de ella, ¿no te parece?

– Eso es porque Henri, fuese cual fuese su inteligencia, era un imbécil que no hubiese aceptado a Gabriella. Con los imbéciles Laura economiza sus medios. Es lista. A nosotros, nunca nos ha ocultado a Gabriella.

– Y ¿por qué se habrá casado con ese imbécil? ¿Por el dinero?

– Eso es inexplicable. Es asunto suyo. Por el dinero, no.

– La idealizas, Tiberio. Y te alejas de la cuestión. Como todo el mundo, Laura Valhubert te desconcierta y te fanatiza. Incluso el inspector Ruggieri pierde la serenidad y no consigue interrogarla correctamente. Es así que una mujer como ella atraviesa todas las redes. Vuestro fanatismo me cansa. Yo, por mi parte, quiero acabar con esto y voy a hacerlo. Y comprenderéis que Laura Valhubert, con ese encanto prodigioso que saca de no se sabe dónde, no es más que una idea, una trampa, una imagen.

– Si no es capaz de ver la diferencia entre Laura y una imagen, lo compadezco, señor Valence. La vida no debe de ser divertida para usted.

Valence apretó los labios.

– ¿Estás al corriente de sus negocios con el Doríforo puesto que no te oculta nada?

– No estoy al corriente de nada. Laura no trafica.

– Mientes, Tiberio. Estás al corriente.

– Váyase a la mierda.

– ¿Qué cambiaría eso?

– Pero, a fin de cuentas, ¿qué quiere de ella? ¡Quiere destruirla, es evidente! ¿Y cómo piensa hacerlo? Pierde su tiempo. ¡Laura estaba en Francia! Y no se puede probar nada contra Gabriella.

Valence dejó de caminar.

– Joven emperador -dijo bajando la voz-, Laura Valhubert no estaba en Francia.

Tiberio se volvió bruscamente aferrándose al brazo de Valence.

– ¡Hijo de puta! ¡Estaba en Francia! Todos los informes lo dicen -murmuró.

– Estaba en Francia a última hora de la tarde. Estaba en Francia al día siguiente a última hora de la mañana. La casera le llevó el almuerzo a su habitación pasado el mediodía. ¿Quiere decir eso que pasase la noche en Francia?

– ¡Por supuesto que sí! -murmuró Tiberio.

– Por supuesto que no. La casa de campo de los Valhubert sólo está a veinte kilómetros de Roissy. Alrededor de las seis de la tarde salió a pasear y avisó a la casera de que cenaría fuera y volvería a casa tarde, como hace a menudo, por otro lado. Alrededor de las once y media, la casera vio cómo la luz del salón se encendía, y después la de la habitación y después cómo todo se apagaba alrededor de las dos de la madrugada. Pero a esas horas, Laura Valhubert ya había llegado a Roma en el vuelo de las ocho, que aterrizó a las veintidós horas exactamente. Tuvo largamente el tiempo de estar a las once y media en la plaza Farnesio, sin duda advertida por Gabriella de que Henri iría a buscar a su hijo a aquella fiesta. La muchedumbre ebria de vino le simplifica mucho las cosas. Lo mata. Vuelve a coger el avión de la mañana, que la deja en Francia a las once y diez minutos. Al mediodía llama a la casera y le pide el desayuno.

– ¿Y la luz que se encendió?

– El programador, Tiberio. Es tan simple. Hay uno en la casa para defenderse de los robos.

– ¡Hijo de puta!

– Ella utilizó, por supuesto, un nombre falso para viajar, lo cual no resulta muy difícil con los papeles falsos que debe de proporcionarle el Doríforo por si acaso las cosas se tuercen. Ella sabía cuándo vendría a Roma Henri, tuvo todo el tiempo del mundo para poner a punto su propio viaje. Según las primeras informaciones que nos han llegado, la gente se acuerda de una mujer alta y morena que bajó del avión aquel día por la mañana. Está perdida. Está perdida, Tiberio.

– ¡No hay pruebas!

– He interrogado detalladamente a la casera, varias veces. Ha revisado los dos programadores de la luz. Los horarios que figuran coinciden. Un pequeño error de Laura Valhubert, ya ves. Por otro lado, cuando la casera entró para hacer la limpieza por la mañana, se dio cuenta de que la chimenea no estaba cubierta, cosa que la señora Valhubert hace cada noche. Para terminar, los vecinos de enfrente no oyeron volver a ningún vehículo aquella madrugada, pero algunos están seguros de haberlo oído frenar suavemente en la avenida hacia las doce menos cuarto del día siguiente. No estaba en Francia aquella noche.

– ¡No! Está equivocado. ¿Por qué se hubiese tomado el trabajo de venir hasta Roma para matarlo? Era más simple hacerlo en París, después de haber leído los informes, ¿no?

– Reflexiona un minuto, Tiberio. En París no tenía la más mínima posibilidad de encontrar una coartada tan buena. Ante la cual, por otro lado, todo el mundo ha bajado la cabeza, excepto yo mismo. Lo ves, tenía que venir a Roma. Está perdida, te lo digo.

– ¿Y no le importa nada? -aulló Tiberio.

– Sí. Un poco -dijo.

– De todas formas está contento, ¿verdad?

Valence se encogió de hombros.

– Tarde o temprano los mitos tienen que derrumbarse -dijo.

– ¿Y por qué?

– No lo sé.

Richard Valence alzó los ojos. Frente a él, Tiberio estaba destrozado por un dolor verdadero. El joven alzó la mano y abofeteó a Valence con violencia. Y, después, Valence lo vio vacilar, darse la vuelta y correr muy rápido en medio de la noche que caía. ¿Qué iba a hacer, ahora, el emperador Tiberio?

Valence enderezó su corbata, ciñó su chaqueta. Hacía algo de fresco. Era una pena destrozar así un rostro como el de Tiberio. Tiberio sabía muy bien que él tenía razón. Ni siquiera había defendido en realidad a Laura, sólo lo había hecho formalmente. Tiberio sabía lo de Gabriella, sabía lo del Doríforo y su hampa, quizás supiese incluso que Laura se había sentido vigilada en su último viaje. Es por eso que se inquietó tanto al verlo mezclado en la investigación y lo había vigilado sin descanso para interponerse entre Laura y él. Aquello no había servido para nada, al contrario. Valence decidió no pensar más. Tenía que acabar con aquello. Tenía que ir a hablar con Gabriella. A las diez, la muchacha ya no estaría durmiendo probablemente. Caminó sin darse prisa, ignorando los taxis que pasaban a su lado.

Gabriella no se encontraba sola. Es verdad, era viernes. Y monseñor Vitelli estaba a su lado, alto y severo, y no descruzó los brazos cuando Valence entró en la habitación.

– Tiberio acaba de irse, señor Valence. Buscaba a Laura -dijo el obispo.

– ¿Eso quiere decir que les ha contado toda nuestra conversación?

– En dos palabras. Es inmundo.

– ¿Que la señora Valhubert haya matado a su marido?

– No, usted, usted es inmundo. ¿Me equivoco o tenía por misión calmar el juego viniendo a Roma, entregar sus conclusiones en propia mano a su ministro?

– Exactamente.

– ¿Ha decidido jugarse su carrera?

– Es posible.

– ¿Por una mujer?

– No. Por la verdad. Está claro, ¿no?

– No tanto, me parece. ¿Te parece, querida Gabriella, que este hombre resulta claro?

Gabriella tuvo una mueca dubitativa y Valence tuvo la impresión de que ambos representaban aquella escena para hacerlo vacilar. Los dos parecían irónicos y distantes, cosa que él no se esperaba.

– Es evidente -dijo el obispo dirigiéndose a Gabriella y olvidando la presencia de Valence-. Este hombre no destruye su carrera por la verdad. La verdad es una palabra, no quiere decir nada. La destruye por una mujer, es decir, para ver el fin de esa mujer, para provocarlo él mismo. Es viejo como el mundo. «Ver al último romano en su último suspiro, ser yo sólo la causa y morir de placer», o algo por el estilo. Quiere destrozar a esa mujer, es decir, ya no puede evitar querer destrozarla. En realidad, este hombre, lo ves, Gabriella, ya no se controla. Arrastrado por sus instintos como un leño en un río desbordado. No se nota, pero está fuera de sí. Hay gente en la que eso no se ve. Es interesante. Está así desde que lo vi por segunda vez en el Vaticano, pálido y mudo. Se percibían ya sobre ese rostro los remolinos del río que anuncian su trágico desbordamiento y también las huellas de una huida que comienza. Resulta fastidioso, ¿verdad, señor Valence?, cuando dos personas se ponen a hacer comentarios sobre usted como si no estuviese presente.

– Me da igual -dijo Valence.

– Por supuesto. Ves, Gabriella, este hombre no es impresionable. Tiene una naturaleza bastante particular y, en resumen, bastante agraciada. Pero su historia es bastante simple, como todas las grandes historias. ¿Hay que contarla?

– ¿Es su sotana la que le da derecho a opinar sobre los otros, monseñor? -preguntó calmadamente Valence sirviéndose de beber.

– No, es la larga frecuentación de los confesionarios. No puede saber hasta qué punto se habla siempre de la misma cosa…

– Si penetra con tal claridad el corazón de todos esos seres simples, monseñor, hace tiempo que debe de haber descubierto la identidad del asesino de su amigo.

El obispo titubeó frunciendo las cejas.

– Eso creo. Pero yo no estoy seguro de llegar a decirlo algún día. Fui a verlo esta mañana para consultarle a ese respecto, pero ni siquiera tuvo el detalle de recibirme, absorto como estaba en su historia simple, arrastrado por la crecida de su río. Es una suerte, al fin y al cabo, porque yo me hubiese confiado y hubiese dicho cosas de las que esta noche me sentiría muy arrepentido. En este momento ya no tiene mi confianza y espero, sí, eso es, espero verle caer. La crecida, la cascada. La caída.

– Es una frase curiosa, viniendo de un obispo.

– Es que no veo otra solución para usted. Caer y revivir.

– Hablemos mejor de la caída de Laura Valhubert. ¿Qué piensa de su coartada trucada?

El obispo tuvo un movimiento de hombros indiferente.

– Todo el mundo -dijo- puede tener un día u otro necesidad de mentir para poder pasar una noche fuera de su casa. No es necesario cometer al mismo tiempo un crimen. Laura quizás se vea con algún amigo.

– Amante -rectificó Gabriella-. Mamá quizás se vea con un amante.

– Ve -dijo Vitelli sonriendo-, la niña está de acuerdo.

– Entonces a usted también lo hace alucinar, esa mujer, lo engaña -dijo Valence-. ¿Y el dinero? ¿Dónde se procura el dinero para su hija? ¿Acaso tiene alguna sospecha al menos?

– En el hampa -dijo Gabriella casi riendo.

Ahora Lorenzo Vitelli tenía aspecto de divertirse francamente. Valence apretaba los dedos sobre su vaso.

– Mamá me trae dinero todos los meses -canturreó Gabriella.

– El salario que recibe del Doríforo a cambio de mercancías robadas -precisó Valence.

– Perfectamente -dijo Gabriella-. Pero mamá no roba. Transporta únicamente cosas para poder dar de comer a su hija. Pronto se acabará, he encontrado un trabajo, un buen trabajo. Con Henri no había otra solución, nunca ha querido que se ganase la vida. Le daba vergüenza. El Doríforo es un tipo estupendo. Ha reparado toda la fontanería de esta casa.

Vitelli todavía sonreía.

– Y usted, monseñor, ¿se divierte con todo esto? ¿Encubre este tráfico sin decir una palabra?

– Señor Valence, Laura nunca me ha encargado que vele por su alma, con la que tiene intención de arreglárselas ella solita. Sólo me ha encomendado a su hija.

– A mamá le horroriza que la gente interfiera en su concepción de la moral -comentó Gabriella.

– Laura Valhubert trafica, miente. ¡Cría a su hija con el dinero del hampa, pero su amigo el obispo cierra los ojos y su hija agradecida se ríe! ¿Y en medio de todo eso soy yo el que soy inmundo, es eso?

– Es eso, más o menos -dijo Gabriella.

– El destino de tu madre, ¿no te preocupa entonces?

– Sí, me preocupa desde que usted lo ha convertido en un asunto personal. Su obstinación ha conseguido desquiciar a Tiberio que acaba de irse de aquí como un loco. Pero Tiberio en seguida se vuelve loco cuando se trata de mamá, pierde la cabeza. Yo no. Porque yo sé que usted no conseguirá nunca derrotarla. Ella lo mirará, se reirá o quizás llore y después se irá, mientras que usted, después de haberla embestido, se estrellará la cabeza contra un muro.

– La famosa caída -comentó Vitelli.

– Tu madre ha liquidado a su marido… ¿No te inspira nada ese tipo de abominación?

– La abominación -dijo Gabriella- es una idea confusa. Se puede ser abominable matando una mosca y magnífico matando a un hombre. Lorenzo, estoy harta.

Valence conseguía mantenerse casi en calma diciéndose que al menos tenía lo que había venido a buscar: la confirmación de que Gabriella recibía ingresos regulares y de que todo el mundo que la rodeaba estaba tranquilamente al corriente del origen insalubre de éstos. Y que todo el mundo se divertía con aquello, excepto Henri Valhubert, que había muerto por esta misma razón. Dejó su vaso suspirando. No tenía más que completar su informe con los nuevos datos. E irse.

– Su protegida es una furia, monseñor.

– No tiene ni idea -dijo Vitelli.

– ¿Y desde cuándo los obispos saben de mujeres?

– Es una larga historia. Desde la noche de los tiempos -respondió el obispo.

– ¿Qué quería decirme esta mañana?

– Demasiado tarde. Vaya a buscar a su asesino y deje que yo me encargue del mío.

– Le da la espalda a la evidencia.

– ¿Y?

Lorenzo Vitelli cerró suavemente la puerta tras Richard Valence y escuchó cómo bajaba las escaleras.

– ¿Estuve bien, Lorenzo?

– Perfecta, querida. Has estado perfecta.

– Estoy agotada.

– El cinismo no sale solo, se necesita cierta práctica. Al principio, cansa, es normal.

– ¿Crees que se ha puesto nervioso?

– Creo que por lo menos se ha desanimado, aunque no se haya dado cuenta todavía. Ya le llegará. Interlocutores sinceros como Tiberio son como oro para Richard Valence, lo galvanizan. Es lo que hay que evitar a toda costa. Hay que deprimirlo por medio de una indiferencia generalizada, hay que poner en duda sus motivaciones, por cualquier medio, hasta que abandone la partida sin darse cuenta. No veo ningún otro medio a nuestro alcance para deshacernos de él.

– De todas formas tengo miedo. No crees ni una palabra de sus hipótesis, ¿verdad?

– Creo verdaderamente que no ha sido Laura quien ha matado a Henri.

– ¿Estás pensando en otra cosa?

– Es cierto.

– ¿Algo que no te gusta?

– También es cierto.

– ¿Qué piensas hacer?

– Esperar.

– ¿Es peligroso?

– Quizás.

– Te quiero, Lorenzo. Trata de ser prudente.

Gabriella se quedó con los ojos perdidos en el vacío, girando su cigarrillo entre los dedos.

– ¿Piensas en Richard Valence? -preguntó Lorenzo-. ¿Te dices que a pesar de todo tiene algo irresistible y te preguntas qué puede ser?

– Lorenzo, eres exactamente el tipo de cura que adoro. Apenas tenemos el tiempo justo de empezar a pensar algo y ya lo has descifrado, formulado y dispuesto en cuadraditos sobre la mesa. No puedes imaginarte cómo descansa. Debía de haber cola ante tu confesionario.

El obispo se rió.

– ¿Y tienes al menos la respuesta para lo de Richard Valence?

– Es el tipo de respuesta que debes encontrar tú sola, querida.

– Sucio obispo cauteloso. ¿Te quedas a cenar conmigo? Ya sé que es tarde pero hoy es viernes.

– Viernes… -dijo Lorenzo-, hay pescado.

XXI

Richard Valence, que había dejado su habitación algunas horas con un pleno dominio de si mismo, se exasperaba de haber perdido la firmeza en tan poco tiempo. Caminaba rápidamente. Aquella basura de obispo y la zorra de su protegida lo habían desequilibrado, se daba cuenta. No conseguía recuperar el aplomo. Como cuando uno desplaza un mueble muy pesado y después no consigue hacer coincidir su base con las marcas dejadas en el suelo. O como cuando uno no consigue volver a doblar una camisa tal y como lo había hecho la dependienta. Los pliegues de la tela están ahí bien marcados, los seguimos, pero el resultado ya no es perfecto, es personal.

Si Tiberio hubiese pasado por allí en aquel momento, ya no lo hubiese tratado con aquella indulgencia gratuita. Desde el comienzo de la velada, no solamente había tenido que aguantar la bofetada de aquel joven desquiciado, sino que también había tenido que afrontar el desprecio de la chica y los comentarios altivos de su protector con sotana. Era capaz de soportar mucho, antes de ponerse a temblar, pero aquella noche sentía que no iba a poder con mucho más. Sin duda, necesitaba comer y dormir. Eso sería suficiente para restablecer la calma. Pasar mañana a ver a Ruggieri, entregar el informe y tomar el primer tren para Milán. Esperar después la reacción del ministro y tomar una decisión. Y seguramente, encontrar otro trabajo. Su colega, Paul, tan meticuloso, iba a tirarse de los pelos cuando descubriese que Valence había gritado la verdad a los cuatro vientos. No era grave, lo de los pelos. No se excusaría ante nadie. Sintió de repente qué sus piernas le fallaban y se apoyó en la pared. Tenía hambre, era evidente.

XXII

Los tres chicos también estaban en la calle en mitad de la noche, Tiberio acostado con las manos cruzadas bajo la nuca, Claudio sentado a su lado, Nerón de pie.

– ¿Quieres que te abanique? -propuso Nerón con voz suave.

– Nerón -dijo Tiberio-, ¿por qué siempre tienes que ser así de molesto?

– No me gusta verte acostado sobre la acera, en mitad de la noche, con una mirada de imbécil clavada en las estrellas. Hay gente que pasa y que te mira, figúrate. Y no te pareces en nada a una hermosa estatua antigua, créeme. Pareces un trastornado.

– Ya te he dicho que soy un hombre muerto -dijo Tiberio.

– Nerón, ¿no oyes lo que te ha dicho? -dijo Claudio-. Se hace el muerto, se hace el muerto, eso es todo. No tienes necesidad de abanicarlo, déjalo en paz, Dios santo.

– ¿Cómo iba a adivinar que se estaba haciendo el muerto? -protestó Nerón.

– Pues se ve -dijo Claudio-. No es tan difícil.

– Bueno, entonces, si está muerto, eso lo cambia todo. ¿Cuánto tiempo dura el velatorio? -preguntó sentándose enfrente de Claudio, al otro lado del cuerpo tendido de Tiberio.

– Depende de él -dijo Claudio-. Necesita reflexionar.

Nerón encendió una cerilla y examinó a Tiberio muy de cerca.

– Parece que va a durar un buen rato -concluyó.

– A la fuerza -dijo Claudio-. Laura va a irse. Va a ser condenada y encarcelada.

– ¿El enviado especial?

Claudio asintió con la cabeza.

– Esta noche hay algo que se acerca -continuó Claudio-. Rezuma, se te sube hasta la garganta y te corta las piernas. Es el final de Laura que se acerca y todo el mundo tiene miedo y se retrae. Cuando hayamos terminado de velar a Tiberio, yo también me haré el muerto y tendrás que velarme tú a mí, será tu turno, Nerón.

– ¿Y a mí quién va a velarme? ¿Acaso me vais a dejar solo como a un idiota, con los brazos en cruz sobre la acera?, ¿y por qué no sobre un montón de estiércol?

– Callaos la boca -dijo Tiberio.

XXIII

Laura había entrado muy tranquilamente en el hotel y había dicho que Richard Valence estaba prevenido de su visita y que la esperaba. El conserje de noche se sorprendió porque ya era la una y media de la madrugada y Valence no había dejado ninguna consigna de ese tipo. Sin embargo, la había dejado pasar dándole el número de la habitación.

– Pero creo que duerme -había precisado de todas formas-. Ya no hay luz en su ventana.

Después de su conversación con Tiberio, hacía un rato en el Garibaldi, Laura había previsto exactamente cómo haría para visitar a Richard Valence. Conocía las puertas de aquel hotel porque había vivido allí mucho tiempo antes de mudarse al Garibaldi. Era un tipo de puerta bastante fácil, que se abría a punta de navaja. Las lecciones del Doríforo resultarían útiles. El Doríforo sabía tanto de cerraduras como de fontanería.

Se encontró a Valence acostado sobre la cama en ropa de calle. Sólo había tenido tiempo de quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata antes de quedarse dormido. Era más o menos como se había imaginado que lo encontraría. Pero no había reflexionado sobre lo que pasaría después, sobre cómo iba a proceder. Ahora estaba de pie en una habitación en penumbra sin saber demasiado bien qué hacer. Se acercó a la ventana y se quedó un cuarto de hora contemplando la noche sobre Roma. Lo que le había contado Tiberio había significado para ella un verdadero golpe. Valence había conseguido saberlo casi todo y ella estaba acorralada. ¿Por qué coño había llegado hasta ahí? Era tan triste.

Laura suspiró, dejó la ventana y lo miró. Uno de sus brazos caía a lo largo de la cama y su mano tocaba el suelo. Antes, ella había amado sus manos. Ahora, tal y como hubiese dicho Tiberio, aquellas manos se habían convertido en manos para destruir, y ella no veía qué hacer contra eso. Se sentó en el borde de la cama con los brazos apretados sobre el vientre. Incluso dormido parecía peligroso. Le hubiese gustado beber algo. Con seguridad, aquello le hubiese armado del valor necesario para esperar el momento en que se despertase, momento para el cual debía estar preparada. No podía dejar que él presintiese, de ninguna manera, que ella no pendía ya de nada más que de un hilo. Antes, ella no lo había temido. Podía tocarlo sin preocuparse. Acercó su mano y la puso abierta sobre su camisa, sin despertarlo. Recordaba aquel contacto. Podría tratar de quedarse así hasta ya no tener más miedo, hasta recuperar la calma que había disfrutado entonces, cuando lo amaba.

Ya no tenía ganas de luchar. La muerte de Henri, su rostro reposando sobre la camilla de la morgue, las presiones de Édouard Valhubert, el cerco estrechándose en torno a Gabriella, su tráfico de mercancías y el escándalo que traería consigo y Richard Valence que se enfrentaba con todo su poderío contra ella. Era demasiado todo de una vez. Con la frente apoyada sobre su puño y la otra mano apoyada sobre Valence, Laura sintió que se dormía a sacudidas. Lorenzo, Henri y Richard no le habían hecho la vida fácil. No lamentaba la muerte de Henri, ahora estaba segura. Si hubiese podido dormirse así, sobre su mano, o incluso dormirse contra él y volverse a marchar por la mañana desembarazada de su miedo. ¿Por qué, Dios santo, no podía hacer una cosa así, algo tan simple?

Se alzó lentamente y recorrió la habitación a tientas buscando algo de beber. El ruido del vaso alertó a Valence que se enderezó sobresaltado.

– No te preocupes -dijo ella-, me estoy sirviendo una copa.

Richard Valence encendió la luz y ella se protegió los ojos. Se había acabado la oscuridad.

– ¿Le parece normal que la encuentre bebiendo en mi habitación tan entrada la noche? -preguntó Valence enderezándose sobre un codo.

– ¿Es normal que hayas preparado mi sentencia de muerte sobre tu escritorio? ¿Qué es esto? ¿Es ginebra?

– Sí.

Laura puso mala cara.

– Si no hay otra cosa -dijo sirviéndose generosamente.

Valence se puso de pie, frotándose su rostro, y se puso la chaqueta.

– ¿Sales?

– No. Me visto.

– Es más prudente -dijo Laura.

– ¿Qué vienes a buscar? ¿Tu redención? No la tendrás.

– Sí.

– No. ¿Por dónde has entrado?

– Por la ventana, como los vampiros. ¿Sabes, Richard, que los vampiros sólo pueden entrar en las habitaciones si la persona que duerme desea ardientemente que entren?

– Yo no deseo ardientemente que estés en esta habitación.

– Lo sé. Es por eso que he entrado forzando la puerta como todo el mundo. Deshazte de ese informe y me voy.

– ¿Sabes todo lo que hay en él?

– Creo que sí. Tiberio estaba un poco exaltado pero fue preciso.

– Vete, Laura.

– Pareces destrozado.

– Cualquier investigación destroza. Déjame ahora.

– ¿Es todo lo que consigues decir desde que te he vuelto a ver: «Déjame»? Y tú, ¿me dejas tú tranquila a mí?

– Yo no he matado a nadie.

– ¿Te das cuenta del escándalo político que vas a desencadenar en Francia? ¿Qué más te da que yo haya matado a Henri? Eso no merece que destruyas tu carrera.

– Complicidad tácita de asesinato, ¿es eso lo que quieres de mí?

– ¿Por qué no?

– ¿Qué te hace creer que yo aceptaría?

– Belleza del gesto, nobleza de espíritu, recuerdos. Todo eso.

– Deja la ginebra, Laura.

– No te preocupes, ya te advertiré en el momento exacto en que esté borracha. ¿Te deshaces del informe?

– No. Pero voy a aprovechar tu presencia para mejorarlo. Entonces, ¿estás en tratos con los rufianes de Roma? ¿Traficas?

– Claro que no. Es mi maleta la que trafica. Cuando llego a Roma, no hay nada dentro. Cuando me voy, hay un montón de cosas inauditas. ¿Qué puedo hacer? Esa maleta vive su propia vida de maleta. Si le gusta cargar con un montón de cacharros, es asunto suyo, yo no voy a meterme en eso. Uno no abandona una maleta con el pretexto de que ella se toma de vez en cuando ciertas libertades. Es como un niño que hace novillos, hay que acostumbrarse. De todas formas, estoy convencida de que volvería a ocurrir con cualquier otra maleta. Fíjate, el otro día empezó a pasarme con mi bolso, por contagio, supongo. Ligero a la ida, pesado a la vuelta. Muy bien, Richard, toma nota, toma un montón de pequeñas notas. Son mágicas, esas pequeñas notas que se acumulan, Laura Valhubert por aquí, Laura Valhubert por allá, Laura Valhubert oculta a su hija en una ratonera, Laura Valhubert acarrea maletas y termina por beber ginebra en la habitación de su verdugo y antiguo amante después de forzar la puerta. Escribe todo eso, querido, será un informe magnífico. Te lo aseguro, magnífico.

– ¿Qué hay en esta maleta?

– Pregúntale a ella, Richard, es su vida de maleta. Creo que recoge un poco de todo lo que encuentra. Uno tiene el equipaje que merece. Anota eso.

– ¿Hace cuánto tiempo que dura esto?

– Desde que alcanzó su madurez sexual. En las maletas ocurre bastante pronto. En lo que concierne a la mía, hace ya veintitrés años por lo menos. Mi maleta es una vieja prostituta.

– ¿Da dinero?

– Bastante. El que necesitaba para Gabriella.

– ¿No te da vergüenza?

– ¿Te da vergüenza a ti?

Valence no contestó y garabateó algo.

– Aplícate al escribir -dijo Laura-. Lo esencial en la vida es aplicarse.

– ¿Por qué está enterado el obispo?

– Un día me acompañó al tren y mi maleta se abrió ante sus ojos. Impresionada por el hábito episcopal, supongo. Recuerdo que, aquel día, llevaba su pectoral, ya no recuerdo por qué razón. En resumen, esta maleta se desplomó bruscamente y vació sus entrañas, no fue un espectáculo agradable, ¿sabes? Sentí vergüenza por ella.

– ¿Registraste el despacho de tu marido y encontraste los informes de Martelet?

– Sí, Richard.

– ¿Te sentiste vigilada en tu último viaje a Roma?

– Sí, Richard.

– A pesar de todo fuiste a reunirte con el Doríforo y su tropa.

– No descubrí a Martelet hasta el día siguiente, cuando fui a ver a Gabriella.

– ¿Qué pensaste cuando descubriste esos informes? ¿Qué pensaste al descubrir el proyecto de Henri de venir a Roma?

– Pensé que estaba jodida y que Henri era un jodido pesado.

– El sábado te fuiste a tu casa de campo al lado del aeropuerto.

– Es una casa muy conciliadora.

– Programaste la luz y hacia las seis de la tarde te largaste. Volviste a última hora de la mañana, te acostaste y llamaste a la casera para que te trajese el desayuno. Eso es lo que se llama proveerse de una coartada falsa.

– Simplemente proveerse de una coartada, querido. La justicia no perdona.

– Después regresaste a Roma. Has identificado valientemente el cuerpo, previniste a tus amiguitos para que estuviesen tranquilos y esperaste a que la protección gubernamental sumiese el caso en el olvido.

– Como quieras, querido. Escribe lo que te apetezca, escribe eso si es lo que te gusta.

– Estás borracha, Laura.

– Todavía no. Te he dicho que te advertiría cuando lo estuviese. No seas impaciente, es algo que lleva su tiempo, sobre todo cuando uno tiene mi resistencia.

– De acuerdo -dijo Valence doblando sus notas-. Creo que no nos falta nada.

– Sí, mi cabeza en la cesta.

– Ya no se ejecuta. Lo sabes perfectamente.

– Es encantador que digas eso, Richard. ¿Has rellenado todos esos papeles sobre mí? Te has ocupado mucho de mí en estos últimos días. Me conmueve. Es un informe precioso. Ahora dámelo.

– Déjalo, Laura.

– Hay un punto sobre el cual no me has interrogado. Se trata de la cicuta.

– ¿Y bien?

– ¿Cuándo he podido fabricarla? ¿Dónde? No es por nada pero resulta esencial. Has descuidado ese asunto de la cicuta.

Valence, descontento, volvió a abrir el dossier.

– ¿Qué importancia tiene eso?

– Todos los detalles cuentan, Richard. Debes conseguir que esa acusación resulte sólida como el hormigón.

– Muy bien. ¿De dónde has sacado la cicuta?

– Del florista, supongo. No crece ni en París ni en mi aldea. Vamos, que nunca la he visto. Es una umbelífera, es lo único que sé.

Valence se encogió de hombros.

– ¿Dónde la has preparado?

– En el baño del avión, sobre un pequeño hornillo.

– ¿Dónde la has preparado, Laura? ¿En tu casa?

– No. Mientras hacía la cola en el aeropuerto. Pedí un bol y un mortero a la azafata. Es fácil de conseguir.

– ¿Tratas de ponerme nervioso?

– Claro que no, trato de ayudarte desesperadamente. Intento con todas mi fuerzas discurrir dónde habría podido encontrar y preparar esa mierda de cicuta. El problema es que no estoy segura de diferenciar la cicuta del perifollo. ¿Henri no murió de una indigestión de perifollo?

– Esta vez estás borracha -dijo Richard cerrando violentamente su dossier.

– Esta vez es posible. Lo cual no quita que esa mierda de cicuta sea bastante molesta, ¿no te parece?

– No.

Laura se alzó y tomó el dossier. Lo hojeó con un gesto impreciso, reteniendo con una mano los cabellos que le impedían leer. Con un suspiro, separó los dedos y dejó caer las hojas al suelo.

– Qué tontería, Richard -dijo-. Todas esas líneas, una detrás de otra, es siniestro. Entonces, ¿es que no entiendes nada?, ¿no te das cuenta de nada?

Ahora llegaban las lágrimas. Eso es típico de las mujeres, pensó ella fugazmente. Apretó la base de su nariz con los dedos para retenerlas.

– ¿No entiendes nada entonces?, ¿todos esos horrores? ¿Ese avión, ida y vuelta en una noche? ¿La cicuta? ¿El asesinato asqueroso por una historia de dinero? ¿No ves nada entonces?

Las lágrimas le impedían hablar normalmente. Tuvo que gritar:

– ¿Qué me has cargado sobre los hombros, hijo de puta? ¿Me has endosado un cargamento de sangre y quieres que lo transporte hasta los pies del tribunal? ¿Pero no entiendes entonces que yo no he tocado a Henri? ¿Que yo nunca he tocado a nadie? Gabriella escondida, la maleta de las maravillas, eso sí, todo eso, ¡todo lo que quieras! ¡Pero la cicuta no, Richard, la cicuta no! No eres más que un cabrón de mierda, Richard. El sábado por la noche programé las lámparas, sí, y no volví a casa en toda la noche. Pero no estaba en Roma, Richard, ¡no estaba en Roma! Tuve que avisar a los socios, puesto que Henri estaba a punto de destripar nuestra organización. Me pasé toda la noche dando vueltas para decirles que desapareciesen. No volví hasta la mañana. Después me llamaron desde allí para decirme que habían matado a Henri. Pero ¿no te das cuenta de que soy incapaz de encontrar cicuta en un campo de rábanos? ¡Me la suda la cicuta!, ¡me la suda!

Laura buscó una butaca y se dejó caer hundiendo su rostro entre sus brazos. Richard Valence recogía las hojas esparcidas por el suelo.

– ¿Me crees? -preguntó ella.

– No.

Laura volvió a alzar la cabeza, se enjugó los ojos.

– Muy bien, Richard. Recoge limpiamente tu «Caso Valhubert». Ordénalo bien y envíaselo a los polis. Y después, vete, ¡pero vete, Dios santo, vete!

Se levantó. La opresión le impedía caminar derecha. Buscó la puerta.

– ¿Vas a llevar eso a tu poli de mierda mañana por la mañana?

– Sí -dijo Valence.

– Cuando te largaste hace veinte años, aullé. Durante años me concentré para no perder tu imagen. Y cuando me crucé contigo la otra noche, me sentí conmovida. Ahora deseo que entregues esa mierda de dossier, deseo que te vayas y deseo que la vida te haga morir de aburrimiento.

Valence la siguió con los ojos mientras ella recorría el pasillo hasta la escalera y tropezaba con el primer escalón. Sonrió y cerró la puerta, esta vez dando dos vueltas a la llave. Siempre le había gustado Laura cuando estaba borracha. La borrachera exageraba la dejadez titubeante de sus movimientos. Incluso estando sobria, a veces daba la impresión de estar ligeramente achispada. Tendría que haberse ofrecido a acompañarla pero ella hubiese rehusado y además ni se le había ocurrido.

No lamentaba aquella confrontación con Laura. La había admirado largamente durante una hora, sin obstáculos, como un espectador contemplativo de actitudes cuya singularidad había olvidado completamente, espectador del arco del perfil, que se había contraído con tanta perfección cuando ella se puso a llorar, espectador de los gestos incompletos con los que rozaba todas las cosas. Respetaba mucho el coraje tan natural con el cual Laura aún sabía, quizás mejor que antes, desafiar, llorar, insultar y finalmente irse, magníficamente destrozada. La seducción de esta alternancia entre desprecio y abandono se conservaba intacta desde hacía veinte años. Antes se hubiese sentido trastornado. Ahora sólo tenía un fuerte dolor de cabeza. Se volvió a acostar completamente vestido.

XXIV

Era muy tarde, casi la hora del almuerzo, cuando Valence se presentó al día siguiente en el despacho de Ruggieri. Se había despertado sobresaltado y había hecho lo posible por desarrugar su traje. Hacía mucho tiempo que no salía con un aspecto tan descuidado. Sus horas de sueño habían resultado difíciles tras la partida de Laura y no le habían procurado ningún descanso. Tenía una barra pesada sobre los ojos.

Ruggieri no estaba allí. Valence taconeó en el pasillo. No podría estar en Milán aquella noche si no encontraba a Ruggieri. Ninguno de los colaboradores que habían permanecido en el despacho pudo facilitarle información alguna. Que volviese más tarde.

Valence se deslomó caminando durante dos horas por las calles de Roma. En aquel momento, la imagen del tren que lo sacaría de Roma se había convertido en una obsesión. Pasó por la estación central para pedir los horarios. Los horarios en el bolsillo lo acercaban materialmente al momento de la partida. Tenía la impresión de que no se encontraría a salvo hasta que estuviese en el tren, que su dolor de cabeza desaparecería una vez dentro, que si se demoraba demasiado, algo desagradable ocurriría. Se detuvo ante un escaparate y contempló su imagen. No se había afeitado aquella mañana y la barba le daba aspecto de fugitivo. Tuvo por un momento la penosa impresión, la misma de la noche anterior cuando tuvo que apoyarse contra una pared, de que su fuerza lo abandonaba por momentos. Compró una maquinilla de afeitar, buscó un café y se afeitó en el baño. Repeinó con sus dedos los cabellos desordenados por el sudor del sueño en la habitación calurosa. Roma, si uno no presta atención, nos atrapa en su sucia humedad, mucho antes de lo que uno se imagina. Se enjugó los brazos y el torso con agua, volvió a abrocharse la camisa húmeda y se sintió mejor para encontrarse con Ruggieri. Si aquel imbécil había regresado a la oficina. Apenas faltaban seis horas para la salida del tren.

Ruggieri no había vuelto. Reinaba una gran agitación en los locales. Alguien había sido asesinado durante la noche, hacia las tres de la mañana, en la via della Conciliazione. Le habían cortado el cuello, y la cabeza había quedado prácticamente desprendida. Un poli muy joven le contaba esto extenuado sobre un banco del pasillo. No había podido soportar el espectáculo y sus colegas lo habían traído de vuelta.

– De repente, todo se puso a dar vueltas -decía suavemente-. Parece que con el tiempo dejará de pasarme.

– ¿Ruggieri ha estado en el lugar de los hechos desde esta mañana? -preguntó Valence con impaciencia.

– Pero yo no quiero acostumbrarme a ver cosas así. Toda esa sangre sobre aquella ropa negra y las palomas alrededor…

El joven empezó a hipar y Valence le propinó un golpe brutal en la espalda para enderezarlo.

– ¿Ruggieri? -repitió.

– Ruggieri está allí con ella, con la muerta, desde esta mañana -respondió el joven poli-. Dice que quiere ocuparse de ello personalmente aunque no sea su sector. Parece realmente desorientado. Se trata del caso Valhubert, que continúa.

– ¿Ella? -preguntó Valence en un suspiro-. ¿Ruggieri está con ella?

Su mano ciñó el hombro del chico. Se oyó a sí mismo hablar de manera casi inaudible.

– ¿Ella, quién?

– No conozco su nombre, señor. Sólo sé que la asesinaron.

– ¡Descríbela, Dios santo!

– Sí, señor. Tenía un hermoso rostro, cuarenta años o quizás un poco más, no sé. Con toda aquella sangre, no es fácil enterarse. Tenía el cabello negro sobre la cara y el cuello cortado. Está allí un obispo que parecía haberla conocido muy bien y un chico joven con nombre de emperador que se puso casi tan mal como yo.

Valence cerró los ojos. Su cuerpo acababa de explotar en un montón de pedazos incontrolables. Sentía que su corazón le golpeaba las piernas, la nuca, y aquel lamento lo descomponía.

– ¡La dirección -gritó-, la dirección…!, ¡rápido!

– Casi en lo alto de la avenida, a la izquierda, frente a San Pedro.

Valence lo dejó y salió precipitadamente a la calle. No podía tomar un taxi. La idea de tener que hablar con alguien, de dar una dirección, de sacar el dinero, de quedarse sentado en el fondo de un coche le parecía irrealizable. Se fue a pie, corriendo cuando podía. ¿Por qué, pero por qué no la había acompañado? Desde su hotel hasta el Garibaldi, ella debió de tomar la via della Conciliazione. A las tres de la mañana, mientras él conciliaba de nuevo el sueño, ella debió de subirla lentamente, un poco encogida, con los brazos apretados, sujetando las faldas de su abrigo negro. Habría estado reflexionando mientras caminaba con pasos largos e inciertos, un poco borracha, un poco ausente. Y la habían asesinado.

Vio desde bastante lejos el grupo de policías que había bloqueado la circulación en la mitad de la avenida. Corrió. En el bolsillo de su chaqueta estaba el informe, que había doblado e introducido en un sobre aquella mañana. «¡Qué tontería, mi pobre Richard! ¿Pero no te das cuenta de nada?» ¿Pero de qué habría tenido que darse cuenta? ¿De qué?

Ruggieri escuchaba a un testigo cuando Valence lo alcanzó. El cuerpo estaba bajo una lona y rodeado por diez polis. Ruggieri lo contempló mientras se aproximaba.

– Está sofocado, señor Valence -dijo-. Me advirtieron de que estaba buscándome. Siento no haberle llamado pero comprenderá que con esto… No he tenido tiempo. Esto lo cambia todo. Me temo que nos equivocábamos de pista desde el principio.

Ruggieri se volvió hacia el testigo que esperaba. Estaba empapado de sudor.

Valence se aproximó al cuerpo cubierto y se puso en cuclillas apoyando las dos manos en el suelo. El suelo no le parecía estable. Uno de los ordenanzas se apresuró a hacerlo retroceder.

– Déjelo -intervino Ruggieri-. Tiene derecho a verlo. Le advierto, señor Valence, que es penoso, pero si insiste…

Valence respiró con fuerza e hizo un signo al ordenanza.

– Alce la lona -le dijo suavemente.

Con una mueca el poli rodeó el cuerpo y retiró la lona para mostrar la parte superior del cadáver.

Ruggieri vigilaba a Valence. Ya había habido tres desmayos desde aquella mañana, y la lividez del rostro de Ruggieri no presagiaba nada bueno. Pero Valence no se desmayó. Al contrario, pareció relajarse.

– Es Maria Verdi -murmuró Valence alzándose pesadamente-. Es Maria Verdi, la Santa Conciencia de los Archivos Sagrados del Vaticano.

– ¿No lo sabía?

Valence hizo un gesto que significaba que no quería que le dirigiesen la palabra. Extendió la lona sobre el rostro regular y afectado de la italiana y, sólo en aquel momento preciso, su mano tembló violentamente.

– Está cansado, señor Valence -dijo Ruggieri-. Puede ir a esperarme a mi despacho, casi he terminado aquí.

Llegó una camilla. Alzaron el cuerpo y las puertas de la furgoneta se cerraron tras él. Valence se dio media vuelta y se fue.

El hotel Garibaldi estaba a dos pasos. Encontró a Laura en el bar sentada sobre un taburete alto, con aire de desentenderse de todo lo que la rodeaba. Valence se sentó a su lado y pidió un whisky. Temblaba todavía ligeramente. Laura lo miró.

– Quiero estar sola -dijo.

Valence se mordió los labios. Era mejor esperar y beber un poco de whisky antes de hablar para así poder estar tan distendido con ella como la noche anterior.

– Ha ocurrido algo esta mañana -dijo al fin volviendo a posar su copa.

– Mi pobre Richard, si comprendieses lo poco que me importa.

– Alguien le ha cortado el cuello a Maria Verdi, la Conciencia de la Vaticana, a las tres de la mañana en la via della Conciliazione.

– ¿Qué tenían contra esa pobre mujer?

– Aún no lo sé. ¿La conocías?

– Claro. Un poco. Llevo tanto tiempo frecuentando la Vaticana… Maria ya estaba allí cuando Henri hizo sus estudios. Los chicos me hablan de ella a menudo.

– ¿Dónde estabas anoche a las tres?

– ¿Sigues insistiendo? ¿Abres un nuevo capítulo?

– Me dejaste alrededor de las dos y media de la madrugada. Hace falta un cuarto de hora para llegar a la via della Conciliazione estando sobrio, y una media hora si estás borracho.

– ¿Hoy no escribes? ¿No tomas notas? ¿Crees que voy a hablar así, en vacío, sin que nadie consigne mis frases? Ni lo sueñes, Richard. Venga, vete, ya no tengo ganas de verte.

Valence no se movió.

– Entonces, soy yo la que se va -dijo Laura dejándose caer desde el taburete.

Atravesó el bar.

– De hecho, Richard -dijo desde la puerta sin volverse-, anoche no pasé por la Conciliazione. A ver qué coño haces con eso. Intenta saber si miento o no. Eso te mantendrá ocupado.

XXV

Valence volvió a pasar por su hotel para cambiarse completamente. Sacó el informe de su chaqueta y lo tiró sobre su mesa. Tendría que revisar todo aquello, después del nuevo asesinato. En unas horas, las cosas se habían embrollado, y lo peor era que en aquel instante se sentía incapaz de comprender nada. Desde que se levantó, los acontecimientos lo habían empujado de un lugar a otro como a una marioneta. El tren para Milán partiría dentro de dos horas, con su salvación al alcance de la mano. Aún tenía tiempo de abandonarlo todo, pero esa misma decisión le parecía demasiado compleja para debatirla. Se sintió casi feliz cuando descubrió que Tiberio estaba de nuevo en su puesto ante la puerta del hotel. Aquello le evitaría llegar solo hasta el despacho de Ruggieri. Por otro lado, le pareció casi natural encontrárselo en su camino con aquella fidelidad tenaz.

– No tienes buen aspecto -le dijo Valence.

– Tú tampoco -dijo Tiberio.

Valence recibió este tuteo repentino con un poco de rigidez. Pero se sentía demasiado mal para encontrar la energía necesaria y poner a Tiberio en su sitio.

– ¿Cómo se te ocurre tutearme? -dijo solamente.

– Los príncipes hacen ese honor a los moribundos -comentó Tiberio.

– Qué alegría.

– No es tan triste. Yo, por mi parte, he estado muerto ayer por la noche.

– ¿Ah, sí?

– Claudio y Nerón me han velado hasta las dos de la mañana. Después Nerón se derrumbó de sueño como un bloque sobre la acera y Claudio me sugirió que quizás era suficiente. Entonces se fueron a acostar y yo estuve caminando un rato antes de volver a casa. Y desde que Lorenzo me comunicó el asesinato de la Santa Conciencia, me encuentro mejor, aunque la apreciaba y el hecho de verla así, desparramada, me produjo náuseas durante dos horas. Entonces, si yo estoy mejor, es lógico que usted esté peor.

– Explícate.

– Laura no ha matado a la Santa Conciencia porque no tendría sentido. Esas dos mujeres no tenían ninguna relación entre ellas. ¿Qué podía saber la Santa Conciencia que amenazase a Laura? Nada. La Santa Conciencia no sabía gran cosa en general, a excepción de lo que concierne a los libros de la Vaticana. Volvemos entonces a la hipótesis del principio, el Miguel Ángel. Y Laura se le escapa. Se le escapa y yo respiro. Va a hacer falta correr de nuevo tremendamente para volverla a atrapar. Va a tener que reflexionar tremendamente.

– No consigo reflexionar, Tiberio. Caminemos.

– Usted no está bien y yo estoy encantado. Este asesinato no le conviene, ¿verdad? ¿Es incomprensible y odioso?

– Creí que había sido Laura la persona a la que habían degollado.

– ¿Se sintió decepcionado?

– No. Aliviado. Es por eso que ni siquiera he tenido tiempo de examinar el sentido de este nuevo asesinato. Sólo he tenido tiempo de convencerme de que Laura Valhubert estaba todavía con vida.

– ¿Aún la quiere? -preguntó Tiberio frunciendo el ceño.

Valence se detuvo y escrutó a Tiberio que, con las manos cruzadas tras la espalda, miraba a lo lejos ante él con aire inocente.

– ¿Te ha contado?

Tiberio asintió con la cabeza. Valence se puso a andar de nuevo.

– ¿Y bien? -prosiguió Tiberio-, no me ha contestado. ¿Aún la quiere?

Valence dejó pasar un nuevo silencio. No tenía la costumbre de que lo interrogasen tan crudamente.

– No -dijo.

– Mejor así -dijo Tiberio.

– ¿Por qué?

Tiberio se volvió.

– Porque, después de todo, usted estaba en Italia la noche de la muerte de Henri, ¿no? Milán no está lejos de Roma. Si hubiese amado desde siempre a Laura… Pero a nadie se le ha ocurrido siquiera preguntarle qué había hecho aquella noche.

– Eres un estúpido -dijo Valence-. Tengo cita con Ruggieri, te dejo.

– De todas maneras, lo espero fuera.

La puerta del despacho del inspector estaba abierta. Valence entró y se sentó.

– Entonces, señor Valence -dijo Ruggieri-, ¿se ha repuesto de sus emociones?

Valence alzó los ojos con rapidez. Ruggieri hizo de inmediato un ademán tranquilizador.

– Por favor -dijo-, no he querido ofenderle. No vale la pena saltar a la más mínima chispa.

Valence estiró sus piernas ante él.

– ¿Cómo han podido hacer que esa mujer saliera en plena noche para, así, cortarle el cuello? -preguntó.

– No la hicieron salir. Los íntimos de Maria Verdi conocen sus manías. A ella le encantaba contarlas. Una o dos veces por semana, Maria bajaba para calmar sus insomnios a la via della Conciliazione, que está muy cerca de su casa, y se instalaba delante de San Pedro, a quien dirigía una oración silenciosa. Era una vieja costumbre, iniciada una noche en la que había creído ver «algo blanco» que iluminaba la cúpula de nuestra gran iglesia.

– Admitámoslo. ¿Quién estaba enterado?

– Todos los que se acercaban con alguna regularidad a la biblioteca y todos los que comentaban la historia entre risas; me imagino que todos los lectores, por ejemplo. Para el asesino era bastante más fácil matarla en la calle que en su casa. Nadie ha presenciado el crimen. El asesino debió de agarrarla por detrás, bloquearle los brazos sobre los riñones y pasar la hoja por la garganta de un solo golpe y sin titubeos. Hace falta una fuerza colosal o una determinación colosal para propinar con éxito un golpe semejante. Después arrastraron el cuerpo y lo escondieron bajo una furgoneta aparcada. Es por eso que no fue descubierto hasta bastante tarde esta mañana.

– ¿Qué opina?

– Es simple. Maria Verdi no tiene nada que ver con los dramas internos de la familia Valhubert. Claro, conocía a Gabriella como todo el mundo en el Vaticano. Pero sus relaciones con los Valhubert no iban más allá. Por eso es muy probable que María Verdi haya muerto a causa de la biblioteca. Era ella la que expedía las fichas de préstamo y velaba sobre las reservas.

– ¿Quiere decir que volvemos al Miguel Ángel?

– Tras un largo rodeo, sí. Hay que creer que Henri Valhubert decía la verdad cuando expuso la razón de su viaje y que el ladrón, sintiéndose perseguido, se deshizo de él lo antes posible. Ahora, todo hace pensar que Maria Verdi, alertada tras el asesinato, había descubierto algo concreto en relación con estos robos y que se traicionó por simpleza. Todo el mundo está de acuerdo en decir que no había inventado la electricidad. Me inclino a pensar que el ladrón debe de haber sido un usuario a quien ella conocía bien, al que apreciaba incluso, y que Maria habría tratado de hablar con él para hacerlo entrar en razón con la confianza cándida que le era característica.

– En ese caso, ¿no podría ayudarnos de nuevo el obispo?

– Le mandé llamar en cuanto se descubrió el cadáver de María Verdi. He tratado de hacerlo hablar pero sigue mostrándose poco claro. Puede que María Verdi le hubiese confiado alguna cosa, puede que no. Por el momento, calla, dice que no ve qué puede decir al respecto. Si sigue haciendo rancho aparte, será el próximo que correrá peligro. Si estoy bien informado, se presentó ayer por la mañana en su hotel pues tenía que hablar urgentemente con usted, ¿verdad?

– Está bien informado, pero no quise recibirlo. Lo volví a ver por la noche pero él ya había decidido en última instancia guardárselo todo para él.

– Debe de tener una excelente razón para callarse y seguro que no es el miedo a ser la próxima víctima. Tal y como percibo a este individuo, no carece de valor físico. Por el contrario es capaz de afectos profundos, tenemos los ejemplos de Gabriella o de los tres chicos que se han puesto bajo su tutela.

– O de Laura Valhubert.

– Claro. Por otro lado es un hombre que, manifiestamente, ha adquirido a través de la práctica del confesionario una concepción muy personal de la justicia y del bien y del mal. Lo que nosotros tildaríamos de complicidad, él lo llamaría secreto de confesión. Imagino que para él las faltas pueden ser tratadas directamente con la esencia divina, sin pasar por el tribunal terrestre. Y lo creo capaz por todas esas razones de callarse para proteger a alguien que le importe. Y me temo que nada podría alterar ese tipo de mutismo.

– ¿A quién querría proteger?

Ruggieri separó las manos y suspiró.

– El obispo tiene muchos amigos, es todo lo que se puede decir.

– ¿Cuál es su programa?

– A las cinco, procederemos a la perquisición del domicilio de Maria Verdi. Ésta es la dirección, si le apetece. No tenía ni familia ni confidentes, en resumen, nadie de su entorno a quien podamos interrogar. ¿Qué era aquello tan importante que quería decirme esta mañana?

Valence se apoyó contra el respaldo de su silla. La maleta de Laura Valhubert, ligera a la ida y pesada a la vuelta. Su coartada falsa de la noche del crimen, los informes del detective Martelet. Tenía ganas de guardárselo todo para él por el momento, no veía sitio para el cadáver de Maria Verdi en esta construcción, incluso si Laura se encontraba precisamente en las inmediaciones a la hora del asesinato. Quizás surgiese.

– No era nada -dijo Valence.

– ¿Ahora usted también decide callarse? Es una manía. Todo el mundo aquí pierde la memoria.

– No se ponga nervioso, Ruggieri.

– Me pongo nervioso cuando quiero. Usted no tiene la exclusividad del nerviosismo.

XXVI

Tiberio esperaba a Valence ante las oficinas de la policía, recostado en un farol.

– ¿Has tenido tiempo de comer hoy? -le preguntó Valence.

– Sí, pero puedo volver a hacerlo.

– Entonces, ven conmigo. Tengo ante mí una hora larga antes de la perquisición de la casa de Maria Verdi. ¿También me seguirás hasta allí?

– No lo creo. Tengo una cita.

– No te confíes, Tiberio. No he renunciado a inculpar a Laura Valhubert, todo lo contrario.

– Muy bien. Iré.

– Esta persecución es la mejor que he experimentado en mi vida.

– ¿Lo habían seguido antes?

– Nunca.

Richard Valence y Tiberio llegaron con retraso y sin apresurarse a la perquisición en casa de la Santa Conciencia de los Archivos. Estuvieron sentados en la terraza de un café en la plaza Santa Maria in Trastevere, adonde Tiberio había arrastrado a Valence con el pretexto de que «era su tonta plazuela favorita». Habían evitado tácitamente toda discusión crispada sobre el caso y pasaron una hora y media concentrándose en decidir cuál era la bebida que relajaba más en la menor cantidad de tiempo posible y de la manera más placentera. No hay que considerar más de un parámetro cada vez, decía Tiberio, si no es un lío. Podemos decidir examinar la cuestión del color, de las burbujas o de la amargura, por ejemplo. Las burbujas no son más que una pérdida de tiempo cuando se bebe, señaló Valence. Es verdad, admitió Tiberio. En ese momento se adherían a la concentración policial que rodeaba el edificio de la Santa Conciencia, pero ¿qué prueba tenemos de que la velocidad de absorción sea lo que relaje? Ninguna. Lo hemos tomado como postulado inicial, sin que esté comprobado.

– Espérame un instante -dijo Valence reteniéndolo por un brazo-. Aquí ocurre algo anormal. Quédate aquí, no tienes autorización para acompañarme.

– Es inútil decirme que espere -dijo Tiberio sentándose sobre un coche-. Mientras no deje en paz a Laura, no lo soltaré, porque no me inspira confianza.

– Excelente disposición, Tiberio.

Valence anduvo rápidamente hasta la entrada del edificio. Ruggieri lo llamó desde una de las ventanas del primer piso.

– ¡Señor Valence, suba, se lo ruego! ¡Venga a ver esto antes de que pongamos orden!

– ¿Qué hay de extraordinario? -preguntó Valence alzando la cabeza.

– Los precintos estaban rotos cuando llegamos. El apartamento está devastado.

– Mierda.

Valence indicó de lejos a Tiberio, señalando su reloj, que iba a llevar más tiempo del previsto. Tiberio le hizo comprender que no era grave, que le agradecía la advertencia. Valence subió al piso. Habían dejado la cama patas arriba, los cuadros y los calendarios religiosos estaban descolgados y tirados por la habitación, los cajones vueltos, los jarrones volcados.

Valence atravesó la habitación, sin tocar nada. Ruggieri estaba furioso.

– Tener la cara de arrancar los precintos, ¿se da cuenta? El tipo ha estado diez minutos registrando esto, hasta que el vecino intervino. En diez minutos se pueden encontrar un montón de cosas. Ocurrió hace casi dos horas.

– ¿Cómo sabemos que se trata de un hombre?

– El vecino lo ha visto. Incluso habló con él.

– Perfecto.

– No tanto. Como estaba un poco intrigado por el ruido, el vecino terminó desplazándose hasta aquí. Cuando llegó al descansillo, un hombre estaba cerrando la puerta y él no se dio cuenta entonces del estado en que había dejado el apartamento. Esto es lo que declaró en su deposición:

»El tipo me dijo que era de la policía, que sus colegas estaban a punto de llegar, que mi vecina había sido asesinada esta mañana. Eso ya lo sabía. No desconfié. Hablamos un minuto más, sobre las visitas nocturnas de la señora Verdi a San Pedro, y se fue. Quizás sea alto, quizás no, anticuado en todo caso y no es joven. Lleva gafas. De hecho no le presté atención. Para mí todos los polis se parecen. Puedo decirle de todas formas que es zurdo. Cuando nos dimos la mano, me tendió la mano izquierda. Uno no sabe cómo hacer cuando le estrecha la mano a un zurdo.

»Pregunta: ¿Sujetaba algo con la otra mano?

»Respuesta: No. La tenía en el bolsillo.

»Pregunta: ¿Llevaba guantes?

»Respuesta: No. Tenía las manos desnudas.

Pregunta: ¿Es todo lo que recuerda de él?

»Respuesta: Sí, señor.

Ruggieri dobló la declaración.

– Así que ya lo ve, Valence, testigos así pueden irse a tomar por el culo. Pero ¿qué demonios tiene la gente en los ojos?

– No está tan mal. El tipo debía de buscar un papel, un objeto.

– ¿Y por qué dice eso?

– Fíjese en el registro, Ruggieri; la cama levantada, los libros abiertos, las láminas de los marcos despegadas… ¿Qué otra cosa puede encontrarse en tales sitios que no sea una hoja de papel?

– Una flor seca -propuso Ruggieri bostezando.

– ¿Y las huellas?

– Por el momento, nada. Estamos empezando. El tipo pudo ponerse guantes para registrar. No hay que fiarse demasiado de la descripción del vecino: no hay nada más fácil que disimular la edad. Si reflexionamos bien ni siquiera estamos seguros de que se trate de un hombre. De hecho casi podríamos decir que no sabemos nada. En su opinión, ¿hay que relacionar a este visitante con el asesino?

– Es improbable. Si el asesino hubiese tenido conocimiento de una prueba que debía destruirse, lo hubiese hecho antes del crimen, algo que hubiese resultado fácil puesto que María no estaba en casa en todo el día. Se trata más bien de alguien que ha sido cogido de improviso, sorprendido por el crimen, y que temía la perquisición.

– Es evidente que eso puede ser posible. Vamos a examinar todo lo que hay aquí minuciosamente. Nada indica que el visitante tuviese tiempo de encontrar lo que buscaba. Los pasos del vecino bajando por la escalera han debido de interrumpirlo. Si Maria hubiese querido ocultar algo, ¿dónde cree que lo hubiese puesto?

Desde la ventana, Richard Valence observaba a Tiberio allí abajo. Seguía sentado sobre el coche, mirando con atención a los viandantes y tenía aspecto de estar jugando a algo. Visto desde lejos, parecía un juego relacionado con las piernas de las mujeres.

– No lo sé, Ruggieri -dijo Valence-. Voy a preguntarle eso a alguien que la conocía bien. Manténgame informado.

– ¿Qué mirabas, Tiberio? -le preguntó Valence.

– Las tiras en los tobillos de las mujeres que pasaban.

– ¿Te interesan?

– Mucho.

– Sígueme hasta el hotel. Voy a contarte lo que pasa ahí arriba.

Valence desplazaba siempre su gran cuerpo sin movimientos inútiles, Tiberio lo había comprendido. Y ese mecanismo vigoroso que le había resultado en un principio amenazante y hostil, comenzaba a parecerle seductor. Tendría que reforzar aún más sus defensas.

XXVII

Cuando Tiberio volvió a casa, Claudio y Nerón ya habían cenado, aunque sólo eran las siete de la tarde. Habían puesto música y Nerón bailaba suavemente con grandes gestos exagerados, ejecutando círculos en la habitación alrededor de Claudio, que trataba de escribir.

– ¿Trabajas? -le preguntó Tiberio.

– Estoy concibiendo el libreto de una ópera lírica de encargo para Nerón, que ha decidido convertirse en el príncipe de las bailarinas.

– ¿Cuándo le ha dado por ahí?

– Antes de cenar. Y todo esto le ha abierto el apetito.

– ¿Cuál es la historia de la ópera? -preguntó Tiberio.

– Creo que te gustará -dijo Nerón, interrumpiendo un movimiento lánguido-. Es la mutación de un espíritu simple y apático, enamorado de una estrella, en un sapo homosexual.

– Si estáis contentos vosotros dos… -dijo Tiberio.

– Tanto como contentos, no -dijo Nerón-. Ocupados, simplemente. Desapareces sin dar explicaciones, y la biblioteca ha estado cerrada todo el día en memoria de la Santa Conciencia Degollada de los Archivos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer entonces sino bailar?

– En efecto -dijo Tiberio.

– ¿Te has hecho útil el día de hoy? -preguntó Claudio.

– No he soltado a Richard Valence.

– No juegas limpio -canturreó Nerón.

– Valence sigue detrás de Laura, lo sé -dijo Tiberio-. Creo que va a intentar colgarle también el sambenito del asesinato de la Santa Conciencia. Pero cuando estoy con él, le hago perder el tiempo, le lleno de humo la cabeza.

– Eso es lo que dices -afirmó Nerón-. Pero no es más que un pretexto para sumergirte en el lago claro de su mirada azul, cuyos abismos resplandecientes embrujan tu alma delicada.

– Nerón, no me jodas. Ahora dicen -continuó Tiberio- que los dos crímenes podrían, efectivamente, tener relación con el Miguel Ángel. Sin embargo, estoy seguro de que se equivocan. Robar en los archivos es una cosa, asesinar a dos personas es otra. Son dos profesiones completamente diferentes, ¿no os parece?

– No sé -dijo Claudio.

– No está cualificado para responder -dijo Nerón-. El emperador Claudio fue liquidado de manera lamentable.

– Voy a describir a un personaje y me diréis qué os evoca -retomó Tiberio-. Se trata de un hombre que se ha introducido hoy por la tarde en casa de la Santa Conciencia Asesinada con la intención de recuperar algo que había allí. He aquí la descripción del vecino, tal y como me la ha repetido Richard Valence.

– Deja de dar vueltas, Nerón -dijo Claudio-. Escucha a Tiberio.

Tiberio trató de restituir con precisión lo que le había contado Valence sobre el visitante con gafas.

– ¿Y quieres que esta descripción, que ni siquiera es tal cosa, nos evoque algo? -dijo Claudio-. Podría tratarse de millones de personas.

– ¿Podría tratarse de una mujer? -preguntó Tiberio.

– Podría tratarse de una persona de cualquier sexo. Gafas, un traje viejo, ¿qué quieres que hagamos con eso?

Nerón se untaba los brazos con una especie de aceite apestoso.

– ¡Nerón! -llamó Tiberio-. ¿No tienes nada que decir?

– Es demasiado fácil -murmuró Nerón con desdén-. Una adivinanza de colegial. Ni siquiera es divertida. Y donde no hay diversión…

– ¿Piensas en algo? -preguntó Claudio.

– Claudio, sabes perfectamente que no pienso jamás -dijo Nerón-. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? Es vulgar. Veo, eso es todo.

– ¿Y ves algo, entonces?

Nerón suspiró, vertió un hilillo de aceite sobre su vientre y lo extendió sin energía.

– Veo -dijo- que yo mismo soy zurdo, siniestra disposición, y que utilizo a pesar de todo mi mano derecha para saludar. Ser zurdo no equivale a estar amputado de la mano derecha. Los zurdos saludan todos con la mano derecha. Suaviza las relaciones sociales. Tú mismo estás fumando con la mano izquierda. Podemos deducir dos evidencias: que el inspector Ruggieri es un cretino, prueba de ello es que trata de pensar, y que tu visitante es un diestro que no ha querido servirse de su mano derecha. Tenía, por lo tanto, una razón imperiosa para inmovilizar esa mano derecha. Puesto que el nefasto individuo trataba de disimular su identidad, es fácil concluir que esa mano derecha lo habría traicionado de una manera u otra. El resto viene solo. Es de una simplicidad desesperante.

– ¿Quieres decir que tenía una marca reveladora en la mano? -dijo Claudio-. ¿Una herida, por ejemplo?

– Claudio, querido, me avergüenzas. Esta velada mortuoria te ha fatigado. ¿Acaso una herida puede ser una marca reveladora? En ningún caso. Si te cruzas, dentro de un rato, con un tipo al que le faltan dos dedos, no sabrás, por ello, su identidad. Te dirás a lo mejor: «Vaya, ese tipo trabaja en una fábrica de salchichas, ha metido los dedos en la máquina, qué triste». O quizás, si estás realmente tocado, te dirás: «Vaya, alguien se ha comido los dos dedos de ese tipo». Y no irás más lejos. No podrás deducir la identidad del individuo. Y si ese tipo tiene una mano amarilla con cuadros azules, será lo mismo.

– Es verdad -dijo Tiberio-, ¿qué tipo de identidad se puede llevar sobre la mano derecha?

– No existen mil soluciones, Tiberio. Y en el caso que te ocupa, no hay más que una. Es por eso mismo que la he descubierto, puesto que no pienso. Si me echas aceite en la espalda, os cuento el suceso menor que ha tenido lugar hace un rato en casa de Santa Conciencia Devastada.

– ¿Qué es este aceite asqueroso?

– Algo que acabo de inventar, no te preocupes. Extiéndelo. Vuestro amigo el obispo Lorenzo mantiene un comercio escabroso con Santa Conciencia de la Victoria de los Apetitos Corporales. Al descubrir las circunstancias de su muerte brutal, recuerda con gran embarazo los billetes licenciosos con los que se complacía en agasajarla. Legítimamente alarmado, el querido Lorenzo se precipita a su casa antes de que la policía ponga las manos sobre esas zarandajas que podrían costarle su nominación a cardenal. Se pone un viejo traje de paisano que conserva desde su juventud, de ahí el aspecto anticuado que señaló con razón el vecino bonachón, se calza las gafas que no lleva más que para descifrar de vez en cuando las Sagradas Escrituras ilegibles y rompe los precintos rogando a los Cielos que lo asistan. Resulta que en estos últimos tiempos, los Cielos están de un humor un poco rechinante, lo cual es no tener suerte, y Lorenzo es interrumpido por la llegada de un vecino estúpido y leal. Se libra de él con unas cuantas palabras cívicas pero éste le tiende la mano para despedirse. Ambos sabéis igual que yo que Lorenzo no consigue ya quitarse la amatista que lleva en el anular derecho. Con el tiempo, el anillo sagrado se ha incrustado en su dedo y es por eso que yo no he podido nunca probármelo. Si tiende su mano ensortijada, puede estar seguro de ser identificado como obispo. Es como si la cruz se le escapase del bolsillo. Titubea un instante ante esta situación imprevista y tiende su mano izquierda. Y se va, sin que sepamos si ha podido o no recuperar su bien. Pero hay algo seguro y es que nos vamos a divertir mucho si la policía lo atrapa.

– Magnífico -murmuró Tiberio-, sencillamente magnífico.

Dejó a Nerón con su aceite y reflexionó de pie unos segundos.

– Las relaciones entre monseñor y la Santa Conciencia, ¿son una simple suposición?

– Es la única parte que me he inventado. Juraría todo el resto.

– Eres genial, Drusus Nero -dijo Tiberio cogiendo su chaqueta-. Hasta más tarde, compañeros.

– ¿Se ha vuelto a ir?, ¿así? -dijo Claudio.

– Ha ido a bañarse en el lago, si quieres mi opinión -dijo Nerón-. Puede llevar su tiempo. No tenemos más que continuar con el ballet del sapo apático.

XXVIII

Al llegar al hotel de Valence, Tiberio trataba todavía de limpiarse las manos de la grasa indeleble y francamente apestosa que había preparado Nerón. Desanimado, enrolló su pañuelo en una bola, lo metió en su bolsillo y llamó a la puerta de la habitación. Tiberio interrumpió a Valence que estaba echado en su cama sin dormir y visiblemente sin pensar. Estaba en traje y descalzo y Tiberio encontró el contraste interesante por haberlo explorado a menudo él mismo.

– ¿Tienes la intención de venir a instalarte sobre mi felpudo para vigilarme mientras descanso? -preguntó Valence levantándose.

– Nerón acaba de estar radiante a propósito de la Santa Victoria de los Apetitos Corporales. Se lo cuento y me voy.

Valence volvió a tenderse en la cama y escuchó el relato de Tiberio con las manos bajo la nuca.

– Claudio encuentra este razonamiento ridículo pero yo lo encuentro formidable -dijo Tiberio para concluir.

– Es verdad que está bien pensado.

– Nerón no piensa.

– Pero yo no me imagino al obispo corriendo el riesgo de escribir billetes de este tipo. Debe de tener otro motivo. Por el momento, no se me ocurre cuál puede ser.

– Desde esta mañana no se le ocurre nada. A mí eso me conviene, pero ¿a usted no le preocupa?

Valence hizo una mueca.

– No sé, Tiberio.

– Cuando mira el techo de esta habitación, ¿qué ve?

– El interior de mi cabeza.

– ¿Y cómo es?

– Opaco. Ruggieri me ha llamado hace un momento. Han encontrado huellas recientes de dedos masculinos en casa de la Santa Conciencia. No se sabe a quién pertenecen pero probablemente las ha dejado el visitante. Aparte de eso, no ha descubierto nada de especial registrando el apartamento, al margen de unas confesiones púdicas donde no ocurre nada grave. ¿Le hablamos de la idea de vuestro amigo Nerón a Ruggieri? Con las huellas será fácil verificar si tiene razón.

– Mejor no hablar de ello. Quizás monseñor tenga motivos imperiosos. Puede que sea inconveniente revelárselos a los polis sin conocer en qué situación se encuentra.

– Entonces, esperamos. Iré a ver al obispo mañana. Tú, sobre todo, no te muevas.

– ¿En qué está la cosa en lo que concierne a Laura?

– Me bastaría un impulso para delatarla.

– Ahorre sus energías.

Valence le hizo un gesto con los párpados y Tiberio se fue batiendo la puerta.

XXIX

Habían pasado exactamente ocho días desde su primera visita matinal al Vaticano. Valence subió por la escalera de piedra, que ya le resultaba familiar, y encontró la puerta del despacho de Vitelli entreabierta. En el umbral, Valence notó que el obispo estaba preocupado. No había ningún libro sobre la mesa, no estaba trabajando.

– Dése prisa -dijo Vitelli con cansancio-. Dígame por qué ha vuelto y después déjeme solo.

Valence lo observaba. El rostro del obispo estaba sumido en una reflexión exigente. Se le veía reacio a atender toda intervención exterior. Era evidente que le costaba trabajo hablar. Valence ya había experimentado ese tipo de ensimismamiento y cada vez que le había ocurrido se había quedado un poco atontado. En aquel momento, Lorenzo Vitelli estaba un poco atontado.

– Ruggieri ha debido de informarle sobre el allanamiento, constatado ayer en casa de Maria Verdi. Ha debido de describirle al visitante.

– Sí.

– ¿Qué hubiese podido ocultar Maria Verdi?

Vitelli alzó los brazos y los dejó caer sobre la mesa.

– Las mujeres… -dijo solamente.

Valence dejó pasar algunos segundos.

– Nerón piensa que fue usted el que estuvo registrando la casa de Maria Verdi.

– ¿Le interesan ahora las peroratas de Nerón?

– A veces.

– ¿Y por qué yo?

– El anillo en la mano derecha le habría obligado a tender la mano izquierda.

– ¿Y el motivo de mi visita?

– Podemos suponer cualquier cosa.

– No pase apuro, veo muy bien el tipo de cosa que puede suponer Nerón. ¿Qué piensa Ruggieri de esta singular hipótesis?

– Ruggieri no está al corriente. Pero, en cambio, cuenta con las huellas dejadas por el visitante.

– Ya veo la situación -dijo lentamente el obispo.

Se levantó, pasó las manos por detrás de su hábito y caminó por la habitación.

– Tengo muchas dificultades para encontrar un sustituto fiable para Maria Verdi. Hemos tenido que cerrar la biblioteca y los lectores van a impacientarse. Me pregunto si el escriba Prizzi podría verdaderamente convenirnos.

Ahora contemplaba los jardines del Vaticano por la ventana, dando la espalda a Valence.

– O quizás el escriba Fontanelli. No lo sé, tengo dudas.

– Monseñor, ¿fue usted el que estuvo en casa de Maria Verdi?

– Por supuesto que fui yo.

– ¿Qué buscaba allí de tanta importancia?

– Cosas que me interesaban.

– ¿A título personal?

El obispo no respondió.

– Monseñor, le recuerdo que Ruggieri tiene las huellas. No tengo más que sugerirle el nombre que le falta. Sin duda será menos respetuoso que yo con usted.

– No lo encuentro muy respetuoso.

– ¿Se trataba de cosas que lo concernían a título privado?

El silencio del gran despacho comenzaba a crispar la paciencia de Valence. Sobre todo, el carácter obstinado de aquel silencio.

– Puede irse -dijo Vitelli con calma-, porque no le contestaré nunca.

– Llamaré a Ruggieri.

– Como quiera.

Valence se levantó y descolgó el auricular.

– Pero a él tampoco -continuó Vitelli- le contestaré jamás, ni siquiera en estado de arresto.

Valence titubeó y contempló la silueta oscura del obispo que le daba la espalda, tensa, determinada. Colgó el teléfono y salió.

– ¿Cómo sabías que estaba en el Vaticano esta mañana? -le preguntó a Tiberio, que le pisaba los talones-. Te había pedido que no te movieses.

– ¿Qué dice Lorenzo?

– Es él. Pero no dirá nunca por qué lo ha hecho. ¿Hacia dónde vas?

– Es usted el que va a casa de Ruggieri. Ruggieri trabaja incluso el domingo. Lo espera. El botones del hotel me ha confiado el mensaje.

– Hasta ahora, te has limitado a seguirme. Quédate ahí. No te diviertas intentando adelantarme.

– No me divierto.

Tiberio rió.

– El peligro se cierne sobre nosotros, es espléndido -dijo-. Entonces, ¿se apresta a traicionar a nuestro amigo Lorenzo? ¿Sí o no?

– Ya que eres tan listo, busca tú solo la respuesta. Piensa en ello mientras me esperas.

Valence se sentó frente a Ruggieri que enrollaba un papel entre sus dedos.

– ¿No puede prescindir de su escolta, señor Valence?, ¿ni siquiera el domingo? -preguntó Ruggieri sin alzar la cabeza.

– ¿De quién me habla?

– Del joven chiflado que no le suelta el brazo y que lo manipula.

– Ah… Tiberio.

– Sí, Tiberio. Exactamente, Tiberio…

– Se le ha metido en la cabeza la idea de seguirme, ¿qué quiere que haga? Incluso si quisiese librarme de él, no podría. A fin de cuentas, no puedo atarlo a un árbol.

– ¿Y usted, señor Richard Valence, suele dejarse perseguir por el primero que pasa y contarle toda su vida?

– Tiberio no es una persona cualquiera.

– Precisamente -suspiró Ruggieri levantándose-. Tiberio es la persona que ha descubierto el cadáver de Henri Valhubert. ¿Tengo que recordárselo? Tiberio es el esbirro de Laura Valhubert y, hasta nueva orden, Tiberio está bajo vigilancia, y estoy hasta el moño de que ese tipo le saque toda la información que obtenemos aquí con el sudor de nuestra frente.

– ¿Acaso me toma por un niño, Ruggieri?

– ¡No me mire así, señor Valence! ¡No puedo tolerar sus maneras despóticas! ¿Ha descubierto algo, lo que sea, desde los sucesos de ayer?

– Sí, justamente.

Ruggieri volvió a sentarse y tomó un cigarrillo.

– ¿De qué se trata?

– Lo he olvidado.

– Si está buscando un enfrentamiento, acabará por encontrarlo sin duda alguna. Yo también tengo novedades y me temo que no van a gustarle demasiado. Acompáñeme, bajemos al laboratorio.

Valence lo siguió a través de los pasillos sin decir palabra. Ruggieri incordió a un tipo que trabajaba con un microscopio.

– Sácame las piezas de esta mañana, Mario. Caso Verdi.

Mario fue a buscar las pinzas y dejó un sobre encima de una mesa de cristal.

– Ahí dentro, señor Valence -dijo Ruggieri cruzando los brazos-, hay once papeles muy interesantes que hemos encontrado esta mañana en casa de Maria Verdi. Proceden de un nuevo registro. Estaban enrollados en una tubería fuera de uso, en el cuarto de baño. Mire esto.

Ruggieri se puso unos guantes y colocó sobre la mesa once billetes. Estaban escritos sobre todo tipo de papeles, dependía de cada vez.

– María MV4 martes -leyó Ruggieri en voz alta-, Maria MP2 viernes, Maria MV5 viernes, María MV4 lunes, Maria MP3 lunes, María MP1 martes, Maria MV5 jueves, etc. Mírelo usted mismo, Valence.

Valence ni siquiera trató de comprender. Porque estaba claro que Ruggieri ya había encontrado la solución a esos mensajes y que no cabía en sí de gozo ante su desconcierto.

– Escucho su traducción -dijo Valence sin hacer el esfuerzo de acercarse a la mesa.

– Mesa-ventana n.° 4 martes, Mesa-puerta n.° 2 viernes, Mesa-ventana n.° 5 viernes, Mesa-ventana n.° 4 lunes, Mesa-pasillo n.° 3 lunes, Mesa-pasillo n.° 1 martes…

– Ya está -cortó Valence-, lo he entendido. ¿Cómo ha deducido eso?

– El escriba Prizzi me ha ayudado. Ventana, pasillo, puerta, es así como distinguen las diferentes mesas de lectura en la sala de consulta de los archivos de la Vaticana. El escriba piensa que uno de los lectores le pasaba estos mensajes a Maria para convenir el emplazamiento del próximo depósito.

– Entonces, ¿María estaba implicada en estos robos?

– Está claro, ¿no? Es por eso que ahora resulta evidente que ha sido eliminada por su cómplice y que el asesino mató en un principio a Henri Valhubert cuya intervención en el asunto del Miguel Ángel era muy inquietante. Probablemente María Verdi cogió miedo después de este asesinato y pudo haber pedido salirse del juego o incluso haber deseado confesarlo todo.

– ¿Y por qué habría conservado los billetes?

– A la espera de un posible chantaje, supongo.

– Ridículo. Estos billetes la habrían acusado tanto a ella como a su cómplice. Su nombre está mencionado deliberadamente cada vez, lo cual es inteligente por parte del autor. Por el momento no se me ocurre más que un motivo que pueda hacer que alguien conserve unos objetos tan comprometedores. Sólo el amor puede hacer que uno guarde un trozo de cordel con el pretexto de que ha estado en el bolsillo del otro. Puede que Maria Verdi amase a aquel o aquella, me inclino por aquel, que escribía estos billetes y no se decidiese a tirar sus «escritos». Me imagino por otro lado que éste puede ser también el motivo que la arrastró a meterse en un tráfico semejante. Esto podría ayudarnos a averiguar la identidad del individuo.

– Inútil -dijo Ruggieri sonriendo.

Valence pensó en el obispo, al que había dejado tan resuelto en su despacho. Nerón no había sido probablemente el único que había reflexionado bien.

– Hemos encontrado al hombre, señor Valence. Su escritura ha sido identificada sin la más mínima duda. Hay un registro en la biblioteca donde los mismos lectores escriben las referencias de las obras que consultan.

– ¿Los lectores? ¿Ha pensado en un lector?

– No sólo eso sino que he ido directo a la escritura que buscaba. La de un hombre cuya insistente curiosidad empezaba a alarmarme singularmente.

Valence se quedó inmóvil. Algo imprevisto estaba pasando y Ruggieri, frente a él, tenía la expresión jubilosa de aquel que consuma por adelantado una victoria malsana.

– Le concedo un privilegio -dijo Ruggieri sin perder su sonrisa-. Puede ir usted mismo a decirle a su escolta que lo espero en mi despacho. Aquí está mi orden de arresto.

Valence deseó de repente no haber sido nunca un enviado especial y no tener que dar cuentas a nadie para poder hacer pedazos la cara sardónica y ahíta de Ruggieri. Salió sin decir una palabra.

Tiberio estaba apoyado en un camión gris, al sol, a algunos metros de la comisaría. Parecía adormecido en medio de una apacible reflexión, con los labios entreabiertos. Valence se acercó con esfuerzo. Se detuvo a varios metros de él…

– Hola, joven emperador -dijo.

Tiberio alzó los ojos. Valence le pareció extraño; con el rostro grave, derrotado quizás. Valence tenía algo que decirle.

– La Santa Conciencia había conservado todos tus mensajes, Tiberio. Mesa-ventana n.° 4 martes, Mesa-puerta n.° 2 viernes, Mesa-ventana n.° 5 viernes, Mesa-ventana n.° 4 lunes y todo el resto. Te la cargaste para nada. Vete a ver a Ruggieri, te espera, se acabó.

Tiberio no se movió, no esbozo siquiera un gesto de huida, estaba simplemente conmocionado. Miró sus pies durante un buen momento.

– Tengo ganas de hacer algo muy solemne -murmuró-, pero no estoy seguro de que sea de buen gusto.

– No cuesta nada intentarlo.

– Descalzo empecé, descalzo termino -dijo quitándose los zapatos-. Me presento descalzo ante mis jueces soberanos. Monseñor diría, seguramente, que es muy bíblico. Hay momentos en la existencia, señor Valence, en los cuales es absolutamente necesario ser bíblico. Estoy seguro de que este tipo de vulgaridad bíblica va a exasperar a Ruggieri.

– Sin duda alguna.

– En ese caso, perfecto. Voy descalzo. Y si puedo darle un consejo antes de dejarlo es que cuide sus ojos. Son magníficos cuando tienen algo dentro.

Valence no conseguía decir nada. Se volvió para seguir a Tiberio con la mirada y verlo atravesar descalzo la encrucijada. Desde la puerta de la comisaría, Tiberio le sonrió.

– Richard Valence -gritó-, ¡el que va a morir te saluda!

Por tercera vez en una semana, lo cual era demasiado, se sintió flaquear. El poli de guardia lo miraba.

– Señor, ¿va a dejar los zapatos de su amigo tirados sobre la acera?

– Sí -dijo.

Mientras caminaba, con los músculos anquilosados, Valence pensaba aún en la determinación del obispo, aquella mañana. Ahora lo entendía. Lorenzo Vitelli se había enfrentado con la evidencia, había orientado todas sus fuerzas a interponerse entre Tiberio y la justicia. No había servido para nada. ¿Cuánto tiempo hacía desde que el obispo había comprendido que Tiberio era el autor de aquellos robos? Por lo menos desde aquella mañana en que había venido a verlo a su hotel y él se había negado a recibirlo. Vitelli había estado a punto de confiárselo todo y había dado marcha atrás. Incluso entonces hubiese sido imposible salvar a Tiberio. Había robado y matado, y Valence, a diferencia del obispo, no creía en una justicia divina con la que se pudiese parlamentar sin intermediario. Hubiese entregado a Tiberio a Ruggieri y el obispo lo había comprendido. Ahora, por supuesto, las cosas se aclaraban. Henri Valhubert conocía a Tiberio desde que era un niño. Puede que Tiberio ya hubiese robado en su casa cuando era más joven, y, sin duda, aquel asunto del Miguel Ángel lo había alertado. Probablemente Valhubert había venido a Roma con la intención de alarmarlo para que cesasen aquellos hurtos. Querría arreglar aquel asunto confidencialmente y hacer que Tiberio restituyese los otros manuscritos para evitar un arresto. Sin embargo, no había conseguido más que asustarlo, porque Valhubert era un hombre que no sabía hacerse entender, ni con Tiberio ni con su propio hijo. Matándolo, Tiberio se había desembarazado de muchas otras cosas. ¿Acaso Henri Valhubert no era ante todo el marido de Laura?, ¿acaso aquello no era razón suficiente para odiarlo? El móvil del momento, el miedo a ser denunciado, había drenado al mismo tiempo todos aquellos rencores que lo habían empujado al asesinato. Habría que argumentar sobre todas aquellas pasiones el día del juicio. Tiberio no había previsto que la muerte de Valhubert dejaría al descubierto a Laura y a Gabriella, y además destaparía el asunto del tráfico de mercancías. De pronto su propia culpa parecía volverse contra Laura. Atento e inquieto, se había consagrado a demostrar la inocencia de Laura sin por ello comprometerse él mismo. Al mismo tiempo, seguía los progresos de la investigación día a día y podía adaptar su comportamiento con conocimiento de causa. Había tenido mucho éxito porque nadie había sospechado de él, excepto Ruggieri, había que reconocerlo. Y, de repente, Maria Verdi perdió pie. El asesinato de Henri Valhubert debía de obsesionarla y ya ni siquiera funcionaban las visitas nocturnas a San Pedro. Se había vuelto peligrosa y Tiberio había tenido que suprimirla antes de que hablase. Era arriesgado porque de este modo la investigación volvía al Miguel Ángel, pero no tenía elección. Sin embargo, no parecía haberse preocupado mucho. Nadie sospechaba de Laura y él mismo no corría ningún riesgo. Parecía poco probable que se pudiese descubrir al criminal entre las centenas de asiduos a la Vaticana. Lo que ocurrió es que, como Maria estaba enamorada, no era capaz de destruir aquel nombre, Maria, escrito por las manos de Tiberio. No era capaz, eso era todo. Y a causa de aquel amor, Tiberio había caído.

Valence suspiró. El joven emperador… ¿Qué iba a pasar ahora con los otros dos?

Había llegado al Vaticano. Ascendió con un paso fatigado hasta la oficina del obispo, que seguía sin trabajar.

– De nada le sirve ya interponerse, monseñor -dijo-. Lo han cogido. Tiberio está en manos de Ruggieri. Han encontrado esta mañana, en casa de Maria Verdi, lo que usted no consiguió encontrar ayer. Los billetes estaban enrollados en una de las tuberías del cuarto de baño.

El rostro de Vitelli se descompuso y Valence bajó los ojos.

– ¿Qué esperaba hacer, monseñor? ¿Defender directamente su causa ante Dios? ¿Desde cuándo los obispos defienden a los asesinos?

Valence se sentía al borde de sus fuerzas. Tenía que volver a casa. Édouard Valhubert estaría aliviado, ningún escándalo iba a salpicar a su familia.

– Desde que los asesinos embrujan a los obispos -murmuró Vitelli-. Tenía las mejores cualidades del mundo y lo ha destruido todo. Esperaba poder salvar algunos trozos, reconstruirlo, en fin… no sé. No podía, no podía entregarlo a la policía.

– ¿Cómo lo descubrió?

– Tenía mis sospechas desde hace tiempo. Desde el momento en que Ruggieri me confió una parte de la investigación, estuve vigilando la sala de los archivos. Estuve vigilando también a Maria Verdi, que era la clave. Traté de verla como algo más que un mueble de la biblioteca. Traté de percibirla como a un ser vivo y lo conseguí. El jueves por la noche me decidí a registrar su despacho. Allí encontré dos billetes escritos a mano por Tiberio con los mensajes que ya conoce. Convoqué a Maria el día después a primera hora. Creo haber conseguido aterrorizarla, pero se sintió tan aliviada al descubrir que yo no entregaría a Tiberio que estuvo dispuesta a obedecerme de inmediato y a abandonar después la Vaticana cuando se hubiese silenciado el asunto. Destruí los dos mensajes que poseía y ella me juró que destruiría los otros aquella misma noche. Porque había otros que esa loca acumulaba devotamente en su casa en vez de hacerlos desaparecer. Se fue muy impresionada. Y aquella noche Tiberio la mató. E incluso tras aquel crimen, incluso tras el horror de aquel espectáculo, algo me impidió entregar a Tiberio. Me lo jugué todo a una sola carta y ayer forcé la puerta de Maria con la intención de recuperar aquellos billetes que podían, ellos solos, incriminar a Tiberio. No estaba seguro de que Maria los hubiese destruido a su regreso. Desgraciadamente, no tuve tiempo de encontrarlos. Supongo que puedo ser acusado de complicidad. ¿Quiere que siga?

– Ruggieri no sabe nada sobre usted. No encontrará jamás al hombre que rompió los precintos, y ahora ya no tienen importancia para él, lo dejará.

Vitelli suspiró.

– ¿Qué otra cosa podemos decir? -murmuró.

– Tengo que regresar -dijo Valence-. Voy a regresar.

– ¿Tiene algún lugar al que regresar?

– Creo que sí -titubeó Valence.

– Ah, bueno -dijo Vitelli-. Yo no.

XXX

En realidad, Valence no regresó.

No conseguía tomar la decisión de irse.

Tiberio llevaba cuatro días en estado de arresto, la investigación estaba cerrada, el aparato judicial empezaba a funcionar y él no conseguía volver a casa. Seguramente, todo el mundo había vuelto a casa. Laura, a quien la policía había liberado de toda obligación de residencia en Roma, debía de haber regresado ya. Claudio y Nerón debían de haber regresado al trabajo o a lo que fuera y el obispo debía de haber regresado a sí mismo.

En cuanto a Valence, no conseguía regresar. Se levantaba tarde, caminaba durante horas, comía, hablaba consigo mismo de vez en cuando y volvía a echarse pero nunca llegaba a dormir bien. El día siguiente al arresto de Tiberio había hecho la maleta cuidadosamente pero luego volvió a deshacerla poco a poco.

Desde entonces, esperaba descubrir la razón por la que no conseguía regresar. Se sentía perseguido por la imagen de Tiberio degollando a la Santa Conciencia por detrás. Sangrante. El verdadero emperador Tiberio no hubiese degollado jamás con sus propias manos, se lo hubiese encomendado a otros. La idea de volver a ver al degollador no lo tentaba. Ya no tenía nada que ver con él y no existía entonces ninguna razón para dedicarle más tiempo. Pero, por otro lado, no le costaba nada pasar a ver a Ruggieri para enterarse de las novedades. Después de todo, era lo normal.

Luego se marcharía.

XXXI

– ¿Aún está en Roma, señor Valence? -dijo Ruggieri alzándose para estrechar su mano-. ¿Qué lo retiene aquí?

– Obligaciones -murmuró Valence-. Entre dos citas he pasado para ver en qué está el caso.

Ruggieri no parecía recordar su último enfrentamiento. Se podía decir de todo sobre aquel tipo pero no era rencoroso.

– Nada secreto -dijo Ruggieri-. En un año Thibault Lescale, Tiberio si lo prefiere, ha sacado de la Biblioteca Vaticana once dibujos del Renacimiento, no todos tan llamativos como el Miguel Ángel. Ese Miguel Ángel fue su perdición. Ha vendido cinco, lo cual le ha permitido amasar sumas considerables que están depositadas en una caja fuerte de París. Maria Verdi obtenía su parte, la mitad, lo cual es muy correcto si consideramos que era Tiberio el que corría todos los riesgos, desde la búsqueda de clientes hasta el cobro. Ha contado toda esta historia con mucho gusto. Es incapaz de explicar para qué quería todo ese dinero, se ríe, dice que le gustaba, que no podía resistirse, que todo el mundo confiaba en él en la biblioteca. Había hecho a menudo la experiencia de salir con un libro diciendo que lo traería al día siguiente y el escriba le dejaba hacer. Y lo devolvía al día siguiente, por supuesto.

Ruggieri dejó de hablar y enrolló su corbata alrededor de su índice aplicadamente. Valence tuvo la impresión de que la investigación no iba tan bien como parecía.

– No puedo más con ese tipo -dijo el inspector.

Buscó un cigarrillo antes de continuar.

– Cuando Tiberio se presentó aquí, dócil, sonriente, un poco grave, venía descalzo. A propósito. Le dimos con qué calzarse porque había dejado sus pertenencias en la calle y desaparecieron. ¿Se da cuenta de hasta qué punto puede estar desequilibrado? Y desde entonces, hace ya cuatro días y medio, se niega a ponerse zapatos y hasta calcetines, ¡sobre todo calcetines! Cuando alguien se acerca para intentar calzarlo, aúlla. Dice que por una vez que tiene la oportunidad de ser «bíblico» no va a desaprovecharla y que no tengo más que buscar un artículo de ley que lo obligue a llevar zapatos. Y, si no, que me vaya a tomar por culo. Son sus palabras. Ayer, se presentó ante el juez así. Recibe a todo el mundo así, parece estar riéndose de nosotros. Es deprimente.

– Déjelo, eso no impedirá que la acusación siga su curso.

– Sí, precisamente -suspiró Ruggieri.

Se levantó y dio la vuelta a la habitación con las manos a la espalda.

– Tiberio -articuló- recusa los dos asesinatos. Los niega. Los niega serenamente. Consiente en reconocer todo lo que queramos sobre los robos pero niega los dos asesinatos.

Ruggieri se volvió a sentar en un movimiento fatigado de derrota.

– ¿Y usted le cree? -preguntó Valence.

– No. Sabemos muy bien que los ha matado. Todo encaja. Pero tenemos que conseguir que lo confiese, no tenemos pruebas. Y la resistencia moral de Tiberio es especial, no sé por dónde entrarle para que se rinda. Todo lo que le cuento le resbala y me mira… me mira como si me tomase por un incapaz.

– Es molesto -dijo Valence.

– Vaya a verle, señor Valence -dijo Ruggieri bruscamente-. Tiene influencia sobre él, cálmelo, consiga que hable.

Valence se quedó en silencio. No había previsto todo esto al venir hasta aquí. O puede que sí. Y ya que no era él quien tomaba la decisión, no veía razón para negarse.

– Indíqueme el camino -dijo Valence.

Cuando llegaron a las celdas de detención provisional, Valence pidió a Ruggieri que lo dejase solo. El guardia abrió la puerta y la cerró con candado inmediatamente después. Tiberio miraba lo que hacían sin decir nada. Valence se sentó frente a él y buscó un cigarrillo.

– ¿No se ha ido? -preguntó Tiberio-. ¿Qué espera quedándose en Roma?

– No lo sé.

– Cuando lo dejé, ya no sabía nada. ¿No ha mejorado desde entonces?

– ¿Estamos aquí para hablar sobre mí?

– ¿Por qué no? Yo no tengo nada que contar. Estoy aquí, sentado sobre mi litera, como, duermo, meo, me lavo los pies, no nos va a llevar muy lejos. Mientras que usted, deben de ocurrir un montón de cosas en la calle.

– Parece ser que niegas los dos asesinatos.

– Sí, niego los dos asesinatos. Ya sé que no arregla las cosas para Ruggieri y que retrasa la instrucción. Mire mis pies, ¿no encuentra que están mejorando y que se están volviendo pictóricos, sobre todo el cuarto dedo? Y, no crea, generalmente, es complicado que el cuarto dedo esté bien.

– ¿Por qué niegas los dos asesinatos?

– ¿No le interesa hablar de mis pies?

– Me interesa menos.

– Se equivoca. Niego los dos asesinatos, señor Valence, porque no los he cometido. Imagínese que la noche de la fiesta en la plaza Farnesio, en el momento preciso en que me prestaba a liquidar a Henri, que no me había hecho nada, pensé de repente en otra cosa, no puedo decirle en qué, y cuando volví en mí alguna otra persona se me había adelantado y había hecho su arreglo de cuentas. Reconozca que es tonto. Eso me enseñará a no tener siempre la cabeza en otro lado. Y espere, ya verá que la experiencia no me ha servido de mucho porque la otra noche con la Santa Conciencia de los Archivos me pasó lo mismo. La esperaba bien concentrado, apretando mi cuchillo de degollar Santas Conciencias cuando de repente tuve un momento de distracción y alguien se me adelantó y la sangró en mi lugar. Me puse furioso, ya puede imaginarse. Pero, como no quiero alardear de aquello que no he hecho, estoy obligado a admitir con vergüenza que no he sido capaz de matar a Henri y a Santa Conciencia. Es tonto porque aunque yo no tenía ninguna razón para matarlos, hubiesen sido unos asesinatos magníficos, así tal cual, para probar. Sólo me pasa a mí, esto de desaprovechar semejantes oportunidades.

– ¿No tenías ninguna razón para matarlos?

– ¡Claro que no, Cielo santo! Por mucho que busco, no encuentro ninguna. No había visto a Henri en todo el día e incluso si él hubiese querido ocuparse del Miguel Ángel, lo cual no hizo, jamás hubiese sospechado de mí. Cuando discutimos juntos sobre esos robos la noche de la fiesta, estaba muy lejos de imaginar que los había cometido yo mismo. Henri no era un lince en materia de intuición. En cuanto a la Santa Conciencia, no se había rebelado contra mí y jamás sospechó que yo hubiese matado a Henri. Por otro lado habíamos decidido que nuestro tráfico se detendría en el momento en que uno de los dos se hartase. Y con la llegada de Henri, habíamos decidido tranquilizarnos por una buena temporada y quizás incluso dejar nuestros chanchullos definitivamente, ahora que corríamos el riesgo de que saliesen a la luz. Ya ve, los móviles, en toda esta historia, habría que buscarlos en las profundidades ignotas de mi cerebro, y le confieso, señor Valence, que no tengo valor para hacerlo.

– Tiberio, te lo suplico, explícate seriamente.

Tiberio alzó la cabeza.

– Usted sí que parece serio, Valence. Serio e incluso un poco atormentado.

– ¡Tiberio, demonios!, ¿no te das cuenta de que todo esto es de capital importancia?, ¿me puedes jurar que no los has matado? ¿Puedes probármelo?

Tiberio se levantó y se apoyó contra la pared de la celda.

– ¿O sea que tengo que probárselo?, ¿no es capaz de creerme tal cual? No está seguro, titubea… Entre la convicción de Ruggieri y la mía, titubea, querría hechos. Claro, hechos… resulta mucho más sencillo. Pues no, no tengo posibilidades de probárselo pero de todas formas ni siquiera lo intentaría. Arrégleselas con su conciencia, con su intuición y sus sentimientos, yo no le ayudaré. Y no quiero hablar más de ello. Ya le advertí que iba a volverme muy bíblico.

– Bueno -dijo Valence levantándose también.

– ¿Qué va a hacer?

– Voy a volver a casa. Creo que ahora voy a volver a casa de verdad.

– Espere.

– ¿Qué?

– No puedes regresar inmediatamente. Tengo algo que pedirte.

– ¿Algo de qué tipo?

– Algo que no te va a gustar pero que vas a hacer por mí, Valence.

– ¿Cómo lo sabes?

– Siéntese aquí, Valence. Aléjese del carcelero.

Tiberio titubeó antes de hablar.

– Ahí va -dijo-. Soy yo el que está atormentado en este momento. Ya sabe que con este asunto de los robos, no espero salir con menos de seis años. Seis años, Valence, seis años en la oscuridad dando vueltas en un cuadrado. Entonces, ahora que me he encadenado yo solo, va a hacer algo por mí, ya que usted está todavía fuera. Laura estuvo ayer aquí. Ocurre algo grave.

– ¿No ha regresado a París?

– Todavía no, desgraciadamente. Desde que está implicada de cerca en una investigación policial, el Doríforo, y su banda sobre todo, ya no confían en ella. Temen que hable y que sirva de topo a cambio de su tranquilidad. En este mundo, no dudan en deshacerse de los comparsas que caen en manos de la poli. Ya sabe cómo funciona. Ayer por la mañana, tenía un mensaje en el Garibaldi, algo como «No te acerques a los polis o te liquidamos». No puedo asegurar que ésas sean las palabras exactas pero el sentido general era ése. Aunque Laura se obstina en creer que soy inocente y no suelta a Ruggieri. Lo acosa. Está demasiado cerca de la poli, Valence. Le he suplicado que lo deje, que se vaya a París, pero se le ha metido esa idea en la cabeza. Además dice que no hay razón para temer al Doríforo, que va a tranquilizarse, y que ella no me abandonará así como así. Tiene apoyos políticos en Francia, cree que puede ayudarme.

– ¿Y qué quieres que haga? ¿Que la encierre?

– No lo conseguirás. Lo que quiero es que la vigiles.

– No quiero vigilarla.

– Te lo ruego, tienes que vigilarla. Vas a pegarte a sus talones y vas a protegerla. Vas a hacerlo porque yo estoy encerrado y no puedo hacerlo. Esa banda no ataca más que por la noche pero cuando se deciden son gente rápida. Tienes que hacerlo hasta que yo consiga convencer a Laura de que regrese a París. Sólo me harán falta algunos días, sin duda. Espero que el domingo ya se haya ido.

– No puedo, Tiberio. Te he dicho que me voy a casa ahora mismo.

– Te lo ruego, Valence, hazlo por mí.

– Yo no hago nada por nadie.

– No te creo.

– Te equivocas.

– Entonces, hazlo por ti mismo.

– No.

El guardia abrió la puerta e hizo un signo a Valence.

– Su tiempo ha terminado -dijo-. Podrá volver mañana si lo desea.

Valence lo siguió. Desde el otro extremo del pasillo, oyó cómo gritaba Tiberio.

– ¡Valence, Dios santo, trata de ser un poco bíblico!

Valence no volvió a pasar por el despacho de Ruggieri, no se sentía capaz. Lamentaba aquella discusión con Tiberio y lamentaba haberlo visto suplicar. Era posible que en este momento el emperador Tiberio estuviese lloriqueando, ese tipo de cosas no le avergonzaban en absoluto.

Se cruzó con Claudio y con Nerón, que venían sin duda a ver si había noticias, y no consiguió evitarlos. Ninguno de los tres tenía ganas de hablar.

– ¿Viene de allí?

Valence asintió. Por primera vez veía a Nerón con el rostro severo, lo cual no resultaba nada tranquilizador.

– ¿Le cree? -preguntó Claudio.

– Sí -dijo Valence sin reflexionar.

– Si lo culpan de los dos asesinatos -dijo Nerón con voz calmada-, Roma arderá con mi venganza.

Valence no supo qué responder. Tuvo la seguridad de que Nerón pensaba lo que decía.

Volvió rápidamente a su hotel.

– Prepare la cuenta -dijo cogiendo su llave-, me voy esta noche.

XXXII

Valence daba vueltas como un león enjaulado en la estación de Roma mientras esperaba que el tren de las 21 horas y 10 minutos para Milán estuviese listo. Había llegado con casi dos horas de adelanto porque ya no sabía qué hacer en el hotel. Se encontraba mejor en la estación. Veía pasar ante él centenares de personas que no habían oído jamás hablar del caso Valhubert, que no habían consagrado nunca un pensamiento al caso, ni lo harían en el futuro. Oía hablar a montones de gente que nunca había estado atormentada por el caso Valhubert, gente a quien el caso le importaba un bledo y siempre le importaría un bledo. Le sentó bien. Conseguía pensar en lo que tenía que hacer en Milán. Conseguiría probablemente interesarse en los asuntos que había dejado aparcados, en su informe sobre las acciones preventivas de la municipalidad contra el hampa. Había aplazado varias citas y tendría una semana ajetreada.

Cuando el tren dejó al fin el andén, vio cómo los tejados de Roma se alejaban, erizados de antenas, y respiró. Aquellos tejados eran un verdadero desbarajuste. Se sentó y cerró los ojos sin tener tiempo de darse cuenta.

Se despertó sudoroso. Había gente que se había instalado a su lado mientras dormía, cinco personas que no sabían nada del caso Valhubert y a quienes les importaba un bledo. Cinco personas sin interés que no estaban pensando en el caso Valhubert. Valence los detestó. Su ignorancia lo llenó de horror. La mujer de enfrente, que era bastante guapa, quizás intentase hablar con él y eso que no sabía ni una palabra del asunto Valhubert. Se levantó y retrocedió en el pasillo. Estaba tiritando por culpa del aire que entraba por aquella ventana y se quedaba pegado a su camisa empapada. Tenía que cambiarse de camisa, tenía que calmarse.

El tren frenó, llegaba a una estación. Era una estación sin importancia. El tren volvió a salir casi de inmediato, lentamente, a sacudidas. Valence cogió su maleta y su chaqueta. Tuvo tiempo de saltar sobre el andén antes de que el tren hubiese tomado velocidad.

– Está prohibido hacer eso -dijo un empleado aproximándose.

– Francés… -dijo Valence como excusa-. ¿A cuánto estamos de Roma? ¿A cuántos kilómetros?

– Ochenta, ochenta y cinco… Depende desde dónde se calcule.

– ¿A qué hora pasa el próximo tren?

– No antes de una hora y media.

Valence salió corriendo de la estación. Encontró un taxi mientras subía por una gran calle al azar.

Se recostó en el asiento trasero y cerró los ojos. Estaba helado a causa de la camisa. Salían de la ciudad, tomaban la autopista. Roma, setenta y siete kilómetros.

XXXIII

Pidió que lo dejasen ante el hotel Garibaldi. Lo mejor era prevenir a Laura Valhubert de que se encontraba a su disposición en caso de que su banda de bribones alzase la voz. Ahora que se encontraba de nuevo en Roma estaba menos inquieto. Uno no mata a alguien así como así, con la excusa de que se acerca demasiado a los polis. Aunque es cierto que Laura podía denunciar a toda la red. De todas formas Valence dio una vuelta alrededor del hotel Garibaldi por las callejuelas adyacentes.

Las habitaciones que daban a la parte de atrás del edificio estaban casi todas oscuras. Teniendo en cuenta la escalera que ella había tomado la última vez, su habitación debía de dar a la parte de atrás. Intentaba recordar el número de su llave, la había visto cerca de su vaso. Estaba seguro de que empezaba por un dos, segundo piso entonces. Pasó bajo las ventanas y la mayor parte estaban abiertas, a causa del calor. Frente al Garibaldi, había un pequeño hotel mucho más modesto y alguien de pie sobre uno de los balcones. Un poco impresionado por el silencio de la calle, un poco tenso, se quedó inmóvil mirándolo, a una distancia de una quincena de metros. En realidad la silueta era poco visible porque la habitación no estaba iluminada. Se podía simplemente adivinar que se trataba de un hombre. Valence no se movió. No le gustaba que aquella silueta no hiciese un solo movimiento y no le gustaba que el balcón estuviese en el segundo piso.

Era absurdo desconfiar de un hombre solitario que tomaba el aire, sólo porque se alojaba frente al Garibaldi a la altura de la habitación de Laura. Podían existir centenares de hombres tomando el aire en balcones aquella noche. Pero éste no se movía. Valence se aproximó sin hacer ruido, pegándose al muro para no correr el riesgo de entrar en el campo de visión del hombre si éste se inclinaba. ¿Qué es lo que pasaba en el balcón? ¿Se queda uno sobre un balcón en la oscuridad durante minutos enteros sin moverse un solo centímetro? Sí, ocurre. Puede ocurrir.

Valence respiraba lentamente. La noche lo transformaba en un ojeador peligroso y ya no podía irse, en absoluto. Vigilar en silencio se había convertido en su único pensamiento. Pasaron así tres cuartos de hora. Un viento de tempestad se levantó a rachas. La contraventana se cerró de golpe en el balcón y rozó a la silueta. Esto produjo un sonido sordo y Valence se crispó. Ese sonido no le gustaba. Si la contraventana hubiese golpeado un arma, hubiese hecho exactamente el mismo ruido. La contraventana podía perfectamente haber golpeado cualquier otra cosa metálica. Pero hubiese podido también golpear un arma. Valence recogió suavemente su maleta y retrocedió sobre la acera pegado siempre a la pared. Cuando llegó al ángulo de la calle, corrió y se hizo abrir la puerta del Garibaldi. Hacía ya una hora que un hombre estaba apostado en la oscuridad, frente al segundo piso y ese hombre tenía con él algo metálico.

Abordó con bastante brusquedad al joven que se encontraba de guardia en la recepción. Laura Valhubert aún no estaba en su habitación, su llave estaba en el tablero, 208.

– ¿Adónde da la habitación? ¿A la parte de atrás?

– Sí, señor.

– ¿En qué lugar exactamente?

– ¿Debo decírselo?

– Misión especial -dijo Valence, enseñando su tarjeta.

– Da al medio de la calle, frente al viejo hotel Luigi.

– Sírvame un whisky en el bar, se lo ruego. Diga a la señora Valhubert que la espero allí y no le permita bajo ningún concepto subir antes a su habitación. Mejor dicho, déme su llave, será más seguro.

Hablaba con rapidez. No tenía miedo. Ahora sólo era consciente de que una silueta asesina esperaba a Laura en la sombra del hotel Luigi y que él no podía llamar a nadie en su ayuda. Prevenir a la policía lo obligaría forzosamente a explicar el tráfico de Laura y del Doríforo y aquello conllevaría su arresto inmediato. Tenía que arreglárselas él solo con el asesino.

– La señora Valhubert está todavía en el bar -dijo el joven tendiéndole la llave.

Había reprobación en su frase.

Valence atravesó el hotel silencioso hasta el bar. Laura estaba sola, acodada sobre una mesa con el rostro apoyado en sus manos cerradas. Retenía apenas un cigarrillo entre los dedos. Tenía la impresión de que si hacía ruido al acercarse iba a desencadenar la muerte que esperaba en la calle y que Laura desaparecería antes de que él tuviese tiempo de alcanzarla. De la misma manera que se dice que un grito provoca una avalancha. Cuando llegó tras ella, habló con una voz casi inaudible.

– Sígueme en silencio -dijo-. Tengo que sacarte de aquí.

Ella no se movió. Estaba encogida e inmóvil. Él rodeó su silla y la miró.

– Tienes que seguirme, Laura -repitió en voz baja.

¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba allí de pie junto a la mesa con aquella mujer magnífica y desanimada a la que tenía que sacar de allí. Decidió mentir.

– No te preocupes más por Tiberio -dijo-. Han abandonado la inculpación de asesinato. El juez dice que no le caerán más de dos años. Ven sin hacer ningún ruido, sígueme.

Ella dio una calada sin alzar la cabeza.

– Alguien te espera frente a tu ventana para dispararte -continuó Valence.

Laura se alzó lentamente y la ceniza de su cigarrillo cayó sobre la mesa. Se quedó de pie delante de Valence, sin mirarlo, con la cabeza baja.

– Todo esto me joroba -dijo-. No puedes comprender hasta qué punto todo esto me joroba.

Valence titubeó. Se quedó unos segundos así con Laura de pie muy cerca de él. Ya está, pensó, cerrando los ojos, la famosa caída, estoy acabado. La cogió entre sus brazos.

– Laura -dijo-, estamos acabados.

La arrastró por los sótanos y las cocinas del Garibaldi, que daban al otro lado de la calle. Tomaron un taxi para ir a su hotel. Valence agarraba a Laura por la muñeca.

– Mañana nos mudaremos -dijo-. Nos mudaremos todos los días.

– Me has mentido sobre Tiberio.

– Sí.

– Van a acusarlo de los dos asesinatos.

– Sí.

– Ese chico me importa.

– Les da igual.

– Pero a ti no.

– No.

– Sé algo que no puedo decirte.

– ¿Qué?

– Gabriella. No puedo decírtelo antes de estar segura. Pienso en ello desde hace días.

– ¿Tiene que ver con los asesinatos?

– Sí. Estoy harta de pensar en ello.

– Laura -dijo Valence, alzando la voz-, no seré yo quien salvará a Tiberio. Ni tú tampoco. Será el mismo Tiberio el que salvará a Tiberio.

– ¿Por qué dices eso de repente?

– Porque Tiberio es emperador.

Laura lo miró.

– Te han enloquecido -murmuró.

Valence todavía llevaba a Laura agarrada por la muñeca. A fuerza de apretar, puede que le hiciese daño. Pero ni se planteaba el soltar aquella muñeca. Volvió la cabeza, miró por la ventana del coche la calle oscura que pasaba. Miró con atención aquella calle, aquellas farolas, las casas vetustas, todo le importaba un bledo. Valence estaba pensando: «Aún la quiero».

XXXIV

– Dios santo -suspiró Tiberio-, Dios santo, es viernes.

Se puso rígido sobre su colchoneta y trató de reunir el mayor número posible de ideas. Era verdaderamente asombroso. Se quedó con el rostro impasible, mirando fijamente el techo, explorando de repente un mundo de evidencias, respirando muy suavemente para no espantar a la cadena de pensamientos que tomaban vida en su cabeza. La emoción le atenazó el vientre. Se alzó con precaución, aferró sus manos a los barrotes y aulló.

– ¡Carcelero!

El guardia apretó los dientes. Desde el principio, este tipo se había obstinado en llamarlo «carcelero» como si se creyese en una prisión del siglo XVII. Era exasperante pero Ruggieri le había pedido que no contrariase inútilmente a Tiberio por pamplinas. Estaba claro que Ruggieri ya no sabía cómo comportarse con aquel enajenado.

– ¿Qué ocurre, prisionero? -preguntó.

– Carcelero, haz venir aquí a Ruggieri sin más tardanza -recitó Tiberio.

– No se molesta al comisario sin un motivo imperativo a las ocho de la tarde. Está en su casa.

Tiberio sacudió los barrotes.

– Carcelero, Dios santo. ¡Haz como te pido! -gritó.

El guardia recordó las consignas de Ruggieri. Avisarlo en cuanto el preventivo manifestase un cambio de actitud, un deseo de hablar a cualquier hora del día o de la noche.

– Cállate, prisionero. Vamos a buscarlo.

Tiberio permaneció de pie, colgado de los barrotes hasta que llegó Ruggieri media hora más tarde.

– ¿Quiere hablar conmigo, Tiberio?

– No, quiero que vaya a buscarme a Richard Valence, es terriblemente urgente.

– Richard Valence ya no está en Roma. Regresó a Milán ayer por la noche.

Tiberio apretó los barrotes. Valence no lo había escuchado y había dejado a Laura sola frente a la noche de Roma. Valence era un hijo de puta.

– ¡Vaya a buscarlo a Milán! -aulló-. ¿A qué espera?

– Tú -dijo Ruggieri mirándolo a la cara- me pagarás un día u otro tus insultos. Haré que avisen al señor Valence.

Tiberio volvió a dejarse caer sobre la colchoneta, sentado, con la cabeza sobre los brazos. Valence era un hijo de puta pero tenía que hablarle.

Abrieron la puerta poco tiempo después. Tiberio respiró con fuerza viendo cómo Valence entraba en la celda.

– ¿Vino en avión? -dijo Tiberio.

– No me he ido a Milán -dijo Valence-. Casi nunca lo hago.

– Entonces… ¿has hecho lo que te he pedido para Laura?

Valence no respondió y Tiberio repitió su pregunta. Valence buscó sus palabras escrupulosamente.

– He sido muy bíblico con Laura -dijo.

Tiberio se echó hacia atrás y lo examinó.

– ¿Quieres decir que os habéis desplomado de amor bíblico y que te has acostado con ella?

– Sí.

Tiberio dio lentamente una vuelta a la celda, cruzando las manos tras la espalda.

– Bueno -dijo al fin-. Bueno. Si es así.

– Sí es así -dijo Valence.

– Tendré que pensar en proponerte un cargo consular cuando salga de aquí. ¡Porque voy a salir de aquí, Valence!

Tiberio se volvió con el rostro alterado.

– ¿Puedes decirme de memoria el texto de mis billetes, los que encontraron en casa de la Santa Conciencia de los Archivos Arrasados? Inténtalo, es muy importante, es vital, concéntrate.

– Maria… -dijo lentamente Valence frunciendo las cejas-. Maria… Mesa-ventana n.° 4 martes… Maria Mesa-puerta n.° 2 viernes… Maria… Mesa-ventana n.° 5 viernes… María… lunes… Maria…

– ¿No lo entiendes, Cónsul? ¿No lo entiendes? ¿No entiendes entonces lo que dices? María Mesa-puerta n.° 2 viernes… ¡Viernes!

– ¿Qué pasa con el viernes?

– ¡Pues que el viernes -gritó Tiberio-, el viernes toca pescado! ¡Toca pescado, Valence, por el amor de Dios!

Tiberio lo sacudió por los hombros.

Un cuarto de hora más tarde, Valence entraba como una exhalación en el despacho de Ruggieri, que no se había decidido a marcharse y que lo esperaba.

– ¿Y qué, señor Valence? ¿Qué era eso tan personal que tenía que decirle ese chiflado?

Valence lo agarró por el brazo.

– Envíe a seis hombres, Ruggieri, dirección Trastevere, al domicilio de Gabriella Delorme, en coches civiles. Sitúese en el coche que bloqueará la entrada principal. Subiré yo solo a su casa. Le haré una señal por la ventana en el momento en que deba reunirse conmigo.

A Ruggieri no se le ocurrió protestar ni quiso acompañar a Richard Valence. Movió simplemente la cabeza pidiendo que le hiciese comprender.

– Más tarde, Ruggieri, se lo explicaré de camino. Prepare una orden de arresto.

Como era viernes, había gente en casa de Gabriella pero la velada era pesada y lenta. En el fondo de la habitación, Nerón estiró sus ojos con los dedos para examinar a Valence que entraba, se sentaba y servía una copa. Lo miraron todos sin hablar, Gabriella, el obispo a su lado y Laura flanqueada por Claudio y por Nerón.

– ¿Nos trae novedades, centurión? -preguntó Nerón.

– Sí -dijo Valence.

Nerón se estremeció y se levantó.

– Ése es un verdadero sí -dijo a media voz-. Es un sí que cuenta. ¿Qué ocurre, señor Valence?

– Tiberio no ha matado ni a Henri Valhubert ni a Maria Verdi.

– Eso no es ninguna novedad -dijo Claudio duramente.

– Sí. Ruggieri acaba de destruir el acta de acusación. Está levantando otra.

– ¿Qué han descubierto? -preguntó Nerón sin dejar de estirarse los ojos.

– Hemos descubierto que hoy es viernes, y el viernes toca pescado. Toca pescado y toca tregua. Es tregua y es abstinencia para Maria Verdi. Es abstinencia y pureza. Todos los viernes Maria Verdi se abstenía de su complicidad con Tiberio y Tiberio respetaba sonriente esta conmoción religiosa semanal. Los ladrones de la Vaticana libraban el viernes.

– ¿Y qué? -dijo Claudio.

– En dos de los billetes encontrados en casa de Maria, Tiberio ha escrito: Mesa-puerta n.° 2 viernes y Mesa-ventana n.° 5 viernes… Pero Tiberio no ha hecho nunca trabajar a Maria el viernes. Esos dos billetes son falsos y los otros nueve también. Los verdaderos billetes fueron destruidos realmente por Maria pero estos otros fueron depositados en su casa antes de su muerte para hacer caer a Tiberio.

Valence se levantó, abrió la ventana e hizo una señal a Ruggieri.

– Las apariencias… -murmuró cerrando la ventana-. Cuando un apartamento es devastado, uno se imagina que buscaban algo, uno nunca piensa que han depositado algo. Esos billetes no estaban en casa de Maria antes de que Lorenzo Vitelli viniese a dejarlos.

Ruggieri entró con dos hombres. El obispo les tendió las manos antes de que se lo pidiesen. Valence vio cómo el poli joven titubeaba ante el anillo episcopal antes de cerrar las esposas sobre sus muñecas. Gabriella gritó y se arrojó sobre Lorenzo pero Laura no se movió y no dijo nada.

Valence, apoyado en la ventana, la contempló mientras se llevaban al obispo. Laura no había vuelto la cabeza hacia Vitelli y él tampoco hacia ella. Los dos amigos de la infancia se separaban sin una mirada. Laura se mordía los labios y fumaba con esa distracción soberana que le hacía ignorar la ceniza que caía en el suelo. Se miraba las manos con la cabeza inclinada, agotada, con todo lo que el agotamiento conlleva de distancia y de tristeza. Richard Valence la examinaba, buscaba en ella la respuesta que le faltaba. Ahora sabía que Lorenzo Vitelli había envenenado a Henri y degollado a Maria Verdi. Lo sabía porque los hechos lo probaban. Comprendía al fin la sucesión verdadera de los acontecimientos y sabía cómo el obispo los había dominado magistralmente desde hacía trece días. Pero no sabía por qué razón. Esperaba a que Laura hablase.

Ahora, Laura había apoyado su frente sobre su mano y a él le costaba separar sus ojos de ella.

Desde la desaparición silenciosa de Vitelli y de los policías, Nerón se había quedado cerca de la puerta apoyado contra el marco y clavaba su ojo izquierdo, estirado por un dedo, sobre Valence. Valence se daba cuenta de que Nerón lo veía mirar a Laura. Sabía que Nerón era capaz de leer todos sus pensamientos en su rostro y en aquel momento era incapaz de conservar su rostro inexpresivo. Le daba igual.

Nerón sonreía, Nerón revivía después de casi haber pegado fuego a Roma. Se preguntaba cuál de ellos iba a ser el primero en romper aquel silencio que duraba desde que el gran obispo se había ido. Él mismo no tenía ganas de romperlo. Era tan agradable y tan incómodo aquel silencio tonto, era la primera vez que se callaban todos desde hacía trece días. Él volvía nítida la imagen de Richard Valence estirando su ojo izquierdo y aquello le gustaba. Cuando soltaba su ojo, Valence se volvía borroso y, cuando tiraba, Valence se volvía preciso con la mirada azul y las mechas negras cayendo sobre su frente y la respiración agitada. Nerón no había tratado mucho a Valence pero era evidente que, desde hacía varios días, no estaba en su estado normal y le gustaba asistir a aquello. Mucho incluso. El espectáculo de los grandes amores siempre ha fascinado a los príncipes, se dijo Nerón.

Se separó blandamente de la puerta y fue a escoger una botella de alcohol fuerte.

– Estoy seguro de que todo el mundo preferiría estar borracho -dijo al fin.

Dio la vuelta a la habitación sin darse prisa y tendió a cada uno su vaso. Al llegar cerca de Laura, se puso en cuclillas y le puso una copa en la mano.

– ¿Y todo esto por qué? -le dijo-. Por poca cosa. Porque monseñor es el padre de Gabriella.

Laura lo miró con un poco de miedo.

– ¿Y cómo sabes eso, Nerón?

– Salta a la vista. Lo he sabido siempre.

Valence se sorprendió de tal modo que tuvo que buscar sus palabras. Miró a Claudio, que estaba petrificado, y a Gabriella, que tenía aspecto de no oír nada.

– Pero si ya lo sabías, Dios santo -le dijo a Nerón-, ¿porqué no lo has comprendido todo desde el principio?

– Pues porque no pienso -dijo Nerón levantándose.

– Y ¿qué haces ahora?

– Gobierno.

Los miró sonriendo.

– ¿A qué esperamos para estar borrachos? -añadió.

Valence se apoyó pesadamente en la ventana. Lentamente, echó la cabeza hacia atrás. No podía seguir mirando al techo. Tenía que pensar, no tenía que hacer otra cosa que pensar. Claro, Nerón tenía razón, tanta razón. Y él no se había dado ni cuenta. Gabriella era la hija de Lorenzo Vitelli, la hija del obispo. Era exactamente lo único que había que saber. Después todo era tan fácil. Henri Valhubert que descubre la existencia de Gabriella, la hija bastarda que le esconden desde hace dieciocho años. A partir de ahí, está acabado. Está acabado porque quiere saber. Es algo que uno no puede evitar. Quiere saber y todo se pone en marcha. Va a ver a su amigo Lorenzo en quien confía plenamente para hablarle acerca de Gabriella. Quizás se haya inquietado por la reacción del obispo, quizás percibió de repente el parecido vago que une a padre e hija, o quizás dedujo esta paternidad de todo lo que sabe de Laura y de Lorenzo. ¿Qué importa? Ocurre que de repente Henri Valhubert sabe. Cuando tiene lugar el nacimiento, Vitelli ya está en las órdenes. Bajo su amenaza, Laura se calla. Padre desconocido. Su matrimonio con Valhubert la condena aún más al silencio. Y después Lorenzo se encariña con su hija. Es idiota pero es así. No existe riesgo, sólo se parecen si uno lo piensa. Él sabía bien de dónde sacaba Laura su dinero y eso era otra manera de asegurarse para siempre su silencio.

Henri Valhubert irrumpió en esta vida secreta que discurría suavemente desde hacía veinticuatro años. El obispo tenía que matar a aquel imbécil que iba a malograr su puesto de cardenal y toda su carrera, que iba a malograr todo el porvenir de Gabriella. Lo envenena sin titubear durante la fiesta decadente. El asunto del Miguel Ángel era una excusa espléndida. Investiga sin cejar para resolverlo y el resultado va más allá de sus esperanzas: Tiberio desvalija la Vaticana, Tiberio es perfecto para cargar con el asesinato en su lugar.

Pero no puede precipitarse. Ante todo no precipitarse. ¿Qué podría pensar de él Ruggieri si fuese a entregar a Tiberio, al joven Tiberio al que quiere tanto? El poli podría desconfiar, podría intentar comprender qué es lo que lo empuja a él, un hombre de Iglesia, a entregar a Tiberio con tanto celo. Lo que debe hacer es conducir suavemente a los polis para que descubran ellos mismos la culpabilidad de Tiberio, conservando mientras tanto su papel de protector. El único problema es Maria. Maria no es tan tonta. Lo frecuenta desde hace tantos años. No cree en su abnegación. Y peor aún, sospecha de él en relación con el asesinato. Ha comprendido desde hace mucho tiempo la historia de Gabriella, o quizás haya sorprendido la conversación entre Valhubert y el obispo en su despacho. Probablemente le propuso a Vitelli comprar su silencio con el suyo: ella no diría nada sobre Gabriella si él no decía nada sobre Tiberio. El obispo acepta y después la mata. Y el cerco se cierra sobre Tiberio. Es perfecto. Pero tras el arresto, Laura vacila y posee suficientes elementos para comprenderlo todo. Quiere mucho a este maldito emperador y él nota que está debilitándose, cediendo terreno día a día. Laura va a plantarle cara a él, al obispo. Tiene que eliminar a Laura. Una amenaza del Doríforo, después el asesinato y todo parecerá normal. Matar a Laura. Ha debido costarle trabajo tomar la decisión. Mucho trabajo.

– ¿Cómo has hecho, Nerón? -preguntó Valence en voz baja sin perder de vista el techo-. ¿Cómo has hecho para averiguar lo del obispo y Gabriella?

Nerón hizo una mueca.

– Bueno, cómo lo diría, veo cosas en lo infravisible -dijo.

– ¿Cómo has hecho Nerón? -repitió Valence.

Nerón cerró los ojos y cruzó los dedos sobre su vientre.

– Cuando Nerón hace eso -comentó Claudio-, es que no tiene intención de hablar.

– Justo, amigo mío -dijo Nerón-. Cuando Nerón hace eso podéis iros todos a tomar por culo.

– Soy yo la que se lo dije ayer -dijo Gabriella.

Se había levantado y miraba muy lejos.

– Tú no lo sabías -murmuró Laura.

– Había momentos en los que sí lo sabía.

– Si sabías eso -dijo lentamente Valence-, sabías también quién había matado a Henri y a Maria.

– No. Sólo por momentos -dijo Gabriella.

– ¿Por qué sólo se lo dijiste a Nerón?

– Me gusta Nerón.

– Ahí lo tiene -dijo Nerón sin abrir los ojos-. Infinitos enredos sentimentales sobre los que se tejen y zozobran los destinos de los príncipes…

– Cállate, Nerón -dijo Claudio.

Nerón pensó que Claudio estaba mejor. Era una buena noticia. Valence pasó una mano sobre sus ojos y dejó la ventana.

– El alcohol está ahí -le dijo Nerón extendiendo el brazo.

– Tiberio ha guardado en una caja fuerte seis de las once piezas robadas -dijo Valence-. Probablemente podremos recuperar las que faltan si pagamos su precio.

– Pero incluso si las once piezas son restituidas a la Vaticana -dijo Claudio-, Tiberio no quedará liberado de culpa. Será juzgado y condenado de todas formas.

– Pero tenemos a Édouard Valhubert -dijo Laura-. Cerrará el caso.

– ¿Piensas en un chantaje o algo así? -preguntó Claudio.

– Por supuesto, querido.

– Es una idea estupenda -dijo Claudio.

Valence atravesó la habitación. Quería ver a Tiberio.

– Dale un beso de mi parte -dijo Laura.

Salió suavemente sin dar un portazo.

XXXV

Era de noche y hacía calor. Valence caminaba lentamente y el suelo parecía titubear. Nerón le había hecho beber mucho. Había llenado su vaso sin cesar. Era agradable esta ciudad confusa que giraba un poco en torno a él, no demasiado, sólo lo necesario. En los cristales oscuros, Valence se veía caminar y se encontraba alto y sobre todo guapo. Si el obispo hubiese matado a Laura ayer por la noche, él, Richard Valence, seguiría siendo un tipo grande con ojos claros. ¿Pero para qué sirven los ojos claros, si nadie los mira?

– Para nada -se contestó en voz alta-. No sirven para nada.

Después pensó que debía estar atento si quería encontrar el camino.

Esperaba encontrar a Ruggieri todavía trabajando, aunque fuese casi medianoche. Ruggieri era un buen trabajador. Probablemente había empezado ya a comprobarlo todo, a verificar todas las articulaciones técnicas del caso.

– He empezado a comprobarlo todo -dijo-. Ocurrió tal y como dijimos. La cicuta crece a voluntad en el jardín del palacio del obispo. Dice que escogió esta planta porque sabía que provocaba una muerte suave. Por el contrario, con Maria Verdi fue diferente. Hacía tantos años que ella lo exasperaba que, por fuerza, lo del cuchillo resultó un desahogo.

– ¿Qué había escogido para Laura Valhubert?

– Las balas. Y, bueno, también… esto.

Ruggieri rodeó su mesa y sacó un pequeño sobre de un cajón.

– No debería hacerlo -añadió.

Titubeó, giró el sobre entre sus dedos y lo deslizó finalmente en el bolsillo de Valence.

– De parte de monseñor Vitelli para Laura Valhubert. Usted se lo dará. Y ni una palabra de esto, por favor.

– Me gustaría ver a Tiberio.

– Ah. ¿Es urgente?

– Lo es.

Ruggieri suspiró y acompañó a Valence hasta las celdas. Tiberio estaba sentado en la oscuridad.

– Te esperaba, Cónsul -dijo.

– Se acabó, Tiberio. Monseñor ha tendido sus manos y se las hemos esposado.

– Lorenzo tiene unas bellas manos, sobre todo con ese anillo en el dedo. Hay tanta gente que lo ha besado. ¿Te das cuenta? ¡Qué hermosa es toda esa cochinada!

– Pronto saldrás de aquí. Laura se encarga, a su manera, de arreglar las cosas. En unos meses estarás fuera. Podrás volver a ponerte unos zapatos.

Valence se levantó para buscar la luz.

– No enciendas -dijo Tiberio-. Tengo ganas de ver tus ojos en la oscuridad.

– Bueno -dijo Valence sentándose de nuevo.

– ¿Crees que Lorenzo hubiese dejado que me pudriera en la cárcel?

– Sí.

– Tienes razón -suspiró Tiberio-. Tendré que ir a verlo cuando esté él dentro. Haremos traducciones latinas juntos.

– No creo que sea una idea muy buena.

– Sí. ¿Quieres saber por qué robé todos esos chismes en la Vaticana?

– Si quieres.

– Porque quería que la Santa Conciencia hiciese algo divertido en su vida. Y te lo juro, Valence, te juro que se divirtió mucho. Tendrías que haber visto su rostro aterrorizado cuando depositaba los pequeños paquetes bajo las mesas. Adoraba todos aquellos mensajes codificados. De acuerdo, está muerta pero, verdaderamente, se divirtió mucho. Ahora tengo que volver a ponerme los zapatos.

Tiberio se levantó, encendió la luz, y se inclinó bajo la cama para cogerlos.

– Ya está -dijo-. Quizás no veas nunca más mis pies, Cónsul.

Valence sonrió y le dio las buenas noches.

Fuera, Laura y Nerón lo esperaban. Valence cruzó y se acercó a ella.

– Me he olvidado de darle un beso de tu parte.

– Has hecho bien, no tiene sentido darle un beso a alguien de parte de otra persona.

– Lorenzo te da esto.

Laura rompió rápidamente el sobre.

– Es su sortija, su anillo episcopal. Ha hecho que lo corten. Te lo regala.

– ¿Puede hacerlo?

– No.

Caminaron los tres juntos un momento. Después Nerón se detuvo bruscamente en medio de la calle.

– Dígame, señor Valence, ¿cuánto tiempo le queda a Tiberio?

– Seis meses como mucho.

Nerón reflexionó un momento, inmóvil.

– Bien -concluyó alzando la cabeza-. Haga que le digan que no debe inquietarse en absoluto.

Tendió gravemente la mano a Valence, rozó los labios de Laura y se alejó con paso negligente.

– En su ausencia -dijo sin volverse- yo sabré regir el Imperio.

Fred Vargas

***