El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano…

Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

Fred Vargas

El ejército furioso

Título original: L’Armés furieuse

© De la traducción, Anne-Héléne Suárez Girard

Capítulo 1

Había un reguero de miguitas de pan desde la cocina hasta la habitación, hasta las sábanas limpias en que descansaba la anciana, muerta y con la boca abierta. El comisario Adamsberg las observaba en silencio, yendo y viniendo con paso lento junto a los fragmentos, preguntándose qué Pulgarcito, o qué ogro en este caso, las había dejado allí. La vivienda era un oscuro apartamento de tres habitaciones en una planta baja del distrito 18 de París.

En la habitación, la anciana tendida. En el comedor, el marido. Esperaba, sin impaciencia ni emoción, tan sólo mirando con anhelo el periódico doblado en la página del crucigrama que no se atrevía a seguir haciendo con tanto policía alrededor. Había contado su breve historia: su mujer y él se habían conocido en una compañía de seguros, ella era secretaria y él contable, se habían casado alegremente sin pensar que la cosa duraría cincuenta y nueve años. Y la mujer había muerto durante la noche. De un paro cardiaco, había precisado por teléfono el comisario del distrito 18. Clavado en la cama, había llamado a Adamsberg para que fuera en su lugar. Hazme ese favor, será máximo una hora, una rutina mañanera.

Una vez más, Adamsberg recorrió las migas. El apartamento estaba impecable, los sillones estaban protegidos con pañitos, las superficies de plástico relucientes, los cristales sin huella, los platos lavados. Remontó el reguero hasta la panera, que contenía media barra y, envuelto en un trapo limpio, un mendrugo vacio de miga. Volvió junto al marido, acercó una silla para aproximarse al sillón.

No hay buenas noticias esta mañana -dijo el viejo desprendiendo la mirada del periódico-. Hay que decir que este calor le hierve a uno el temperamento. Y eso que aquí, en la planta baja, se conserva bien el fresco. Por eso dejo cerradas las contraventanas. Y hay que beber, también eso dicen.

– ¿No se dio usted cuenta de nada?

– Ella estaba normal cuando me acosté. Yo siempre lo comprobaba, como era cardiaca… Fue esta mañana cuando vi lo que había pasado.

– Hay migas en la cama.

– A ella le gustaba. Comer algo acostada. Un trocito de pan, o una tostada, antes de dormir.

– Pues yo habría dicho que limpiaba las migas después.

– Sobre eso no cabe duda. Se pasaba el día limpiando como si le fuera la vida en ello. Al principio, no pasaba nada. Pero con los años se convirtió en una obnubilación. Era capaz de ensuciar para poder lavar. Tendría que haberla visto. Por otra parte, así se distraía, la pobre.

– Pero ¿y el pan? ¿No lo limpió anoche?

– Pues no, claro, si se lo llevé yo. Estaba demasiado débil para levantarse. Me ordenó que quitara las migas, eso sí, pero a mí me traen sin cuidado. De todos modos, ella lo habría hecho por la mañana. Volvía las sábanas todos los días. ¿Para qué? A saber.

– O sea que usted le llevó el pan a la cama y luego volvió a guardarlo en la panera.

– No. Lo tiré a la basura. El pan estaba demasiado duro para ella, no se lo pudo comer. Le llevé una tostada.

– Pues no está en la basura, sino en la panera.

– Sí, lo sé.

– Y no tiene miga dentro. ¿Se comió ella toda la miga?

– Por el amor de Dios, no, comisario. ¿Para qué iba a atiborrarse de miga? De miga rancia, encima. Es usted comisario, ¿verdad?

– Sí. Jean-Baptiste Adamsberg. Brigada Criminal.

– ¿Por qué no ha venido la policía del barrio?

– El comisario está en cama con gripe de verano. Y su equipo no está disponible.

– ¿Todos con gripe?

– No. Hubo una pelea la noche pasada. Dos muertos y cuatro heridos. Todo por una Vespa robada.

– Qué horror. Hay que decir que, con este calor, le hierve a uno el entendimiento. Yo me llamo Julien Tuilot, contable jubilado de la compañía ALLB.

– Sí, lo tengo anotado.

– Ella siempre me reprochó que me apellidara Tuilot, cuando su apellido de soltera era Kosquer, era más bonito. Y no deja de ser verdad, dicho sea de paso. Ya decía yo que tenía que ser comisario, con tanta pregunta sobre las migas de pan. Su colega del barrio no es así.

– ¿Le parece a usted que me ocupo demasiado de las migas?

– Haga lo que quiera, vamos. Para su informe, digo. Algo tendrá que poner en el informe, yo lo entiendo. En la ALLB no hacía otra cosa: informes y cuentas. Y aún, si hubieran sido informes honrados… Pero qué va. El jefe tenía su divisa; él siempre decía: una aseguradora no tiene que pagar aunque tenga que pagar. Cincuenta años de trampas así le dejan a uno el coco hecho un asco. Ya se lo decía a mi señora: mucho más útil sería que me lavaras el cerebro en vez de lavar las cortinas.

Julien Tuilot soltó una risita, puntuando su agudeza.

– Es que no entiendo lo del mendrugo.

– Para entenderlo hay que ser lógico, comisario, lógico y astuto. Yo, Julien Tuilot, soy ambas cosas. Llevo ganados dieciséis campeonatos de crucigramas de dificultad máxima en treinta y dos años. Una media de uno cada dos años, y todo con la cabeza. Lógico y astuto. Hay que decir que a esos niveles la cosa da dinero. Eso -dijo señalando el periódico- es de chiste, es para párvulos. Eso sí, obliga a sacar punta a los lápices con mucha frecuencia, y se hacen virutas. ¡Lo que habré tenido que oír, por culpa de las virutas de marras! ¿Qué le extraña tanto de ese pan?

– El hecho de que no esté en la basura, de que no me parezca tan rancio; y no entiendo por qué no tiene miga.

– Misterio doméstico -dijo Tuilot aparentemente divertido-. Eso es porque tengo dos pequeños inquilinos, Toni y Marie, una buena parejita, cariñosos como pocos, se aman de verdad. Pero a mi señora no le caen bien, lo crea o no. No hay que hablar mal de los muertos, pero la verdad es que lo intentó todo para matármelos. ¡Y yo llevo tres años desbaratando sus tretas! Lógico y astuto, ése es el secreto. Mi pobre Lucette, nunca podrás vencer a un campeón de crucigramas, le decía yo. Esos dos y yo hacemos un buen trío; saben que pueden contar conmigo, y yo con ellos. Una visita cada noche. Como son muy listos y muy delicados, nunca vienen antes de que Lucette se haya ido a la cama. Saben perfectamente que los espero, vamos. Toni siempre llega antes, es más grande, más fuerte.

– ¿Se comieron ellos la miga? ¿Cuando el pan estaba en la basura?

– Les encanta.

Adamsberg echó una ojeada al crucigrama, que no le pareció tan fácil, y apartó el periódico.

– ¿Quiénes son ellos, señor Tuilot?

– No me gusta hablar del tema, la gente lo desaprueba. La gente es muy cerrada.

– ¿Animales? ¿Perros, gatos?

– Ratas. Toni es más pardo que Marie. Se quieren tanto que, a menudo, en pleno banquete, lo interrumpen para acariciar la cabeza del otro con las patas. Si la gente no fuera tan limitada, vería espectáculos como ése. Marie es la más despierta de los dos. Después de la comida, se me sube encima del hombro y me pasa las zarpas por el pelo. Me peina, por así decirlo. Es su manera de darme las gracias. O de quererme, a saber. El caso es que reconforta. Y luego, después de decirnos montones de cosas cariñosas, nos despedimos hasta la noche siguiente. Se vuelven al sótano por el agujero que hay detrás del bajante. Un día, Lucette lo tapó todo con cemento. Pobre Lucette. No sabe hacer cemento.

– Entiendo -dijo Adamsberg.

El viejo le recordaba a Félix, que podaba viñas a ochocientos kilómetros de allí. Había domesticado una culebra con leche. Un día, un tipo mató a la culebra. Entonces Félix mató al tipo. Adamsberg volvió a la habitación, donde el teniente Justin velaba a la muerta en espera del médico.

– Mira dentro de la boca -le dijo-, A ver si encuentras residuos blancos, como miga de pan.

– No tengo muchas ganas.

– Hazlo igualmente. Pienso que el viejo la asfixió llenándole la boca de miga de pan. Luego la sacó y la tiró en alguna parte.

– ¿La miga del mendrugo?

– Sí.

Adamsberg abrió la ventana y las contraventanas de la habitación. Examinó el pequeño patio salpicado de plumas de ave, medio transformado en trastero. En el centro, una rejilla cubría el sumidero. Estaba todavía mojada, pese a que no había llovido.

– Irás a levantar la rejilla. Pienso que tiró allí la miga y luego vació un cubo de agua por encima.

– Es una tontería -dijo Justin dirigiendo su linterna hacia la boca de la anciana-. Si lo hizo, ¿por qué no tiró el mendrugo vacío? ¿Y por qué no limpió las migas?

– Para tirar el mendrugo, tendría que haber ido hasta los contenedores, o sea que tendría que haber salido a la acera en plena noche. Hay una terraza de café justo al lado, y sin duda mucha gente cuando hace calor. Lo habrían visto. Se ha inventado una muy buena explicación para el mendrugo y las migas. Tan original que hasta resulta verosímil. Es campeón de crucigramas, tiene su propia manera de relacionar las ideas.

Adamsberg, con cierta pesadumbre y, a la vez, cierta admiración, volvió junto a Tuilot.

– Cuando Marie y Toni llegaron, ¿sacó usted el pan de la basura?

– Qué va. Conocen el truco y les gusta. Toni se sienta en el pedal del cubo, la tapa se levanta, y Marie saca todo lo que les interesa. Listillos, ¿eh? Astutos, eso desde luego.

– O sea que Marie sacó el pan. ¿Y luego se comieron juntos la miga? ¿Enamorados?

– Así es.

– ¿Toda la miga?

– Son ratas grandes, comisario. Son voraces.

– ¿Y las migas? ¿Por qué no se comieron las migas?

– ¿Comisario, nos ocupamos de Lucette o de las ratas?

– No entiendo por qué guardó usted el pan en el trapo después de que lo comieran las ratas. Sobre todo cuando previamente lo había tirado a la basura.

El viejo escribió unas letras en el crucigrama.

– A usted no deben de dársele muy bien los crucigramas, comisario. Si hubiera tirado el mendrugo vacío a la basura, como puede imaginar, Lucette habría comprendido enseguida que Toni y Marie habían pasado por aquí.

– Podría haberlo tirado fuera.

– La puerta chirría como un cerdo que degüellan. ¿No se ha fijado?

– Sí.

– Así que lo envolví en el trapo y punto. Eso me evitaba una bronca por la mañana. Porque lo que son broncas, las hay todos los días y sin parar. Por el amor de Dios, si lleva cincuenta años refunfuñando mientras pasa el paño por todas partes, debajo de mi vaso, debajo de mis pies, debajo de mi culo. Ni que no tuviera uno derecho de andar ni de sentarse. Si usted hubiera vivido eso, usted también habría escondido el mendrugo.

– ¿No lo habría visto en la panera?

– Qué va. Por las mañanas come biscotes de pasas. Seguro que lo hace a propósito, porque los biscotes esos sueltan miles de migas. Con lo cual luego se pasa dos horas entretenida. ¿Entiende la lógica?

Justin entró en la sala y dirigió un breve gesto afirmativo a Adamsberg.

– Pero ayer -dijo Adamsberg un tanto abatido- no fue así. Usted sacó la miga, dos puñados compactos, y se la metió en la boca. Cuando dejó de respirar, le sacó la miga y la tiró por el sumidero del patio. Me asombra que haya elegido este método para matarla. Nunca había visto a nadie asfixiar a alguien con miga de pan.

– Es inventivo -confirmó tranquilamente Tuilot.

– Como puede imaginar, señor Tuilot, encontraremos restos de saliva de su mujer en la miga de pan. Y como es usted lógico y astuto, también encontraremos huellas de dientes de ratas en el mendrugo. Les dejó apurar la miga para acreditar su historia.

– Les encanta meterse en los mendrugos, da gusto verlas. Anoche lo pasamos muy bien, de verdad. Incluso me tomé un par de copas mientras Marie me rascaba la cabeza. Luego lavé y guardé el vaso, para evitar la reprimenda. Y eso que ya estaba muerta.

– Y eso que acababa usted de matarla.

– Sí -dijo el hombre con un suspiro distraído, mientras rellenaba unas casillas del crucigrama-. El médico había pasado a verla el día anterior. Me dijo que todavía podía vivir meses. Eso significaba no sé cuántas decenas de martes con empanadillas de carne, cientos de recriminaciones, miles de pasadas de trapo. A mis ochenta y seis años, tengo derecho de empezar a vivir. Hay noches así. Noches en que un hombre se levanta y actúa.

Tuilot se levantó, abrió las contraventanas del comedor, dejando paso al calor excesivo y tenaz de ese principio de agosto.

– Tampoco quería abrir las ventanas. Pero no diré nada de todo esto, comisario. Diré que la maté para ahorrarle sufrimiento. Con miga de pan porque le gustaba el pan, como una última golosina. Aquí dentro lo tengo todo previsto -dijo dándose con el dedo en la frente-. No hay nada que demuestre que no lo hice por caridad, ¿verdad? Por caridad. Quedaré absuelto y, al cabo de dos meses, estaré de nuevo aquí, dejaré el vaso directamente en la mesa, sin sacar el tapete, y viviremos felices los tres. Toni, Marie y yo.

– Sí, eso creo -dijo Adamsberg levantándose lentamente-. Pero es posible, señor Tuilot, que no se atreva a dejar la marca del vaso en la mesa. Y puede que saque el tapete. Y limpiará las migas.

– ¿Por qué voy a hacer eso?

Adamsberg se encogió de hombros.

– Es lo que tengo visto. A menudo es lo que sucede.

– No se preocupe por mí, vamos. Soy astuto, ¿sabe?

– Es verdad, señor Tuilot.

Fuera, el calor hacía que la gente anduviera por la sombra, pegada a los edificios con la boca abierta. Adamsberg decidió tomar las aceras expuestas al sol, y vacías, y dejarse ir a pie hacia el sur. Una larga caminata para desprenderse del rostro risueño -y efectivamente astuto- del campeón de crucigramas. Que, quizá, algún martes venidero, se compraría una empanadilla de carne para cenar.

Capítulo 2

Llegó a la Brigada una hora y media después, con la camiseta negra empapada en sudor y los pensamientos recolocados. No era frecuente que un pensamiento, bueno o malo, permaneciera mucho tiempo en la mente de Adamsberg. Cabía preguntarse si tenía una mente, decía a menudo su madre. Dictó su informe para el comisario con gripe, pasó por recepción a recoger los mensajes. El cabo Gardon, encargado de la centralita, inclinaba la cabeza para captar el soplo de un pequeño ventilador colocado en el suelo. Dejaba revolotear su pelo fino en la corriente de aire fresco, como si estuviera sentado bajo el casco de una peluquería.

– El teniente Veyrenc lo está esperando en el café, comisario -dijo sin enderezarse.

– ¿En el café o en la brasserie?

– En el café, en el Cubilete.

– Veyrenc ya no es teniente, Gardon. Hasta esta tarde a última hora no sabremos si se reengancha.

– De todos modos, lo está esperando en el café.

Adamsberg contempló unos instantes al cabo, preguntándose si Gardon tenía una mente y, en caso afirmativo, qué tendría dentro.

Se sentó en la mesa de Veyrenc, y los dos hombres se saludaron con sonrisa clara y un largo apretón de manos. A Adamsberg el recuerdo de la aparición de Veyrenc en Serbia [1]todavía le daba a veces un escalofrío en la espalda. Pidió una ensalada y, mientras comía lentamente, hizo un relato bastante largo sobre la señora Lucette Tuilot, el señor Julien Tuilot, Toni, Marie, su amor, el mendrugo, el pedal del cubo de basura, las contraventanas cerradas, la empanadilla de carne de los martes. De vez en cuando iba echando ojeadas a través de la ventana del café, que Lucette Tuilot habría limpiado mucho mejor.

Veyrenc pidió dos cafés al dueño, un hombre grueso cuyo humor, siempre gruñón, empeoraba con el calor. Su mujer, una corsa menuda y muda, pasaba cual hada negra llevando los platos.

– Un día -dijo Adamsberg señalándola con un gesto- lo asfixiará con dos puñados de miga de pan.

– Es muy posible -asintió Veyrenc.

– Sigue esperando en la acera -dijo Adamsberg tras una nueva mirada por la ventana-. Lleva casi una hora esperando bajo este sol de plomo. No sabe qué hacer, qué decidir.

Veyrenc siguió la mirada de Adamsberg, que examinaba a una mujer bajita y enjuta, pulcramente vestida con una bata floreada de las que no se encuentran en las tiendas de París.

– No puedes estar seguro de que esté allí por ti. No está frente a la Brigada, va y viene a diez metros de allí. Debe de tener una cita y le han dado plantón.

– Es por mí, Veyrenc, no cabe duda. ¿A quién se le ocurriría dar cita a alguien en esta calle? Tiene miedo, eso es lo que me preocupa.

– Es porque no es de París.

– Incluso puede que sea la primera vez que viene. Lo cual quiere decir que tiene un problema serio. Lo cual no resuelve el tuyo, Veyrenc: llevas meses pensando con los pies en tu río y aún no te has decidido.

– Podrías ampliar el plazo.

– Ya lo hice. A las seis de esta tarde tienes que haber firmado, o no. Que volver a ser policía o no. Te quedan cuatro horas y media -añadió al desgaire Adamsberg mientras consultaba el reloj, más exactamente los dos relojes que llevaba en la muñeca sin que nadie supiera exactamente por qué.

– Tengo todo el tiempo del mundo -dijo Veyrenc removiendo el café.

El comisario Adamsberg y el exteniente Louis Veyrenc de Bilhc, oriundos de sendos pueblos de los Pirineos, tenían en común una especie de tranquilidad desprendida que resultaba bastante desconcertante. En Adamsberg podía presentar todos los signos de una falta de atención y una indiferencia chocantes. En Veyrenc, ese desapego generaba alejamientos inexplicables y una obstinación persistente, en ocasiones maciza y silenciosa, eventual mente marcada por arranques de ira. Cosas de la vieja montaña, decía Adamsberg sin buscar más justificación. La vieja montaña no puede producir gramíneas divertidas y juguetonas como las hierbas ondulantes de las grandes praderas.

– Salgamos -dijo Adamsberg pagando de repente la comida-, la mujer se irá si no. Mira, ya se está desanimando, la invade la duda.

– Yo también dudo -dijo Veyrenc tomándose el café de un trago-. Pero a mí no me ayudas.

– No.

– Muy bien. Así va el que vacila, por meandros, rodeos, / Solo y sin una mano que le brinde socorro.

– Uno siempre conoce su decisión mucho antes de tomarla. En realidad, desde el principio. Por eso los consejos no sirven de nada. Salvo para decirte una vez más que tus versificaciones irritan al comandante Danglard. No le gusta que se destroce el arte poético.

Adamsberg saludó al dueño con gesto sobrio. Era inútil decirle nada, al orondo hombre no le gustaba; o, para ser más precisos, no le gustaba ser simpático. Era como su establecimiento: desangelado, ostensiblemente popular y casi hostil a la clientela. La lucha era áspera entre ese orgulloso bareto y la opulenta brasserie de enfrente. A medida que la Brasserie des Philosophes acentuaba su aspecto de vieja burguesa rica y estirada, el Cubilete empobrecía su apariencia, en una lucha social sin piedad entre ambos establecimientos. «Algún día», mascullaba el comandante Danglard, «habrá un muerto». Sin contar con la corsa menuda que atiborraría el gaznate a su marido con miga de pan.

Al salir del café, Adamsberg bufó al contacto con el aire ardiente y se dirigió con cautela hacia la mujer bajita y enjuta, que seguía apostada a unos pasos de la Brigada. Había una paloma en el suelo, delante de la puerta del edificio, y pensó que, si al pasar hacía que el pájaro levantara el vuelo, la mujer volaría con él por mimetismo. Como si fuera leve, volátil, capaz de desaparecer cual brizna al viento. De cerca, calculó que debía de tener unos sesenta y cinco años. Había tenido cuidado de ir a la peluquería antes de viajar a la capital, unos bucles amarillentos resistían en sus cabellos grises. Cuando habló Adamsberg, la paloma no se inmutó, y la mujer se volvió hacia él con semblante temeroso. Adamsberg se expresó lentamente, preguntándole si necesitaba ayuda.

– No, gracias -contestó la mujer desviando la mirada.

– ¿No quiere entrar? -dijo Adamsberg señalando el viejo edificio de la Brigada Criminal-, Para hablar con un policía, o algo. Porque en esta calle, aparte de eso, no hay gran cosa más que hacer.

– Pero, si la policía no le hace caso a uno, no sirve de nada ir allí -dijo ella retrocediendo unos pasos-. La policía no la cree a una, ¿sabe?

– Pero es allí adónde iba usted, ¿no? A la Brigada…

La mujer bajó las cejas casi transparentes.

– ¿Es la primera vez que viene a París?

– Sí, desde luego. Y tengo que estar de vuelta esta noche. No tienen que darse cuenta.

– ¿Ha venido a ver a un policía?

– Sí. Bueno, puede que sí.

– Soy policía. Trabajo allí.

La mujer echó una ojeada al atuendo un tanto descuidado de Adamsberg y pareció decepcionada o escéptica.

– Entonces debe de conocerlos bien.

– Sí.

– ¿A todos?

– Sí.

La mujer abrió su gran bolso marrón, raído por los lados, y sacó un papel que desdobló con esmero.

– El señor comisario Adamsberg -leyó con aplicación-. ¿Lo conoce?

– Sí. ¿Viene de lejos para verlo?

– De Ordebec -dijo como si esa confesión personal le costara.

– No me suena.

– Digamos que está cerca de Lisieux.

Normandía, pensó Adamsberg, lo cual podía explicar la reticencia a hablar de la mujer. El comisario había conocido a varios normandos, unos «calladizos» a quienes había tardado días en domesticar. Como si soltar unas cuantas palabras equivaliera a dar un doblón de oro no necesariamente merecido. Adamsberg echó a andar, animando a la mujer a que lo acompañara.

– Hay policía en Lisieux -dijo-. Incluso puede que la haya en Ordebec. En su tierra hay gendarmes, ¿no?

– No me harían caso. Pero el vicario de Lisieux, que conoce al cura de Mesnil-Beauchamp, dijo que el comisario de aquí podría escucharme. El viaje me ha salido caro.

– ¿Se trata de algo grave?

– Sí, claro que es grave.

– ¿Un asesinato? -insistió Adamsberg.

– Puede, sí. Bueno, no. Es gente que va a morir. Tengo que avisar a la policía, ¿no?

– ¿Gente que va a morir? ¿Han recibido amenazas?

Ese hombre la tranquilizaba un poco. París la asustaba, y su decisión todavía más: irse a escondidas, engañar a los hijos. ¿Y si el tren no la llevaba de vuelta a tiempo? ¿Y si llegaba tarde al autobús de línea? El policía hablaba con suavidad, un poco como si cantara. Sin duda no era de su tierra. No, más bien un hombrecillo del sur, de piel morena y rasgos marcados. A él le habría contado de buena gana su historia, pero el vicario había sido muy tajante. Tenía que ser al comisario Adamsberg y a nadie más. Y el vicario no era cualquiera; era primo del antiguo fiscal de Rouen, que sabía mucho de policías. Le había dado el nombre de Adamsberg a regañadientes, desaconsejándole que hablara y seguro de que la mujer no haría el viaje. Pero no podía quedarse agazapada mientras se desarrollaban los acontecimientos. No fuera que pasara algo a los hijos.

– Sólo puedo hablar con este comisario.

– Yo soy el comisario.

La mujer pareció a punto de rebelarse, a pesar de su fragilidad.

– Entonces ¿por qué no lo ha dicho enseguida?

– Tampoco sé quién es usted.

– No serviría de nada. Una dice su nombre, y luego todo el mundo lo airea.

– ¿Y qué más le da?

– Problemas. Nadie debe saberlo.

Una lianta, pensó Adamsberg. Que quizá acabaría un día con dos grandes bolas de miga de pan en la garganta. Pero una lianta aterrorizada por un hecho preciso, y eso seguía preocupándolo. Gente que va a morir.

Habían desandado en dirección a la Brigada.

– Sólo he querido ayudarla. Llevaba rato viéndola aquí fuera.

– ¿Y ese hombre? ¿Va con usted? ¿El también me miraba?

– ¿Qué hombre?

– Ese, el del pelo raro, con mechas naranjas. ¿Va con usted?

Adamsberg alzó la mirada y vio a Veyrenc a veinte metros, apoyado en el marco de la puerta. No había entrado en el edificio; esperaba junto a la paloma, que tampoco se había movido.

– Lo hirieron a cuchilladas de pequeño -dijo Adamsberg-. Y en las cicatrices le ha crecido el pelo así. No le aconsejo hacer alusión al tema.

– No pensaba nada malo, no sé expresarme. Casi no hablo en Ordebec.

– No pasa nada.

– En cambio, mis hijos hablan mucho.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-, Pero ¿qué demonios le pasa a esa paloma? -añadió en voz baja-. ¿Por qué no vuela?

Cansado de la indecisión de la mujer, el comisario la abandonó para dirigirse hacia el pájaro inmóvil cruzándose con Veyrenc y su paso pesado. Muy bien, que se ocupe de ella si es que eso vale la pena. Se las arreglaría muy bien. El rostro compacto de Veyrenc era convincente, persuasivo, y en eso ayudaba poderosamente una sonrisa poco frecuente que alzaba bonitamente la mitad del labio. Una clara ventaja que Adamsberg había detestado [2] durante un tiempo y que los había enfrentado en una rivalidad destructora. Ambos acababan de borrar los pocos fragmentos residuales que quedaban de esa época. Mientras Adamsberg levantaba con las manos la paloma inmóvil, Veyrenc volvió hacia él sin prisa, seguido de la mujer transparente, que jadeaba un poco. En el fondo, era tan insignificante que posiblemente Adamsberg no la habría visto de no ser por el vestido floreado que le dibujaba el contorno. Era probable que, sin el vestido, no se la viera.

– Un hijo de perra le ha atado las patas -dijo a Veyrenc examinando el pájaro sucio.

– ¿Se ocupa también de las palomas? -preguntó la mujer sin ironía-. He visto muchas por aquí. No es muy higiénico.

– Pero ésta no son muchas, es una paloma a secas, una paloma sola. Es la diferencia.

– Claro -dijo la mujer.

Comprensiva y, al fin y al cabo, pasiva. Quizá se hubiera equivocado acerca de ella, y no acabaría con miga de pan en la garganta. Puede que no fuera una lianta. Puede que estuviera realmente en apuros.

– ¿Es porque le gustan las palomas? -preguntó la mujer.

Adamsberg levantó hacia ella su mirada vaga.

– No. Pero no me gustan los hijos de perra que les atan las patas.

– Claro.

– No sé si en su tierra se practica este juego, pero en París existe: atrapar un pájaro, atarle las patas con tres centímetros de cuerda. Entonces la paloma ya sólo puede andar a pasitos minúsculos y no puede volar. Agoniza lentamente de hambre y de sed. Es un juego. Y odio ese juego, y encontraré al tipo que se ha estado divirtiendo con esta paloma.

Adamsberg entró en la Brigada dejando a la mujer y a Veyrenc en la acera. La mujer miraba fijamente el pelo del teniente, muy moreno y estriado de chocantes mechas rojas.

– ¿De verdad va a ocuparse de eso? -preguntó desconcertada-. Pero si es demasiado tarde, ¿sabe? El comisario tenía muchas pulgas saltándole por el brazo. Eso demuestra que la paloma no tiene ni fuerzas para acicalarse.

Adamsberg confió el pájaro al gigante del equipo, la teniente Violette Retancourt, con fe ciega en su capacidad para curar el animal. Si Retancourt no salvaba la paloma, ninguna otra persona podría hacerlo. La mujer, muy alta y gruesa, había torcido el gesto, lo cual no era buena señal. El pájaro estaba en mal estado, la piel de las patas estaba serrada de tanto intentar deshacerse de la cuerda, que se había incrustado en la carne. Estaba desnutrido y deshidratado. Ya vería lo que se podía hacer, había concluido Retancourt. Adamsberg asintió, apretando brevemente los labios, como cada vez que se cruzaba con la crueldad. Y ese trozo de cuerda lo era.

Siguiendo a Veyrenc, la mujer pasó delante de la inmensa teniente con instintiva deferencia. Esta envolvía eficazmente el animal con una tela mojada. Más tarde, contó a Veyrenc, se ocuparía de las patas para tratar de extraer la cuerda. En las anchas manos de Retancourt, la paloma no intentaba siquiera moverse. Se dejaba cuidar, como cualquiera habría hecho en su lugar, inquieto y admirado a la vez.

La mujer se sentó, apaciguada, en el despacho de Adamsberg. Era tan estrecha que sólo ocupaba la mitad de la silla. Veyrenc se puso en una esquina, examinando el lugar que tan familiar le había resultado tiempo atrás. Sólo le quedaban tres horas y media para tomar una decisión. Una decisión ya tomada, según Adamsberg, pero que desconocía. Al atravesar la gran sala común, ya se había encontrado con la mirada hostil del comandante Danglard, que rebuscaba en los archivadores. A Danglard no sólo le molestaban sus versos, también le molestaba él.

Capítulo 3

La mujer había aceptado por fin dar su nombre, y Adamsberg lo estaba apuntando en una hoja cualquiera, descuido que la inquietó. Quizá el comisario no tuviera ninguna intención de ocuparse de ella.

– Valentine Vendermot, con «o» y «t» -repitió Adamsberg, pues tenía grandes dificultades con las palabras nuevas, y más aún con los nombres propios-. Y viene usted de Ardebec.

– De Ordebec. Está en Calvados.

– Tiene hijos, ¿no es así?

– Cuatro. Tres chicos y una chica. Soy viuda.

– ¿Qué ha pasado, señora Vendermot?

La mujer recurrió de nuevo a su voluminoso bolso, del cual extrajo un periódico local. Lo desplegó ligeramente y lo puso sobre la mesa.

– Es este hombre. Ha desaparecido.

– ¿Cómo se llama?

– Michel Herbier.

– ¿Es un amigo suyo? ¿Un pariente?

– Huy, no. Todo lo contrario.

– ¿Es decir?

Adamsberg esperó pacientemente la respuesta, que parecía difícil de formular.

– Lo odio.

– Ah, muy bien -dijo cogiendo el periódico.

Mientras Adamsberg se concentraba en el breve artículo, la mujer lanzaba miradas inquietas hacia las paredes, observando la de la derecha, luego la de la izquierda, sin que el comisario comprendiera el motivo de la inspección. Algo la atemorizaba de nuevo. Miedo a todo. Miedo a la ciudad, miedo a los demás, miedo al qué dirán, miedo a él. Tampoco entendía aún por qué había venido hasta aquí para hablarle de Michel Herbier si lo odiaba. El hombre, jubilado, cazador empedernido, había desaparecido de su domicilio con la moto. Tras una semana de ausencia, los gendarmes habían entrado en su casa por control de seguridad. Vieron que el contenido de los congeladores, abarrotados de piezas de todo tipo, había sido completamente desparramado por el suelo. Eso era todo.

– No puedo meterme en eso -se excusó Adamsberg devolviéndole el diario-. Si ese hombre ha desaparecido, comprenderá usted que es obligatoriamente la gendarmería local la que debe encargarse del caso. Y si sabe usted algo, es a ellos a quien hay que ir a ver.

– No puedo, señor comisario.

– ¿No se entiende usted con la gendarmería local?

– Eso es. Por eso el vicario me dio su nombre. Por eso he hecho este viaje.

– ¿Para decirme qué, señora Vendermot?

La mujer se alisó la bata floreada, cabizbaja. Hablaba más fácilmente si no la miraban.

– Lo que le ha pasado. O lo que le va a pasar. Ha muerto, o va a morir si no se hace nada para evitarlo.

– Aparentemente, el hombre se ha ido, sin más, puesto que su moto ha desaparecido. ¿Se sabe si se ha llevado equipaje?

– Nada, salvo uno de sus fusiles. Tiene muchos fusiles.

– Entonces volverá dentro de un tiempo, señora Vendermot. Ya sabe usted que no nos está permitido buscar a un hombre adulto sólo porque se ausente unos días.

– No volverá, comisario. Lo de la moto no cuenta. Ha desaparecido para que nadie lo busque.

– ¿Lo dice porque recibió amenazas?

– Sí.

– ¿Tiene algún enemigo?

– Santa madre de Dios, el más espantoso de los enemigos, comisario.

– ¿Sabe cómo se llama?

– Dios mío, no se puede pronunciar su nombre.

Adamsberg suspiró, sintiéndolo más por ella que por sí mismo.

– Y según usted, ¿Michel Herbier huyó?

– No, no lo sabía. Seguramente ya está muerto. Estaba prendido, ¿entiende?

Adamsberg se levantó y anduvo unos instantes de una pared a la otra, con las manos en los bolsillos.

– Señora Vendermot, me parece muy bien escucharla, incluso alertar a la gendarmería de Ordebec. Pero no puedo hacer nada sin entender por qué. Deme un segundo.

Salió del despacho y fue a ver al comandante Danglard que, muy enfurruñado, consultaba el archivador de carpetas. Entre varios miles de datos más, Danglard almacenaba en su cerebro casi todos los nombres de los jefes y subjefes de las gendarmerías y comisarías de Francia.

– ¿Le suena el capitán de la gendarmería de Ordebec, Danglard?

– ¿En Calvados?

– Sí.

– Es Émeri, Louis Nicolas Émeri. Se llama Louis Nicolas en referencia a su antepasado por la rama bastarda, Louis Nicolas Davout, mariscal del Imperio, comandante del tercer cuerpo del Gran Ejército de Napoleón. Batallas de Ulm, Austerlitz, Eylau, Wagram; duque de Auerstädt y príncipe de Eckmühl, nombre de una de sus célebres victorias.

– Danglard. Lo que me interesa es el hombre de ahora, el policía de Ordebec.

– Precisamente. Su ascendencia cuenta mucho, no permite que nadie la olvide. Puede ser altanero, orgulloso, marcial. Aparte de la herencia napoleónica, es un hombre bastante simpático, un buen policía, prudente; quizá demasiado prudente. De unos cuarenta años. No se ha lucido especialmente en sus anteriores destinos, en el extrarradio de Lyon, creo. Se hace olvidar en Ordebec. Es un sitio tranquilo.

Adamsberg volvió a su despacho, donde la mujer había reanudado su observación minuciosa de las paredes.

– No es fácil, ya me hago cargo, comisario. Es que normalmente está prohibido hablar de ello. Es algo que puede atraer problemas espantosos. Oiga, ¿están bien sujetas las estanterías murales? Porque ha puesto documentos pesados arriba y ligeros abajo. Podrían caerse sobre alguien. Siempre hay que poner lo pesado abajo.

Miedo a la policía, miedo a la caída de las librerías.

– ¿Por qué odia a ese Michel Herbier?

– Todo el mundo lo odia, comisario. Es una bestia parda, siempre lo ha sido. Nadie le habla.

– Eso podría explicar que se haya ido de Ordebec.

Adamsberg volvió a coger el periódico.

– Es soltero -dijo-, y jubilado. Tiene sesenta y cuatro años. ¿Por qué no va a empezar una nueva vida en otro lugar? ¿Tiene familia en algún sitio?

– Estuvo un tiempo casado. Es viudo.

– ¿Desde hace cuánto?

– Uf, más de quince años.

– ¿Se lo encuentra de vez en cuando?

– No lo veo nunca. Como vive un poco en las afueras de Ordebec, es fácil no toparse con él. Y todo el mundo contento.

– Pero aún así algún vecino se ha preocupado por él.

– Sí, los Hébrard. Son buena gente. Lo vieron irse hacia las seis de la tarde. Viven al otro lado de la carretera, ¿sabe? En cambio, él vive a cincuenta metros de allí, metido en el bosque Bigard, cerca del antiguo vertedero. Es un sitio muy húmedo.

– ¿Por qué se preocuparon si lo vieron irse en moto?

– Porque de costumbre, cuando se ausenta, les deja la llave del buzón. Pero esta vez no. Y no lo oyeron volver. Y las cartas se salían del buzón. Eso quiere decir que Herbier se había ido por poco tiempo y que algo le impidió volver. Los gendarmes dicen que no lo han encontrado en ningún hospital.

– Cuando fueron a visitar la casa, el contenido de los congeladores estaba tirado por los suelos.

– Sí.

– ¿Por qué tiene toda esa carne? ¿Tiene perros?

– Es cazador, mete sus piezas en congeladores. Mata mucho y no comparte.

La mujer se estremeció ligeramente.

– El cabo Blériot, que es bastante amable conmigo, a diferencia del capitán Émeri, me contó la escena. Era espantoso, dijo. Había en el suelo media jabalina, con la cabeza entera, piernas de cierva, liebres hembras, jabatos, perdigones. Todo ello tirado de cualquier manera, comisario. Llevaba días pudriéndose cuando entraron los gendarmes. Con el calor que hace, la podredumbre es peligrosa.

Miedo a las librerías y miedo a los microbios. Adamsberg echó una mirada a las grandes cuernas de ciervo, que seguían en el suelo de su despacho, cubiertas de polvo. Regalo suntuoso de un normando, precisamente.

– ¿Liebres hembras, ciervas? Es observador ese cabo. ¿También es cazador?

– Qué va. Es que todo el mundo lo dice sistemáticamente, sabiendo como es Herbier. Es un cazador asqueroso, un malhechor. Sólo mata hembras y crías, carnadas enteras. Dispara incluso a hembras preñadas.

– ¿Cómo lo sabe?

– Todo el mundo lo sabe. Herbier fue condenado una vez por haber matado una jabalina con sus jabatos todavía pequeños. Y cervatos también. Qué lástima. Pero normalmente, como lo hace de noche, Émeri no lo pilla nunca. Lo que sí es seguro es que ningún cazador quiere ir con él. Ni siquiera los más carniceros lo admiten. Ha sido expulsado de la Liga de Caza de Ordebec.

– Entonces tiene decenas de enemigos, señora Vendermot.

– Más que nada es que nadie lo frecuenta.

– ¿Piensa usted que algún cazador podría querer matarlo? ¿Es eso? ¿O algún anti-caza?

– Oh no, comisario. Ha sido algo muy distinto.

Tras un rato de cierta fluidez, la mujer volvía a tener dificultades para hablar. Seguía teniendo miedo, pero aparentemente ya no la preocupaban las estanterías. Era un temor resistente, profundo, lo que llamaba la atención a Adamsberg; en cambio, el caso de Herbier no requería ese viaje desde Normandía.

– Si usted no sabe nada -insistió en tono cansado-, o si le está prohibido hablar, no puedo ayudarla.

El comandante Danglard se había apoyado en el marco de la puerta y le dirigía señales de urgencia. Había noticias de la niña de ocho años, que se había fugado al bosque de Versalles tras haber roto una botella de zumo de frutas en la cabeza de su tío abuelo. El hombre había conseguido llegar al teléfono antes de desmayarse. Adamsberg dio a entender a Danglard y a la mujer que cerraba. Las vacaciones de verano iban a empezar y, al cabo de tres días, la Brigada iba a verse mermada en un tercio de sus efectivos. Había que cerrar los casos en curso. La mujer comprendió que no le quedaba mucho tiempo. En París la gente no se toma su tiempo, se lo había advertido el vicario, por muy amable y paciente que hubiera sido con ella el comisario bajito.

– Lina es mi hija -anunció apresuradamente-. Ha visto a Herbier. Lo vio dos semanas y dos días antes de su desaparición. Se lo contó a su jefe y, al final, todo Ordebec se ha enterado.

Danglard se había puesto de nuevo a clasificar archivos, con una barra de contrariedad atravesándole la ancha frente. Había visto a Veyrenc en el despacho de Adamsberg. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Iba a firmar? ¿A reengancharse? La decisión era para esa misma tarde. Danglard se detuvo junto a la fotocopiadora y acarició al gatazo allí tumbado, buscando consuelo en su pelaje. Los motivos de su aversión a Veyrenc no eran confesables. Unos celos sordos y tenaces, casi femeninos, la necesidad imperiosa de apartarlo de Adamsberg.

– Tenemos que darnos prisa, señora Vendermot. ¿Su hija lo vio, y algo le hizo pensar que alguien lo había matado?

– Sí. Gritaba. Y había otros tres con él. Era de noche.

– ¿Había habido una pelea? ¿Por las ciervas y los cervatos? ¿En una reunión, una cena de cazadores?

– No, qué va.

– Vuelva mañana, o en otro momento -decidió Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta-. Vuelva aquí cuando pueda hablar.

Danglard esperaba al comisario, de pie y desabrido, apoyado en la esquina de la mesa.

– ¿Tenemos a la niña? -preguntó Adamsberg.

– Los chicos la han encontrado en un árbol. Se había subido hasta lo más alto, como un joven jaguar. Tiene un gerbillo en las manos, y no lo suelta de ninguna de las maneras. El gerbillo parece estar bien.

– ¿Un gerbillo, Danglard?

– Es un pequeño roedor. A los niños les encanta.

– ¿Y la niña? ¿Cómo está?

– Más o menos como su paloma. Muerta de hambre, de sed y de cansancio. Está recibiendo cuidados. Una de las enfermeras se niega a entrar por el gerbillo, que se ha escondido debajo de la cama.

– ¿Ha explicado por qué lo ha hecho?

– No.

Danglard respondía con reticencia, rumiando sus preocupaciones. No tenía el día parlanchín.

– ¿Sabe que su tío abuelo se ha salvado?

– Sí, pareció aliviada y decepcionada al mismo tiempo. Vivía sola con él desde no se sabe cuándo, y nunca ha puesto un pie en la escuela. No hay seguridad ninguna de que sea realmente su tío abuelo.

– Bien. Delegamos la continuación en Versalles. Pero diga al teniente encargado del caso que no mate al gerbillo de la niña. Que lo pongan en una jaula y le den de comer.

– ¿Es tan urgente?

– Claro, Danglard. Puede que sea lo único que tiene esa niña en el mundo. Un momento.

Adamsberg se dirigió apresuradamente hasta el despacho de Retancourt, que se disponía a empapar las patas a la paloma.

– ¿La ha desinfectado, teniente?

– ¡Momento! -contestó Retancourt-, Primero había que rehidratarlo.

– Perfecto, no tire la cuerda, quiero pedir muestras. Justin ha avisado al técnico, ya viene.

– Se me ha cagado encima -observó tranquilamente Retancourt-. ¿Qué quiere esa mujer? -preguntó señalando el despacho.

– Decir algo que no quiere decir. Es la indecisión personificada. O se va ella sola, o la echamos cuando vayamos a cerrar.

Retancourt se encogió de hombros, un poco despectiva. La indecisión era un fenómeno ajeno a su modo de acción. De ahí su potencia de propulsión, que sobrepasaba con diferencia la de los otros veintisiete miembros de la Brigada.

– ¿Y Veyrenc? ¿También está indeciso?

– Veyrenc ha tomado su decisión desde hace tiempo. ¿Policía o profesor, usted qué eligiría? La enseñanza es una virtud que amarga. La policía es un vicio que enorgullece. Y como es más fácil abandonar una virtud que un vicio, no tiene elección. Me voy a ver al supuesto tío abuelo al hospital de Versalles.

– ¿Qué hacemos con la paloma? No puedo llevármela a casa, mi hermano es alérgico a las plumas.

– ¿Tiene a su hermano en casa?

– Provisionalmente. Se ha quedado sin trabajo. Robó una caja de pernos en el garaje y unas buretas de aceite.

– ¿Puede dejarlo en mi casa esta noche? Me refiero al pájaro.

– De acuerdo -masculló Retancourt.

– Tenga cuidado, hay gatos andando por el jardín.

La mano de la mujer menuda se posó, tímida, sobre el hombro de Adamsberg. Éste se volvió.

– Esa noche -dijo lentamente-, Lina vio pasar al Ejército Furioso.

– ¿A quién?

– Al Ejército Furioso -repitió la mujer en voz baja-. Y allí estaba Herbier. Y chillaba. Y también otros tres.

– ¿Es una asociación? ¿Tiene que ver con la caza?

La señora Vendermot miró a Adamsberg, incrédula.

– El Ejército Furioso -volvió a decir muy bajo-. La Gran Cacería. ¿No lo conoce?

– No -dijo Adamsberg sosteniéndole la mirada estupefacta-. Vuelva usted otra vez, ya me lo explicará.

– Pero ¿ni siquiera le suena el nombre? ¿La Mesnada Hellequin? -susurró.

– Lo siento -repitió Adamsberg volviendo a su despacho seguido de la mujer-, Veyrenc, ¿conoce a una pandilla que se llama «el Ejército Curioso»? -preguntó mientras se metía en el bolsillo las llaves y el móvil.

– Furioso -corrigió la mujer.

– Eso. La hija de la señora Vendermot vio al desaparecido con ellos.

– Y a otros -insistió la mujer-. Jean Glayeux y Michel Mortembot. Pero mi hija no reconoció al cuarto.

Una expresión de intensa sorpresa pasó por el rostro de Veyrenc, que luego sonrió ligeramente, levantando el labio. Como un hombre a quien traen un regalo muy inesperado.

– ¿Su hija lo ha visto de verdad? -preguntó.

– Por supuesto.

– ¿Dónde?

– Donde suele pasar en nuestra tierra, en el camino de Bonneval, en el bosque de Alance. Siempre ha pasado por allí.

– ¿Está delante de la casa de su hija?

– No, vivimos a más de tres kilómetros.

– ¿Su hija había ido a verlo?

– No, ni hablar de eso. Lina es una chica muy razonable, muy sensata. Estaba allí, eso es todo.

– ¿De noche?

– El Ejército Furioso siempre pasa de noche.

Adamsberg arrastró a la mujer menuda hacia fuera, pidiéndole que pasara al día siguiente o llamara otro día, cuando tuviera las cosas más claras. Veyrenc lo retuvo discretamente, mordisqueando un bolígrafo.

– Jean-Baptiste -preguntó-, ¿de verdad no has oído nunca hablar de eso? ¿Del Ejército Furioso?

Adamsberg sacudió la cabeza, peinándose rápidamente con los dedos.

– Entonces pregunta a Danglard -insistió Veyrenc-, Le interesará mucho.

– ¿Por qué?

– Porque, por lo que sé, es el anuncio de una sacudida. Puede que de una sacudida del copón.

Veyrenc esbozó de nuevo una sonrisa y, como decidido súbitamente por la irrupción del Ejército Furioso, firmó.

Capítulo 4

Cuando Adamsberg volvió a su casa, más tarde de lo previsto -por lo que se habían complicado las cosas con el tío abuelo-, su vecino, el viejo español Lucio, estaba meando ruidosamente en el árbol del pequeño jardín, en el calor de la noche.

– Hombre, hola -dijo el viejo sin interrumpir el chorro-. Uno de tus tenientes te está esperando. Una mujerona alta y ancha como una torre. Tu hijo le ha abierto.

– No es una mujerona, Lucio. Es una diosa, una diosa polivalente.

– Ah, ¿es ella? -preguntó Lucio abrochándose el pantalón-. ¿La mujer de la que tanto hablas?

– Sí, la diosa. Por eso, claro, no puede parecerse a los demás. Oye, ¿tú sabes qué es eso del Ejército Curioso? ¿Te suena el nombre?

– Hombre, pues no.

La teniente Retancourt y Zerk, el hijo del comisario -llamado en realidad Armel, pero Adamsberg aún no se había acostumbrado en las siete semanas que hacía que se conocían- estaban en la cocina, con sendos cigarrillos entre los labios, inclinados sobre una canasta tapizada de algodón. No se volvieron cuando entró Adamsberg.

– ¿Lo pillas o no? -decía Retancourt al joven, sin miramientos-. Mojas unos trocitos de pan tostado, que sean pequeños, y se los metes con cuidado en el pico. Luego unas gotas de agua con cuentagotas, al principio no muchas. Al agua le pones una gota de este frasco. Es un tónico.

– ¿Sigue viva? -se informó Adamsberg, que se sintió curiosamente extraño en su propia cocina, invadida por la gran mujer y ese hijo desconocido de veintiocho años.

Retancourt se irguió, poniendo los brazos en jarras.

– No es seguro que pase de esta noche. Informe: he pasado más de una hora desincrustándole la cuerda de las patas. La tenía clavada hasta el hueso; debió de estar tirando durante días. Pero no tiene nada roto. Está desinfectada hay que cambiar el apósito todos los días. Aquí tiene la gasa -dijo dando una palmada en una cajita que había encima de la mesa-. Le he puesto un antipulgas; en principio, eso debería aliviarla.

– Gracias, Retancourt. ¿El técnico se ha llevado la cuerda?

– Sí. No ha sido fácil, porque a los del laboratorio no les pagan para analizar cuerdas de palomas. Por cierto, es macho. Lo dice Voisenet.

El teniente Voisenet había visto frustrada su vocación de zoólogo, debido a las órdenes imperiosas de un padre que lo había metido en la policía sin discusión posible. Voisenet estaba especializado sobre todo en los peces, marinos y principalmente fluviales, y tenía la mesa cubierta de revistas de ictiología. Pero sabía mucho de muchos otros ámbitos de la fauna, desde los insectos hasta los murciélagos, pasando por los ñúes, y esa ciencia lo desviaba parcialmente de las obligaciones de su cargo. El inspector de división, alertado por esa deriva, había dado un aviso; igual que había hecho en relación con el teniente Mercadet, que sufría hipersomnia. Pero en esa brigada, se preguntaba Adamsberg, ¿quién no estaba desviado de una u otra manera? La única, Retancourt; pero sus capacidades y su energía también se desviaban de lo normal.

Después de irse la teniente, Zerk se quedó de pie, con los brazos colgando, la mirada fija en la puerta.

– Te ha impresionado un poco, ¿no? -dijo Adamsberg-. Le pasa a todo el mundo la primera vez. Y las demás veces también.

– Es muy guapa -dijo Zerk.

Adamsberg miró a su hijo extrañado; la belleza no era, desde luego, la principal característica de Violette Retancourt. Ni el encanto, ni la sutileza, ni la amabilidad. Estaba en todo punto en lo opuesto a la delicadeza preciosa y frágil que sugería su nombre. Y eso a pesar de que tenía las facciones finas y bien dibujadas, pero con unas mejillas anchas y mandíbulas potentes encima de un cuello de toro.

– Lo que tú digas -asintió Adamsberg, que no deseaba discutir los gustos de un joven a quien todavía no conocía.

Hasta el punto de no tener clara su inteligencia. ¿Poseía una o no? ¿O un poco? Una cosa tranquilizaba al comisario. Y era que la mayoría de las personas no tenían las ideas claras acerca de su propia inteligencia, ni siquiera él. No se planteaba nada sobre su inteligencia, ¿por qué iba a hacerlo sobre la de Zerk? Veyrenc aseguraba que el joven tenía talento, pero Adamsberg todavía no había descubierto para qué.

– ¿Te suena de algo el Ejército Curioso? -preguntó Adamsberg depositando con precaución la canasta del palomo en el aparador.

– ¿El qué? -preguntó Zerk, que empezaba a poner la mesa colocando los tenedores a la derecha y los cuchillos a la izquierda, como su padre.

– No, deja. Se lo preguntaremos a Danglard. Es una de las cosas que he enseñado a tu hermano desde que cumplió siete meses. Una de las que te habría enseñado si te hubiera conocido a esa edad. Hay tres reglas que debes recordar, Zerk, y con eso estás salvado: cuando no puedes ir hasta el final de algo, hay que recurrir a Veyrenc. Cuando no puedes hacer algo, hay que recurrir a Retancourt. Cuando no sabes algo, hay que recurrir a Danglard. Asimila bien esta trilogía. Pero Danglard estará de muy mala uva esta noche, no sé si podremos sacarle algo. Veyrenc se reincorpora a la Brigada, y eso no le va a hacer ninguna gracia. Danglard es una flor de lujo y, como todo objeto de excepción, es frágil.

Adamsberg llamó a su más antiguo colaborador mientras Zerk servía la cena. Atún al vapor con calabacín y tomate, arroz, fruta. Zerk había pedido quedarse a vivir un tiempo en casa de su padre, y parte del acuerdo era que él se encargara de la comida por las noches. Un acuerdo llevadero, puesto que a Adamsberg le resultaba prácticamente indiferente lo que comía, capaz como era de engullir eternamente el mismo plato de pasta, al igual que vestía de un modo invariable, con chaqueta y pantalón de algodón negro hiciera el tiempo que hiciera.

– ¿Danglard lo sabe realmente todo? -preguntó el joven frunciendo las cejas, tan hirsutas como las de su padre, que formaban una especie de sombrajo rústico por encima de la mirada vaga.

– No, hay muchas cosas que no sabe. No sabe encontrar a una mujer, aunque tiene una nueva amiga desde hace dos meses, es un acontecimiento excepcional. No sabe encontrar agua, aunque localiza enseguida el vino blanco. No sabe dominar sus miedos ni olvidar su masa de preguntas; se acumulan en un cúmulo espantoso que luego él recorre como un roedor recorre su madriguera. No sabe correr, no sabe mirar cómo cae la lluvia, ni cómo fluye el río. No sabe desprenderse de las preocupaciones de la vida y, peor aún, las crea por adelantado para que no lo pillen desprevenido. En cambio, sabe todo lo que no parece útil a primera vista. Todas las bibliotecas del mundo están metidas en la cabeza de Danglard, y aún le queda mucho sitio. Es algo colosal, inaudito, algo que no puedo describirte.

– ¿Y si no sirve a primera vista?

– Entonces será necesariamente a segunda o a quinta vista.

– Ah, bien -dijo Zerk, aparentemente satisfecho de la respuesta-, Yo no sé qué sé. ¿Qué crees tú que sé?

– Lo mismo que yo.

– ¿Es decir?

– No lo sé, Zerk.

Adamsberg levantó una mano para señalar que tenía por fin a Danglard en línea.

– ¿Danglard? ¿Están todos dormidos? ¿Puede venir un momento a mi casa?

– Si es para ocuparme del palomo, ni hablar. Está lleno de pulgas, y guardo muy mal recuerdo de las pulgas. Y no me gusta la cara que tienen vistas con microscopio.

Zerk miró la hora en los relojes de su padre. Las nueve. Violette había dado orden de dar de comer y de beber al palomo cada hora. Mojó los fragmentos de pan tostado, llenó de agua el cuentagotas, añadió una gota de tónico y se puso manos a la obra. El animal mantenía los ojos cerrados, pero aceptaba el alimento que el joven le introducía en el pico. Zerk levantaba con suavidad el cuerpo del palomo, como Violette le había enseñado a hacer. Esa mujer le había impactado. Nunca hubiera pensado que pudiera existir semejante criatura. Volvía a ver sus grandes manos manejando hábilmente el pájaro, su pelo rubio y corto inclinado hacia la mesa, con rizos en la ancha nuca cubierta de leve vello blanco.

– Del palomo se encarga Zerk. Y ya no tiene pulgas. Retancourt ha solucionado el problema.

– ¿Entonces?

– Es algo que me preocupa, Danglard. La mujer menuda con bata floreada que estaba en la Brigada esta tarde, ¿se fijó en ella?

– En cierto modo. Un caso especial de inconsistencia, de evanescencia física. Se volaría si alguien le soplara, como los aquenios del diente de león.

– ¿Los aquenios, Danglard?

– Los frutos del diente de león, transportados por paracaídas plumosos. ¿Nunca los ha soplado de pequeño?

– Claro que sí. Todo el mundo ha soplado molinillos. Pero no sabía que se llamaran aquenios.

– Pues sí.

– Pero, aparte de su paracaídas plumoso, Danglard, esa mujer menuda estaba transida de espanto.

– No me había fijado.

– Sí, Danglard. Terror en estado puro, terror que emerge del fondo del pozo.

– ¿Y le ha dicho por qué?

– Parece que le esté prohibido hablar de eso. So pena de muerte, supongo. Pero me dio una indicación en voz baja. Su hija vio pasar al Ejército Curioso. ¿Sabe qué puede entender por eso?

– No.

Adamsberg se sintió cruelmente decepcionado, casi humillado, como si acabara de fracasar en un experimento delante de su hijo, de faltar a su promesa. Vio la mirada preocupada de Zerk y le aseguró con un gesto que la demostración no había acabado.

– Veyrenc parece saber de qué se trata -prosiguió Adamsberg-. Me ha aconsejado que se lo pregunte a usted.

– ¿Ah, sí? -dijo Danglard con tono más vivo; el nombre de Veyrenc parecía agitarlo como la irrupción de un abejorro-. ¿Qué oyó exactamente?

– Que su hija había visto pasar al Ejército Curioso, de noche. Y que con esa pandilla, la chica, que se llama Lina, también vio a un cazador y a otros tres. El cazador lleva una semana desaparecido, y la mujer menuda piensa que está muerto.

– ¿Dónde? ¿Dónde lo vio?

– En un camino cerca de su casa. Por Ordebec.

– ¡Ah! -dijo Danglard, que se animó realmente, como siempre que sus conocimientos eran solicitados, como siempre que podía sumergirse y revolcarse a gusto en las profundidades de su saber-. Ah, sí, el Ejército Furioso, no curioso.

– Perdón, furioso.

– ¿Es eso lo que dijo? ¿La Mesnada Hellequin?

– Sí, pronunció un nombre así.

– ¿La Gran Cacería?

– También -dijo Adamsberg dirigiendo un guiño victorioso a Zerk, como un tipo que acaba de atrapar un gran pez espada.

– ¿Y esa Lina vio al cazador con la tropa?

– Exactamente. Iba chillando, al parecer. Y los demás también. Un grupo aparentemente alarmante, la mujer menuda del paracaídas plumoso parece pensar que esos hombres están en peligro.

– ¿Alarmante? -dijo Danglard brevemente divertido-. No es la palabra adecuada, comisario.

– Eso dijo Veyrenc. Que con esa pandilla podemos tener una sacudida del copón.

Adamsberg había vuelto a nombrar a Veyrenc intencionadamente, no para herir a Danglard, sino para habituarlo de nuevo a la presencia del teniente de las mechas rojas, para desensibilizarlo inyectándole el nombre a pequeñas y frecuentes dosis.

– Sacudida interior sólo -matizó Danglard un tono más bajo-. Nada urgente.

– Veyrenc no supo decirme más. Pase a tomar una copa. Zerk ha hecho reservas para usted.

A Danglard no le gustaba contestar inmediatamente a las exigencias de Adamsberg, simplemente porque las aceptaba siempre, y esa deficiencia de su voluntad lo humillaba. Refunfuñó unos minutos más mientras Adamsberg, acostumbrado a las resistencias formales del comandante, insistía.

– Corre, hijo -dijo Adamsberg al colgar el teléfono-. Ve por vino blanco a la tienda de la esquina. No lo dudes, elige el mejor de todos, no se puede servir una botella de vino chungo a Danglard.

– ¿Podré beber con vosotros? -preguntó Zerk.

Adamsberg miró a su hijo sin saber qué contestar. Zerk lo conocía apenas, tenía veintiocho años, no tenía por qué pedir permiso a nadie, y menos a él.

– Claro que sí -contestó Adamsberg maquinalmente-. Mientras no pimples tanto como Danglard -añadió, y la connotación paternal de ese consejo lo sorprendió-. Coge dinero del aparador.

Sus miradas se dirigieron juntas a la canasta. Una canasta de fresas de gran formato que Zerk había vaciado para que sirviera de cama guateada al palomo.

– ¿Cómo lo encuentras? -preguntó Adamsberg.

– Tiembla, pero respira -contestó prudentemente su hijo.

Con gesto furtivo, el joven acarició con un dedo el plumaje del pájaro antes de salir. Al menos tiene talento para eso, pensó Adamsberg mientras miraba a su hijo alejarse; talento para acariciar a los pájaros, hasta los más corrientes, sucios y feos, como éste.

Capítulo 5

– No durará mucho -dijo Danglard, y al pronto Adamsberg no supo si se refería al Ejército Furioso o al vino, viendo que su hijo sólo había traído una botella.

Adamsberg cogió un cigarrillo del paquete de Zerk, gesto que le recordaba sistemáticamente su primer encuentro, casi una matanza [3]. Desde entonces, había vuelto a fumar, casi siempre tabaco de Zerk. Danglard atacó el primer vaso.

– Supongo que la mujer molinillo no habrá querido hablar del asunto al capitán de Ordebec.

– Se niega a planteárselo siquiera.

– Es totalmente normal. No le haría ninguna gracia. Usted también, comisario, podrá olvidar después todo lo que le cuente yo ahora. ¿Se sabe algo del cazador desaparecido?

– Que es un carnicero salvaje y, peor aún, que sólo mata hembras y crías. Ha sido expulsado de la Liga de Caza local, nadie quiere cazar con él.

– O sea un mal tipo, ¿no es así? Un violento, un asesino -preguntó Danglard tomando un sorbo.

– Eso parece.

– Encaja muy bien. Esa mujer, Lina, vive en Ordebec mismo, ¿no?

– Eso creo.

– ¿Nunca ha oído hablar del pueblo de Ordebec? Un gran compositor vivió allí un tiempo.

– No es el tema, comandante.

– Pero es una nota positiva. El resto es más inquietante. ¿Y el Ejército? ¿Pasó por el camino de Bonneval?

– Es el nombre que pronunció la mujer -contestó Adamsberg sorprendido-. ¿La oyó mencionarlo?

– No, pero es uno de los grimweld conocidos, pasa por el bosque de Alance. Puede estar seguro de que no hay un habitante de Ordebec que lo ignore y de que hablan a menudo de esta historia, aunque preferirían olvidarla.

– No conozco esa palabra, Danglard. Grimweld.

– Así se llama el camino por donde pasa la Mesnada Hellequin, o el Ejército Furioso, si lo prefiere, o la Gran Cacería. Muy pocos hombres o mujeres lo ven. Uno de esos hombres es bastante famoso. El también lo vio pasar por Bonneval, como Lina. Se llama Gauchelin y es cura.

Danglard tomó dos tragos seguidos y sonrió. Adamsberg tiró la ceniza en la chimenea fría y esperó. Esa sonrisa un tanto provocadora que plisaba las blandas mejillas del comandante no le anunciaba nada bueno, salvo que Danglard se sentía por fin a gusto.

– Ocurrió a principios de febrero de 1091. Has escogido bien el vino, Armel. Pero no habrá bastante.

– ¿Cuándo? -preguntó Zerk, que había acercado el taburete a la chimenea y escuchaba atentamente al comandante, con el vaso en la mano y los codos apoyados en las rodillas.

– A finales del siglo XI, cuatro años antes de que partiera la Primera Cruzada.

– Joder -dijo Adamsberg a media voz, con la desagradable impresión de haber sido liado por la mujer menuda de Ordebec, por leve molinillo que fuera.

– Sí -aprobó Danglard-. Mucho esfuerzo para nada, comisario. Pero sigue usted queriendo entender el miedo de la mujer, ¿no es así?

– Quizá.

– Entonces hay que conocer la historia de Gauchelin. Y necesitaré otra botella -repitió-. Somos tres.

Zerk se levantó de un salto.

– Ya voy -dijo.

Adamsberg lo vio de nuevo acariciar ligeramente al palomo con el dedo.

– Coge dinero del aparador -dijo mecánicamente, como un padre.

Siete minutos después, tranquilizado por la presencia de otra botella, Danglard se sirvió otro vaso y empezó la historia de Gauchelin, pero se interrumpió, alzando los ojos hacia el techo.

– Pero quizá la crónica de Hélinand de Froidmont, de principios del siglo XIII, da una idea más nítida de los hechos. Deme unos instantes para hacer memoria, no es un texto que consulte todos los días.

– Hágalo -dijo Adamsberg desconcertado.

Desde que había comprendido que estaban alejándose hacia las oscuridades de la Edad Media, abandonando a Michel Herbier a su suerte, la historia de la mujer menuda y de su terror se presentaba bajo una perspectiva con la que no sabía qué hacer.

Se levantó, fue a servirse un vaso modesto y lanzó una mirada al palomo. El Ejército Furioso ya no tenía que ver con él, y se había equivocado acerca de la evanescente señora Vendermot. Esa mujer no lo necesitaba. Era una inofensiva demente, suficientemente loca para temer que las estanterías se le cayeran encima, incluso las del siglo XI.

– La historia la cuenta su tío Hellebaud -precisó Danglard, que ya se dirigía sólo al joven.

– ¿El tío de Hélinand de Froidmont? -preguntó Zerk muy concentrado.

– Exactamente, su tío paterno. Dice así: Cuando, hacia mediodía, yo y mi sirviente nos aproximábamos a dicho bosque, él, que me precedía cabalgando rápido para que fueran preparándome el albergue, oyó un gran tumulto en el bosque, como de numerosos relinchos de caballos, fragor de armas y clamor de una multitud de hombres yendo al asalto. Aterrorizados, él y su caballo volvieron hasta mí. Cuando le pregunté por qué había dado media vuelta, respondió: «No he conseguido que avance mi caballo, ni azotándolo ni espoleándolo, y yo mismo he sentido tal terror que no he podido seguir adelante, pues he visto y oído cosas asombrosas».

Danglard tendió el brazo hacia el joven.

– Armel -Danglard se negaba en rotundo a llamar al joven por su nombre de guerra, «Zerk», y recriminaba enérgicamente al comisario por hacerlo-, lléname el vaso y sabrás lo que vio esa mujer, Lina. Sabrás el terror de sus noches.

Zerk sirvió al comandante con la solicitud de quien teme que una historia se interrumpa, y volvió a sentarse junto a Danglard. No había tenido padre, nadie le había contado historias. Su madre trabajaba por las noches limpiando en la fábrica de pescado.

– Gracias, Armel. Y el sirviente prosiguió: El bosque está lleno de almas de muertos y de demonios. Les he oído decir y gritar: «Ya tenemos al preboste de Arques, vamos a prender al arzobispo de Reims». A lo que respondí: «Imprimamos en nuestra frente la señal de la cruz y avancemos sin peligro».

– Eso lo dijo el tío Hellebaud.

– Así es. Y dijo Hellebaud: Cuando avanzamos y llegamos al bosque, ya se extendía la oscuridad y, sin embargo, oí las voces confusas y el fragor de las armas y los relinchos de los caballos, pero no logré ver las sombras ni entender sus voces. Cuando volvimos a casa, encontramos al arzobispo en las últimas, y no sobrevivió quince días después de que oyéramos las voces. Dedujimos que se lo habían llevado los espíritus que habían dicho que lo prenderían.

– No se corresponde con lo que contó la madre de Lina -intervino Adamsberg con voz sorda-. No dijo que su hija oyera voces ni relinchos, ni que hubiera visto sombras. Sólo vio a Michel Herbier y a otros tres con los hombres de ese Ejército.

– Eso es porque la madre no se habrá atrevido a decirlo todo. Y porque en Ordebec no hace falta dar precisiones. Allí, cuando alguien dice: «He visto pasar al Ejército Furioso», todo el mundo sabe de qué va la cosa. Voy a describirle mejor al Ejército que ve Lina, y entenderá que sus noches no sean dulces. Y si hay algo seguro, comisario, es que en Ordebec debe de llevar una vida muy difícil. Sin duda la rehúyen, la temen más que a un nublado. Creo que la madre habrá venido a hablar con usted para proteger a su hija, sobre todo por eso.

– ¿Qué ve? -preguntó Zerk con el cigarrillo colgando de los labios.

– Armel, ese viejo ejército que extiende su fragor no está intacto. Los caballos y sus jinetes están descarnados, les faltan brazos y piernas. Es un ejército muerto, medio putrefacto, aullante y feroz, que no encuentra el cielo. Imagina eso.

– Sí -asintió Zerk llenándole de nuevo el vaso-. ¿Me permite un momento, comandante? Son las diez, debo ocuparme del palomo. Son las instrucciones que me han dado.

– ¿Quién?

– Violette Retancourt.

– Entonces hazlo.

Zerk se activó concienzudamente con la rebanada de pan tostado mojada, el frasco y el cuentagotas. Empezaba a cogerle el tranquillo. Volvió a sentarse, turbado.

– No mejora -dijo con tristeza a su padre-. Hijo de puta.

– Lo encontraré -dijo Adamsberg con suavidad.

– ¿De verdad piensa investigar sobre el torturador del palomo? -preguntó Danglard bastante sorprendido.

– No lo dude, Danglard -contestó Adamsberg-. ¿Por qué no?

Danglard esperó que la mirada de Zerk se posara sobre él para reemprender la narración sobre el Ejército Furioso. Estaba cada vez más asombrado por el parecido entre padre e hijo, por la similitud de sus miradas anegadas, sin fulgor ni precisión, de pupilas indistintas, inasibles. Salvo, en el caso de Adamsberg, cuando una pavesa brillaba fugaz, como destella a veces el sol en las algas pardas, en marea baja.

– Ese Ejército Furioso siempre lleva consigo unos cuantos hombres o mujeres vivos, que van lanzando alaridos, lamentos por los tormentos que sufren y el fuego. A ellos reconoce el testigo. Exactamente como Lina reconoció al cazador y a los otros tres individuos. Los vivos suplican para que un alma caritativa repare sus inmundas fechorías y así puedan salvarse del tormento. Es lo que cuenta Gauchelin.

– No, Danglard -rogó Adamsberg-, no más Gauchelin. Ya basta, ya tenemos una buena visión de conjunto.

– Ha sido usted quien me ha pedido que venga a contarle lo del Ejército -dijo Danglard en tono pretencioso.

Adamsberg se encogió de hombros. Esos relatos tendían a adormecerlo, y habría preferido que Danglard se limitara a resumirlos. Pero sabía con qué disfrute se regodeaba con ellos el comandante, como si se revolcara en un lago del mejor vino blanco del mundo. Sobre todo ante la mirada patidifusa y admirada de Zerk. Esa diversión borraba al menos el tenaz mal humor de Danglard, que ahora parecía más satisfecho de la vida.

– Gauchelin nos dice -prosiguió Danglard sonriendo, consciente del hastío de Adamsberg-: En esto, pasó una tropa inmensa de gentes a pie. Llevaban sobre los hombros y la nuca, bestias, ropas, objetos de todo tipo y diversos utensilios de los que los bandoleros suelen llevar consigo. Es un texto bello, ¿verdad? -preguntó a Adamsberg con sonrisa acentuada.

– Precioso -concedió Adamsberg sin pensarlo.

– Sobriedad y elegancia, lo tiene todo. Nada que ver con los versos de Veyrenc, que pesan como yunques.

– No es culpa suya, a su abuela le gustaba Racine. Se lo recitaba cada día de su infancia, nada más que Racine. Porque había salvado los volúmenes de su obra en un incendio que hubo en su internado.

– Habría hecho mejor salvando manuales de urbanidad, de cortesía, y enseñándolos a su nieto.

Adamsberg permaneció callado, sin apartar la mirada de Danglard. El proceso de habituación sería largo. De momento, iban hacia un duelo entre ambos hombres, más exactamente -y ésa era una de las causas- entre los dos pesos pesados intelectuales de la Brigada.

– Pero pasemos -añadió Danglard-, Dijo Gauchelin: Todos se lamentaban y se exhortaban, a ir más deprisa. El sacerdote reconoció en ese cortejo a varios de sus vecinos muertos hacía poco y los oyó quejarse de los grandes tormentos que sufrían por sus fechorías. También vio, y aquí nos aproximamos a lo que contó Lina, vio a Landri. En los casos y sesiones judiciales, juzgaba según su capricho y, merced a los presentes que recibía, modificaba sus juicios. Estaba más al servicio de la avaricia y del engaño que al de la equidad. Por eso Landri, vizconde de Ordebec, había sido prendido por el Ejército Furioso. Hacer mala justicia era entonces tan grave como un crimen de sangre. No como ahora, en que a nadie le importa.

– Sí -aprobó Zerk, que parecía no desarrollar ningún espíritu crítico respecto al comandante.

– Pero, bueno -prosiguió Danglard-, sean cuales sean los esfuerzos del testigo cuando vuelve a su casa tras esta visión terrorífica, cualquiera que sea el número de misas que dé, los vivos que haya visto en manos de los caballeros mueren en la semana que sigue a la desaparición. O, en el mejor de los casos, tres semanas después. Y ése es un punto que no hay que olvidar en lo referente a la historia de la mujer menuda, comisario: todos los que son «prendidos» por el Ejército son crápulas, almas negras, explotadores, jueces indignos o asesinos. Y sus fechorías, por lo general, no las conocen sus coetáneos, están impunes. Por eso el Ejército se encarga de ellos. ¿Cuándo lo vio pasar Lina exactamente?

– Hace más de tres semanas.

– Entonces no hay duda -dijo tranquilamente Danglard contemplando su vaso-. Entonces sí, el hombre está muerto. Se lo ha llevado la Mesnada Hellequin.

– ¿Mesnada, comandante? -interrogó Zerk.

– Las huestes de una casa noble -si lo prefieres-. Y Hellequin es su señor.

Adamsberg volvió a la chimenea, de nuevo con cierta curiosidad, y se apoyó en la columna de ladrillo. El hecho de que el Ejército señalara a asesinos impunes le interesaba. Súbitamente atisbaba que a los tipos cuyo nombre había desvelado Lina no debía de llegarles la camisa al cuerpo, allá en Ordebec. Que los demás debían de observarlos, preguntarse cosas, como qué fechorías podían haber cometido. Aunque no se crea en ello, se cree de todos modos. La idea perniciosa va cavando su galería. Progresa sin ruido por los espacios indecibles de la mente, huronea, deambula. Si uno la rechaza, se calla, pero luego vuelve.

– ¿Cómo mueren los que son «prendidos»? -preguntó.

– Depende. De fiebre brutal o de asesinato. Cuando no es de enfermedad fulgurante o de accidente, con un ser terrestre convertido en ejecutor de la voluntad implacable del Ejército. Un homicidio, pues, pero un homicidio ordenado por el señor Hellequin. ¿Entiende?

Los dos vasos de vino que había bebido -cosa que no solía hacer- habían disuelto la ligera irritación de Adamsberg. Ahora le parecía, por el contrario, que conocer a una mujer capaz de ver ese Ejército terrible era una experiencia inusual y distraída.

Y que las consecuencias reales de semejante visión podían ser espantosas. Se sirvió medio vaso más y robó un cigarrillo del paquete de su hijo.

– ¿Es una leyenda especial de Ordebec? -preguntó.

Danglard negó con la cabeza.

– No. La Mesnada Hellequin pasa por toda Europa del Norte. Por los países escandinavos, Flandes, y cruza todo el norte de Francia e Inglaterra. Pero siempre recorre los mismos caminos.

Y lleva un milenio cabalgando por el de Bonneval.

Adamsberg acercó una silla y se sentó estirando las piernas, cerrando así el pequeño círculo de los tres hombres ante la chimenea.

– No quita -empezó a decir, y la frase se interrumpió, como solía pasar, por falta de un pensamiento suficientemente preciso para poder proseguir.

Danglard nunca había podido acostumbrarse a las brumas indecisas de la mente del comisario, a su ausencia de ilación y de razonamiento de conjunto.

– No quita -prosiguió Danglard en su lugar- que sólo es la historia de una mujer que tiene la desgracia de estar suficientemente perturbada para tener visiones. Y de una madre suficientemente asustada para creérselas y solicitar la ayuda de la policía.

– No quita que es también una mujer que anuncia varias muertes. Suponga que Michel Herbier no se haya ido, suponga que encuentren el cuerpo.

– Entonces, Lina estará en muy mala situación. ¿Quién dice que no mató a Herbier? ¿Y que no cuenta esa historia para engañar a su entorno?

– ¿Cómo, engañar? -dijo Adamsberg sonriendo-. ¿Cree realmente que los caballeros del Ejército Furioso son sospechosos plausibles para la policía? ¿Cree muy astuto por parte de Lina señalar como culpable a un tipo que lleva mil años cabalgando por la zona? ¿A quién van a detener? ¿Al jefe Hennequin?

– Hellequin. Y es un señor. Quizá un descendiente de Odín.

Danglard volvió a coger el vaso con mano segura.

– Déjelo comisario. Deje a los caballeros sin piernas donde están y a esa Lina con ellos.

Adamsberg asintió, y Danglard vació el vaso. Cuando se hubo ido, Adamsberg dio unas vueltas por la estancia, con la mirada vacía.

– ¿Recuerdas la primera vez que viniste, cuando faltaba una bombilla en el techo?

– Sigue faltando.

– ¿Y si pusiéramos otra?

– Dijiste que no molestaba, que las bombillas funcionan o no.

– Es verdad. Pero llega un día en que hay que dar un paso. Siempre llega un momento en que uno piensa que va a poner una bombilla nueva, en que piensa que llamará mañana mismo al capitán de la gendarmería de Ordebec. Y entonces, sólo queda hacerlo.

– Pero el comandante Danglard no deja de tener razón. La mujer está pirada, seguro. ¿Qué quieres hacer con su Ejército Furioso?

– Lo que me molesta no es su Ejército, Zerk. Es que no me gusta que vengan a anunciarme muertes violentas, de esta manera o de otra.

– Lo entiendo. Entonces me ocuparé de la bombilla.

– ¿Esperas hasta las once para darle de comer?

– Me quedo aquí esta noche para alimentarlo cada hora. Echaré cabezadas en la silla.

Zerk tocó el lomo del pájaro con los dedos.

– Está bastante frío, a pesar del calor que hace.

Capítulo 6

A las seis y cuarto de la mañana, Adamsberg sintió una mano que lo sacudía.

– ¡Ha abierto los ojos! Ven a verlo. Corre.

Zerk seguía sin saber cómo llamar a Adamsberg. ¿Padre? Demasiado solemne. ¿Papá? Uno no toma esa costumbre a su edad. ¿Jean-Baptiste? Amistoso y fuera de lugar. Entretanto, no lo llamaba, y esa carencia creaba a veces incómodos vacíos en sus frases. Huecos. Pero esos huecos resumían perfectamente sus veintiocho años de ausencia.

Los dos hombres bajaron la escalera y se inclinaron sobre la canasta de fresas. Había una mejoría, era indiscutible. Zerk se ocupó de retirar las vendas de las patas y desinfectarlas mientras Adamsberg hacía el café.

– ¿Cómo vamos a llamarlo? -preguntó Zerk enrollando una gasa limpia alrededor de cada pata-. Si vive, tendremos que llamarlo de alguna manera. No podemos decir siempre «el palomo». ¿Y si lo llamáramos Violette, como tu guapa teniente?

– No pega. Nadie atraparía a Retancourt para atarle las patas.

– Entonces Hellebaud, como el tipo de la historia que ha contado el comandante. ¿Tú crees que había revisado los textos antes de venir?

– Sí, debió de releerlos.

– Incluso así, ¿cómo pudo memorizarlos?

– No intentes saberlo, Zerk. Si realmente viéramos lo que hay dentro de la cabeza de Danglard, si nos paseáramos por dentro tú y yo, croo que lo que veríamos nos causaría un espanto mucho mayor que cualquier Ejército Furioso.

Nada más llegar a la Brigada, Adamsberg consultó los registros y llamó al capitán Louis Nicolas Émeri de la gendarmería de Ordebec. Adamsberg se presentó, y percibió cierta indecisión al otro lado de la línea. Preguntas susurradas, opiniones, gruñidos, sillas arrastradas. La irrupción de Adamsberg en una gendarmería solía producir ese rápido desconcierto en que cada cual se preguntaba si había que aceptar la llamada o abstenerse de hacerlo aduciendo un pretexto cualquiera. Louis Nicolas Émeri se puso finalmente al aparato.

– Le escucho, comisario -dijo con desconfianza.

– Capitán Émeri, es a propósito de ese hombre desaparecido, cuyo congelador había sido volcado.

– ¿Herbier?

– Sí. ¿Alguna novedad?

– Ninguna. Hemos visitado su domicilio y todas las dependencias. Ni rastro del individuo.

Una voz agradable, demasiado modulada, con entonaciones firmes y corteses.

– ¿Tiene algún interés en el asunto? -prosiguió el capitán-. Me asombraría que se hiciera cargo de una desaparición tan común.

– No me he hecho cargo. Sólo me preguntaba qué pensaba usted hacer.

– Aplicar la ley, comisario. Nadie ha venido a solicitar la búsqueda, de modo que el individuo no figura en la lista de personas desaparecidas. Se fue con la moto, y no tengo ningún derecho a perseguirlo. Es su libertad de ser humano -insistió con cierta altanería-. El trabajo reglamentario está hecho; no ha tenido ningún accidente en la carretera y su vehículo no ha sido señalado en ninguna parte.

– ¿Qué opina de su partida, capitán?

– No me extraña, a fin de cuentas. Herbier no era apreciado en la zona, muchos lo odiaban incluso. El asunto del congelador demuestra que un individuo podría haber llevado a cabo sus amenazas, causadas por sus cacerías de salvaje. ¿Está usted al corriente?

– Sí. Hembras y crías.

– Es posible que Herbier se haya sentido intimidado, que se haya amedrentado y haya huido sin más. O que haya tenido una especie de crisis, de remordimientos, y haya volcado él mismo el congelador y lo haya dejado todo.

– Sí, ¿por qué no?

– De todos modos, no tenía ya ninguna relación en la zona. Podía rehacer su vida en otra parte. La casa no es suya, es de alquiler. Y desde que se jubiló, le costaba llegar a fin de mes. Si el dueño no pone una denuncia, estoy atado de pies y manos. Se ha largado sin pagar, eso es lo que creo.

Émeri se mostraba abierto y cooperador, tal como lo había descrito Danglard, al tiempo que parecía responder a la llamada de Adamsberg con distante diversión.

– Todo eso es muy posible, capitán. ¿Hay en la zona un camino llamado de Bonneval?

– Sí. ¿Y?

– ¿De dónde a dónde va?

– Sale de un lugar llamado Les Illiers, a casi tres kilómetros de aquí, y atraviesa una parte del bosque de Alance. A partir de la Croix de Bois, cambia de nombre.

– ¿Se circula mucho por allí?

– Se puede pasar de día. Pero nadie lo toma de noche. Viejas leyendas, ya sabe usted lo que son estas cosas.

– ¿No ha hecho un reconocimiento por allí?

– Si es una insinuación, comisario Adamsberg, le voy a hacer otra. Le insinúo que ha recibido usted la visita de un habitante de Ordebec. ¿Me equivoco?

– Es exacto, capitán.

– ¿De quién?

– No puedo decírselo. Una persona preocupada.

– Imagino muy bien de qué le habrá hablado esa persona. De toda esa tropa de fantasmas que vio Lina Vendermot, si es que a eso se le puede llamar «ver», en cuya compañía dice haber visto a Herbier.

– Es verdad -concedió Adamsberg.

– No me diga que va a tragarse eso, comisario. ¿Sabe por qué Lina vio a Herbier con el Ejército de los cojones?

– No.

– Porque lo odia. Es un antiguo amigo de su padre, el único probablemente. Siga mi consejo, comisario, olvídelo. Esa chica está loca de atar desde la infancia, todo el mundo lo sabe por aquí. Y todo el mundo desconfía de ella. De ella y de toda su familia de tarados. En el fondo no es culpa de ellos, más bien dan pena.

– ¿Todo el mundo sabe que Lina vio al Ejército?

– Claro. Lina se lo contó a su familia y a su jefe.

– ¿Quién es su jefe?

– Es abogada asociada en el bufete Deschamps y Poulain.

– ¿Quién ha filtrado el rumor?

– Todo el mundo. No se habla de otra cosa desde hace tres semanas. Las mentes sanas se mondan de risa, pero las mentes frágiles tienen miedo. Le aseguro que el que Lina se dedique a aterrorizar a la población es totalmente prescindible. Le apuesto con los ojos cerrados a que nadie ha puesto los pies en el camino de Bonneval desde hace tres semanas. Ni siquiera una mente sana. Y yo menos que nadie.

– ¿Por qué, capitán?

– No vaya a imaginarse que temo algo -y en esa seguridad, Adamsberg creyó oír algo del antiguo mariscal del Imperio-, lo que pasa es que no tengo ninguna gana de que cuenten por ahí que el capitán Émeri cree en el Ejército Furioso. Lo mismo vale para usted, si es que acepta un consejo. Hay que echar tierra sobre este asunto. Pero siempre lo recibiré con mucho gusto si sus asuntos lo traen alguna vez por Ordebec.

Intercambio ambiguo y un tanto difícil, pensó Adamsberg al colgar. Émeri se había burlado de él con benevolencia. Lo había dejado venir, ya informado de la visita que una habitante de Ordebec había hecho al comisario. Su reserva era comprensible. Tener a una visionaria en su territorio no era una bendición del cielo.

La Brigada se llenaba poco a poco, siendo Adamsberg quien solía llegar antes que nadie. La masa de Retancourt bloqueó unos instantes la puerta y la luz, y Adamsberg la miró dirigirse sin gracia hacia su mesa.

– El palomo ha abierto los ojos esta mañana -dijo-. Zerk le ha dado de comer a lo largo de la noche.

– Buena noticia -dijo simplemente Retancourt, que no era una emotiva.

– Si vive, se llamará Hellebaud.

– ¿El Bó? No tiene sentido.

– No, Hellebaud, en una sola palabra. Es un nombre antiguo. El tío o el sobrino de no recuerdo quién.

– Ah, bien -dijo la teniente encendiendo el ordenador-. Justin y Nöel quieren verle. Parece ser que Momo-Mecha-Corta ha vuelto a hacer de las suyas, pero esta vez es grave. El coche ha ardido, como de costumbre, pero con alguien dentro. Según los primeros análisis, podría tratarse de un hombre de cierta edad. Homicidio involuntario, esta vez no le caerán seis meses. Han puesto en marcha la investigación pero quieren, cómo decir, su orientación.

Retancourt había puesto el énfasis en la palabra «orientación» con cierta ironía. Por una parte, consideraba que Adamsberg no tenía ninguna; por otra, desaprobaba de un modo general la manera que tenía el comisario de dirigirse en el viento de las investigaciones. El conflicto de estilos existía en estado latente desde el principio, sin que ni ella ni Adamsberg hicieran nada para deshacerlo. Lo cual no impedía a Adamsberg sentir por Retancourt el amor instintivo que un pagano profesaría por el árbol más grande del bosque. El único que ofrece un verdadero refugio.

El comisario fue a tomar asiento en la mesa en que Justin y Nöel registraban los últimos datos sobre el coche incendiado con un hombre dentro. Momo-Mecha-Corta acababa de quemar su décimo primer vehículo.

– Hemos dejado a Mercadet y Lamarre delante del edificio donde vive Momo, en la Cité des Buttes -explicó Nöel-. El coche ardió en el distrito 5, en la calle Henri-Barbusse. Se trata de un Mercedes caro, como de costumbre.

– El hombre que murió ¿se sabe quién es?

– Todavía no. No queda nada de sus papeles ni de las placas de matrícula. Los chicos se están centrando en el motor. Atentado contra la alta burguesía, firmado: Momo-Mecha-Corta. Nunca ha quemado nada fuera del barrio.

– No -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No lo hizo Momo. Estamos perdiendo el tiempo.

En sí, perder el tiempo no era algo que molestara a Adamsberg. Insensible a la quemazón de la impaciencia, no tendía a seguir el ritmo a menudo convulsivo de sus adjuntos, del mismo modo que éstos no sabían acompañarlo en sus oscilaciones. Éstas no constituían el método de Adamsberg, menos aún su teoría, pero le parecía que, en lo que se refiere al tiempo, las perlas más excepcionales se alojaban a veces en los intersticios casi inmóviles de una investigación. Como las conchas diminutas que se deslizan en las fisuras de las rocas, lejos del oleaje de alta mar. En cualquier caso, allí las encontraba él.

– Lleva su firma -insistió Nöel-, El viejo debía de estar esperando a alguien en el coche. Estaba oscuro, y pudo arrellanarse y quedarse dormido. En el mejor de los casos, Momo-Mecha-Corta no lo vio. En el peor, metió fuego al conjunto. Coche y ocupante.

– Momo no.

Adamsberg recordaba con precisión el rostro del joven, obstinado e inteligente, muy fino bajo la masa de pelo negro y ensortijado. No sabía por qué no había olvidado a Momo, por qué el chico le caía bien. Mientras iba escuchando a sus adjuntos, se informaba por teléfono sobre los trenes hacia Ordebec, puesto que tenía el coche en el taller. La mujer menuda no volvía, y el comisario suponía que, una vez mal cumplida su misión, había vuelto el día anterior a Normandía. La ignorancia del comisario acerca del Ejército Furioso debía de haber desintegrado los jirones de valor que le quedaban. Porque sin duda hacía falta valor para venir a hablar a un policía de una tropa de demonios milenarios.

– Comisario, ya lleva incendiados diez coches, de ahí su nombre de guerra. Es admirado en la Cité. Es su escalada, aspira a más. Para él, entre los Mercedes, sus enemigos y los que los conducen, no hay más que un paso.

– Un paso de gigante, Nöel, que nunca dará. Lo conocí en sus dos detenciones provisionales. Momo nunca incendiaría un coche sin examinarlo antes.

No había estación en Ordebec. Había que bajar en Cérenay y tomar un coche de línea. No llegaría a su destino hasta las cinco, una larga expedición para un corto paseo. Con la luz veraniega, tenía tiempo de sobra para recorrer los cinco kilómetros del camino de Bonneval. Si un asesino hubiera querido explotar la locura de esa Lina, ése podía ser el lugar elegido para dejar el cuerpo. Esa escapada a un bosque ya no era sólo un deber no formulado que se sentía vagamente obligado a cumplir respecto a la mujer menuda, sino una fuga saludable. Imaginaba el olor del camino, las sombras, la blanda alfombra de hojas bajo los pies. Habría podido enviar a cualquiera de sus cabos, incluso convencer al capitán Émeri de que fuera a inspeccionar el camino. Pero la idea de explorarlo él mismo había ido imponiéndose lentamente a lo largo de la mañana, sin aportar explicaciones, con la sensación oscura de que los habitantes de Ordebec estaban en apuros graves. Colgó y volvió su atención a los dos tenientes.

– Céntrense en el anciano quemado -dijo-. Con la fama que tiene Momo en el distrito 5, es fácil endosarle un asesinato siguiendo sus métodos, que no son complejos. Gasolina y una mecha corta, es lo único que necesita el asesino. Hace esperar al hombre en el coche, vuelve a escondidas y le prende fuego. Busquen quién es la víctima, si veía bien, si oía bien. Busquen quién conducía el coche, alguien con quien el hombre se sentía seguro. Eso no debería llevarles mucho tiempo.

– ¿Tomamos declaración a Momo de todos modos?

– Sí. Pero manden analizar los residuos de gasolina, nivel de octano, etc. Momo usa carburante de moto muy mezclado con aceite. Comprueben la composición, está en el expediente. No me busquen esta tarde -añadió levantándose-, estaré fuera hasta la noche.

¿Dónde?, preguntó en silencio la mirada del flaco Justin.

– Voy a ver si me encuentro con un par de viejos caballeros en el bosque. No será largo. Díganlo en la Brigada. ¿Dónde está Danglard?

– En la máquina de café -dijo Justin señalando el piso de arriba con el dedo-. Ha ido a llevar el gato al cuenco de comida, le tocaba a él.

– ¿Y Veyrenc?

– En el extremo opuesto del edificio -dijo Nöel con sonrisa malévola.

Adamsberg encontró a Veyrenc en el despacho más alejado de la gran sala común, apoyado en la pared.

– Estoy en fase de impregnación -dijo señalando una pila de expedientes-. Miro lo que habéis estado haciendo en mi ausencia. Encuentro que el gato ha engordado, y Danglard también. Está mejor.

– ¿Cómo no va a engordar? Se pasa el día entero con Retancourt, tirado encima de la fotocopiadora.

– Te refieres al gato. Si no lo llevarais a comer a su cuenco, a lo mejor se decidiría a andar.

– Ya lo intentamos alguna vez, Veyrenc. Dejó de comer, y tuvimos que interrumpir el experimento al cabo de cuatro días. Anda muy bien. En cuanto se va Retancourt, sabe perfectamente bajarse de su pedestal para ocupar su silla. En cuanto a Danglard, se ha echado una nueva amiga durante la conferencia de Londres.

– Será eso. Pero, cuando me lo he cruzado esta mañana, todo su ser se ha arrugado de contrariedad. ¿Le preguntaste lo del Ejército?

– Sí. Es muy antiguo.

– Mucho -confirmó Veyrenc sonriendo-. En los remotos pliegues duermen historias muertas. / No las despiertes, pues, no llames a la puerta / que las tiene encerradas.

– No llamo, me voy a dar un paseo por el camino de Bonneval.

– ¿Es un grimweld?

– Es el de Ordebec.

– ¿Has hablado a Danglard de tu pequeña expedición?

Veyrenc tecleaba al mismo tiempo en su ordenador.

– Sí, y se ha arrugado de contrariedad. Le encantó contarme lo del Ejército, pero le molesta que lo siga.

– ¿Te habló de los «prendidos»?

– Sí.

– Entonces has de saber, si eso es lo que buscas, que es muy raro que el Ejército deje los cuerpos de los prendidos en un grimweld. Se suelen encontrar simplemente en sus casas, o en una zona de duelo, o en un pozo, o cerca de algún lugar de culto abandonado. Es sabido que las iglesias abandonadas atraen la presencia del demonio. Apenas el lugar es descuidado, se instala el Mal. Y los prendidos vuelven al demonio, simplemente.

– Es lógico.

– Mira -dijo señalando la pantalla-. Es el mapa del bosque de Alance.

– Esto -dijo Adamsberg siguiendo una línea con el dedo- debe de ser el camino.

– Y aquí tienes la capilla de San Antonio de Alance. Aquí, al otro lado, un calvario. Son lugares que puedes visitar. Lleva una cruz para protegerte.

– Llevo un guijarro de río en el bolsillo.

– Ampliamente suficiente.

Capítulo 7

La temperatura era de irnos seis grados menos en Norman- día y, en cuanto llegó a la estación de autobuses, casi desierta, Adamsberg movió la cabeza en el viento fresco, haciéndolo soplar en la nuca y detrás de las orejas en un movimiento casi animal, en cierto modo como lo haría un caballo para espantar los tábanos. Rodeó Ordebec por el norte y, al cabo de media hora, ponía el pie en el camino de Bonneval, indicado por un viejo letrero pintado a mano. Era un sendero estrecho, a diferencia de lo que había imaginado, sin duda porque la idea de que por allí tenían que pasar cientos de hombres de armas le había dado la visión de una avenida de caballerías ancha e impresionante, bajo una bóveda cerrada de grandes hayas. El camino era en realidad mucho más modesto, hecho de un par de roderas separadas por un lomo herboso y bordeado por dos fosos de drenaje invadidos por las zarzas, de retoños de olmo y de avellano. Muchas moras estaban ya en su punto -muy adelantadas, debido al calor anormal-, y Adamsberg recogió unas cuantas mientras se adentraba por el sendero. Avanzaba despacio, recorriendo los bordes con la mirada, comiendo sin prisa las frutas que sostenía en la mano. Había muchas moscas, que se precipitaban sobre su cara para sorber el sudor.

Cada tres minutos, se paraba para reconstituir su reserva de moras, arañando su vieja camisa negra con las zarzas. A medio camino de su exploración, se detuvo bruscamente al recordar que no había dejado ningún mensaje a Zerk. Estaba tan acostumbrado a la soledad que avisar a los demás de sus ausencias le exigía esfuerzo. Marcó el número.

– Hellebaud se ha levantado -explicó el joven-. Ha comido el alpiste él solo. Eso sí, luego ha cagado encima de la mesa.

– Así son las cosas cuando vuelve la vida. Pon un plástico sobre la mesa estos días. Hay uno en el desván. No volveré hasta la noche, Zerk. Estoy en el camino de Bonneval.

– ¿Y los ves?

– No, todavía es de día. Miro a ver si encuentro el cuerpo del cazador. Nadie ha pasado por aquí desde hace tres semanas; está lleno de moras, están adelantadas. Si llama Violette, no le digas dónde estoy, no le gustaría.

– Claro -dijo Zerk, y Adamsberg se dijo que su hijo era más listo de lo que parecía. Migaja a migaja, iba acumulando un poco de información sobre él-. He cambiado la bombilla de la cocina. La de la escalera tampoco funciona. ¿La cambio también?

– Sí, pero no pongas una luz muy fuerte. No me gusta cuando se ve todo.

– Si te encuentras con el Ejército, llámame.

– No creo que pueda, Zerk. Su paso debe de producir interferencias. El choque de dos tiempos diferentes.

– Seguro -aprobó el joven antes de colgar.

Adamsberg avanzó cien metros más, explorando los bordes del camino. Porque Herbier estaba muerto, estaba convencido de eso, y era su único punto de acuerdo con la mujer Vendermot que saldría volando si se le soplaba encima. Momento en que Adamsberg se dio cuenta de que ya había olvidado el nombre de las semillas del diente de león.

Había una silueta en el camino, y Adamsberg entornó los ojos mientras avanzaba más lentamente. Una silueta muy larga, sentada en un tronco de árbol, tan vieja y encogida que temió darle un susto.

– Hello -dijo la anciana al verlo llegar.

– Hello -respondió Adamsberg sorprendido-. «Hello» era de las pocas palabras que se sabía en inglés, además de «yes» y «no».

– Ha tardado desde la estación -dijo.

– He estado cogiendo moras -explicó Adamsberg, preguntándose cómo una voz tan segura podía salir de esa carcasa tan estrecha. Estrecha pero intensa-. ¿Sabe quién soy?

– No del todo. Lionel le ha visto bajar del tren y tomar el autobús. Bernard me lo ha dicho y, entre una cosa y otra, aquí está usted. Por los tiempos que corren y con las cosas que pasan, no puede ser muchas cosas más que un policía de la ciudad. La cosa tiene mala pinta. Aunque, todo sea dicho, Michel Herbier no es una gran pérdida.

La anciana sorbió ruidosamente por la grandísima nariz pasándose el dorso de la mano para recoger una gota.

– ¿Y usted me estaba esperando?

– De eso nada, joven. Estoy esperando a mi perro. Se ha encaprichado de la perra de la granja de los Longes, que está ahí detrás. Si no lo traigo a que la cubra de vez en cuando, pierde los nervios. Renoux, el granjero de los Longes, está furioso, dice que no quiere tener el patio lleno de bastardos. Pero ¿qué le voy a hacer? Nada. Y con la gripe de verano que arrastro, llevaba diez días sin traerlo.

– ¿Y no tiene miedo aquí sola, en este camino?

– ¿De qué?

– Del Ejército Furioso -aventuró Adamsberg.

– Qué va -dijo la mujer sacudiendo la cabeza-. Para empezar, no es de noche; y aunque lo fuera, yo no lo veo. Ese don no lo tiene cualquiera.

Adamsberg veía una mora enorme por encima de la cabeza de la alta mujer, pero no se atrevió a molestarla para eso. Extraño, pensó, cómo vuelve instintivamente en el hombre el espíritu de la recolección con sólo haber dado veinte pasos en el bosque. Le habría gustado a mi amigo prehistoriador, Mathias. Porque, si lo piensas, lo fascinante es recolectar; porque lo que es la mora en sí, no puede decirse que sea apasionante.

– Me llamo Léone -dijo la mujer enjugándose una nueva gota que le asomaba por la nariz-. Pero me llaman Léo.

– Jean-Baptiste Adamsberg, comisario de la Brigada Criminal de París. Encantado de conocerla -añadió educadamente-. Voy a proseguir mi camino.

– Si a quien busca es a Herbier, no lo encontrará por aquí.

Está descuajaringado en medio de su sangre ya negra a dos pasos de la capilla de San Antonio.

– ¿Muerto?

– Sí, desde hace tiempo. No es que nadie vaya a llorar, pero no da gusto verlo. Quien lo hiciera no se anduvo con chiquitas, no se le ve la cabeza siquiera.

– ¿Lo encontraron los gendarmes?

– No, joven, lo encontré yo. Voy a menudo a poner un ramo en la capilla, no me gusta dejar abandonado a San Antonio. San Antonio protege a los animales. ¿Tiene algún animal?

– Tengo un palomo enfermo.

– Pues es la ocasión, ya ve. Cuando pase por la capilla, tenga un pensamiento. También ayuda a encontrar las cosas perdidas. Con la edad, pierdo cosas.

– ¿No la ha impactado? ¿Ver ese cadáver ahí arriba?

– Cuando uno se lo espera no es lo mismo. Yo ya sabía que lo habían matado.

– ¿Por el Ejército?

– Por mi edad, joven. Aquí ni un pájaro puede poner un huevo sin que yo me entere o lo presienta. Por ejemplo, puede estar seguro de que esta noche una raposa le ha echado el diente a una gallina de la granja de Deveneux. Sólo tiene tres patas y un muñón por cola.

– ¿El granjero?

– La raposa, he visto sus excrementos. Pero, créame, se las arregla bien. El año pasado, un paro carbonero se prendó de ella. Vivía subido a su lomo, y la raposa nunca se lo comió. Sólo a él, ojo, a los demás ya es otra cosa. Hay muchos detalles en este mundo, ¿se ha fijado alguna vez? Y como cada detalle no se reproduce nunca bajo la misma forma y provoca el surgimiento de otros detalles, la cosa va para largo, para largo. Si el Herbier hubiera estado vivo, habría acabado matando a la raposa y, por lo tanto, al carbonero. Eso habría implicado otra guerra en las elecciones municipales. Pero no sé si el carbonero habrá vuelto este año. Mala pata.

– ¿Ya están allí los gendarmes? ¿Los ha avisado?

– ¿Cómo quiere que lo haga? Tengo que esperar al perro. Si tiene prisa, llámelos usted.

– No creo que sea buena idea -dijo Adamsberg al cabo de un instante-. A los gendarmes no les gusta que un tipo de París se meta en sus asuntos.

– Entonces ¿por qué está aquí?

– Porque una mujer de aquí fue a verme. Así que he venido.

– ¿La señora Vendermot? Seguro que teme por sus hijos. Tan seguro como que habría hecho mejor callándose. Pero esta historia le da tanto miedo que no ha podido evitar ir a buscar ayuda.

Un gran perro beige de largas orejas blandas irrumpió con estrépito de entre los matorrales, ladrando, y fue a apoyar la cabeza en las escuálidas piernas de su ama, cerrando los ojos, como en señal de agradecimiento.

– Hello, Gand -dijo enjugándose la nariz mientras el perro se secaba la trufa en su falda gris-. Ya ve que parece contento.

Léo se sacó un terrón de azúcar del bolsillo y lo metió en la boca del perro. Luego Gand se puso a dar vueltas alrededor de Adamsberg, loco de curiosidad.

– Ya, Gand -dijo Adamsberg dándole palmadas en el cuello.

– Su verdadero nombre es Gandul. Desde muy bebé, ya era un gandumbas. Siempre hay quien dice que, aparte de follisquear a diestro y siniestro, no sabe hacer nada. Y yo digo que más vale eso que andar pegando mordiscos a todo el mundo.

La anciana se levantó, desplegando toda su carcasa inclinada, y se apoyó en dos bastones.

– Si vuelve a su casa para llamarlos, ¿me permite acompañarla? -pidió Adamsberg.

– Por supuesto, me encanta la compañía. Pero no ando deprisa, tardaremos media hora atajando por el bosque. Antes, cuando vivía Ernest, transformé la granja en posada. Ofrecíamos habitación y desayuno. En aquella época, siempre había gente, y muchos jóvenes. Había alegría, movimiento. Tuve que parar hace doce años, y ahora está más tristón. Así que, cuando encuentro compañía, no hago ascos. No hablar con nadie no es bueno.

– Dicen que a los normandos no les gusta mucho hablar -aventuró Adamsberg mientras echaba a andar detrás de la mujer, que iba exhalando un ligero olor a hoguera.

– No es que no les guste hablar, es que no les gusta contestar. No es lo mismo.

– Entonces, ¿cómo hacen para preguntar?

– Se las arreglan. ¿Se viene hasta la posada? El perro tiene hambre.

– La acompaño. ¿A qué hora pasa el último tren?

– El último tren, joven, ha pasado hará un cuarto de hora largo. Está el de Lisieux, pero el último autobús sale dentro de diez minutos, no llega.

Adamsberg no había previsto hacer noche en Normandía. No se había llevado nada, aparte de unos cuantos billetes, el carnet de identidad y las llaves. El Ejército Furioso lo inmovilizaba allí. Sin preocuparse por ello, la anciana iba sorteando árboles con vivacidad, apoyándose en los bastones. Parecía un saltamontes avanzando a saltos por encima de las raíces.

– ¿Hay un hotel en Ordebec?

– No es un hotel, es una conejera -afirmó la anciana con su voz fuerte-. Y está en obras. Tendrá usted donde alojarse, supongo.

Adamsberg recordó la reticencia a formular preguntas directas, que ya le había creado dificultades en el pueblo de Haroncourt [4]. Al igual que Léone, los hombres de Haroncourt salvaban el obstáculo afirmando algo, lo que sea, con objeto de suscitar una respuesta.

– Contará usted con dormir en algún sitio, supongo -declaró de nuevo Léo-. Vamos Gand. Siempre tiene que mear en todos los árboles.

– Tengo un vecino que hace lo mismo -dijo Adamsberg pensando en Lucio-. No, no conozco a nadie aquí.

– Puede usted dormir en la paja, claro. Estos días está haciendo un calor anormal, pero de madrugada está todo mojado. Viene usted de otra región, supongo.

– De Béarn.

– Debe de estar al este.

– En el suroeste, cerca de España.

– Y ya ha venido alguna vez por aquí, digo yo.

– Tengo amigos en el café de Haroncourt.

– ¿Haroncourt, en el Eure? ¿En el café que hay cerca del mercado?

– Sí, allí tengo amigos. Robert sobre todo.

Léo se detuvo en seco, y Gand aprovechó para elegir otro árbol. La anciana reanudó la marcha sin dejar de murmurar en unos cincuenta metros.

– Robert es un primo segundo -acabó diciendo, todavía bajo el efecto de la sorpresa-. Un buen primo segundo.

– Me dio unas cuernas de ciervo. Las tengo todavía en mi despacho.

– Está bien que lo hiciera, eso es que lo apreciaba. No se dan cuernas de ciervo al primer forano que pasa.

– Eso espero.

– Se trata de Robert Binet, ¿no?

– Sí.

Adamsberg cubrió otro centenar de metros en la estela de la anciana. Empezaba a atisbarse el trazo de una carretera a través de los troncos.

– Si es usted amigo de Robert, ya es otra cosa. Podría alojarse en Chez Léo, si eso no es demasiado diferente de lo que usted pensaba hacer. Chez Léo es mi casa, es el nombre de la posada.

Adamsberg oyó claramente la llamada de la anciana que se aburría, sin saber si iba a decidirse. Sin embargo, como había dicho a Veyrenc, las decisiones están tomadas mucho antes de que uno las enuncie. No tenía donde alojarse, y la ruda anciana le caía bien. Pese a que se sentía un poco atrapado, como si Léo lo hubiera organizado todo de antemano.

Cinco minutos después, vislumbraba Chez Léo, una larga casa antigua de una sola planta, que se aguantaba en pie no se sabía cómo desde hacía décadas.

– Siéntese en el banco -dijo Léo-. Vamos a llamar a Émeri. No es mal tipo, al contrario. Se da aires de vez en cuando porque tenía un antepasado mariscal bajo Napoleón. Pero en conjunto es apreciado. Lo que pasa es que su oficio lo deforma. De tanto desconfiar de todo el mundo, de tanto castigar, uno no puede ir mejorando con la edad. Supongo que a usted le pasa lo mismo.

– Seguramente.

– Léo acercó un taburete al teléfono.

– En fin -suspiró mientras marcaba el número-, la policía es un mal necesario. Durante la guerra, era un mal a secas. Seguro que más de uno se fue con el Ejército Furioso. Vamos a encender la chimenea, que está refrescando. Sabrá hacer fuego, supongo. Encontrará la leñera saliendo a la izquierda. Hello, Louis, aquí Léo.

Cuando Adamsberg volvió con una brazada de leña, Léo estaba en plena conversación. Estaba claro que Émeri llevaba las de perder. Con mano decidida, Léo tendió el auricular al comisario.

– Pues porque siempre voy a llevar flores a San Antonio, ya lo sabes. Oye, Louis, no irás a tocarme las narices porque he encontrado un cadáver, ¿no? Si te hubieras dado más maña, lo habrías encontrado solito y me habrías ahorrado molestias.

– No te embales, Léo, te creo.

– También está la moto, metida en el ramaje de los avellanos. Para mí que le dieron cita y que escondió la moto ahí dentro para que no se la robaran.

– Voy al lugar, Léo, y luego paso a verte. No estarás acostada a las ocho, ¿verdad?

– A las ocho estaré terminando de cenar. Y no me gusta que me molesten cuando estoy comiendo.

– Ocho y media.

– No me va bien, ha venido a verme un primo de Haroncourt. No sería cortés hacerle ver gendarmes el día de su llegada. Y además estoy cansada. Andar por el bosque no es propio de mi edad.

– Por eso mismo me pregunto por qué anduviste hasta la capilla.

– Ya te lo he dicho. Para llevar las flores.

– Nunca dices más que un cuarto de lo que sabes.

– El resto no te interesaría. Harías mejor en darte prisa, antes de que se lo coman los animales. Y si quieres verme, que sea mañana.

Adamsberg colgó el auricular y se puso a encender el fuego.

– Louis Nicolas no puede hacerme nada -explicó Léone-. Le salvé la vida cuando era un mocoso. El muy trasto había ido a zambullirse en la laguna Jeanlin. Lo agarré por el fondillo. Así que conmigo no puede gastar aires de mariscal del imperio.

– ¿Es de por aquí?

– Nació aquí.

– Entonces, ¿cómo puede ser que lo destinaran aquí? No se destina a los policías a su lugar de origen.

– Ya lo sé, joven. Pero tenía once años cuando se fue de Ordebec, y sus padres no tenían a nadie aquí. Pasó mucho tiempo cerca de Toulon, más tarde en Lyon, y luego obtuvo la dispensa. No se puede decir que conozca realmente a la gente de por aquí. Además, lo protege el conde, así que no hay problema.

– El conde de aquí.

– Rémy, el conde de Ordebec. Tomará sopa, supongo.

– Gracias -dijo Adamsberg tendiéndole el plato.

– Es de zanahorias. De segundo, hay salteado de carne con nata.

– Émeri dice que Lina está loca de atar.

– Eso no es verdad -dijo Léone metiéndose una gran cucharada en la pequeña boca-. Es una cría pizpireta y estupenda. Además, no estaba equivocada: Herbier está muerto y más que muerto. Así que Louis Nicolas va a ir a por ella; más claro, el agua.

Adamsberg limpió el plato de la sopa con pan, como hacía Léo, y trajo la fuente de salteado. Ternera con judías, y olor de hoguera.

– Y como no cae muy bien a nadie, ni ella ni sus hermanos -prosiguió Léone sirviendo la carne con gesto un tanto brusco-, será esto una escabechina. No vaya a creer que la gente de aquí es mala, pero siempre tiene miedo de lo que no entiende. Así que Lina, con su don y con sus hermanos, que son un poco raritos, no tiene muy buena fama que digamos.

– Por lo del Ejército Furioso.

– Por eso y por más cosas. La gente dice que tienen al diablo en casa. Aquí, como en todas partes, hay mucha cabeza hueca que enseguida se llena de cualquier cosa, a ser posible de lo peor. Es lo que todo el mundo prefiere, lo peor. Se aburren tanto…

Léone aprobó su propia declaración sacudiendo la barbilla y engulló un buen bocado de carne.

– Tendrá usted su opinión sobre el Ejército Furioso, supongo -dijo Adamsberg empleando el método de Léone para preguntar.

– Depende de cómo se mire. En Ordebec, hay quien piensa que el señor Hellequin está al servicio del demonio. Yo no estoy convencida, pero digo yo que, si los hay que sobreviven porque son santos, como San Antonio, ¿por qué otros no van a sobrevivir porque son malos? Porque eso sí, en la Mesnada son todos malos. Eso no lo sabe usted, ¿verdad?

– Sí.

– Por eso los prenden. Otros piensan que la pobre Lina tiene visiones, que está mal de la cabeza. La chica ha ido a médicos, pero no le han encontrado nada. Otros dicen que su hermano echa boleto de Satanás en la tortilla de setas, y que eso a ella le da alucinaciones. Conocerá usted el boleto de Satanás, supongo. El de pie rojo.

– Sí.

– Ah, bien -dijo Léone un poco decepcionada.

– Sólo da retortijones.

Léone se llevó los platos a la cocina pequeña y oscura y los lavó en silencio, concentrada en su labor. Adamsberg iba secándolos a medida que ella se los pasaba.

– A mí me da lo mismo -prosiguió Léone enjugándose las grandes manos-. Sólo que Lina ve al Ejército, y sobre eso no cabe duda. Que el Ejército exista de verdad o no, no soy quien para juzgarlo. Pero ahora que Herbier ha muerto, los demás van a amenazarla. De hecho, por eso está usted aquí.

La anciana volvió a coger sus bastones y regresó a su sitio en la mesa. Sacó del cajón una caja de puros de buen tamaño. Se pasó uno bajo la nariz, lamió la punta y lo encendió con cuidado, empujando la caja abierta hacia Adamsberg.

– Me los manda un amigo, le vienen de Cuba. Pasé dos años en Cuba, cuatro en Escocia, tres en Argentina y cinco en Madagascar. Con Ernest, abrimos restaurantes en todas partes, vimos mundo. Cocina con nata. Sería tan amable de sacar el calvados, en la parte de abajo del armario, y ponernos dos vasitos. Aceptará beber conmigo, supongo.

Adamsberg obedeció; empezaba a encontrarse muy a gusto en esa pequeña sala mal iluminada, con el puro, el caso, el fuego, la alta y vieja Léo, arrugada como un trapo acartonado.

– ¿Y por qué estoy aquí, Léo? Si me permite que la llame Léo.

– Para proteger a Lina y a sus hermanos. No tengo hijos, y ella es un como si fuera mi hija. Si hay más muertos, me refiero a que si mueren también los otros que vio con el Ejército, habrá un estropicio. Pasó lo mismo en Ordebec un poco antes de la Revolución. El tipo se llamaba François-Benjamin; había visto a cuatro hombres malos prendidos por la Mesnada. Pero sólo supo decir tres de los cuatro nombres. Igual que Lina. Y dos de esos hombres murieron a los once días. La gente cogió tanto miedo, por la cuarta persona sin nombre, que creyeron poder detener la matanza de la Mesnada destruyendo al que la había visto. François-Benjamin murió ensartado a golpes de horca, y luego lo quemaron en la plaza.

– ¿Y el tercero no murió?

– Sí. Y luego el cuarto, en el orden que había indicado François-Benjamin. O sea que de nada sirvió que lo lincharan.

Léo tomó un trago de calvados, hizo unas gárgaras y deglutió con ruido y satisfacción antes de dar una larga calada al puro.

– Y no tengo ganas de que le pase lo mismo a Lina. Se supone que los tiempos han cambiado, pero eso sólo quiere decir que la gente se ha vuelto más discreta. Quiere decir que no lo harán con horcas y fuego, pero lo harán de otra manera. Aquí, todo el que tiene alguna fechoría en la conciencia está aterrorizado, de eso puede usted estar seguro. Aterrorizados de verse prendidos y aterrorizados de que se sepa.

– ¿Una fechoría grave? ¿Un asesinato?

– No necesariamente. Un expolio, una calumnia o una injusticia. Se quedarían más tranquilos destruyendo a Lina y sus chismes. Porque así se corta la relación con el Ejército, ¿entiende? Eso es lo que piensan. Como antes. No hemos evolucionado, comisario.

– Desde lo sucedido a François-Benjamin, ¿Lina es la primera persona que ha visto al Ejército Furioso?

– Claro que no, comisario -dijo Léo con su voz ronca, en medio de una nube de humo, como si regañara a un alumno decepcionante-. Esto es Ordebec. Hay como mínimo un pasador por generación. El pasador es el que lo ve, el que hace de enlace entre los vivos y el Ejército. Antes de que naciera Lina, era Gilbert. Al parecer puso la mano en la cabeza de la niña, sobre la pila del bautismo, y así le pasó el destino. Y cuando uno tiene el destino, de nada le sirve huir, porque el Ejército siempre acaba trayéndolo de vuelta al grimweld. O grimweld, como dicen en el Este.

– Pero nadie mató a ese Gilbert, ¿o sí?

– No -dijo Léo soplando una gran nube redonda-. Pero la diferencia es que, esta vez, Lina ha hecho lo que François-Benjamin: ver a cuatro, pero ser capaz de nombrar sólo a tres: Herbier, Glayeux y Mortembot. El cuarto no lo dice. Entonces claro: si Glayeux y Mortembot fallecen también, el miedo va a extenderse por todo el pueblo. Puesto que no se sabe quién será el siguiente, nadie va a sentirse a salvo. Aparte de que el anuncio de los nombres de Glayeux y Mortembot ya ha armado un revuelo importante.

– ¿Por qué?

– Por los rumores que corren sobre ellos desde hace tiempo. Son malas personas.

– ¿Qué hacen?

– Glayeux hace vidrieras para todas las iglesias de la región. Es muy habilidoso, pero no es amable. Se cree por encima de los palurdos y no le molesta hacerlo saber. Y eso que su padre era un artesano del hierro forjado en Charmeuil-Othon. Y que, sin palurdos que vayan a misa, no tendría encargos para hacer vidrieras. Mortembot es arboricultor en la carretera de Livarot. Es un taciturno. Es comprensible que, desde que corren los rumores, pasan sus apuros. La clientela ha bajado en el vivero, la gente los evita. Cuando se sepa que Herbier está muerto, la cosa irá a peor. Por eso digo que a Lina le habría valido más callarse. Pero es el problema con los pasadores, que se sienten obligados a hablar para dar una oportunidad a los prendidos. Entenderá usted lo que son los «prendidos», supongo.

– Sí.

– Los pasadores hablan, por si acaso los prendidos consiguen redimirse. De modo que Lina está en peligro y usted podría protegerla.

No puedo hacer nada, Léo. El caso es de Émeri.

– Pero a Émeri no le preocupa Lina. Toda esta historia del Ejército Furioso lo irrita y le da asco. Cree que las cosas han cambiado, que la gente es más razonable.

– Primero buscarán al asesino de Herbier. Y los otros dos siguen vivos. De modo que Lina no está en peligro de momento.

– Puede ser -dijo Léo soplando sobre el resto del cigarro.

Había que salir para ir a la habitación, puesto que cada sala daba directamente al exterior por una puerta muy chirriante que le recordó la de Julien Tuilot, la que habría impedido que lo inculparan si se hubiera atrevido a abrirla. Léo le señaló el dormitorio con la punta del bastón.

– Hay que levantarla para que no rechine demasiado. Buenas noches.

– No sé su apellido, Léo.

– Los policías siempre quieren saber eso. ¿Y el suyo? -dijo Léo escupiendo los fragmentos de tabaco que se le habían quedado pegados a la lengua.

– Jean-Baptiste Adamsberg.

– No se escandalice, en su habitación hay toda una colección de libros de pornografía del siglo XIX. Me los legó un amigo, su familia no los toleraba. Puede hojearlos, claro, pero tenga cuidado con las páginas; son libros viejos, y el papel no es muy resistente.

Capítulo 8

Por la mañana, Adamsberg se puso el pantalón y salió sin hacer ruido, descalzo en la hierba húmeda. Eran las seis y media, y el rocío aún no se había evaporado. Había dormido perfectamente en un viejo colchón de lana, con una depresión en medio en la que se había hundido como un pájaro en su nido. Caminó por el prado durante varios minutos antes de encontrar lo que buscaba, un palito de madera flexible cuya extremidad, una vez aplastada en forma de escobilla pudiera proporcionarle un sucedáneo de cepillo de dientes. Estaba pelando la punta del palito cuando Léo se asomó a la ventana.

– ¡Hello! El capitán Émeri ha llamado y ha dicho que vaya usted allá, y no parece de buen humor. Venga, el café está caliente. Se resfría uno andando fuera descalzo.

– ¿Cómo ha sabido que estaba aquí? -preguntó al reunirse con ella.

– No se habrá tragado el cuento del primo. Habrá relacionado las cosas con el parisino que se bajó ayer del autocar. Ha dicho que no le gustaba tener a un policía en la chepa ni que yo lo disimule. Ni que esto fuera un complot, ni que fuera la guerra. Puede crearle problemas, ¿sabe?

– Le diré la verdad. Que he venido a ver qué aspecto tiene un grimweld -dijo Adamsberg cortando una ancha rebanada.

– Exactamente. Y que no había hotel.

– Eso es.

– Si tiene que pasar por el cuartel, no tendrá tiempo de tomar el tren de las nueve menos diez para Lisieux. El siguiente es a las catorce y treinta y cinco en Cérenay. Ojo, porque hay que contar media hora larga en autocar. Saliendo de aquí, va a la derecha y otra vez a la derecha; luego sigue unos ochocientos metros hacia el centro. La gendarmería está justo detrás de la plazoleta. Deje el tazón, ya recojo yo.

Adamsberg recorrió un kilómetro escaso campo a través y se presentó en la recepción de la gendarmería, curiosamente recién pintada de amarillo vivo como si fuera un centro de vacaciones.

– Comisario Jean-Baptiste Adamsberg -anunció a un cabo orondo-. El capitán me está esperando.

– Así es -respondió el hombre lanzándole una mirada un tanto temerosa, la mirada de un hombre que no habría querido estar en su pellejo-. Siga el pasillo, y es el despacho del fondo. La puerta está abierta.

Adamsberg se detuvo en el umbral, observando durante unos segundos al capitán Émeri, que estaba dando vueltas en el despacho, nervioso, tenso, pero elegante con su uniforme ajustado. Un tipo apuesto de cuarenta y tantos años, facciones regulares, pelo abundante y todavía rubio, que llevaba sin vientre la camisa militar de hombreras.

– ¿Qué pasa? -preguntó Émeri volviéndose hacia Adamsberg-. ¿Quién le ha dicho que pase?

– Usted, capitán. Me ha convocado esta mañana a primera hora.

– ¿Adamsberg? -dijo Émeri detallando rápidamente el atuendo del comisario, que, aparte de llevar ropa sin forma, no había podido afeitarse ni peinarse.

– Siento venir con barba -dijo Adamsberg estrechándole la mano-, no pensaba quedarme en Ordebec esta noche.

– Siéntese, comisario -dijo Émeri sin desprender la mirada de Adamsberg.

No lograba hacer encajar ese nombre célebre, para bien o para mal, con un hombre tan bajito y de aspecto tan modesto, que, desde el rostro moreno hasta la vestimenta negra, le parecía dislocado, inclasificable o, por lo menos, disconforme. Busco su mirada sin encontrarla realmente y se detuvo en la sonrisa, tan agradable como lejana. El discurso ofensivo que había previsto se había perdido en parte en su perplejidad, como si se hubiera estrellado no contra el obstáculo de un muro, sino contra una ausencia total de obstáculo. Y no veía cómo agredir, agarrar siquiera, una ausencia de obstáculo. Fue Adamsberg quien rompió el hielo.

– Léone me ha informado de su descontento, capitán -dijo eligiendo sus palabras-. Pero hay un malentendido. Ayer hacía en París una temperatura de 36°, y acababa de atrapar a un anciano que había matado a su mujer con miga de pan.

– ¿Con miga de pan?

– Metiéndole dos puñados gordos de miga de pan compacta en la garganta. De modo que me sentí tentado por la idea de ir a tomar el fresco en un grimweld. Lo entiende usted, supongo.

– Puede.

– He recogido y comido muchas moras -y Adamsberg vio que las manchas negras de las frutas no habían desaparecido aún de las palmas de sus manos-. No había previsto cruzarme con Léone. Estaba esperando su perro en el camino. Ella tampoco había previsto encontrar el cuerpo de Herbier en la capilla. Y por respeto hacia sus prerrogativas, no fui a ver la escena del crimen. Ya no había tren, me ofreció hospitalidad. No me esperaba fumar un auténtico habano con un calvados gran reserva delante de la chimenea, pero eso fue lo que hicimos. Una persona estupenda, como diría ella, pero mucho más que eso.

– ¿Sabe por qué esa persona estupenda fuma auténticos puros de Cuba? -preguntó Émeri con una primera sonrisa-, ¿Sabe quién es?

– No me ha dicho su apellido.

– No me sorprende. Léo es Léone Marie de Valleray, condesa de Ordebec. ¿Un café, comisario?

– Por favor.

Léo, condesa de Ordebec. Que vive en una granja antigua y destartalada, que ha vivido del comercio de la posada. Léo, que engulle grandes cucharadas de sopa, que escupe fragmentos de tabaco. El capitán Émeri volvía con dos tazas de café, sonriendo francamente esta vez, dejando traslucir la «buena naturaleza» que había descrito Léo, directa y acogedora.

– ¿Sorprendido?

– Bastante. Es pobre. Y Léo me ha dicho que el conde de Ordebec tiene fortuna.

– Es la primera mujer del conde, pero eso fue hace sesenta años. Un amor apasionado de jovenzuelos. Fue un escándalo de mil demonios en la familia condal, y las presiones fueron tales que a los dos años se divorciaron. Dicen que siguieron viéndose durante mucho tiempo. Pero luego, al madurar, cada cual tomó su camino. No hablemos más de Léo -dijo Émeri dejando de sonreír-. Cuando llegó usted al camino, ¿no sabía nada? Quiero decir: cuando me llamó ayer por la mañana desde París ¿no sabía que Herbier estaba muerto, y muerto junto a la capilla?

– No.

– Pongamos que es verdad. ¿Suele hacer esto a menudo, irse de la Brigada para dar un paseo por el bosque bajo cualquier pretexto?

– Sí.

Émeri tomó un sorbo de café y levantó la cabeza.

– ¿De verdad?

– Sí. Y además había habido toda esa miga de pan por la mañana.

– ¿Qué dicen de eso sus hombres?

– Entre mis hombres, capitán, hay un hipersomniaco que se queda roque en el momento menos pensado, un zoólogo especialista en peces, sobre todo de río, una bulímica que desaparece para aprovisionarse, uno con cuello de garza vieja versado en cuentos y leyendas, un monstruo de saber pegado al vino blanco, y todo a juego. No pueden permitirse mostrarse muy formalistas.

– ¿Y trabajan?

– Mucho.

– ¿Qué le dijo Léo cuando se la encontró?

– Me saludó; ya sabía que era policía y que venía de París.

– No me sorprende, tiene mil veces más olfato que su perro. A ella incluso le chocaría que yo llame a eso olfato. Tiene su teoría sobre los efectos conjugados de los detalles unos en otros. Lo de la mariposa que mueve las alas en Nueva York y la explosión que se produce luego en Bangkok. No recuerdo de dónde sale esa historia.

Adamsberg sacudió la cabeza, igual de ignorante.

– Léo insiste en el ala de mariposa -prosiguió Émeri-. Dice que lo esencial es percibir el instante en que se mueve. Y no cuando todo explota después. Y tiene talento para eso, hay que reconocerlo. Lina ve pasar al Ejército Furioso. Es el ala de mariposa. Su patrón lo cuenta por ahí, Léo se entera, la madre se asusta, el vicario le da su nombre, ¿me equivoco?, la mujer toma el tren, su historia lo seduce, hace 36° en París, la mujer ha muerto ahogada con miga de pan, el frescor del grimweld resulta tentador, Léo espera en el camino, y aquí está sentado.

– Lo cual no es exactamente una explosión.

– Pero la muerte de Herbier sí. Es la explosión del sueño de Lina en la realidad. Como si el sueño hubiera hecho salir al lobo del bosque.

– El señor Hellequin señaló a sus víctimas, y un hombre se cree legitimado para matarlas. ¿Es lo que piensa usted? ¿Que la visión de Lina ha hecho surgir un asesino?

– No es sólo una visión, es una leyenda que impregna Ordebec desde hace mil años. Podemos apostar a que, en secreto, más de tres cuartos de los habitantes temen el paso de los jinetes muertos. Todos temblarían si su nombre fuera anunciado por Hellequin. Pero sin decir nada. Puedo asegurarle que todo el mundo evita el grimweld por la noche, salvo unos cuantos jóvenes que van a probar su hombría. Aquí, pasar una noche en el camino de Bonneval es una especie de rito de iniciación para demostrar que uno se ha hecho hombre. Una novatada medieval, por así decirlo. Pero de allí a que alguien se lo crea tanto como para convertirse en ejecutor de las obras de Hellequin, no. Eso sí, admito un punto: el terror que provoca el Ejército está en la base de la muerte de Herbier. He dicho «muerte», no «asesinato».

– Léo habló de un disparo de fusil.

Émeri asintió. Ahora que sus proyectos combativos se habían desvanecido casi por completo, su pose y su semblante habían abandonado el formalismo. La modificación era llamativa, y Adamsberg volvió a pensar en el diente de león, cerrado de noche, brizna amarillenta, apretujada y disuasiva; abierto de día, opulento y atractivo. Pero, a diferencia de la madre Vendermot, el robusto capitán no tenía nada de una frágil florecilla.

Seguía buscando el nombre de la semilla con paracaídas y se perdió las primeras palabras de la respuesta de Émeri.

– …es su propio fusil, un Darne de cañón recortado. A ese bestia le gustaban los disparos abiertos, para alcanzar la madre y las crías a la vez. Por el impacto, muy próximo, nada impide pensar que pudiera sujetar el arma delante de sí, con el cañón apuntando la frente, y disparar.

– ¿Por qué?

– Por las razones que hemos dicho. Por la aparición del Ejército Furioso. Podemos adivinar la concatenación: Herbier se entera de la predicción. Tiene el alma viciada y lo sabe. Empieza a tener miedo, y todo se hunde. Vacía él mismo los congeladores, como para renegar de todos sus actos de caza, y se mata. Porque dicen que quien se hace justicia no cae en el infierno del Ejército de Hellequin.

– ¿Por qué dice que aproxima el cañón a la frente? ¿El cañón no la tocó?

– No. La distancia del disparo es de al menos una decena de centímetros.

– Habría sido más lógico apoyar el cañón en la frente.

– No necesariamente. Eso depende de lo que quisiera ver antes. Ver la boca del fusil apuntándole. De momento, sólo están sus huellas en la culata.

– Entonces cabe suponer también que un tipo aprovechó la predicción de Lina para desembarazarse de Herbier haciendo que parezca un suicidio.

– Pero no es plausible que ese tipo llegara a vaciar los congeladores. Por aquí hay más cazadores que amantes de los animales. Más aún teniendo en cuenta que los jabalíes causan destrozos acojonantes. No, Adamsberg, ese gesto es de reniego de sus crímenes, es una expiación.

– ¿Y su moto? ¿Por qué la habría escondido entre los avellanos?

– No la escondió. La metió allí para tenerla protegida. Un reflejo, supongo.

– ¿Y por qué habría ido a matarse a la capilla?

– Precisamente. En la leyenda se encuentran a menudo prendidos cerca de los lugares de culto abandonados. ¿Sabe qué es un «prendido»?

– Sí -volvió a decir Adamsberg.

– Así que están cerca de lugares endiablados, o sea los lugares que frecuenta Hellequin. Herbier se mata allí, precediendo su suerte, y evita de este modo el castigo, gracias a su contrición.

Adamsberg llevaba demasiado rato en esa silla, y la impaciencia le hormigueaba en las piernas.

– ¿Puedo andar por su despacho? No sé quedarme sentado mucho tiempo.

Una expresión de franca simpatía relajó definitivamente el rostro del capitán.

– Yo tampoco -dijo con la intensa satisfacción de quien descubre en otro su propio tormento-. Siempre acaba anudándoseme algo en el vientre, depositándome bolas de electricidad nerviosa. Un montón de bolitas que se me pasean por el estómago. Dicen que mi antepasado, el mariscal del Imperio Davout, era nervioso. Tengo que andar una o dos horas al día para descargar la pila. ¿Qué le parece si hablamos mientras damos un paseo por las calles? Son bonitas, ya lo verá.

El capitán condujo a su colega por los estrechos pasajes entre viejos muros de tierra y casas bajas de vigas desgastadas, graneros abandonados y manzanos inclinados.

– No es lo que piensa Léo -decía Adamsberg-. Ella no duda que Herbier haya sido asesinado.

– ¿Lo explica?

Adamsberg se encogió de hombros.

– No. Parece saberlo porque lo sabe, eso es todo.

– Es lo malo de ella. Es tan lista que, con los años, siempre cree tener razón. Si la decapitaran, Ordebec perdería buena parte de su cabeza, eso es verdad. Pero, a medida que envejece da menos explicaciones. Su reputación le gusta, de modo que la cultiva. ¿De verdad no ha dado ningún detalle?

– No. Ha dicho que la muerte de Herbier no era ninguna pérdida. Que no le había sorprendido encontrarlo porque sabía que estaba muerto. Me ha hablado más de la raposa y el paro carbonero que de lo que vio en la capilla.

– ¿El carbonero que eligió a la raposa de tres patas?

– Sí, eso es. También me ha hablado de su perro, de la hembra de la granja de al lado, de San Antonio, de su posada, de Lina y de su familia, de usted cuando lo repescó en la laguna.

– Es verdad -dijo Émeri sonriendo-. Le debo la vida, y es mi primer recuerdo. La llaman mi «madre de agua», porque me devolvió a la luz sacándome de la laguna Jeanlin, como una Venus. Mis padres idolatraron a Léo desde entonces y me dieron órdenes de no tocarle un solo pelo. Era en pleno invierno, y Léo salió de la laguna conmigo, helada hasta los huesos. Cuentan que tardó tres días en recobrar el calor. Luego tuvo una pleuresía, y todo el mundo creyó que se quedaba.

– No me habló del frío. Ni me dijo que hubiera estado casada con el conde.

– Nunca presume, se limita a imponer sin ruido sus convicciones, y ya es mucho. A ningún tipo de la zona se le pasaría por la cabeza matar su raposa de tres patas. Salvo a Herbier. La pata y la cola las perdió en una de sus malditas trampas, pero no tuvo tiempo de rematarla.

– Porque Léo lo mató antes de que él matara a la raposa.

– Sería muy capaz -dijo Émeri con bastante alegría.

– ¿Piensa mandar vigilar al siguiente prendido, al vidriero?

– No es vidriero, es creador de vidrieras.

– Sí. Léo dice que tiene talento.

– Glayeux es un cabrón que no tiene miedo a nadie. No es su estilo preocuparse por el Ejército Furioso. Si por desgracia le entrara miedo, qué le vamos a hacer. No se puede impedir que un tipo se quite la vida si se empeña.

– ¿Y si estuviera usted equivocado, capitán? ¿Y si hubieran asesinado a Herbier? En ese caso, podrían matar a Glayeux. A eso me refiero.

– Se obstina usted, Adamsberg.

– También usted, capitán. Porque no le queda otra solución. El suicidio sería un mal menor.

Émeri ralentizó la marcha, se detuvo por fin y sacó los cigarrillos.

– Detalle, comisario.

– La desaparición de Herbier fue señalada hace más de una semana. Aparte de un control domiciliario sin más, usted no ha hecho nada.

– Es la ley, Adamsberg. Si Herbier quería irse sin avisar a nadie, yo no tenía derecho de acosarlo.

– ¿Incluso después del paso del Ejército Furioso?

– Ese tipo de locura no tiene cabida en una investigación de la gendarmería.

– Sí. Usted admite que el Ejército es lo que ha originado todo. Tanto si lo mataron como si se mató. Usted sabía que había sido señalado por Lina y no hizo nada. Y cuando encuentran el cuerpo, ya es demasiado tarde para recoger indicios.

– Piensa que se me van a echar encima, ¿eh?

– Sí.

Émeri dio una calada, expiró el humo como si suspirara, y se apoyó en el viejo muro que bordeaba la calle.

– De acuerdo -admitió-. Se me van a echar encima. O quizá no. Uno no puede ser considerado responsable de un suicidio.

– Y por eso se empeña en que lo sea. La falta es menos grave. En cambio, si es un asesinato, está usted en el lodazal hasta el cuello.

– Nada lo demuestra.

– ¿Por qué no hizo nada para buscar a Herbier?

– Por culpa de los Vendermot. Por culpa de Lina y de los tarados de sus hermanos. No nos entendemos, y yo no quería entrar en su juego. Represento el orden, y ellos el despropósito. Es incompatible. He tenido que trincar a Martin varias veces, por caza furtiva nocturna. Al mayor también, Hippolyte. Apuntó a un grupo de cazadores, les obligó a quitarse la ropa, recogió todas las carabinas y las tiró al río. No podía pagar la multa, o sea que se chupó veinte días de talego. Les encantaría verme hundido. Por eso no me moví. Ni hablar de caer en su trampa.

– ¿Qué trampa?

– Muy sencillo. Lina Vendermot pretende tener una visión; luego desaparece Herbier. Están conchabados. Me lanzo en busca de Herbier, e inmediatamente ponen una denuncia por ejercicio abusivo de la autoridad y atentado a las libertades. Lina hizo derecho, conoce la ley. Suponga que me obstino, que sigo buscando a Herbier. La denuncia sube hasta la dirección general. Un buen día, Herbier reaparece en plena forma, une su voz a las demás y me demanda. Y a mí me cae una sanción o un traslado.

– Entonces, ¿por qué Lina habría dado el nombre de los otros dos rehenes del Ejército?

– Por credibilidad. Es astuta como una comadreja, aunque adopte el aspecto inofensivo de una mujer corpulenta. El Ejército suele prender a varios vivos a la vez, ella lo sabe perfectamente. Señalando a varios prendidos, mareaba la perdiz. Pensé en todo eso. Estaba convencido.

– Pero no era eso.

– No.

Émeri frotó su cigarrillo contra la pared y hundió la colilla entre dos piedras.

– Todo irá bien. Se suicidó.

– No lo creo.

– Joder -dijo Émeri alzando la voz-, ¿qué tienes conmigo? No sabes nada de la historia, no sabes nada de la gente de aquí, acabas de llegar de tu capital sin avisar y ya estás dando órdenes.

– No es mi capital. Soy bearnés.

– ¿Ya mí qué coño me importa?

– Y no son órdenes.

– Voy a decirte lo que va a pasar, Adamsberg. Vas a tomar el tren, voy a cerrar el caso de suicidio, y en tres días todo quedará olvidado. Salvo, claro, si tienes intención de partirme en dos con tu sospecha de asesinato. Basada en aire.

Aire que pasa por su cabeza, en corriente continua entre sus dos oídos, su madre siempre se lo había dicho. Y bajo el aire, no puede echar raíces ninguna idea, ni siquiera quedarse un momento quieta. Bajo el aire o bajo el agua, tanto da. Todo se ondula y se comba. Adamsberg lo sabía y desconfiaba de sí mismo.

– No tengo intención de partirte, Émeri. Sólo digo que yo en tu lugar pondría al siguiente bajo protección. Al vidriero.

– Creador de vidrieras.

– Eso. Ponlo bajo protección.

– Si lo hago, me carbonizo, Adamsberg. ¿No lo entiendes? Querrá decir que no creo en el suicidio de Herbier. Y creo. Si quieres saber mi opinión, Lina tenía todos los motivos para empujar a ese tipo al suicidio, puede que lo haya hecho intencionadamente. Y sobre eso sí que podría abrir una investigación. Incitación al suicidio. Los hijos Vendermot tienen razones más que suficientes para querer enviar a Herbier al demonio. Su padre y él eran un par de bestias a cuál más salvaje.

Émeri reanudó su marcha, con las manos en los bolsillos, deformando la caída impecable de su uniforme.

– ¿Amigos?

– Uña y carne. Dicen que el padre Vendermot tenía una bala argelina en la cabeza, y a eso se atribuían sus crisis de violencia. Pero el sádico de Herbier y él se animaban mutuamente, sobre eso no cabe ninguna duda. Así que aterrorizar a Herbier, abocarlo al suicidio, sería una buena revancha para Lina. Ya te lo he dicho, la chica es astuta. Sus hermanos también, por cierto, pero están todos perjudicados.

Habían llegado a la eminencia más alta de Ordebec, desde donde se dominaba el pueblo y sus campos. El capitán alargó el brazo hacia un punto del Este.

– La casa Vendermot -explicó-. Tienen las contraventanas abiertas. Están levantados. La declaración de Léo puede esperar. Voy a pasar a charlar con ellos. Cuando no está Lina es más fácil hacer hablar a los hermanos. Sobre todo al de arcilla.

– ¿De arcilla?

– Sí, me has oído bien. De arcilla quebradiza. Créeme, toma el tren y olvídalos. Si hay alguna verdad en lo del camino de Bonneval, es que vuelve loca a la gente.

Capítulo 9

En lo alto de la eminencia de Ordebec, Adamsberg eligió un murete al sol y se sentó encima con las piernas cruzadas. Se quitó zapatos y calcetines, y contempló el desnivel de colinas verde pálido con las vacas, cual estatuas, puestas allí en los prados como para servir de puntos de referencia. Era muy posible que Émeri tuviera razón, muy posible que Herbier se disparara una bala en la frente, aterrorizado por la irrupción de los jinetes negros. Pero apuntar el cañón a varios centímetros no tenía nada de natural. Más seguro y verosímil habría sido metérselo en la boca. A menos que, por seguir la línea de análisis de Émeri, Herbier deseara ese gesto de expiación dándose muerte como la daba a los animales, apuntando a la frente. ¿Podía un tipo así haber sido capaz de una toma de conciencia, de remordimientos? ¿Capaz sobre todo de temer hasta ese punto el castigo del Ejército Furioso? Sí. Esa caballería negra, mutilada y hedionda llevaba diez siglos corroyendo la tierra de Ordebec. Había cavado en ella abismos en que uno, por sensato que fuera, podía caer súbitamente y quedar prisionero.

Un mensaje de Zerk le advirtió que Hellebaud había bebido sin ayuda. Adamsberg necesitó unos segundos para recordar que se trataba del palomo. Luego venían varios mensajes de la Brigada; el análisis confirmaba la presencia de miga de pan en la garganta de la víctima, Lucette Tuilot, pero ni rastro en su estómago. Asesinato indiscutible. La niña se recuperaba en el hospital de Versalles con su gerbillo; el falso tío abuelo se había restablecido y había quedado bajo arresto provisional.

Retancourt enviaba un mensaje más alarmante, en letras mayúsculas. Momo-Mecha-Corta interrogado, cargos suficientes para inculpación, anciano quemado identificado, gran follón, llamar urgentemente.

Adamsberg experimentó una sensación de picor en la nuca, de viva contrariedad, quizá una de esas bolitas de electricidad de las que había hablado Émeri. Se frotó el cuello mientras marcaba el número de Danglard. Eran las once, y el comandante debía de estar en su puesto. Era demasiado temprano para que estuviera completamente operativo, pero sí estaría presente.

– ¿Por qué sigue allí? -preguntó Danglard en su tono muy desabrido de las mañanas.

– Encontraron ayer el cuerpo del cazador.

– Ya lo he visto. Y no es asunto nuestro. Salga de ese maldito grimweld antes de que lo atrape. Aquí hay novedades. Émeri está capacitado para arreglárselas sin nosotros.

– Y deseoso. Un buen tipo, colaborador. Pero me pone de patitas en el próximo tren. Ha optado por la tesis del suicidio.

– Mejor para él. Seguro que le viene bien.

– Claro. Pero la vieja Léo, en cuya casa he pasado la noche, estaba convencida de que se trataba de un asesinato. Es a la ciudad de Ordebec lo que una esponja es al agua. Lo absorbe todo, y desde hace ochenta y ocho años.

– ¿Y habla cuando la aprieta?

– ¿Cuando aprieto qué?

– A esa Léo, como se aprieta una esponja.

– No, es muy prudente. No es una cotilla, Danglard. Funciona según la ley de la mariposa que se mueve en Nueva York y provoca la explosión en Bangkok.

– ¿Lo dice ella?

– No, lo dice Émeri.

– Pues se equivoca. Es en Brasil donde la mariposa bate las alas, y en Texas donde tiene lugar el tornado.

– ¿Y eso cambia las cosas, Danglard?

– Sí. De tanto alejarse de las palabras, las teorías más puras degeneran en bulos. Y uno acaba no enterándose de nada. Entre aproximación e inexactitud, la verdad va disolviéndose dando paso al oscurantismo.

El humor de Danglard mejoraba un poco, como siempre que tenía ocasión de disertar, incluso de contradecir gracias a su saber. El comandante no era hombre de estar conversando todo el día, pero el silencio le sentaba fatal, ofrecía un área de expansión demasiado propicia a sus melancolías. A veces bastaban unas cuantas réplicas para arrancar a Danglard de su crepúsculo. Adamsberg posponía el momento de abordar el tema de Momo-Mecha-Corta, y Danglard también, lo cual no era buena señal.

– Seguramente existen varias versiones de esta historia de la mariposa.

– No -contestó Danglard con firmeza-. No es un cuento moral, es una teoría científica sobre la predictibilidad. La formuló Edward Lorenz en 1972 bajo la forma que le he dicho. La mariposa está en Brasil, y el tornado en Texas. No cabe ninguna variación en esto.

– Muy bien, Danglard, dejémoslo. ¿Por qué demonios están interrogando a Momo?

– Lo detuvieron esta mañana. La gasolina utilizada podría coincidir con la que emplea.

– ¿Exactamente?

– No, no lleva tanto aceite. Pero es gasolina de ciclomotor. Momo no tiene coartada para la noche del incendio, nadie lo vio. Dice que un tipo le dio cita en un parque para hablarle de su hermano. Que estuvo dos horas esperando para nada y se fue.

– Eso no es suficiente para arrestarlo, Danglard. ¿Quién lo ha decidido?

– Retancourt.

– ¿Sin su aval?

– Con. Alrededor del coche hay huellas de zapatillas de basket impregnadas de gasolina. Las mismas zapatillas las encontraron esta mañana en casa de Momo, envueltas en una bolsa de plástico. No cabe ninguna duda, comisario. Momo repite estúpidamente que no son suyas. Su defensa es un desastre.

– ¿Hay huellas suyas en la bolsa y en los zapatos?

– Estamos a la espera de resultados. Momo dice que habrá, porque los manipuló. Supuestamente porque encontró la bolsa en el armario y miró a ver de qué se trataba.

– ¿Son de su pie?

– Sí, un 43.

– Eso no quiere decir nada. Es la talla media de los hombres.

Adamsberg se pasó de nuevo la mano por la nuca para atrapar la bola de electricidad que se le paseaba por el cuello.

– Peor aún -añadió Danglard. El anciano no se había arrellanado al quedarse dormido en el coche. Estaba bien sentado cuando estalló el incendio. O sea que el pirómano lo tiene que haber visto. Nos alejamos del homicidio involuntario.

– ¿Nuevas? -preguntó Adamsberg.

– ¿Qué nuevas?

– Las zapatillas.

– Sí, efectivamente, ¿por qué?

– Dígame, comandante, ¿por qué iba Momo a incendiar un coche estropeándose unos zapatos nuevos? Y, si lo hizo, ¿por qué no se deshizo de ellos enseguida? ¿Y las manos? ¿Han examinado si tenían restos de gasolina?

– El técnico llegará de un momento a otro. Hemos recibido órdenes de poner en marcha el dispositivo de emergencia. Basta un nombre para comprender dónde nos hemos metido. El viejo quemado es Antoine Clermont-Brasseur.

– Ni más ni menos -dijo Adamsberg tras un silencio.

– Sí -dijo con gravedad Danglard.

– ¿Y Momo lo habría matado por casualidad?

– ¿Qué casualidad? Al destruir a Clermont-Brasseur, mata en el corazón del capitalismo. Podría ser la ambición de Momo.

Adamsberg dejó a Danglard hablar solo durante unos instantes, mientras se afanaba en ponerse los calcetines con una sola mano.

– ¿Ha sido prevenido el juez?

– Esperamos el análisis de las manos.

– Danglard, sea cual sea el resultado del análisis, no lance la demanda de inculpación. Espéreme.

– No veo cómo. Si el juez se entera de que dilatamos las cosas con un apellido como el de Clermont-Brasseur, tendremos encima al ministerio inmediatamente. El adjunto del prefecto ya ha llamado para que le dé los primeros elementos. Quiere al asesino preso en menos de veinticuatro horas.

– ¿Quién lleva el timón del grupo Clermont-Brasseur ahora?

– El padre tenía todavía las dos terceras partes. Sus dos hijos comparten el resto. En realidad el padre tenía los dos tercios de los sectores de la construcción y la metalurgia. Uno de sus hijos es mayoritario en la rama informática, y el otro en la inmobiliaria. Pero el viejo dominaba sobre la totalidad y no quería que sus hijos se pusieran solos al mando. Desde hace un año corrían rumores según los cuales el viejo empezaba a meter bastante la pata, y que Christian, el hijo mayor se estaba planteando ponerlo bajo tutela para salvaguardar el grupo. Furioso, el viejo había decidido casarse con su mujer de la limpieza el mes que viene, una marfileña cuarenta años menor que él, que lleva diez años cuidándolo y acostándose con él. Ella tiene un hijo y una hija que el viejo tenía intención de adoptar una vez casado. Provocación quizá; pero la determinación de un viejo puede ser cien veces más implacable que el ímpetu juvenil.

– ¿Han controlado las coartadas de los dos hijos?

– Veto total -masculló Danglard-. Están demasiado conmocionados para recibir a la policía, nos ruegan que esperemos.

– Danglard, ¿quién es el técnico que envía el laboratorio?

– Enzo Lalonde. Uno muy bueno. No lo haga, comisario. La alfombra ya empieza a arder por los dos lados.

– ¿Que no haga qué?

– Nada.

Adamsberg guardó el teléfono, se frotó la nuca y proyectó el brazo hacia las colinas para lanzar su bola de electricidad al paisaje. Pareció funcionar. Bajó bastante deprisa las pequeñas calles de Ordebec, con los cordones desatados, directo a una cabina telefónica que había localizado en el camino entre la posada de Léo y el centro de la ciudad. Una cabina apartada de las miradas, rodeada de las altas umbelas de las zanahorias silvestres. Llamó al laboratorio y preguntó por Enzo Lalonde.

– No se preocupe, comisario -se excusó inmediatamente Lalonde-. Estaré en sus oficinas en cuarenta minutos todo lo más. Salgo pitando.

– No, precisamente, no salga pitando. Se ha visto retenido un rato en el laboratorio, y luego ha tenido todo tipo de problemas para arrancar el coche; por último, ha estado en un embotellamiento, si es posible con accidente. Si pudiera usted romper un faro contra un mojón, sería lo ideal. O embestir un parachoques, le dejo improvisar, dicen que es usted muy bueno.

– ¿Algo va mal, comisario?

– Necesito tiempo. Tome las muestras lo más tarde posible y luego anuncie que un sesgo de experimento ha echado a perder el análisis. Que habrá que volver a empezar mañana.

– Comisario -dijo Lalonde después de un silencio-, ¿es usted consciente de lo que me está pidiendo?

– Sólo unas horas, nada más. Bajo las órdenes de un superior y al servicio del caso. El acusado irá a la cárcel de todos modos, así que puede usted darle un día más, ¿no?

– No lo sé, comisario.

– No se preocupe, Lalonde. Páseme al doctor Romain y olvide esta misión. Romain lo hará sin miedo.

– Muy bien, comisario, acepto -dijo Lalonde tras un nuevo silencio-. Favor por favor: resulta que me ha caído a mí el caso de la cuerda de las patas de la paloma. Deme tiempo usted también, estoy desbordado.

– Todo el que quiera. Pero encuentre algo.

– Hay fragmentos de piel en la fibra. El tipo se lo clavó en los dedos, puede que se hiciera incluso un rasguño. Sólo les queda encontrar a un tipo con un pequeño corte invisible en el pliegue del índice. Si bien la cuerda puede decirnos más cosas. No es una cuerda corriente.

– Muy bien -lo felicitó Adamsberg, sintiendo que Enzo Lalonde trataba de hacerle olvidar su pusilanimidad-. Sobre todo no me llame a la Brigada ni al móvil.

– Entendido, comisario. Sólo una cosa más: puedo no entregar las conclusiones hasta mañana. Pero nunca falsearé los resultados del análisis. No me pida eso. Si el tipo está pillado, no puedo hacer nada por él.

– No se trata de falsear nada. De todos modos, encontrará rastros de gasolina en sus dedos. Y será la misma que la de las zapatillas, porque las manipuló; y la misma que la del incendio, irá al talego, de eso puede estar seguro.

»Y todo el mundo contento -concluyó Adamsberg colgando, luego limpió las huellas de sus dedos en el receptor con la manga de la camisa-. Y la vida de Momo-Mecha-Corta rodará hacia su destino, ya escrito, ya sellado.

La granja de Léone se divisaba a lo lejos, y Adamsberg se detuvo de repente, al acecho. El aire claro le traía un quejido continuo, el gemido agudo de un perro desesperado. Adamsberg corrió por la carretera.

Capítulo 10

La puerta del comedor estaba abierta de par en par; Adamsberg entró cubierto de sudor en la sala pequeña y sombría, y se detuvo en seco. El largo cuerpo escuálido de Léone estaba tendido en las baldosas, con la cabeza bañada en un charco de sangre. A su lado, Gand gañía, tumbado de costado, con una pataza sobre la cintura de la anciana. Adamsberg sintió como un muro hundirse desde el cuello hasta el vientre, rodándole luego por las piernas.

De rodillas junto a Léone, le palpó la garganta, las muñecas, sin percibir el menor latido. Léone no se había caído, alguien la había matado, le había estrellado salvajemente la cabeza contra las baldosas. Se sintió gemir con el perro, abatir el puño en el suelo. El cuerpo estaba caliente, el ataque había tenido lugar apenas minutos antes. Incluso era posible que hubiera interrumpido al asesino al llegar corriendo, ya que las piedras del camino hacían ruido. Abrió la puerta de atrás, examinó rápidamente los alrededores desiertos, y corrió a casa de los vecinos para pedir el número de la gendarmería.

Adamsberg esperó la llegada de los gendarmes sentado con las piernas cruzadas junto a Léo. Igual que el perro, había puesto una mano sobre la mujer.

– ¿Dónde está Émeri? -preguntó al cabo que entraba en la sala acompañado de una mujer que debía de ser la forense.

– Donde los pirados. Ahora viene.

– Ambulancia -ordenó la forense con rapidez-. Todavía está viva. Puede que por unos instantes. Coma.

Adamsberg levantó la cabeza.

– No he sentido su pulso.

– Muy débil -confirmó la forense, una mujer de cuarenta años, atractiva y decidida.

– ¿Cuándo se ha producido? -preguntó el cabo mientras esperaba la llegada de su jefe.

– Hace unos minutos -dijo la forense. No más de cinco. Se ha golpeado la cabeza al caer.

– No -dijo Adamsberg-, Alguien se la ha golpeado en el suelo.

– ¿La ha tocado? -preguntó la mujer-, ¿Quién es usted?

– No la he tocado. Soy policía. Examine al perro, doctora, no puede levantarse. Defendía a Léo, y el asesino lo ha golpeado.

– He examinado al perro, y no tiene nada. Conozco a Gand. Cuando no quiere ponerse en pie, no hay nada que hacer. No se moverá de aquí hasta que se lleven a su ama, y aun entonces.

– Se habrá encontrado mal -aventuró inútilmente el orondo cabo-, o habrá tropezado con la silla. Y se habrá caído.

Adamsberg sacudió la cabeza, renunciando a discutir. Léone había sido golpeada, debido a la mariposa de Brasil cuyas alas había visto moverse. ¿Cuál? ¿Dónde? La villa de Ordebec ofrecía varios miles de detalles al día, varios miles de aleteos de mariposa. Y los subsiguientes sucesos concatenados. Entre los cuales se encontraba el asesinato de Herbier. Y de toda esa masa enorme de alas de mariposa, una había vibrado ante los ojos de Léo, que había tenido el talento de verla o de oírla. Pero ¿cuál? Encontrar un ala de mariposa en una aglomeración de dos mil habitantes era una obra quimérica en comparación con la famosa aguja en un pajar, algo que nunca había parecido inalcanzable a Adamsberg: bastaba con quemar el pajar y recoger la aguja.

La ambulancia acababa de aparcar delante de la entrada, se oyeron chasquidos de puertas. Adamsberg se levantó y salió. Esperó a que los enfermeros deslizaran lentamente la camilla en el vehículo, acarició con el dorso de la mano el cabello de la anciana.

– Volveré, Léo -le dijo-. Estaré aquí. Cabo, pida al capitán Émeri que mande vigilarla noche y día.

– Bien, comisario.

– Nadie debe entrar en la habitación.

– Bien, comisario.

– Es inútil -dijo la forense instalándose en la ambulancia-. No vivirá hasta esta noche.

Con paso todavía más lento que de costumbre, Adamsberg entró en la casa que custodiaba el orondo cabo. Se enjuagó las manos, lavándose la sangre de Léone, se las secó con el trapo que había utilizado la noche anterior para los platos, lo dejó cuidadosamente tendido en el respaldo de una silla. Un trapo azul y blanco con motivos de abejas.

Pese a que ya no estaba su ama, el perro no se había movido. Gemía más débilmente, exhalando su quejido con cada respiración.

– Lléveselo -dijo Adamsberg al cabo-. Dele azúcar. No deje a este animal aquí.

En el tren, el barro y las hojas se secaban bajo sus suelas y caían al suelo en numerosos depósitos negruzcos, ante la mirada disgustada de una mujer sentada delante de él. Adamsberg recogió un fragmento, moldeado por el relieve antideslizante de la suela, y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. La mujer no podía saber, pensó, que se encontraba en presencia de residuos sagrados, restos del camino de Bonneval, batido por las pezuñas de los caballos del Ejército Furioso. El señor Hellequin volvería a atacar Ordebec, todavía tenía tres vivos que prender.

Capítulo 11

Hacía dos años que Adamsberg no había vuelto a ver a Momo-Mecha-Corta, debía de tener ya veintitrés años; demasiado mayor para seguir jugando con las cerillas, demasiado joven para abandonar la lucha. Tenía las mejillas sombreadas de barba, pero esa nueva nota viril no lo volvía más impresionante.

El joven había sido llevado a la sala de los interrogatorios, sin luz natural, sin ventilador. Adamsberg lo observó a través del cristal: encogido en la silla, con la mirada baja. Los tenientes Nöel y Morel lo estaban interrogando. Nöel daba vueltas a su alrededor jugando al desgaire con el yoyó que había quitado al chico. Momo había ganado bastantes campeonatos con ese artilugio.

– ¿Quién le ha asignado a Nöel? -preguntó Adamsberg.

– Acaba de tomar el relevo -explicó incómodo Danglard.

El interrogatorio duraba desde por la mañana, y el comandante Danglard no había hecho nada aún para interrumpirlo. Momo llevaba horas aferrándose a la misma versión: había esperado solo en el parque de la zona Fresnay, había encontrado esas zapatillas nuevas en el armario, las había sacado de la bolsa. Si tenía gasolina en las manos, venía de éstas. No sabía quién era Antoine Clermont-Brasseur. Ni idea.

– ¿Le han dado de comer? -preguntó Adamsberg.

– Sí.

– ¿De beber?

– Dos Coca-Colas. Joder, comisario, ¿qué se ha creído? No estamos torturándolo.

– Ha llamado el prefecto en persona -intervino Danglard-. Es preciso que Momo haya cantado esta noche. Ordenes del Ministerio de Interior.

– ¿Dónde están las zapatillas de marras?

– Aquí -dijo Danglard señalando una mesa-. Todavía apestan a gasolina.

Adamsberg las examinó sin tocarlas y sacudió la cabeza.

– Empapadas hasta la punta de los cordones -dijo.

El cabo Estalére se reunió con ellos a paso rápido, seguido de Mercadet teléfono en mano. Sin la protección inexplicada de Adamsberg, el joven Estalére habría abandonado hace tiempo la Brigada para ser destinado a alguna comisaría pequeña de fuera de la capital. Todos sus colegas consideraban en mayor o menor grado que Estalére no estaba a la altura, incluso que era un completo cretino. Abría desmesuradamente al mundo sus grandísimos ojos verdes, como si se afanara en no perderse un solo detalle, pero constantemente pasaba de largo ante las evidencias más manifiestas. El comisario lo trataba como un brote en devenir, asegurando que su potencial se desarrollaría el día menos pensado. Cada día, el joven empleaba meticulosos esfuerzos por aprender y comprender. Pero desde hacía dos años, nadie había visto aún ese tierno brote robustecerse. Estalére seguía a Adamsberg paso a paso como un viajero que mirara fijamente la brújula, completamente desprovisto de sentido crítico, e idolatraba simultáneamente a la teniente Retancourt. El antagonismo entre las maneras de ser de uno y otra lo sumía en grandes perplejidades. Adamsberg recorría senderos sinuosos mientras que Retancourt avanzaba en línea recta hacia el objetivo, conforme al mecanismo realista de un búfalo encaminándose a un abrevadero. De modo que el joven cabo se detenía a menudo en la bifurcación de ambos caminos, incapaz de decidirse sobre qué dirección había que tomar. En esos momentos de máximo extravío, se iba a preparar cafés para toda la Brigada. Eso lo hacía a la perfección, ya que había memorizado las preferencias de cada cual, por ínfimas que fueran.

– Comisario -resolló Estalére-, ha ocurrido una catástrofe en el laboratorio.

El joven se interrumpió para consultar su nota.

– Las muestras tomadas de Momo son inutilizables. Se ha producido un sesgo de polución en el lugar del almacenaje.

– Dicho de otro modo -intervino Mercadet, de momento perfectamente despierto-, uno de los técnicos ha derramado una taza de café sobre las placas.

– De té -corrigió Estalére-. Enzo Lalonde tendrá que venir para volver a hacer los análisis, pero no tendremos los resultados hasta mañana.

– Contratiempo -murmuró Adamsberg.

– Pero como los últimos rastros de gasolina pueden desaparecer, el prefecto ha ordenado atar las manos a Momo para que no toque ninguna superficie.

– ¿Está informado el prefecto del sesgo de polución?

– Llama al laboratorio cada hora -dijo Mercadet-. El tipo de la taza de café ha pasado un mal rato.

– De té, el tipo de la taza de té.

– Viene a ser lo mismo, Estalére -dijo Adamsberg-. Danglard, llame al prefecto y dígale que no sirve de nada vengarse en el técnico y que tendremos la confesión de Mo esta noche antes de las diez.

Adamsberg entró en la sala de interrogatorio sujetando las zapatillas con la punta de los dedos. Momo sonrió aliviado al reconocerlo, pero el comisario sacudió la cabeza.

– No, Mo. Es el fin de tus hazañas de jefe pandillero. ¿Eres consciente de a quién has incendiado esta vez? ¿Sabes quién es?

– Me lo han dicho. El tipo que hace edificios y metales. Clermont.

– Y que los vende, Mo. En el mundo entero.

– Sí, que los vende.

– Dicho de otro modo, has carbonizado a uno de los pilares de la economía de este país. Ni más ni menos. ¿Lo pillas?

– No fui yo, comisario.

– No es lo que te pregunto. Te pregunto si lo pillas.

– Sí.

– ¿Qué es lo que pillas?

– Que es un pilar de la economía de este país -dijo Mo con un deje de sollozo en la voz.

– O sea que has incendiado el país. Ahora mismo, mientras te hablo, la casa Clermont-Brasseur está desorientada, y las bolsas europeas se inquietan. ¿Lo tienes claro? No, no me vengas con tus cuentos de cita misteriosa, parque, zapatillas desconocidas. Lo que quiero saber es si lo mataste por casualidad o si ibas especialmente por Clermont-Brasseur. Homicidio involuntario o premeditado, la diferencia será grande.

– Por favor, comisario.

– No muevas las manos. ¿Ibas por él? ¿Querías que tu nombre entrara en la Historia? Si es lo que querías, lo has conseguido. Ponte estos guantes y calza las zapatillas. Una sola, será suficiente.

– No son mías.

– Ponte una -dijo Adamsberg elevando la voz.

Nöel, que se había quedado para escuchar tras el cristal, se encogió de hombros, descontento.

– Está empujándolo al borde de las lágrimas y a todo trapo. Luego dicen que soy yo la bestia parda de la Brigada.

– Vale ya, Nöel -dijo Mercadet-. Tenemos órdenes. El incendio de Momo se ha propagado hasta el Elíseo. Hace falta una confesión.

– ¿Y desde cuándo el comisario obedece tan pronto unas órdenes?

– Desde que está entre la espada y la pared. ¿No te parece normal querer salvar el pellejo?

– Claro que me parece normal. Pero no en él -dijo Nöel alejándose-. Incluso me parece decepcionante.

Adamsberg salió de la sala y le pasó las zapatillas a Estalére. Se cruzó con las miradas ambiguas de sus adjuntos, particularmente la del comandante Danglard.

– Siga usted, Mercadet. Tengo que ocuparme de lo de Normandía. Ahora que Mo ha perdido confianza en mí, rodará cuesta abajo bastante rápido. Póngale un ventilador, le sudarán menos las manos. Y mándelo a mi despacho en cuanto el técnico haya recogido las nuevas muestras.

– Creía que era usted hostil a la acusación -dijo Danglard en tono un tanto afectado.

– Pero luego le he visto los ojos. Lo hizo él, Danglard. Es triste, pero lo hizo él. Intencionadamente o no, es lo que no sabemos todavía.

Si había algo que Danglard reprobaba más que nada en Adamsberg, era ese modo de considerar sus propias sensaciones como hechos probados. Adamsberg replicaba que las sensaciones eran hechos, elementos materiales que tenían tanto valor como un análisis de laboratorio. Que el cerebro era el más gigantesco de los laboratorios, perfectamente capaz de seriar y analizar los datos recibidos, como por ejemplo una mirada, y extraer resultados casi seguros. Esa falsa lógica exasperaba a Danglard.

– No se trata de ver o no ver, comisario, sino de saber.

– Y sabemos, Danglard. Mo inmoló al viejo en el altar de sus convicciones. Hoy en Ordebec, un tipo ha estrellado la cabeza de una anciana como se estrella un vaso contra el suelo. No estoy de humor para andarme con miramientos con los asesinos.

– Esta mañana, usted pensaba que Momo había caído en una trampa. Esta mañana, decía que se habría deshecho por fuerza de las zapatillas en lugar de guardarlas en el armario, preparadas para los acusadores.

– Se ha creído más listo. Lo suficiente para conseguir unas zapatillas de basket nuevas y hacernos creer que le han cargado el muerto. Pero el muerto es suyo, Danglard.

– ¿Por su mirada?

– Por ejemplo.

– ¿Y qué pruebas ha encontrado en su mirada?

– Orgullo, crueldad, y ahora mismo un acojone tremendo.

– ¿Las ha dosificado, analizado?

– Ya se lo he dicho, Danglard -respondió Adamsberg con una suavidad un tanto amenazante-, no estoy para hostias.

– Detestable -murmuró secamente Danglard.

Adamsberg iba marcando en su móvil el número del hospital de Ordebec. Hizo una seña con la mano a Danglard, una especie de barrido indiferente.

– Váyase a su casa, comandante, es lo mejor que puede hacer.

Siete de los miembros de la Brigada se habían agrupado alrededor de ellos para seguir el altercado. Estalére tenía el semblante descompuesto.

– Y todos ustedes también, si temen que la continuación no les guste. Sólo necesito a dos hombres aquí con Mo. Mercadet y Estalére.

El grupo se dispersó en silencio, estupefacto y reprobador. Danglard, trémulo de ira, se había alejado a grandes zancadas, tan rápido como se lo permitían sus andares, tan peculiares, basados en dos largas piernas que parecían tan poco fiables como un par de cirios parcialmente derretidos. Bajó la escalera en espiral que conducía al sótano, extirpó la botella de vino blanco que ocultaba tras la gran caldera y bebió varios tragos seguidos. Lástima, se dijo, para una vez que había aguantado hasta las siete de la tarde sin beber. Se sentó sobre la caja que le servía de silla en ese subsuelo, esforzándose en respirar tranquilamente para apaciguar su furia y, sobre todo, el dolor de su decepción. Un estado de casi pánico para él, que había tenido en tanta estima a Adamsberg, que había contado tanto con los atractivos itinerarios de su mente, con su actitud desapegada y, sí, con su suavidad un tanto simple y prácticamente invariable. Pero el tiempo había pasado, y los éxitos repetidos habían corrompido la naturaleza primigenia de Adamsberg. La certidumbre y la seguridad se infiltraban en su conciencia, acarreando con ellas materia nueva, ambición, altanería, rigidez. La famosa indolencia de Adamsberg estaba pivotando, y empezaba a mostrar su cara negra.

Danglard volvió a dejar la botella en su escondite, desconsolado. Iba oyendo la puerta de la Brigada cerrarse: los agentes seguían la consigna y abandonaban poco a poco el edificio, en espera de un mañana mejor. El dócil Estalére permanecía junto a Momo, en compañía del teniente Mercadet, que probablemente se estaba quedando dormido a su lado. El ciclo de vela y sueño de Mercadet era aproximadamente de tres horas y media. Avergonzado por este hándicap, el teniente no estaba en situación de desafiar al comisario.

Danglard se levantó sin energía, proyectando el pensamiento hacia la cena de esa noche con sus cinco hijos, para ahuyentar los ecos de su discusión. Sus cinco hijos, pensó farruco, agarrándose a la barandilla para subir la escalera. Allí estaba su vida, y no con Adamsberg. Dimitir, ¿por qué no ir a Londres, donde vivía su amante, a quien veía tan poco? Esa casi resolución le insufló una sensación de orgullo, inyectando un poco de dinamismo en su mente afligida.

Adamsberg, encerrado en su despacho, permanecía atento a los chasquidos de la puerta de la Brigada a medida que los subordinados, desconcertados, iban abandonando ese lugar infectado por el malestar y el resentimiento. Había hecho lo que había que hacer, y no se reprochaba nada. Cierta grosería en su manera de actuar, si acaso, pero la urgencia no le había dejado alternativa. El ataque de ira de Danglard le había sorprendido. Resultaba curioso que su viejo amigo no le hubiera apoyado y seguido, como casi siempre. Más aún teniendo en cuenta que Danglard no dudaba de la culpabilidad de Mo. Su inteligencia tan sutil le había fallado. Pero las grandes pulsiones de ansiedad del comandante a menudo le ocultaban la verdad más sencilla, deformándolo todo a su paso, cerrándole todo acceso a la evidencia. Nunca por mucho tiempo.

Hacia las ocho, oyó los pasos cansinos de Mercadet, que le traía a Mo. En una hora, el destino del joven incendiario habría quedado resuelto, y al día siguiente habría que afrontar las reacciones de los colegas. La única que temía de verdad era la de Retancourt. Pero no debía vacilar. Pensaran lo que pensaran Retancourt o Danglard, no cabía duda de que él había visto trazado en la mirada de Mo el ineludible camino a seguir. Se levantó para abrir la puerta mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo. Léo seguía viva, allí en Ordebec.

– Siéntate -dijo a Mo, que entraba bajando la cabeza para disimular los ojos. Adamsberg lo había oído llorar, sus defensas estaban cediendo.

– No me ha dicho nada -informó Mercadet con voz neutra.

– Todo habrá acabado dentro de poco -dijo Adamsberg presionando el hombro del joven para hacerlo sentarse-, Mercadet, póngale las esposas y vaya a descansar arriba.

Es decir en la pequeña habitación que ocupaban la máquina de bebidas y el cuenco del gato donde el teniente había instalado colchonetas en el suelo para acoger sus siestas cíclicas. Mercadet aprovechaba para llevar el gato hasta su comida y dormir con él. Según Retancourt, desde que el gato y el teniente colaboraban de ese modo, el sueño de Mercadet había mejorado y sus siestas eran menos largas.

Capítulo 12

Sonó el teléfono en casa del capitán Émeri, en plena cena. Contestó irritado. El tiempo de la cena era para él una pausa lujosa y benéfica que preservaba de un modo casi obsesivo en su vida relativamente modesta. En su alojamiento oficial, de tres habitaciones, la más grande la reservaba para el comedor, donde el uso del mantel blanco era obligatorio. Encima del mantel, brillaban dos piezas de plata salvadas de la herencia del mariscal Davout, una bombonera y un frutero, ambos con las águilas imperiales y las iniciales del antepasado. La mujer de la limpieza ponía discretamente el mantel del revés, para ocultar la cara manchada y ahorrar lavados, sin respeto alguno por el viejo príncipe de Eckmühl.

Émeri no era un imbécil. Sabía que sus homenajes al antepasado compensaban una vida que consideraba mediocre y un carácter que carecía de la famosa intrepidez del mariscal. Medroso, había rehuido la carrera militar de su padre y optado, en cuestión de ejército, por el cuerpo de la gendarmería nacional y, en cuestión de conquistas, por el cuerpo de las mujeres. Se juzgaba a sí mismo con dureza, salvo en la hora fausta de la cena, durante la cual se concedía una pausa indulgente. En esa mesa, se reconocía prestancia y autoridad, y esa dosis cotidiana de narcisismo lo regeneraba. Se sabía que, salvo por alguna emergencia, no había que interrumpirlo en ese momento. La voz del cabo Blériot era, por tanto, vacilante.

– Mis disculpas, capitán, he creído tener que informarle.

– ¿Léo?

– No, su perro, capitán. Lo estoy cuidando yo de momento. La doctora Chazy afirmó que no tenía nada, pero al final tenía razón el comisario Adamsberg.

– Al grano, cabo -dijo Émeri con impaciencia-. Se me está enfriando la cena.

– Gand seguía sin poder levantarse y, esta noche, ha vomitado sangre. Lo he llevado al veterinario, que ha detectado lesiones internas. Según dice, Gand ha recibido golpes en el vientre, probablemente patadas. En ese caso, Adamsberg tenía razón, y Léo fue efectivamente atacada.

– ¡Déjeme en paz con Adamsberg! Somos capaces de sacar nuestras propias conclusiones.

– Perdone, capitán, es sólo porque lo dijo enseguida.

– ¿Está el veterinario seguro de su diagnóstico?

– Completamente. Está dispuesto a firmar una declaración.

– Convóquelo para mañana a primera hora. ¿Ha preguntado por Léo?

– No ha salido del coma. El doctor Merlán cuenta con que se reabsorba el hematoma interno.

– ¿Cuenta con ello realmente?

– No, capitán. Realmente no.

– ¿Ha acabado de cenar, Blériot?

– Sí, capitán.

– Entonces pase a verme dentro de media hora.

Émeri tiró el teléfono sobre el mantel blanco y volvió a sentarse, sombrío, delante de su plato. Tenía con el cabo Blériot una relación paradójica. Lo despreciaba, no concedía ningún interés a sus opiniones. Blériot no era más que un cabo gordo, sumiso e inculto. Pero al mismo tiempo, su temperamento fácil -infelizote, pensaba Émeri-, su paciencia, que podía confundirse con necedad, y su discreción lo convertían en confidente útil y sin riesgo. Alternativamente, Émeri lo dirigía como a un perro o lo trataba como a un amigo, un amigo especialmente encargado de escucharlo, de reconfortarlo y de animarlo. Trabajaba con él desde hacía seis años.

– La cosa está fatal, Blériot -dijo al abrir la puerta al cabo.

– ¿Lo dice por Léone? -preguntó el cabo sentándose en la silla Imperio que usaba de costumbre.

– Lo digo por nosotros. Por mí. He jodido todo el principio de la investigación.

Dado que el mariscal Davout era célebre por su lenguaje grosero, supuestamente heredado de los años revolucionarios, Émeri no tomaba precauciones para cuidar su vocabulario.

– Si Léo ha sido agredida, Blériot, es que Herbier ha sido efectivamente asesinado.

– ¿Por qué relaciona ambos hechos, capitán?

– Todo el mundo lo hace. Piensa un poco.

– ¿Qué dice todo el mundo?

– Que Léo sabía mucho acerca de la muerte de Herbier, puesto que Léo sabe siempre mucho acerca de todos.

– Léone no es una cotilla.

– Pero es una inteligencia, es una memoria. Desgraciadamente, no me dijo nada. Eso podría haberle salvado la vida.

Émeri abrió la bombonera, llena de regalices, y la empujó hacia Blériot.

– Las vamos a pasar canutas, cabo. Un tipo que estrella a una anciana contra el suelo no es algo que haya que tomarse a la ligera. Es un salvaje, un demonio que llevo días dejando correr por ahí. ¿Qué más dicen en la ciudad?

– Ya se lo he dicho, capitán, no lo sé.

– No es verdad, Blériot. ¿Qué dicen sobre mí? Que no he hecho correctamente mi trabajo, ¿no es así?

– Ya pasará. La gente habla, y luego se olvida.

– No, Blériot. Porque tienen razón. Hace once días que desapareció Herbier, hace nueve días que me alertaron. Decidí no hacer caso porque pensé que los Vendermot querían tenderme una trampa. Tú lo sabes. Me protegí. Y cuando fue encontrado el cuerpo, decidí que se había suicidado porque me venía bien. Me obstiné con eso como un toro, y no moví un dedo. Si dicen que soy responsable de la muerte de Léo, tendrán razón. Cuando el asesinato de Herbier todavía estaba fresco, teníamos posibilidades de seguir la pista.

– No podíamos imaginarlo.

– Tú no. Yo sí. Y ya no queda un solo indicio que recoger. Siempre es lo mismo. De tanto protegerse uno, acaba fragilizándose. No lo olvides.

Émeri ofreció un cigarrillo al cabo, y ambos fumaron en silencio.

– ¿Por qué es tan grave, capitán? ¿Qué puede pasar?

– Una inspección general de la gendarmería, ni más ni menos.

– ¿Contra usted?

– Claro. Tú no corres ningún peligro, no eres responsable.

– Pida ayuda, capitán. No se aplaude con una sola mano.

– ¿A quién?

– Al conde. Su influencia puede llegar a la capital. Y a la inspección general.

– Saca las cartas, Blériot, vamos a echar una o dos partidas, nos sentará bien.

Blériot repartió las cartas con esa pesadez que ponía en todos sus gestos, y Émeri se sintió un poco reconfortado.

– El conde tiene mucho afecto a Léo -objetó Émeri desplegando su juego.

– Dicen que no ha tenido otro amor.

– Podría pensar que soy el responsable de lo que le ha pasado. Y en consecuencia, mandarme al demonio.

– No pronuncie ese nombre, capitán.

– ¿Por qué? -preguntó Émeri con una risita breve- ¿Crees que el demonio está en Ordebec?

– De todos modos. Ha pasado por aquí el señor Hellequin.

– Crees en eso, mi pobre Blériot.

– Nunca se sabe, capitán.

Émeri sonrió y echó una carta en la mesa. Blériot la cubrió con un 8.

– No te estás fijando en el juego.

– Es verdad, capitán.

Capítulo 13

– Comisario -volvió a suplicar Mo.

– Cállate -interrumpió Adamsberg-, Tienes la soga al cuello y no te queda mucho tiempo.

– No mato a nadie, no mato nada, sólo las cucarachas de casa.

– Que te calles, joder -repitió Adamsberg dirigiéndole un gesto imperioso.

Mo se calló, sorprendido. Algo acababa de cambiar en el comisario.

– Eso está mejor -dijo Adamsberg-, No estoy de humor para dejar que corran en libertad los asesinos.

La imagen de Léo pasó ante sus ojos, desencadenando un picor en la nuca. Se pasó la mano por el cuello y envió la bola al suelo. Mo lo observó con la impresión de que había atrapado un escarabajo invisible. Instintivamente, hizo lo mismo, comprobando su nuca.

– ¿Tú también tienes una bola? -preguntó Adamsberg.

– ¿Una bola de qué?

– De electricidad. La tendrías por menos.

Mo sacudió la cabeza sin comprender.

– En tu caso, Mo, tenemos un asesino cínico, calculador y muy poderoso. Lo contrario del pirado compulsivo y feroz que ataca en Ordebec.

– No conozco -musitó Mo.

– No importa. Alguien ha liquidado a Antoine Clermont- Brasseur. No voy a explicarte por qué el viejo financiero estaba volviéndose molesto, no tenemos tiempo y no es tu problema. Lo que debes saber es que tú vas a pagar el pato. Así está previsto desde el inicio de la operación. Serás puesto en libertad por buena conducta dentro de veintidós años, siempre y cuando no incendies la celda.

– ¿Veintidós años?

– Ha muerto un Clermont-Brasseur, no el dueño de un bareto. La justicia no es ciega.

– Pero, si usted sabe que no fui yo, puede decírselo, y así no iré al talego.

– Eso guárdalo para tus sueños, Mo. El clan Clermont-Brasseur nunca dejará que uno de los suyos sea sospechoso. Ni siquiera son accesibles para un simple interrogatorio. Y sea lo que sea lo sucedido esa noche, nuestros dirigentes protegerán al clan. Decirte que no das la talla, ni yo, es decir poco. No eres nadie, ellos lo son todo. Podemos formularlo así. Y te han elegido a ti.

– No hay pruebas -susurró Mo-. No puedo ser condenado sin pruebas.

– Por supuesto que sí, Mo. Deja ya de hacernos perder el tiempo. Puedo proponerte dos años de prisión en vez de veintidós. ¿Te interesa?

– ¿Cómo?

– Te largas de aquí y te escondes. Pero, como comprenderás, si no te encuentran aquí mañana, tendré que dar alguna explicación.

– Sí.

– Habrás cogido el arma y el móvil de Mercadet, el teniente que lleva raya al lado y tiene las manos muy pequeñas, durante su sueño en la sala de interrogatorio. Siempre se queda dormido.

– Pero no se ha quedado dormido, comisario.

– No discutas. Se ha quedado dormido, le has cogido el arma y el teléfono, los has metido en tu pantalón, lado culo. Mercadet no se ha dado cuenta de nada.

– ¿Y si jura que sigue teniendo el arma encima?

– Se equivocará, porque se la voy a coger, igual que su teléfono. Con ese teléfono, habrás pedido a uno de tus cómplices que te espere fuera. Me habrás apuntado a la nuca con el arma, me habrás obligado a quitarte las esposas y a ponérmelas yo. Y.1 abrirte luego la puerta trasera de la comisaría. Escúchame bien. Fuera, hay dos vigilantes, uno a cada lado de la puerta. Saldrás apuntándome con dureza. Con suficiente dureza para que no traten de intervenir. ¿Sabrás hacerlo?

– Puede.

– Bien. Les diré que no se muevan. Debes tener una pinta muy decidida, de estar dispuesto a todo. ¿Estamos de acuerdo?

– ¿Y si no parezco suficientemente decidido?

– Entonces te juegas la vida. Arréglatelas. En la esquina hay una señal, un prohibido aparcar. Allí giras a la derecha, me golpeas en la barbilla, caigo al suelo. Entonces sales corriendo, todo recto. Verás un coche aparcado encender los faros, delante de una carnicería, a unos treinta metros de allí. Tiras la pistola y te metes dentro.

– ¿Y el móvil?

– Lo dejas aquí. Ya me ocuparé de destruirlo.

Mo miraba a Adamsberg alzando los pesados párpados, anonadado.

– ¿Por qué lo hace? Dirán que no es usted capaz ni de hacer frente a un quinqui barriobajero.

– Lo que digan de mí es asunto mío.

– Sospecharán de usted.

– Si haces bien tu papel, no.

– ¿No es una trampa?

– Dos años de prisión, ocho meses si te portas bien. Si logro llegar hasta el verdadero asesino, de todos modos tendrás que responder por una agresión a mano armada a un comisario y por fuga. Dos años. No puedo ofrecerte nada mejor. ¿Te interesa?

– Sí -susurró Mo.

– Ojo, porque es posible que eleven un muro defensivo tan alto que yo nunca logre atrapar al asesino. En ese caso, tendrás que irte lejos, cruzar el charco.

Adamsberg consultó el reloj. Si Mercadet se había mostrado fiel a su ciclo, tenía que estar dormido. Adamsberg abrió la puerta y llamó a Estalére.

– Vigílamelo, ahora vuelvo.

– ¿Ha dicho algo?

– Casi. Cuento contigo, no le quites los ojos de encima.

Estalére sonrió. Le gustaba cuando Adamsberg hablaba de sus ojos. Un día, el comisario había afirmado que tenía unos ojos excelentes, que lo veía todo.

Adamsberg se deslizó sin ruido hasta el piso de arriba, acordándose de saltarse el noveno peldaño, con el que todo el mundo tropezaba. Lamarre y Morel estaban de guardia en recepción, había que evitar alertarlos. En la sala de la máquina de bebidas, Mercadet estaba en su puesto, dormido en las colchonetas, tapado con el gato, que estaba tumbado encima de las pantorrillas. El teniente se había desabrochado complacientemente la pistolera, y el arma estaba al alcance de la mano. Adamsberg rascó la cabeza al gato y levantó el Magnum sin hacer ruido. Obró con más minucia para extraer el móvil del bolsillo del pantalón. Dos minutos después, decía a Estalére que podía irse y volvía a encerrarse con Mo.

– ¿Dónde voy a esconderme? -preguntó Mo.

– En un lugar adonde la policía nunca irá a buscarte. Es decir en casa de un policía.

– ¿Dónde?

– En mi casa.

– Joder -dijo Mo.

– Es lo que hay, se hace lo que se puede. No he tenido tiempo para organizarme.

Adamsberg mandó un mensaje rápido a Zerk, que respondió que Hellebaud había desplegado las alas, que ya podía volar.

– Es la hora -dijo Adamsberg levantándose.

Con las esposas en las muñecas, estrujado por Mo, que le apoyaba el cañón en el cuello, Adamsberg abrió las dos rejas que daban al gran patio que servía de parking de la Brigada. Al aproximarse al porche, Mo puso una mano en el hombro de Adamsberg.

– Comisario, no sé qué decir.

– Guarda eso para más adelante, concéntrate.

– Pondré su nombre al primer hijo que tenga, lo juro ante Dios.

Avanza, maldita sea. Avanza con dureza.

– Comisario, solo una cosa más.

– ¿Tu yoyó?

– No, mi madre.

– La avisaremos.

Capítulo 14

Danglard había acabado de lavar los platos de la cena y se había tumbado en el viejo sofá marrón, con un vaso de vino blanco a mano, mientras los niños acababan de hacer los deberes. Cinco niños que iban creciendo, cinco niños que acabarían yéndose, y mejor no pensar en ello esa noche. El más pequeño, que no era suyo y que le ofrecía constantemente el enigma de sus ojos azules venidos de otro padre, era el único que seguía siendo pueril, y Danglard lo mantenía en ese estadio. No había logrado ocultar su desazón durante la velada, y el mayor de los gemelos le había preguntado con insistencia qué le pasaba. Poco resistente, Danglard le había contado la escena que lo había enfrentado al comisario, el tono desabrido de Adamsberg y cómo éste rodaba por la pendiente de la mediocridad. Su hijo había hecho una mueca dubitativa, seguido de su hermano, y esa doble mueca permanecía en la mente apenada del comandante.

Oía a una de sus gemelas revisar la lección sobre Voltaire, el hombre que ríe con sorna de quienes se ven engullidos por la ilusión y la mentira. Se incorporó de repente, apoyado en un brazo. Una puesta en escena, a eso había asistido. Una mentira, una ilusión. Sintió su mente rodar a más velocidad, es decir, volver a los raíles de la exactitud. Se levantó y empujó el vaso. Si no se equivocaba, Adamsberg lo necesitaba, ahora.

Veinte minutos después, entró resoplando en la Brigada. Nada insólito, el equipo de noche dormitaba bajo los ventiladores todavía en funcionamiento. Pasó rápidamente por el despacho de Adamsberg, encontró las rejas abiertas y corrió, en la medida de sus posibilidades, hasta la salida trasera. En la calle oscura, los dos vigilantes traían al comisario. Adamsberg parecía aturdido, apoyándose en los hombros de los cabos para avanzar. Danglard los relevó inmediatamente.

– Alcanzad a ese hijo de puta -ordenó Adamsberg a los cabos-. Creo que habrá huido en coche. Les envío refuerzos.

Danglard sostuvo a Adamsberg hasta el despacho sin decir una palabra, cerró las dos rejas. El comisario se negó a sentarse y se dejó caer al suelo, entre las dos cuernas de ciervo, con la cabeza contra la pared.

– ¿Un médico? -preguntó Danglard con sequedad.

Adamsberg negó con la cabeza.

– Entonces un poco de agua. Es lo que hay que dar a los heridos.

Danglard alertó a los refuerzos, dio orden de vigilancia territorial máxima, carreteras, estaciones, aeropuertos, y volvió con un vaso de agua, otro vacío y su botella de vino blanco.

– ¿Cómo ha podido con usted? -preguntó pasándole el vaso y descorchando la botella.

– Había cogido la pistola a Mercadet. No pude hacer nada -dijo Adamsberg vaciando su vaso y tendiéndolo de nuevo a Danglard, esta vez señalando la botella.

– El vino no es aconsejable en su caso.

– Tampoco en el suyo, Danglard.

– En resumidas cuentas, le han engañado como a un novato.

– En resumidas cuentas, sí.

Uno de los vigilantes llamó a la puerta y entró sin esperar. Sujetándolo por el gatillo con el meñique, tendía un Magnum al comisario.

– Estaba en el borde de la calzada -dijo.

– ¿No han encontrado un teléfono?

– No, comisario. Según el carnicero, que estaba haciendo las cuentas, un coche arrancó de repente cinco minutos después de haberse aparcado delante de su tienda. Se había subido un hombre.

– Mo -suspiró Danglard.

– Sí -confirmó el vigilante-. La descripción concuerda.

– ¿No vio el número de la matrícula? -preguntó Adamsberg sin dejar traslucirse la menor tensión.

– No, no salió de la carnicería. ¿Qué hacemos?

– Un informe. Hacemos un informe. Esa es siempre la respuesta correcta.

La puerta se cerró, y Danglard sirvió medio vaso de vino blanco al comisario.

– En su estado de shock -dijo con aire afectado-, no puedo servirle más.

Adamsberg se palpó el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo torcido, robado a Zerk. Lo encendió lentamente, tratando de evitar la mirada de Danglard, que parecía querer adentrarse en su cabeza como un tornillo muy fino y muy largo. ¿Qué demonios hacía allí Danglard a esas horas? Mo le había hecho daño de verdad al golpearlo, se frotó la barbilla dolorida y sin duda enrojecida. Muy bien. Sintió un rasguño y algo de sangre bajo sus dedos. Perfecto, todo iba bien. Salvo por Danglard y su largo tornillo, y eso es lo que había temido. Las ignorancias del comandante nunca duraban mucho.

– Cuéntemelo -dijo Danglard.

– Nada. Se volvió loco y me apuntó con el arma al cuello; no pude hacer nada. Se alejó por la calle perpendicular.

– ¿Cómo habrá podido avisar a un cómplice?

– Con el teléfono de Mercadet. Escribió un sms delante de mí. ¿Cómo vamos a hacer con el informe? Para no decir que Mercadet estaba durmiendo.

– Cierto, ¿qué vamos a hacer con el informe? -repitió Danglard articulando mucho.

– Modificaremos el horario. Escribiremos que Mo estaba todavía en la sala de interrogatorio a las nueve de la noche. Que un agente eche una cabezada en horas extras no será considerado grave. Pienso que los colegas serán solidarios.

– ¿Con quién? -preguntó Danglard-, ¿Con Mercadet o con usted?

– ¿Qué quería que hiciera, Danglard? ¿Que me dejara agujerear el pellejo?

– Vamos, ¿tan peligroso fue?

– Tan peligroso fue, sí. Mo se volvió loco.

– Ya, claro -dijo Danglard tomando un sorbo.

Y Adamsberg leyó su fracaso en la mirada demasiado clarividente de su adjunto.

– De acuerdo -dijo.

– De acuerdo -confirmó Danglard.

– Pero demasiado tarde. Llega usted tarde, y la suerte está echada. Temía que lo entendiera antes. Ha tardado mucho -añadió con decepción.

– Es verdad. Me ha toreado durante horas.

– Justo lo que yo necesitaba.

– Está usted pirado, Adamsberg.

Este tomó un trago de su medio vaso e hizo rodar el vino de una mejilla a la otra.

– No me molesta -dijo después de tragar.

– Y me arrastra en su caída.

– No. Usted no tenía por qué entenderlo. Incluso tiene todavía la oportunidad de ser un imbécil. Usted decide, comandante. Salga, o quédese.

– Me quedo si tiene un elemento que darme a su favor. Otra cosa que no sea su mirada.

– De eso nada. Si se queda, es sin condiciones.

– ¿Si no?

– Si no, la vida no tiene mucho interés.

Danglard reprimió un impulso de rebelión y apretó el vaso con los dedos. Ira mucho menos dolorosa, recordó, que cuando creyó que Adamsberg se había caído de sus nubes. Se tomó su tiempo para pensar en silencio. Por quedar bien, y lo sabía.

– Bien -dijo.

La palabra más breve que había encontrado para expresar su rendición.

– ¿Recuerda las zapatillas de basket? -preguntó Adamsberg-. ¿Y los cordones?

– Son del número que calza Mo. ¿Y qué?

– Me refiero a los cordones, Danglard. Las puntas están empapadas en gasolina, varios centímetros por lo menos.

– ¿Y?

– Son zapatillas hechas para jóvenes, con cordones especialmente largos.

– Lo sé. Mis hijos tienen las mismas.

– ¿Y cómo se las atan sus hijos? Piénselo, Danglard.

– Cruzándoselos detrás de los tobillos y anudándolos delante.

– Eso es. Hubo una moda de los cordones desatados, y ahora está la de los cordones muy largos cruzados por detrás y anudados por delante. De modo que los cordones no llegan al suelo. Salvo si quien se ha puesto esas zapatillas es un viejo desfasado que no sabe cómo se atan.

– Joder.

– Sí. El viejo desfasado, digamos que de entre cincuenta y sesenta años, digamos que uno de los hijos de Clermont-Brasseur, compró esas zapatillas de joven. Y se ató los cordones por delante, como se hacía en sus tiempos. Y las puntas, que llevaba arrastrando por el suelo, se mojaron de gasolina. Pedí a Mo que se las pusiera. ¿Lo recuerda?

– Sí.

– Y anudó los cordones a su manera, cruzándolos por detrás y atándolos por delante. Si Mo hubiera incendiado el coche, tendría gasolina en las suelas, pero no en las puntas de los cordones.

Danglard se llenó el vaso que acababa de vaciar.

– ¿Ese es el elemento?

– Sí, y vale oro.

– Exacto, pero usted ya había empezado a fingir antes. Ya lo sabía antes de eso.

– Mo no es un asesino. En ningún momento he tenido intención de dejar que lo condenen.

– ¿De cuál de los hijos Clermont sospecha?

– De Christian. Es un crápula de hielo desde que tenía veinte años.

– No van a permitir que se salga usted con la suya. Encontrarán a Mo allá donde se encuentre. Es su única posibilidad. ¿Quién ha venido a buscarlo en coche?

Adamsberg vació el vaso sin contestar.

– De tal palo, tal astilla -concluyó Danglard levantándose pesadamente.

– Ya tenemos un palomo enfermo, podemos tener dos.

– No podrá tenerlo en su casa mucho tiempo.

– No está previsto.

– Muy bien. ¿Qué hacemos?

– Como de costumbre -dijo Adamsberg, saliendo de entre las cuernas de ciervo-. Un informe, hacemos un informe. A usted se le dan bien, Danglard.

Su móvil sonó en ese momento, señalando en la pantalla un número de procedencia desconocida. Adamsberg consultó sus relojes, 22:05, y frunció el ceño. Danglard ya se había puesto manos a la obra con el informe falsificado, inquietándose por su indefectible apoyo al comisario, hasta el extremo en que se veían ahora proyectados.

– Adamsberg -dijo el comisario con precaución.

– Louis Nicolas Émeri -contestó el capitán con voz hueca-. ¿Te despierto?

– No, uno de mis sospechosos acaba de darse a la fuga.

– Perfecto -dijo Émeri sin enterarse.

– ¿Ha muerto Léo?

– No, todavía aguanta. Pero yo no. Me quitan el caso, Adamsberg.

– ¿Oficial?

– Todavía no. Un colega del IGN me ha avisado. Lo harán mañana. Son hienas, hijos de puta.

– Estaba previsto, Émeri. ¿Suspensión o cambio de destino?

– Suspensión en espera de informe.

– Sí, el informe.

– Hienas, hijos de puta -repitió el capitán.

– ¿Por qué me llamas?

– Prefiero morir a ver al capitán de Lisieux hacerse cargo del caso. Hasta Santa Teresa lo entregaría al Ejército Furioso sin pestañear.

– Un momento, Émeri.

Adamsberg tapó el teléfono con la mano.

– Danglard, ¿el capitán de Lisieux?

– Dominique Barrefond, un auténtico cerdo.

– ¿Qué quieres hacer, Émeri? -dijo Adamsberg volviendo a la línea.

– Que te hagas cargo tú. Al fin y al cabo, es tuyo.

– ¿Mío?

– Desde el principio, incluso antes de que existiera. Cuando viniste al camino de Bonneval sin saber nada del asunto.

– Pasé por ahí a tomar el aire. Estuve comiendo moras.

– A otros con eso. Es tu caso -afirmó Émeri-. Y si lo llevas tú, podré ayudarte bajo mano, y tú no me pisarás. En cambio, el hijoputa de Lisieux me haría fosfatina.

– ¿Es por eso?

– Por eso y porque es tu caso y de nadie más. Tu destino frente al Ejército Furioso.

– No me cuentes grandes historias, Émeri.

– Las cosas como son. Cabalga hacia ti.

– ¿Quién?

– El señor Hellequin.

– No te lo crees ni tú, piensas en salvar el pellejo.

– Sí.

– Lo siento, Émeri. Sabes que no puedo conseguir que me den el caso. No tengo ningún pretexto.

– No te hablo de pretextos, te hablo de enchufe. Tengo uno con el conde de Ordebec. Intenta tener tú uno por tu lado.

– ¿Por qué haría una cosa así? ¿Para tener problemas con la policía de Lisieux? Tengo toneladas de problemas aquí, Émeri.

– A ti no te han dejado en el banquillo.

– ¿Y tú qué sabes? Acabo de decirte que se me ha escapado un sospechoso. De mi propio despacho, con la pistola de uno de mis hombres.

– Razón de más para hacer méritos en otro sitio.

Tiene razón, pensó Adamsberg, pero ¿quién puede enfrentarse al señor del Ejército Furioso?

– ¿El sospechoso fugado es el del caso Clermont-Brasseur? -preguntó Émeri.

– Exacto. Ya ves que el barco hace agua y que voy a estar ocupado achicando.

– ¿Te interesan los herederos Clermont?

– Mucho, pero son inaccesibles.

– No para el conde de Ordebec. Vendió sus acerías VLT a Antoine padre. Hicieron las mil y una en África en los años cincuenta. El conde es un amigo. Cuando Léo me agarró por el fondillo, en la laguna, todavía estaba con él.

– Deja a los Clermont. Sabemos quién es el pirómano.

– Mejor. Sólo que a veces uno siente tentaciones de limpiar los alrededores para ver con más claridad. Un simple reflejo de higiene profesional que no hace daño a nadie.

Adamsberg despegó el teléfono del oído y se cruzó de brazos. Sus dedos palparon el pequeño fragmento de tierra que había metido en el bolsillo de la camisa. Ese mismo mediodía.

– Deja que me lo piense -dijo.

– Pero que sea deprisa.

– Nunca pienso deprisa, Émeri.

Ni deprisa ni de ninguna manera, completó Danglard sin decirlo. La fuga de Mo era una locura pura y dura.

– Ordebec, ¿eh? -dijo Danglard-. Apenas amanezca, tendrá a todo el gobierno contra usted, ¿y no se le ocurre nada mejor que añadir al Ejército Furioso?

– El tataranieto del mariscal Davout acaba de entregar las armas. La plaza está libre. Y tiene clase, ¿no?

– ¿Desde cuándo le importa a usted la clase?

Adamsberg guardó sus cosas en silencio.

– Desde que prometí a Léo que volvería.

– Está en coma, le importa un rábano, ni siquiera se acuerda de usted.

– Pero yo sí.

Y después de todo, pensaba Adamsberg mientras volvía andando a su casa, era posible que Émeri tuviera razón. Que el caso fuera suyo. Dio un rodeo para pasar por la orilla del Sena y se deshizo del teléfono de Mercadet tirándolo al agua.

Capítulo 15

A las dos de la madrugada, Danglard había acabado su informe. A las seis y media, Adamsberg recibía la llamada del secretario general del director de la prefectura, seguida de la del director en persona, luego la del secretario del ministro, y por fin la del ministro de Interior a las nueve y cuarto. En el mismo instante, el joven Mo entraba en la cocina con una camiseta que le venía grande, prestada por Zerk, en tímida busca de pitanza. Zerk, con el palomo apoyado en un brazo, se levantó para calentar el café. Las persianas del lado que daba al jardín se habían quedado cerradas, y Zerk había clavado con chinchetas un trozo de tela floreada, bastante fea, delante de la ventana de la puerta acristalada -por el calor, había explicado a Lucio-, Mo tenía orden de no acercarse a ninguna de las ventanas del piso de arriba. Con dos señas, Adamsberg impuso un silencio inmediato a los dos jóvenes y les pidió que salieran de la estancia.

– No, señor ministro, no tiene ninguna posibilidad de salirse con la suya. Sí, todas las gendarmerías están en alerta desde ayer a las diez menos veinte de la noche. Sí, también todos los puestos fronterizos. No creo que sea útil, señor ministro, el teniente Mercadet no tiene la culpa de nada.

– Rodarán cabezas y deben rodar, comisario Adamsberg, usted lo sabe, ¿verdad? Los Clermont-Brasseur están indignados por la incuria de sus servicios. Yo mismo lo estoy, señor comisario. Me han dicho que tiene usted a un enfermo en su Brigada. En una Brigada que supuestamente es un polo de excelencia.

– ¿Un enfermo, señor ministro?

– Un hipersomniaco. El incapaz que se dejó robar el arma. ¿A usted le parece normal dormirse durante un arresto? Yo digo que es una falta, comisario Adamsberg, una falta colosal.

– Le han informado mal, señor ministro. El teniente Mercadet es uno de los hombres más resistentes de mi equipo. Había dormido sólo dos horas la noche anterior, y estaba haciendo horas extras. Hacía una temperatura de 34° en la sala de interrogatorio.

– ¿Quién vigilaba al detenido con él?

– El cabo Estalére.

– ¿Un buen elemento?

– Excelente.

– ¿Entonces por qué se ausentó? No hay ninguna explicación sobre este punto en el informe.

– Para ir a buscar refrescos.

– ¡Falta! Falta enorme. Rodarán cabezas. Refrescar al detenido Mohamed Issam Benatmane no es, desde luego, la mejor manera de hacerlo hablar.

– Los refrescos eran para los agentes, señor ministro.

– Haber avisado a un colega. Falta, falta gravísima. No hay que quedarse solo con un detenido. Eso vale para usted también, comisario, que lo dejó entrar en su despacho sin ningún auxiliar. Y que se mostró incapaz de desarmar a un delincuente de veinte años. Falta incalculable.

Con unas gotas de café, Adamsberg iba dibujando formas sinuosas en el hule que cubría la mesa, trazando caminos entre las deyecciones de Hellebaud. Pensó un instante en la resistencia extrema que ofrece el excremento de pájaro al lavado. Había en ello un enigma químico para el cual Danglard no tendría respuesta, era malo en ciencias.

– Christian Clermont-Brasseur ha pedido su expulsión inmediata, así como la de sus dos impedidos, y la idea me tienta. No obstante, aquí consideramos que todavía lo necesitamos a usted. Ocho días, Adamsberg, ni uno más.

Adamsberg reunió la totalidad de su equipo en la gran sala de reuniones, llamada sala capitular, según la denominación erudita de Danglard. Antes de salir de su casa, había agravado la herida que tenía en la barbilla frotándola con un estropajo de lavar los platos, surcándose la piel de estrías rojas. Muy bien, había opinado Zerk, que había realzado la equimosis con vistosa mercromina.

Le resultaba desagradable lanzar a sus agentes en una vana persecución de Mo, teniéndolo sentado en su propia mesa, pero la situación no dejaba alternativa alguna. Distribuyó las misiones, y cada cual estudió la hoja de ruta en silencio. Su mirada recorrió los rostros de los diecinueve adjuntos presentes, aturdidos ante la nueva situación. Sólo Retancourt parecía secretamente divertida, lo cual lo inquietó un poco. La expresión consternada de Mercadet reavivó el picor en la nuca. Había contraído esa bola de electricidad frecuentando al capitán Émeri, y tendría que devolvérsela tarde o temprano.

– ¿Ocho días? -repitió el cabo Lamarre-. ¿Qué sentido tiene? Si está escondido en medio de un bosque, podemos tardar semanas en localizarlo.

– Ocho días para mí -precisó Adamsberg sin mencionar la suerte igualmente precaria de Mercadet y Estalére-, Si fracaso, el comandante Danglard será nombrado probablemente para dirigir la Brigada, y el trabajo seguirá.

– No recuerdo haberme quedado dormido en la sala de interrogatorio -dijo Mercadet con voz empañada de culpabilidad-. Todo es culpa mía. Pero no me acuerdo. Si empiezo a quedarme dormido sin darme cuenta, ya no valgo nada para el servicio.

– Las faltas son múltiples, Mercadet. Usted se durmió, Estalére salió de la sala, no registramos a Mo, y yo lo dejé entrar solo en mi despacho.

– Aunque lo encontremos antes de que pasen ocho días, lo echarán a usted para dar ejemplo -dijo.

– Es posible, Nöel. Pero todavía nos queda una salida. Y si no, me queda la montaña. O sea nada grave. Primera urgencia: estén preparados para una inspección sorpresa de nuestros locales durante la jornada. Así que recurrimos al dispositivo de apariencias nivel máximo. Mercadet, vaya a descansar ahora, deberá estar perfectamente despierto cuando se presenten. Y luego haga desaparecer sus colchonetas. Voisenet, evacúe sus revistas de ictiología. Froissy, ni rastro de comida en los armarios, y guarde sus acuarelas. Danglard, vacíe sus reservas. Retancourt, ocúpese de trasladar al gato y sus cuencos a un coche.¿Quémás? No debemos descuidar ningún detalle.

– ¿La cuerda? Preguntó Morel.

– ¿Qué cuerda?

– La que rodeaba las patas del palomo. El laboratorio nos la ha enviado, está en la mesa de las muestras con los resultados del análisis. Si se ponen a hacer preguntas, no será buen momento para hablarles del pájaro.

– Me llevo la cuerda -dijo Adamsberg mientras percibía en el semblante de Froissy la angustia que la embargaba ante la idea de deshacerse de sus reservas alimentarias-. Por otra parte, hay una buena noticia en medio de la tormenta. Por una vez, el inspector de división Brézillon está con nosotros. No tendremos problemas por ese lado.

– ¿Motivo? -preguntó Mordent.

– Los Clermont-Brasseur devastaron el negocio de su padre, una importación de mineral boliviano. Una vil operación de predadores que no les perdona. Sólo tiene un deseo, que «se ponga a esos perros en el banquillo», son sus palabras.

– No hay banquillo que valga -dijo Retancourt-. La familia Clermont no es culpable.

– Era sólo para darles una idea de la disposición del inspector.

De nuevo los ojos ligeramente irónicos de Retancourt, a menos que estuviera equivocado.

– Vamos allá -dijo Adamsberg levantándose, tirando al mismo tiempo al suelo la bola de electricidad-. Depuración del local. Mercadet, quédese un momento y acompáñeme.

Sentado frente a Adamsberg, Mercadet se retorcía las minúsculas manos. Un tipo honrado, escrupuloso; frágil también, y a quien Adamsberg precipitaba al borde de la depresión, del odio a sí mismo.

– Prefiero que me despida ahora -dijo Mercadet frotándose las ojeras con dignidad-. Ese tipo habría podido matarlo. Si tengo que quedarme dormido sin darme cuenta, prefiero irme. Ya no era fiable antes, pero ahora me he vuelto peligroso, incontrolable.

– Teniente -dijo Adamsberg inclinándose sobre la mesa-, dije que se había quedado usted dormido. Pero no se había quedado dormido. Mo no le quitó el arma.

– Es muy amable por su parte tratar de ayudarme, comisario. Pero, cuando me desperté allí arriba, no tenía ni mi arma ni mi móvil. Los tenía Mo.

– Los tenía porque se los había dado yo. Se los di porque yo mismo se los había quitado a usted. Allí arriba, en la sala de la máquina de bebidas. ¿Entiende la historia?

– No -dijo Mercadet alzando un rostro estupefacto.

– Yo, Mercadet. Había que conseguir que Mo huyera antes de que lo encerraran. Mo nunca ha matado a nadie. No tuve elección en lo referente a los medios, lo tuve que implicar a usted.

– ¿Mo no le amenazó?

– No.

– ¿Usted le abrió las rejas?

– Sí.

– Caramba.

Adamsberg se echó hacia atrás, a la espera de que Mercadet digiriera la información, cosa que normalmente hacía bastante rápido.

– De acuerdo -dijo Mercadet, que levantaba la cabeza-. Prefiero mil veces eso a la idea de haberme quedado dormido en la sala. Y si Mo no mató al viejo, era lo único que se podía hacer.

– Y lo único que hay que callar, Mercadet. Sólo lo ha intuido Danglard. Pero usted, Estalére y yo saltaremos probablemente dentro de ocho días. Y yo no le pedí a usted su opinión.

– Era lo único que se podía hacer -repitió Mercadet-. Al menos, mi sueño habrá servido para algo.

– Eso seguro. Sin usted en la Brigada, no veo qué otra cosa habría podido inventar.

El ala de mariposa. Mercadet parpadea en Brasil, y Mo se fuga en Texas.

– ¿Por eso me hizo hacer horas extras ayer?

– Sí.

– Muy bueno. No me di cuenta de nada.

– Pero vamos a saltar, teniente.

– Salvo si echa el guante a uno de los hijos Clermont.

– ¿Así es como ve las cosas? -preguntó Adamsberg.

– Quizá. Un joven como Mo se habría atado los cordones por detrás y por delante. No he entendido cómo puede ser que las puntas estén empapadas de gasolina.

– Bravo.

– ¿Lo había visto usted?

– Sí. ¿Y por qué piensa primero en uno de los hijos?

– Imagínese las pérdidas si Clermont padre se hubiera casado con la mujer de la limpieza y hubiera adoptado a sus hijos. Se dice que los hijos no tienen el genio diabólico del viejo Antoine y que se han lanzado en operaciones poco acertadas. Sobre todo Christian. Un perturbado, un tahúr; le gustaba gastarse en un día la extracción diaria de un pozo petrolífero.

Mercadet sacudió la cabeza suspirando.

– Y ni siquiera sabemos si conducía él -concluyó levantándose.

– Teniente -lo retuvo Adamsberg-, Necesitamos un silencio absoluto, un silencio que durará siempre.

– Vivo solo, comisario.

Cuando se hubo ido Mercadet, Adamsberg dio unas vueltas en su despacho, colocó las cuernas arrimadas a la pared. Brézillon y su odio a los Clermont-Brasseur. El inspector de división podría dejarse seducir por la idea de llegar hasta ellos vía el conde de Ordebec. En cuyo caso tenía una posibilidad de que le confiaran el caso normando. En cuyo caso se enfrentaría al Ejército Furioso. Una perspectiva que ejercía sobre él una atracción indescifrable, que parecía ascender de las profundidades más arcaicas. Recordó a un hombre muy joven, una noche, inclinado sobre el parapeto de un puente, observando fijamente el agua que corría a raudales abajo. Tenía un gorro en la mano, y su problema, había explicado a Adamsberg, era la tentación imperiosa de tirarlo al agua cuando en realidad no quería desprenderse de él. Y el joven trataba de comprender por qué deseaba hasta ese punto hacer ese gesto que no quería hacer. Al final se fue corriendo sin soltar el gorro, como si huyera de un lugar imantado. Adamsberg comprendía mejor ahora la estúpida historia del gorro en el puente. La cabalgata de corceles negros pasaba por sus pensamientos, susurrándole oscuras e insistentes invitaciones, hasta el punto en que se sentía importunado por el agrio realismo de los asuntos político-financieros de los Clermont-Brasseur. Sólo el rostro de Mo, ramita bajo sus pies de gigantes, le daba energía para trabajar en ello. Los secretos de los Clermont no tenían sorpresa, aburrían por pragmáticos, lo cual tornaba todavía más desoladora la muerte atroz del viejo industrial. En cambio, Ordebec le enviaba una música ininteligible y disonante, una composición de quimeras e ilusiones, que lo atraía como los raudales corriendo bajo el puente.

No podía permitirse desertar demasiado tiempo de la Brigada en un día tan tumultuoso, y tomó un coche para ir a ver a Brézillon. Fue en el segundo semáforo cuando descubrió que se había llevado el vehículo donde Retancourt había escondido al gato y sus cuencos. Disminuyó la velocidad para no derramar el agua. La teniente no le perdonaría nunca que el animal quedara deshidratado.

Brézillon lo recibió con una sonrisa impaciente, dándole palmadas de complicidad en el hombro. Una atmósfera excepcional que no le impidió dirigirse al comisario empezando con su frase acostumbrada.

– Ya sabe usted que no apruebo mucho sus métodos, Adamsberg. Informales, sin visibilidad, ni para la jerarquía ni para los subordinados, sin los elementos factuales necesarios para señalar el itinerario. Pero podrían tener su lado bueno para el caso que nos reúne, dado que esta vez debemos encontrar un pasaje oscuro.

Adamsberg dejó pasar la introducción antes de exponer el excelente argumento factual que constituían las zapatillas de basket mal anudadas por el incendiario. No era fácil interrumpir los largos monólogos del inspector de división.

– Me gusta -comentó Brézillon mientras aplastaba la colilla con el pulgar, gesto imperioso que era habitual en él-. Haría bien en apagar el teléfono móvil antes de que sigamos. Está usted bajo escucha desde la huida del sospechoso, desde que muestra tan poco entusiasmo por encontrar a ese Mohamed. Es decir, al animal elegido para el sacrificio -precisó después de que Adamsberg desmontara su móvil-, ¿Estamos de acuerdo? Nunca pensé que ese joven insignificante pudiera quemar por casualidad a uno de los magnates de nuestras finanzas. Le han dado a usted ocho días, lo sé, y no lo veo triunfar en tan poco tiempo. Por una parte, porque es usted lento. Por otra, porque tiene el camino cortado. No obstante, estoy dispuesto a apoyarlo por todos los medios deseables y legales para intentar el asalto contra los hermanos. Huelga decir, Adamsberg, que, como todos, creo a fondo en la culpabilidad del árabe y que, pase lo que pase al clan Clermont, no aprobaré ese escándalo. Encuentre la vía.

Capítulo 16

A las cinco de la tarde, Adamsberg volvió a la Brigada, con el gato plegado en dos sobre su brazo como si fuera un paño de cocina; lo dejó sobre el lecho tibio de la fotocopiadora. Nada había alertado al equipo de inspección, que se había presentado efectivamente dos horas antes y había peinado el lugar sin miramientos ni comentarios. Entretanto, las relaciones entre las gendarmerías y las comisarías de policía habían caído, y Momo seguía estando ilocalizable. Muchos agentes estaban todavía fuera, rebuscando en todos los domicilios de sus contactos conocidos. Una operación de mayor envergadura estaba prevista para esa misma noche, dirigida a la inspección de la totalidad de las viviendas de la Cité des Buttes, donde vivía Momo, que presentaba, por supuesto, un nivel anual de coches incendiados superior a la media. Se esperaban refuerzos de tres comisarías de París necesarias para rodear Les Buttes.

Adamsberg hizo una seña a Veyrenc, Morel y Nöel, y se sentó atravesado en la mesa de Retancourt.

– Aquí tiene la dirección de los dos hijos Clermont, Christian y Christophe. Los dos «Cristos», como los llaman.

– No igualan la fama del «Salvador» -dijo Retancourt.

– El padre habrá presumido demasiado de los hijos.

– Contempla sollozando sus hijos denigrados, / lamenta las virtudes que había despreciado -completó Veyrenc-. ¿Espera usted que los Clermont nos abran la puerta?

– No. Que los vigilen día y noche. Viven juntos, en una inmensa mansión con dos alas habitables. Cambien de aspecto y de pinta constantemente. Y tú, Veyrenc, tíñete el pelo.

– Nöel no es el mejor de nosotros para seguir a alguien -observó Morel-, Se lo localiza a la legua.

– Pero lo necesitamos. Nöel es malévolo y tiene mala hostia. Se enganchará a cualquier pista. Eso también se necesita.

– Gracias -dijo Nöel sin ironía, y sin desestimar ninguna de sus cualidades negativas.

– Aquí hay unas fotos de ellos -dijo haciendo circular algunas fotos entre los presentes-. Se parecen bastante. Uno gordo, el otro flaco. Sesenta y cincuenta y ocho años. El flaco es el mayor, Christian, a quien llamaremos Salvador 1. Buena cabellera plateada que lleva siempre un poco larga. Elegante, brillante, guasón, viste ropa dispendiosa. El bajito y regordete es reservado, más sobrio, y casi no tiene pelo. Es Christophe, o Salvador 2. El Mercedes que ardió era suyo. Por una parte tenemos a un mundano, por otra a un ejecutivo, lo cual no significa que uno sea mejor que el otro. Seguimos sin saber qué hacían la noche del incendio, ni quién conducía el coche.

– ¿Qué pasa? -preguntó Retancourt-. ¿Abandonamos a Momo?

Adamsberg echó una mirada a Retancourt y encontró la misma desconfianza divertida, indescifrable.

– Estamos buscando a Mo, teniente, en este mismo momento, y esta noche con refuerzos. Pero tenemos un problema con las puntas de los cordones.

– ¿Cuándo pensó usted en eso? -preguntó Nöel después de que Adamsberg expusiera la cuestión de los cordones mal atados.

– Esta noche -mintió Adamsberg con desenvoltura.

– Entonces ¿por qué le pidió que se pusiera las zapatillas ayer?

– Para comprobar su número.

– Bien -dijo Retancourt inyectando todo su escepticismo en esa única palabra.

– Eso no implica que Mo sea inocente -prosiguió Adamsberg-. Pero molesta.

– Mucho -aprobó Nöel. Si uno de los dos Cristos ha prendido fuego a su padre arrastrando a Mo, habrá sacudidas en el barco.

– El barco ya hace agua -comentó Veyrenc-. Apenas en el puente estuvieron embarcados / un escollo sumido les perforó el bordaje.

Desde su reciente reincorporación, el teniente Veyrenc ya había enunciado varias decenas de malos versos. Pero ya nadie prestaba atención a eso, como si se tratara de un elemento sonoro ordinario, semejante a los ronquidos de Mercadet o los maullidos del gato, que participaba de manera inevitable en el ruido de fondo de la Brigada.

– Si lo hizo uno de los dos Cristos -precisó Adamsberg-, aunque no hayamos dicho que así sea ni creamos que sea el caso, su traje debería tener residuos de vapor de gasolina.

– Más pesado que el aire -confirmó Veyrenc.

– Igual que el maletín o la bolsa que utilizara para el cambio de calzado -dijo Morel.

– O, por qué no, el pomo de su puerta cuando volvió -añadió Nöel.

– O su llave.

– No si lo limpió todo -objetó Veyrenc.

– Hay que ver si uno de los dos se ha deshecho de un traje. O lo ha mandado a la tintorería.

– En resumidas cuentas, comisario -dijo Retancourt-, nos está pidiendo que espiemos a los dos Cristos como si fueran asesinos, pero rogándonos que no los consideremos como tales.

– Eso es -aprobó Adamsberg sonriendo-, Mo es culpable, y lo buscamos. Pero tienen que pegarse a los Cristos como chinches.

– Sólo por la belleza del gesto -dijo Retancourt.

– A menudo es necesario un poco de belleza del gesto. Un poco de estética compensará el registro de la Cité des Buttes de esta noche, que no tendrá nada de artístico. Retancourt y Nöel se encargarán del primogénito, Christian, Salvador 1. Morel y Veyrenc de Christophe, Salvador 2. Conserven la consigna, estoy bajo escucha.

– Habrá que actuar con dos equipos de noche.

– Con Froissy, que se ocupará de los micros multidireccionales, Lamarre, Mordent y Justin. Los coches deberán estar apaleados a buena distancia. El hotel particular está vigilado.

– ¿Y si nos descubren?

Adamsberg reflexionó unos instantes, y sacudió la cabeza con impotencia.

– No nos descubren -concluyó Veyrenc.

Capítulo 17

Su vecino Lucio detuvo a Adamsberg, que cruzaba el pequeño jardín para volver a su casa.

– Hombre, hola -saludó el viejo.

– Hola, Lucio.

– Una buena cervecita te sentará de maravilla. Con el calor que hace.

– Ahora no, Lucio.

– Y con los problemas tan jodidos que tienes.

– ¿Tengo problemas jodidos?

– Hombre, seguro.

Adamsberg nunca descuidaba los avisos de Lucio, y esperó en el jardín que el viejo español volviera con un par de cervezas frescas. De tanto mear Lucio regularmente al pie del haya, Adamsberg tenía la impresión de que la hierba se agostaba en la base del tronco. O quizá fuera efecto del calor.

El viejo abrió las dos botellas -con él, nada de latas- y le ofreció una.

– Dos tipos husmeando -dijo Lucio entre trago y trago.

– ¿Aquí?

– Sí. Como si tal cosa. Como dos tipos que pasan por la calle. Y cuanto más actúa uno como si tal cosa, más se nota que algo hay. Hurgamierdas, vamos. Los hurgamierdas nunca andan con la cabeza erguida ni con la cabeza gacha como todo el mundo. Ponen los ojos en todas partes, como si se pasearan por una calle turística. Pero nuestra calle no es turística, ¿eh, hombre?

– No.

– Son hurgamierdas, y lo que les interesaba era tu casa.

– Localizando.

– Y apuntar las idas y venidas de tu hijo, quizá para saber cuándo está vacía la casa.

– Hurgamierdas -murmuró Adamsberg-, Tipos que un día acabarán asfixiados con miga de pan.

– ¿Por qué quieres asfixiarlos con miga de pan?

Adamsberg abrió los brazos sin contestar.

– Pues te lo digo yo -prosiguió Lucio-. Si los hurgamierdas buscan el modo de entrar en tu casa, es que estás en apuros.

Adamsberg sopló en el cuello de la botella para que sonara un breve silbido -cosa que no podía hacerse con una lata, explicaba Lucio no sin razón-, y se sentó en la vieja caja de madera que su vecino había instalado bajo el haya.

– ¿Has hecho alguna tontería, hombre?

– No.

– ¿Con quién te metes?

– Con tierras prohibidas.

– Muy poco razonable, amigo. En caso de necesidad, si tienes algo o alguien que poner a salvo, ya sabes dónde tengo la llave de socorro.

– Sí. Debajo del cubo lleno de grava, detrás del cobertizo.

– Mejor métetela en el bolsillo. Tú verás, hombre -añadió Lucio mientras se alejaba.

La mesa estaba puesta sobre el hule ensuciado por Hellebaud. Zerk y Momo esperaban la llegada de Adamsberg para cenar. Zerk había preparado pasta con migas de atún y salsa de tomate, una variante del arroz con atún y tomate que había puesto unos días antes. Adamsberg pensó en pedirle que modificara un poco los menús, pero renunció enseguida, no tenía sentido criticar a un hijo desconocido por un asunto de atún. Y menos aún delante de un Mo desconocido. Zerk disponía trocitos de pescado junto al plato, y Hellebaud picoteaba con frenesí.

– Está mucho mejor -dijo Adamsberg.

– Sí -confirmó Zerk.

Adamsberg nunca se sentía incómodo en los silencios de grupo y no tenía el instinto compulsivo de llenar los blancos a toda costa. Los ángeles, como se decía, podían pasar tantas veces como quisieran sin que a él le molestara. Su hijo parecía cortado por el mismo patrón, y Mo estaba demasiado intimidado para atreverse a sacar un tema de conversación. Pero era de los que quedaban desmontados por el paso de los ángeles.

– ¿Es usted diabolista? -preguntó con un hilo de voz al comisario.

Adamsberg miró al joven sin comprender, mientras masticaba dificultosamente su bocado. No hay nada más denso y seco que el atún al vapor, y estaba pensando en eso cuando Mo le hizo esa pregunta.

– No entiendo, Mo.

– ¿Le gusta jugar al diábolo?

Adamsberg volvió a servirse salsa de tomate y consideró que ser diabolista o jugar al diábolo debía de significar algo así como «jugar con el diablo» entre los jóvenes de la barriada de Mo.

– A veces no nos queda más remedio -contestó.

– ¿Pero no juega en profesionales?

Adamsberg interrumpió su masticación y tomó un sorbo de agua.

– Creo que no estamos hablando de lo mismo. ¿Qué entiendes por «diábolo»?

– El juego -dijo Mo ruborizándose-. El doble cono de caucho que se hace rodar con una cuerda atada a dos varas -añadió imitando el gesto del jugador.

– De acuerdo, el diábolo -confirmó Adamsberg-, No, no juego al diábolo. Ni al yoyó.

Mo volvió a concentrarse en su plato, decepcionado por el fracaso en su tentativa y buscando otra rama en la que posarse.

– ¿Es muy importante para usted? Me refiero al palomo.

– A ti también, Mo, te ataron las patas.

– ¿Quién? -preguntó Mo.

– Los grandes de este mundo que se ocupan de ti.

Adamsberg se levantó, apartó una esquina de la cortina clavada en la puerta, observó el jardín al caer la noche, Lucio sentado en la caja leyendo el periódico.

– Vamos a tener que pensar un poco -dijo poniéndose a dar vueltas alrededor de la mesa-. Dos hurgamierdas han estado merodeando por aquí hoy. No te preocupes, Mo, tenemos algo de tiempo, ésos no han venido por ti.

– ¿Policías?

– Más bien guardias cercanos al ministerio. Quieren saber qué me ronda por la cabeza exactamente acerca de los Clermont-Brasseur. Hay un asunto de cordones que los preocupa. Ya te explicaré más adelante, Mo. Es su único punto frágil. Tu desaparición los aterroriza.

– ¿Qué buscan aquí? -preguntó Zerk.

– Comprobar si tengo o no documentos que demuestren que estamos llevando una investigación oficiosa sobre los Clermont-Brasseur. Es decir, entrar en nuestra ausencia. Mo no puede quedarse aquí.

– ¿Hay que llevárselo esta noche?

– Hay vigilancia en todas las carreteras, Zerk. Tenemos que pensar un poco -repitió.

Zerk dio una calada, ceñudo.

– Si vigilan en la calle, Mo no podrá subirse a un coche.

Adamsberg seguía dando vueltas alrededor de la mesa al tiempo que notaba en su hijo posibilidades de acción rápida e incluso de pragmatismo.

– Pasaremos por casa de Lucio y de allí a la calle de atrás.

Adamsberg se inmovilizó, atento a un ruido de hierba pisada fuera. Inmediatamente después, llamaron a la puerta. Mo ya se había levantado, plato en mano y había retrocedido hacia la escalera.

– Retancourt -anunció la fuerte voz de la teniente-. ¿Se puede, comisario?

Adamsberg indicó a Mo, con un gesto del pulgar, la dirección del sótano, y abrió. Era una casa antigua, y la teniente se agachó para no darse con el dintel de la puerta al entrar. La cocina parecía más exigua cuando estaba en ella Retancourt.

– Es importante -dijo ésta.

– ¿Ha cenado, Violette? -preguntó Zerk, a quien la visión de la teniente parecía iluminar.

– No tiene importancia.

– Voy a recalentar la cena -dijo Zerk, poniéndose inmediatamente manos a la obra.

El palomo dio unos brincos sobre la mesa, colocándose a diez centímetros del brazo de Retancourt.

– Me reconoce un poco, ¿no? Parece recuperado.

– Sí, pero no vuela.

– No se sabe si es físico o mental -precisó Zerk muy serio-. Hice un intento en el jardín, pero se queda allí picoteando, como si hubiera olvidado que puede despegar.

– Bien -dijo Retancourt sentándose en la silla más sólida-. He modificado su plan para el seguimiento de los hermanos Clermont.

– ¿No le gusta?

– No. Demasiado clásico, demasiado largo, arriesgado y sin posibilidades de éxito.

– Es posible -admitió Adamsberg, que sabía que, desde el día anterior, había debido tomar todas las decisiones con prisa y quizá sin discernimiento. Las críticas de Retancourt no le afectaban nunca-. ¿Tiene otra idea? -añadió.

– Incrustarse in situ. Es lo único.

– Clásico también -respondió Adamsberg-, pero imposible. La casa es inviolable.

Zerk depositó un plato de pasta al atún recalentado delante de Retancourt. Adamsberg supuso que Violette se zamparía el pescado sin darse ni cuenta.

– ¿Tienes un poco de vino? -preguntó-. No te molestes, sé dónde está, ahora bajo.

– No, voy yo -dijo Zerk precipitadamente.

– Casi inviolable, es verdad. Así que me he jugado el todo por el todo.

Adamsberg sintió un leve estremecimiento.

– Debería haberme consultado, teniente -dijo.

– Dijo que estaría bajo escucha -replicó Retancourt, engullendo sin empacho un enorme bocado de pescado-. Por cierto, le he traído un nuevo móvil virgen y una tarjeta de recambio. Perteneció al receptador de La Garenne conocido como el Picudo, pero da igual, está muerto. También traigo un mensaje personal que le han llevado a la Brigada esta noche. Del inspector de división.

– ¿Qué ha hecho, Retancourt?

– Nada del otro mundo. Me he presentado en la mansión de los Clermont y he dicho al portero que tenía entendido que se ofrecía un empleo. No sé por qué, debí de impresionar al portero, porque no me echó.

– Sin duda -admitió Adamsberg-, Pero le habrá preguntado de dónde había sacado esa información.

– Claro. Le di el nombre de Clara Verdier, dije que era una amiga de la hija de Christophe Clermont.

– Lo harán comprobar, Retancourt.

– Es posible -dijo sirviéndose de la botella que Zerk había descorchado-. Tu cena está buenísima, Zerk. Pueden comprobar todo lo que quieran, porque es verdad. Y también es verdad que se ofrece un empleo. En esas mansiones hay tanto personal que siempre hay algún puesto subalterno vacante, sobre todo teniendo en cuenta que Christian Salvador 1 tiene fama de ser muy duro con sus empleados. Van y vienen sin parar. Esa Clara fue amiga de mi hermano Bruno, y un día le eché una mano en un asunto de robo a mano armada. La he llamado, y lo confirmará si es necesario.

– Seguro -dijo Adamsberg un poco abrumado.

Era uno de los primeros en reverenciar la anormal potencia de acción-resolución de Retancourt, adaptada a todas las tareas, objetivos y terrenos. Pero siempre sentía cierto aturdimiento cuando se veía confrontado a ella.

– Así que, si no ve inconveniente -dijo Retancourt rebañando la salsa con pan-, empiezo mañana.

– Precise, teniente. ¿El portero la dejó entrar?

– Por supuesto. Me recibió el secretario principal de Christian Salvador 1, un jefezuelo muy desagradable que, a primera vista, no estaba dispuesto a darme el trabajo.

– ¿Qué trabajo es?

– Gestión de la contabilidad doméstica por ordenador. En resumen, he hablado con cierta vehemencia de mis cualidades y, al final, el tipo me ha contratado.

– Sin duda no le quedó más remedio -dijo con suavidad Adamsberg.

– Supongo que no.

Retancourt apuró el vaso y lo dejó ruidosamente en la mesa.

– Este hule no está muy limpio -observó.

– Es el palomo. Zerk limpia como puede, pero sus excrementos atacan el plástico. Me pregunto qué tienen las cagadas de pájaro.

– Ácido, o algo así. ¿Qué hacemos? ¿Acepto el trabajo o no?

En medio de la noche, Adamsberg se despertó y bajó a la cocina. Había olvidado el mensaje del inspector de división que le había traído Retancourt, que seguía encima de la mesa. Lo leyó, sonrió y lo quemó en la chimenea. Brézillon le confiaba el caso de Ordebec.

Frente a él, el Ejército Furioso.

A las seis y media de la mañana, despertó a Zerk y a Mo.

– El señor Hellequin nos brinda su ayuda -dijo, y Zerk encontró que esa frase sonaba como una declaración en una iglesia.

– Violette también -dijo Zerk.

– Sí, también, pero ella lo hace siempre. Me han encargado el caso de Ordebec. Preparaos para salir en el día de hoy. Antes, limpiad toda la casa a fondo, fregad el cuarto de baño con lejía, lavad las sábanas de Mo, frotad todos los sitios donde pueda haber puesto los dedos. Nos lo llevaremos en nuestro coche de policía y lo esconderemos allí. Zerk, ve a buscar mi coche particular al garaje y compra una jaula para Hellebaud. Coge dinero del aparador.

– ¿Aguantan las huellas dactilares en las plumas de palomo? A Hellebaud no le va a gustar que lo frote con un trapo.

– No, no lo limpies.

– ¿El también se va?

– Se va si tú te vas. Si aceptas. Te necesitaré allí para abastecer a Mo en su escondite.

Zerk hizo un gesto de asentimiento.

– Todavía no sé si te vienes conmigo o con mi coche.

– ¿Tienes que pensar un poco?

– Sí, y tengo que pensar rápido.

– No es fácil -dijo Zerk apreciando la dificultad en toda su medida.

Capítulo 18

Una nueva reunión juntó a todos los miembros de la Brigada en la sala del concilio, bajo los ventiladores, que funcionaban a toda máquina. Era domingo, pero las órdenes del dispositivo de emergencia del ministerio habían anulado toda pausa y todo festivo hasta la resolución del caso Mohamed. Por una vez, Danglard estaba presente desde por la mañana, lo que le daba aspecto de hombre vencido por la vida sin haber tratado siquiera de resistir. Todo el mundo sabía que su rostro no se desarrugaría hasta mediodía aproximadamente. Adamsberg había tenido tiempo de fingir leer los informes sobre el registro de la Cité des Buttes, que había durado en vano hasta las dos y veinte de la madrugada.

– ¿Dónde está Violette? -preguntó Estalére, sirviendo la primera ronda de cafés.

– En inmersión en casa de los Clermont-Brasseur, se ha hecho contratar como miembro del personal.

Nöel lanzó un largo silbido admirativo.

– Ninguno de nosotros debe mencionarlo, ni tratar de contactarla. Está oficialmente en un cursillo en Toulon, para una formación acelerada de quince días en informática.

– ¿Cómo ha conseguido entrar allí? -preguntó Nöel.

– Era su intención y la materializó.

– Estimulante ejemplo -observó Voisenet con voz lánguida-. Si pudiéramos materializar nuestras intenciones…

– Olvídelo, Voisenet -dijo Adamsberg-. Retancourt no puede ser un modelo para nadie, utiliza facultades no reproducibles.

– No cabe ninguna duda -confirmó Mordent con seriedad.

– Anulamos, pues, todo el dispositivo de vigilancia. Pasamos a otra cosa.

– Pero seguimos persiguiendo a Mo, ¿no? -preguntó Morel.

– Por supuesto. Esa sigue siendo la misión prioritaria. Pero algunos de ustedes han de mantenerse disponibles. Pasamos a Normandía. Nos han encargado el caso de Ordebec.

Danglard levantó bruscamente la cabeza y su rostro se arrugó de disgusto.

– ¿Ha hecho eso, comisario? -dijo.

– Yo no. El capitán Émeri se ha visto obligado a renunciar. Tomó dos asesinatos por un suicidio y un accidente. Le han quitado el caso.

– ¿Y por qué nos lo endilgan a nosotros? -preguntó Justin.

– Porque yo estaba allí cuando encontraron el primer cuerpo y cuando atacaron a la segunda víctima. Porque el capitán Émeri ha influido. Porque quizá tengamos una posibilidad, desde allí, de deslizamos en la fortaleza de los Clermont-Brasseur.

Adamsberg mentía. No creía en el poder del conde de Ordebec. Émeri había hecho espejear ese detalle para darle un pretexto. Adamsberg acudía porque desafiar al Ejército Furioso lo atraía de un modo casi irreprimible. Y porque el escondite sería excelente para Mo.

– No veo la relación con los Clermont -dijo Mordent.

– Allí hay un viejo conde que podría abrirnos puertas. En sus tiempos tuvo negocios con Antoine Clermont.

– De acuerdo -dijo Morel-, ¿Cómo se presenta la cosa? ¿De qué se trata?

– Hubo un asesinato, de un hombre, y un intento de asesinato de una anciana. Se cree que no sobrevivirá. Están anunciadas otras tres muertes.

– ¿Anunciadas?

– Sí. Porque esos crímenes están directamente relacionados con una especie de cohorte apestosa, una historia muy antigua.

– ¿Una cohorte de qué?

– De muertos armados. Lleva siglos pasando por la zona y se lleva consigo a los vivos culpables de alguna fechoría.

– Perfecto -dijo Nöel-, o sea que hace nuestro trabajo, en cierto modo.

– Un poco más, porque los mata. Danglard, explíqueles rápidamente qué es el Ejército Furioso.

– No estoy de acuerdo en que nos metamos en eso -masculló el comandante-. Seguro que ha tenido usted algo que ver en este encargo, de alguna manera. Y no soy favorable, en absoluto.

Danglard levantó las manos en un gesto de rechazo, preguntándose al mismo tiempo de dónde le venía esa repulsión por el caso de Ordebec. Había soñado dos veces con el Ejército de Hellequin desde que se había complacido en describírselo a Zerk y Adamsberg. Pero no lo había pasado bien en sus sueños, donde se debatía contra la sensación turbia de que corría hacia su perdición.

– Cuéntelo de todos modos -dijo Adamsberg observando a su adjunto con atención, percibiendo miedo en su repliegue. En Danglard, pese a que era un auténtico ateo desprovisto de misticismo, la superstición podía abrirse caminos bastante anchos tomando aquellos, siempre abiertos, de sus ansiosos pensamientos.

El comandante se encogió de hombros con aparente seguridad y se levantó, según su costumbre, para exponer la situación medieval a los agentes de la Brigada.

– Dese cierta prisa, Danglard -le pidió Adamsberg-, No hace falta que cite los textos.

Inútil recomendación. La presentación de Danglard duró cuarenta minutos, divirtiendo a los agentes de la plúmbea realidad del caso Clermont. Sólo Froissy se eclipsó unos instantes para ir a comer unos crackers con paté. Hubo varios ademanes de aprobación. Todos sabían que acababa de añadir a su reserva una colección de terrinas delicadas, como paté de liebre con setas de cardo, que más de uno encontraba tentadoras. Cuando Froissy volvió a la mesa, la elocuencia de Danglard focalizaba totalmente la atención de los miembros de la Brigada; sobre todo el espectáculo formidable del Ejército Hellequin -formidable en el sentido estricto de la palabra, precisó el comandante, es decir, susceptible de inspirar terror.

– ¿Al cazador lo mató Lina? -preguntó Lamarre-. ¿Va a ejecutar a todos los que salían en su visión?

– ¿Como si obedeciera, en cierto modo? -añadió Justin.

– Puede -intervino Adamsberg-. En Ordebec se dice que toda la familia Vendermot está loca. Pero lo cierto es que allí todos los habitantes sufren la influencia del Ejército. Lleva pasando por la zona demasiado tiempo, y ésas no son sus primeras víctimas. Nadie se siente tranquilo con esa leyenda, y muchos la temen de verdad. Si muere otra de las víctimas señaladas, la ciudad entrará en convulsión. Peor aún en lo que se refiere a la cuarta víctima, porque no tiene nombre.

– De modo que mucha gente puede imaginarse a sí misma como cuarta víctima -dijo Mordent tomando apuntes.

– ¿Los que se sienten culpables de algo?

– No, los que lo son realmente -precisó Adamsberg-, Los estafadores, los cabrones, los asesinos insospechados e impunes. A todos ellos el paso del Ejército de Hellequin los puede aterrar mucho más que un control de la policía. Porque allí están convencidos de que Hellequin sabe, de que Hellequin ve.

– Lo contrario de lo que piensan de la policía -observó Nöel.

– Supongamos -propuso Justin, con su constante afán de precisión- que una persona tema ser la cuarta víctima señalada por ese Hellequin. El cuarto «prendido», como ha dicho usted. No veo en qué puede servirle matar a los demás «prendidos».

– Sí -replicó Danglard-, porque hay una tradición marginal, aunque no unánimemente admitida, según la cual quien ejecute los designios de Hellequin puede salvarse de su propio destino.

– A cambio de su buen servicio -comentó Mordent, que, como coleccionista de cuentos y leyendas, seguía tomando apuntes de esa historia que desconocía.

– Un colaboracionista recompensado, en cierto modo -dijo Nöel.

– Esa es la idea, sí -confirmó Danglard-, Pero es reciente, de principios del siglo XIX. Otra hipótesis peligrosa es que una persona, sin creerse «prendida», piense que las acusaciones de Hellequin son ciertas y quiera cumplir su voluntad. Para que se haga justicia verdadera.

– ¿Qué podía saber esa Léo?

– Imposible adivinarlo. Estaba sola cuando encontró el cuerpo de Herbier.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Justin-. ¿Cómo nos repartimos?

– No hay plan. No tengo tiempo de planear nada desde hace tiempo.

Desde siempre, corrigió callado Danglard, cuya repulsión por la operación de Ordebec acrecentaba su agresividad.

– Me voy con Danglard, si acepta, y recurriré a algunos de ustedes si es necesario.

– O sea que seguimos con lo de Mo.

– Eso es. Encuentren a ese tipo. Permanezcan en contacto permanente con las gendarmerías nacionales.

Adamsberg arrastró a Danglard tras disolver la reunión.

– Venga a ver en qué estado está Léo -le dijo-. Y tendrá razones más que de sobra para desear cerrar el paso al Ejército Furioso. Al demente que ejecuta los deseos del señor Hellequin.

– No es razonable -dijo Danglard sacudiendo la cabeza-. Hace falta alguien aquí para dirigir la Brigada.

– ¿De qué tiene miedo, Danglard?

– No tengo miedo.

– Sí que tiene.

– De acuerdo -admitió Danglard-. Pienso que voy a dejar el pellejo en Ordebec, eso es todo. Que será mi último caso.

– Pero bueno, Danglard, ¿por qué?

– He soñado con eso dos veces. Con un caballo, sobre todo, uno con sólo tres patas.

Danglard tuvo un escalofrío, casi una náusea.

– Venga a sentarse -dijo Adamsberg tirándole con suavidad de la manga.

– Lo monta un hombre negro -prosiguió Danglard-. Me golpea, caigo, muero, y eso es todo. Ya lo sé, comisario, no creemos en los sueños.

– ¿Entonces?

– Entonces fui yo quien lo provocó todo contando la historia del Ejército Furioso. Si no, usted se habría quedado en el Ejército Curioso, y las cosas no habrían ido más allá. Pero abrí la caja prohibida, por placer, por erudición. Y la desafié. Por eso Hellequin me va a liquidar allí. No le gusta que se bromee a su costa.

– Imagino que no. Imagino que no es un bromista.

– No me tome el pelo, comisario.

– No habla usted en serio, Danglard, no hasta este punto, ¿verdad?

Danglard sacudió sus hombros lacios.

– Claro que no. Pero me levanto y me duermo con esta idea.

– Es la primera vez que teme algo más que a usted mismo, con lo cual ya tiene usted dos enemigos. Es demasiado, Danglard.

– ¿Qué sugiere?

– Que vayamos allá esta tarde. ¿Y si comemos en un restaurante? ¿Con un buen vino?

– ¿Y si palmo?

– Qué se le va a hacer.

Danglard sonrió y alzó una mirada modificada hacia el comisario. «Qué se le va a hacer.» Esa respuesta le convenía, ponía bruscamente fin a su quejido, como si Adamsberg hubiera pulsado el botón de apagado, desconectando sus temores.

– ¿A qué hora?

Adamsberg consultó sus dos relojes.

– Venga a mi casa dentro de dos horas. Pida a Froissy que le dé dos móviles nuevos y busque el nombre de un buen restaurante.

Cuando el comisario volvió a su casa, todo estaba reluciente, la jaula de Hellebaud preparada, las bolsas de viaje casi cerradas. Zerk estaba metiendo en la de Mo cigarrillos, libros, lápices, crucigramas. Mo lo miraba, como si los guantes de goma que llevaba en las manos le impidieran moverse. Adamsberg sabía que el estatus de hombre buscado, de animal acosado, paraliza durante los primeros días los movimientos naturales del cuerpo. Al cabo de un mes, uno teme hacer ruido al andar; al cabo de tres meses, apenas se atreve a respirar.

– También le he comprado un yoyó nuevo -explicó Zerk-, No es de tan buena calidad como el suyo, pero es que no podía quedarme fuera mucho tiempo. Lucio me sustituyó sentado en la cocina con su transistor. ¿Sabes por qué lleva siempre encima esa radio que chisporrotea? No se oye nada.

– Le gusta oír las voces humanas, pero no lo que dicen.

– ¿Dónde estaré? -preguntó tímidamente Mo.

– En una casa medio de hormigón, medio de madera, apartada de la ciudad y cuyo inquilino acaba de ser asesinado. Está, pues, con precintos de la gendarmería, no puedes encontrar un refugio mejor.

– Pero ¿qué hacemos con los precintos? -preguntó Zerk.

– Los desharemos y los volveremos a colocar. Ya te enseñaré. De todos modos, la gendarmería no tiene ya por qué ir allí.

– ¿Por qué fue asesinado ese tipo? -preguntó Mo.

– Lo atacó una especie de pestilente coloso local, un tal Hellequin. No te preocupes, no tiene nada contra ti. ¿Por qué has comprado lápices de colores, Zerk?

– Por si quiere dibujar.

– Bueno. ¿Querrás dibujar, Mo?

– No, no creo.

– Bueno -repitió Adamsberg-. Mo se viene conmigo en el coche oficial, en el maletero. El viaje durará unas dos horas, y hará mucho calor ahí dentro. ¿Aguantarás?

– Sí.

– Oirás la voz de otro hombre, la del comandante Danglard. No te preocupes, está al corriente de lo de tu huida. Mejor dicho, lo intuyó sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Lo que no sabe es que te llevo en el coche. No tardará en saberlo. Danglard es brillante; precede y adivina casi todo, incluso los designios mortíferos del señor Hellequin. Te dejaré en la casa vacía antes de entrar en Ordebec. Zerk, tú llegarás con mi coche y el resto del equipaje. Allí, como sabes usar una cámara, diremos que estás haciendo unas prácticas informales de fotografía y trabajas al mismo tiempo para un encargo que te han hecho como free-lance y que te obliga a recorrer los alrededores. Para una revista, digamos… sueca. Habrá que encontrar una explicación a tus ausencias. A menos que se te ocurra algo mejor.

– No -dijo escuetamente Zerk.

– ¿Qué podrías fotografiar?

– ¿Paisajes? ¿Iglesias?

– Demasiado manido. Busca otra cosa. Un tema que explique tu presencia en los prados o en los bosques si te encuentran allí; pasarás por allí para ir a ver a Mo.

– ¿Flores? -dijo Mo.

– ¿Hojas podridas? -propuso Zerk.

Adamsberg dejó las bolsas de viaje junto a la puerta.

– ¿Por qué quieres fotografiar hojas podridas?

– El que me pide que fotografíe algo eres tú.

– Pero ¿por qué dices «hojas podridas»?

– Porque está bien. ¿Sabes todo lo que se cuece en las hojas podridas? ¿En tan sólo diez centímetros cuadrados de hojas podridas? Los insectos, los gusanos, las larvas, los gases, las esporas de los hongos, las cagadas de los pájaros, las raíces, los microorganismos, las semillas… Hago un reportaje sobre la vida en las hojas podridas para el Svenska Dagbladet.

– ¿El Svenska?

– Un periódico sueco. ¿No es lo que querías?

– Sí -contestó Adamsberg mirando sus relojes-. Pasa con Mo y el equipaje por donde Lucio. Me aparco detrás de su casa y, en cuanto Danglard se reúna conmigo, te aviso para salir.

– Estoy contento de ir -dijo Zerk, con ese acento ingenuo que atravesaba a menudo su elocución.

– Pues no dejes de decírselo a Danglard. El, en cambio, está absolutamente descontento.

Veinte minutos después, Adamsberg salía de París por la autopista del oeste, con el comandante sentado a su derecha, abanicándose con un mapa de Francia, y Mo doblado en el maletero, con un cojín debajo de la cabeza.

Al cabo de tres cuartos de hora de trayecto, el comisario llamó a Émeri.

– Salgo ahora mismo -le dijo-. No me esperes antes de las dos.

– Me alegro de recibirte. El hijoputa de Lisieux está que lo llevan los demonios.

– Pienso instalarme en la posada de Léo. ¿Ves algún inconveniente?

– Ninguno.

– Muy bien. La avisaré.

– No te oirá.

– La avisaré igualmente.

Adamsberg se guardó el aparato en el bolsillo y apretó el acelerador.

– ¿Es necesario ir tan deprisa? -preguntó Danglard-. ¿Qué más da media hora más o menos?

– Vamos deprisa porque hace calor.

– ¿Por qué ha mentido a Émeri sobre nuestra hora de llegada?

– No haga muchas preguntas, comandante.

Capítulo 19

A cinco kilómetros de Ordebec, Adamsberg disminuyó la velocidad, atravesando el pequeño pueblo de Charny-la-Vieille.

– Ahora, Danglard, tengo algo que hacer antes de entrar de lleno en Ordebec. Le sugiero que me espere aquí; volveré a buscarlo dentro de media hora.

Danglard asintió.

– Así no me enteraré de nada, así no me veré involucrado.

– Algo de eso hay.

– Es simpático por su parte querer protegerme. Pero, cuando me hizo redactar el falso informe, me metió hasta el cuello en sus tejemanejes.

– Nadie le pidió que metiera sus narices en eso.

– Es mi trabajo instalar quitamiedos en su camino.

– No me ha contestado, Danglard. ¿Me espera aquí?

– No. Voy con usted.

– La continuación puede no gustarle.

– No me gusta Ordebec de todos modos.

– Se equivoca, es precioso. Al llegar, se ve la gran iglesia que domina la colina, la pequeña ciudad a sus pies, las casas de madera y adobe, le gustará. Alrededor, los prados están pintados con todos los matices de verde y, sobre ese verde están puestas multitud de vacas inmóviles. No he visto una sola vaca moverse en ellos, me pregunto por qué.

– Eso es porque hay que mirarlas un buen rato.

– Seguramente.

Adamsberg había localizado los lugares descritos por la señora Vendermot, la casa de los vecinos Hébrard, el bosque Bigard, el antiguo vertedero. Pasó sin detenerse delante del buzón de Herbier, siguió un centenar de metros y se adentró a la izquierda por un fragoso camino campestre.

– Entraremos por detrás, por el bosque.

– ¿Entraremos adónde?

– A la casa donde vivía el primer muerto, el cazador. Actuamos rápido y sin hacer ruido.

Adamsberg prosiguió por un sendero apenas apto para circular y aparcó bajo los árboles. Rodeó rápidamente el coche y abrió el maletero.

– Ya pasó todo, Mo. Vas a estar al fresco. La casa está a treinta metros a través del bosque.

Danglard asintió callado al ver al joven salir del maletero. Lo creía evacuado a los Pirineos, o ya en el extranjero, con papeles falsos, Adamsberg era capaz de eso. Pero era peor todavía. Llevar a Momo con ellos le parecía aún más inconsecuente.

Adamsberg hizo saltar los precintos, depositó el equipaje de Mo y visitó rápidamente la casa. Una estancia luminosa, una pequeña habitación casi limpia y una cocina desde donde se veía el verde con seis o siete vacas puestas encima.

– Es bonito -dijo Mo, que sólo había visto el campo una vez en su vida, muy rápido, y nunca el mar-. Puedo ver árboles, el cielo y los prados. ¡Joder! -dijo súbitamente-, ¿Eso son vacas? -añadió pegándose a la ventana.

– Retrocede, Mo, aléjate de la ventana. Sí, son vacas.

– Joder.

– ¿No las habías visto nunca?

– Nunca de verdad.

– Pues tendrás todo el tiempo del mundo para mirarlas, incluso para verlas desplazarse. Pero permanece a un metro de las ventanas. Por la noche, no enciendas ninguna luz, por supuesto.

Y cuando fumes, siéntate en el suelo, la brasa se ve desde muy lejos. Podrás comer caliente, la cocina no se ve desde la ventana.

Y podrás lavarte, el agua no está cortada. Zerk llegará dentro de poco con comida.

Mo dio unas vueltas por su nuevo dominio, sin mostrar mucha aprensión ante la idea de quedar recluido allí, dirigiendo constantemente su mirada hacia la ventana.

– Nunca había conocido a nadie como Zerk -dijo-. Nunca había conocido a nadie que me compre lápices de colores, aparte de mi madre. Pero lo ha educado usted, comisario, es normal que sea así.

Adamsberg consideró que no era el momento de explicar a Mo que no había conocido la existencia de su hijo hasta hacía unas semanas, y que era inútil romper tan pronto sus ilusiones, contando que había descuidado a su madre con una despreocupación total. La chica le había escrito, él apenas si había leído la carta, no se había enterado de nada.

– Muy bien educado -confirmó Danglard, que no bromeaba con la paternidad, un terreno en el que consideraba que Adamsberg estaba por debajo de todo.

– Voy a colocar de nuevo los precintos. No uses el móvil más que en caso de urgencia. Incluso si te aburres como una ostra, no llames a nadie, no flaquees, todos tus conocidos están bajo escucha.

– No se preocupe, comisario, tengo mucho que ver. Y todas esas vacas. Hay lo menos doce. En la cárcel, tendría a diez tipos en la chepa y ninguna ventana. Mirar vacas y toros yo solo es ya un milagro.

– No hay toros, Mo. No los mezclan, salvo en la época de la monta. Son vacas.

– Vale.

Adamsberg comprobó que el bosque estuviera desierto antes de saludar a Mo y abrir sin ruido la puerta. Sacó de su bolsa una pistola de cera y volvió a colocar tranquilamente los precintos. Danglard vigilaba los alrededores inquieto.

– Esto no me gusta nada -murmuró.

– Más tarde, Danglard.

Una vez en la carretera principal, Adamsberg llamó al capitán Émeri para avisarlo de que llegaba a Ordebec.

– Paso antes por el hospital -dijo.

– No te reconocerá, Adamsberg. ¿Puedo invitarte a cenar?

Adamsberg lanzó una mirada a Danglard, que sacudió la cabeza. En sus malas rachas, y Danglard estaba atravesando una, no cabía duda, tanto más difícil por cuanto carecía de motivo, el comandante se ayudaba estableciendo cada día modestas etapas deseables, como la elección de un traje nuevo, la adquisición de un libro antiguo o una comida refinada en algún restaurante; de este modo, cada fase depresiva producía peligrosos agujeros en su presupuesto. Retirar a Danglard su cena en el Jabalí corredor, que había seleccionado minuciosamente, sería apagar la humilde vela que se había encendido para ese día.

– He prometido a mi hijo una cena en el Jabalí corredor. Venga con nosotros, Émeri.

– Muy buen establecimiento, pero es una gran lástima -respondió Émeri con sequedad-. Esperaba hacerle los honores de mi mesa.

– Otra vez será, Émeri.

– Creo que hemos tocado un nervio sensible -comentó Adamsberg después de colgar, un poco sorprendido, puesto que todavía ignoraba la neurosis que unía al capitán a su sala Imperio por un exigente cordón umbilical.

Adamsberg se reunió con Zerk delante del hospital, tal como estaba previsto. El joven ya había hecho la compra, y Adamsberg lo abrazó deslizando en su bolsa la pistola de cera, el sello y el plano de situación del domicilio de Herbier.

– ¿Cómo está la casa? -preguntó.

– Limpia. Los gendarmes han quitado toda la caza.

– ¿Qué hago con el palomo?

– Está instalado. Te está esperando.

– No me refería a Mo, sino a Hellebaud. Lleva dos horas en el coche y no le gusta.

– Llévatelo -dijo Adamsberg al cabo de un rato-. Déjaselo a Mo, le hará compañía, así tendrá a quien hablar. Mirará las vacas, pero las de aquí no se mueven.

– ¿El comandante estaba contigo cuando dejaste al palomo?

– Sí.

– ¿Cómo se lo ha tomado?

– Bastante mal. Todavía tiene la idea de que es un delito y una locura.

– ¿Ah, sí? Todo lo contrario, es de lo más razonable -dijo Zerk levantando las bolsas de la compra.

Capítulo 20

– Parece muy bajita, ¿verdad? -dijo Adamsberg en voz baja a Danglard al descubrir, sobrecogido, el nuevo rostro de Léone en la almohada-. En realidad, es muy alta. Más que yo seguramente si no estuviera encorvada.

Se sentó al borde de la cama y le puso las manos en las mejillas.

– Léo, he vuelto. Soy el comisario de París. Cenamos juntos una vez. Había sopa y ternera, y luego nos tomamos un calvados delante de la chimenea, con un habano.

– No evoluciona -dijo el médico, que acababa de entrar en la habitación.

– ¿Quién viene a verla? -preguntó Adamsberg.

– La hija Vendermot y el capitán. No reacciona, como si fuera una tabla de madera. Desde un punto de vista clínico, debería dar señales de vida. Pero no. Ya no está en coma, el hematoma interno está bastante reabsorbido, el corazón funciona de manera satisfactoria, aunque algo fatigado, debido a los puros. Técnicamente, podría abrir los ojos, hablarnos, pero no pasa nada y, lo que es peor, tiene la temperatura muy baja. Se diría que la máquina se ha sumido en una hibernación. Y no encuentro la avería.

– ¿Puede quedarse así mucho tiempo?

– No. A su edad, sin moverse ni alimentarse, no aguantará. Será cuestión de unos días.

El médico observó con mirada crítica las manos de Adamsberg en el rostro de la vieja Léo.

– No le sacuda la cabeza -dijo.

– Léo -repitió Adamsberg-, soy yo. Estoy aquí, me quedo aquí. Voy a instalarme en su posada con unos colaboradores. ¿Me da su permiso? No tocaremos nada.

Adamsberg cogió un peine de la mesilla de noche y se puso a peinarla, con una mano todavía en el rostro. Danglard se sentó en la única silla de la habitación, preparándose para una larga sesión. Adamsberg no renunciaría fácilmente a la anciana. El médico salió encogiéndose de hombros y volvió a pasar una hora y media después, intrigado por la intensidad que ponía ese policía en hacer que Léone volviera en sí. Danglard también vigilaba a Adamsberg, que seguía hablando sin descanso y cuyo rostro había adquirido esa luz que tan bien conocía en ciertos estados excepcionales de concentración, como si el comisario se hubiera tragado una lámpara que difundía su luz bajo la piel morena.

Sin volverse, Adamsberg tendió un brazo hacia el médico para impedir cualquier intervención. Bajo su mano, la mejilla de Léone seguía igual de fría, pero los labios se habían movido. Hizo una seña a Danglard para que se acercara. Hubo un nuevo movimiento de labios, y luego un sonido.

– Danglard, ¿ha oído también «Hello»? Ha dicho «Hello», ¿no?

– Eso me ha parecido.

– Es su manera de saludar. Hello, Léo. Soy yo.

– Hello -repitió la mujer de un modo más claro.

Adamsberg le envolvió una mano con las suyas, sacudiéndola un poco.

– Hello. La oigo, Léo.

– Gand.

– Gand está bien; está en casa del cabo Blériot.

– Gand.

– Está bien, la espera.

– Azúcar.

– Sí, el cabo le da azúcar todos los días -aseguró Adamsberg sin tener ni idea-. Está muy bien cuidado, se ocupan bien de él.

– Hello -volvió a decir la mujer.

Y eso fue todo. Los labios se cerraron, y Adamsberg comprendió que había llegado al final de su esfuerzo.

– Le felicito -dijo el médico.

– No es nada -contestó Adamsberg sin pensar-, ¿Puede usted llamarme si manifiesta cualquier intención de comunicarse?

– Déjeme su tarjeta y no se haga muchas ilusiones. Puede que éste haya sido su último coletazo.

– Doctor, usted no para de enterrarla antes de tiempo -dijo Adamsberg mientras se dirigía hacia la puerta-. No hay prisa, ¿o sí?

– Soy geriatra, conozco mi oficio -contestó el médico apretando los labios.

Adamsberg apuntó el nombre que figuraba en el broche del doctor -Jacques Merlán- y salió. Anduvo en silencio hasta el coche y dejó que Danglard cogiera el volante.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Danglard poniéndolo en marcha.

– No me gusta este médico.

– Hay que comprenderlo. No es fácil llamarse Merlán [5].

– Le va que ni pintado. No muestra más emociones que un banco de peces.

– No me ha dicho adónde vamos -dijo Danglard, que conducía al azar por las callejuelas.

– Usted la ha visto, Danglard. Es como un huevo estrellado en el suelo.

– Sí, ya me lo dijo.

– Vamos a su casa, a la antigua posada. Tuerza a la derecha.

– Es curioso que diga «Hello» para saludar.

– Es inglés.

– Ya -dijo Danglard sin insistir.

Los gendarmes de Ordebec habían hecho rápidamente las cosas y habían puesto orden en la casa de Léo después de la inspección. Habían limpiado el suelo de la sala y, si quedaba sangre, había sido absorbida por las baldosas rojizas. Adamsberg volvió a la habitación donde había dormido, mientras Danglard se atribuía otra en el extremo opuesto de la casa. Mientras colocaba sus cosas, el comandante vigilaba a Adamsberg a través de la ventana. Estaba sentado con las piernas cruzadas en medio del patio de la granja, bajo un manzano inclinado, con los codos en los muslos y la cabeza inclinada, y no parecía tener intención de moverse de allí. De vez en cuando, atrapaba algo que parecía molestarle en la nuca.

Un poco antes de las ocho, bajo el sol ya en declive, Danglard se aproximó a él, proyectando su sombra a los pies del comisario.

– Es la hora -dijo.

– Del Jabalí azul -dijo Adamsberg levantando la cabeza.

– No es azul. Se llama el Jabalí corredor.

– ¿Corren los jabalíes? -preguntó Adamsberg tendiendo una mano hacia el comandante para que lo ayudara a levantarse.

– Hasta treinta y cinco kilómetros por hora, creo. No sé mucho de jabalíes, salvo que no sudan.

– ¿Cómo hacen? -preguntó Adamsberg frotándose el pantalón sin por ello desinteresarse de la respuesta.

– Se ensucian en lodo para refrescarse.

– Así podemos imaginar al asesino: una bestia sucia de unos doscientos kilos y que no suda. Ejecuta su trabajo sin pestañear.

Capítulo 21

Danglard había reservado una mesa redonda y se sentó con satisfacción. Esa primera cena en Ordebec, en un viejo restaurante de vigas bajas marcaba una pausa en sus aprensiones. Zerk se reunió con ellos puntual y les guiñó ligeramente un ojo para indicar que todo iba bien en la casa del bosque. Adamsberg había insistido de nuevo para que Émeri cenara con ellos, y el capitán había acabado por aceptar.

– Al Palomo le ha gustado mucho la idea del palomo -dijo Zerk a Adamsberg en voz baja y natural-, los he dejado en plena conversación. A Hellebaud le encanta cuando el Palomo juega al yoyó. Cuando la bobina llega al suelo, la picotea con todas sus fuerzas.

– Tengo la impresión de que Hellebaud se está alejando de su camino natural. Esperamos al capitán Émeri. Es un tipo alto, marcial y rubio, con un uniforme impecable. Lo llamarás «capitán».

– Muy bien.

– Es descendiente del mariscal Davout; un tipo de la época de Napoleón que nunca fue vencido, y eso es muy importante para él. No metas la pata con eso.

– No hay peligro.

– Aquí están. El tipo moreno y gordo es el cabo Blériot.

– Lo llamo «cabo».

– Exactamente.

Apenas servidos los primeros, Zerk se puso a comer antes que los demás, tal como Adamsberg acostumbraba hacer antes de que Danglard le inculcara los rudimentos del saber estar. Zerk hacía además mucho ruido al masticar, tendría que decírselo. No se había fijado en eso en París. Pero en el ambiente un tanto estirado de ese inicio de velada, tenía la impresión de que sólo se oía a su hijo.

– ¿Cómo va Gand? -preguntó Adamsberg al cabo Blériot. Léo ha conseguido hablarme esta tarde. Su perro la preocupa.

– ¿Ha hablado? -se sorprendió Émeri.

– Sí. Me he quedado casi dos horas junto a ella, y ha hablado. El médico, uno que se llama más o menos Fletán, ni siquiera se ha mostrado satisfecho. Mi método no ha debido de gustarle.

– Merlán -sopló Danglard.

– ¿Y ha esperado todo este tiempo para decírmelo? -exclamó Émeri- Pero ¿qué demonios ha dicho?

– Muy poca cosa. Ha saludado varias veces. Luego ha dicho «Gand» y «azúcar». Eso es todo. Le he asegurado que el cabo daba azúcar al perro todos los días.

– Y es verdad -confirmó Blériot-, aunque no me parezca bien. Pero Gand se planta delante de la caja de azúcar todas las tardes a las seis. Tiene el reloj interno de los intoxicados.

– Mejor. No me habría gustado mentir a Léo. Ahora que habla -dijo Adamsberg volviéndose hacia Émeri-, creo que sería prudente poner vigilancia delante de su habitación.

– Maldita sea, Adamsberg, ¿ha visto cuántos hombres tengo aquí? Éste y la mitad de otro, que divide su servicio entre Ordebec y Saint-Venon. Medio hombre desde todos los puntos de vista. Medio listo, medio tonto, medio dócil, medio colérico, medio sucio y medio limpio. ¿Qué quiere que haga con eso?

– Podríamos instalar una cámara de vigilancia en la habitación -sugirió el cabo.

– Dos cámaras -dijo Danglard-, Una que grabe a toda persona que entre, otra junto a la cama de Léo.

– Muy bien -aprobó Émeri-. Pero los técnicos tienen que venir de Lisieux, no esperen que el dispositivo sea operativo antes de mañana a las tres de la tarde.

– En cuanto a proteger a los otros dos prendidos -añadió Adamsberg-, el vidriero y el arboricultor, podemos destacar a dos hombres de París. El vidriero primero.

– He hablado con Glayeux -dijo Émeri sacudiendo la cabeza-, Se niega en rotundo a cualquier vigilancia. Conozco al bicho, se sentiría muy humillado si la gente creyera que está impresionado por las locuras de la hija Vendermot. No es un tipo de los que se someten así como así.

– ¿Valiente? -preguntó Danglard.

– Más bien violento, pendenciero, muy bien educado, inspirado y sin escrúpulos. Tiene mucho talento para las vidrieras, no cabe duda. No es un hombre simpático, ya se lo dije, y lo verá usted mismo. Que conste que no lo digo porque sea homosexual, pero es homosexual.

– ¿Se sabe en Ordebec?

– No lo oculta; su novio vive aquí, trabaja en el periódico. Es lo opuesto a Glayeux: muy atento, cae bien a todo el mundo.

– ¿Viven juntos? -preguntó Danglard.

– Ah, no. Glayeux vive con Mortembot, el arboricultor.

– ¿Las dos próximas víctimas del Ejército Furioso viven bajo el mismo techo?

– Desde hace años. Son primos, inseparables desde su juventud. Pero Mortembot no es homosexual.

– ¿Herbier también era homosexual? -preguntó Danglard.

– ¿Piensa en una matanza homófoba?

– Cabría planteárselo.

– Herbier no era homosexual, seguro. Más bien un heterosexual bestial tendente a violador. Y no olvide que quien señaló a las víctimas «prendidas» fue Lina. No tengo ninguna razón para pensar que esa chica tiene algo contra los homosexuales. En cuestión de sexualidad, Lina lleva, cómo decirlo, una vida más bien libre.

– Magnífico pecho -dijo el cabo-. Para comérselo.

– Ya está bien, Blériot -dijo Émeri-. Este tipo de comentario no ayuda a nada.

– Todo cuenta -dijo Adamsberg, que, al igual que su hijo, olvidaba cuidar sus maneras en la mesa y rebañaba la salsa con el pan-, Émeri, se supone que las víctimas señaladas por el Ejército son mala gente, ¿encaja eso con el vidriero y su primo?

– No sólo encaja perfectamente, sino que además es de notoriedad pública.

– ¿Qué se les reprocha?

– Sendos episodios que quedaron en la sombra. Ninguna de mis investigaciones dio resultado, me dio mucha rabia. ¿Y si nos desplazáramos para tomar el café? Aquí tienen un pequeño salón donde tengo el privilegio de poder fumar.

Al levantarse, el capitán volvió a mirar a Zerk, mal vestido con una vieja camiseta muy larga, y pareció preguntarse qué coño pintaba allí el retoño de Adamsberg.

– ¿Tu hijo trabaja contigo? -preguntó mientras se dirigían hacia el saloncito-. ¿Quiere ser policía o qué?

– No. Tiene que hacer un reportaje sobre las hojas podridas, y era una ocasión. Para un periódico sueco.

– ¿Hojas podridas? ¿Te refieres a la prensa? ¿A los periódicos?

– No, a las otras, a las del bosque.

– Se trata del microambiente de la descomposición de los vegetales -intervino Danglard acudiendo en ayuda del comisario.

– Ah, bien -dijo Émeri eligiendo una silla muy recta para sentarse, mientras los demás se instalaban en los sofás.

Zerk ofreció cigarrillos a todos, y Danglard pidió otra botella. Compartir sólo dos botellas entre cinco le había causado un sufrimiento irritante durante la cena.

– Alrededor de Glayeux y de Mortembot hubo dos muertes violentas -explicó Émeri mientras llenaba los vasos-. Hace siete años, el compañero de trabajo de Glayeux se cayó del andamio de la iglesia de Louverain. Estaban los dos arriba, a unos veinte metros, restaurando las vidrieras de la nave. Hace cuatro años, la madre de Mortembot murió en la trastienda del local. Resbaló en la escalera de mano, se agarró a una estantería metálica, que se le derrumbó encima, cargada de macetas y jardineras llenas de kilos de tierra. Dos accidentes impecables. Y una característica común: la caída. Abrí investigaciones en ambos casos.

– ¿Con qué elementos? -preguntó Danglard tomando su vino, aliviado.

– En realidad, porque Glayeux y Mortembot son dos hijos de puta, cada uno en su estilo. Dos ratas de alcantarilla, y se ve a la legua.

– Hay ratas de alcantarilla simpáticas -observó Adamsberg-, Toni y Marie, por ejemplo.

– ¿Quiénes son?

– Dos ratas enamoradas, pero olvídalas -contestó Adamsberg sacudiendo la cabeza.

– Pues ellos no son simpáticos, Adamsberg. Venderían su alma por conseguir dinero y éxitos, y estoy convencido de que eso es lo que hicieron.

– La vendieron al señor Hellequin -dijo Danglard.

– Por qué no, comandante. No soy el único que lo piensa. Cuando ardió la granja de Buisson, no dieron ni un céntimo en la colecta para ayudar a la familia. Son así. Consideran a todos los habitantes de Ordebec como paletos indignos de su interés.

– ¿Con qué motivo abrió la primera investigación?

– Por el gran interés que tenía Glayeux en deshacerse de su colega. El pequeño Tétard [6] -así se apellidaba- era mucho más joven que él, pero estaba mejorando mucho en su terreno, era incluso excelente. Los municipios de la zona empezaban a encargarle trabajos, prefiriéndolo a Glayeux. Estaba claro que el jovenzuelo acabaría suplantando a Glayeux rápidamente. Un mes antes de su caída, el ayuntamiento de Coutances…, ¿conoce su catedral?

– Sí -aseguró Danglard.

– Coutances acababa de elegir a Tétard para restaurar las vidrieras del crucero. No era moco de pavo. Si el jovenzuelo lo hacía bien, estaba lanzado. Y Glayeux prácticamente hundido, y humillado. Pero Tétard se cayó. Y el ayuntamiento de Coutances se conformó con Glayeux.

– Claro -murmuró Adamsberg-. ¿Qué resultados dio el examen del andamio?

– No era reglamentario; las tablas estaban mal sujetas a los tubos metálicos, las sujeciones estaban flojas. Glayeux y Tétard estaban trabajando en vidrieras distintas, o sea sobre tablas distintas. A Glayeux le bastaba aflojar unas cuerdas y desplazar una tabla durante la noche, tenía la llave de la iglesia mientras duraban las obras, y luego ponerla en equilibrio inestable al borde del tubo. Así de fácil.

– Imposible de demostrar.

– No -dijo Émeri con amargura-. Ni siquiera pudimos inculpar a Glayeux por falta profesional porque había sido Tétard el encargado de montar el andamio con un primo suyo. Tampoco hubo pruebas en lo de Mortembot. No estaba en la trastienda cuando la madre cayó, estaba descargando una entrega en el almacén. Pero no es difícil hacer caer una escalera a distancia. Basta atar una cuerda a uno de los pies y tirar desde lejos. Al oír el estrépito, Mortembot se precipitó en su ayuda con un empleado. Pero no había ninguna cuerda.

Émeri miró a Adamsberg con cierta insistencia, como si lo desafiara a encontrar la solución.

– No había hecho un nudo -dijo Adamsberg-, Se limitó a pasar la cuerda alrededor del pie de la escalera. Sólo tuvo que tirar de uno de los cabos desde donde estuviera para traer hacia sí toda la cuerda. Le habrá llevado apenas unos segundos si la cuerda se deslizaba bien.

– Exactamente. Y no deja huella.

– No todo el mundo puede dejar miga de pan en algún sitio.

Émeri volvió a servirse café, comprendiendo que había un gran número de frases de Adamsberg que valía mejor dejar sin respuesta. Había creído en la reputación de ese policía, pero, sin prejuzgar lo que pudiera pasar después, parecía claro que Adamsberg no seguía una vía exactamente normal. O que él no era normal. En cualquier caso, un tipo tranquilo que, tal como esperaba, no lo había dejado de lado en esta investigación.

– ¿Mortembot no se entendía con su madre?

– Que yo sepa, sí. Incluso se mostraba más bien sumiso con ella. Salvo que a su madre la indignaba que su hijo viviera con su primo, porque Glayeux era homosexual, y eso la avergonzaba. No paraba de darle la lata con eso. Le exigía que volviera a casa, amenazándolo con privarlo de una parte de la herencia si no accedía. Mortembot iba diciendo que sí para que lo dejara en paz, pero no cambiaba de vida. Y las discusiones volvían a empezar. El dinero, el negocio, la libertad, eso es lo que él quería. Debió de considerar que la mujer había vivido bastante, y me imagino que Glayeux lo iba animando. Era el tipo de mujer capaz de vivir doscientos años sin dejar de ocuparse de la tienda. Era maniática, pero tenía sus razones. Dicen que la calidad de las plantas ha bajado desde su muerte. Vende fucsias que se mueren al primer invierno. Y eso que conseguir que se muera una fucsia tiene mérito. Es un chapucero con los esquejes, eso dicen.

– Ah, sí -dijo Adamsberg, que no había hecho esquejes en su vida.

– Los acorralé a ambos tanto como pude, con arresto sin sueño y toda la pesca. Glayeux se quedó riéndose, despectivo, esperando a que pasara. Mortembot ni siquiera tuvo la decencia de fingir lamentar la pérdida de su madre. Se convertía en el único propietario del vivero y las sucursales, un negocio muy importante. El es del género flemático, un gordo plácido, no reaccionaba a ninguna provocación o amenaza. No pude hacer nada, pero para mí son asesinos de la clase más interesada y cínica. Y, si existiera el señor Hellequin, sí, eligiría a hombres así para llevárselos.

– ¿Cómo se toman la amenaza del Ejército Furioso?

– Como se tomaron las investigaciones. Les importa un rábano, y consideran a Lina como una pirada histérica, incluso una asesina.

– Lo cual podría no ser falso -dijo Danglard, que cerraba a medias los ojos.

– Ya verá a la familia. No se sorprenda demasiado, los tres hermanos también están tarados. Te lo dije, Adamsberg, tienen razones a mansalva. Su padre los destrozó literalmente. Pero, si quieres que todo vaya bien, nunca te acerques bruscamente a Antonin.

– ¿Es peligroso?

– Al contrario. Tiene miedo en cuanto alguien se aproxima a él, y toda la familia hace piña para protegerlo. Está convencido de que su cuerpo está hecho en parte de arcilla.

– Ya me hablaste de eso.

– De arcilla desmoronadiza. Antonin cree que se romperá si recibe un choque violento. Está totalmente pirado. Aparte de eso, parece normal.

– ¿Trabaja?

– Hace cosas con su ordenador sin salir de casa. No te sorprendas si no entiendes todo lo que dice el mayor, Hippolyte, a quien todo el mundo llama Hippo, hasta el punto de que acaba asociándolo a un hipopótamo. No le va mal, por la envergadura, o por el peso. Cuando le da, pronuncia las frases al revés.

– ¿En «resve»?

– No, invierte las palabras letra a letra.

Émeri se interrumpió para pensar y, desistiendo, sacó una hoja y un papel de su bolsa.

– Suponga que quiere decir «¿Qué tal está, comisario?», el resultado será el siguiente -y Émeri se aplicó a escribir letra a letra en el papel-: «¿Euq lat atse, oirasimoc?».

Y pasó la hoja a Adamsberg, que la examinó estupefacto. Danglard había abierto los ojos ante la llegada de una nueva experiencia intelectual.

– Pero hay que ser un genio para hacer esto -dijo Danglard frunciendo las cejas.

– Es un genio. Toda la familia lo es en su estilo. Por eso son respetados aquí, y por eso nadie se acerca mucho a ellos. Un poco como con seres sobrenaturales. Hay quien considera que habría que deshacerse de ellos, hay quien dice que sería muy peligroso. Con todo el talento que tiene, Hippolyte nunca ha buscado un empleo. Se ocupa de la casa, del huerto, del vergel, de las aves del corral. Esa casa es una especie de autarquía.

– ¿Y el tercero?

– Martin es menos impresionante, pero no te fíes de las apariencias. Es delgado y largo como una gamba morena, con grandes patas. Va por los prados y bosques recogiendo todo tipo de bichos para comérselos, saltamontes, orugas, mariposas, hormigas, qué sé yo.

– ¿Se los come crudos?

– No, los cocina. Como plato principal o como condimento. Inmundo. Pero tiene su clientela en la zona, para las mermeladas de hormiga, por sus virtudes terapéuticas.

– ¿Toda la familia come de eso?

– Sobre todo Antonin. Inicialmente, Martin se puso a recoger insectos por él, para consolidar su arcilla. Que se dice «allicra» en la lengua de Hippolyte.

– ¿Y la hija? Aparte de que ve al Ejército Furioso.

– Nada más que señalar, salvo que entiende sin problema las frases al revés de su hermano Hippo. No es que sea tan difícil hacerlas, pero se necesita un buen cerebro.

– ¿Aceptan visitas?

– Son muy hospitalarios con los que consienten en ir a su casa. Abiertos, más bien alegres, incluso Antonin. Los que los temen dicen que esa cordialidad es fingida, para atraer gente a su casa, y que, una vez que entras allí, estás perdido. No les caigo bien, por las razones que te he dicho, y porque los considero tarados; pero si no les hablas de mí, todo irá bien.

– ¿Quién era inteligente, el padre o la madre?

– Ninguno de los dos. A la madre ya la viste en París si no me equivoco. Es muy corriente. No hace ningún ruido, ayuda a la intendencia. Si quieres resultarle agradable, llévale unas flores. Es algo que le encanta, porque la bestia torturadora, su marido, nunca le regaló flores. Luego las seca colgándolas boca abajo.

– ¿Por qué dices «torturador»?

Émeri se levantó torciendo el gesto.

– Ve a verlos primero. Pero antes -añadió con una sonrisa- pasa por el camino de Bonneval, coge un trocito de tierra y métetelo en el bolsillo. Por aquí se dice que protege de los poderes de Lina. No olvides que esa chica es la puerta abierta en el muro que separa a los vivos de los muertos. Con un trozo de tierra estás a salvo. Pero, como no hay nada fácil, no te acerques a ella a menos de un metro, porque dicen que huele, con la nariz quiero decir, si llevas tierra del camino. Y no le gusta.

Al dirigirse hacia el coche junto a Danglard, Adamsberg se puso la mano sobre el bolsillo del pantalón, preguntándose qué espíritu le habría soplado mucho antes esa idea de coger un fragmento de tierra de Bonneval. Y por qué llevaba el trozo encima.

Capítulo 22

Adamsberg esperaba delante de la oficina de los abogados -bufete Deschamps y Poulain- en una callejuela alta de Ordebec. Parecía que, dondequiera que estuviera uno en la cima de la pequeña ciudad, se veían vacas petrificadas a la sombra de los manzanos. Lina iba a salir para reunirse con él de un momento a otro, Adamsberg no iba a tener tiempo de ver moverse una. Quizá resultara más rentable, desde ese punto de vista, observar una sola vaca, más que recorrer con la vista el prado entero.

No había querido precipitar las cosas convocando a Lina Vendermot a la gendarmería, de modo que la había invitado al Jabalí azul, donde se podía hablar discretamente, bajo las vigas bajas de madera. Por teléfono, la voz era cálida, sin temor ni cohibición. Mientras miraba una vaca, Adamsberg trataba de ahuyentar su deseo de ver el pecho de Lina, desde que el cabo Blériot lo había elogiado espontáneamente. De ahuyentar también la idea, suponiendo que la sexualidad de la joven fuera tan libre como lo anunciaba Émeri, de acostarse con ella fácilmente. Ese equipo de Ordebec estrictamente compuesto de hombres tenía, para él, un aspecto un tanto desolador. Pero nadie apreciaría que se acostara con una mujer que encabezaba la lista negra de los sospechosos. En su teléfono número 2 apareció un mensaje, y se volvió hacia la sombra para descifrarlo. Por fin Retancourt. La idea de tener a Retancourt en inmersión solitaria en el abismo de los Clermont-Brasseur lo había preocupado mucho la noche anterior, antes de que se quedara dormido en el surco del colchón de lana. Había tantos escualos en el fondo marino. Retancourt había hecho submarinismo hacía un tiempo, y había tocado, impertérrita, la rasposa piel de unos cuantos. Pero los escualos humanos eran mucho más serios que los escualos peces, cuyo nombre corriente -tiburones- no recordaba en ese momento. Noche crimen: Salvador 1 + Sv 2 + padre presentes en cena gala de la FIA, Federación Ind. Aceros. Bebieron mucho, informarse. Sv 2 conducía el Mercedes, llamó policía. Sv 1 se fue solo propio coche. Informado más tarde. No tintorería trajes Sv 1 ni Sv 2. Examinados: impecables, sin olor a gasolina. Un traje Sv 1 tinte, pero no el de la gala. Adjunto fotos trajes gala + fotos 2 hermanos. Antipáticos con personal.

Adamsberg abrió las fotos de un traje azul con raya diplomática, llevado por Christian Salvador 1, y la chaqueta llevada por Christophe Salvador 2, imitación de estilo propietario de yate. Cosa que sin duda era, por añadidura. A veces los escualos poseen yates para descansar después de sus largos recorridos por el mar, tras haber engullido un par de calamares. Luego venía una instantánea de tres cuartos de Christian, muy elegante, esta vez con el pelo corto, y otra de su hermano, grueso y sin encanto.

El letrado Deschamps salió de la oficina antes que su colaboradora y miró con cuidado a diestra y siniestra antes de cruzar la callejuela directamente hacia Adamsberg, con paso presuroso y amanerado, conforme con la voz que había oído esa misma mañana por teléfono.

– Comisario Adamsberg -dijo Deschamps estrechándole la mano-, así que viene usted a ayudarnos. Eso me tranquiliza; sí, mucho. Caroline me tiene muy preocupado, mucho.

– ¿Caroline?

– Lina, si lo prefiere. En el bufete, es Caroline.

– ¿Y Lina, está ella preocupada? -preguntó Adamsberg.

– Si lo está, no quiere que se le note. Por supuesto toda esta historia no le gusta, pero no creo que sea consciente de las consecuencias que puede tener para ella y para su familia. La marginación, la venganza, o sabe Dios qué. Es muy preocupante, mucho. Tengo entendido que ayer logró usted el milagro de hacer hablar a Léone.

– Sí.

– ¿Le importaría decirme lo que dijo?

– No, señor letrado. «Hello», «Gand» y «Azúcar».

– ¿Eso revela algo?

– Nada.

A. Adamsberg le pareció que el pequeño Deschamps se sentía aliviado, quizá porque Léo no había pronunciado el nombre de Lina.

– ¿Cree que volverá a hablar?

– El médico la ha condenado. ¿Es Lina? -preguntó Adamsberg al ver abrirse la puerta del bufete.

– Sí. No sea brusco con ella, se lo ruego. Lleva una vida dura, ¿sabe? Un sueldo y medio para alimentar cinco bocas, y la pequeña pensión de la madre. Son pobres diablos. Perdón -corrigió enseguida-. No crea que con eso he querido insinuar nada -añadió el abogado antes de alejarse a toda prisa, como si huyera.

Adamsberg estrechó la mano a Lina.

– Gracias por aceptar verme -dijo, profesional.

Lina no era una criatura perfecta, ni mucho menos. Tenía el busto demasiado grueso para unas piernas demasiado finas, un poco de barriga, la espalda un tanto encorvada, los dientes ligeramente hacia delante. Pero sí, el cabo tenía razón, a uno le entraban ganas de devorarle el pecho, y ya que estaba, el resto, con su piel tersa, sus brazos torneados, su rostro claro un poco ancho, enrojecido en los altos pómulos, muy normando, el conjunto cubierto de pecas que la decoraban con puntitos dorados.

– No conozco el Jabalí azul -dijo Lina.

– Está enfrente del mercado de las flores, a dos pasos de aquí. No es muy caro y la comida es deliciosa.

– Enfrente del mercado está el Jabalí corredor.

– Eso es, corredor.

– No azul.

– No, no azul.

Mientras la acompañaba por las callejuelas, Adamsberg tomó consciencia de que su deseo de comerla predominaba sobre el de acostarse con ella. Esa mujer le abría desmedidamente el apetito, le recordó de repente un trozo enorme de kugelhopf que había engullido de pequeño, elástico y tibio, con miel, en casa de una tía suya en Alsacia. Eligió una mesa junto a una ventana, preguntándose cómo iba a ser capaz de llevar a cabo un interrogatorio correcto con un pedazo tibio de kugelhopf con miel, del color exacto de la cabellera de Lina, que se terminaba en grandes bucles sobre sus hombros. Hombros que el comisario no veía bien, porque Lina llevaba un largo chal de seda azul, idea peregrina en pleno verano. Adamsberg no había preparado su primera frase, había preferido esperar a verla e improvisar. Pero ahora que Lina resplandecía con su vello rubio frente a él, no conseguía asociarla al espectro negro del Ejército Furioso, a la mujer que ve el espanto y lo transmite. Cosa que era. Pidieron los platos y ambos esperaron un rato en silencio, comiendo pellizcos de pan. Adamsberg la miró de refilón. Su semblante seguía siendo despejado y atento, pero no hacía ningún esfuerzo para ayudarle. El era policía, ella había desencadenado una tormenta en Ordebec, él sospechaba de ella, ella sabía que la gente pensaba que estaba loca; ésos eran los datos simples de la situación. Adamsberg se puso de lado, desviando la mirada hacia el bar de madera.

– Es posible que llueva -acabó diciendo.

– Sí, se está cargando al oeste. Quizá caiga por la noche.

– O esta tarde. Todo partió de usted, señorita Vendermot.

– Llámeme Lina.

– Todo partió de usted, Lina. No me refiero a la lluvia, sino a la tormenta que acecha a Ordebec. Y nadie sabe todavía dónde va a detenerse esa tormenta, ni cuántas víctimas provocará, ni si se va a volver contra usted.

– Nada partió de mí -dijo Lina tirando del chal-. Todo viene de la Mesnada Hellequin, que pasó, y yo la vi. ¿Qué quiere que haga? Había cuatro prendidos, y habrá cuatro muertos.

– Pero usted fue quien habló de eso.

– Quien ve al Ejército tiene la obligación de decirlo, tiene la obligación. Usted no puede comprenderlo. ¿De dónde es?

– De Béarn.

– Entonces está claro que no, que no puede. Es un ejército de las llanuras del norte. Los que son vistos con él pueden tratar de protegerse.

– ¿Los prendidos?

– Sí. Por eso el que los ve debe hablar. Es excepcional que un prendido consiga liberarse, pero ya ha ocurrido. Glayeux y Mortembot no merecen vivir, pero todavía les queda una posibilidad de salvarse. Y tienen derecho a esa posibilidad.

– ¿Tiene usted razones personales para odiarlos?

Lina esperó que les trajeran los platos antes de contestar. Tenía hambre de forma aparente, o ganas de comer, y miraba la comida con auténtica pasión. A Adamsberg le pareció lógico que una mujer tan devorable estuviera dotada de un apetito tan sincero.

– Personal, no -dijo ocupándose inmediatamente de su plato-. Es sabido que ambos son asesinos. La gente trata de no tener trato con ellos, y no me extrañó verlos en manos de la Mesnada.

– ¿Como Herbier?

– Herbier era un ser abominable. Siempre tenía que disparar a algo. Pero estaba mal de la cabeza. Glayeux y Mortembot no. Matan cuando les sale rentable. Son sin duda peores que Herbier.

Adamsberg se obligó a comer más rápidamente que de costumbre para seguir el ritmo de la joven. No deseaba encontrarse frente a ella con el plato a medias.

– Pero dicen que, para ver al Ejército Furioso, también hay que estar mal de la cabeza. O mentir.

– Puede usted pensar lo que quiera. Yo lo veo, y no puedo hacer nada para evitarlo. Lo veo en el camino, y estoy en ese camino a pesar de que mi habitación está a tres kilómetros de allí.

Lina untaba con el tenedor unos trozos de patata en una salsa de nata, poniendo en ello una energía y una tensión asombrosas. Una avidez casi embarazosa.

– También se puede decir que se trata de una visión -prosiguió Adamsberg-. Una visión en la que usted pone en escena a personas a las que odia. Herbier, Glayeux, Mortembot.

– Lo he consultado con médicos, ¿sabe? -dijo Lina saboreando intensamente el bocado-. En el hospital de Lisieux, me hicieron toda una serie de exámenes fisiológicos y psiquiátricos durante dos años. El fenómeno les interesaba, por Santa Teresa, claro. Usted busca una explicación tranquilizadora, pero yo también la he buscado. No hay. No encontraron falta de litio, o de otras sustancias que le hacen a uno ver la virgen u oír voces. Me consideraron equilibrada, estable, incluso muy razonable. Me abandonaron a mi suerte sin llegar a ninguna conclusión.

– ¿Y qué habría que concluir, Lina? ¿Que el Ejército Furioso existe, que pasa realmente por el camino de Bonneval y que lo ve de verdad?

– No puedo asegurar que exista, comisario. Pero estoy segura de que lo veo. Por lo que se sabe, siempre ha existido alguien que ve pasar al Ejército en Ordebec. Puede que haya por ahí una nube antigua, un humo, un desorden, un recuerdo en suspensión. Puede que yo lo atraviese como se pasa a través de un vaho.

– ¿Y cómo es ese señor Hellequin?

– Muy guapo -replicó rápidamente Lina-. Un rostro grave y espléndido, el pelo rubio y sucio le llega por los hombros, sobre la armadura. Pero es terrorífico. Bueno -añadió en voz mucho más baja, vacilante-, eso es porque no tiene la piel normal.

Lina interrumpió la frase y acabó precipitadamente su plato con mucho adelanto respecto a Adamsberg. Luego se apoyó en el respaldo, todavía más resplandeciente y relajada por la saciedad.

– ¿Estaba bueno? -preguntó Adamsberg.

– Formidable -contestó ella con candor-. Nunca había venido. No nos lo podemos permitir.

– Vamos a tomar queso y postre -añadió Adamsberg deseoso de que la joven lograra una relajación completa.

– Primero, acabe -dijo ella amablemente-. Come usted despacio. Dicen que los policías tienen que hacerlo todo deprisa.

– Yo no sé hacer nada deprisa. Hasta cuando corro, voy despacio.

– La prueba de que digo la verdad -interrumpió Lina- es que la primera vez que vi pasar al Ejército, nadie me había hablado nunca de él.

– Pues dicen que en Ordebec todo el mundo lo conoce, sin necesidad de ser informado. Dicen que lo aprende uno al nacer, con la primera respiración, con el primer sorbo de leche.

– No en mi casa. Mis padres siempre habían vivido aislados. Ya le habrán dicho que mi padre era impresentable.

– Sí.

– Y es verdad. Cuando conté a mi madre lo que había visto -y en esa época yo lloraba mucho, chillaba-, ella creyó que yo estaba enferma, que era víctima de una especie de «trastorno de los nervios», como se decía entonces. Ella nunca había oído hablar de la Mesnada Hellequin, tampoco mi padre. De hecho, solía volver tarde de sus cacerías, por el camino de Bonneval. Y eso que los que conocen la historia nunca pasan por el camino cuando cae la noche. Incluso los que no creen en eso lo evitan.

– ¿Cuándo fue esa primera vez?

– Cuando tenía once años. Sucedió justo dos días después de que un hacha partiera en dos la cabeza de mi padre. Tomaré una isla flotante -dijo a la camarera-, con mucha almendra fileteada.

– ¿Un hacha? -dijo Adamsberg un tanto aturdido-. ¿Así murió su padre?

– Partido en dos como un cerdo, exactamente -dijo Lina, que imitó tranquilamente la acción abatiendo el filo de la mano sobre la mesa-. Un golpe en la cabeza y otro en el esternón.

Adamsberg observó esa ausencia de emoción y se planteó la posibilidad de que su kugelhopf con miel pudiera no ser tan tierno.

– Luego tuve pesadillas durante mucho tiempo. El médico me daba calmantes. No por lo de mi padre cortado en dos, sino porque la idea de volver a ver a los jinetes me aterrorizaba. ¿Entiende? Están podridos, como el rostro del señor Hellequin. Dañados -añadió con un ligero estremecimiento-. Ni los hombres ni sus monturas tienen todos sus miembros; hacen un ruido espantoso, pero los gritos de las personas que llevan con ellos son todavía peores. Afortunadamente, luego no se produjo nada durante ocho años, y me creí liberada, sólo afectada en mi infancia por ese «trastorno de los nervios». Pero a los diecinueve años, volví a verlo. ¿Lo ve, comisario? No es una historia divertida, no es una anécdota que me inventaría para hacerme la interesante. Es una fatalidad espantosa, y quise suicidarme dos veces. Pero un psiquiatra de Caen me hizo vivir a pesar de todo, con el Ejército. Me molesta, me estorba, pero ya no me impide ir y venir. ¿Cree que puedo pedir más almendras?

– Claro -dijo Adamsberg levantando la mano hacia la camarera.

– ¿No saldrá muy caro?

– Paga la policía.

Lina se echó a reír agitando la cuchara.

– Por una vez que paga la policía por exceso de velocidad…

Adamsberg la miró sin comprender.

– He comido como una exhalación y encima pido suplemento de postre, cuando usted apenas tiene tiempo de probar lo que tiene en el plato. Era una broma.

– Ah, ya, claro -dijo Adamsberg sonriendo-. Perdone, no soy rápido de entendederas. ¿Le molestaría seguir hablándome de su padre? ¿Se sabe quién lo mató?

– Nunca se supo.

– ¿Se sospechó de alguien?

– Claro.

– ¿De quién?

– De mí -dijo Lina recobrando la sonrisa-. Cuando oí los alaridos, corrí al piso de arriba y lo encontré ensangrentado en su habitación. Mi hermano Hippo, que sólo tenía ocho años, me vio con el hacha y se lo dijo a los gendarmes. No creyó hacer nada malo, sólo respondía a las preguntas que le hacían.

– ¿Cómo, con el hacha?

– Yo la había recogido. Los gendarmes pensaron que había limpiado el mango, porque no encontraron huellas aparte de las mías. Al final, gracias a la ayuda de Léo y del conde, me dejaron en paz. La ventana de la habitación estaba abierta. Resultaba muy fácil al asesino fugarse por allí. Mi padre caía mal a todo el mundo, igual que Herbier. Cada vez que tenía una crisis de violencia, la gente decía que era la bala, que se le movía en la cabeza. De niña, yo no lo entendía.

– Yo tampoco. ¿Qué es lo que se le movía?

– La bala. Mi madre dice que, antes de la Guerra de Argelia, cuando se casó con él, era más o menos buen hombre. Luego recibió esa bala, que no pudieron extraerle de la cabeza. Lo declararon inepto para el servicio y lo destinaron al pelotón de información. O sea de torturador. Le dejo un momento, que voy a fumar fuera.

Adamsberg se reunió con ella y sacó de su bolsillo un cigarrillo medio aplastado. Veía de muy cerca el cabello color de miel con kugelhopf, muy denso para una mujer normanda. Y las pecas sobre los hombros, cuando resbaló el chal, antes de que ella lo volviera a colocar con presteza.

– ¿Le pegaba?

– ¿Y a usted, le pegaba el suyo?

– No. Era zapatero remendón.

– Eso no tiene nada que ver.

– No.

– A mí nunca me puso la mano encima. Pero a mis hermanos los hizo papilla. Cuando Antonin era bebé, lo cogió por el pie y lo tiró por las escaleras. Así, sin más. Catorce fracturas. Estuvo envuelto en yeso todo un año. Martin no comía. Vaciaba discretamente sus platos en el hueco metálico de la pata de la mesa. Un día, mi padre lo descubrió. Lo obligó a vaciar la pata de la mesa con un anzuelo y a comérselo todo. Estaba podrido, claro. Y todo así.

– ¿Y al mayor, Hippo?

– Peor.

Lina aplastó el cigarrillo en el suelo y empujó limpiamente la colilla hasta el arroyo. Adamsberg sacó el móvil -el segundo, el clandestino-, que vibraba en el bolsillo. Voy a verte esta tarde. Da dirección. LVB.

Veyrenc. Veyrenc, que iba a venir a zamparse el kugelhopf delante de sus narices, que se iba a llevar el pastel, con su cara tierna y su labio de chica.

– No hace falta. Todo bien -contestó Adamsberg.

– No todo bien. Da dirección.

– ¿No basta teléfono?

– Da dirección, joder.

Adamsberg volvió a la mesa y tecleó a regañadientes la dirección de la casa de Léo, con el humor momentáneamente oscurecido. Se acumulaban nubes al oeste, llovería esa noche.

– ¿Pasa algo?

– Va a venir un colega -dijo Adamsberg guardándose el móvil en el bolsillo.

– Entonces, íbamos siempre a casa de Léo -prosiguió Lina sin lógica-. Ella nos educó, ella y el conde. Dicen que Léo no saldrá de ésta, que la maquinaria está rota. Creo que usted la encontró. Y que a usted le habló un poco.

– Un momento -dijo Adamsberg tendiendo el brazo.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió «maquinaria» en la servilleta de papel. Una palabra que ya había pronunciado el médico con nombre de pez. Una palabra que acababa de traer una nube ante sus ojos, y quizá una idea dentro de la nube, pero no sabía cuál. Se guardó la servilleta y alzó de nuevo los ojos hacia Lina, ojos de alguien que acaba de levantarse.

– ¿Vio a su padre en el Ejército cuando tenía once años?

– Había un «prendido», sí, un hombre. Pero había fuego y mucho humo, tenía las manos crispadas sobre la cara y gritaba. No estoy segura de que fuera él. Pero supongo que sí. Reconocí sus zapatos, en cualquier caso.

– ¿Y la segunda vez, hubo un «prendido»?

– Había una anciana. Era conocida, por las noches lanzaba piedras a las contraventanas de las casas. Murmuraba imprecaciones, era el tipo de mujer que da miedo a todos los críos de la zona.

– ¿Acusada de asesinato?

– Ni idea, no creo. Quizá su marido, que falleció muy pronto.

– ¿Y ella murió?

– Nueve días después de la aparición del Ejército Furioso, en su cama. Luego la Mesnada ya no pasó más, hasta que la vi el mes pasado.

– ¿Y el cuarto prendido? ¿No lo reconoció? ¿Hombre, mujer?

– Hombre, pero no estoy segura. Porque se le había caído encima un caballo, y tenía el pelo ardiendo, ¿entiende? No se distinguía bien.

Se puso la mano en el vientre orondo, como para apreciar con sus dedos la comida que tan rápidamente había engullido.

Eran las cuatro y media cuando Adamsberg fue a pie a la posada de Léo, con el cuerpo un poco entumecido de haber luchado contra sus deseos. De vez en cuando, sacaba la servilleta de papel, observaba la palabra «maquinaria» y la volvía a guardar. No le sugería absolutamente nada. Si había una idea en ello, debía de estar profundamente hundida, pillada bajo alguna roca marina, oculta por matas de algas. Algún día, se liberaría, ascendería a la superficie, fluctuante. Adamsberg no conocía otra manera de reflexionar. Esperar, lanzar sus redes sobre el agua, mirar dentro.

En la posada, arremangado, Danglard cocinaba mientras discurría, bajo la mirada atenta de Zerk.

– Es muy excepcional -decía Danglard- que el dedo meñique del pie esté bien formado. Por lo general, está contrahecho, torcido, encogido, por no hablar de la uña, que está muy atrofiada. Ahora que ya está dorado por un lado, puedes dar la vuelta a los trozos.

Adamsberg se apoyó en el marco de la puerta y miró a su hijo ejecutar las consignas del comandante.

– ¿Es por culpa de los zapatos? -preguntaba Zerk.

– Es por la evolución. El hombre anda menos, el último dedo se atrofia, está en vías de extinción. Algún día, dentro de unos cuantos cientos de miles de años, sólo quedará de él un fragmento de uña en el costado del pie. Como en el caballo. Los zapatos no arreglan las cosas, por supuesto.

– Lo mismo pasa con las muelas del juicio. Ya no tienen sitio para crecer.

– Exactamente. El dedo meñique es la muela del juicio del pie, en cierto modo.

– O la muela del juicio es el dedo meñique de la boca.

– Sí, pero dicho así, se entiende menos.

Adamsberg entró y se sirvió una taza de café.

– ¿Cómo ha ido?

– Me ha irradiado.

– ¿Ondas nefastas?

– No, doradas. Está un poco gorda, tiene los dientes hacia delante, pero me ha irradiado.

– Peligroso -comentó Danglard en tono de desaprobación.

– No creo haberle hablado nunca del kugelhopf con miel que comí de niño en casa de una tía mía. Pues es eso, pero con un metro sesenta y cinco de altura.

– Recuerde que esa Vendermot es una pirada morbosa.

– Es posible. No lo parece. Es a la vez segura de sí misma e infantil, parlanchina y prudente.

– Y lo mismo tiene unos dedos de los pies feos.

– Atrofiados -completó Zerk.

– Me da igual.

– Si tanto le ha gustado -masculló Danglard-, no está usted hecho para llevar la investigación. Le dejo la cena y tomo el relevo.

– No. Voy a visitar a los hermanos a las siete. Veyrenc llega esta noche, comandante.

Danglard se tomó su tiempo para echar medio vaso de agua encima del pollo troceado, cubrirlo y bajar el fuego.

– Déjalo así media hora -dijo a Zerk antes de volverse hacia Adamsberg-. No necesitamos a Veyrenc, ¿por qué le ha pedido que venga?

– Se ha invitado solo y sin motivo, Danglard. ¿Por qué una mujer lleva un chal sobre los hombros con el tiempo que hace?

– Por si llueve -dijo Zerk-. Se está nublando al oeste.

– Para disimular una malformación -propuso Danglard-. Una pústula o una señal del Diablo.

– Me da igual -volvió a decir Adamsberg.

– Los que ven al Ejército Furioso, comisario, no son seres benéficos y solares. Son almas oscuras y nefastas. Irradiado o no, no lo olvide.

Adamsberg no respondió. Sacó de nuevo la servilleta de papel.

– ¿Qué es? -preguntó Danglard.

– Una palabra que no me dice nada. Maquinaria.

– ¿Quién la ha escrito?

– Yo, Danglard, ¿quién va a ser?

Zerk asintió, como si comprendiera perfectamente.

Capítulo 23

Lina lo hizo pasar a la sala principal, donde lo esperaban tres hombres, de pie y circunspectos, alineados junto a una gran mesa. Adamsberg había pedido a Danglard que lo acompañara para que viera por sí mismo la irradiación. Identificó fácilmente al tercero, Martin, larguirucho, flaco y moreno como una rama de madera seca; era el que había tenido que tragarse la comida podrida acumulada en la pata de la mesa. Hippolyte, el mayor de los hermanos, de unos cuarenta años, tenía una cabeza ancha y rubia, bastante similar a la de su hermana, pero sin el principio destellante. Era alto y de constitución muy sólida, y le tendió una mano grande y un poco deforme. Al extremo de la mesa, Antonin los miraba aproximarse con aprensión. Moreno y flaco como su hermano Martin, pero más proporcionado, con los brazos alrededor del vientre hueco, en postura de protección. Era el más joven, el que era de arcilla. Treinta y cinco años aproximadamente, acusados quizá por la estrechez de su rostro, donde los ojos ansiosos parecían demasiado grandes. Desde su sillón, disimulada en un rincón de la estancia, la madre hizo sólo un saludo con la cabeza. Había cambiado la bata floreada por una vieja blusa gris.

– A Émeri no le habríamos dejado entrar -explicó Martin con los gestos rápidos y bruscos de un largo saltamontes-. Pero con usted no es lo mismo. Lo esperábamos para el aperitivo.

– Muy amables -dijo Danglard.

– Somos buena gente -confirmó Hippolyte, más pausado, mientras disponía los vasos en la mesa-. ¿Quién de ustedes es Adamsberg?

– Yo -dijo Adamsberg, sentándose en una vieja silla cuyas patas habían sido reforzadas con cuerda-. Y éste es mi colaborador, el comandante Danglard.

Luego se dio cuenta de que todas las sillas estaban reforzadas con cuerda, sin duda para evitar que se rompieran y que cayera Antonin. El mismo motivo, seguramente, para los amortiguadores de goma clavados en los marcos de las puertas. La casa era grande, estaba apenas amueblada, era pobre, le faltaban placas de yeso, los muebles eran de contrachapado, pasaban corrientes de aire por debajo de las puertas, las paredes estaban prácticamente desnudas. Había tal zumbido en la sala que Adamsberg se llevó instintivamente un dedo al oído, como si los acúfenos de los meses pasados volvieran a visitarlo. Martin se precipitó hacia una cesta de mimbre cerrada.

– Me los llevo fuera -dijo-. Hacen un ruido molesto, cuando no se está acostumbrado.

– Son grillos -explicó Lina en voz baja-. Hay unos treinta en el cesto.

– ¿Martin se los va a comer de verdad esta noche?

– Los chinos lo hacen -aseguró Hippolyte-, y los chinos siempre han sido más que nosotros y desde hace más tiempo. Martin hará con ellos un paté, con picadillo, huevo y perejil. A mí me gustan más en quiche.

– La carne de grillo consolida la arcilla -añadió Antonin-, El sol también, pero hay que tener cuidado de que no se deseque.

– Émeri me habló de eso. ¿Lleva tiempo con este problema de arcilla?

– Desde que tenía seis años.

– ¿Afecta sólo a los músculos, o también a los ligamentos y los nervios?

– No, afecta a los huesos, por partes. Pero, como los músculos van sujetos a los huesos, trabajan con más dificultad en las partes arcillosas. Por eso no soy muy fuerte.

– Ya, comprendo.

Hippolyte abrió una botella nueva y sirvió el oporto en los vasos -antiguos vasos de mostaza, empañados o mal secados-. Llevó uno a su madre, que no se había movido del rincón.

– Ay es áraruc -dijo con una gran sonrisa.

– Ya se curará -tradujo Lina.

– ¿Cómo lo consigue? -intervino Danglard-, Lo de invertir las letras.

– Basta con leer mentalmente la palabra al revés. ¿Cómo se llama?

– Adrien Danglard.

– Neirda Dralgnad. Suena bien. Dralgnad. Ya ve que no es difícil.

Y por una vez, Danglard se sintió vencido por una inteligencia muy superior a la suya o, por lo menos, con una rama que se había desarrollado de un modo desmesurado. Vencido y brevemente desolado. El talento de Hippolyte le parecía barrer su cultura clásica, manida y poco inventiva. Engulló el oporto de un trago. Un alcohol recio sin duda adquirido al precio más bajo.

– ¿Qué espera de nosotros, comisario? -preguntó Hippolyte con su amplia sonrisa, que producía un efecto más bien atractivo, alegre incluso, y sin embargo vagamente siniestro. Quizá simplemente porque había conservado unos cuantos dientes de leche, lo que hacía muy irregular la línea de los colmillos-. ¿Que le digamos qué hacíamos la noche en que murió Herbier? ¿Cuándo fue, por cierto?

– El 27 de julio.

– ¿A qué hora?

– No se sabe exactamente; el cuerpo fue encontrado mucho después. Los vecinos lo vieron irse hacia las seis de la tarde. Desde su casa hasta la capilla habrá, pongamos, un cuarto de hora. Debió de empujar su moto en los últimos treinta metros. El asesino lo esperaba allí, por tanto hacia las seis y cuarto. Y es verdad, necesito saber dónde estaban ustedes.

Los cuatro hermanos se miraron como si les hubieran hecho una pregunta imbécil.

– Pero eso ¿qué demostrará? -preguntó Martin-. Si mentimos ¿de qué le servirá?

– Si me mienten, me servirá de sospecha, necesariamente.

– Pero ¿cómo lo sabrá?

– Soy policía, oigo mentiras a miles. Con el tiempo, por fuerza, uno acaba acostumbrándose a reconocerlas.

– ¿Cómo?

– Por la mirada, los pestañeos, la contracción de los gestos, la vibración de la voz, su velocidad. Como si la persona se pusiera a cojear en vez de andar con normalidad.

– Por ejemplo -propuso Hippolyte-, si no le miro a los ojos, ¿miento?

– O al contrario -dijo Adamsberg sonriendo-. El 27 era un martes. Quisiera que Antonin me hablara primero.

– De acuerdo -dijo el joven apretando los brazos sobre su vientre-. No salgo casi nunca. Es peligroso para mí, a eso me refiero. Tengo un trabajo a domicilio, para páginas de antigüedades en la red. No es mucho trabajo, pero es trabajo. Los martes no salgo nunca. Es día de mercado, y hay mucho gentío hasta tarde.

– No salió -interrumpió Hippolyte llenando el único vaso vacío de la mesa, el de Danglard-, Yo tampoco. Somabátse etnemaruges sodot ne asac.

– Dice que estábamos seguramente todos en casa -intervino Lina-. Pero no es verdad, Hippo. Yo me quedé en el bufete para acabar un dossier. Teníamos un informe enorme que entregar el día 30. Volví a casa para hacer la cena. Martin pasó esa tarde por la oficina para dejar un bote de miel. Llevaba sus cestas.

– Es verdad -dijo Martin, que tiraba de sus dedos para hacer crujir las articulaciones-. Fui a recoger bichos en el bosque, probablemente hasta las siete. Después ya es muy tarde, los bichos vuelven a sus agujeros.

– Se dadrev -reconoció Hippolyte.

– Después de cenar, cuando no hay nada en la tele, solemos jugar al dominó, o a los dados -dijo Antonin-, Está muy bien -añadió con candor-, Pero esa noche, Lina no pudo jugar con nosotros, porque releía su informe.

– Se sonem oditrevid odnauc somaguj nis alle.

– Para ya, Hippo -le rogó rápidamente Lina-, el comisario no ha venido a pasarlo bien contigo.

Adamsberg los contempló a los cinco, la madre atrincherada en su sillón, la hermana luminosa que los hacía vivir y comer, y los tres genios imbéciles de sus hermanos.

– El comisario sabe -dijo Hippolyte- que a Herbier se lo cargaron porque era un cabrón, y que era el mejor amigo de nuestro padre. Murió porque la Mesnada decidió prenderlo. Nosotros, si hubiéramos querido, habríamos podido matarlo mucho antes. Lo que no entiendo es por qué el señor Hellequin prendió a nuestro padre hace treinta y un años y a Herbier tanto tiempo después. Pero no se supone que debamos tener opiniones sobre los proyectos de Hellequin.

– Lina dice que el asesino de su padre nunca fue objeto de sospecha. ¿Ni siquiera por usted, Hippo, usted que encontró a Lina con el hacha en la mano?

– El asesino -respondió Hippo describiendo un círculo con la mano deforme- viene de no se sabe dónde, de los humos negros. Nunca lo sabremos. Ni en el caso de Herbier, ni en el de los otros tres prendidos.

– ¿Van a morir?

– Seguramente -dijo Martin levantándose-. Perdonen, pero es la hora del masaje de Antonin. Cuando dan las siete y media. Si se pasa la hora, no es bueno. Pero usted siga, podemos escuchar mientras tanto.

Martin fue a traer un tazón lleno de una mixtura amarillenta de la nevera, mientras Antonin se quitaba delicadamente la camisa.

– Es zumo de celidonia con ácido fórmico, básicamente -explicó Martin-. Pica un poco. Va muy bien para eliminar la arcilla.

Martin empezó a extender suavemente el ungüento por el torso huesudo de su hermano y, en varios intercambios de miradas, Adamsberg comprendió que ninguno de ellos creía realmente que Antonin estaba hecho mitad de arcilla. Pero hacían el paripé, protegían y cuidaban a su hermano. Que se había roto en mil pedazos cuando el padre había tirado al bebé por la escalera.

– Somos buena gente -repitió Hippolyte frotando con una mano sus rizos rubios un poco sucios-. Pero no vamos a llorar por nuestro padre, ni por los hijoputas que vio Lina con la Mesnada. ¿Se ha fijado en mis manos, comisario?

– Sí.

– Nací con seis dedos en cada mano. Con un meñique de más.

– Hippo es un tipo sensacional -dijo Antonin sonriendo.

– No es frecuente, pero son cosas que pasan -dijo Martin, que empezaba ahora con el brazo izquierdo de su hermano, depositando el ungüento en lugares precisos.

– Seis dedos en las manos son una señal del Diablo -completó Hippo sonriendo todavía más-. Es lo que siempre se ha dicho por aquí. Como si se pudiera creer en esas tonterías.

– Ustedes creen en el Ejército -dijo Danglard pidiendo con la mirada permiso para servirse otro dedo de oporto, que decididamente era un auténtico matarratas.

– Sabemos que Lina ve al Ejército, que no es lo mismo. Y si lo ve, lo ve. Pero no creemos en las señales del Diablo y demás tonterías.

– Pero sí en los muertos que se pasean a caballo por el camino de Bonneval.

– Comandante Danglard -dijo Hippolyte-, los muertos pueden volver sin que los mande Dios ni el Diablo. De hecho, los señorea Hellequin, no el Diablo.

– Es verdad -dijo Adamsberg, que no deseaba que Danglard iniciara una polémica sobre el Ejército de Lina.

Llevaba unos minutos siguiendo peor la conversación, ocupado como estaba en intentar, sin conseguirlo, ver cómo quedaba su nombre pronunciado al revés.

– Mi padre se avergonzaba mucho de mis manos con seis dedos. Las escondía con manoplas, me pedía que comiera con el plato en las rodillas para que no las pusiera sobre la mesa. Le daban asco, y le humillaba haber hecho un hijo así.

De nuevo los rostros de los hermanos se iluminaron son sendas sonrisas, como si la triste historia del sexto dedo los divirtiera profundamente.

– Cuenta -dijo Antonin, ilusionado ante la perspectiva de volver a oír esa historia tan graciosa.

– Una noche, cuando yo tenía ocho años, puse las dos manos sobre la mesa, sin manoplas, y a padre le entró una ira más terrorífica que la cólera de Hellequin. Cogió el hacha. La misma que más tarde lo partió en dos.

– La bala se le había girado en el cerebro -intervino súbitamente la madre, con voz un poco implorante.

– Sí, mamá, seguramente fue la bala -dijo Hippo con impaciencia-. Me cogió la mano derecha y seccionó el dedo. Lina dice que me desmayé, que mamá chillaba, que había sangre por toda la mesa, que mamá se lanzó sobre él. Pero luego cogió la mano izquierda y se cargó el otro dedo.

– La bala se le había girado.

– Se le había girado muchísimo, mamá -dijo Martin.

– Mamá me cogió en brazos y corrió al hospital. Me habría desangrado antes de llegar si no se hubiera encontrado por el camino con el conde. Volvía de una velada muy elegante, ¿verdad?

– Muy elegante -confirmó Antonin poniéndose la camisa-. Y llevó a mamá y a Hippo a toda máquina, se le quedó el cochazo lleno de sangre. El conde es bueno, a eso me refiero. Y a él no lo prenderá nunca la Mesnada. Llevaba todos los días a mamá al hospital para que pudiera ver a Hippo.

– El médico no lo cosió bien -dijo Martin con rencor-. Hoy en día, cuando te quitan un dedo, no queda ninguna marca. Pero ese Merlán, porque ya estaba él en aquella época, es un merluzo. Le destrozó las manos.

– No pasa nada, Martin -dijo Hippolyte.

– Nosotros vamos al médico a Lisieux, nunca vamos a ver al Merluzo.

– Hay gente que va a que le quiten el sexto dedo, pero que luego se arrepiente toda la vida. Cuentan que uno pierde su identidad con el dedo que deja. Hippo dice que a él le da igual. Una chica en Marsella fue a buscar sus dedos en la basura del hospital y los conservó siempre en un bote. ¿Se imagina? Creemos que es lo que hizo mamá, aunque no quiera decirlo.

– Idiota -dijo escuetamente la madre.

Martin se limpió las manos con un trapo y se volvió hacia Hippolyte con la misma sonrisa seductora.

– Cuenta lo que pasó después -dijo.

– Por favor -insistió Antonin-. Cuéntalo.

– Igual no es necesario -dijo prudentemente Lina.

– Edeup euq on el etsug a Grebsmada. Al fin y al cabo, es policía.

– Dice que puede que no le guste.

– ¿Grebsmada es mi nombre?

– Sí.

– Me recuerda al serbio. Me parece que sonaba más o menos así.

– Hippo tenía un perro -dijo Antonin- Era su animal exclusivo, no se separaban nunca, me daba celos. Se llamaba Suif.

– Un animal perfectamente amaestrado.

– Cuenta, Hippo.

– Dos meses después de cortarme los dedos, mi padre me sentó en el suelo, en el rincón, castigado. Fue la noche en que obligó a Martin a comerse todo lo que había metido en la pata de la mesa, y yo lo defendí. Ya sé, mamá, la bala había vuelto a girar.

– Sí, cariño, había girado.

– Había dado varias vueltas, incluso.

– Hippo estaba encogido en el rincón -prosiguió Lina-, con la cabeza pegada al perro. Entonces le susurró algo al oído, y Suif saltó hecho una furia, lanzándose a la garganta de mi padre.

– Quise que lo matara -explicó tranquilamente Hippolyte-. Le di esa orden. Pero Lina me pidió que parara el ataque, y mandé a Suif soltar la presa. Entonces le pedí que se comiera lo que quedaba en la pata de la mesa.

– A Suif no le molestó lo más mínimo -precisó Antonin-. En cambio, Martin tuvo cólicos durante cuatro días.

– Luego -dijo Hippolyte más sombrío-, cuando nuestro padre salió del hospital con la garganta cosida, cogió el fusil y mató a Suif mientras estábamos en la escuela. Puso el cadáver delante de la puerta para que lo viéramos desde lejos al volver a casa. Fue entonces cuando el conde vino a buscarme. Consideró que aquí yo ya no estaba a salvo y me tuvo varias semanas en su castillo. Me compró un perrito. Pero su hijo y yo no nos entendíamos.

– Su hijo es un merluzo -afirmó Martin.

– Nu ollupac ed odadiuc -confirmó Hippolyte.

Adamsberg interrogó a Lina con la mirada.

– Un capullo de cuidado -tradujo ella reticente.

– Ollupac suena adecuado -opinó Danglard con aire intelectualmente satisfecho.

– Por culpa de ese ollupac volví a casa, y mamáme escondiódebajo de la cama de Lina. Yo vivía aquí de incógnito, y mama no sabía qué hacer. Pero Hellequin encontró la solución y cortó a mi padre en dos pedazos. Y fue justo después de que Lina lo viera por primera vez.

– ¿Al Ejército Furioso? -dijo Danglard.

– Sí.

– ¿Cómo queda del revés?

– No, no hay que pronunciar el nombre del Ejército al revés.

– Comprendo -dijo Adamsberg-. ¿Cuánto tiempo después de su regreso del castillo murió su padre?

– Trece días.

– De un hachazo en la cabeza.

– Y en el esternón -precisó alegremente Hippolyte.

– La bestia ya estaba muerta -confirmó Martin.

– Fue la bala -murmuró la madre.

– A fin de cuentas, Lina no debería haberme hecho retener a Suif. Todo habría quedado solucionado esa misma noche.

– No puedes reprochárselo -dijo Antonin encogiéndose de hombros con precaución-, Lina es demasiado buena, eso es todo.

Al levantarse para despedirse, el chal de Lina cayó al suelo, y ella lanzó un gritito. Con gesto elegante, Danglard lo recogió y se lo volvió a poner sobre los hombros.

– ¿Qué opina, comandante? -preguntó Adamsberg mientras avanzaban lentamente por el camino de regreso a la posada de Léo.

– Una posible familia de asesinos -dijo Danglard pausadamente-. Bien compacta, protegida del mundo exterior. Todos dementes, rabiosos, destrozados, superdotados y tremendamente simpáticos.

– Me refería a la irradiación. ¿Se ha dado cuenta? Y eso que, con los hermanos, se cohíbe.

– He percibido -admitió Danglard con la boca pequeña-. La miel en su pecho y todo eso. Pero es una irradiación mala. Infrarroja o ultravioleta, o luz negra.

– Eso lo dices por Camille. Pero Camille ya sólo me besa en las mejillas. Con besos precisos y certeros que señalan que nunca nos acostaremos juntos. Es despiadado, Danglard.

– Modesto castigo respecto al perjuicio causado.

– ¿Y qué quiere que haga yo, comandante? ¿Que me siente bajo un manzano durante años a esperar a Camille?

– El manzano no es obligatorio.

– ¿Que no me fije en el fabuloso pecho de esa mujer?

– Es el adjetivo adecuado -concedió Danglard.

– Un momento -dijo Adamsberg parándose bruscamente-. Mensaje de Retancourt. Nuestro acorazado en inmersión en los abismos escualosos.

– En los fondos -corrigió Danglard inclinándose hacia la pantalla del teléfono-. Y «escualosos» no existe. Además, un acorazado no se sumerge.

Sv 1 volvió muy tarde noche incendio, no informado. Actitud casi normal. Confirmaría su no implicación. Pero estaba nervioso.

– ¿Cómo de nervosio? -escribió Adamsberg.

– Nervioso, no nervosio.

– No me toque las narices, Danglard.

– Echó doncella.

– ¿Por qué?

– Largo de explicar, sin interés.

– Explique igual.

– Sv 1 dio azúcar al labrador al volver.

– ¿Qué es esta manía que tiene la gente, Danglard, de dar azúcar a los perros?

– Es para hacerse querer.

– Labrador rechaza. Doncella se lleva animal para dar azúcar. Rechaza bis. Doncella critica azúcar. Sv 1 la echa esa misma noche. O sea nervioso.

– ¿Porque doncella no logra dar azúcar perro?

– Sin interés. Ya dicho. Corto.

Zerk venía hacia ellos a grandes zancadas, con las cámaras de fotos en bandolera.

– Ha venido el conde. Quiere verte después de cenar, a las diez.

– ¿Es urgente?

– No lo ha dicho, más bien lo ha ordenado.

– ¿Cómo es?

– Se nota que es el conde. Es mayor, elegante, calvo, y lleva una vieja chaqueta de trabajo de loneta azul. Comandante, el pollo está hecho.

– ¿Has puesto la nata y las hierbas como te dije?

– Sí, en el último minuto. Le he llevado una parte al Palomo, y le ha encantado. Se ha pasado el día dibujando vacas con los lápices de colores.

– ¿Y dibuja bien?

– No mucho. Pero es que una vaca es muy difícil de dibujar. Más que un caballo.

– Nos tomamos el pollo, Danglard, y vamos allá.

Capítulo 24

Al caer la noche, Adamsberg detuvo el coche delante de la verja del castillo condal, que se erguía en la colina frente a Ordebec. Danglard sacó su gran cuerpo del vehículo con inusual agilidad y se plantó rápidamente delante del edificio, agarrando la verja con ambas manos. Adamsberg leyó en su rostro un arrobo bastante puro, un estado exento de melancolía que Danglard alcanzaba muy rara vez. Echó una ojeada al castillo de piedra clara, que sin duda representaba para su adjunto una especie de kugelhopf con miel.

– Ya le dije que el sitio le gustaría. ¿Es antiguo el castillo?

– Los primeros señores de Ordebec se remontan a principios del siglo XI, pero es sobre todo en la batalla de Orléans, en 1428, cuando el conde de Valleray se distinguió reuniéndose con las tropas francesas encabezadas por el conde de Dunois, es decir Jean, bastardo de Louis, duque de Orléans.

– Sí, Danglard, pero ¿y el castillo?

– Es lo que estoy explicando. El hijo de Valleray, Henri, lo mandó edificar después de la Guerra de los Cien Años, a finales del siglo XV. Toda el ala izquierda que ve aquí y la torre oeste datan de esa época. En cambio, el cuerpo del castillo fue construido en el siglo XVII, y las grandes aberturas de abajo son reformas del siglo XVIII.

– ¿Y si llamáramos, Danglard?

– Hay al menos tres o cuatro perros aullando. Llamamos y esperamos una escolta. No sé qué tiene esta gente con los perros.

– Y con el azúcar -dijo Adamsberg tocando la campana.

Rémy François de Valleray, conde de Ordebec, los esperaba sin ceremonia en la biblioteca, todavía con su chaqueta de loneta azul que le daba aspecto de obrero agrícola. Pero Danglard se fijó en que cada uno de los vasos grabados que ya estaban dispuestos en la mesa costaba fácilmente un mes de su sueldo. Y en que, sólo por el color, el alcohol que les servirían bien valía el viaje desde París. Nada comparable con el oporto tomado en casa de los Vendermot en vasos de mostaza, que le había incendiado el estómago. La biblioteca debía de contener aproximadamente unos mil volúmenes, y las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con una cuarentena de cuadros que enloquecían la vista a Danglard. En definitiva, la decoración que cabía esperar en una morada condal aún no venida a menos, salvo un desorden inaudito que quitaba cualquier solemnidad a la estancia. Botas, sacos de grano, medicamentos, bolsas de plástico, pernos, velas derretidas, cajas de clavos, papelotes esparcidos por el suelo, las mesas y las estanterías.

– Señores -dijo el conde dejando el bastón y dándoles la mano-, gracias por haber respondido a mi llamada.

Conde lo era, no cabía duda. El tono de la voz, el movimiento bastante imperioso de los gestos, la mirada altiva y hasta su derecho natural de presentarse en chaqueta de campesino. Al mismo tiempo, se distinguía sin dificultad en él al viejo normando rural, el rubor de la tez, las uñas un poco negras, la mirada divertida y secreta sobre sí mismo. Llenó los vasos con una mano, apoyándose con la otra en el bastón, y ofreció los asientos con un movimiento del brazo.

– Espero que aprecien este calvados, es el que doy a Léo. Pasa, Denis. Les presento a mi hijo. Denis, estos señores son de la Brigada Criminal de París.

– No creí que te interrumpiría -dijo el hombre saludándolos con la punta de los dedos y sin sonrisa.

Dedos blancos y uñas cuidadas. Cuerpo sólido pero gordo, cabello gris, peinado hacia atrás.

Así que ése era el famoso ollupac de cuidado, según los Vendermot; el que había abreviado la estancia al joven Hippolyte en el refugio del castillo. Efectivamente, observó Adamsberg, el hombre tenía una pinta bastante ollupaquiana, con sus mejillas bajas, sus labios delgados, sus ojos furtivos y distantes, o que, al menos, trataban de marcar las distancias. Se sirvió un vaso, más por cortesía que por deseo de quedarse. Toda su postura indicaba que los invitados no le interesaban, y su propio padre apenas.

– Sólo pasaba a decirte que el coche de Maryse lo arreglan mañana. Habría que decir a Georges que esté aquí para recepcionarlo, porque estaré todo el día en la subasta.

– ¿No has encontrado a Georges?

– No, el animal se habrá ido a dormir la mona en la cuadra; no pienso ir a sacudirlo debajo de los vientres de los caballos.

– Muy bien, ya me ocuparé.

– Gracias -dijo Denis dejando el vaso.

– No te echo.

– Pero yo salgo. Te dejo con tus invitados.

El conde torció levemente el gesto al oír cerrarse la puerta.

– Lo siento, señores -dijo-. Mi relación con mi hijo no es de las mejores; además, sabe de qué quiero hablarles y no le gusta. Se trata de Léo.

– Tengo mucho aprecio a Léo -dijo Adamsberg sin haber meditado su réplica.

– Le creo. Y aún, sólo la conoció unas horas. Usted la encontró herida. Y usted consiguió hacerla hablar. Lo cual nos ha evitado sin duda que el doctor Merlán decrete su muerte cerebral.

– Tuve unas palabras con ese médico.

– No me sorprende. Es un ollupac a sus horas, pero no siempre.

– ¿Le gustan las palabras de Hippolyte, señor conde? -preguntó Danglard.

– Llámeme Valleray, saldremos todos ganando. Conozco a Hippolyte desde que nació. Y encuentro ese término más bien acertado.

– ¿A partir de cuándo supo invertir las letras?

– A los trece años. Es un hombre excepcional. Lo mismo que sus hermanos y hermana. Lina posee una luz absolutamente inusual.

– El comisario se ha fijado en ello -dijo Danglard, a quien la suculencia del calvados, tras la visión del castillo, sosegaba profundamente.

– ¿Y usted no? -preguntó Valleray sorprendido.

– No -reconoció Danglard.

– Muy bien. ¿Qué tal el calvados?

– Perfecto.

El conde mojó un terrón de azúcar en su vaso y lo chupó sin distinción. Adamsberg se sintió fugazmente asaltado por terrones de azúcar llegados de todas partes.

– Con Léo siempre hemos tomado este calvados. Deben saber que estuve apasionadamente enamorado de esa mujer. Me casé con ella, y mi familia, que contiene un gran número de sollupac, pueden creerme, me hicieron la vida imposible. Yo era joven, débil, cedí, y nos divorciamos a los dos años.

»Les parecerá extraño -prosiguió-, y no me importará; pero, si Léo sobrevive al golpe que recibió de ese asesino infecto, volveré a casarme con ella. Así lo he decidido si ella lo acepta. Y es allí donde interviene usted, comisario.

– Para atrapar al asesino.

– No, para hacerla revivir. No crea que se trata de una súbita chifladura de anciano. Llevo más de un año pensando en ello. Esperaba que mi hijastro lo comprendiera, pero no hay esperanza. Lo haré, pues, sin su consentimiento.

El conde se puso en pie con dificultad, avanzó con bastón hasta la inmensa chimenea de piedra y echó dos leños al fuego. El hombre seguía teniendo fuerza, al menos la suficiente para decidir esa boda insólita entre los dos casi nonagenarios, más de setenta años después de su primera unión.

– ¿Nada chocante en esa boda? -preguntó al reunirse con ellos.

– Al contrario -respondió Adamsberg-, Incluso vendré con mucho gusto si me invitan.

– Cuente con ello, comisario, si la saca de ésta. Y lo hará. Léo me llamó una hora antes de su asesinato. Estaba encantada de la velada pasada con usted, y su opinión me basta. Hay en todo esto algo del destino, si me permite esta apreciación un tanto simple. Somos todos un poco fatalistas, los que vivimos cerca del camino de Bonneval. Usted, y sólo usted, ha sido capaz de sacarla de su afasia, de hacerla hablar.

– Sólo tres palabras.

– Las conozco. ¿Cuánto tiempo llevaba usted junto a su lecho cuando habló?

– Casi dos horas, creo.

– Dos horas hablándole, peinándola, con una mano en su mejilla. Lo sé. Lo que le pido es que esté con ella diez horas al día, quince si es necesario. Hasta que ella vuelva a la superficie. Usted lo conseguirá, comisario Adamsberg.

El conde se interrumpió, y su mirada recorrió lentamente las paredes de la estancia.

– Y si es así le daré eso -dijo señalando al desgaire, con el bastón, un cuadrito colgado junto a la puerta-. Está hecho para usted.

Danglard se sobresaltó y examinó el lienzo. Era un airoso jinete posando delante de un paisaje de montaña.

– Acérquese, comandante Danglard -dijo Valleray-. ¿Reconoce el lugar, Adamsberg?

– El pico de Gourgs Blancs, me parece.

– Exactamente. Cerca de su tierra si no me equivoco.

– Está usted bien informado sobre mí.

– Claro. Cuando necesito saber algo, suelo conseguirlo. Es un residuo poderoso de los privilegios. Del mismo modo en que sé que está yendo por el grupo Clermont-Brasseur.

– No, señor conde. Nadie va por los Clermont, tampoco yo.

– ¿Finales del XVI? -preguntó Danglard, inclinado sobre el cuadro-, ¿Escuela de Clouet? -añadió más bajo, menos seguro.

– Sí, o, si uno quiere soñar, obra del maestro mismo, que habría abandonado por una vez su fardo de retratista. Pero no tenemos elementos probados para asegurar que viajara a los Pirineos. Aun así, pintó a Jeanne d'Albret, reina de Navarra, en 1570. Y quizá en su ciudad de Pau.

Danglard volvió a sentarse, intimidado, con el vaso vacío. El cuadro era una rareza, valía una fortuna, y Adamsberg no parecía tener conciencia de ello.

– Sírvase, comandante. Me resulta difícil desplazarme. Y lléneme el vaso a mí también. Una esperanza así no entra en casa todos los días.

Adamsberg no miraba el cuadro, ni a Danglard, ni al conde. Pensaba en la palabra maquinaria, que se había liberado bruscamente de su traba, entrechocándose con el doctor Merlán primero, y luego con el joven de arcilla y la imagen de los dedos de Martin aplicando la mixtura a la piel de su hermano.

– No puedo -dijo-. No estoy capacitado para ello.

– Sí que lo está -afirmó el conde con un golpe de bastón en el parquet encerado, descubriendo que la mirada de Adamsberg, que encontraba de por sí borrosa, parecía haberse alejado a los limbos.

– No puedo -repitió Adamsberg con voz lenta-. Soy responsable de un caso.

– Hablaré con sus superiores. No puede dejar tirada a Léo.

– No.

– ¿Entonces?

– Yo no puedo, pero hay alguien que sí. Léo está viva, Léo está consciente, pero lo tiene todo averiado. Conozco a un hombre que repara este tipo de averías, averías que no tienen nombre.

– ¿Un charlatán? -preguntó el conde alzando las blancas cejas.

– Un científico. Pero que practica su ciencia con talento inhumano. Que vuelve a poner en funcionamiento los circuitos, que reoxigena el cerebro, que hace que gatos recién nacidos vuelvan a mamar, que desbloquea los pulmones paralizados. Un experto en el movimiento de la maquinaria humana. Un maestro. Sería nuestra única posibilidad, señor conde.

– Valleray.

– Sería nuestra única posibilidad, Valleray. El podría sacarla de ésta. Sin prometer nada.

– ¿Cómo practica? ¿Con medicamentos?

– Con las manos.

– ¿Es una especie de magnetizador?

– No. Acciona válvulas, recoloca órganos, tira de las palancas, desatasca los filtros; en fin, que vuelve a arrancar el motor [7].

– Hágalo venir -dijo el conde.

Adamsberg caminó por la estancia, haciendo crujir el viejo parquet, mientras sacudía la cabeza.

– Imposible -dijo.

– ¿Está en el extranjero?

– Está en la cárcel.

– Caramba.

– Necesitaríamos una autorización de puesta en libertad provisional.

– ¿Quién puede darla?

– El juez de aplicación de las penas. En el caso de nuestro médico, se trata del viejo juez Varnier, que es una especie de chivo terco que no querrá ni oír hablar del tema. Hacer salir a un prisionero de Fleury para mandarlo a que ejerza su talento en una anciana de Ordebec es un tipo de urgencia que nunca admitirá.

– Ningún problema, es amigo mío.

Adamsberg se volvió hacia el conde, que sonreía, con las cejas en alto.

– Raymond de Varnier no me negará nada. Haremos venir a su experto.

– Necesitaremos un motivo sólido, verdadero y fiable.

– ¿Desde cuándo necesitan eso nuestros jueces? Usted apúnteme el nombre del médico y el de su lugar de detención. Llamaré a Varnier en cuanto amanezca, cabe esperar que ese hombre esté aquí mañana a última hora.

Adamsberg miró a Danglard, que asintió aprobador. Adamsberg se reprochaba a sí mismo haber comprendido demasiado tarde. Nada más oír al doctor Merlán hablar irrespetuosamente de Léo como de una maquinaria averiada, debería haber pensado en el médico prisionero, que empleaba también ese término. Probablemente, lo había hecho, pero sin ser consciente de ello. Ni siquiera cuando Lina había pronunciado la palabra «maquinaria». Aunque sí lo suficiente como para escribirla en la servilleta. El conde le dio una libreta, y Adamsberg anotó los datos.

– Hay otro obstáculo -dijo devolviéndole la libreta-. Si salto, ya no dejarán salir a nuestro protegido. Pero si el doctor la saca de ésta, necesitará varias sesiones. Y yo puedo saltar dentro de cuatro días.

– Ya estoy al corriente.

– ¿De todo?

– De muchas cosas acerca de usted. Temo por Léo y por los Vendermot. Usted llega aquí, y yo me informo. Sé que saltará si no atrapa al asesino de Antoine Clermont-Brasseur, que se fugó de su comisaría y, lo que es peor, de su despacho, burlando su propia vigilancia.

– Exactamente.

– De hecho, es usted sospechoso, comisario. ¿Lo sabía?

– No.

– Pues más vale que vaya con cuidado. Hay en el ministerio varios señores que desean con ansia poder investigarlo. No están lejos de pensar que usted dejó que se fugara el joven.

– Eso no tiene sentido.

– Por supuesto -dijo Valleray sonriendo-. Entretanto, el tipo sigue estando ilocalizable. Y usted anda husmeando del lado de la familia Clermont.

– El acceso está cerrado, Valleray. No husmeo.

– Pero ha querido interrogar a los dos hijos de Antoine. Christian y Christophe.

– Y me lo han denegado. Y me he atenido a ello.

– Y eso no le gusta.

El conde dejó el resto del terrón en un platito, se chupó los dedos y se los secó en la chaqueta azul.

– ¿Qué le habría gustado averiguar exactamente? Acerca de los Clermont.

– Cómo se había desarrollado la velada que antecedió al incendio. Al menos eso. De qué humor estaban los dos hijos.

– Normal, incluso muy alegre, si es que se puede decir que Christophe esté alegre alguna vez. Había corrido el champán, y del mejor.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque yo estaba allí.

El conde tomó otro terrón de azúcar y lo mojó con precisión en el vaso.

– Existe en este mundo un pequeño núcleo atómico en que los industriales buscan desde siempre a los aristócratas y viceversa. El intercambio entre ellos, eventualmente marital, para aumentar la fuerza de deflagración de todos. Yo pertenezco a ambos círculos, nobleza e industria.

– Sé que usted vendió sus acerías a Antoine Clermont.

– ¿Se lo ha dicho nuestro amigo Émeri?

– Sí.

– Antoine era un ave rapaz pura y dura que volaba alto, pero que de alguna manera resultaba digno de admiración. No se puede decir lo mismo de sus dos hijos. Pero si se le ha pasado a usted por la cabeza que uno de ellos haya podido prender fuego a su padre, se equivoca.

– Antoine quería casarse con la asistenta.

– Rose, sí -confirmó el conde chupando el azúcar-. Creo que más bien se divertía provocando a su familia, y yo se lo advertí. Lo que ocurre es que leer en los ojos de sus hijos la ardiente espera de su muerte lo sacaba de quicio. Llevaba un tiempo desanimado, herido y tendente a los extremos.

– ¿Quién quería ponerlo bajo tutela?

– Sobre todo Christian. Pero no podía. Antoine estaba sano de la cabeza, y eso era fácilmente demostrable.

– Y oportunamente, un joven prende fuego al Mercedes, precisamente en un momento en que Antoine está solo, esperando en el coche.

– Entiendo lo que le llama la atención. ¿Quiere saber por qué estaba solo Antoine?

– Mucho. Y por qué el chófer no los acompañó.

– Porque el chófer había sido invitado en la cocina, y Christophe consideró que estaba demasiado ebrio para conducir. Abandonó, pues, la velada con su padre, fueron a pie hasta el coche, en la calle Henri-Barbusse. Una vez al volante, se dio cuenta de que no llevaba el móvil. Pidió a su padre que lo esperara y desanduvo el camino. Encontró el aparato en la acera de la calle Val-de-Gráce. Al doblar la esquina, vio el coche en llamas. Escúcheme, Adamsberg, Christophe estaba a unos quinientos metros del Mercedes, y lo vieron dos testigos. Gritó, echó a correr, y los dos testigos corrieron con él. Fue Christophe quien llamó a la policía.

– ¿Se lo dijo él?

– Su mujer. Nos llevamos muy bien, yo la presenté a su futuro marido. Christophe quedó hecho polvo, horrorizado. Sea cual sea el tipo de relación que uno tiene con su padre, no resulta agradable verlo arder vivo.

– Entiendo -dijo Adamsberg-. ¿Y Christian?

– Christian se había ido antes. Estaba muy achispado y quería dormir.

– Pero parece ser que volvió muy tarde a su domicilio.

El conde se rascó la cabeza calva un rato.

– No hay nada malo en decir que Christian se ve con otra mujer, incluso con varias, y que aprovecha las veladas oficiales para volver tarde a su casa. Y vuelvo a decirle que los dos hermanos estaban de muy buen humor. Christian estuvo bailando. Nos hizo una excelente imitación del barón de Salvin, y Christophe, que no tiene la sonrisa fácil, se lo pasó bomba durante unos momentos.

– Entente cordiale, velada normal.

– Exactamente. Mire, encima de la chimenea, encontrará un sobre con una decena de fotos de la velada, que me envió la mujer de Christophe. No comprende que, a mi edad, a uno no le guste verse retratado. Pero mírelas, le informarán sobre el ambiente.

Adamsberg examinó las fotos y, efectivamente, ni Christian ni Christophe presentaban el semblante atormentado de un tipo que se dispone a quemar a su padre.

– Ya veo -dijo Adamsberg devolviéndole las fotos.

– Lléveselas si pueden convencerlo. Y dese prisa en encontrar al joven. Lo que puedo hacer fácilmente es hablar con los hermanos Clermont para conseguirle un plazo mayor.

– Me parece necesario -dijo súbitamente Danglard, que no había dejado de ir de un cuadro a otro, cual avispa desplazándose entre gotas de mermelada-. El joven Mo está ilocalizable.

– Ya acabará necesitando dinero tarde o temprano -dijo Adamsberg encogiéndose de hombros-. Se fue sin nada en el bolsillo. La ayuda de sus amigos durará un tiempo limitado.

– La ayuda siempre dura un tiempo limitado -murmuró Danglard-, y la cobardía una eternidad. Es el principio según el cual se acaba generalmente dando con el paradero de los huidos. Siempre y cuando no se tenga la espada del ministerio apuntando a la nuca. Eso nos coarta.

– He entendido -dijo el conde levantándose-. Vamos entonces a apartar esa espada.

Como si se tratara, pensó Danglard, hijo de obrero del norte, de desplazar una simple silla para moverse con más holgura. No dudaba de que el conde lo conseguiría.

Capítulo 25

Veyrenc los esperaba con Zerk delante de la puerta de casa de Léo. La noche era tibia, las nubes habían acabado alejándose, yendo a derramar su lluvia a otra parte. Los dos hombres habían sacado sillas y fumaban en la oscuridad. Veyrenc parecía tranquilo, pero Adamsberg no se fiaba. El rostro muy romano del teniente, redondeado, denso y confortable, dibujado con suavidad sin que apareciera ninguna arista, era una masa compacta de acción callada y de obstinación. Danglard le estrechó brevemente la mano y desapareció en la casa. Era más de la una de la madrugada.

– Vamos a dar una vuelta por el campo -propuso Veyrenc-. Deja aquí tus teléfonos.

– ¿Quieres ver las vacas moverse? -dijo Adamsberg cogiéndole un cigarrillo-. Ya sabes que aquí, a diferencia de lo que ocurre en nuestra tierra, las vacas se mueven muy poco.

Veyrenc hizo una seña a Zerk para que los acompañara y esperó a estar suficientemente lejos para detenerse delante de la barrera de un prado.

– Ha habido una nueva llamada del ministerio. Una llamada que no me ha gustado.

– ¿Qué es lo que no te ha gustado?

– El tono. La agresividad por el hecho de que Mo siga sin haber sido localizado. No lleva dinero, su foto está en todas partes, ¿adónde podía ir? Es lo que se preguntan.

– Agresivos lo son desde el principio. ¿Qué más hay en ese tono?

– Una burla, una ironía. El tipo que llamó no era muy listo. Tenía la voz de alguien tan orgulloso de saber algo que no consigue disimularlo.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, algo contra ti. No tengo gran cosa para interpretar esa burla, ese goce contenido, pero tengo la impresión aguda de que se imagina cosas.

Adamsberg tendió la mano para conseguir fuego.

– ¿Cosas que tú también imaginas?

– Eso no es lo importante. Yo sólo sé que tu hijo te ha acompañado aquí con otro coche. Ellos lo saben, como puedes suponer.

– Zerk está haciendo un reportaje sobre hojas podridas para una revista sueca.

– Sí, es curioso.

– El es así. Salta sobre las ocasiones.

– No, Jean-Baptiste, Armel no es así. No he visto el palomo en esa casa. ¿Dónde lo tenéis?

– Voló.

– Ah, muy bien. Pero ¿por qué Zerk vino en otro coche? ¿No había sitio en el maletero para vuestro equipaje?

– ¿Qué buscas, Louis?

– Trato de convencerte de que se imaginan algo.

– De que crees que se imaginan algo.

– Por ejemplo, que Mo desapareció de un modo un tanto mágico. Que han volado demasiados palomos. Creo que Danglard lo sabe. El comandante no disimula bien. Desde la huida de Mo, parece una gallina confusa incubando un huevo de avestruz.

– Imaginas demasiadas cosas. ¿Me crees capaz de una chapuza así?

– Ya lo creo. Además, en ningún momento he dicho que fuera una chapuza.

– Dilo todo, Louis.

– Creo que no tardarán en plantarse aquí. No sé dónde has metido a Mo, pero creo que debería largarse esta misma noche. Rápido y lejos.

– ¿Y cómo? Si tú, yo o Danglard nos vamos, será la señal. En una hora nos echan el guante.

– Tu hijo -propuso Veyrenc mirando al joven.

– No creerás que voy a meterlo en ese fregado, Louis.

– Ya lo has hecho.

– No. No hay pruebas tangibles. En cambio, si lo pillan al volante con Mo, se va directo al talego. Suponiendo que tengas razón, estamos obligados a entregar a Mo. Lo llevaremos a un centenar de kilómetros, y él se dejará atrapar.

– Tú mismo lo dijiste: una vez en manos de los jueces, no tendrá escapatoria. Todo está precocinado.

– ¿Tu solución?

– Zerk debe salir hoy mismo. De noche hay muchos menos controles. Y la mayoría de esos controles son menos eficaces. Los chicos se cansan.

– Me parece bien -dijo Zerk reteniendo a Adamsberg-. Me lo llevo. ¿Adónde voy, Louis?

– Conoces los Pirineos tan bien como nosotros. Conoces los pasos a España. De allí vas a Granada.

– ¿Y luego?

– Te escondes hasta nueva orden. Te he traído varias direcciones de hoteles. Dos matrículas para el coche, la documentación del vehículo, dinero, dos carnets de identidad, una tarjeta de crédito. Cuando estéis suficientemente lejos de aquí, poneos en el arcén y que Mo se corte el pelo, estilo buen chico.

– Su pelo es la prueba de que no quemó el Mercedes. Ahora lo lleva largo.

– ¿Y qué? -preguntó Adamsberg.

– Ya sabes que lo llaman Momo-Mecha-Corta.

– Porque utiliza mechas cortas, peligrosas, para incendiar los coches. Así la cosa tiene más morbo.

– No, es porque los incendios le queman mechones de pelo. Siempre se afeita la cabeza después, para que no se le note.

– De acuerdo, Armel -dijo Veyrenc-. Pero tenemos prisa. ¿Dónde lo has metido, Jean-Baptiste? ¿Lejos?

– A tres kilómetros -dijo Adamsberg un poco sonado-. Dos pasando por el bosque.

– Vamos ahora mismo. Mientras los chicos se preparan, nosotros colocamos las matrículas, limpiamos las huellas.

– Justo cuando empezaba a dibujar bien… -comentó Zerk.

– Y cuando los hermanos Clermont parecen a salvo -dijo Adamsberg aplastando su cigarrillo con el tacón.

– ¿Y el palomo? ¿Qué hacemos con el palomo? -preguntó de repente Zerk, alarmado.

– Te lo llevas a Granada, en eso hemos quedado.

– No, el otro. ¿Qué hacemos con Hellebaud?

– Nos lo dejas. Si no, llamarías la atención.

– Todavía necesita que le desinfecten las patas cada tres días. Prométeme que lo harás. Prométeme que te acordarás.

A las cuatro de la madrugada, Adamsberg y Veyrenc miraban alejarse las luces traseras, con el palomo arrullando en la jaula, a sus pies. Adamsberg había llenado un termo de café para su hijo.

– Espero que no lo hayas hecho irse para nada -dijo Adamsberg-, Espero que no lo envíes a la boca del lobo. Tendrán que conducir toda la noche y todo el día. Estarán agotados.

– ¿Te preocupas por Armel?

– Sí.

– Lo conseguirá. El lance peligroso, la tentativa audaz, / el alma valerosa los convierte en hazaña.

– ¿Cómo sospecharon lo de Mo?

– Te precipitaste. Lo hiciste muy bien, pero con demasiada precipitación.

– No tuve tiempo, no tuve alternativa.

– Lo sé. Pero lo hiciste también demasiado solo. No creas que sin ayuda lograrás tus designios, / la amistad que rehúyes es tu único apoyo. Deberías haberme llamado.

Capítulo 26

El conde actuó en la noche y al alba con una eficacia impresionante, proporcional a la ternura que le inspiraba la vieja Léone, porque el médico llegó discretamente a las once y media al hospital de Ordebec. Valleray había despertado al anciano juez a las seis de la mañana, había dado su orden, y las puertas de Fleury se habían abierto a las nueve para dejar salir el convoy que llevaba al prisionero hasta Normandía. Los dos coches camuflados se estacionaron en el parking reservado al personal médico, lejos de las miradas de los transeúntes. Rodeado de cuatro hombres, el médico salió con las muñecas esposadas, con un aspecto orondo, e incluso jovial, que reconfortó a Adamsberg. Todavía no había recibido señal alguna de Zerk, ni una palabra de Retancourt. Por una vez, le pareció que su torpedo Retancourt estaba desactivado, inservible. Lo cual podía abundar en la hipótesis del conde. Si Retancourt no encontraba nada, es que no había nada que encontrar. Aparte del hecho de que Christian había vuelto tarde, un elemento al que se aferraba, nada le permitía sospechar de ninguno de los hermanos.

El médico fue hacia él con su andar bamboleante, pulcro y bien vestido. No había perdido ni un solo gramo en la cárcel, incluso había engordado posiblemente.

– Gracias por esta pequeña salida, Adamsberg -dijo estrechándole la mano-, resulta refrescante ver el campo. Sobre todo, no me llame por mi apellido delante de los demás, quiero mantenerlo impoluto.

– ¿Qué decimos? ¿Doctor Hellebaud? ¿Le parece bien?

– Perfecto. ¿Qué tal esos acúfenos? ¿Han vuelto a dar la lata? Cuando pienso que sólo pude hacerle dos sesiones…

– Ni rastro, doctor. Apenas un ligero silbido, a veces, en el oído izquierdo.

– Perfecto. Le arreglaré esa fruslería antes de irme con esos caballeros. ¿Y la gatita?

– Ya falta poco para el destete. ¿Y la cárcel, doctor? No he tenido tiempo para hacerle una visita desde su internamiento. Lo siento.

– ¿Qué quiere que le diga, amigo mío? No doy abasto. Tengo el tratamiento que doy al director: una dorsalgia tan mala como antigua; los que doy a los presos: somatizaciones depresivas y magníficos traumas de infancia, casos completamente impresionantes a decir verdad; y los tratamientos que doy a los vigilantes: muchas adicciones, mucha violencia contenida. No acepto más de cinco pacientes al día, me puse muy firme con eso. No cobro nada, por supuesto, no tengo derecho. Pero así son las cosas, tengo grandes compensaciones. Celda especial, trato de favor, comidas cocinadas, libros a voluntad, no puedo quejarme. Con todos los casos que tengo allí, estoy preparando un libro bastante formidable sobre el trauma carcelario. Hábleme de su paciente. ¿Hechos? ¿Diagnóstico?

Adamsberg conversó con el médico un cuarto de hora en la planta sótano, antes de subir al piso donde, delante de la habitación de Léo, los esperaban el capitán Émeri, el doctor Merlán, el conde de Valleray y Lina Vendermot. Adamsberg les presentó al doctor Paul Hellebaud, y uno de los vigilantes le quitó las esposas con respetuoso cuidado.

– A este vigilante -murmuró el médico al oído de Adamsberg- lo he devuelto a la vida. Se había vuelto impotente. El pobre estaba hecho polvo. Me trae el café a la cama todas las mañanas. ¿Quién es esa mujer rellenita como un huevo y apetitosa a rabiar?

– Lina Vendermot. La que prendió fuego al polvorín, por quien llegó el primer asesinato.

– ¿Es una asesina? -preguntó lanzándole una mirada sorprendida y desaprobadora, como si olvidara que él mismo era un criminal.

– No se sabe. Tuvo una visión funesta, la contó, y todo partió de allí.

– ¿Una visión de qué?

– Es una vieja leyenda local, un Ejército Furioso que pasa por aquí desde hace siglos, medio muerto, y que se lleva a los vivos culpables.

– ¿La Mesnada Hellequin? -preguntó con viveza el médico.

– Pues sí. ¿La conoce?

– ¿Quién no ha oído hablar de ella, amigo mío? ¿Así que el señor cabalga por estos parajes?

– A tres kilómetros de aquí.

– Maravilloso contexto -apreció el médico frotándose las manos, y ese gesto recordó a Adamsberg la noche en que el médico había elegido para él un vino excelente.

– ¿La anciana figuraba entre los prendidos?

– No, suponemos que sabía algo.

Cuando el médico se aproximó a la cama y miró a Léone, todavía demasiado blanca y demasiado fría, perdió súbitamente la sonrisa, y Adamsberg se sacudió de la nuca la bola de electricidad que había vuelto a ponérsele allí.

– ¿Le duele el cuello? -le preguntó el médico en voz baja sin apartar los ojos de Léone, como si inspeccionara una mesa de trabajo.

– No es nada. Sólo una bola de electricidad que se me pone allí de vez en cuando.

– Eso no existe -dijo el médico con desdén-. Ya lo veremos después. El caso de su anciana es mucho más urgente.

Pidió a los vigilantes que retrocedieran hasta la pared y guardaran silencio. Merlán agravaba su condición de ollupac ostentando un aire suspicaz y afectadamente divertido. Émeri estaba casi en posición de firmes, como para una revista especial del Emperador; y el conde, a quien habían traído una silla, se sujetaba las manos para que no le temblaran. Lina estaba de pie detrás de él. Adamsberg comprimió en su mano el teléfono que vibraba, el teléfono clandestino número dos, y echó una ojeada al mensaje. Están aquí. Registran casa Léo. LVB. Mostró discretamente el mensaje a Danglard.

Que registren, se dijo, dirigiendo un pensamiento lleno de gratitud al teniente Veyrenc.

El médico había puesto sus enormes manos en la cabeza de Léone, pareció escucharla un buen rato, y luego pasó al cuello y al pecho. Rodeó la cama en silencio y tomó entre sus dedos los escuálidos pies, que palpó y manipuló, con tiempos de inmovilidad, durante varios minutos. Luego volvió a Adamsberg.

– Todo está muerto, exhausto. Tiene los fusibles fundidos; los circuitos, desconectados; las fascias encefálica y del intestino medio, bloqueadas; el cerebro, suboxigenado; descompresión respiratoria; el sistema digestivo no solicitado. ¿Qué edad tiene?

Adamsberg oyó la respiración del conde acelerarse.

– Ochenta y ocho años.

– Bien. Tendré que hacerle un primer tratamiento de cuarenta y cinco minutos aproximadamente. Luego, otro más corto, hacia las cinco de la tarde. ¿Es posible, René? -preguntó al jefe de los vigilantes.

El jefe de los vigilantes, ex impotente, asintió inmediatamente, con veneración en la mirada.

– Si es receptiva al tratamiento, tendré que venir otra vez dentro de quince días para estabilizar.

– No hay problema -dijo el conde con voz tensa.

– Ahora, si tienen la amabilidad de dejarme, quisiera estar a solas con la paciente. El doctor Merlán puede quedarse si lo desea, siempre y cuando reprima su ironía, por muda que sea. O me veré en la obligación de rogarle que salga.

Los cuatro vigilantes se consultaron, cruzaron la mirada imperiosa del conde, la expresión de duda de Émeri y, finalmente, el jefe de los vigilantes dio su consentimiento.

– Nos quedaremos detrás de la puerta, doctor.

– Por supuesto, René. De todos modos, si no me equivoco, hay dos cámaras en la habitación.

– Exacto -dijo Émeri. Medida de protección.

– Así que no voy a esfumarme. De todos modos, no es mi intención en absoluto, el caso es fascinante. Un efecto indiscutible del terror que, por reflejo inconsciente de supervivencia, ha paralizado las funciones. No quiere revivir su agresión, no quiere volver para afrontarla. Deduzca, pues, comisario, que conoce a su asaltante y que ese conocimiento le resulta intolerable. Está huida, muy lejos, demasiado lejos.

Dos de los vigilantes se apostaron delante de la puerta, y los otros dos bajaron a montar guardia debajo de la ventana. El conde, renqueando con el bastón por el pasillo, atrajo hacia sí a Adamsberg.

– ¿Va a curarla sólo con los dedos?

– Sí, Valleray, ya se lo dije.

– Dios mío.

El conde consultó el reloj.

– Sólo lleva siete minutos, Valleray.

– Pero ¿no podría usted entrar a ver qué tal va todo?

– Cuando el doctor Hellebaud hace un tratamiento difícil, pone tanta intensidad en ello que sale por lo general empapado de sudor. No se lo puede molestar.

– Comprendo. ¿No me pregunta si he podido desplazar la espada?

– ¿La espada?

– Con la que el ministerio apunta a su nuca.

– Dígame.

– No resultó fácil convencer a los hijos de Antoine. Pero ya está. Tiene ocho días de prórroga suplementaria para echar el guante a ese Mohamed.

– Gracias, Valleray.

– Sin embargo, el jefe de gabinete del ministro me pareció extraño. Cuando dio su aprobación, añadió «si no lo encontramos hoy». Se refería a ese Mohamed. Un poco como si se divirtiera. ¿Tienen alguna pista?

Adamsberg sintió la bola de electricidad picarle más intensamente en el cuello, casi hasta hacerle daño. Nada de bolas, había declarado el médico, no existen.

– No estoy informado -dijo.

– ¿Están haciendo una investigación paralela a sus espaldas o qué?

– Ni idea, Valleray.

En esos momentos, el equipo especial de la policía secreta del ministerio debía de haber acabado de peinar todos los lugares en que Adamsberg había puesto los pies desde su llegada a Ordebec. La posada de Léo, la casa de los Vendermot -y Adamsberg deseaba con todas sus fuerzas que Hippolyte les hubiera hablado todo el rato al revés-, la gendarmería -y Adamsberg deseaba con todas sus fuerzas que Gand se les hubiera abalanzado encima-. Había pocas probabilidades de que hubieran visitado también la casa de Herbier, pero un lugar abandonado siempre puede interesar a los maderos fisgones. Pasaba revista al trabajo llevado a cabo con Veyrenc. Las huellas borradas, los platos lavados con agua hirviendo, las sábanas quitadas -con encargo a los dos jóvenes de que las tiraran a más de cien kilómetros de Ordebec-, los precintos colocados. Sólo quedaban las cagadas de Hellebaud, que habían raspado como habían podido, pero de las que aún quedaban marcas. Había preguntado a Veyrenc si conocía el secreto de la resistencia fenomenal de los excrementos de ave, pero Veyrenc no tenía más conocimientos que él sobre el particular.

Capítulo 27

Los dos jóvenes se habían ido relevando en la carretera, durmiendo por turnos; Mo con el pelo recién cortado y luciendo gafas y bigote, modificación superficial pero tranquilizadora, puesto que así aparecía en la foto que Veyrenc había puesto en el carnet de identidad. Mo estaba fascinado por ese falso documento, e iba dándole vueltas para admirarlo, pensando que los policías estaban mucho más dotados en ilegalidades de alta calidad que su banda de aficionados de la Cité des Buttes. Zerk había tomado exclusivamente carreteras sin peajes, y encontraron el primer control en la vía rápida que rodeaba Saumur.

– Haz como que duermes, Mo -dijo entre dientes-. Cuando me paren, te despierto, rebuscas en tus cosas, sacas el carnet. Pon cara de tío que no comprende, que nunca comprende gran cosa. Piensa en algo simple, piensa en Hellebaud, concéntrate bien en él.

– O en las vacas -dijo Mo con voz azorada.

– Sí, y no hables. Limítate a alguna seña con la cabeza, con cara de sueño.

Dos gendarmes se dirigieron lentamente hacia el vehículo, como dos tipos atontados de aburrimiento y por fin aliviados al tener algo a lo que hincar el diente. Uno dio pesadamente la vuelta al vehículo, con una linterna; el otro alumbró rápidamente las caras de los jóvenes mientras cogía los papeles.

– Las placas de matrícula son nuevas -dijo.

– Sí -dijo Zerk-. Las mandé poner hará quince días.

– El coche tiene siete años y las placas son nuevas.

– Así es París -explicó Zerk-. Me hundieron los parachoques delantero y trasero. Las placas estaban abolladas, y las mandé cambiar.

– ¿Por qué? ¿No se leían los números?

– Sí. Pero ya sabe usted, señor cabo, que en esa ciudad, cuando uno lleva las placas abolladas, los demás no tienen reparos en darle golpes al aparcar.

– ¿No es usted de París?

– De los Pirineos.

– Eso siempre es mejor que la capital -contestó el gendarme con una especie de sonrisa, devolviéndole los papeles.

Avanzaron en silencio por la carretera durante varios minutos, mientras el ritmo de sus corazones se normalizaba.

– Has estado de lo más -dijo Mo-. No se me habría ocurrido.

– Tenemos que pararnos para estropear las placas. Unas cuantas patadas.

– Y un poco de hollín del tubo de escape.

– Aprovecharemos para comer algo. Métete el carnet de identidad en el bolsillo del pantalón. Que se tuerza un poco. Lo llevamos todo muy nuevo.

A las once de la mañana, pasaron otro control en Angouléme. A las cuatro de la tarde, Zerk detenía el coche en un camino de montaña, cerca de Laruns.

– Descansamos una hora, Mo, pero no más. Tenemos que pasar.

– ¿Estamos en la frontera?

– Casi. Pasaremos a España por Socques. ¿Y sabes qué haremos luego? Iremos a comer al pequeño hostal de Hoz de Jaca, estaremos como príncipes. Y luego iremos a dormir a Berdún. Mañana, a Granada; doce horas de carretera.

– Y nos ducharemos también. Tengo la impresión de que apestamos.

– No cabe duda de que apestamos. Y dos tipos que apestan, enseguida llaman la atención.

– A tu padre se le va a caer el pelo. Por mi culpa. ¿Cómo crees que se lo tomará?

– No lo sé -dijo Zerk bebiendo agua a morro-. No lo conozco.

– ¿Cómo? -dijo Mo cogiendo la botella.

– Me encontró hace sólo dos meses.

– ¿Eres un niño abandonado? Joder. Pues te pareces a él.

– No, digo que me encontró cuando yo ya tenía veintiocho años. Antes no sabía ni que existía.

– Joder -repitió Mo frotándose las mejillas-. Mi padre es lo contrario. Sabía que existía, pero nunca trató de encontrarme.

– Él tampoco. Fui yo quien se le vino encima. Creo que los padres son algo muy complicado, Mo.

– Yo creo que es mejor dormir una hora.

Mo tuvo la impresión de que la voz de Zerk se había quebrado un poco. Por su padre o por el cansancio. Los dos jóvenes se acurrucaron, buscando una posición para dormir.

– ¿Zerk?

– ¿Sí?

– Hay una cosilla que puedo hacer por tu padre, a cambio.

– ¿Encontrar al asesino de Clermont?

– No, encontrar al que ató las patas a Hellebaud.

– El hijo de puta.

– Sí.

– Eso no es una cosilla. Pero no podrás encontrarlo.

– En el aparador de tu casa, la cesta de fresas donde había plumas, ¿eso fue lo que usasteis para llevar a Hellebaud?

– ¿Y qué? -dijo Zerk incorporándose.

– ¿La cuerda que había dentro era la que le sujetaba las patas?

– Sí, mi padre lo conservó para analizarlo. ¿Qué más?

– Pues que era una cuerda de diábolo.

Zerk se sentó, se encendió un cigarrillo, dio otro a Mo y abrió la ventanilla.

– ¿Cómo lo sabes, Mo?

– Se usan cuerdas especiales para deslizar el diábolo. Si no, se gastan, se retuercen, y se jode el invento.

– ¿Son las mismas que las del yoyó?

– No, porque el diábolo desgasta la cuerda por en medio, incluso lo aplasta, así que tiene que ser de nailon reforzado.

– Vale, ¿y luego?

– No se encuentra en cualquier sitio. Se vende en las tiendas de diábolos. Y no hay muchas en París.

– Incluso así -dijo Zerk tras un momento de reflexión. Vigilando las tiendas no vamos a averiguar quién utilizó eso para torturar al palomo.

– Hay una manera -insistió Mo-. Porque esa cuerda no era de profesional, no creo que tuviera el alma trenzada.

– ¿El alma? -se inquietó Zerk.

– El corazón, el núcleo. Los profesionales eligen las cuerdas más caras, que se venden en rollos de diez o de veinticinco metros. Pero ésa no. Esa se vende con el diábolo y los palos, en kit.

– ¿Y entonces?

– Que no parece desgastada. Pero a lo mejor la gente que trabaja con tu padre podría ver eso con lupa…

– O con microscopio -confirmó Zerk-, Pero ¿qué más da que esté nueva?

– Pues ¿por qué el hijo de puta malgastaría la cuerda nueva de su diábolo? ¿Por qué elige ésa y no un cordel de cocina?

– ¿Por qué la tiene en casa, a mano?

– Eso es. Su padre tiene una tienda de diábolos. Y el tío cogió un trozo de un rollo grande; un trozo nuevo. Y eligió la cuerda menos cara. O sea que su padre es mayorista, y la vende a los que fabrican kits. Y mayoristas, a lo mejor hay uno solo en París. No debe de vivir lejos de la comisaría, porque Hellebaud, después, no pudo recorrer kilómetros.

Zerk fumaba con los ojos entornados, observando a Mo.

– ¿Estuviste pensando mucho en esto? -preguntó.

– Sí, tuve tiempo en la casa vacía. ¿Te parece que es una gilipollez.

– Me parece que, en cuanto podamos conectarnos a Internet, tendremos la dirección de la tienda y el apellido del hijo de puta.

– Pero no podemos conectarnos.

– No, puede que estemos fugados durante años. Salvo si puedes encontrar al hijo de puta que te ató las patas a ti.

– No podemos luchar igual. Los Clermont son todo el país.

– Incluso varios países.

Capítulo 28

En el pasillo del hospital, la preocupación había abolido las relaciones de cortesía más básicas, y nadie se dirigía la palabra. Lina tuvo un escalofrío, el chal cayó de nuevo al suelo. Danglard fue más rápido que Adamsberg. En dos de sus torpes zancadas, ya estaba detrás de ella y le volvía a colocar el chal sobre los hombros, con una lentitud y un esmero un tanto trasnochados.

Irradiado, pensó Adamsberg, mientras Émeri, que fruncía las cejas rubias, parecía desaprobar la escena. Todos irradiados, concluyó Adamsberg. Todos en sus manos, esta mujer cuenta lo que quiere, atrapa a quien quiere.

Luego las miradas volvieron a su posición fija, dirigidas a la puerta cerrada de la habitación, a la expectativa de que el pomo girara, como se espera un levantamiento de telón excepcional. Todos tan inmóviles como las vacas de los prados.

– Ya está otra vez en funcionamiento, ya hace runrún -anunció simplemente el médico al salir.

Se extrajo un gran pañuelo blanco del bolsillo, se enjugó la frente metódicamente, reteniendo la puerta con la mano.

– Puede pasar -dijo al conde-. Pero no diga ni una palabra. No intente hacerla hablar ahora. No antes de quince días. Necesitará por lo menos todo ese tiempo para aceptar. No hay que precipitar las cosas bajo ningún concepto; si no, volverá al limbo. Si todos me dan su palabra, les permito que entren a verla.

Todas las cabezas asintieron juntas.

– Pero ¿quién puede darme su palabra de que hará que se respete la consigna? -insistió el doctor Hellebaud.

– Yo -dijo Merlán, en quien nadie se había fijado y que seguía a Hellebaud, un poco encogido por la conmoción.

– Le tomo la palabra, querido colega. Usted acompañará, o hará acompañar, a cada visitante. O lo haré responsable de cualquier recaída.

– Confíe en mí. Soy médico, no permitiré que nadie eche a perder este trabajo.

Hellebaud asintió y dejó al conde aproximarse a la cama, con Danglard sosteniéndole el brazo tembloroso. Se quedó un momento inmóvil y boquiabierto frente a una Léo de mejillas sonrosadas, respiración regular, que lo saludó con una sonrisa y una mirada viva. El conde posó los dedos sobre las manos de la anciana, que habían recuperado su tibieza. Se volvió hacia el doctor para darle las gracias, o idolatrarlo, y vaciló de repente agarrándose al brazo de Danglard.

– Cuidado -dijo Hellebaud torciendo el gesto-. Shock, síncope vasovagal. Siéntelo, quítele la camisa. ¿Se le han puesto azules los pies?

Valleray se había derrumbado sobre una silla, y Danglard tuvo mucha dificultad en desvestirlo. El conde, en su confusión, lo rechazaba cuanto podía, como si se negara en rotundo a verse desnudo y humillado en una habitación de hospital.

– Le horroriza -comentó el doctor Merlán, lacónico-. Un día, en su casa, nos hizo el mismo numerito. Menos mal que yo estaba allí.

– ¿Se marea a menudo? -preguntó Adamsberg.

– No, la última vez fue hace un año. Un exceso de estrés, nada grave al final. Más miedo que otra cosa. ¿Por qué me pregunta eso, comisario?

– Por Léo.

– No se preocupe. Es un tipo robusto. Léo lo tendrá todavía muchos años.

Capítulo 29

El capitán Émeri entró en la habitación y sacudió el brazo a Adamsberg, con el rostro descompuesto.

– Mortembot acaba de encontrar a su primo Glayeux muerto, asesinado.

– ¿Cuándo?

– Aparentemente, esta noche. La forense está en camino. Y no sabes lo peor, tiene la cabeza partida. Con un hacha. El asesino vuelve a su primer método.

– ¿Hablas del padre Vendermot?

– Claro, está en el origen de todo. Quien siembra barbarie cosecha bestialidad.

– Tú no estabas aquí cuando mataron a ese tipo.

– Es igual. Pregúntate por qué no detuvieron a nadie en esa época. Por qué quizá no quisieron detener a nadie.

– ¿Quiénes no quisieron?

– Aquí, Adamsberg -dijo Émeri con dificultad, mientras Danglard se llevaba a Valleray, con el torso desnudo-, la verdadera ley, la única ley, es la que desea el conde de Valleray de Ordebec. Derecho de vida y muerte sobre sus tierras y mucho más, si supieras…

Adamsberg dudó, recordando las órdenes que había recibido la noche anterior en el castillo.

– Constata tú mismo -añadió Émeri-, ¿Necesita a tu prisionero para curar a Léo? Lo tiene. ¿Necesitas una prórroga para tu investigación? La obtiene.

– ¿Cómo sabes que me han dado una prórroga?

– Me lo ha dicho él. Le gusta dar a conocer la extensión de su poder.

– ¿A quién habría protegido?

– Siempre se pensó que uno de los críos había matado al padre. No olvides que encontraron a Lina limpiando el hacha.

– Ella no lo oculta.

– No puede, se dijo en la investigación. Pero pudo limpiar el hacha para proteger a Hippo. ¿Sabes lo que le hizo su padre?

– Sí, los dedos.

– Con el hacha. Pero Valleray también podría haberse encargado de matar a ese demonio para proteger a los críos. Supón que Herbier lo supiera. Supón que se hubiera puesto a hacer chantaje a Valleray.

– ¿Treinta años después?

– El chantaje pudo empezar hace años.

– ¿Y Glayeux?

– Una pura puesta en escena.

– Supones que Lina y Valleray se entienden. Que anuncia el paso del Ejército para que Valleray pueda deshacerse de Herbier. Que el resto, Glayeux, Mortembot, sean un simple decorado para hacerte buscar a un demente que cree en la Mesnada Hellequin y ejecuta las voluntades de su señor.

– Encaja, ¿no?

– Quizá, Émeri. Pero yo creo que existe realmente un demente que teme al Ejército. Ya sea uno de los prendidos que trata de salvar el pellejo, o un futuro prendido que trata de congraciarse con Hellequin haciendo de sirviente.

– ¿Por qué lo crees?

– No lo sé.

– Porque no conoces a la gente de aquí. ¿Qué te ha prometido Valleray si sacas a Léo de ésta? ¿Una obra de arte acaso? No cuentes con ella. Siempre lo hace. ¿Y por qué quiere a toda costa que se cure Léo? ¿Te lo has preguntado?

– Porque le tiene cariño, Émeri, lo sabes.

– ¿O para saber qué es lo que sabe ella?

– Joder, Émeri, acaba de estar a punto de desmayarse. Quiere casarse con ella si sobrevive.

– Le convendría. El testimonio de una esposa no vale nada ante la justicia.

– Decídete, Émeri. ¿Sospechas de Valleray o de los Vendermot?

– Vendermot, Valleray, Léo, son el mismo batallón. El padre Vendermot y Herbier son la cara diabólica. El conde y los niños, la cara inocente. Mezclas ambas y obtienes una maldita calaña incontrolable.

Capítulo 30

– Atacado por la noche, hacia las doce -afirmó la forense Chazy-. Ha recibido dos hachazos. El primero habría bastado ampliamente.

Glayeux estaba en el suelo de su despacho, vestido, con dos hendiduras en la cabeza. La sangre se había derramado abundantemente en la mesa y en la alfombra, cubriendo los esbozos preparatorios que había esparcido por el suelo. Se distinguía todavía el rostro de la Madona a través de las manchas.

– Mala cosa -dijo Émeri señalando los dibujos-. La Santísima Virgen cubierta de sangre -dijo con asco, como si esa ofensa le produjera más repugnancia que la carnicería que tenía ante los ojos.

– El señor Hellequin no se ha andado con chiquitas -murmuró Adamsberg-. Y la Madona no lo ha impresionado en absoluto.

– Evidentemente -dijo Émeri desabrido-. Glayeux tenía un encargo para la iglesia de Saint-Aubin. Y trabajaba siempre hasta tarde. El asesino, hombre o mujer, entró, se conocían. Glayeux lo recibió aquí. Si llevaba el hacha encima, debía de tener un impermeable. Un poco incongruente, con el calor que hace.

– Recuerda que amenazaba lluvia. Había nubes al oeste.

Desde el despacho, se oían los sollozos de Mortembot, gritos más que llanto, como los que producen los hombres a quienes cuesta llorar.

– No gimió tanto por la muerte de su madre -dijo Émeri malévolo.

– ¿Sabes dónde estaba ayer?

– Llevaba dos días en Caen por un encargo importante de perales. Eso lo confirmará un montón de gente. Ha vuelto hoy, a última hora de la mañana.

– ¿Y hacia las doce de la noche?

– Estaba en una discoteca, la Sens dessus dessous. Pasó la noche con putas y sarasas, y tiene remordimientos. Cuando haya acabado de sonarse, el cabo se lo llevará a que haga la declaración.

– Tranquilo, Émeri, no sirve para nada ponerse así. ¿Cuándo llega tu equipo técnico?

– Tienen que salir de Lisieux, o sea que calcula. Si al menos el cabronazo de Glayeux hubiera seguido mis consejos, si hubiera aceptado una vigilancia…

– Tranquilo, Émeri. ¿Lo echas de menos o qué?

– No, que Hellequin se lo lleve. Yo lo que veo es que dos prendidos de la Mesnada han sido asesinados. ¿Sabes qué va a provocar esto en Ordebec?

– Un rastro de terror.

– A la gente le importa un carajo que Mortembot la palme también. Pero se desconoce el nombre de la cuarta víctima. Podemos proteger a Mortembot, pero no a toda la ciudad. Si me diera por averiguar quién tiene mala conciencia aquí, quién teme haber sido señalado por Hellequin, sería el momento de estar al acecho. Bastaría espiar a la gente, ver quién tiembla y quién permanece plácido. Y haría mi lista.

– Espérame -dijo Adamsberg cerrando el teléfono-. El comandante Danglard está fuera, voy a buscarlo.

– ¿No puede entrar solo?

– No quiero que vea a Glayeux.

– ¿Por qué?

– No soporta la sangre.

– ¿Y es policía?

– Tranquilo, Émeri.

– Menudo culero habría sido en un campo de batalla.

– No importa, no desciende de ningún mariscal. Todos sus antepasados eran picadores en la mina. Eso es igual de brutal, sólo que sin gloria.

Ya se había constituido una pequeña multitud delante de la casa de Glayeux. Sabían que era uno de los prendidos del señor Hellequin, habían visto el coche de la gendarmería, y eso bastaba para comprender. Danglard se mantenía a la zaga, iu movilizado.

– Estoy con Antonin -explicó a Adamsberg-, Quiere hablar con usted y con Émeri, pero no se atreve a cruzar solo el gentío, hay que abrirle camino.

– Vamos a pasar por la puerta trasera -dijo Adamsberg cogiendo con suavidad la mano de Antonin.

Había comprendido, durante el masaje del hermano, que la mano era sólida, pero toda la muñeca era de arcilla. Había, pues, que ir con precaución.

– ¿Cómo va el conde? -preguntó Adamsberg a Danglard.

– Está levantado. Y sobre todo vestido, y furioso de que haya tenido la osadía de quitarle la camisa. El doctor Merlán ha cambiado por completo de tercio. Ha puesto humildemente una sala a disposición del colega Hellebaud, que está perorando y comiendo con sus vigilantes. Merlán no se aparta de él ni un minuto; tiene la expresión de alguien cuyas certezas han sido derribadas por un ciclón. ¿Cómo se presenta lo de Glayeux?

– De tal manera que más vale que evite verlo.

Adamsberg rodeó la casa. El y Danglard iban a cada lado de Antonin, protegiéndolo. Se cruzaron con Mortembot -que caminaba con la cabeza gacha del buey exhausto- a quien guiaba con bastante amabilidad el cabo Blériot hasta el coche. Blériot llamó discretamente al comisario.

– El capitán le reprocha la muerte de Glayeux -murmuró-. Dice, con todo mi respeto, que usted no ha dado un palo al agua. Se lo digo para que esté preparado, porque sabe tener muy mala baba.

– Ya lo he visto.

– No se lo tenga en cuenta, se le pasa rápido.

Antonin se sentó prudentemente en una de las sillas de la cocina de Glayeux y colocó los brazos encima de la mesa.

– Lina está en el trabajo. Hippo ha ido por leña, y Martin está en el bosque -explicó-. Por eso he venido.

– Te escuchamos -dijo Adamsberg.

Émeri se había situado aparte, indicando ostensiblemente que ése no era su caso, y que a Adamsberg no se le había dado mejor que a él. Dicen que Glayeux ha sido asesinado.

– Es exacto.

– ¿Sabe que Lina lo había visto gritar rogando piedad en la Mesnada?

– Sí, con Mortembot y otro, desconocido.

– Lo que quiero decir es que, cuando la Mesnada mata, lo hace a su manera. Nunca con un arma moderna, a eso me refiero. No con un revólver ni con un fusil. Porque Hellequin no conoce esas armas. Hellequin es demasiado viejo.

– Eso no encaja con lo de Herbier.

– De acuerdo, pero quizá no fue Hellequin quien se encargó de él.

– En cambio, sí es verdad en lo que respecta a Glayeux. No lo han matado con arma de fuego.

– ¿Con hacha?

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque la nuestra ha desaparecido. Eso es lo que quería decir.

– Anda -dijo Émeri con una risita-, ¿vienes hasta aquí, con lo frágil que eres, para revelarnos el arma del crimen?

– Mi madre dice que eso puede ayudar.

– ¿No temes que, por el contrario, eso pueda perjudicaros? A menos que pienses que vamos a encontrarla y que quieras adelantarte.

– Tranquilo, Émeri -interrumpió Adamsberg-, ¿Cuándo visteis que el hacha no estaba en su sitio?

– Esta mañana, pero antes de saber lo de Glayeux. Yo no la uso, no me lo puedo permitir. Pero he visto que no estaba donde solemos dejarla, apoyada en el montón de leña.

– ¿O sea que la puede coger cualquiera?

– Sí, pero nadie lo hace.

– ¿Esa hacha tiene algo especial, algo que permita reconocerla?

– Hippo grabó una V en el mango.

– ¿Crees que alguien la ha utilizado para que os acusen?

– Es posible, pero lo que quiero decir es que no sería muy astuto por su parte. Si hubiéramos querido matar a Glayeux, no habríamos usado nuestra propia hacha, ¿verdad?

– Sí que sería astuto -intervino Émeri-. Precisamente, la metedura de pata sería tan burda que nadie pensaría que habríais podido cometerla. Vosotros menos que nadie, los Vendermot, los más listos de Ordebec.

Antonin se encogió de hombros.

– Tú nos tienes manía, Émeri, así que no escucho tu opinión. A lo mejor tu antepasado sabía desenvolverse bien en el terreno, incluso con inferioridad de número…

– No te metas con mi familia, Antonin.

– Tú bien que te metes con la mía, a eso me refiero. Pero tú ¿qué conservas de él? Corres campo a través tras la primera liebre que pasa, pero nunca miras alrededor, nunca te preguntas qué piensa la gente. Además, ya no llevas el caso. Me dirijo al comisario de París.

– Haces bien -contestó Émeri con su sonrisa de guerrero-. Ya ves lo eficaz que ha sido desde su llegada.

– Es normal. Preguntarse qué piensa la gente lleva su tiempo.

El equipo técnico de Lisieux entraba en la casa, y Antonin alzó su delicado rostro, alertado por el ruido.

– Danglard te acompaña, Antonin -dijo Adamsberg levantándose-. Gracias por venir a vernos. Émeri, te veo esta noche para cenar si aceptas. No me gustan los contenciosos. No por virtud, sino porque me cansan, tanto si son justificados como si no.

– De acuerdo -dijo Émeri al cabo de un momento-. ¿En mi casa?

– En tu casa. Te dejo con tus técnicos. Que se quede Mortembot lo más posible en la celda, con la excusa de la detención provisional. En la gendarmería, al menos, estará a salvo.

– Pero ¿qué vas a hacer? ¿Comer? ¿Ver a alguien?

– Andar. Tengo que andar.

– ¿Qué quieres decir? ¿Vas a explorar algo?

– No, sólo voy a caminar. ¿Sabes que el doctor Hellebaud me ha dicho que las bolas de electricidad no existen?

– Entonces ¿qué son?

– Hablamos esta noche.

Todo mal humor había desaparecido del semblante del capitán. El cabo Blériot tenía razón. Se le pasaba rápido, una cualidad bastante excepcional en definitiva.

Capítulo 31

La inquietud iba a aumentar un grado en Ordebec; un espanto, una búsqueda de respuesta que, pensaba Adamsberg, se volvería más hacia el miedo al Ejército Furioso que contra la impotencia del comisario de París. Porque ¿quién, en ese lugar, iba a imaginar en serio que un hombre, un simple hombre, pudiera tener el poder de desviar las saetas del señor Hellequin? Adamsberg eligió sin embargo un camino poco frecuentado, que le evitaría encuentros y preguntas. Y eso que los normandos eran poco dados a inquirir directamente; pero sabían compensar ese aspecto mediante miradas largas o insinuaciones cargadas de sobreentendidos que lo agarraban a uno por la espalda y acababan colocándolo ante la pregunta frontal.

Rodeó Ordebec por la carretera del estanque de las libélulas, atajó por el bosque de Petites Alindes y se dirigió hacia el camino de Bonneval bajo un sol de plomo. No había ninguna posibilidad de encontrarse con alguien en ese periodo y en ese sendero maldito. Ese camino, debería haberlo recorrido ya varias veces, porque era allí, y sólo allí, donde Léo había podido averiguar o comprender algo. Pero había sucedido lo de Mo, lo de los Clermont-Brasseur, Retancourt en inmersión, Léo en inercia, las órdenes del conde, y no había actuado con suficiente rapidez. Era posible también que influyera cierto fatalismo que lo llevara a hacer que recayera naturalmente la falta en el señor Hellequin antes que buscar al hombre real, mortal, que destruía seres a hachazos. No tenía noticias de Zerk. En eso, su hijo seguía las consignas: prohibido tratar de contactarlo. Porque a esas horas y tras la visita de los hombres del ministerio, su segundo móvil estaría seguro localizado y puesto bajo escucha. Tenía que avisar a Retancourt para que no se comunicara con él. Sabe Dios qué suerte podía esperar a un topo descubierto en la grandiosa madriguera de los Clermont-Brasseur.

Al borde de ese atajo se alzaba una granja aislada, guardada por un perro cansado de ladrar. Allí no había peligro de que el teléfono estuviera pinchado. Adamsberg llamó varias veces al viejo timbre, llamó a voces. No hubo respuesta. Empujó la puerta y encontró el teléfono en la mesa de la entrada, en medio de un follón de cartas, paraguas y botas manchadas de barro. Descolgó para llamar a Retancourt.

Pero volvió a colgar, súbitamente alertado por la forma dura, en el bolsillo del pantalón, del puñado de fotos que el conde le había dado la noche anterior. Salió y se alejó, ocultándose tras un pajar para hojearlas lentamente, sin comprender aún la insistente llamada que le lanzaban. Christian imitando a no se sabe quién delante de un círculo de risueños; Christophe basto y sonriente, con un alfiler de oro en forma de herradura en la corbata, copas en todas las manos, fuentes de comida adornadas con cascadas de flores, vestidos escotados, joyas, sellos incrustados en las carnes de dedos viejos, camareros en uniforme de gala. Mucho que ver para un zoólogo especializado en paradas y posturas de los dominantes, pero nada para un policía en busca de un asesino parricida. Lo distrajo un vuelo de patos, que componía una impecable formación en V, contempló el azul pálido del cielo, emplomado por nubes al oeste, ordenó el fajo de fotos, acarició el testuz de una yegua que sacudía la mecha de crin que le caía sobre los ojos, y consultó sus relojes. Si algo hubiera sucedido a Zerk, ya habría sido informado. A la hora que era, debían de estar cerca de Granada, fuera del alcance de las búsquedas más activas. No había previsto que se preocuparía por Zerk, no sabía qué proporción había en ello de culpabilidad o de un afecto que aún no conocía. Los imaginó llegando, un poco mugrientos, a las inmediaciones de la ciudad, vio el rostro menudo, huesudo y sonriente de Zerk, Mo con su pelo corto de buen alumno. Mo, es decir, Momo-Mecha-Corta.

Se metió rápidamente las fotos en el bolsillo, volvió a paso presuroso hacia la granja desierta, comprobando los alrededores, y llamó a Retancourt.

– Violette -dijo-, la foto que me enviaste de Salvador 1.

– Sí.

– Tiene el pelo corto. En cambio, en la fiesta, lleva el pelo más largo. ¿Cuándo la tomaste?

– Al día siguiente de mi llegada.

– O sea tres días después del incendio del padre. Intenta averiguar cuándo se cortó el pelo. Con margen de una hora más o menos. Antes o después de su regreso de la fiesta. Tienes que conseguirlo.

– He ablandado al mayordomo más arrogante de toda la casa. No se habla con nadie, pero se digna hacer una excepción conmigo.

– No me sorprende. Envíame esa información. Después no vuelvas a usar nunca más estos móviles y lárgate de allí.

– ¿Problema? -preguntó plácidamente Retancourt.

– Considerable.

– Bien.

– Si se cortó el pelo él mismo antes de su regreso, puede haber dejado alguno en el reposacabezas de su coche. ¿Condujo después del asesinato?

– No, lo hizo su chófer.

– Buscamos, pues, trozos diminutos de pelo en el asiento del conductor.

– Pero sin autorización de registro.

– Exacto, teniente; no la conseguiríamos nunca.

Caminó veinte minutos más para llegar a la entrada del camino de Bonneval, con la mente ocupada y embrollada por el súbito corte de pelo de Christian Clermont-Brasseur. Pero no era él quien había llevado a su padre en el Mercedes. El se había ido antes, achispado, y se había parado en casa de una mujer cuyo nombre no se sabría nunca. Y, tras la noticia, quizá había decidido llevar un corte de pelo más austero en señal de luto.

Quizá. Pero estaba Mo, cuyo pelo se tostaba a veces con el calor de los incendios. Si Christian había prendido fuego al coche, si se había chamuscado alguna mecha, debió de disimularlo apresuradamente cortándose todo el pelo más corto. Pero Christian no estaba allí, siempre se volvía a lo mismo, y nada cansaba más a Adamsberg que girar siempre en el mismo tiovivo. Todo lo contrario de Danglard, que podía obstinarse hasta el vértigo, hundiéndose en sus propias roderas.

Se obligó a desdeñar las moras para concentrar su atención en el camino de Bonneval, en las huellas de la vieja Léo. Pasó junto al grueso tronco en que se había sentado con ella, le dedicó un pensamiento intenso, se entretuvo un buen rato alrededor de la capilla de San Antonio, que hace que se encuentre todo lo que se pierde. Su madre salmodiaba el nombre del santo en una irritante cantinela apenas perdía cualquier tontería. «San Antonio de Padua, que todo lo encuentras.» De niño, a Adamsberg le chocaba bastante que su madre recurriera sin empacho a San Antonio por un simple dedal. Entretanto, el santo no lo ayudaba, y Adamsberg no encontraba nada en el camino. Lo volvió a recorrer en sentido contrario y se sentó a medio camino sobre el tronco abatido, esta vez con una reserva de moras que depositó en la corteza. Repasaba en la pantalla del teléfono las fotos que le había enviado Retancourt, las comparaba con las que le había dado Valleray. Hubo un estrépito a sus espaldas, y Gand irrumpió procedente del bosque, con la boca beatífica del tipo que acaba de hacer una visita fructuosa a la chica de la granja. Gand posó la cabeza babeante sobre sus rodillas y lo miró con esa expresión suplicante que ningún humano reproduce con tanta determinación. Adamsberg le dio unas palmadas en la frente.

– ¿Y ahora quieres el azúcar? Pero si no tengo, hombre, que no soy Léo.

Gand insistió, puso sus patas terrosas sobre la pernera del pantalón, acrecentando su súplica.

– No hay azúcar, Gand -repitió lentamente Adamsberg-. El cabo te dará un terrón a las seis. ¿Quieres una mora?

Adamsberg le presentó una fruta; el animal la desdeñó. Como si comprendiera la vanidad de su petición o la estupidez de ese tipo, se puso a escarbar el suelo a los pies de Adamsberg, haciendo volar cantidad de hojas muertas.

– Gand, estás destruyendo el microcosmos vital de las hojas podridas.

El perro se puso de muestra y posó sobre él una mirada sostenida, mientras su hocico iba del suelo al rostro de Adamsberg. Una de las uñas sujetaba un papelito blanco.

– Ya veo, Gand, es un envoltorio de azúcar. Pero está vacío, es viejo.

Adamsberg engulló un puñado de moras, y Gand insistió, desplazando la pata, guiando a ese hombre que tanto tardaba en comprender. En un minuto, Adamsberg recogió del suelo seis envoltorios de terrones de azúcar.

– Todos vacíos, chaval. Ya sé lo que me estás contando: esto es una mina de azúcar. Ya sé que es aquí donde Léo te daba un terrón después de tus hazañas en la granja. Comprendo tu decepción. Pero yo no tengo azúcar.

Adamsberg se levantó y recorrió varios metros con objeto de apartar a Gand de su vana ilusión. El perro lo siguió con un pequeño gemido, y Adamsberg volvió bruscamente atrás, se sentó de nuevo en la posición exacta en que había estado con Léo, reproduciendo la escena en su memoria, las primeras palabras, la llegada del perro. Si bien la mente de Adamsberg era calamitosa para almacenar palabras, resultaba de una precisión extrema para lo referente a las imágenes. Tenía ante los ojos el gesto de Léo, nítido como un trazo de pluma. Léo no había quitado el papel del terrón porque éste no llevaba envoltorio. Lo había dado directamente a Gand. Léo no era de ésas que transportan azúcar embalado, le importaba un rábano que se ensuciaran los bolsillos, los dedos o el azúcar.

Recogió con cuidado los seis papeles pringosos exhumados por Gand. Otra persona había consumido azúcar allí. Debía de hacer dos semanas que los papeles estaban allí, uno junto al otro, como si hubieran sido tirados al mismo tiempo. ¿Y entonces? ¿Y qué? Aparte del hecho de que estaban en el camino de Bonneval… Precisamente. Un adolescente podría haberse sentado en ese tronco una noche, esperando ver pasar el Ejército -puesto que ése era el desafío que algunos se imponían- y podría haber comido esos terrones de azúcar para darse fuerza. ¿O esperar durante la noche del crimen? ¿Ver pasar al asesino?

– Gand -dijo al perro-. ¿Enseñaste los papeles a Léo, con la esperanza de que te diera un suplemento?

Adamsberg se remitió a la cama del hospital y consideró de otro modo las tres únicas palabras que le había susurrado la anciana: «Hello, Gand, azúcar».

– Gand -repitió-, Léo vio esos papeles, ¿verdad? Incluso voy a decirte cuándo los vio. El día en que descubrió el cuerpo de Herbier. De otro modo, no habría hablado de eso en el hospital, con la poca fuerza que tenía. Pero ¿por qué no dijo nada esa noche? ¿Crees que lo comprendió más tarde? ¿Como yo? ¿Con retraso? ¿Al día siguiente? ¿Qué comprendió, Gand?

Adamsberg metió delicadamente los papelitos en el sobre de las fotos.

– ¿Qué, Gand? -insistió desandando por el mismo atajo que había tomado Léo-. ¿Qué entendió? ¿Qué había habido un testigo del asesinato? ¿Cómo sabía que los papeles habían sido tirados allí esa noche? ¿Porque había venido contigo la noche anterior y no estaban?

El perro trotaba con brío por el sendero, meando en los mismos árboles de la última vez, camino de la posada de Léo.

– Sólo puede ser eso, Gand. Un testigo que comía azúcar. Que no comprendió la importancia de lo que había visto hasta más tarde, cuando se enteró del asesinato y de la fecha en que se produjo. Pero un testigo que no habla porque tiene miedo. A lo mejor Léo sabía qué chico había ido a pasar la prueba en el camino esa noche.

A cincuenta pasos de la posada, Gand salió corriendo hacia un coche parado en el arcén. El cabo Blériot fue al encuentro del comisario. Adamsberg aceleró el paso, con la esperanza de que el hombre viniera del hospital con noticias.

– No hay nada que hacer, no encuentran lo que tiene -dijo a Adamsberg sin saludarlo, abriendo los brazos con un gran suspiro.

– Joder, Blériot, ¿qué pasa?

– Se oye un tintineo en el costado.

– ¿Un tintineo?

– Sí, no resiste el esfuerzo, se fatiga enseguida. En cambio, va normal en las bajadas o en terreno llano.

– Pero ¿de quién está hablando, Blériot?

– Pues del coche, comisario. Y de aquí a que la jefatura nos lo cambie, pueden caer las manzanas cinco veces.

– Vale, cabo. ¿Cómo ha ido el interrogatorio de Mortembot?

– No sabe nada, de verdad. Es un blandengue -dijo Blériot con cierta tristeza, mientras acariciaba a Gand, que se había puesto de patas sobre él-. Sin Glayeux, este tipo no aguanta en pie.

– Quiere su terrón -explicó Adamsberg.

– Sobre todo, lo que quiere es quedarse en la celda. El muy cretino me ha insultado y ha intentado partirme la cara con la esperanza de que lo mandáramos una temporada a la cárcel. Me sé la canción.

– A ver si nos entendemos, Blériot -dijo Adamsberg enjugándose la frente con la manga de la camiseta-. Sólo trato de decirle que el perro quiere un terrón de azúcar.

– Pues no es la hora.

– Ya lo sé, cabo. Pero venimos del bosque, ha ido a ver a la chica de la granja y quiere azúcar.

– Pues entonces tendrá que dárselo usted, comisario. Porque acabo de manosear el motor, y cuando me huelen las manos a gasolina no hay nada que hacer, lo rechaza todo.

– Yo no tengo azúcar, cabo -explicó Adamsberg con paciencia.

Sin responder, Blériot se señaló el bolsillo de la camisa, repleto de terrones de azúcar envueltos en papel.

– Sírvase -dijo.

Adamsberg sacó un terrón, le quitó el envoltorio y dio el azúcar a Gand. Por fin un asunto resuelto. Minúsculo.

– ¿Siempre lleva tanto azúcar encima?

– ¿Qué tiene eso de malo?

Adamsberg sintió que la pregunta había sido infinitamente demasiado directa y tocaba a un punto personal que Blériot no tenía intención de aclarar. Quizá el orondo cabo fuera propenso a sufrir crisis de hipoglucemia, a esas brutales bajadas del nivel de azúcar que le dejan a uno las piernas de algodón y sudor en la frente, como un blandengue cualquiera al borde del desvanecimiento. O quizá mimaba algún caballo. O quizá deslizaba terrones en los tanques de gasolina de sus enemigos. O quizá los empapaba en un vaso de calvados matinal.

– ¿Podría llevarme hasta el hospital, cabo? Debo ver al médico antes de que se vaya.

– Al parecer, ha repescado a Léo como se saca una carpa del cieno -dijo Blériot sentándose de nuevo al volante, con Gand atrás-. Un día así, saqué una trucha fario del Touques. Lo cogí directamente con la mano. Debió de darse un golpe con una roca o algo así. No tuve el valor de comérmelo; no sé por qué, lo devolví al agua.

– ¿Qué hacemos con Mortembot?

– El blandengue prefiere quedarse en la gendarmería esta noche. Tiene derecho, hasta mañana a las dos de la tarde. Luego, la verdad, no lo sé. Ahora sí que debe de arrepentirse de haber matado a su madre. Con ella, habría estado a salvo, no era una mujer que se dejara contar chorradas. Además, si se hubiera quedado tranquilito, Hellequin no habría lanzado a su Ejército contra él.

– ¿Usted cree en el Ejército, cabo?

– Qué va -masculló Blériot-. Es lo que dicen, nada más.

– ¿Suele haber jóvenes que van al camino por la noche?

– Sí. Cretinos que no se atreven a negarse.

– ¿A quién obedecen?

– A cretinos más mayores que ellos. Aquí es lo que se estila. O vas a pasar la noche en Bonneval, o no tienes cojones. Así de simple. Yo también lo hice cuando tenía quince años. Puedo decirle que, a esa edad, los lleva uno de corbata. Encima, no puedes encender fuego, lo prohíbe la regla de los cretinos.

– ¿Se sabe quiénes han ido este año?

– Ni este año ni ninguno. Nadie presume de eso. Porque los amigos te esperan fuera y ven que te has meado encima. O peor. Así que no andan fardando de eso. Es como una secta, comisario, es secreto.

– ¿Y las chicas, también tienen que hacerlo?

– Entre nosotros, comisario, las chicas son mil veces menos cretinas que los chicos para estas cosas. Y no se van a meter en líos por nada. No, por supuesto que no van.

El doctor Hellebaud acababa una pequeña comida en la sala que habían puesto a su disposición. Charlaba ligeramente con dos enfermeras y con el doctor Merlán, conquistado y afable.

– Aquí me ve, amigo mío -dijo saludando a Adamsberg-, tomando una merienda-cena antes del viaje de regreso.

– ¿Cómo se encuentra ella?

– He realizado un segundo tratamiento comprobatorio; todo está en su sitio, me siento satisfecho. Si no me equivoco, las funciones se pondrán tranquilamente en marcha de nuevo, día tras día. Los efectos serán visibles sobre todo dentro de cuatro días. Luego entrará en fase de consolidación. Pero cuidado, Adamsberg, recuerde. No le haga preguntas de policía, qué vio, quién fue, qué pasó. Todavía no es capaz de enfrentarse a ese recuerdo, y obligarla a ello anularía nuestros esfuerzos.

– Me ocuparé personalmente de ello, doctor Hellebaud -aseguró servilmente Merlán-. La habitación estará cerrada con llave, y nadie entrará en ella sin mi permiso. Y nadie le hablará sin que yo sea testigo.

– Cuento totalmente con usted, querido colega. Adamsberg, si me obtiene el derecho a otra excursión, debería volver a verla dentro de quince días. Ha sido un placer, de verdad.

– Y yo se lo agradezco, Hellebaud, de verdad.

– Vamos, amigo mío, es mi oficio. A propósito, ¿y su bola de electricidad? ¿Nos ocupamos de ella? René -consultó volviéndose al vigilante jefe-, ¿tenemos cinco minutos? Con el comisario no necesitaré más. Es anormalmente infrasintomático.

– Está bien -dijo René mirando el reloj de pared-. Pero debemos salir a las seis, doctor, no más tarde.

– Eso es más de lo que necesito.

El médico sonrió, se limpió los labios con una servilleta de papel y llevó a Adamsberg al pasillo, seguido de dos vigilantes.

– No hará falta que se tumbe. Siéntese en esta silla, será más que suficiente. Quítese sólo los zapatos. ¿Dónde está esa bola? ¿En qué parte de la nuca?

El médico trabajó unos instantes con la cabeza, el cuello y los pies del comisario, se entretuvo también con los ojos y los pómulos.

– Sigue siendo igual de singular, amigo mío -dijo finalmente, indicándole que ya podía calzarse-. Bastaría cortar aquí y allí alguno de sus escasos vínculos terrestres para que subiera usted a mezclarse con las nubes, sin tener siquiera un ideal. Como un globo. Tenga cuidado con eso, Adamsberg, ya se lo dije en otra ocasión. La vida real es una montaña de mierda, de bajeza y de mediocridad, bien, sobre esto estamos de acuerdo. Pero no nos queda más remedio que caminar por ella, amigo mío. No queda más remedio. Afortunadamente, usted es también un animal bastante simple, y una parte de usted está atrapada en el suelo como la pezuña de un toro en el barro. Es su suerte, y la he consolidado de paso en la escama occipital y en el malar.

– ¿Y la bola, doctor?

– La bola venía, fisiológicamente hablando, de una zona comprimida entre las cervicales Cl, que estaba bloqueada, y C2. Somáticamente hablando, se creó tras una gran conmoción de culpabilidad.

– No creo experimentar nunca sentimientos de culpabilidad.

– Feliz excepción. Pero no carece de fisuras. Yo diría, y ya sabe usted con cuánta atención seguí esa resurrección, que la irrupción en su vida de un hijo desconocido, y desequilibrado por su ausencia, incluso debilitado por su negligencia, podría pensar usted, generó una gran brazada de culpabilidad. De ahí la reacción en las cervicales. Tengo que dejarle, amigo mío. Nos veremos posiblemente en quince días si el juez vuelve a firmar una autorización. ¿Sabía usted que el viejo juez Varnier es totalmente corrupto, está podrido hasta la médula?

– Sí, gracias a eso está usted aquí.

– Buena suerte, amigo mío -dijo el médico estrechándole la mano-. Sería un placer recibir de vez en cuando su visita en Fleury.

Había dicho «Fleury» como si hubiera dado el nombre de su casa de campo, como si lo invitara sin formalismos a una tarde amistosa en su salón campestre. Adamsberg lo miró alejarse con un sentimiento de estima que lo emocionó un poco, hecho rarísimo en él y, sin duda, efecto inmediato del tratamiento que acababa de recibir.

Antes de que el doctor Merlán cerrara la puerta con llave, entró sin ruido en la habitación de Léo, tocó sus mejillas tibias, acarició su pelo. Tuvo la idea, inmediatamente reprimida, de hablarle de los envoltorios de azúcar.

– Hello, Léo, soy yo. Gand ha ido a ver a la chica de la granja. Está contento.

Capítulo 32

En el vestíbulo de un hotel bastante lúgubre de Granada, ubicado en la periferia de la ciudad, Zerk y Mo apagaron el vetusto ordenador que acababan de consultar y se dirigieron con paso voluntariamente despreocupado hacia las escaleras. Nadie piensa en su propia manera de andar salvo cuando se siente vigilado, ya sea por la policía o por el amor. Y entonces nada es más difícil que recobrar la naturalidad perdida. Habían decidido evitar el ascensor, un lugar en que los pasajeros, a falta de algo mejor que hacer, tienen más tiempo que en otros sitios para observarlo a uno.

– No sé si es muy prudente ir a consultar Internet -dijo Mo cerrando de nuevo la puerta de la habitación.

– Cálmate, Mo. Nada es más llamativo que un tipo crispado. Al menos así tenemos la información que buscábamos.

– No creo que sea buena idea llamar al restaurante de Ordebec. ¿Cómo lo llamas?

– El Jabalí corredor. No, no llamamos. Es sólo una garantía en caso de lío. Ahora tenemos el nombre de la puta tienda de juegos y diábolos «Al hilo». Será pan comido conseguir el nombre del dueño y averiguar si tiene hijos. Más bien un chico, entre doce y dieciséis años.

– Un hijo -confirmó Mo-. Sería menos probable que una chica tuviera la idea de atar las patas a una paloma para hacerle sufrir.

– O meter fuego a un coche.

Mo se sentó en la cama, estiró las piernas, se aplicó a respirar lentamente. Tenía la impresión de que otro corazón le latía permanentemente en el estómago. Adamsberg le había explicado, en la casa de las vacas, que se trataba seguramente de pequeñas bolas de electricidad que se le colocaban a uno aquí o allí. Se puso la mano en el vientre para tratar de disiparlas, hojeó el periódico del día anterior.

– En cambio, a una chica se le puede ocurrir reírse mientras mira al tío que ata a la paloma o que mete fuego a un coche -añadió Zerk-, ¿Alguna novedad en Ordebec?

– Nada. Pero pienso que tu padre debe de tener otra cosa que hacer que averiguar el nombre del dueño de la tienda de diábolos.

– No creo. Yo creo que el tío que torturó al palomo, el que mató en Ordebec y el que incendió a Clermont-Brasseur se pasean de la manita por su cabeza sin que él haga realmente una selección.

– Creía que no lo conocías.

– Ya, pero empiezo a tener la impresión de parecerme a él. Mañana, Mo, tenemos que salir a las nueve menos diez. Así todos los días. Hay que dar la impresión de que vamos a un trabajo regular. Eso si seguimos aquí mañana.

– Ah, ¿tú también te has fijado? -preguntó Mo masajeándose el vientre.

– ¿En el tipo que nos ha mirado abajo?

– Sí.

– Nos ha mirado mucho, ¿verdad?

– Sí. ¿Qué te sugiere?

– Un madero, Mo.

Zerk abrió la ventana para fumar fuera. Desde la habitación, sólo se veía un pequeño patio, gruesos tubos de salida de humos, ropa tendida y tejados de zinc. Tiró la colilla por la ventana, la miró aterrizar en la oscuridad.

– Mejor será que nos larguemos ahora -dijo.

Capítulo 33

Émeri había abierto, ufano, la doble puerta de su comedor Imperio, ansioso por captar las expresiones de sus invitados. Adamsberg pareció sorprendido pero indiferente -inculto, concluyó Émeri-, pero el asombro de Veyrenc y los comentarios admirativos de Danglard lo colmaron lo suficiente para borrar las últimas huellas del altercado del día. En realidad, si bien Danglard apreciaba la calidad del mobiliario, no le gustaba el exceso de esa reconstrucción demasiado meticulosa.

– Maravilloso, capitán -concluyó mientras aceptaba el vaso de aperitivo, pues sabía comportarse de manera mucho más cortés que los dos bearneses.

Razón por la cual el comandante Danglard condujo prácticamente toda la conversación durante la cena, con la sincera vivacidad que tan bien sabía fingir y por la que Adamsberg siempre le estaba agradecido. Más aún teniendo en cuenta que la cantidad de vino distribuida en jarras de época con los escudos grabados del príncipe de Eckmühl, era ampliamente suficiente para evitar en el comandante cualquier posible angustia por escasez. Animado por Danglard, que brillaba por su conocimiento de la historia del conde de Ordebec al igual que de las batallas del mariscal Davout, Émeri bebía bastante y se volvía más abierto, incluso familiar, y hasta sentimental. A Adamsberg le parecía que el manto del mariscal y la postura que imponía a su heredero, iba deslizándose cada vez más hasta caer al suelo.

Al mismo tiempo, un nuevo aspecto alisaba el rostro de Danglard. Adamsberg lo conocía suficientemente para saber que ese toque de divertimiento íntimo no era el efecto usual del relajo que el alcohol producía en él. Era una nota de travesura, como si el comandante preparara una divertida trastada que contaba con mantener en secreto. Y, pensó Adamsberg, una trastada dirigida, por ejemplo, contra el teniente Veyrenc, con quien, por una vez, se mostraba casi amable, señal potencialmente peligrosa. Una trastada que le permitía sonreír esa noche a aquél de quien iba a burlarse más tarde.

El drama de Ordebec, enterrado, relegado mientras duraron los fastos imperiales, acabó haciendo su aparición a la hora del calvados.

– ¿Qué vas a hacer con Mortembot, Émeri? -preguntó Adamsberg.

– Si tus hombres vienen a ayudar, podríamos montar una vigilancia entre seis o siete durante una semana. ¿Podrás conseguirlo?

– Tengo una teniente que vale por diez hombres, pero está en inmersión. Puedo liberar a uno o dos hombres normales.

– ¿No podría tu hijo echarnos una mano?

– No expongo a mi hijo, Émeri. De hecho, no está formado para eso y no sabe disparar. Además, se ha ido de viaje.

– ¿Ah, sí? Creí que hacía un reportaje sobre las hojas podridas.

– Y era verdad. Pero una chica lo llamó de Italia, y allá se fue. Ya sabes lo que son estas cosas.

– Sí -dijo Émeri arrellanándose en la medida en que su recta butaca Imperio se lo permitía-. Pero tras muchas locuras pasajeras, conocí a mi mujer aquí. Cuando se fue conmigo a Lyon, enseguida sintió añoranza, y yo seguía enamorado de ella. Pensé que el traslado a Ordebec le gustaría. Volver a su tierra, reanudar amistades. Por eso me empeñé en volver aquí. Pero no, se quedó en Lyon, obstinadamente. Durante mis dos primeros años en Ordebec, no hice nada bien. Luego recorrí sin disfrutar los burdeles de Lisieux. Todo lo contrario de mi antepasado, amigos míos, si es que puedo llamarlos así. No he librado una sola batalla sin perderla, salvo algunos pequeños arrestos que cualquier imbécil habría podido llevar a cabo.

– No sé si ganar o perder son términos adecuados para evaluar la vida -murmuró Veyrenc-. Es decir, que pienso que no hay que evaluar la vida. Uno se ve constantemente obligado a ello, y eso es un crimen.

– «Peor que un crimen, es una falta» -completó mecánicamente Danglard, citando la supuesta réplica de Fouché al emperador.

– Me gusta -dijo Émeri revitalizado, levantándose de un modo impreciso para servir una segunda ronda de calvados-. Hemos encontrado el hacha -anunció sin transición-. La tiraron detrás del muro que bordea la casa de Glayeux; cayó en el campo que hay debajo.

– Si lo mató uno de los Vendermot -dijo Adamsberg-, ¿crees de verdad que habría usado una herramienta de su casa? Y si es que sí, lo más sencillo habría sido llevársela, ¿no?

– Se puede ver desde ambos lados, Adamsberg, ya te lo he dicho. Eso los hace parecer inocentes y, por lo tanto, sería muy astuto por su parte.

– No lo suficientemente astuto para ellos.

– Te caen bien, ¿verdad?

– No tengo nada contra ellos. Nada que sea lo suficientemente serio aún.

– Pero te caen bien.

Émeri salió unos instantes y volvió con una vieja foto de clase que depositó en las rodillas de Adamsberg.

– Mira -dijo-. Aquí teníamos todos entre ocho y diez años. Hippo era ya muy alto, es el tercero a partir de la izquierda. Todavía tenía los seis dedos en cada mano. ¿Conoces esa historia atroz?

– Sí.

– Yo estoy en la fila de delante, soy el único que no sonríe. Como ves, lo conozco desde hace tiempo. Pues bien, puedo decirte que era el terror. En absoluto el tipo amable que se esmera en parecerte. Nadie se atrevía a plantarle cara. Ni yo, que tenía dos años más que él.

– ¿Pegaba?

– No lo necesitaba. Tenía un arma mucho más poderosa. Sus seis dedos. Decía que era un soldado del Diablo y que podía hacer que nos cayeran encima todas las desgracias que le diera la gana si nos metíamos con él.

– ¿Y os metíais con él?

– Al principio, sí. Ya te puedes imaginar cómo reacciona un patio de alumnos ante un compañero con seis dedos. Cuantío él tenía cinco, seis años, lo acosábamos, le tomábamos el pelo sin piedad. Eso es verdad. Había una pandilla particularmente feroz con él, encabezada por Régis Vernet. Una vez, Régis plantó clavos en la silla de Hippo, punta arriba. Hippo se sentó encima. Le sangraba el culo, seis agujeros, y todo el mundo se tronchaba de risa en el patio. Otra vez, lo atamos a un árbol, y todos le meamos encima. Pero, un día, Hippo reaccionó.

– Volvió contra vosotros sus seis dedos.

– Exactamente. Su primera víctima fue el cabrón de Régis. Hippo lo amenazó y dirigió hacia él sus manos, con mucha gravedad. Y, lo creerás o no, pero a los cinco días, el pequeño Régis fue atropellado por el coche de un parisino y se vio privado de sus dos piernas. Horrible. Pero en el colegio sabíamos que el responsable no había sido el coche, sino la maldición que le había echado Hippo. Y él, Hippo, no lo desmintió, al contrario. Decía que al próximo que se metiera con él le quitaría los brazos, las piernas e incluso los cojones. Entonces todo se invirtió, y empezamos a vivir en el terror. Más tarde, Hippo dejó esas chiquilladas. Pero puedo asegurarte que todavía hoy, tanto los que creen en eso como los que no, a nadie se le ocurre buscar pelea con él. Ni con él ni con su familia.

– ¿Se puede ir a ver a ese Régis?

– Murió. No me invento nada, Adamsberg. La desgracia la tomó con él sin tregua. Enfermedades, paro, duelos, pobreza. Acabó tirándose al Touques hace tres años. Tenía sólo treinta y seis años. Nosotros, los antiguos alumnos de la escuela, sabíamos que era la venganza de Hippo, que nunca había dejado de ejercerse. Hippo lo había dicho. Que cuando apuntaba con sus dedos hacia alguien, ese alguien estaba condenado para siempre.

– ¿Y qué opinas tú de eso ahora?

– Felizmente, me fui de aquí con once años y pude olvidarlo todo. Si diriges la pregunta a Émeri el gendarme, te responderá que esas historias son aberraciones. Si la diriges a Émeri el niño, a veces pienso que Régis fue condenado. Digamos que el pequeño Hippo se defendió como pudo. Lo llamaban servidor de Satán, desecho inválido del infierno, así que al final se puso a jugar al Diablo. Pero jugó a un nivel espectacular, incluso después de que le cortara su padre los dedos. Lo que sí puedo decirte es que, si no es un enviado del Diablo, como mínimo es duro, y posiblemente peligroso. Con su padre sufrió más de lo imaginable. Pero, cuando lanzó al perro contra él, se trataba de un asalto mortal, ni más ni menos. No juraría que se le haya pasado. ¿Cómo quieres que los niños Vendermot se hayan vuelto angelitos con todo lo que tuvieron que soportar?

– ¿Incluyes a Antonin?

– Sí. No creo que un bebé a quien han roto en mil pedazos pueda desarrollar una naturaleza tranquila, ¿o sí? Se supone que Antonin es demasiado temeroso para actuar solo. Pero podría apretar un gatillo. Quizá levantar un hacha, no lo sé.

– Él dice que no.

– Pero apoyaría ciegamente todos los actos de Hippo. Cabe pensar que su visita de hoy por lo del hacha era a petición de su hermano. Lo mismo digo de Martin, que se alimenta como un animal salvaje y que sigue al mayor en todo.

– Queda Lina.

– Que ve al Ejército de Hellequin y no está más sana de la cabeza que sus hermanos. O que finge verlo, Adamsberg. Lo importante es designar a las futuras víctimas y atemorizar a las demás, como hacía Hippo con los dedos. Víctimas que luego Hippo se encarga de destruir mientras la familia le monta todas las coartadas necesarias. Tienen el poder de sembrar el terror en Ordebec, de transformarse en vengadores, puesto que las víctimas son, por otra parte, auténticos crápulas. Pero más bien creo que Lina tuvo realmente una visión. Fue lo que lo desencadenó todo. Visión que los hermanos han tomado al pie de la letra y han decidido ejecutar. Creen en ello. Porque la primera visión de Lina tuvo lugar al mismo tiempo que la muerte del padre. Antes o después, no recuerdo.

– Dos días después. Me lo dijo ella.

– Lo cuenta siempre que tiene ocasión. Y con qué calma, ¿te has fijado?

– Sí -dijo Adamsberg volviendo a ver el canto de la mano de Lina abatirse sobre la mesa-. Pero ¿por qué Lina mantendría en secreto el nombre de la última víctima?

– O bien es verdad que no la vio con claridad, o bien se guardan ese secretito para atemorizar a la población. Son listos. El horror de esa amenaza hace salir a las ratas de sus agujeros. Y eso los divierte, les da satisfacción, lo encuentran justo. Como era justo que muriera su padre.

– Tienes probablemente razón, Émeri. Salvo si alguien explota la culpabilidad evidente de los Vendermot para cometer los asesinatos. Mata tranquilamente porque está seguro de que se acusará a la familia diabólica.

– ¿Cuál sería su motivo?

– Su pavor al Ejército Furioso. Tú mismo has dicho que mucha gente cree en eso en Ordebec, y que hay quien cree tanto que ni siquiera se atreve a mencionarlo. Piénsalo, Émeri. Podríamos hacer una lista de todos ésos.

– Demasiado numerosos -dijo Émeri sacudiendo la cabeza.

Adamsberg andaba silencioso por el camino de vuelta, precedido por Veyrenc y Danglard, que avanzaban con paso tranquilo. Al final, las nubes del oeste seguían sin reventar, y la noche era demasiado cálida. Danglard dirigía de vez en cuando la palabra a Veyrenc, lo cual constituía otro detalle sorprendente, además de ese aire de tapujo y de guasa que no había desertado de su rostro.

La acusación de Émeri a los Vendermot contrariaba a Adamsberg. Aderezada con los detalles de la infancia que acababa de oír sobre Hippolyte, resultaba creíble. Era difícil imaginar por qué facultad de sabiduría o por qué elegancia de comportamiento los niños Vendermot podían haber alejado la ira y el deseo de venganza. Sin embargo, un grano de arena rodaba por sus pensamientos dispersos. La vieja Léo. No veía a uno solo de los cuatro Vendermot estamparla contra el suelo. Pero incluso en ese caso, Adamsberg suponía que Hippo, por ejemplo, habría empleado una manera menos salvaje con la anciana que lo había ayudado durante toda su infancia.

Pasó por el sótano antes de ir a su habitación y metió los envoltorios de azúcar y las fotografías en un antiguo tonel de sidra. Luego mandó un mensaje a la Brigada para conseguir dos hombres más, antes de las dos de la tarde, en Ordebec. Estalére y Justin serían más que adecuados, porque ambos eran poco sensibles al aburrimiento que implica una vigilancia; el primero por su «carácter feliz» -como decían algunos para no decir cretino-; el segundo, porque la paciencia era uno de los pilares de su perfeccionismo. La casa de Mortembot no sería muy difícil de proteger. Dos ventanas delante y tres detrás, todas dotadas de contraventanas. El único fallo, el tragaluz del váter, a un lado, que no tenía contraventana pero sí un barrote de hierro. El asesino tendría que acercarse mucho para romper el cristal y disparar una bala por ese espacio tan estrecho, lo cual no sería posible con dos hombres dando vueltas alrededor de la casa. Y, si se seguía la tradición de los ataques del señor Hellequin, el arma empleada no sería de bala probablemente. Hacha, espada, lanza, mazo, piedra, estrangulamiento, cualquier método medieval utilizable sólo desde el interior. Salvo que Herbier había sido asesinado con un fusil de cañón recortado, y eso no cuadraba.

Adamsberg cerró la puerta del sótano y cruzó el gran patio. Las luces de la posada ya estaban apagadas; Veyrenc y Danglard dormían. Ahuecó aún más, con los puños, la depresión en medio del colchón, y se hundió en él.

Capítulo 34

Zerk y Mo habían salido por la puerta de emergencia que daba a la escalera del hotel, y ganaron la calle sin encontrarse con nadie.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Mo subiéndose al coche.

– Vamos a buscar un pueblo al sur, a dos pasos de África. Con montones de barcos y de marineros dispuestos a llegar a un acuerdo para llevarnos al otro lado.

– ¿Tienes intención de cruzar?

– Ya veremos.

– Joder, Zerk. He visto lo que has metido en la bolsa.

– ¿La pistola?

– Sí -dijo Mo con aire descontento.

– Cuando hicimos un alto en el Pirineo y te dejé dormir, estábamos a un kilómetro de mi pueblo. No tardé ni veinte minutos en ir a buscar el arma de mi abuelo.

– Estás pirado, ¿qué coño quieres hacer con un revólver?

– Con una pistola, Mo. Una automática 1935A, calibre 7,5 mm. Es de 1940, pero créeme, funciona.

– ¿Y municiones? ¿Tienes municiones?

– Una caja llena.

– Pero ¿para qué, hostia?

– Porque sé disparar.

– Pero, joder, no irás a disparar a un policía, ¿o sí?

– No, Mo. Pero habrá que cruzar, ¿no?

– Yo creía que eras un tipo tranquilo. No un pirado.

– Soy un tipo tranquilo. Mi padre te ha sacado de la trampa, ahora nos las tenemos que ingeniar para no volver a caer en ella.

– ¿Vamos a pasar enseguida a África?

– Empezamos negociando con los barcos. Si te pillan, Mo, mi padre cae. Aunque no lo conozca, no es una idea que me guste.

Capítulo 35

Veyrenc no dormía. De pie, vigilaba por la ventana. Danglard había tenido un aspecto singular durante toda la velada; Danglard anticipaba un placer, una victoria; Danglard meditaba una jugada. Una jugada de profesional, consideraba Veyrenc, porque el comandante no era hombre de visitar los burdeles de Lisieux señalados por Émeri. O lo habría anunciado sin tapujos. La amabilidad que había desplegado con él, acallando sus celos pueriles, había acabado de alertar a Veyrenc. Suponía que Danglard estaba a punto de realizar un avance en la investigación sin decir nada a nadie, con el fin de asegurarse una ventaja respecto a Adamsberg. Mañana presentaría orgulloso su tributo al comisario. Eso a Veyrenc no le importaba en absoluto. Del mismo modo que no le molestaba el proyecto que agitaba la cabeza normalmente bien estructurada del comisario. Pero en un caso en que se suceden los asesinatos, uno no va solo.

A la una y media de la mañana, Danglard no había aparecido. Decepcionado, Veyrenc se tumbó en la cama vestido.

Danglard había puesto el despertador a las cinco cincuenta y se había dormido rápidamente, cosa que no solía pasarle, salvo cuando la excitación por un acto que llevar a cabo le mandaba dormir rápido y bien. A las seis y veinticinco de la mañana, se puso al volante, desbloqueó el freno de mano y dejó rodar el coche sin ruido por el camino, para no despertar a nadie. Arrancó el motor una vez en la carretera y recorrió veintidós kilómetros con el parasol bajado. La persona que lo había contactado, hombre o mujer, le había pedido que no se hiciera notar. El hecho de que esa persona lo hubiera tomado erróneamente por el comisario era un buen golpe de suerte. Había encontrado el mensaje en el bolsillo de su chaqueta el día anterior, escrito a lápiz y con la mano izquierda, o con mano autodidacta. Comisario, tengo argo que decirle sobre Glayeux, pero a condisión de que sea a bescondidas. Mui peligroso. Nos vemos en la estasión de Cérenay, anden A, a las seis y cincuenta esactamente. GRAZIAS. Baila -esta palabra había sido tachada y reescrita varias veces- muy discreto, sobre todo no yege tarde.

Repasando los acontecimientos del día anterior, Danglard había adquirido la certidumbre de que el autor de la nota sólo había podido deslizársela en el bolsillo cuando se encontraba en medio del gentío que se había formado delante de la casa de Glayeux. Antes, en el hospital, no la tenía.

El comandante aparcó bajo una hilera de árboles y fue al andén A rodeando discretamente la pequeña estación. El edificio estaba situado en las afueras del pueblo, y estaba cerrado y desierto. Tampoco había nadie en las vías. Danglard consultó el panel de los horarios, y comprobó que no paraba ningún tren en Cérenay antes de las once y doce minutos. O sea que no habría nadie por los parajes en cuatro horas. La persona había elegido un lugar excepcional donde la soledad estaba garantizada.

A las seis y cuarenta y ocho en el reloj de la estación, Danglard se sentó en un banco del andén, encogido, como de costumbre, impaciente y un poco agotado. No había dormido más que unas horas y, con menos de nueve horas de sueño, su energía quedaba hecha trizas. Pero la idea de dejar clavado a Veyrenc en el poste de salida lo estimuló, aportándole una nueva sonrisa y un sentimiento de expansión. Llevaba más de veinte años trabajando con Adamsberg, y la complicidad espontánea del comisario y del teniente Veyrenc lo horripilaba en sentido propio. Danglard era demasiado inteligente para alimentarse de engaños, y sabía que su aversión era una simple cuestión de celos vergonzosos. Ni siquiera estaba seguro de que Veyrenc tratara de disputarle el puesto, pero la tentación era irreprimible. Marcar el paso para tomar ventaja a Veyrenc. Danglard alzó la cabeza, tragó saliva, apartando una vaga sensación de indignidad. Adamsberg no era ni su referencia ni su modelo. Todo lo contrario, las maneras de actuar y de pensar de ese hombre solían contrariarlo. Pero su estima, incluso su afecto, le era necesario, como si ese ser flotante pudiera protegerlo o justificarlo de ser. A las seis y cincuenta y un minutos, sintió un violento dolor en la nuca, se llevó a ella la mano y cayó al suelo del andén. Un minuto después, el cuerpo del comandante estaba tendido, atravesado, en la vía.

La visibilidad en el andén era tan total que Veyrenc sólo había podido encontrar un punto de observación a doscientos metros de Danglard, detrás de un puesto de desvío. El ángulo de visión no era bueno, y cuando vislumbró al hombre, éste estaba ya a dos metros del comandante. El golpe que le dio en la carótida con el canto de la mano y el hundimiento de Danglard duraron sólo unos segundos. Cuando el hombre se puso a hacer rodar el cuerpo hacia el borde del andén, Veyrenc ya había iniciado su carrera. Estaba todavía a unos cuarenta metros cuando Danglard cayó sobre los raíles. El hombre ya huía, a zancadas seguras y eficaces.

Veyrenc saltó a las vías, agarró el rostro de Danglard, que le pareció lívido a la luz del amanecer. La boca estaba abierta y blanda, los ojos cerrados. Veyrenc encontró el pulso, levantó los párpados sobre los ojos vacíos. Danglard estaba sonado, drogado, o moribundo. Un gran hematoma se estaba formando ya a un lado del cuello, alrededor de una clara marca de pinchazo. El teniente deslizó los brazos bajo los hombros del comandante para izarlo al andén, pero los noventa y cinco kilos de ese cuerpo inerte parecían imposibles de desplazar. Necesitaba ayuda. Se levantaba sudoroso para llamar a Adamsberg cuando oyó el silbido característico de un tren avanzando a lo lejos a gran velocidad. Horrorizado, vio llegar por la izquierda la masa ruidosa de la máquina, lanzada en línea recta. Veyrenc se tiró sobre el cuerpo de Danglard y, multiplicando su esfuerzo, lo tumbó entre los raíles, estirándole los brazos a lo largo del cuerpo. El tren lanzó un pitido que pareció un grito desesperado; el teniente se subió de un salto al andén, se apartó rodando. Los vagones pasaron mugiendo, y el fragor se alejó, dejándolo incapaz de moverse, ya fuera porque la potencia del esfuerzo le había desgarrado los músculos, o porque enfrentarse a la visión de Danglard le resultaba intolerable. Con la cabeza rodeada por su brazo, sintió sus mejillas mojadas de lágrimas. Un fragmento de información, uno solo, revoloteaba en su mente vacía. El espacio entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren es sólo de veinte centímetros.

Quince minutos después, probablemente, el teniente acabó apoyándose en los codos y aproximándose a la vía. Sujetándose la cabeza con las manos, abrió los ojos de golpe. Danglard parecía un muerto cuidadosamente dispuesto entre los raíles relucientes, como en una camilla de lujo; pero Danglard estaba intacto. Veyrenc dejó caer la frente sobre el brazo, extrajo el móvil y llamó a Adamsberg. Venir enseguida, estación de Cérenay. Luego sacó el revólver, quitó el seguro y lo asió firmemente con la mano derecha, el índice en el gatillo. Y cerró los ojos. El espacio entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren es sólo de veinte centímetros. Recordó la historia, el año pasado, en la vía del rápido París-Granville. El hombre estaba tan ebrio e inerte cuando el tren le pasó por encima que su ausencia total de reflejos le había salvado la vida. Sintió un hormigueo en las piernas y empezó a moverlas lentamente. Parecían reaccionar como algodón y, al mismo tiempo, pesar como bloques de granito. Veinte centímetros. Era una suerte que la ausencia radical de musculatura en Danglard le hubiera permitido aplastarse entre los raíles como un harapo.

Cuando oyó correr detrás de él, estaba sentado con las piernas cruzadas en el andén, con la mirada clavada en Danglard, como si esa atención de cada instante hubiera podido evitarle el paso de otro tren o el deslizamiento hacia la muerte. Le había hablado con frases ineptas, aguanta, no te muevas, respira, sin obtener ni un parpadeo por respuesta. Pero ahora veía con claridad los blandos labios estremecerse con cada respiración, y vigilaba esa pequeña palpitación. Empezaba a recobrar el entendimiento. El tipo que había citado a Danglard había concebido un plan irreprochable haciendo que lo arrollara el rápido Caen-París a una hora en que no intervendría ningún testigo. Lo habrían descubierto varias horas después, y para entonces el anestesiante, fuera cual fuera, ya habría desaparecido del cuerpo. Ni siquiera se les habría ocurrido buscar un anestesiante. ¿Qué habrían dicho en el informe? Que la melancolía de Danglard había empeorado mucho en los últimos tiempos, que temía morir en Ordebec. Que, completamente borracho, había ido a tumbarse sobre los raíles para suicidarse. Extraña elección, por supuesto, pero dado que el delirio de un hombre ebrio y suicida no se mide con regla, habrían llegado a esa conclusión.

Volvió los ojos hacia la mano que se posaba sobre su hombro, la de Adamsberg.

– Baja enseguida -dijo Veyrenc-. No puedo moverme.

Émeri y Blériot ya habían agarrado el cuerpo de Danglard por los hombros, y Adamsberg saltó a las vías para levantarle las piernas. Luego Blériot fue incapaz de subirse solo al andén, y hubo que ayudarlo tirándole de las manos.

– Ahora viene el doctor Merlán -dijo Émeri inclinado sobre el pecho de Danglard-. En mi opinión, está completamente drogado, pero no en peligro. Los latidos son lentos, pero regulares. ¿Qué ha pasado, teniente?

– Un tipo -dijo Veyrenc con voz todavía lacia.

– ¿No puedes levantarte? -le preguntó Adamsberg.

– No creo. ¿No tendrás un poco de aguardiente, o algo?

– Yo sí -dijo Blériot sacando una petaca barata-. No son ni las ocho, va a ser fuertecillo.

– Es lo que me hace falta -aseguró Veyrenc.

– ¿Ha desayunado?

– No, he estado toda la noche en vela.

Veyrenc tomó un trago con la mueca convencional que señala que, efectivamente, el líquido era fuertecillo. Después de tomar otro, devolvió la petaca a Blériot.

– ¿Puedes hablar? -preguntó Adamsberg, que se había sentado con las piernas cruzadas a su lado, fijándose en los surcos claros que habían dejado las lágrimas en las mejillas de Veyrenc.

– Sí. Es el susto, nada más. He sobrepasado mi medida física.

– ¿Por qué has estado en vela?

– Porque Danglard meditaba una jugada imbécil en solitario.

– ¿Tú también lo habías notado?

– Sí. Quería adelantarme, y a mí me pareció peligroso. Creí que Danglard saldría anoche, pero no se fue hasta las seis y media de la mañana. Cogí el otro coche y lo seguí de lejos. Llegamos aquí -dijo Veyrenc mostrando el lugar con gesto vago-. Un tipo lo golpeó en el cuello, y creo que luego le inyectó algo, antes de tirarlo a la vía, atravesado. Corrí, el tipo también. Y cuando traté de sacar de allí a Danglard, imposible. Entonces llegó el tren.

– El rápido Caen-París -dijo con gravedad Émeri-, el que pasa a las seis cincuenta y seis.

– Sí -dijo Veyrenc bajando un poco la cabeza-. Y realmente, se puede decir que es rápido.

– Joder -dijo Adamsberg entre dientes.

¿Por qué había sido Veyrenc quien había vigilado a Danglard? ¿Por qué no él? ¿Por qué había dejado al teniente precipitarse a ese infierno? Porque el plan de Danglard estaba dirigido contra Veyrenc, y Adamsberg lo había considerado como algo nimio. Un asunto entre hombres.

– Sólo tuve tiempo para desplazarlo y estirarlo entre los raíles, no sé ni cómo, y de subirme al andén, no sé ni cómo. Joder, Danglard pesaba mucho, y el borde del andén estaba muy alto. El viento del tren me rozó la espalda. Veinte centímetros. Hay veinte centímetros entre la parte superior de un cuerpo, de un cuerpo flojo, de un cuerpo ebrio, y la parte inferior de un tren.

– No sé si se me habría ocurrido -dijo Blériot, que miraba a Veyrenc con una expresión un tanto alelada. Al mismo tiempo, observaba fascinado la cabellera castaña de ese teniente, sembrada de una quincena de mechas rojas anormales, que formaban como amapolas en un campo de tierra parda.

– ¿Y el tipo? -preguntó Émeri-. ¿Podría tener la corpulencia de Hippolyte?

– Sí, era fuerte. Pero yo estaba lejos, y él llevaba pasamontañas y guantes.

– ¿Qué más llevaba de ropa?

– Zapatillas deportivas y una especie de sudadera. Azul marino o verde oscuro, no lo sé. Ayúdame, Jean-Baptiste, ahora me puedo levantar.

– ¿Por qué no me llamaste cuando lo seguiste? ¿Por qué te fuiste solo?

– Era un asunto entre él y yo. Una iniciativa grotesca de Danglard, era inútil meterte en eso. No imaginaba que la cosa cobrara esas proporciones. Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…

Veyrenc interrumpió su principio de versificación encogiéndose de hombros.

– No -masculló-, no me apetece.

El doctor Merlán había llegado y se afanaba junto al comandante Danglard. Iba sacudiendo regularmente la cabeza, repitiendo «le ha pasado un tren por encima, le ha pasado un tren por encima», como tratando de convencerse del carácter excepcional del acontecimiento que vivía.

– Probablemente, una buena dosis de anestesia -dijo volviéndose a levantar y llamando a dos enfermeros-; pero tengo la impresión de que el efecto se ha disipado casi. Nos lo llevamos, voy a acelerar suavemente el despertar. Pero la elocución no se restablecerá hasta dentro de dos horas, no venga antes, comisario. Tiene contusiones, debidas al golpe en la carótida y la caída a las vías. Pero no se ha roto nada, creo. Le ha pasado un tren por encima, no me lo puedo creer.

Adamsberg vio alejarse la camilla con una vaharada de quebranto retroactivo. Pero no reapareció la bola de electricidad en su nuca. Efecto del tratamiento del doctor Hellebaud, sin duda.

– ¿Léo? -preguntó a Merluza.

– Anoche, se sentó y comió. Le hemos quitado la sonda. Pero no habla, sólo sonríe de vez en cuando, con pinta de tener su idea sobre lo ocurrido sin ser capaz de alcanzarla. Es como si su doctor Hellebaud le hubiera bloqueado la función del habla, como si hubiera bajado el disyuntor para volver a ponerlo en marcha cuando le parezca.

– Es su estilo.

– Le he escrito a su casa de Fleury para darle noticias. Mandando la carta al director, tal como usted me aconsejó.

– Su prisión de Fleury -precisó Adamsberg.

– Lo sé, comisario, pero no me gusta ni decirlo ni pensarlo. Igual que sé que usted fue quien mandó arrestarlo, y no quiero saber nada de sus delitos. ¿No será nada médico, al menos?

– No.

– Le ha pasado un tren por encima, no me lo puedo creer. Sólo los suicidas se tiran a las vías.

– Precisamente, doctor. No es un arma usual. En cambio, como es un método conocido para darse muerte, lo de Danglard tenía que pasar sin problemas por un suicidio. Para todo el personal del hospital, mantenga la versión del suicidio y, en la medida de lo posible, que no haya filtraciones. No quiero alertar al asesino. Que en estos momentos debe de suponer que la víctima está destrozada por las ruedas del rápido. Dejémosle esa certeza durante unas horas.

– Ya veo -dijo Merlán arrugando los ojos, componiendo una expresión más perspicaz de lo necesario-. Quiere usted sorprender, espiar, acechar.

Adamsberg no hizo nada de eso. La ambulancia se alejó, y él echó a andar dando vueltas por el andén A, en un corto recorrido de veinte metros, reacio a alejarse de Veyrenc, a quien el cabo Blériot -lo había visto- había hecho tomar tres o cuatro terrones de azúcar. Blériot el chupador. Sin querer, se fijó en que el cabo no dejaba caer los envoltorios al suelo. Los arrugaba formando una bolita apretada que luego se metía en el bolsillo delantero del pantalón. Émeri, cuyo uniforme estaba por una vez mal coleado, por la prisa que se había dado en vestirse para reunirse con ellos, volvió hacia él sacudiendo la cabeza.

– No veo ninguna pista alrededor del banco. Nada, Adamsberg, no tenemos nada.

Veyrenc pidió con una seña un cigarrillo a Émeri.

– Y no creo que Danglard pueda ayudarnos -dijo Veyrenc-. El tipo llegó por detrás, sin darle tiempo a volverse.

– ¿Cómo puede ser que el conductor del tren no lo viera? -preguntó Blériot.

– A esas horas, tenía el sol de frente -dijo Adamsberg-, iba hacia el este.

– Aunque lo hubiera visto -dijo Émeri-, no habría podido detener el tren hasta varios cientos de metros más allá. Teniente, ¿cómo tuvo usted la idea de seguirlo?

– Por obediencia al reglamento, supongo -dijo Veyrenc son- riendo-. Lo vi salir y lo seguí. Porque uno no va solo en este tipo de casos.

– ¿Y por qué se fue solo? Me parece un hombre más bien prudente, ¿no?

– Pero solitario -añadió Adamsberg para disculparlo.

– Y el que lo citó aquí debió de exigirle que viniera sin escolta -suspiró Émeri-, Como siempre. Nos vemos en la gendarmería para organizar las rondas en casa de Mortembot. Adamsberg, ¿has visto a tus dos hombres de París?

– Deberían estar aquí antes de las dos.

Veyrenc se sentía suficientemente bien para tomar el volante, y Adamsberg lo siguió de cerca hasta la posada de Léo, donde el teniente se alimentó rápidamente con una sopa enlatada y se fue enseguida a la cama. Al volver a su habitación, Adamsberg recordó que el día anterior había olvidado dar alpiste al palomo. Y la ventana se había quedado abierta.

Pero Hellebaud se había acostado en uno de sus zapatos, igual que sus congéneres se instalaban en lo alto de las chimeneas, y lo esperaba pacientemente.

– Hellebaud -dijo Adamsberg levantando zapato y palomo, y dejándolos en la repisa de la ventana-. Tenemos que hablar muy seriamente. Estás saliendo del estado natural, estás cayendo en picado hacia la civilización. Tienes las patas curadas, ya puedes volar. Mira afuera. Hay sol, árboles, hembras, gusanos e insectos a patadas.

Hellebaud emitió un arrullo que a Adamsberg le pareció de buen augurio, de modo que lo afianzó en la repisa.

– Despega cuando quieras -dijo-. No hace falta que me dejes una nota, lo entenderé.

Capítulo 36

Adamsberg se había acordado de traer flores a la madre Vendermot. Llamó suavemente a la puerta a las diez de la mañana. Era miércoles, era posible que Lina estuviera allí; era su mañana de fiesta a cambio de la guardia del sábado. A ellos quería ver, a Lina y a Hippo, por separado, para un interrogatorio más preciso. Los encontró sentados a la mesa del desayuno, todavía sin vestir. Los saludó uno tras otro, examinando sus rostros somnolientos. La cara arrugada de Hippo le pareció convincente, pero, con el calor que reinaba ya a esas horas, no era difícil componer el semblante aproximativo de un durmiente ceñudo. Salvo la hinchazón nocturna de los párpados, que no se imita, Hippo tenía por naturaleza los ojos caídos, lo cual hacía que su mirada no siempre resultara despierta ni simpática.

La madre -la única que ya se había vestido- recibió las flores con alegría sincera y ofreció inmediatamente café al comisario.

– Dicen que ha habido un drama en Cérenay -dijo la mujer, y era la primera vez que volvía a oírla realmente hablar, con su voz humilde y nítida-, ¿No será el mismo caso horrible, al menos? ¿Ha ocurrido algo a Mortembot?

– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Adamsberg.

– ¿Es Mortembot? -insistió ella.

– No, no es él.

– Virgen santa -dijo la anciana aliviada-. Porque al paso que vamos, los chicos y yo tendremos que irnos a vivir a otra parte.

– Que no, mamá -dijo Martin con voz mecánica.

– Yo sé lo que me digo, hijo. Ninguno de vosotros quiere ver las cosas como son. Pero un día u otro, alguien vendrá, y alguien nos matará.

– Que no, mamá -repitió Martin-, Tienen miedo.

– No lo entienden -dijo la madre a Adamsberg-, No entienden que nos creen culpables. Pobre hija mía, si al menos te hubieras quedado calladita…

– No podía -dijo Lina con cierta severidad, sin conmoverse por la preocupación de su madre-. Ya lo sabes, hay que dejar una posibilidad a los prendidos.

– Es verdad -dijo la madre sentándose a la mesa-. Pero no tenemos adónde ir. Mi deber es protegerlos -explicó volviéndose de nuevo hacia Adamsberg.

– Nadie nos tocará, mamá -dijo Hippolyte, y alzó hacia el techo las dos manos deformes, y todos se echaron a reír.

– No lo entienden -repitió con suavidad la madre, desolada-. No juegues con tus dedos, Hippolyte, no es momento para payasadas, cuando ha habido un muerto en Cérenay.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lina, de cuyo pecho, demasiado visible a través del pijama blanco, Adamsberg apartó la mirada.

– Mamá ya lo ha dicho -dijo Antonin-. Alguien se ha tirado a las vías cuando pasaba el rápido de Caen. Fue un suicidio, a eso se refería.

– ¿Cómo se han enterado? -preguntó Adamsberg a la madre.

– Al ir a la compra. El jefe de estación llegó a las siete cuarenta y cinco y vio a la policía y la ambulancia. Habló con uno de los enfermeros.

– ¿A las siete cuarenta y cinco, cuando el primer tren no para hasta las once?

– Había llamado el conductor del expreso. Le parecía haber visto algo en la vía, así que el jefe fue a comprobarlo. ¿Sabe quién se ha matado?

– ¿Se lo han dicho a ustedes?

– No -dijo Hippo-, Puede que sea la Marguerite Vanout.

– ¿Por qué ella? -preguntó Martin.

– Ya sabes lo que se dice en Cérenay. Euq átse adallirg.

– Que está grillada -explicó Lina.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo es eso? -preguntó Antonin, con el aire franco de un hombre intrigado, que no se da cuenta de que a él mismo se le va la olla.

– Desde que su marido la dejó. Chilla, se desgarra la ropa, raya las paredes de las casas, escribe. En las paredes.

– ¿Qué escribe?

– Cerdos asquerosos -explicó Hippo-, Con «j». En singular o en plural. Lo va escribiendo por todo el pueblo, y la gente de Cérenay empieza a estar hasta las narices. Todos los días, el alcalde tiene que mandar borrar todos los Cerdos ajquerosos que ella ha ido grabando durante la noche. Encima, como tiene dinero, esconde un billete gordo aquí o allí, debajo de una piedra, dentro de un árbol, y a la mañana siguiente, desde muy temprano, la gente se pone a buscar el dinero diseminado como en un juego de escondite. Ya nadie llega puntual al trabajo. Así que ella sola consigue desorganizarlo todo. Por otra parte, esconder billetes no está prohibido.

– Es más bien divertido -dijo Martin.

– Más bien -aprobó Hippo.

– No es divertido -regañó la madre-. Es una pobre mujer que ha perdido la cabeza, y sufre.

– Sí, pero es divertido igualmente -dijo Hippo inclinándose para depositar un beso en su mejilla.

La madre se transformó radicalmente, como si se diera cuenta súbitamente de que toda reprimenda era inútil e injusta. Dio unas palmaditas en la mano de su hijo mayor y fue a sentarse en el sillón de la esquina, desde donde, probablemente, ya no participaría en la conversación. Era como una oscura y tranquila salida, como si un personaje desapareciera del escenario a pesar de permanecer visible.

– Enviaremos flores para el entierro -dijo Lina-. Al fin y al cabo, conocemos bien a su tía.

– ¿Y si las cojo en el bosque? -propuso Martin.

– Enviar flores cortadas por uno mismo a un entierro no se hace.

– Tienen que ser pagadas -aprobó Antonin-. ¿Podemos comprar azucenas?

– No, hombre, las azucenas son para las bodas.

– Además, no tenemos dinero para azucenas -dijo Lina.

– ¿Y anémonas? -propuso Hippo-. Sal asnoména on nos yum sarac.

– No es la temporada -replicó Lina.

Adamsberg los dejó debatir un rato la elección de las flores para Marguerite, y esa conversación, salvo si había sido preparada por mentes superiores, le demostraba mejor que cualquier otra cosa que ningún Vendermot estaba implicado en el accidente de Céneray. Eso sí, superiores lo eran todos los Vendermot, no cabía duda.

– Pero Marguerite no está muerta -dijo por fin Adamsberg.

– ¿Ah, no? Pues fuera flores -concluyó prestamente Hippolyte.

– Entonces ¿quién? -preguntó Martin.

– Nadie ha muerto. El hombre estaba estirado entre los raíles, y el tren le pasó por encima sin tocarlo.

– Bravo -dijo Antonin-, Es lo que se llama una experiencia artística.

Al mismo tiempo, el joven tendía un terrón de azúcar a su hermana, y Lina, comprendiendo inmediatamente, lo partió en dos para él. Un gesto que exigía una presión fuerte de los dedos que Antonin no se aventuraba a ejercer.

Ese asalto de terrones de azúcar en todas las situaciones le producía ya una especie de estremecimiento, como si se viera rodeado por un asaltante múltiple cuyos terrones de azúcar fueran proyectiles y murallas.

– Si quería suicidarse, tendría que haberse puesto de través -dijo Lina mirando a Adamsberg.

– Es verdad, Lina. No quería suicidarse. Lo pusieron allí. Se trata de mi adjunto, Danglard. Alguien ha querido matarlo.

Hippolyte frunció las cejas.

– Utilizar un tren como arma -observó- no es facilitarse el trabajo.

– Pero para hacer creer que es un suicidio, no es ninguna tontería -dijo Martin-, Cuando uno ve una vía férrea, piensa en el suicidio.

– Sí -dijo Hippolyte torciendo el gesto-, pero una organización así viene de un cerebro torpe. Ambicioso, pero espeso. Completamente odallirg. Completamente grillado.

– Hippo -dijo Adamsberg apartando la taza-. Necesitaría hablarle a solas. Y luego a Lina, si es posible.

– Espeso, espeso -repitió Hippo.

– Pero necesito hablar con usted -insistió Adamsberg.

– No sé quién ha querido matar a su adjunto.

– Es sobre otra cosa. Sobre la muerte de su padre -añadió más bajo.

– Entonces sí -dijo Hippo echando una mirada a la madre-. Mejor salimos. Deje que vaya a vestirme, ahora vengo.

Adamsberg caminaba por la carreterita empedrada, junto a Hippolyte, que le llevaba veinte buenos centímetros de altura.

– No sé nada de su muerte -dijo Hippo-. Recibió un hachazo en la cabeza y otro en el pecho, eso es todo.

– Pero sabe que Lina limpió el mango.

– Eso dije en esa época, pero era pequeño.

– Hippo, ¿por qué Lina limpió el mango?

– No lo sé -dijo Hippo con voz enfurruñada-. No porque lo hubiera matado. Conozco a mi hermana, vamos. Ganas no le faltaban, como a todos nosotros. Pero era al contrario, fue ella quien impidió que Suif se lo cargara.

– Entonces limpió el hacha porque pensó que lo había matado uno de ustedes. O porque había visto a uno de ustedes matarlo. Martin o Antonin.

– Tenían seis y cuatro años.

– O usted.

– No. Nos daba demasiado miedo, a todos, para atrevernos a hacer algo así. No dábamos la talla.

– Pero usted le echó al perro.

– En ese caso, su muerte habría sido obra de Suif, no mía. ¿Ve la diferencia?

– Sí.

– Y el resultado fue que el muy cabrón mató a mi perro. Teníamos la impresión de que, si uno de nosotros se atrevía a tocar a padre directamente, padre era capaz de matarnos a todos, como a Suif, empezando por mi madre. Es lo que habría pasado, posiblemente, si el conde no me hubiera acogido en su casa.

– Émeri dice que usted no era un niño miedoso. Dice que sembró el caos en la escuela de pequeño.

– Sí, organicé una buena -dijo Hippolyte recobrando la gran sonrisa-. ¿Qué dice Émeri? ¿Que yo era un mocoso malnacido que aterrorizaba a todo el mundo?

– Eso más o menos.

– Eso exactamente. Pero Émeri tampoco era un angelito. Y él no tenía excusa. Estaba mimado y forrado. Antes de que Régis formara su pandilla de torturadores, un tal Hervé había encabezado el acoso y derribo. Pues bien, puedo decirle que Émeri no era de los últimos cuando me rodeaban y se ponían a pegarme. No, comisario, no lamento nada de eso, tenía que defenderme. Bastaba con que estirara las manos hacia ellos para que se dispersaran gritando. Qué risa. Ellos tenían la culpa. Ellos dijeron que yo tenía las manos del Diablo, que era el inválido del infierno. A mí solo no se me habría ocurrido. Entonces lo utilicé. No, si hay algo que lamento, es ser hijo del mayor cabronazo de la zona.

Lina se había vestido entretanto, con una blusa ajustada que hizo estremecerse a Adamsberg. Hippolyte le cedió el sitio con una palmada en el brazo.

– No te va a comer, hermanita -dijo-. Pero tampoco es inofensivo. Le gusta saber dónde disimula la gente sus porquerías, y eso es un oficio feo.

– Salvó a Léo -dijo Lina lanzando una mirada contrariada a su hermano.

– Pero se pregunta si he matado a Herbier y a Glayeux. Rebusca en mi montón de mierda, ¿verdad, comisario?

– Es normal que se lo plantee -interrumpió Lina-. Habrás sido correcto, al menos, ¿no?

– Mucho -aseguró Adamsberg sonriendo.

– Pero como Lina no esconde ningún montón de mierda, se la dejo sin preocuparme -dijo Hippo alejándose-. Eso sí, on el euqot in un olep.

– Que quiere decir…

– «No le toque ni un pelo» -dijo Lina-. Perdone, comisario, es su temperamento. Se siente responsable de todos nosotros. Pero somos buena gente.

Somos buena gente. La tarjeta de visita simplona de los Vendermot. Tan necia, tan tonta que Adamsberg sentía la tentación de creérsela. Su ideal del yo, en cierto modo, su divisa proclamada. Somos buena gente. ¿Para ocultar qué?, habría replicado Émeri. Un tipo inteligente como Hippolyte, y el adjetivo no estaba a la altura, un tipo capaz de invertir las letras de las palabras como quien juega a los bolos, no podía ser simplemente buena gente.

– Lina, le hago la misma pregunta que a Hippolyte. Cuando encontró usted a su padre asesinado, ¿por qué limpió el hacha?

– Para hacer algo, supongo. Por reflejo.

– Ya no tiene once años, Lina. No piensa que este tipo de respuesta puede ser suficiente. ¿Limpió el hacha para eliminar las huellas de uno de sus hermanos?

– No.

– ¿No le vino a la idea que Hippolyte podría haberle partido la cabeza a su padre, o Martin?

– No.

– ¿Por qué?

– Le teníamos todos demasiado miedo para presentarnos en su habitación. De todos modos, ni siquiera nos atrevíamos a subir allí. Estaba prohibido.

Adamsberg se detuvo en el camino, se puso frente a Lina y le pasó un dedo por la mejilla muy rosada, sin segunda intención, igual que Zerk había pasado el suyo por el plumaje del palomo.

– Entonces ¿a quién protegía usted, Lina?

– Al asesino -dijo súbitamente levantando la cabeza-. Y no sabía quién era. No me impresionó encontrar a mi padre en medio de su sangre. Sólo pensé que alguien, por fin, lo había aplastado, que ya no volvería, y eso era un alivio inmenso. Limpié las huellas del hacha para que nunca se castigara al asesino. Fuera quien fuera.

– Gracias, Lina. ¿Hippo era un terror en la escuela?

– Nos protegía. Porque mis hermanos, los pequeños, también las pasaban canutas en el patio de al lado. Cuando Hippo tuvo el valor de enfrentarse a los demás, con sus pobres dedos anormales, por fin nos dejaron en paz. Somos buena gente, pero Hippo tuvo que defendernos.

– Les decía que era un enviado del Diablo, que podía aniquilarlos.

– ¡Y funcionó! -dijo ella riéndose sin compasión-. ¡Se apartaban a nuestro paso! Para nosotros, los niños, fue un paraíso, r ramos los reyes. Sólo Léo nos puso en guardia. La venganza es un plato que se sirve frío, decía, pero yo no lo entendía en esa época. Ahora -añadió más sombría- lo estamos pagando. Con el recuerdo de Hippo-el-Diablo y el Ejército de Hellequin, comprendo que mi madre tema por nosotros. Aquí, en 1777, pasaron por las horcas a François-Benjamin, un criador de cerdos.

– Sí, lo sé. Porque había visto al Ejército.

– Con tres víctimas que nombró y una que no pudo reconocer. Igual que yo. La chusma se abalanzó sobre él al morir la segunda víctima, y estuvieron más de dos horas destripándolo. François-Benjamín pasó su don a su sobrino Guillaume, que se lo pasó a su prima Élodine; luego fue a Sigismond el curtidor, y a Hébrard, y a Arnaud el vendedor de lonas; luego a Louis-Pierre el clavecinista, a Aveline, y por último a Gilbert, que, al parecer, me lo transmitió en la pila del bautismo. ¿Su adjunto sabía algo, para que quisieran matarlo?

– Ni idea.

Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…, se recitó callado Adamsberg, sorprendido de ver resurgir el verso de Veyrenc.

– No se rompa la cabeza -dijo ella con voz súbitamente dura-. No es a él a quien querían matar, sino a usted.

– Qué va.

– Sí. Porque aunque no sepa nada ahora, acabará sabiéndolo todo mañana. Usted es mucho más peligroso que Émeri. Tiene el tiempo contado.

– ¿El mío?

– El suyo, comisario. Tiene que irse, huir. Nada detiene nunca al Señor, ni a él ni a sus soldados. No se quede en su camino. Créame o no, sólo trato de ayudarlo.

Palabras tan ásperas e inconsecuentes que Émeri la habría detenido por menos que eso. Adamsberg no se movió.

– Tengo que proteger a Mortembot -dijo.

– Mortembot mató a su madre. No vale la pena que se moleste por él.

– No es mi problema, Lina, usted lo sabe. -No me entiende. Mortembot morirá, haga lo que haga usted. Váyase antes.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– Quiero decir: ¿cuándo morirá?

– Lo decide Hellequin. Váyase. Usted y sus hombres.

Capítulo 37

Adamsberg entró con paso lento en el patio del hospital, que empezaba a conocer tan bien como el bar de la Brigada. Danglard se había negado a llevar la ropa de paciente, se había quitado la camisa reglamentaria de tejido de papel azul, y estaba sentado en la cama con su traje de chaqueta, por sucio que estuviera. La enfermera lo había desaprobado altamente, por la falta de higiene que implicaba. Pero como era un ex suicida, y un tren le había pasado por encima -un hecho que forzaba al respeto-, no se había atrevido a obligarlo.

– Necesitaría ropa más adecuada -fue la primera frase de Danglard.

Al tiempo, sus ojos se deslizaban hacia la pared, huyendo de su vergüenza, su ridículo y su degradación, que sobre todo no quería leer en la mirada de Adamsberg. El doctor Merlán le había resumido lo esencial de los acontecimientos sin formular opinión alguna, y Danglard no sabía como enfrentarse a sí mismo. No había sido profesional, había sido grotesco y, lo peor de todo, imbécil. Él, Danglard, el gran cerebro. Los celos primarios, el deseo agudo de aplastar a Veyrenc no habían dejado un solo resquicio para la menor parcela de dignidad e inteligencia. Puede que esas parcelas hubieran tratado de manifestarse, de decir algo, pero él no había oído nada, no había querido saber nada. Como el peor de los cretinos, ese peor que lleva a la destrucción. Y era aquél a quien había querido humillar quien lo había protegido y que había estado a punto de dejar la vida bajo las ruedas del tren. Él, Veyrenc de Bilhc, quien había tenido el reflejo, el valor y la capacidad de estirarlo entre los raíles. Él mismo, rumiaba Danglard, no habría llevado a cabo esa triple hazaña. Sin duda no se le habría ocurrido desplazar el cuerpo y seguramente no habría tenido la fuerza para hacerlo. Y quizá, peor aún, habría huido antes de intentarlo, con prisa por volver al andén.

El rostro del comandante estaba gris de desamparo. Parecía una rata pillada en un pasillo, y no acurrucada en una buena hogaza de pan en casa de Julien Tuilot.

– ¿Le duele? -preguntó Adamsberg.

– Sólo si muevo la cabeza.

– Al parecer no tuvo usted consciencia de que el rápido le pasaba por encima -dijo Adamsberg sin introducir ninguna nota de consuelo en la voz.

– No. Resulta humillante vivir una experiencia así sin acordarse de nada, ¿no? -dijo Danglard tratando de poner un grano de ironía.

– Eso no es lo que resulta humillante.

– Si al menos hubiera estado más borracho que de costumbre…

– Ni siquiera, Danglard. Al contrario, se controló usted en casa de Émeri para conservar la cabeza más o menos despejada con el fin de lograr su operación en solitario.

Danglard alzó los ojos hacia el techo amarillo y decidió mantener fija esa posición. Había visto la mirada de Adamsberg y había percibido el brillo preciso en sus pupilas. Brillo de largo alcance que él trataba de evitar. Brillo raro que no aparecía en el comisario más que en estado de ira, de interés intenso o de irrupción de idea.

– Veyrenc, en cambio, sí lo sintió, el paso del tren -insistió Adamsberg.

Rabioso contra la mediocridad de Danglard, decepcionado, desolado, lo estaba sin lugar a dudas. Sentía la necesidad de obligarlo a mirar y a saber. Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…

– ¿Cómo está? -preguntó Danglard entre dientes, apenas audible.

– Durmiendo. Recuperándose. Será una suerte si no le salen más mechas rojas. O mechas blancas.

– ¿Cómo lo sabía?

– Igual que yo lo sabía. Es usted mal conspirador, comandante. La ilusión de un proyecto secreto, excitante y arrogante se leía en su cara y en sus gestos durante toda la cena.

– ¿Por qué se quedó en vela Veyrenc?

– Porque pensó bien. Pensó que, si algo podía entusiasmarlo de ese modo, algo que usted quería llevar a cabo solo, probablemente se trataba de algo dirigido contra él. Por ejemplo, conseguir una información nueva. En cambio usted, comandante, olvidó que cuando un informador desea conservar el anonimato, no se presenta en persona. Escribe sin dar cita. Incluso Estalére se habría olido la trampa. Usted no. Veyrenc sí. Por último y sobre todo, pensó que, en una masacre así, uno no actúa solo. Salvo si quiere conseguir un laurel solito y si ese deseo lo hace olvidar la evidencia. Porque recibió usted un mensaje, ¿no, Danglard? Una cita.

– Sí.

– ¿Cuándo? ¿Cómo?

– Encontré la nota en el bolsillo de mi chaqueta. El tipo debió de deslizarlo allí en medio del gentío que se formó delante de la casa de Glayeux.

– ¿Lo ha conservado?

– No.

– Estupendo, comandante. ¿Por qué?

Danglard se ramoneó varias veces el interior de las mejillas antes de decidirse a contestar.

– No quería que se supiera que me había quedado un mensaje. Que había actuado con premeditación. Pensaba inventar una versión plausible tras haber recogido la información.

– ¿Por ejemplo?

– Que me había fijado en alguien en la multitud. Que me había informado sobre ese alguien. Que había ido a dar una vuelta por Cérenay para saber más. Algo anodino.

– Algo digno, en el fondo.

– Sí -musitó Danglard-. Algo digno.

– Pues le ha salido rana -dijo Adamsberg levantándose, recorriendo los pocos metros de la habitación, rodeando la cama del comandante.

– Vale -dijo Danglard-, Me caí en el foso del estiércol y me fui hundiendo.

– Algo así me ocurrió antes que a usted, ¿lo recuerda?

– Sí.

– Así que no ha inventado nada. Lo más difícil no es caer, sino limpiarse después. ¿Cómo era el mensaje?

– Una escritura analfabeta, con muchas faltas. Real o fingida, todo es posible. En cualquier caso, si estaba trucada, estaba muy bien hecha. Sobre todo la palabra «baila», tachada varias veces.

– ¿Qué decía?

– Que fuera al andén de la estación de Cérenay a las seis cincuenta en punto. Supuse que el tipo vivía en ese pueblo.

– No lo creo. La ventaja de Cérenay es que por allí pasan los trenes. A las seis cincuenta y seis. En cambio, la estación de Ordebec está abandonada. ¿Qué dijo Merlán sobre la droga?

Los ojos de Adamsberg habían recobrado su estado casi normal, acuoso, «algoso», decían algunos, obligados a inventar una palabra para describir ese aspecto fundido, indistinto, casi pastoso.

– Según los primeros resultados, no me queda nada en el cuerpo. Piensa que se trata de un anestesiante usado por los veterinarios y calculado para dejarme k.o. un cuarto de hora y volatilizarse. Clorhidrato de ketamina en dosis baja, puesto que no tuve alucinaciones. Comisario, ¿se puede hacer algo? Quiero decir: ¿se puede hacer que la Brigada no se entere de este episodio?

– No veo ninguna objeción en lo que a mí respecta. Pero somos tres los que lo sabemos. Así que no es conmigo con quien hay que tratar el asunto, sino con Veyrenc. Después de todo, él podría tener la tentación de tomar la revancha. Sería comprensible.

– Sí.

– ¿Se lo mando?

– Todavía no.

– En el fondo -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta-, no se equivocaba usted imaginando que se iba a jugar la vida en Ordebec. En cuanto al porqué habrán querido matarlo, comandante, tendrá usted que reflexionar, reunir todos los fragmentos. Encontrar qué es lo que el asesino temió en usted.

– ¡No! -gritó casi Danglard cuando Adamsberg abría la puerta-. No, no era yo. El tipo me tomó por usted. La nota empezaba con «Comisario». Es a usted a quien quiso matar. Usted no tiene pinta de un policía de París, yo sí. Cuando llegué a la casa de Glayeux con el traje gris, el tipo creyó que yo era el comisario.

– Es lo que piensa también Lina. Y no sé por qué lo piensa. Le dejo, Danglard, tengo que distribuir las rondas alrededor de la casa de Mortembot.

– ¿Va a ver a Veyrenc?

– Si se ha despertado.

– ¿Podría decirle una cosa? De mi parte.

– Ni hablar, Danglard. Eso le corresponde a usted.

Capítulo 38

Las características del lugar de intervención, según la expresión de Émeri -es decir, la casa de Mortembot- habían sido ampliamente expuestas a los agentes del equipo mixto Ordebec-París, y las horas de ronda distribuidas. El medio hombre que había podido conseguir Émeri -el cabo Faucheur- había sido cedido a tiempo completo por la gendarmería de Saint-Venon, consciente de la urgencia de la situación. Disponían de cuatro grupos de dos hombres, lo cual permitía establecer cuatro rondas de seis horas por cada veinticuatro horas. Un hombre en la parte trasera, frente a los prados, encargado de esa fachada y del flanco este. Un hombre delante, responsable de la parte de la calle y del lado oeste. La casa no era larga; ningún ángulo quedaba sin vigilancia. Eran las dos treinta y cinco de la tarde, y Mortembot, arrellanando su grueso cuerpo en la pequeña silla de plástico, sudaba escuchando las instrucciones. Encerrado en casa hasta nueva orden, con las contraventanas cerradas. No le parecía mal. De haber podido, habría pedido que lo encerraran en un módulo de cemento. Establecieron el código que permitía a Mortembot asegurarse de que quien llamara a su puerta era policía, para el abastecimiento y la información. El código sería modificado todos los días. Prohibido, claro, abrir al cartero, a cualquier mensajero enviado desde los viveros, a un amigo deseoso de noticias. Los cabos Blériot y Faucheur harían la primera guardia, hasta las nueve de la noche. Justin y Estalére los relevarían hasta las tres de la madrugada. Adamsberg y Veyrenc hasta las nueve, y Danglard y Émeri cerrarían el ciclo hasta las tres de la tarde. Adamsberg había tenido que negociar, con pretextos falaciosos, para que Danglard y Veyrenc no estuvieran juntos. Las reconciliaciones forzadas le parecían vanas y de mal gusto. El programa era para tres días.

– Pero ¿y pasados los tres días? -preguntó Mortembot pasándose los dedos una y otra vez por el pelo mojado.

– Ya veremos -dijo Émeri sin miramientos-. No vamos a pasar semanas protegiéndote si atrapamos al asesino.

– Pero si no lo atraparéis nunca -dijo Mortembot casi gimiendo-. No se atrapa al señor Hellequin.

– Porque ¿tú crees en eso? Y yo que pensaba que tu primo y tú erais incrédulos.

– Jeannot sí. Yo siempre pensé que había una fuerza en el bosque de Alance.

– ¿Y se lo dijiste, eso, a Jeannot?

– No, no. Consideraba que eran idioteces de retrasados.

– Entonces, si crees, sabrás por qué Hellequin te ha elegido, ¿no? ¿Sabes por qué le tienes miedo?

– No, no lo sé.

– Claro.

– A lo mejor porque era amigo de Jeannot.

– ¿Y porque Jeannot mató al joven Tétard?

– Sí -dijo Mortembot frotándose los ojos.

– ¿Lo ayudaste?

– No, no, palabra de Dios.

– ¿Y no te molesta denunciar a tu primo ahora que está muerto?

– Hellequin exige arrepentimiento.

– Ah, es por eso. Para que el Señor te perdone. En ese caso, más te vale contar lo que le pasó a tu madre.

– No, no, a ella no la toqué. Es mi madre.

– Sólo tocaste el pie de la escalera con una cuerda. No vales nada, Mortembot. Levántate, vamos a encerrarte en tu casa. Y como vas a tener tiempo para pensar, ponte al día con Hellequin, redacta tu confesión.

Adamsberg pasó por la posada, donde encontró a Hellebaud instalado en la cama, en el hueco del colchón, y a Veyrenc des- pierio, duchado, vestido, sentado delante de una ración de pasta calentada que comía directamente de la cazuela.

– Nos toca hacer guardia a los dos desde las tres de la madrugada hasta las nueve de la mañana, ¿Te va bien?

– Muy bien, creo que ya estoy normal. Ver un tren echársete encima es indescriptible. Por poco me rajo, por poco dejo a Danglard en la vía y me subo al andén.

– Serás condecorado -dijo Adamsberg con una breve sonrisa-, Recibirás la medalla de honor de la Policía. Toda la medalla de plata.

– Ni siquiera. Para eso habría que contarlo todo y hundir a Danglard. Y él no se recuperaría de ésa. El albatros caído, la inteligencia venida a menos.

– Ya está remando por tierra, Louis. No sabe cómo salir de su propia debacle.

– Normal.

– Sí.

– ¿Quieres pasta? No me la voy a acabar -dijo Veyrenc tendiéndole la cazuela.

Adamsberg estaba comiendo la pasta tibia cuando le sonó el móvil. Lo abrió con una mano y leyó el mensaje de Retancourt. Por fin.

Según Sv 1 a mayordomo, cortó pelo jueves noche por duelo, 3 madrugada. Pero según doncella despedida, ya corto jueves regreso fiesta. Pero doncella vengativa, testigo sospechosa. Me voy. Me ocupo coche.

Adamsberg enseñó el texto a Veyrenc, con el corazón un poco palpitante.

– No entiendo -dijo Veyrenc.

– Te explico.

– Yo también te explico -dijo Veyrenc bajando sus larguísimas pestañas-. Están de nuevo en la carretera.

Veyrenc se interrumpió y dibujó el contorno de África en una hoja de papel que había servido para hacer una lista de la compra.

– ¿Cuándo lo has sabido? -escribió Adamsberg bajo las palabras queso, pan, mechero, alpiste palomo.

– Mensaje recibido hace una hora -escribió Veyrenc.

– ¿De quién?

– De un amigo cuyo número tiene tu hijo.

– ¿Qué ha pasado?

– Un policía en Granada.

– ¿Dónde están?

– En Casares, a quince kilómetros de Estepona.

– ¿Dónde está eso?

– Enfrente de África.

– Salimos -dijo Adamsberg-. Ya no tengo hambre.

Capítulo 39

– Nada que señalar -dijo Justin cuando Veyrenc y Adamsberg fueron a tomar el relevo a las dos cincuenta y cinco de la madrugada.

Adamsberg rodeó la casa y se reunió con Estalére, que hacía concienzudamente su ronda mirando alternativamente la casa y los prados.

– Nada -confirmó Estalére-, Salvo que todavía no duerme -dijo señalando la luz a través de las contraventanas.

– Tiene más en que pensar que con que soñar.

– Será eso.

– ¿Qué comes?

– Un terrón de azúcar. Es bueno para conservar la energía. ¿Quiere uno?

– No, gracias, Estalére. Últimamente, hay algo en los terrones de azúcar que me horripila.

– ¿Una alergia? -se inquietó el cabo abriendo sus inmensos ojos verdes.

Adamsberg tampoco había podido pegar ojo, a pesar de sus tentativas de hacer provisión de sueño antes de la noche de guardia. Zerk y Mo estaban en peligro, a punto de desaparecer en África -¿y por qué su Zerk seguía hasta ese punto el destino de Mo?-. El asesino de Ordebec se le escapaba como el auténtico espectro apestoso que era, como para creer que todos tenían razón y que nadie podría atrapar al señor Hellequin, el de la larga cabellera; la familia Clermont seguía inexpugnable, aunque había esa historia de las mechas cortas. Un elemento tan nimio que se disolvía al primer examen. A menos que la doncella expulsada tuviera razón y que Salvador 1, Christian, hubiera vuelto a su casa con el pelo corto. Salido a las ocho de la tarde con el pelo largo, vuelto a las dos de la madrugada con el pelo corto. Corto como cuando Mo se afeitaba la cabeza si el fuego lo atacaba. Para que no se vieran las mechas quemadas, las calvas, para que la policía no sospechara. Pero era Christophe, y no Christian, quien había acompañado a su padre. Y sus trajes estaban impecables, y no habían sido enviados a la tintorería.

Adamsberg se concentró en la vigilancia. La luna iluminaba bastante bien los prados y el linde del bosque, pese a que, como había señalado Émeri, se habían acumulado nubes al oeste. Parecía que, después de quince días de calor sin lluvia, los normandos empezaban a encontrar inquietante esa anomalía. Ese asunto de nubes al oeste se estaba convirtiendo en idea fija.

A las cuatro de la madrugada, las luces seguían encendidas en las dos salas de la planta baja, la cocina y el baño. Que Mortembot estuviera despierto no tenía nada extraño; pero los insomnes que conocía Adamsberg apagaban casi todas las luces salvo la de la habitación donde se acurrucaban. A menos que Mortembot, helado de miedo, no se hubiera atrevido a dejar la casa a oscuras. A las cinco, fue a ver a Veyrenc.

– ¿Te parece normal? -le preguntó.

– No.

– ¿Controlamos?

– Sí.

Adamsberg llamó a la puerta de la forma convenida. Cuatro golpes largos, dos cortos, tres largos. Repitió el código varias veces sin obtener respuesta.

– Abre -dijo a Veyrenc- y prepara tu arma. Quédate fuera mientras entro a comprobar.

Adamsberg, empuñando el arma, amartillada, recorrió las habitaciones vacías pegado a las paredes. No vio un libro abierto, ni un televisor encendido, ni a Mortembot. En la cocina, los restos de una cena fría que el hombre no había tenido energía para acabar. Ropa en el cuarto de baño, la misma que llevaba poco antes en la gendarmería. Mortembot sólo había podido desaparecer por la ventana del tejado, esperando que uno de los policías doblara la esquina para saltar al suelo. No había confiado en ellos, había preferido desaparecer. Adamsberg abrió la puerta del retrete, y el gordo cuerpo se derrumbó a sus pies, de espaldas. La sangre había inundado el suelo, y Mortembot, con el pantalón bajado hasta las caderas, tenía la garganta horadada por un largo y grueso proyectil de acero. Un perno de ballesta, si Adamsberg no se equivocaba. Llevaba muerto al menos tres horas. El cristal del ventanuco estaba roto, en el suelo.

El comisario llamó a Veyrenc.

– Alcanzado directamente en la garganta mientras meaba. Mira la altura -dijo Adamsberg posicionándose delante del retrete, frente al ventanuco-. El proyectil le ha dado directamente en el cuello.

– Joder, Jean-Baptiste, la ventana tiene un barrote de hierro; a cada lado no hay más de veinte centímetros de ancho. ¿Qué es esta flecha? ¿Un arquero tras la ventana? ¡Pero Estalére lo habría visto!

– Es un perno, un perno de ballesta muy poderoso.

Veyrenc silbó entre los dientes, de ira o de sorpresa.

– Pues menuda arma medieval.

– No tan medieval, Louis. Por lo que sobresale de la herida, apostaría por un perno con punta para caza, muy contemporáneo. Ligero, sólido y preciso, con aletas afiladas como hojas de afeitar, que provocan hemorragia. Muerte segura.

– Siempre y cuando se pueda apuntar -dijo Veyrenc, rodeando el cuerpo y apoyando el rostro entre el barrote y el marco del ventanuco-. Mira el espacio. Apenas puedo pasar el brazo. Con suerte, el tirador se habrá apostado a menos de cinco metros para lograr un disparo así sin chocar con el barrote. Estalére lo habría visto. La luz de farola de la carretera llega hasta allí.

– No con suerte, Louis. Con una ballesta de polea, una compuesta por ejemplo. A cuarenta metros, con visor y óptica de noche, el hombre no podía fallar. Incluso a cincuenta metros si es bueno. Y para poseer un arma así, tiene que ser bueno. En cualquier caso, eso significa que el asesino estaba en el bosque, apostado justo en el linde. Disparo perfectamente silencioso. Tuvo todo el tiempo del mundo para irse antes de que la policía descubriera el estropicio.

– ¿Entiendes de ballestas?

– Fui tirador de elite sin querer, durante el servicio. Me hicieron disparar con todos los artilugios imaginables.

– Es curioso -dijo Veyrenc volviéndose-. Se había cambiado.

Adamsberg marcaba el número de Émeri.

– ¿Cambiado de qué? -dijo.

– De ropa. Mortembot se había cambiado de ropa. Polo y pantalón de deporte grises a juego. ¿Para qué, si tenía que quedarse enclaustrado en su casa?

– Para limpiarse de su paso por el calabozo, ¿no? Me parece normal. Émeri, ¿te despierto? Ven a galope, Mortembot ha muerto.

– ¿No podía esperar a mañana? -preguntó Veyrenc.

– ¿El qué?

– Para cambiarse.

– Joder, Louis, qué más da. Fue a mear, el asesino esperaba ese momento. Mortembot se presentó de cara, a plena luz delante del ventanuco, inmóvil. Un blanco perfecto. Cayó en silencio. El señor Hellequin se lo llevó, y encima a la antigua.

– A la antigua versión comando, tú mismo lo has dicho.

– Para un disparo así, es lo único que se me ocurre. Pero en fin, es un armatoste de más de tres kilos y de casi un metro de largo. Incluso plegable, no se disimula debajo de una chaqueta. El tipo tenía que saber dónde deshacerse de eso después.

– ¿Quién posee un chisme así hoy en día?

– Muchos cazadores. Es el arma típica de los furtivos que van a las piezas grandes, por la discreción. También se llama «arma de ocio», un aparato de sexta categoría, de posesión libre, considerado como un juego o un deporte. Menudo juego.

– ¿Por qué no se te ocurrió?

Adamsberg miró detenidamente el ventanuco, el cristal roto, el barrote de hierro.

– Sobre todo pensé que, con el obstáculo del cristal, cualquier disparo se vería desviado. De bala o de flecha. El resultado era demasiado incierto para que un asesino se atreviera a disparar por aquí. Pero mira bien este cristal, Louis. Eso es lo que no habíamos comprobado.

Émeri entraba en la casa con sólo dos botones de la chaqueta abrochados.

– Lo siento, Émeri -dijo Adamsberg-. Un perno de ballesta a través del ventanuco del retrete. Cuando el hombre estaba meando.

– ¿El ventanuco? ¡Pero si tiene un barrote!

– Pues pasó, Émeri. Le dio de lleno en la garganta.

– ¿Una ballesta? Pero si eso sólo vale para herir a un ciervo a diez metros.

– Ésta no, Émeri. ¿Has avisado a Lisieux?

– Ya vienen. Asumes tú la responsabilidad, Adamsberg. Tú eres el encargado del caso. Y son tus hombres los que estaban de guardia.

– Mis hombres no pueden ver a cuarenta metros en un bosque. Y deberías haber previsto el acceso por el ventanuco. Tú eras el encargado de hacer el inventario de los riesgos del lugar.

– ¿Y de prever un disparo de ballesta por un agujero de ratón?

– Yo diría que de rata.

– Este agujero de rata tenía un cristal grueso que habría desviado cualquier proyectil. El tirador no podía elegir este acceso.

– Mira el cristal, Émeri. No ha quedado ni un fragmento de vidrio enganchado a la madera. Había sido cuidadosamente recortado, de modo que un simple empujón de dedo habría bastado para hacerlo caer.

– De modo que no desvió el disparo.

– No. Y no nos hemos fijado en la marca del diamante en el marco.

– Eso no explica que el asesino haya elegido la ballesta.

– Por el silencio. Añade a eso que conocía la casa de Mortembot. Hay moqueta por todas partes, hasta en el retrete. El cristal cayó sin hacer ruido.

Émeri se subió el cuello de la chaqueta, refunfuñando malhumorado.

– La gente de por aquí tiene más bien fusiles. Si no quería alertar, el asesino habría podido disparar con silenciador y bala subsónica.

– Aun así, hace ruido. Más o menos como un 22 de aire comprimido, o sea mucho más que una ballesta.

– Pero se oye el ruido de la cuerda.

– No es un ruido que uno se espere. De lejos, se puede tomar la vibración por un aleteo. Y es un arma de las de Hellequin, ¿no?

– Sí, dijo Émeri con amargura.

– Piensa en ello, Émeri. Es una elección no sólo técnicamente perfecta, también artística. Histórica y poética.

– El disparo a Herbier no fue poético.

– Digamos que va evolucionando. Que se va refinando.

– ¿Crees que el asesino se toma por Hellequin?

– No tengo ni idea. Sólo sé que es un excelente ballestero. Tenemos al menos eso como punto de partida. Investigar los clubes de tiro, espulgar los nombres de los miembros.

– ¿Por qué se cambió? -preguntó Émeri mirando el cuerpo de Mortembot.

– Para limpiarse del calabozo -dijo Veyrenc.

– La celda está limpia. Y las mantas también. ¿Tú qué crees, Adamsberg?

– Sólo me pregunto por qué a ti y a Veyrenc os sorprende tanto que se haya cambiado. Aunque bueno, todo cuenta -dijo señalando el ventanuco con lasitud-. Incluso un agujero de rata. Sobre todo un agujero de rata.

Capítulo 40

Adamsberg participó en la búsqueda en el bosque hasta las siete de la mañana, con los otros cinco hombres sacados de la cama. Danglard parecía extenuado. Tampoco él, pensó Adamsberg, había podido dormir, buscando en vano un lugar tranquilo donde dejar sus pensamientos, como trata uno de resguardarse del viento. Su mente brillante, en la que no cabía sospechar vileza ni estupidez, yacía en pedazos a sus pies.

Con los primeros albores del día, localizaron bastante rápidamente dónde se había apostado el asesino. Fue Faucheur quien llamó a los demás. De manera insólita, estaba claro que el asesino, protegido por un roble de siete troncos, se había sentado en un taburete plegable cuyas patas metálicas se habían hundido en la alfombra de hojas.

– Lo nunca visto -dijo Émeri casi escandalizado-. Un asesino que piensa en ponerse cómodo. El tipo se dispone a matar a un hombre, pero no quiere que eso le canse las piernas.

– Puede que sea viejo -dijo Veyrenc-. O que le cueste estar de pie mucho rato. Antes de que Mortembot fuera al váter, la espera podía durar horas.

– No tan viejo -dijo Adamsberg- para armar la cuerda de una ballesta y soportar el impacto. Hay que estar fuerte. Estar sentado le daba precisión. Y se hace menos ruido que cuando se mueve uno de pie. ¿A cuánto estamos del blanco?

– Yo diría que cuarenta y dos, cuarenta y tres metros -dijo Estalére, que, como siempre había afirmado Adamsberg, tenía buena vista.

– En Rouen -dijo Danglard muy bajo, como si su brillo perdido le impidiera colear la voz con normalidad-, se conserva el corazón de Ricardo Corazón de León en la catedral, muerto en combate por un disparo de ballesta.

– ¿Ah, sí? -dijo Émeri, siempre estimulado por los hechos gloriosos de los campos de batalla.

– Sí. Fue herido en el sitio de Châlus-Chabrol en marzo de 1199, y murió a los once días, de gangrena. En su caso, al menos, se conoce el nombre del asesino.

– ¿Quién fue? -preguntó Émeri.

– Pierre Basile, un noblezuelo de Lemosín.

– Maldita sea, pero ¿qué coño nos importa? -dijo Adamsberg, irritado por el hecho de que Danglard, en su desastre, persistiera en exhibir su erudición.

– Es sólo que es una de las víctimas de ballesta más célebres -dijo Danglard con voz sorda.

– Y después de Ricardo, el lamentable Michel Mortembot -dijo Émeri-, Decadencia completa -concluyó sacudiendo la cabeza.

Los hombres siguieron con la batida, buscando sin fe la huella de los pasos del asesino. La alfombra de hojas estaba agostada por el verano y no conservaba las huellas. Émeri los llamó con un silbido tres cuartos de hora después, agrupándolos a varios metros del linde opuesto del bosque. Se había abrochado la chaqueta y los esperaba, de nuevo muy recto, delante de una parcela de tierra recién removida y mal cubierta de hojas dispersas.

– La ballesta -dijo Veyrenc.

– Eso creo -dijo Émeri.

La fosa no era profunda, de una treintena de centímetros, y los cabos despejaron rápidamente una funda de plástico.

– Eso es -dijo Blériot-. El hombre no habrá querido destruir el arma. La ha enterrado aquí para salir del paso. Habrá preparado el agujero con antelación.

– Igual que recortó la ventana con antelación.

– ¿Cómo adivino que Mortembot se encerraría en su casa?

– No es muy difícil de imaginar que, después de la muerte de Glayeux, Mortembot volvería a la casa de su madre -dijo Émeri-. Muy mal enterrada -añadió con una mueca señalando el agujero-. Igual que escondió fatal el hacha.

– Es posible que sea tonto -dijo Veyrenc-, Que sea muy eficaz en lo inmediato pero incapaz de pensar a largo plazo. Una organización mental con blancos, faltas.

– O bien el arma pertenece a alguien, como el hacha, que empieza a estar cansado -dijo Adamsberg-, por ejemplo un Vendermot, y el asesino la deja intencionadamente para que la encontremos.

– Ya sabe lo que pienso de ellos -dijo Émeri-, pero no creo que Hippo posea una ballesta.

– ¿Y Martin, que siempre está metido en el bosque recolectando?

– No lo imagino capturando sus bichos con una comando. Pero quien sin duda poseía una era Herbier.

– Hace dos años -confirmó Faucheur-, encontramos una jabalina con un perno en el flanco.

– El asesino pudo fácilmente coger el arma en su casa, después de su muerte, antes de que la precintaran.

– Aunque siempre hay manera de deshacer los precintos y volver a colocarlos -dijo Adamsberg.

– Hay que ser profesional.

– Es verdad.

El equipo de Émeri se llevó el material para transferirlo a Lisieux, cercó la zona del agujero y la del taburete, dejando a Blériot y Faucheur de guardia en espera del equipo técnico.

Volvieron a casa de Mortembot al mismo tiempo en que llegaba el doctor Merlán para las primeras constataciones. La forense estaba en Livarot, donde un tejero se había caído del tejado. Nada criminal aparentemente, pero los gendarmes prefirieron llamarla debido al comentario de la esposa, que había dicho que su marido estaba «inflado de sidra como una panza de vaca».

Merlán observó el cuerpo de Mortembot y sacudió la cabeza.

– Si uno no puede ni mear tranquilo… -dijo simplemente.

Una oración fúnebre un poco cutre, pensó Adamsberg, pero no desprovista de acierto. Merlán confirmó que el disparo se había producido entre la una y las dos de la madrugada, en todo caso antes de las tres. Extrajo el perno sin desplazar el cuerpo, para dejar las cosas preparadas para su colega.

– Menuda salvajada -dijo agitándolo delante de Adamsberg-. Mi colega lo abrirá, pero, por el impacto, el perno debe de haber atravesado la laringe hasta el esófago. Supongo que murió de asfixia antes de que la hemorragia hiciera su efecto. ¿Lo vestimos?

– No podemos, doctor. Tienen que pasar los técnicos.

– De todos modos -dijo Merlán con una mueca.

– Sí, doctor, ya lo sé.

– Y usted -dijo Merlán mirando fijamente a Adamsberg-, debería ir a dormir ahora mismo. El también -añadió señalando a Danglard con el pulgar-. Aquí hay gente que no descansa lo suficiente. Van a caer como bolos sin necesidad de bola.

– Ve -dijo Émeri dando una ligera palmada en el hombro a Adamsberg-. Esperaré a los técnicos. Blériot y yo hemos dormido.

Hellebaud había dejado por la habitación señales de su paseo matutino, abandonando granos de alpiste aquí y allí. Pero había vuelto a ocupar el zapato izquierdo y lanzó un arrullo al ver a Adamsberg. El asunto del zapato, por contra natura que fuera, tenía al menos una gran ventaja. El palomo ya no dejaba sus deposiciones al vuelo por toda la habitación, sino estrictamente en el zapato. Cuando hubiera dormido, rasparía el interior. ¿Con qué?, se preguntó acurrucándose en el surco del colchón. ¿Un cuchillo? ¿Una cucharilla? ¿Un calzador?

La violencia de esa saeta de caza lo había estomagado, con las afiladas aletas horadando al tipo en plena meada. Mucho más que la miga de pan embutida en la garganta de la anciana, Lucette Tuilot, método que, por su aspecto inédito y rudimentario, tenía algo conmovedor. Y Danglard lo había irritado con su comentario sobre Ricardo Corazón de León, como si les importara. Incluso Veyrenc, al preguntarse por qué Mortembot se había cambiado de ropa. Irritación rápida y poco justa que demostraba su estado de fatiga. Mortembot se había quitado la chaqueta azul, que debía de tener el olor de la celda, por mucho que se dijera, aunque fuera al antiséptico, y se había puesto un conjunto de algodón gris pálido con el pantalón ribeteado de gris oscuro. ¿Y qué? ¿Y si Mortembot quería ponerse cómodo? ¿O elegante? Émeri también lo había irritado con su manera de anunciarle de nuevo que le dejaba toda la responsabilidad del desastre. Soldado cobarde, ese Émeri. Ese tercer asesinato iba a incendiar Ordebec y la región entera. Los periódicos locales ya estaban llenos de la furia asesina de Hellequin, algunas cartas al director señalaban a los Vendermot sin nombrarlos todavía, y el día anterior le había parecido que las calles se habían vaciado antes que de costumbre. Y ahora que el asesino mataba de lejos con ballesta, nadie estaba a salvo en su agujero de rata. Si el asesino supiera hasta qué punto se sentía ignorante y desamparado, no se habría tomado la molestia de convocar un tren para aniquilarlo. Quizá el pecho de Lina le quitaba toda visibilidad sobre la culpa de la familia Vendermot.

Capítulo 41

Adamsberg abrió los ojos tres horas después, atento al fragor de una mosca que atravesaba la habitación como una furia sin que pareciera haberse percatado, igual que Hellebaud, de que la ventana estaba abierta de par en par. En ese primer instante del despertar, no pensó ni en Zerk ni en Mo al borde del peligro, ni en las muertes del señor Hellequin, ni en la vieja Léo. Se preguntó simplemente por qué había creído que la chaqueta que llevaba Mortembot en la celda era azul si era marrón.

Abrió la puerta, esparció un poco de alpiste por el umbral, para invitar a Hellebaud a aventurarse a por lo menos un metro del zapato, y se fue a prepararse un café en la cocina. Danglard estaba allí, callado, el rostro inclinado hacia un periódico sin leerlo, y Adamsberg empezó a experimentar cierta compasión por su viejo amigo incapaz de salir del foso de estiércol.

– Dicen en El Reportaje de Ordebec que los policías de París no dan una. Resumiendo.

– No se equivocan -dijo Adamsberg echando agua sobre el poso de café.

– Recuerdan que, ya en 1777, el señor Hellequin había aplastado la gendarmería sin combatir siquiera.

– Tampoco es falso.

– Sin embargo, hay algo. No tiene nada que ver con el caso, pero lo pienso igualmente.

– Si se trata del corazón de Ricardo, no vale la pena, Danglard.

Adamsberg salió al patio grande dejando el agua hervir en el fogón. Danglard sacudió la cabeza, levantó su cuerpo, que le pareció diez veces más pesado que de costumbre, y acabó de colar el café. Se aproximó a la ventana para ver a Adamsberg dar vueltas bajo los manzanos, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón deformado, con la mirada -o eso le pareció a él- vacía, desertada. Danglard se preocupaba por el café, sin dejar de vigilar el patio de reojo: ¿había que llevarlo afuera? ¿O beberlo solo sin avisar? Adamsberg desapareció de su campo de visión, y emergió del sótano antes de volver a la casa con paso rápido. Se sentó de golpe en un banco, sin su flexibilidad habitual, puso las palmas de las dos manos sobre la mesa y lo miró rígidamente sin hablar. Danglard, que en esos momentos no se sentía con derecho de cuestionar ni de criticar, colocó dos tazas en la mesa y sirvió el café como una buena esposa, a falta de saber qué otra cosa hacer.

– Danglard -dijo Adamsberg-, ¿de qué color era la chaqueta de Mortembot cuando estaba en la gendarmería?

– Marrón.

– Exacto. Y yo la vi azul. Vamos, pensando en ello más tarde, dije «azul».

– ¿Sí? -dijo Danglard con prudencia, más alarmado por las fases de fijeza de Adamsberg que cuando se encendía el fulgor en sus ojos algosos.

– ¿Y por qué, Danglard?

El comandante se llevó la taza a los labios, mudo. Sentía tentaciones de echarle una gota de calvados, como se hacía allí, para «animar el cuerpo», pero presentía que ese gesto, a las tres de la tarde, podría despertar la ira apenas aplacada de Adamsberg, sobre todo desde que El Reportaje de Ordebec publicaba que no daban una y -pero eso no se lo había dicho al comisario- que no daban un palo al agua. O al contrario, Adamsberg estaba tan lejos que quizá ni se daría cuenta. Iba a levantarse para servirse esa gotita, cuando Adamsberg se sacó del bolsillo un puñado de fotografías que expuso ante él.

Los hermanos Clermont-Brasseur -dijo.

De acuerdo -dijo Danglard-. Las fotos que le dio el conde.

Precisamente. Con los trajes que llevaban en la famosa fiesta. Aquí Christian, con chaqueta azul de raya diplomática. Aquí Christophe con la chaqueta de yachtman.

– Vulgar -juzgó Danglard en voz baja.

Adamsberg sacó el móvil, se saltó unas cuantas imágenes y se lo pasó a Danglard.

– Aquí tiene la foto que envió Retancourt, la del traje que llevaba Christian al volver a su casa por la noche. Traje que no ha sido enviado a la tintorería, igual que el de su hermano. Todo eso lo comprobó Retancourt.

– Habrá que creerla -dijo Danglard examinando la pequeña instantánea.

– Traje azul a rayas para Christian. ¿Lo ve? No marrón.

– No.

– Entonces, ¿por qué pensé que la chaqueta de Mortembot era azul?

– Por error.

– Porque se cambió, Danglard. ¿Comprende la relación?

– La verdad, no.

– Porque en el fondo sabía que Christian se había cambiado. Como Mortembot.

– ¿Y por qué se cambió Mortembot?

– ¡Nos importa una mierda Mortembot! -se irritó Adamsberg-. Parece que ninguno de vosotros se entera y lo hacéis todos a propósito.

– No olvide que me ha pasado un tren por encima.

– Es verdad -reconoció brevemente Adamsberg-. Christian Clermont se cambió, y yo lo tuve delante de mis ojos desde hace días. Tan delante de mis ojos que, cuando pensé en la chaqueta de Mortembot, la vi azul. Como la de Christian. Compare bien, Danglard: el traje que lleva Christian durante la recepción y el que fotografió Retancourt, es decir el traje que llevaba al volver a su casa.

Adamsberg puso delante de Danglard la foto que le había dado el conde y, en paralelo, la del móvil. Pareció darse cuenta de que había café delante de él y engulló de un trago media taza.

– ¿Y bien, Danglard?

– Lo veo porque me lo ha dicho usted. Los dos trajes son casi idénticos, ambos del mismo azul, pero, efectivamente, no son los mismos.

– Eso es, Danglard.

– Rayas menos finas en el segundo traje, solapas más anchas, sisas más estrechas.

– Eso es -repitió Adamsberg sonriendo, antes de levantarse y andar a largas zancadas desde la chimenea hasta la puerta-. Eso es. Desde el momento en que Christian se fue de la fiesta hacia medianoche y el momento en que llegó a su casa hacia las dos, se cambió. Lo hizo muy bien, apenas es perceptible, pero la cosa está allí. El traje que envió al día siguiente a la tintorería no es, efectivamente, el que llevaba puesto al volver, Retancourt no se equivocó, sino el que llevaba en la fiesta. ¿Y por qué, Danglard?

– Porque apestaba a gasolina -dijo el comandante recobrando una débil sonrisa.

– Y apestaba a gasolina porque Christian había prendido fuego al Mercedes con su padre dentro. Otra cosa -añadió dando un manotazo en la mesa-, se cortó el pelo antes de volver. Mire otra vez las fotos: en la fiesta, pelo un poco largo, mechón en la frente. Cuando vuelve a su casa, según la doncella que despidió, pelo muy corto. Porque, tal como sucedió tantas veces a Mo, el soplo ardiente del incendio le quemó el pelo, y eso dejó huellas. Entonces se lo cortó, lo igualó, y se puso otro traje. ¿Y qué dice a su ayuda de cámara al día siguiente? Que esa noche se había afeitado la cabeza como reflejo de duelo, como acto de desesperación. Christian-Mecha-Corta.

– No hay prueba directa -dijo Danglard-. La foto de Retancourt no fue tomada la misma noche, y nada demuestra que ella, o la doncella que le dio la información, no se haya equivocado de traje. Son tan parecidos.

– Podemos encontrar pelos en el coche.

– Desde esa noche, lo habrán limpiado.

– No necesariamente, Danglard. Es muy arduo quitar todos los pelillos cortados, sobre todo de un reposacabezas, si tenemos la suerte de que el interior sea de tapicería. Cabe suponer que Christian lo hiciera con prisas, porque además creía actuar sin correr ningún riesgo. Y sin sufrir el menor interrogatorio. Retancourt tiene que examinar el coche.

– ¿Cómo va a conseguir la autorización para acceder al vehículo?

– No la conseguirá. Tercera prueba, Danglard. El perro, el azúcar.

– La historia de Léo.

– Me refiero al otro perro, al otro terrón de azúcar. Estamos atravesando un periodo infestado de terrones de azúcar, comandante. Hay años en que nubes de mariquitas se abaten sobre los cultivos, y veces en que las plagas son de azúcar.

Adamsberg buscó los mensajes de Retancourt sobre la doncella bruscamente despedida y se los dio a leer al comandante.

– No entiendo -dijo Danglard.

– Eso es porque le ha pasado un tren por encima. Anteayer, en la carretera, Blériot me pidió que diera yo mismo un terrón de azúcar a Gand. El acababa de manipular el motor del coche y, según me explicó, Gand rechazaba el azúcar cuando se lo daba con las manos oliéndole a gasolina.

– Muy bien -dijo Danglard más vivamente, levantándose para ir a buscar el calvados en la parte de abajo del armario.

– ¿Qué hace, Danglard?

– Me sirvo sólo una gota. Es para alegrar el café, y de paso mi fosa de estiércol.

– Joder, comandante, es el calvados de Léo, el que le regala el conde. ¿Qué pensará de nosotros cuando vuelva? ¿Que somos un ejército de ocupación?

– De acuerdo -dijo Danglard sirviéndose rápidamente la gota mientras Adamsberg se dirigía hacia la chimenea, dándole la espalda.

– Por eso despidió a la doncella. Christian se había cambiado, lavado, pero sus manos todavía le olían a gasolina. Es un olor que impregna la piel durante horas. Un olor que un perro detecta sin falta. Es lo que comprendió Christian cuando el animal se apartó del azúcar. Azúcar que la doncella había recogido. Y que había criticado. Christian tenía, pues, que deshacerse del terrón contaminado. Y de la doncella, a la que despidió inmediatamente.

– Esa mujer tendría que dar testimonio.

– Sobre eso y sobre el corte de pelo. No es la única que vio a Christian esa noche. Están los dos policías que fueron a darle la noticia. Luego fue a encerrarse en su habitación. Hay que averiguar más sobre la frase de Retancourt: Doncella critica azúcar. ¿Qué es lo que critica? Dígaselo a Retancourt esta misma noche.

– ¿Esta noche dónde?

– En París, Danglard. Usted regresa, informa a Retancourt y vuelve a irse como una sombra.

– ¿A Ordebec?

– No.

Danglard se tomó su café con calvados, reflexionó unos instantes. Adamsberg manipuló los dos móviles y les quitó las baterías.

– Quiere que vaya a buscar a los chicos, ¿no es eso?

– Sí. En Casares, no tardará mucho en encontrarlos. En cambio, en África sería otra cosa. Si la policía los ha localizado en Granada, a estas horas muy bien podrían empezar a buscar por los pueblos costeros. Hay que llegar antes que ellos, Danglard. Vaya a toda velocidad y tráigalos.

– Me parece prematuro.

– No. Creo que nuestra acusación se aguanta. Habrá que organizar su regreso con tacto, eso sí. Zerk parecerá volver de Italia, llamado allí por algún asunto sentimental, y Mo será arrestado en el domicilio de un amigo. El padre del amigo no aguanta la presión y lo denuncia. Es plausible.

– ¿Cómo me pongo en contacto con usted?

– Llámeme al Jabalí azul, con un código. Vamos a decir que, a partir de mañana, como allí todos los días. O yo o Veyrenc.

– Jabalí corredor -rectificó mecánicamente Danglard dejando súbitamente caer los brazos lacios-. Pero era el otro, maldita sea, era Christophe el que conducía el Mercedes. Christian ya se había ido de la fiesta.

– Lo hicieron los dos juntos. Christian cogió el coche antes, lo aparcó cerca del Mercedes y esperó a que saliera su hermano. Estaba preparado, con las zapatillas de basket nuevas. Que se anudó como un viejo ignorante. Cuando Christophe se alejó del Mercedes, dejando al padre dentro, supuestamente para buscar el móvil que había dejado caer en la acera, Christian echó la gasolina, prendió fuego y volvió corriendo a su coche. Christophe estaba bastante lejos cuando el fuego prendió, llamó a la policía, incluso corrió delante de testigos. Christian acabó la operación: dejó las zapatillas en casa de Mo, la puerta está podrida y se abre con un lápiz; se cambió, metió el traje en el maletero. Se dio cuenta de que se le había quemado una parte del pelo, se afeitó la cabeza. Al día siguiente, fue a buscar el traje y lo llevó a la tintorería. No quedaba más que hundir a Mo.

– ¿Por qué iba a llevar encima una maquinilla de afeitar?

– Esa gente siempre lleva un neceser en el maletero. Se pasan la vida yendo en avión por cualquier cosa. O sea que había una maquinilla.

– El juez no querrá saber nada -dijo Danglard sacudiendo la cabeza-. Las murallas son inexpugnables, es un sistema cerrado.

– Por lo tanto, entraremos por el sistema. No creo que al conde de Valleray le haga gracia que los dos hermanos hayan quemado a su viejo amigo Antoine. Así que ayudará.

– ¿Cuándo salgo?

– Creo que ahora, Danglard.

– No me gusta dejarlo solo frente al señor Hellequin.

– No creo que sea Hellequin el que ataca con el rápido Caen-París, ni con una ballesta de comando.

– Falta de gusto.

– Sí.

Capítulo 42

Danglard acababa de cargar el maletero de uno de los coches cuando vio a Veyrenc en el patio. Todavía no había encontrado la fuerza ni las palabras, ni la humildad seguramente, para hablar al teniente. La muerte de Mortembot le había permitido atrasar la prueba. La simple idea de tenderle la mano diciendo «gracias» le parecía solemnemente ridícula.

– Voy a buscar a los chicos -dijo un poco penoso al llegar a su altura.

– Arriesgado -dijo Veyrenc.

– Adamsberg ha encontrado el modo. El agujero de rata para entrar en casa de los Clermont. Puede que tengamos en qué basar la acusación contra los dos hermanos.

La mirada de Veyrenc se iluminó, el labio se levantó en su peligrosa sonrisa de chica. Danglard recordó que Veyrenc quería a su sobrino Armel, conocido como Zerk, como a su propio hijo.

– Una vez allí -dijo Veyrenc-, compruebe una cosa. Que Armel no haya birlado al pasar la pistola del abuelo.

– Adamsberg dijo que no sabía disparar.

– Porque no lo conoce. Sabe disparar perfectamente.

– ¡Maldita sea! -dijo Danglard, olvidando un instante el peso plúmbeo que lastraba el diálogo-. Tenía una cosa que decir a Adamsberg, nada que ver con el caso, pero aun así. ¿Podría decírselo?

– Diga.

– En el hospital, recogí el chal de Lina, que se le había caído de los hombros. Haga el calor que haga, siempre lleva encima esa tela. Luego ayudé al médico a llevar al conde cuando se desmayó. Lo dejamos con el torso desnudo. Aquí -dijo Danglard poniendo el dedo corazón en lo alto del omóplato izquierdo- tiene una mancha violeta bastante fea, un poco como una cochinilla de dos centímetros. Pues bien, Lina tiene la misma mancha.

Los dos hombres intercambiaron una mirada casi directa.

– Lina Vendermot es hija de Valleray -dijo Danglard-. Tan seguro como que he atravesado la fosa de estiércol. Y dado que ella y su hermano Hippo se parecen como dos gotas de agua, con el pelo rubio ceniza como un campo de lino, los dos lo son. En cambio, los dos morenos, Martin y Antonin, son sin duda hijos del padre Vendermot.

– Joder, ¿lo saben?

– El conde, seguro. Por eso se negaba a que lo desvistiéramos. Los hijos, no lo sé. No lo parece.

– Entonces ¿por qué Lina esconde la mancha?

– Es una mujer, y esa cochinilla es muy antiestética.

– Me pregunto qué es lo que eso puede cambiar en las maniobras de Hellequin.

– No he tenido tiempo de pensar en ello, Veyrenc. Le dejo el terreno -dijo tendiéndole la mano-. Gracias -añadió.

Lo había hecho, lo había dicho.

Como la más anodina de las personas. Como el más común de los hombres para un mediocre desenlace de drama, pensó mientras se secaba las palmas de la mano al ponerse al volante. Estrechar la mano, decir gracias era fácil, sin duda, manido, posiblemente valiente, pero estaba hecho y era merecido. Ya diría más cosas más adelante. Una brusca vaharada de euforia rabiosa lo hizo enderezarse cuando salió a la carretera pensando en que Adamsberg había echado el guante a los asesinos del viejo Clermont. Gracias a la chaqueta de Mortembot y poco importaba con qué método; no estaba seguro de haber seguido la concatenación de las cosas. Pero el caso es que el dispositivo estaba a punto y, de momento, eso lo consoló mucho por las infamias del mundo, y muy moderadamente por las suyas.

A las nueve de la noche, se reunió con Retancourt en la terraza de un pequeño restaurante en la planta baja de su edificio, en Seine-Saint-Denis. Cada vez que veía a Violette, incluso después de tres días, la encontraba más alta y más gorda que en su recuerdo, y quedaba impresionado. Estaba sentada en una silla de plástico cuyas patas se abrían bajo su peso.

– Tres cosas -recapituló Retancourt, que había pasado poco tiempo informándose de los estados de ánimo de los colegas metidos hasta el cuello en el barrizal de Ordebec, puesto que la vibración sensible no era su mejor terreno-. El coche de Salvador 1, Christian. Me he informado, está estacionado en su parking privado, con el del hermano y los de las esposas. Si quiero examinarlo, tendré que sacarlo de allí; por tanto, cortar la seguridad y pinchar los cables. Nöel sabrá hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Luego no me arriesgo a volver a llevarlo, ya se las arreglarán para encontrarlo, no es problema nuestro.

– No podremos utilizar las muestras si no hemos seguido la vía oficial.

– Pero nunca tendremos el permiso oficial. Así que procedemos de otra manera. Recogida ilícita de indicios, montaje del expediente, y luego asalto.

– Pongamos que sí -dijo Danglard, que cuestionaba rara vez las maniobras un tanto brutales de la teniente.

– Segundo punto -dijo poniendo su potente dedo encima de la mesa-, el traje. El que ha pasado discretamente por la tintorería. El vapor de gasolina, igual que los pelos, sobre todo los más cortos, son elementos difíciles de erradicar. Con un poco de suerte, quedan rastros en el tejido. Naturalmente, habrá que robar el traje.

– Problema.

– No tanto. Conozco los horarios; sé en qué momento Vincent, el mayordomo, se encarga de la puerta. Llego con una bolsa, le digo que he olvidado una chaqueta en el piso de arriba, o cualquier otra cosa, y una vez allí me las arreglo.

Falta de preparación, caradura y confianza, todo ello medios que Danglard jamás utilizaba.

– ¿Qué pretexto ha dado para irse?

– Que mi esposo me perseguía, que me había encontrado, que debía huir por mi seguridad. Vincent me ha expresado su compasión, pero ha parecido sorprendido de que esté casada, y más aún de que un esposo me busque con tanta obstinación. No creo que Christian se haya dado cuenta siquiera de que me he ido. Tercer punto, el azúcar. O sea la doncella, Leila. Está muy resentida, hablará seguro si recuerda algo. Sobre el terrón de azúcar o sobre el pelo cortado. ¿Cómo se le ocurrió a Adamsberg lo del cambio de traje?

– No sabría decirle exactamente, Violette. La idea pendía de hilos de araña incompletos y que no iban todos en la misma dirección.

– Ya veo -dijo Retancourt, que a menudo se había opuesto al nebuloso sistema mental del comisario.

– Por la detención de los Clermont-Brasseur -dijo Danglard llenando el vaso a Retancourt-, y con objeto de poder tomarnos otro. Será bello, moral, higiénico y satisfactorio, pero será breve. El imperio pasará a los sobrinos y todo volverá a empezar. No podrá usted darme noticias a través de mi móvil. Informe a Adamsberg llamándolo al Jabalí corredor a la hora de la cena. Es un restaurante de Ordebec. Si él le dice que lo llame al Jabalí azul, ni caso, es el mismo sitio, lo que pasa es que no recuerda el nombre. No sé por qué, está empeñado en que el jabalí sea azul. Le apunto el número.

– ¿Se va, comandante?

– Sí, esta noche.

– ¿Sin que se le pueda llamar? Es decir ¿sin que esté localizable?

– Así es.

Retancourt asintió sin manifestar sorpresa, lo que hizo temer a Danglard que la teniente hubiera comprendido lo esencial del tejemaneje con Mo.

– ¿O sea que querrá irse sin ser visto?

– Sí.

– ¿Y cómo piensa hacerlo?

– Furtivamente. A pie, en taxi. Todavía no sé.

– Malo -dijo Retancourt sacudiendo la cabeza con desaprobación.

– No se me ocurre nada mejor.

– A mí sí. Subimos a mi casa para tomar una última copa, parece normal. De ahí, mi hermano lo lleva en coche. ¿Sabe que Bruno es un delincuente, muy conocido por la policía de la zona?

– Sí.

– Y tan inofensivo y torpe que, cuando lo paran al volante, le hacen una seña y le dejan irse enseguida. No se le da bien casi nada, pero sabe conducir. Puede llevarle esta noche hasta Estrasburgo, Lille, Toulouse, Lyon o cualquier otro sitio. ¿Qué dirección le conviene?

– Digamos que Toulouse.

– Muy bien. De allí tome el tren hacia donde le parezca.

– Me parece perfecto, Violette.

– Salvo su ropa. Vaya adónde vaya, a menos que quiera ser identificado como parisino, la que lleva no vale. Llévese uno de los dos trajes de Bruno. Le irá un poco largo de pantalón y un poco justo de cintura, pero nada imposible. Y resultará un poco llamativo, no le va a gustar. Un aire un poco chulesco, presuntuoso.

– ¿Vulgar?

– Sí, bastante.

– Funcionará.

– Otra cosa. Despida a Bruno nada más llegar a Toulouse. No lo meta en sus problemas, que bastante tiene con lo suyo.

– No acostumbro hacerlo -dijo Danglard pensando simultáneamente que por poco causa la muerte a Veyrenc.

– ¿Cómo va el palomo? -preguntó simplemente Retancourt al levantarse.

Treinta y cinco minutos después, Danglard salía de París estirado en el asiento trasero del coche del hermano, con un traje de tejido de mala calidad cuyas mangas le apretaban, y con un nuevo móvil. Puede dormir, le había dicho Bruno. Danglard cerró los ojos, sintiéndose, al menos hasta Toulouse, protegido por el brazo poderoso y soberano de la teniente Violette Retancourt.

Capítulo 43

– ¿Cómo una cochinilla? -repitió Adamsberg por segunda vez.

No había vuelto de la gendarmería y del hospital hasta las siete de la tarde. Veyrenc lo esperaba ante la entrada del camino de la posada y le resumió lo esencial de la cosecha. Los análisis de los técnicos de Lisieux habían resultado estériles, el taburete del asesino era de tipo común, de los que usa cualquier pescador; la ballesta era efectivamente la de Herbier, sólo llevaba las huellas de éste; Estalére y Justin habían vuelto a la Brigada, y Léo iba recobrando parte de sus fuerzas pero seguía callada.

– Una cochinilla de dos centímetros. En el omóplato izquierdo de Valleray y en el de Lina.

– ¿Como si llevaran una especie de insecto gordo pintado en la espalda?

– No quisiera fastidiarte como Danglard, pero la cochinilla no es un insecto. Es un crustáceo.

– ¿Un crustáceo? ¿Como una gamba, quieres decir? ¿Una gamba sin agua?

– Una gamba terrestre, sí. Prueba de ello es que tiene catorce patas. Los insectos tienen seis. Por eso las arañas, que tienen ocho, tampoco son insectos.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Estás intentando decirme que las arañas son gambas de tierra?

Al tiempo que Veyrenc abría los caminos de la ciencia a Adamsberg, se preguntaba por qué el comisario no reaccionaba ante la noticia de que Hippolyte y Lina fueran hijos naturales de Valleray.

– No, son arácnidos.

– Eso modifica alguna cosa -dijo Adamsberg-, pero ¿qué?

– No modifica demasiado la visión que se tiene de la cochinilla. Es un crustáceo que no se come, eso es todo. Si bien cabe preguntarse qué hace con ellas Martin.

– Te estoy hablando de Valleray. Si un tipo tiene una marca así en la espalda y otras dos personas también, ¿son obligatoriamente de la misma familia?

– Seguro. Y la descripción de Danglard era precisa. Tamaño de dos centímetros, color violeta, cuerpo ovalado alargado y como dos antenas en la parte superior.

– O sea un crustáceo.

– Sí. Teniendo en cuenta que Valleray no quería que lo desnudaran, cabe deducir con seguridad que sabe que esa mancha puede traicionarlo. O sea que sabe que los dos hijos Vendermot son suyos.

– Pero ellos no lo saben, Louis. Hippo me dijo, y era rabiosamente sincero, que la única cosa que sentía en esta vida era ser hijo del cabronazo de su padre.

– Eso significa que el conde se guarda de decírselo. Se ocupó de ellos de pequeños, confió su educación a Léo, amparó al joven Hippo cuando lo sintió amenazado, pero se negó a reconocer a sus hijos. A quienes deja malvivir con la madre.

– Miedo al escándalo, estabilidad de la herencia. Bastante feo, al fin y al cabo, el conde de Valleray.

– ¿Lo habías encontrado simpático?

– No es la palabra exacta. Lo había encontrado franco y decidido. Generoso también.

– Pues resulta más bien falso y cobarde.

– O está encaramado a la roca de sus ancestros sin atreverse a moverse. Como una anémona. No, por favor, no me digas que las anémonas no son anémonas. Moluscos, supongo.

– No, cnidarias.

– Muy bien -admitió Adamsberg-, cnidarias. Dime sólo que Hellebaud es un ave y todo irá bien.

– Es un ave. Bueno, lo era. Desde que confunde tu zapato con su medio natural, las cosas cambian.

Adamsberg cogió un cigarrillo a Veyrenc y prosiguió su marcha lenta.

– Después de que el conde se casara con Léo muy joven -dijo-, cedió a las presiones del clan Valleray y se divorció para casarse con una mujer bien nacida, viuda y con un hijo.

– ¿Denis Valleray no es hijo suyo?

– Eso, Louis, lo sabe todo el mundo. Es hijo de su mujer, lo adoptó cuando tenía tres años.

– ¿No tuvo más hijos?

– Oficialmente no. Se rumorea que el conde era estéril, ahora sabemos que no. Imagínate que en Ordebec se enteren de que tuvo dos hijos con una asistenta.

– ¿La madre Vendermot era empleada en el castillo?

– No. Pero estuvo unos quince años trabajando en una especie de hotel-palacio cerca de Ordebec. Debía de ser una chica irresistible si tenía el pecho de Lina. ¿Te he hablado ya del pecho de Lina?

– Sí. Y hasta lo he visto. Me encontré con ella cuando salía del bufete.

– ¿Y qué hiciste? -preguntó Adamsberg con una mirada rápida al teniente.

– Lo mismo que tú. La miré.

– ¿Y?

– Pues que tienes razón. Le entra a uno como hambre.

– Seguramente el conde y la joven señora Vendermot se veían en ese hotel-palacio. Resultado, dos hijos. Por parte de la madre, el conde no tenía nada que temer. No iba a anunciar a los cuatro vientos que Hippo y Lina eran hijos del conde. Porque, tal y como nos han descrito al padre Vendermot, podría haberla matado, y a los hijos también.

– Podría haber hablado después de la muerte del padre.

– Habrá querido evitar el deshonor -dijo Adamsberg-, Ella tiene su reputación.

– Así que Valleray estaba tranquilo. Salvo por esa mancha que podía traicionarlo. ¿Qué relación puede tener eso con el señor Hellequin?

– Ninguna, al fin y al cabo. El conde tiene dos hijos naturales, muy bien. Nada que tenga que ver ni de lejos con los tres asesinatos. Estoy cansado de pensar, Louis. Voy a sentarme bajo el manzano.

– Igual llueve.

– Sí, ya lo he visto, está nublado al oeste.

Sin saber por qué, Adamsberg decidió ir a pasar una parte de la noche al camino de Bonneval. Lo recorrió entero, incapaz de distinguir una sola mora en la oscuridad, y volvió a sentarse en el tronco donde Gand reclamaba los terrones de azúcar. Se quedó allí más de una hora, pasivo, e incluso receptivo a cualquier visita súbita del Señor, que no se dignó a visitarlo. Quizá porque no sentía nada en la soledad del bosque, ni desazón ni aprensión, ni siquiera cuando el paso ruidoso de un ciervo le hizo volverse. Ni siquiera cuando una lechuza sopló cerca de él, con ese sonido tan particular que imita la respiración humana. Eso suponiendo que la lechuza fuera un ave, tal como pensaba. En cambio, parecía seguro que Valleray era un hombre de poco valor humano, y esa idea disgustaba a Adamsberg. Autócrata, egoísta, sin amor por su hijo adoptado. Sumiso ante las reglas del honor de la familia. Pero ¿por qué iba a decidir casarse de nuevo con Léo, a sus ochenta y ocho años? ¿Por qué esa provocación? ¿Por qué en el último tramo del camino, provocar un escándalo después de toda una vida de sumisión? Precisamente para desprenderse de esa servidumbre demasiado larga, quizá. A veces sucede que algunos levantan la cabeza en el último momento. En ese caso, todo cambiaría, por supuesto.

Un estrépito más ruidoso le dio una breve esperanza; una cabalgata, jadeos. Se puso en pie, atento, dispuesto a eclipsarse ante la llegada del Señor de larga cabellera. Pero era sólo un grupo de jabalíes corriendo hacia el revolcadero. No, pensó Adamsberg poniéndose de nuevo en camino. No interesaba a Hellequin. El ancestro prefería las mujeres, como Lina, y él le daba la razón.

Capítulo 44

– Si así fuera, eso lo cambiaría todo -anunció Adamsberg a Veyrenc durante el desayuno.

El comisario había traído el café y el pan bajo los manzanos del patio. Mientras Adamsberg llenaba los tazones, Veyrenc lanzaba pequeñas manzanas de sidra a cuatro metros.

– Piénsalo, Louis. Publicaron mi foto en El Reportaje de Ordebec al día siguiente de mi llegada. El asesino no podía confundirme con Danglard. O sea que es a él a quien intentaron matar en las vías, no a mí. ¿Por qué? Porque había visto las cochinillas. No hay otra justificación.

– Pero ¿quién sabía que las había visto?

– Sabes como yo que Danglard disimula mal; debió de pasearse por Ordebec, hablar y hacer hablar. Se habrá delatado sin darse cuenta. Así que existe una relación entre los asesinatos y las cochinillas. El asesino no quiere, bajo ningún concepto, que se sepa de dónde vienen los hijos Vendermot.

– Calla tu descendencia, fruto de tu simiente, / y volverá algún día para lograr venganza -masculló Veyrenc lanzando otra manzana.

– A menos que el conde no quiera ya guardar el secreto. Hace más de un año que el viejo Valleray levanta cabeza y decide casarse con Léo. Decide rehacer lo que había deshecho por debilidad. Se ha pasado la vida obedeciendo, él lo sabe, y así se redime. Cabe pensar que se redime también con los hijos.

– ¿De qué manera? -preguntó Veyrenc lanzando una séptima manzana.

– Incluyéndolos en su testamento. La parte se divide en tres. Tan seguro como que la anémona no es un molusco, pienso que Valleray ha hecho testamento a su favor, y que Hippolyte y Lina serán reconocidos después de su muerte.

– No tiene el valor de hacerlo antes.

– Aparentemente, no. ¿Qué demonios estás haciendo con las manzanas?

– Apunto a los agujeros de los topillos. ¿Por qué estás tan seguro de ese testamento?

– Esta noche, en el bosque, tuve esa certeza.

Como si el bosque pudiera dictarles las verdades, en cierto modo. Veyrenc prefirió pasar por alto la incoherencia típica de esa respuesta de Adamsberg.

– ¿Qué coño hacías en el bosque?

– Fui a pasar una parte de la noche en el camino de Bonneval. Hubo jabalíes, un bramido de ciervo y una lechuza. Que es un ave, ¿verdad? No un crustáceo ni una araña.

– Un ave. La lechuza que sopla como un hombre.

Exactamente. ¿Por qué apuntas a las madrigueras de los topillos?

– Para jugar al golf.

– Pues no das una.

– Ya. Quieres decir que, si Valleray hubiera hecho testamento a favor de los tres hijos, eso lo cambiaría todo. Pero sólo si alguien lo sabe.

– Alguien lo sabe. Denis de Valleray no quiere a su padrastro. Debe de llevar tiempo vigilándolo. Cabe suponer que su madre lo había puesto en guardia para evitar que se viera despojado de dos tercios de la fortuna por dos paletos bastardos. Me extrañaría que no tuviera conocimiento del testamento de su padre.

Veyrenc dejó el puñado de manzanas, volvió a servirse café y tendió la mano hacia Adamsberg para pedir azúcar.

– Estoy hasta las narices de estas historias de azúcar -dijo el comisario pasándole un terrón.

– Eso se acabó. El azúcar de Gand te llevó al azúcar de Christian Clermont, la caja se ha cerrado.

– Esperemos -dijo Adamsberg apretando con fuerza la tapa de la caja, que cerraba mal-. Hay que volverle a poner la goma. Es lo que hace Léo, tenemos que respetar sus manías. Tiene que encontrarlo todo intacto cuando vuelva. Danglard ya ha cogido calvados, no hay que pasarse. Así pues, tengo por seguro que Denis no es un molusco y que conoce el testamento de su padre. Quizá desde hace un año, desde que se inició la rebelión del conde. Si su padre muere, es la debacle financiera y social. El vizconde de Valleray, perito tasador en Rouen, se convierte en hermano de dos campesinos, en hermano del loco de los seis dedos, en hermano de la loca de las visiones, en hijastro de un conde descarriado.

– Salvo si elimina a los hijos Vendermot. No es una decisión insignificante.

– Desde cierto punto de vista, lo es. Seguramente, el vizconde ve a los Vendermot muy insignificantes. Pienso que los desprecia espontáneamente, instintivamente. Su desaparición puede incluso parecerle legítima. No sería muy grave desde su perspectiva. Como para ti tapar los agujeros de los topillos.

– Los destaparé.

– En todo caso, infinitamente menos grave que perder dos tercios de su herencia y la totalidad de su consideración social. Lo que está en juego sí que es importante.

– Tienes una avispa en el hombro.

– Un insecto -precisó Adamsberg ahuyentándola de un manotazo.

– Cierto. Y si Denis conoce el testamento, si es que ese testamento existe, no sólo desprecia a los Vendermot, sino que los odia.

– Desde hace un año o más. No sabemos cuándo lo hizo el conde.

– Pero los muertos no son Hippo y Lina.

– Lo sé -dijo Adamsberg colocando la caja del azúcar a sus espaldas, como si le molestara verla-. No es un asesino impulsivo. Piensa, merodea. Deshacerse de Hippo y Lina es peligroso. Supón que alguien estuviera al corriente de su ascendencia. Si Danglard lo comprendió en dos días, cabe imaginar que haya más gente que lo sepa. Así que Denis duda. Porque, si mueren los dos Vendermot, sospecharán automáticamente de él.

– Léo, por ejemplo. Ella cuidó de los pequeños y frecuenta al conde desde hace setenta años.

– Denis le rompió la cabeza. Y, en ese caso, el ataque no tendría nada que ver con un descubrimiento de Léo. Ahora la avispa la tienes tú.

Veyrenc se sopló en el hombro y puso el tazón boca abajo para que el resto de líquido dulce no atrajera al insecto.

– Pon también tu tazón del revés -dijo a Adamsberg.

– Yo no le he puesto azúcar.

– Creía que ponías.

– Ya te he dicho que últimamente el azúcar me saca de quicio. Suponiendo que el azúcar sea un insecto. En cualquier caso, gira a mi alrededor como un enjambre de avispas.

– En el fondo -dijo Veyrenc-, Denis busca una ocasión favorable que le permita matar sin exponerse a las sospechas. Y esa ocasión se presenta, perfecta, cuando Lina tiene su visión.

Adamsberg se apoyó en el tronco, dando casi la espalda a Veyrenc, que ocupaba la otra mitad del árbol. A las nueve y media, el sol empezaba a picar en serio. El teniente encendió un cigarrillo y pasó otro al comisario por encima del hombro.

– Ocasión ideal -aprobó Adamsberg-. Porque, si mueren los tres prendidos, el terror de los habitantes de Ordebec se volverá necesariamente contra los Vendermot. Contra Lina, responsable de la visión, médium entre los vivos y los muertos. Pero también contra Hippo, de quien todo el mundo sabía que tenía los seis dedos del diablo. En semejante contexto, el asesinato de los dos Vendermot no sorprendería a nadie, y la mitad de los habitantes podría ser sospechosa. Exactamente como cuando los aldeanos, en mil setecientos algo, destrozaron a golpes de horca a un tal Benjamín, que había descrito a los prendidos. Para poner fin a la hecatombe, la chusma lo mató.

– Pero no estamos en el siglo XVIII, el método cambiará. No destriparán a Lina y a Hippo en la plaza mayor, lo harán de forma más discreta.

– Denis asesina, pues, a Herbier, Glayeux y Mortembot. Aparte de Herbier, lo hace a la manera antigua, siguiendo más o menos el ritual, para reforzar el temor popular. Le pega bastante pertenecer a un club elitista de ballesteros, ¿no?

– Primer punto que comprobar -asintió Veyrenc lanzando la vigésima manzana.

– No puedes apuntar bien si te quedas sentado. Y como las tres víctimas son unos cabronazos reconocidos, y seguramente asesinos, Denis no tiene por qué andarse con escrúpulos a la hora de sacrificarlos.

– Eso hace que, en estos mismos momentos, Lina e Hippo estén en peligro.

– No antes de la noche.

– ¿Eres consciente de que, de momento, toda la historia está basada en la cochinilla violeta?

– Podemos trabajar sobre las coartadas de Denis.

– No podrás acercarte a ese tipo más que a los Clermont.

Los dos hombres permanecieron un momento en silencio, tras lo cual Veyrenc lanzó de golpe toda su reserva de manzanas y recogió los platos del desayuno en una bandeja.

– Mira -dijo Adamsberg en voz baja, reteniéndolo por el brazo-. Hellebaud sale.

– ¿Le has puesto alpiste hasta allí? -preguntó Veyrenc.

– No.

– Entonces es que busca bichos por sí mismo.

– Insectos, crustáceos, artrópodos.

– Sí.

Capítulo 45

El capitán Émeri escuchaba a Adamsberg y Veyrenc sobrecogido. Nunca había visto esa marca; nunca había oído decir que los niños Vendermot fueran hijos de Valleray.

– Que se había acostado con todo lo que se movía, eso sí se sabía, igual que se sabía que su mujer lo odiaba y que malmetió a su hijo contra él.

– Igual que se sabe que, luego, la mujer tampoco se privó de nada -añadió Blériot.

– No hace falta sacar todos los trapos sucios, cabo. La situación es suficientemente lamentable así.

– Sí que hace falta, Émeri -dijo Adamsberg-, hay que sacar todos los trapos sucios. Está ese crustáceo, es algo que no se puede borrar.

– ¿Qué crustáceo?

– La cochinilla -explicó Veyrenc-, Es un crustáceo.

– ¿Y eso qué coño nos importa? -se irritó Émeri levantándose bruscamente-. No se quede plantado allí, Blériot, vaya a hacernos café. Te lo advierto, Adamsberg, y escúchame bien. Me niego a concebir la menor sospecha contra Denis de Valleray. ¿Me oyes? Me niego.

– Porque es vizconde.

– No me insultes. Olvidas que la nobleza del Imperio no tiene nada que ver con los aristócratas.

– Entonces ¿por qué?

– Porque tu historia no tiene sentido. La historia de un tipo que mata a otros tres sólo para poder deshacerse de los Vendermot.

– Cuadra perfectamente.

– No, para eso haría falta que Denis fuera un tarado o un sanguinario. Lo conozco, no es ni lo uno ni lo otro. Es listo, oportunista, ambicioso.

– Mundano, infatuado, despectivo.

– Sí, todo eso. Pero también gandul, prudente, medroso, sin espíritu de decisión. Te equivocas. Denis nunca tendría energía para disparar a Herbier en plena cara, para destrozar a Glayeux a hachazos ni para lanzar un perno a Mortembot. Buscamos a un loco temerario, Adamsberg. Y los locos temerarios, sabes muy bien dónde viven en Ordebec. ¿Quién te dice que no es al contrario? ¿Quién te dice que no fue Hippo quien mató a los tres hombres antes de prepararse para atacar a Denis de Valleray?

Blériot dejó la bandeja sobre la mesa, dispuso las cuatro tazas a toda prisa, de cualquier manera, a diferencia de cómo lo hacía Estalére. Émeri se sirvió sin sentarse, pasó el azúcar a todo el mundo.

– ¿Eh, quién te dice que no fue así? -insistió.

– No lo había pensado -dijo Adamsberg-. Podría encajar.

– Encaja perfectamente incluso. Imagina que Hippo y Lina sepan de quién son hijos y conozcan el testamento. Es posible, ¿no?

– Sí -dijo Adamsberg rechazando con firmeza el azúcar que le ofrecía Émeri.

– Tu razonamiento se aplica entonces perfectamente, pero en sentido contrario. Les interesa eliminar a Denis. Pero, apenas sea leído el testamento, resultarán sospechosos. Entonces Lina se inventa una visión, dejando la incógnita de la cuarta víctima.

– De acuerdo -admitió Adamsberg.

– Cuarta víctima que será Denis de Valleray.

– No, no encaja, Émeri. Eso no protegería a los Vendermot de la sospecha, al contrario.

– ¿Y por qué?

– Porque habría que creer que es el Ejército de Hellequin el que mató a los cuatro hombres. O sea que volvemos a los Vendermot.

– Joder -dijo Émeri dejando su taza-. Entonces encuentra otra cosa.

– Primero, comprobar si Denis de Valleray hace tiro con ballesta -dijo Veyrenc, que se había guardado una manzanita verde y la hacía rodar entre las palmas de las manos.

– ¿Has trabajado sobre los clubes deportivos de la zona?

– Hay muchos -dijo Émeri descorazonado-. Once en toda la región, cinco en el departamento.

– ¿Hay alguno más elegante que los demás, entre los once?

– La Compañía de la Marcha, en Quitteuil-sur-Touques. Hay que estar apadrinado por dos miembros para poder entrar.

– Perfecto. Pregúntales si Denis es miembro.

– ¿Cómo? Nunca me darán ese dato. Esos círculos protegen a sus miembros. Y no tengo intención de decirles que la gendarmería abre una investigación sobre el vizconde.

– Sí, es prematuro.

Émeri dio vueltas por la estancia, con el busto rígido, las manos en la espalda, el rostro hermético.

– De acuerdo -dijo al cabo de un rato, bajo la mirada insistente de Adamsberg-. Lanzaré un farol. Salgan los tres, me horroriza mentir en público.

El capitán abrió la puerta a los diez minutos y les hizo señas para que volvieran, con ademán agresivo.

– Me he hecho pasar por un tal François de Rocheterre. He dicho que el vizconde de Valleray aceptaba apadrinarme para entrar en la Compañía. He preguntado si era necesario tener dos padrinos, o si bastaba con la recomendación del vizconde.

– Muy buena -opinó Blériot.

– Olvide esto, cabo. Acostumbro trabajar con rectitud, no me gustan estas jugarretas.

– ¿Resultado? -preguntó Adamsberg.

– Sí -suspiró Émeri-, Valleray pertenece al club. Y es un buen tirador. Pero nunca ha aceptado participar en los concursos de la Liga de Normandía.

– Demasiado común seguramente -dijo Veyrenc.

– Sin duda. Pero tenemos un problema. El secretario del club hablaba demasiado. No por el gusto de informarme, sino porque quería ponerme a prueba. Desconfiaba, estoy seguro. Lo cual significa que la Compañía de la Marcha podría llamar a Denis de Valleray para preguntarle si conoce a un tal Rocheterre. Y Denis comprendería que alguien usa un nombre falso para informarse sobre él.

– Y más precisamente sobre sus capacidades como ballestero.

– Exacto. Denis no es una lumbrera, pero captará rápidamente que es sospechoso del asesinato de Mortembot. O para la policía, o para un desconocido. Estará en guardia.

– O acabará muy rápidamente el trabajo. Suprimiendo a Hippo y Lina.

– Ridículo -dijo Émeri.

– Denis tiene todo que perder -insistió Adamsberg-, Piénsalo bien. Lo mejor sería poner vigilancia en el castillo.

– Ni hablar. El conde y el vizconde se me echarían encima, son mis superiores. Vigilancia no motivada, sospechas difamatorias, falta profesional.

– Exacto -reconoció Veyrenc.

– Entonces vigilamos la casa Vendermot. Pero es mucho menos seguro. ¿Puedes llamar a Faucheur?

– Sí.

– No es necesario antes de que sea noche cerrada. Empezamos a las diez, paramos a las seis de la madrugada. Son ocho horas de guardia, podemos hacerlo.

– Muy bien -dijo Émeri, que pareció súbitamente cansado-, ¿Dónde está Danglard?

– Estaba sonado por lo que le pasó. Ha vuelto a París.

– O sea que sólo son dos.

– Será suficiente. Montas guardia de diez a dos; te relevo con Veyrenc. Nos da tiempo para cenar antes en el Jabalí.

– No, lo hacemos al contrario. Tomo la segunda guardia con Faucheur, de dos a seis. Estoy agotado, dormiré antes.

Capítulo 46

Adamsberg llevaba tres días yendo con un libro de casa de Léo al hospital. La peinaba, luego se sentaba en la cama, apoyado en un codo, y le leía unas veinte páginas. Era un libro antiguo, que detallaba los meandros de un amor loco destinado a la catástrofe. El asunto no parecía apasionar a la anciana, pero sonreía mucho durante la lectura, agitando la cabeza y los dedos, como si oyera una canción y no una historia. Hoy Adamsberg había cambiado intencionadamente de volumen. Le leyó un capítulo técnico sobre el parto en las yeguas, y Léo pareció danzar del mismo modo. Igual que la enfermera, que no se perdía una sesión de lectura y a quien el cambio de tema no pareció afectar. Adamsberg empezaba a preocuparse por ese estado de paz casi beatífica; había conocido a otra Léo, exuberante, directa, un poco refunfuñona y cortante. El doctor Merlán, que sentía por su colega una fe constante que el comisario empezaba a perder, le aseguró que el proceso seguía el curso exacto descrito por el osteópata, a quien había podido contactar por teléfono el día anterior, en su «casa de Fleury». Léone era perfectamente capaz de hablar y de pensar, pero su subconsciente había puesto esas funciones en pausa, con la ayuda del médico, amparando a la anciana en un saludable refugio, y todavía serían necesarios varios días para poder prescindir de la protección.

– Sólo hace siete días -dijo Merlán-, dé tiempo al tiempo.

– ¿No le ha dicho nada de lo de Mortembot?

– Ni una palabra. Seguimos las consignas. ¿Leyó usted el periódico de ayer?

– ¿El artículo sobre los maderos de París que no se enteran de nada?

– Algo así.

– Tienen razón. Dos muertos desde mi llegada.

– Pero dos evitadas. La de Léone y la del comandante.

– Evitar no es combatir, doctor.

El doctor Merlán abrió los brazos, compadeciéndolo.

– Los médicos no pueden diagnosticar sin síntomas y los policías no pueden hacerlo sin indicios. El asesino es un ser asintomático. No deja rastro, pasa como un espectro. No es normal, comisario, no es normal. Valleray opina lo mismo que yo.

– ¿Padre o hijo?

– Padre, naturalmente. A Denis le importa un pito todo lo que pasa por aquí.

– ¿Lo conoce bien?

– Así así. Lo vemos muy poco en Ordebec. Pero dos veces al año, el conde organiza una cena de notables, y me invita. No es muy agradable, pero es ineludible. La comida es excelente, eso sí. ¿Tiene al vizconde en el visor?

– No.

– Hace bien. Nunca se le habría ocurrido intentar matar a alguien, ¿y sabe por qué? Porque para eso hay que ser decidido, y él no es capaz. Ni siquiera eligió él a su mujer, así que dese cuenta. En fin, es lo que se dice.

– Volveremos a hablar de eso, doctor, en cuanto tenga usted un momento que dedicarme.

Hippolyte tendía la ropa delante de la casa, en una cuerda azul atada a dos manzanos. Adamsberg lo observó: sacudía uno de los vestidos de su hermana para alisarlo antes de tenderlo cuidadosamente. Ni hablar, por supuesto, de anunciarle a bocajarro su nuevo parentesco. Eso, en lo inmediato, no provocaría más que efectos violentos e imprevisibles, y el asesino era demasiado fugaz y móvil para que se añadieran nuevas sorpresas a esa situación incontrolada. Hippolyte se interrumpió, frotando maquinalmente su mano derecha, al ver aproximarse a Adamsberg.

– Aloh, comisario.

– Hola -contestó Adamsberg-. ¿Le duele?

– No es nada, es el dedo que falta. Cuando va a llover, me da pinchazos. Se está nublando al oeste.

– Lleva días nublándose al oeste.

– Pero esta vez va en serio -dijo Hippo reanudando el trabajo-. Va a llover, y no poco. Los pinchazos son fuertes.

Adamsberg se pasó la mano por la cara, vacilante. Émeri habría supuesto muy probablemente que lo que le provocaba el dolor no era el dedo cortado sino el golpe violento que había asestado a Danglard con el canto de la mano.

– ¿Y no le da pinchazos la izquierda?

– A veces una, a veces la otra, a veces las dos. No es matemático.

Inteligencia anormal, mente aguda, aspecto no benigno. Si Adamsberg no hubiera dirigido la investigación del caso, Émeri habría encarcelado a Hippo hace tiempo. Por materializar la visión de su hermana matando a los prendidos y, de paso, eliminando al heredero Valleray.

Hippo estaba tranquilo. Ahora sacudía una de las blusas floreadas de Lina, lo que trajo instantáneamente su pecho a la mente de Adamsberg.

– Se cambia todos los días, es increíble el trabajo que da.

– Esta noche vamos a vigilar su casa, Hippo. Es lo que he venido a decirle. Si ve a nuestros hombres fuera, no les dispare. Estaremos yo y Veyrenc de diez a dos. Luego Émeri y Faucheur hasta el amanecer.

– ¿Por qué? -preguntó Hippo encogiéndose de hombros.

– Los tres han muerto. Su madre tiene razón temiendo por ustedes. He visto una nueva pintada en la pared del almacén, viniendo hacia aquí: «Muerte a los V».

– «Muerte a los Vigilantes» -dijo Hippo sonriendo.

– O «Muerte a los Vendermot». A aquellos por los que llega la tormenta.

– ¿Para qué serviría matarnos?

– Para romper la maldición.

– Tonterías. Ya le he dicho que nadie se atreverá a tocarnos. Y no creo en las guardias. Prueba de ello es que han matado a Mortembot. Sin ánimo de ofender, comisario, usted no ha servido para nada. Estuvieron dando vueltas como cernícalos alrededor de su casa, y ocurrió delante de sus narices. ¿Le importaría ayudarme?

Hippolyte dio con candor el extremo de una sábana a Adamsberg, y ambos la sacudieron en el aire caliente.

– El asesino -prosiguió Hippo pasando dos pinzas al comisario- estaba mientras tanto tranquilamente en su taburete plegable, lo que se habrá reído después. La policía nunca ha impedido a los asesinos matar. Si el tipo está decidido, es como un caballo desbocado; los obstáculos, los salta y punto. Y este asesino está decidido hasta la médula. Para tirar a un hombre a las vías del tren, hay que tener una sangre fría del copón. ¿Sabe por qué atacó a su adjunto?

– Todavía no -dijo Adamsberg en alerta-. Al parecer, lo confundió conmigo.

– Tonterías -volvió a decir Hippo-, Un tipo así no se equivoca de blanco. Tenga cuidado si monta guardia esta noche.

– Nunca ha servido para nada matar a policías. Son como la mala hierba, nunca muere.

– Es verdad, pero éste es sanguinario. Hacha, ballesta, tren, es asqueroso. Un tiro de bala es más limpio, ¿no?

– Pues no tanto. Herbier tenía la cabeza reventada. Y además, hace ruido.

– Es verdad -dijo Hippo rascándose la nuca-. Y él es un fantasma, ni se ve ni se nota.

– Es lo que dice Merlán.

– Por una vez, no se equivoca. Usted haga su guardia si le parece, comisario. Al menos, tendrá la virtud de tranquilizar a mi madre. Últimamente está que no vive. Y tiene que ocuparse de Lina.

– ¿Está enferma?

– De aquí -dijo Hippo señalándose la frente-. Cuando ve al Ejército, se queda conmocionada durante semanas. Tiene crisis.

La llamada de Danglard llegó al Jabalí corredor un poco antes de las nueve de la noche. Adamsberg se levantó con aprensión. Se dirigió lentamente al aparato preguntándose cómo iba a codificar la conversación. Jugar con las palabras era el último de sus talentos.

– Puede usted decir al remitente que esté tranquilo -dijo Danglard-, que he encontrado los dos paquetes en la consigna. La llave era la correcta.

De acuerdo, pensó Adamsberg aliviado. Danglard había localizado a Zerk y Mo. Estaban efectivamente en Casares.

– ¿No están muy deteriorados?

– El papel, un poco arrugado; la cuerda, desgastada, pero todavía muy presentables.

De acuerdo, se repitió Adamsberg. Los dos jóvenes estaban cansados, pero en buen estado.

– ¿Qué hago con ellos? -preguntó Danglard-, ¿Los devuelvo al remitente?

– Si no son un estorbo, quédeselos de momento. Todavía no tengo noticias del centro de distribución.

– Es que ocupan sitio, comisario. ¿Dónde los pongo?

– No es mi problema. ¿Está usted cenando?

– Todavía no.

– ¿Es la hora del aperitivo? Tómese un oporto a mi salud.

– Nunca bebo oporto.

– Pues a mí me gusta. Tómeselo.

De acuerdo, se dijo Danglard. Era bastante zafio, pero no una tontería. Adamsberg le pedía que se llevara a los chicos a Oporto. Es decir en la dirección opuesta a la que habían llevado hasta entonces. Y no había ninguna noticia de las investigaciones de Retancourt. Demasiado pronto, pues, para hacerlos volver a Francia.

– ¿Alguna novedad en Ordebec?

– Todo estancado. Esta noche quizá.

Adamsberg se reunió con Veyrenc en la mesa y acabó la carne casi fría. Un trueno sacudió súbitamente las paredes del restaurante.

– Nubes al oeste -murmuró Adamsberg alzando el tenedor.

Los dos hombres iniciaron la guardia nocturna bajo una lluvia violenta y con estrépito de relámpagos. Adamsberg se asomó al diluvio. En esos momentos, y sólo en esos, se sentía parcialmente vinculado a la masa de energía que estallaba allá arriba sin motivo ni objeto, sin más impulso que el despliegue de una fuerza fantástica e inútil. Fuerza que le había faltado singularmente esos últimos días; fuerza enteramente abandonada en manos del enemigo. Y que esa noche, por fin, consentía en derramarse sobre él.

Capítulo 47

La tierra estaba todavía mojada a la mañana siguiente, y Adamsberg, sentado bajo el manzano del desayuno, con la caja de azúcar en la espalda, sentía el pantalón impregnarse de humedad. Con los pies descalzos, se entretenía cogiendo hierba con los dedos y tirando de las briznas. La temperatura había bajado al menos diez grados; el cielo estaba brumoso, pero la avispa de esa mañana, valerosa, había venido de nuevo a verlo. Hellebaud picoteaba a cuatro metros del umbral de la habitación, lo cual representaba un avance notable. Ninguno, en cambio, por el lado del asesino. La noche se había desarrollado sin alerta.

Blériot venía hacia él bamboleando su cuerpo tan rápido como le era posible.

– Mensajería saturada -dijo resoplando al llegar a su altura.

– ¿Cómo?

– Su mensajería, está saturada. No he podido ponerme en contacto con usted.

Grandes ojeras, mejillas no afeitadas.

– ¿Qué pasa, cabo?

– Denis de Valleray no podría haber masacrado a los Vendermot esta noche. Está muerto, comisario. Dese prisa, lo llaman desde el castillo.

– ¿Cómo ha muerto? -exclamó Adamsberg corriendo descalzo hacia su habitación.

– Se ha matado tirándose por la ventana -informó a voces Blériot, y se sintió incómodo porque ése no era un tipo de hecho que se divulgara a voz en grito.

Adamsberg no se tomó el tiempo de ponerse un pantalón limpio. Cogió el teléfono, calzó directamente los zapatos disponibles y corrió a despertar a Veyrenc. Cuatro minutos después, se subía al coche del cabo.

– Cuente, Blériot, lo escucho. ¿Qué se sabe?

– El conde descubrió el cuerpo de Denis a las ocho y cinco de esta mañana. Llamó a Émeri. El capitán se fue sin esperarlo a usted, que estaba ilocalizable. Me mandó a buscarlo.

Adamsberg apretó los labios. Al volver de la guardia nocturna, él y Veyrenc habían desconectado los móviles para hablar libremente de los dos jóvenes huidos. Y había olvidado volver a poner la batería antes de irse a dormir. A fuerza de considerar el móvil como un enemigo personal, cosa que era efectivamente, no le había prestado la atención debida.

– ¿Qué dice?

– Que Denis de Valleray se ha suicidado, sobre eso no cabe ninguna duda. El cuerpo huele a whisky que apesta. Émeri dice que el vizconde bebió cuanto pudo para darse valor. Yo no estoy tan seguro. Porque el vizconde se encontró mal. Se asomó y vomitó por la ventana. Vive en un segundo piso, el patio de abajo está adoquinado.

– ¿Pudo caer por accidente?

– Sí. Las barandillas de las ventanas del castillo son muy bajas. Pero, como dos de sus cajas de calmantes están vacías y la de somníferos abierta, el capitán piensa que quiso suicidarse.

– ¿Hacia qué hora?

– Las doce, o la una de la madrugada. Por una vez, la forense ha llegado enseguida y los técnicos también. Se desplazan más deprisa cuando se trata del vizconde.

– ¿Se medicaba mucho?

– Ya lo verá. Tenía la mesilla de noche cubierta.

– ¿Bebía mucho?

– Es lo que dicen. Pero nunca hasta el punto de emborracharse o de ponerse malo. Lo malo -dijo Blériot torciendo el gesto- es que Émeri afirma que Denis no se habría suicidado si usted no hubiera iniciado esa investigación sobre la compañía de ballesteros.

– ¿O sea que es por mi culpa?

– En cierto modo. Porque anoche, el secretario de la Compañía se presentó en el castillo para el aperitivo.

– Pues sí que se han dado prisa.

– Pero luego, según el conde, Denis no pareció preocupado durante la cena. Hay que decir que, en esa familia, nadie presta mucha atención al otro. Cada cual come en su rincón, en una mesa inmensa, sin intercambiar más de tres palabras. No hay más testigos, su mujer está en Alemania con los niños.

– Émeri debería pensar también que, si el vizconde se ha suicidado, es que era efectivamente culpable.

– También lo dice. Ya conoce un poco al capitán. Se pone hecho una furia, como corresponde a un tataranieto de mariscal, pero luego se le pasa enseguida. Sólo dice que usted podría haber hecho las cosas de otra manera. Con más prudencia, acumulando pruebas poco a poco antes de arrestar a Denis. Así no estaría muerto.

– Pero estaría condenado a cadena perpetua, y sus crímenes saldrían a la luz. Exactamente lo que no quiso. ¿Cómo está el conde?

– Chocado. Encerrado en su biblioteca. Pero sin tristeza. Esos dos no podían verse ni en pintura.

Adamsberg recibió una llamada de Émeri por el móvil, a dos kilómetros del castillo.

– Tengo el papel -dijo el capitán con voz dura.

– ¿Qué papel?

– Tu puto testamento, hostia. De acuerdo, los dos hijos Vendermot heredan cada uno un tercio. La única ventaja para Denis es que se quedaba con el castillo.

– ¿Lo has hablado con el conde?

– No se puede sacar nada de él, se ha vuelto cortante como un sílex. Creo que no sabe cómo dominar la situación.

– ¿Y sobre los homicidios cometidos por Denis?

– Lo niega todo en bloque. Reconoce que su hijastro no le resultaba simpático, y viceversa. Pero afirma que Denis no puede haber matado a los tres hombres, ni agredido a Léo, ni empujado al comandante Danglard a las vías.

– ¿Motivo?

– Porque lo conoce desde que tenía tres años. Se aferrará a su versión sin descanso. Por miedo al escándalo, ¿entiendes?

– ¿Cuál es su versión?

– Que Denis bebió hasta encontrarse mal, por alguna razón íntima que se desconoce. Que al marearse se precipitó hacia la ventana para vomitar. Que la ventana estaba abierta para que entrara el frescor de la tormenta. Que tuvo vértigo y que cayó.

– ¿Tu idea?

– Hay responsabilidad tuya -masculló Émeri-. La visita del secretario de la Compañía dio la alerta. Denis se administró un mejunje de medicamentos y alcohol, y murió de eso. Pero no de la manera que él había elegido. No perdiendo el conocimiento en la cama. Titubeó hacia la ventana, se asomó para vomitar y cayó.

– Bien -dijo Adamsberg sin tomar nota del reproche del capitán-, ¿Cómo has conseguido que el conde te deje ver el testamento?

– Por presión. Diciéndole que conocía el contenido. Estaba atrapado. Es un trabajo sucio, Adamsberg, abyecto. Sin pureza ni grandeza.

Adamsberg examinó la cabeza rota del vizconde, la altura de la ventana, la barandilla baja, la situación del cuerpo, los vómitos que habían salpicado el suelo. El vizconde había caído desde la habitación, efectivamente. En la espaciosa estancia, una botella de whisky había rodado por la alfombra, y tres cajas de medicamentos yacían abiertas junto a la cama.

– Un neuroléptico, un ansiolítico y un somnífero -dijo Émeri señalando sucesivamente las cajas-. Estaba en la cama cuando se los tomó.

– Ya veo -dijo Adamsberg siguiendo el rastro de vómitos, uno en las sábanas, el segundo en el suelo, a veinte centímetros de la ventana, el último en el alféizar-. Cuando se encontró mal, tuvo el reflejo de precipitarse hacia la ventana. Cuestión de dignidad.

Adamsberg se había sentado en un sillón apartado mientras dos técnicos tomaban posesión de la habitación. Sí, su búsqueda en el club de tiro había desencadenado el suicidio de Valleray. Y sí, el vizconde, después de cinco asesinatos, dos de ellos en grado de tentativa, había elegido su vía de salida. Adamsberg recordó su cabeza calva aplastada contra el suelo del patio. No, Denis de Valleray no tenía ni la estatura ni la expresión de un asesino audaz. Nada salvaje ni intimidatorio, sino un hombre distante y gris, frágil todo lo más. Pero lo había hecho. Con fusil, con hacha, con ballesta. Sólo en ese instante se dio cuenta de que el caso de Ordebec había finalizado. De que los sucesos dispersos y estancados se habían reunido súbitamente formando una bola, como se cierra una gran bolsa de golpe. Como se vacían de repente los nubarrones del oeste. De que iría a ver a Léo una última vez, le leería un nuevo desarrollo de la historia de amor o un pasaje sobre las yeguas preñadas. Una última vez a los Vendermot, a Merlán, al conde, a Gand; una última vez a Lina, el surco en el colchón de lana, su sitio bajo el manzano inclinado. La idea de esos alejamientos y olvidos le hizo experimentar una desagradable sensación de incompletud. Tan ligera como el dedo de Zerk sobre las plumas del palomo. Mañana llevaría a Hellebaud a la ciudad; mañana conduciría hacia París. El Ejército Furioso se desvanecía, el Señor se reincorporaba a las sombras. Habiendo finalmente, se dijo con pesar, cumplido la totalidad de su misión. No se vence al señor Hellequin. Todos lo habían predicho y dicho, y era verdad. Ese año se sumaría a los anales de la leyenda lúgubre de Ordebec. Cuatro prendidos, cuatro muertos. Él sólo había sabido impedir las intervenciones humanas; había salvado, al menos, a Hippo y a Lina de ser destruidos a golpes de horca.

La forense le sacudió el brazo sin miramientos para abordarlo.

– Perdón -dijo Adamsberg-, no la había visto entrar.

– No es un accidente -dijo ella-. Ya lo confirmarán los análisis, pero el examen preliminar indica una dosis letal de benzodiazepinas y, sobre todo, de neurolépticos. Si no se hubiera caído por la ventana, habría muerto probablemente de eso. Suicidio.

– Se confirma -dijo uno de los técnicos aproximándose-. Sólo he visto una serie de huellas, a primera vista suyas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó la forense-. Sé que su mujer había decidido vivir en Alemania con sus hijos, pero la pareja llevaba años siendo virtual.

– Acababa de enterarse de que estaba a descubierto -dijo Adamsberg con voz cansada.

– ¿De dinero? ¿Arruinado?

– No, por la investigación. Había matado a tres hombres, y casi mata a otro y a la vieja Léone. Se disponía a asesinar a dos más. O cuatro. O Cinco.

– ¿Él? -dijo la forense dirigiendo la mirada hacia la ventana.

– ¿Le sorprende?

– Más que eso. Era un hombre que jugaba mezquino.

– ¿En qué sentido?

– Una vez al mes, más o menos, voy a probar suerte al Casino de Deauville. Allí me lo encontraba. Nunca llegué a hablar con él realmente, pero conoce uno a los demás viendo cómo se comportan ante el tapete. Vacilaba a la hora de tomar decisiones, pedía consejo, atrasaba a toda la mesa de un modo exasperante, y todo eso para hacer apuestas módicas. No era un audaz, un ganador, sino un jugador pusilánime y asistido. No cabe imaginarlo elaborando una idea personal. Menos aún una resolución tan feroz. Vivía exclusivamente de los efectos de su rango, de su prestigio, del apoyo de sus relaciones. Era su seguridad, su red. Ya sabe, las redes que aseguran a los trapecistas.

– ¿Y si esa red amenazaba con romperse?

– Entonces todo es posible, por supuesto -dijo la forense alejándose-, Cuando se desencadena una alarma vital, la réplica humana es imponderable y fulminante.

Adamsberg registró la frase. Nunca habría formulado así las cosas. Podría servirle para reconfortar al conde. Asesinatos fulminantes, suicidio imponderable, no acosar nunca a un animal hasta acorralarlo en un rincón, por mundano y educado que sea. Todos lo sabíamos, había sencillamente diferentes maneras de decirlo. Bajó la gran escalera de roble encerado murmurándose esas palabras, cogió el móvil, que le vibraba en el bolsillo trasero. Lo cual le recordó, al contacto con el barro reseco, que no se había tomado la molestia de ponerse un pantalón limpio. Se detuvo delante de la puerta de la biblioteca descifrando el mensaje de Retancourt. Seis pelos cortados en reposacabezas delant izdo, dos en chaqueta traje fiesta. Doncella confirma corte pelo y olor a garaje. Adamsberg apretó el aparato con los dedos, invadido por esa sensación de fuerza pueril turbadora que lo había atravesado el día anterior durante la tormenta. Alegría primaria, brutal, bárbara, triunfo contra los colosos. Respiró hondo dos veces, lentamente, se pasó la mano por la cara, para eliminar la sonrisa, y llamó a la puerta. En lo que tardó en llegar la respuesta del conde, colérica y acompañada de un bastonazo en el suelo, la frase de la forense se había esfumado entera, engullida por las aguas opacas de su cerebro.

Capítulo 48

Había visitado a Léo, le había leído un capítulo sobre los casos de partos múltiples en los équidos, le había dado un beso en la mejilla, dicho «Volveré» y había saludado al doctor Merlán. Había pasado por casa de los Vendermot, había interrumpido a los hermanos, que estaban ocupados instalando una hamaca en el patio, y expuesto el desenlace de la situación en pocas palabras, sin abordar el asunto crucial de la paternidad del conde de Valleray. Dejaba ese cometido a Léo, o al conde mismo, si es que tenía valor para ello. La cólera de Valleray había empezado a apaciguarse; pero con ese choque que hacía estremecerse el castillo, Adamsberg dudaba de que el hombre mantuviera su decisión bravucona de casarse con Léo. A partir del día siguiente, los medios de comunicación nacionales detallarían los crímenes del vizconde y se aproximarían al rastro de sangre que llevaba directamente al castillo.

La rueda de prensa tendría lugar a las nueve de la mañana, y Adamsberg se la cedía al capitán Émeri, en justo premio a su colaboración aproximadamente amable. Émeri le había dado efusivamente las gracias por ello, sin imaginar, él que era tan aficionado a los anuncios y paradas un tanto rígidas, que Adamsberg estaba encantado de eludirla. Émeri había insistido para celebrar la resolución del caso invitándolo a un aperitivo en la sala Imperio, con Veyrenc, Blériot y Faucheur. Blériot había cortado el salchichón, Faucheur había preparado kirs empalagosos, y Émeri había alzado el vaso para brindar polla destrucción del enemigo, evocando de paso las grandes victorias de su antepasado, Ulm, Austerlitz, Auerstädt, Eckmühl y, sobre todo, Eylau, su preferida. Cuando Davout, atacado por la derecha, había recibido en refuerzo el ejército del mariscal Ney. Cuando el emperador, espoleando a sus hombres, había gritado a Murat: «¿Vas a dejarnos devorar por esta gente?». Risueño, y como saciado, el capitán se había pasado una y otra vez la mano por el vientre, seguramente liberado ya de todas sus bolas de electricidad.

Había ido a ver a Lina a su bufete, había lanzado una última mirada al objeto de su deseo. Con Veyrenc, había ordenado la casa de Léo, dudando si echar un poquito de agua en la botella de calvados para restablecer el nivel del contenido. Sacrilegio de adolescente ignorante, había decretado Veyrenc, no se echa agua a un calvados así. Había raspado los excrementos del palomo en el zapato izquierdo, barrido el alpiste esparcido, sacudido el colchón para igualarlo. Había llenado el depósito de gasolina, cerrado la bolsa de viaje y subido a lo alto del viejo pueblo de Ordebec. Sentado en un murete tibio todavía expuesto al sol, examinaba cada detalle de los prados y colinas esperando el menor movimiento de alguna vaca impasible. Tenía que permanecer allí hasta la cena en el Jabalí azul antes de ponerse en camino, es decir hasta la llamada de Danglard para pedirle que llevara a los dos jóvenes de vuelta. El comandante debía dirigir a Zerk hacia Italia y dejar a Mo en casa de algún amigo cuyo padre desempeñaría el papel de delator. No tenía por qué codificar esas instrucciones, las había establecido con Danglard antes de irse. Bastaba dar la señal. Ninguna vaca se decidía a moverse y, ante semejante fracaso, Adamsberg sintió la misma sensación de incompletud que por la mañana. Igual de ligera e igual de nítida.

En el fondo, resultaba parecido a lo que le contaba siempre su vecino, el viejo Lucio, que había perdido de niño un brazo en la Guerra Civil. El problema, explicaba Lucio, no era tanto ese brazo como el hecho de que, en el momento de perderlo, tenía en él una picadura de araña que el hombre no había acabado de rascarse. Y setenta años más tarde, Lucio seguía rascándola en el aire. Lo que no está acabado siempre vuelve a tocarle a uno las narices. ¿Qué era lo que no estaba acabado en Ordebec? ¿El movimiento de las vacas? ¿El restablecimiento definitivo de Léo? ¿El vuelo del palomo? ¿O, más seguramente, la conquista de Lina, a quien ni siquiera había tocado? En cualquier caso, seguía picándole y, al ignorar la causa, se concentró en los bovinos inmóviles en los prados.

Veyrenc y él se despidieron al caer la noche. Adamsberg se encargó de cerrar la casa sin darse ninguna prisa. Metió la jaula en el maletero, trasladó a Hellebaud en el zapato y lo colocó en el asiento delantero. El palomo le parecía suficientemente civilizado a esas alturas, es decir desnaturalizado, para no ponerse a volar durante el viaje. La lluvia de la tormenta se había infiltrado en el habitáculo, posiblemente también en el motor, y le costó un poco arrancar. Lo cual demostraba que los vehículos de la Brigada no estaban en mejor estado que el de Blériot, muy lejos de los Mercedes de los Clermont-Brasseur. Echó una ojeada a Hellebaud, plácidamente instalado en el asiento, y pensó en el viejo Clermont, sentado también en el asiento delantero, esperando confiado, mientras sus dos hijos se disponían a incendiarlo.

Dos horas y media más tarde, cruzaba el jardincito sombrío de su casa y esperaba la llegada del viejo Lucio. Sin duda su vecino lo había oído llegar e iba a surgir fatalmente con su cerveza, fingiendo mear bajo el árbol antes de trabar conversación. Adamsberg tuvo apenas tiempo para sacar la bolsa y a Hellebaud, que depositó con zapato y todo encima de la mesa de la cocina, antes de ver aparecer a Lucio en la oscuridad, con sendas botellas de cerveza en la mano.

– Estás mejor, ¿no? -diagnosticó Lucio.

– Eso creo.

– Los hurgamierdas vinieron dos veces más. Luego desaparecieron. ¿Has arreglado tus asuntos?

– Casi.

– ¿Y en el campo? ¿Todo arreglado?

– Ya se acabó. Pero mal. Tres muertos y un suicidio.

– ¿Del culpable?

– Sí.

Lucio asintió, como si apreciara el macabro balance, y destapó las cervezas haciendo palanca con una rama.

– Ya le atacas las raíces cada vez que le meas encima, y ahora le estropeas la corteza.

– De eso nada -se indignó Lucio-, El pis está lleno de nitrógeno, no hay nada mejor para el compost. ¿Por qué crees que meo bajo el árbol? El nitrógeno -repitió Lucio saboreando la palabra-. ¿No lo sabías?

– No sé gran cosa, Lucio.

– Siéntate, hombre -dijo el español señalando la caja de madera-. Aquí hace calor -dijo tomando un trago a morro-, hemos sufrido.

– Allí también. Las nubes se acumulaban al oeste, pero no estallaban. Al final, todo explotó ayer, el cielo y el caso. También había una mujer cuyo pecho me habría gustado zamparme crudo. No tienes idea. Tengo la impresión de que debería haberlo hecho; tengo la impresión de que hay algo que no he acabado.

– ¿Te pica?

– Sí, por eso quería hablar contigo. No me pica el brazo, sino dentro de la cabeza. Como si hubiera quedado una puerta batiendo al viento, una puerta que yo no hubiera cerrado.

– Entonces tienes que volver, hombre. Si no, seguirá batiendo toda tu vida. Ya conoces el principio.

– El caso está cerrado, Lucio. No tengo ya nada que hacer allí. O igual es porque no vi moverse las vacas. En los Pirineos, sí; pero allí, ni por casualidad.

– ¿No quieres conseguir a la mujer, más que vigilar a las vacas?

– No quiero conseguirla, Lucio.

– Ah.

Lucio se tomó la mitad de la botella tragando ruidosamente, y eructó, pensando en el difícil caso que le planteaba Adamsberg. Era tremendamente sensible a las cosas que uno no había acabado de rascar. Era su terreno, su especialidad.

– Cuando piensas en ella, ¿piensas en comida?

– En un kugelhopf con almendras y miel.

– ¿Qué es eso?

– Un tipo de brioche especial.

– Es preciso -dijo Lucio con aire de entendido-. Pero las picaduras siempre lo son. Deberías ponerte en busca de ese kugelhopf. Así a lo mejor se te pasa.

– En París no encontraré ninguno auténtico. Es una especialidad del Este.

– Siempre puedo pedir a María que te haga uno. Habrá recetas, ¿no?

Capítulo 49

La reunión de balance empezó en la Brigada el domingo a las nueve y media de la mañana, un 15 de agosto, con catorce miembros presentes. Adamsberg había esperado a Retancourt con impaciencia y, en señal de gratitud y de admiración, le había apretado el hombro en una efusión ruda, un poco militar, un gesto que a Émeri le habría gustado. Un espaldarazo para saludar al más brillante de los soldados. Retancourt, que perdía toda sutileza cuando la colocaban en el terreno de lo emocional, había sacudido la cabeza como un niño reacio y enfurruñado, reservando la satisfacción para más tarde, es decir para ella sola.

Los agentes se habían sentado en círculo alrededor de la gran mesa. Mercadet y Mordent tomaban las notas para el acta. A Adamsberg le gustaban muy poco esas reuniones en que tenía que resumir, explicar, dar órdenes y concluir. Su atención le fallaba por cualquier cosa, huyendo del deber en cualquier momento, y Danglard siempre se colocaba a su lado para traerlo de vuelta a la realidad cuando era necesario. Pero a esas horas Danglard estaba en Oporto con Momo-Mecha-Corta tras haber evacuado a Zerk hacia Roma y disponiéndose probablemente a regresar a París. Adamsberg lo esperaba a última hora de la tarde. Luego dejarían pasar unos días por verosimilitud, y el pseudo delator alertaría a la Brigada. Mo sería traído como un trofeo a las manos del comisario. Adamsberg estaba revisando un poco su papel mientras la teniente Froissy exponía el desarrollo de las tareas de los últimos días; entre otras, un sangriento enfrentamiento entre dos empleados de una compañía de seguros en que uno había llamado al otro «maricón lunar» y se encontró con el bazo desgarrado con un abrecartas y salvó la vida por los pelos.

– Al parecer -precisó Justin, siempre meticuloso-, lo problemático no era «maricón», sino «lunar».

– Pero ¿qué es un maricón lunar? -preguntó Adamsberg.

– Nadie lo sabe, ni siquiera el que lo dijo. Se lo preguntamos.

– De acuerdo -dijo Adamsberg poniéndose a dibujar en la libreta que tenía sobre las rodillas-. ¿La niña del gerbillo?

– El tribunal ha dado su aprobación para que la acoja una hermanastra que vive en Vendée. El juez ha ordenado que se dé a la niña asistencia psiquiátrica. La hermana acepta también al gerbillo. Que también es niña, según el médico.

– Buena mujer -opinó Mordent con una rápida sacudida del cuello largo y flaco, cosa que hacía cada vez que lanzaba un comentario, como para darle énfasis. Como el aspecto de Mordent recordaba el de una vieja garza desplumada, ese gesto siempre evocaba para Adamsberg el cloqueo del ave tragándose un buen pez. Eso suponiendo que la garza fuera un ave y el pez un pez.

– ¿Y su tío abuelo?

– Detenido. Cargos considerados por el juez: secuestro, violencia y maltrato. Por lo menos, no hay violación. Lo que pasa es que el tío abuelo no quería dejársela a nadie más.

– De acuerdo -repitió Adamsberg dibujando el manzano inclinado del desayuno.

Del mismo modo que no podía memorizar las palabras de la forense más de unos segundos, cada rama y cada ramilla del manzano había permanecido intacta y nítida en su memoria.

– Julien Tuilot -anunció el teniente Nöel.

– El asesinato con miga de pan.

– Exacto.

– Un arma única en su género -dijo Adamsberg pasando la página de la libreta-. Tan eficaz y silenciosa como una ballesta, pero que exige una proximidad total.

– ¿Qué tiene eso que ver?

Adamsberg hizo un gesto para indicar que ya lo explicaría en otro momento, y se puso a dibujar el rostro del doctor Merlán.

– Está en prisión preventiva -dijo Nöel-, Una prima suya se dispone a pagar su defensa aduciendo que a él le saboteó la vida la tiranía de su esposa.

– Lucette Tuilot.

– Sí. Esa prima le ha llevado crucigramas a la cárcel. No lleva allí ni doce días y ya ha organizado un torneo con otros detenidos, nivel debutante.

– O sea que está en plena forma si no me equivoco.

– Nunca ha estado tan estupendo, según la prima.

Se hizo un silencio. Todos se volvieron hacia Retancourt, cuyo papel estelar en el caso Clermont-Brasseur conocían aun sin tener los detalles. Adamsberg hizo señas a Estalére para que trajera los cafés.

– Seguimos buscando a Momo-Mecha-Corta -inició Adamsberg-, pero él no incendió el Mercedes.

Durante el bastante largo relato de Retancourt -el primer traje, el segundo traje, el corte de pelo, la doncella, el labrador, el olor a gasolina-, Estalére distribuía los cafés, e iba proponiendo leche y azúcar alrededor de la mesa, cuidando su estilo y poniendo toda su atención. El teniente Mercadet alzó silencioso la mano para rechazar el ofrecimiento, lo cual mortificó a Estalére, que estaba convencido de que el teniente siempre ponía azúcar al café.

– Ya no -le explicó Mercadet en voz baja-. Estoy a régimen -dijo llevándose la mano al vientre.

Ya más tranquilo, Estalére acabó la ronda mientras Adamsberg se inmovilizaba sin razón. Sorprendido por una pregunta de Morel, se dio cuenta de que Retancourt finalizaba su informe y él se había perdido una parte.

– ¿Dónde está Danglard? -repitió Morel.

– Descansando -dijo rápidamente Adamsberg-. Le pasó un tren por encima. No está herido, pero uno no se repone de estas cosas así como así.

– ¿Le pasó un tren por encima? -preguntó Froissy con la misma expresión estupefacta y admirativa que había tenido el doctor Merlán.

– Veyrenc tuvo el reflejo de estirarlo entre los raíles.

– Veinte centímetros entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren -explicó Veyrenc-, Él no se dio cuenta de nada.

Adamsberg se levantó torpemente, abandonando la libreta en la mesa.

– Veyrenc me sustituye para el informe sobre Ordebec -dijo-. Ahora vuelvo.

«Ahora vuelvo», lo que siempre decía, como si fuera altamente posible que algún día no volviera nunca más. Salió de la sala con paso más danzarín que de costumbre y se escapó a la calle. Sabía que se había inmovilizado de golpe, cual vaca de Ordebec, que se había perdido entre cinco y seis minutos de informe. Por qué, era algo que no podía decir y que buscaba mientras caminaba por las aceras. No le preocupaba esa ausencia brutal, ya estaba acostumbrado. No sabía la razón de lo que le pasaba, pero sí la causa. Algo había atravesado su mente como una saeta de ballesta, tan veloz que no había sido capaz de atraparlo. Pero había sido suficiente para petrificarlo. Como cuando había percibido el destello en el agua del puerto de Marsella, como cuando había visto ese cartel en los muros de París, como cuando estuvo insomne en el tren París-Venecia. Y la imagen invisible que había pasado había surcado el campo acuoso de su cerebro, arrastrando en su estela otras figuras imperceptibles que se habían ido enganchando unas a otras como imanes en cadena. No se veía ni el origen ni el término, pero veía Ordebec, y precisamente una puerta, la del viejo coche de Blériot, abierta, a la que no había prestado especial atención. Eso era lo que le había dicho Lucio el día anterior, había una puerta mal cerrada, que batía aún, una picadura que él no había acabado de rascar.

Anduvo lentamente por las calles, con prudencia, alejándose hacia el Sena, adónde lo conducían siempre sus pasos en caso de sacudida. Era en esos momentos cuando Adamsberg, casi inasequible a la ansiedad o a cualquier emoción viva, se tensaba como una cuerda, apretando los puños, esforzándose en captar lo que había visto sin verlo, o pensado sin pensarlo. No había método alguno para desprender la perla de la maraña informe que le presentaban sus pensamientos, sólo sabía que tenía que darse prisa, puesto que su mente era de tal manera que todo en ella se hundía. En ocasiones, había atrapado la perla quedándose totalmente inmóvil, esperando que la tenue imagen remonte vacilante a la superficie; a veces, en cambio, andando, agitando el desorden de sus recuerdos; a veces, durmiendo, dejando que actúen las leyes de la gravedad; y temía, si elegía previamente una estrategia teórica, que se le escapara la presa.

Tras casi una hora de marcha, se sentó en un banco, a la sombra, apoyando la barbilla en las manos. Había perdido el hilo durante el discurso de Retancourt. ¿Qué le había pasado? Nada. Todos los agentes habían permanecido en sus sitios, atentos al relato de la teniente. Mercadet luchaba contra el sueño y tomaba notas con gran esfuerzo. Todos salvo uno. Estalére se había movido. Naturalmente, había servido los cafés, con el acostumbrado perfeccionismo que ponía en esa operación. El joven se había sentido herido porque Mercadet había rechazado el azúcar que solía tomar, y el teniente se había señalado el vientre. Adamsberg apartó las manos de la cara, apretó las rodillas. Mercadet había hecho otro gesto, había levantado la mano en ademán de rechazo. Fue en ese instante cuando pasó por su cabeza el tiro de ballesta. El azúcar, algo pasaba con el puto azúcar desde el principio. El comisario alzó la mano ante sí, imitando el gesto de Mercadet. Repitió el gesto una decena de veces, volvió a ver la puerta del coche abierta, y a Blériot delante del vehículo averiado. Blériot también había rechazado el azúcar cuando se lo había propuesto Émeri para el café. Había levantado silenciosamente la mano, exactamente igual que Mercadet. En la gendarmería, el día en que hablaban de Denis de Valleray. Blériot, con sus bolsillos de la camisa hinchados de terrones de azúcar, pero que sin embargo no había querido endulzarse el café. Blériot.

Adamsberg inmovilizó sus gestos. La perla estaba allí, brillante, en el hueco de la roca. La puerta que no había cerrado. Quince minutos después, se levantó lentamente, para no espantar las sensaciones todavía poco formadas y no comprendidas, y volvió a su casa a pie. No había deshecho la bolsa del día anterior. La cogió, metió a Hellebaud en el zapato y lo introdujo todo, tan silenciosamente como pudo, en el coche. No quería hacer ruido, temiendo que hablar en voz alta perturbara las partículas de sus pensamientos que estaban soldándose torpemente, de modo que envió un simple mensaje a Danglard con el móvil que le había dado Retancourt: Vuelvo allí. En caso de necesidad, mismo lugar, misma hora. Se vio incapaz de ortografiar «necesidad» y cambió la palabra por «apuro». En caso de apuro, mismo lugar misma hora. Luego dirigió otro mensaje al teniente Veyrenc: Ven 20:30 posada Léo. Trae a Retancourt como sea. Que no os vean, id sendero bosque. Trae rollo de cuerda y comida.

Capítulo 50

Adamsberg se esforzó en pasar inadvertido al entrar de nuevo en Ordebec a las dos de la tarde, una hora favorable de domingo en que las calles estaban vacías. Tomó la carretera forestal para ir a la casa de Léo, abrió la puerta de la habitación que consideraba suya. Hundirse en el surco del colchón le pareció una prioridad evidente. Depositó al dócil Hellebaud en el antepecho de la ventana y se acurrucó en la cama. Sin dormirse, escuchando el arrullo del palomo, que parecía satisfecho de volver a su sitio. Dejando entremezclarse todos sus pensamientos sin tratar ya de seleccionarlos. Recientemente, había visto una fotografía que le había llamado la atención por ofrecerle una clara ilustración de la idea que se hacía de su cerebro. Era el contenido de las redes de pesca vertido en el puente de un gran barco, formando una masa más alta que los marineros, heteróclita, que desafiaba la identificación mezclando inextricablemente la plata de los peces, el pardo de las algas, el gris de los crustáceos -de mar, y no de tierra como la cochinilla-, el azul de los bogavantes, el blanco de las conchas, sin que pudieran distinguirse los límites de los diferentes elementos. Siempre luchaba con eso, con un aglomerado confuso, ondeante y proteiforme, siempre a punto de alterarse o de derrumbarse, incluso de volver al mar. Los marinos seleccionaban la masa echando al agua las piezas demasiado pequeñas, los tapones de algas, las materias impropias, conservando las formas útiles y conocidas. Adamsberg, le parecía a él, procedía a la inversa, desechando los elementos que tenían sentido y escrutando luego los fragmentos ineptos de su amasijo personal.

Volvió al punto de partida, desde la mano de Blériot alzándose ante el café, y dio rienda suelta a las imágenes y sonidos de Ordebec, al bello rostro corroído del señor Hellequin, Léo esperándolo en el bosque, la bombonera Imperio en la mesa de Émeri, Hippo sacudiendo el vestido mojado de su hermana, la yegua cuyo hocico había acariciado, Mo y los lápices de colores, el ungüento en las partes arcillosas de Antonin, la sangre sobre la Madona de Glayeux, Veyrenc hundido en el andén de la estación, las vacas y la cochinilla, las bolas de electricidad, la batalla de Eylau, que Émeri había conseguido contarle tres veces, el bastón del conde golpeando el viejo parquet, el ruido de los grillos en casa de los Vendermot, la piara de jabalíes en el camino de Bonneval. Se volvió boca arriba, se puso las manos debajo de la nuca, mirando las vigas del techo. El azúcar. El azúcar lo había acosado a lo largo de los días, causándole una irritación anormal, hasta el punto de que lo había suprimido del café.

Adamsberg se levantó al cabo de dos horas, con las mejillas demasiado calientes. Sólo tenía una persona a quien ver, Hippolyte. Esperaría hasta las siete de la tarde, la hora en que todos los habitantes de Ordebec están apiñados en las cocinas y cafés para el aperitivo. Pasando por fuera del pueblo, podría llegar a la casa Vendermot sin correr el riesgo de encontrarse con alguien. También ellos estarían tomando el aperitivo, quizá acabando ese terrible oporto que habían comprado para agasajarle. Convencer a Hippo sin que se diera cuenta, hacer que fuera al lugar exacto donde él quería que estuviera, dirigirlo sin un solo fallo. Somos buena gente. Es una definición muy rápida para un niño con los dedos amputados que había aterrorizado a sus compañeros durante años. Somos buena gente. Consultó sus dos relojes. Tenía que hacer tres llamadas de confirmación. Una al conde de Valleray, otra a Danglard y la última a Merlán. Se pondría en camino al cabo de dos horas y media.

Salió sigilosamente de la habitación hasta el sótano. Allí, subiéndose a un tonel, alcanzaba un ventanuco polvoriento, única abertura que daba a una porción del prado de las vacas. Tenía tiempo, esperaría.

Al dirigirse prudentemente a la casa Vendermot cuando sonaba el ángelus, se sentía satisfecho. Tres vacas se habían movido, ni una menos. Y además, varios metros, sin despegar el hocico de la hierba. Eso le pareció un signo excelente para el futuro de Ordebec.

Capítulo 51

– No he podido hacer la compra, todas las tiendas estaban cerradas -dijo Veyrenc vaciando una bolsa de provisiones en la mesa-. He tenido que saquear el armario de Froissy; habrá que reponer cuanto antes.

Retancourt se había apoyado de espaldas contra la chimenea apagada; su cabeza rubia sobrepasaba ampliamente el manto de piedra. Adamsberg se preguntó en qué habitación de la casa la iba a instalar, teniendo en cuenta que todas las camas eran antiguas, es decir demasiado cortas para sus dimensiones corporales. Violette miraba a Veyrenc y Adamsberg preparar los bocadillos de paté de liebre con setas de cardo, con una expresión bastante jovial en la cara. Nunca se sabía por qué Retancourt adoptaba, según los días, un semblante hosco o amable, nadie preguntaba. Incluso sonriente, el aspecto de la oronda fémina acostumbraba tener un cariz rugoso y ligeramente impresionante, que disuadía de hacer confidencias o preguntas a la ligera. Igual que no se da una palmada amistosa -en el fondo irrespetuosa- en el tronco de una secuoya milenaria. Cualquiera que fuera su aspecto, Retancourt imponía deferencia, a veces devoción.

Tras la sumaria comida -pero el paté de Froissy era indiscutiblemente suculento-, Adamsberg les dibujó un plano de la zona. Desde la posada de Léo, tomar el sendero hacia el sudeste y atajar campo a través, torcer para tomar el camino de tierra de la Bessonniére y llegar hasta el viejo pozo.

– Un paseo de seis kilómetros. No he encontrado nada mejor que ese pozo. El pozo de Oison. Me había fijado en él bordeando el Touques.

– ¿Qué es el Touques? -se informó Retancourt, siempre precisa.

– El río de aquí. El pozo está en el municipio de al lado, lleva cuarenta años abandonado, tiene unos doce metros de profundidad. Es fácil y tentador empujar a alguien para que caiga en él.

– Si el hombre en cuestión se asoma lo suficiente -dijo Veyrenc.

– Cuento con ello. El asesino ya ha llevado a cabo este tipo de maniobra empujando a Denis por la ventana. Se le da bien.

– Tan bien que Denis no se suicidó -constató Veyrenc.

– Lo mataron. Es la cuarta víctima.

– Y no la última.

– Exacto.

Adamsberg dejó el lápiz y expuso sus últimos razonamientos -si es que se podía llamar eso así-. Retancourt frunció la nariz varias veces, como siempre incomodada por la manera que tenía el comisario de llegar hasta el final. Pero el final lo había alcanzado; eso tenía que admitirlo.

– Lo cual explica, por supuesto, que no haya dejado ninguna huella -dijo Veyrenc, a quien esos nuevos elementos volvían meditabundo.

Retancourt, por su parte, volvía a los elementos pragmáticos de la acción.

– ¿Es ancho el brocal?

– No, treinta centímetros aproximadamente. Y sobre todo es muy bajo.

– Puede encajar -aprobó Retancourt-. ¿Y el diámetro del pozo?

– Suficiente.

– ¿Cómo procedemos?

– A veinticinco metros de allí, hay una antigua granja. Un granero con dos puertas de madera desvencijadas. Nos quedaremos allí; no podemos escondernos más cerca. Cuidado, Hippo es un tipo muy cachas, existe un riesgo considerable.

– Es peligroso -dijo Veyrenc-. Ponemos una vida en juego.

– No nos queda más remedio. No hay prueba, salvo unos cuantos envoltorios de terrón de azúcar fuera de contexto.

– ¿Los has conservado?

– En uno de los toneles del sótano.

– Igual tienen todavía alguna huella, no ha llovido durante semanas.

– Pero no será una prueba. Sentarse en un tronco y comer azúcar no es un crimen.

– Tenemos las palabras de Léo.

– Palabras de una anciana conmocionada. Y soy el único que las oyó.

– Con Danglard.

– Que no prestaba atención.

– Eso no valdrá nunca -confirmó Retancourt-. No hay más solución que el flag.

– Peligroso -repitió Veyrenc.

– Por eso está aquí Retancourt, Louis. Correrá más rápido y con más seguridad. Puede atrapar al hombre si empieza a caer. Ella tendrá la cuerda, en caso de necesidad.

Veyrenc encendió un cigarrillo, sacudió la cabeza sin expresar disgusto. Que colocaran la fuerza de Retancourt por encima de la suya era una evidencia indiscutible. Ella habría sido capaz, sin duda, de subir a Danglard al andén.

– Si no nos sale bien, el hombre está muerto, y nosotros también.

– No puede salir mal -objetó tranquilamente Retancourt-. Si es que sucede.

– Sucederá -aseguró Adamsberg-. El tipo no puede hacer otra cosa. Además, matarlo le gustará mucho.

– Pongamos que sí -dijo Retancourt, tendiendo el vaso para que se lo llenaran.

– Violette -dijo con suavidad Adamsberg mientras obedecía-, es el tercer vaso. Y necesitamos toda su fuerza.

Retancourt se encogió de hombros como si el comisario acabara de proferir una tontería indigna de su rango.

Capítulo 52

Retancourt se había situado detrás de la hoja izquierda de la puerta del granero; los dos hombres, a la derecha. Nada debía estorbar la carrera de la teniente hacia el pozo.

En la sombra, Adamsberg alzó las manos hacia sus adjuntos, con los dedos tiesos. Quedaban diez minutos. Veyrenc aplastó el cigarrillo en el suelo y pegó el ojo a una larga hendidura de la puerta de madera. El macizo teniente tensaba los músculos para prepararse, mientras Retancourt, apoyada en el marco y, pese a los quince metros de cuerda que llevaba enrollados en el torso, desprendía una impresión de relajación total. A Adamsberg le preocupaba, teniendo en cuenta los tres vasos de vino.

Hippolyte llegó primero y se sentó en el brocal, con las manos en los bolsillos.

– Fuerte, seguro de sí mismo -murmuró Veyrenc.

– Vigila por donde el palomar, Émeri llegará por allí.

A los tres minutos, el capitán avanzaba a su vez, muy erguido, con el uniforme bien abrochado, pero el paso un tanto vacilante.

– Es el problema -dijo Adamsberg en voz baja-. Es más miedoso.

– Eso mismo puede darle ventaja.

Los dos hombres entablaron conversación, inaudible desde el granero. Se mantenían a menos de un metro uno de otro, desconfiados, ofensivos. Hippolyte hablaba más que Émeri, rápidamente, con entonaciones agresivas. Adamsberg echó una ojeada inquieta a Retancourt, que seguía apoyada en el marco, sin modificar un ápice su plácida postura. Eso no era necesariamente tranquilizador. Retancourt era capaz de dormir de pie sin pestañear, como un caballo.

La risa de Hippolyte estalló en la noche, dura, malvada. Dio una palmada en la espalda a Émeri, en un gesto que nada tenía de amigable. Y se asomó al pozo, estirando un brazo, como si quisiera señalar algo. Émeri alzó la voz, gritó algo como «hijoputa» y se asomó a su vez.

– Cuidado -murmuró Adamsberg.

El gesto fue más experto y rápido de lo previsto -el brazo del hombre deslizándose bajo las piernas y levantándolas ambas al mismo tiempo-, y la reacción más lenta de lo que esperaba. Salió disparado con un segundo largo de retraso, ligeramente después de Veyrenc, que impulsaba toda su masa.

Retancourt ya estaba en el pozo cuando aún le quedaban tres metros que recorrer. Con una técnica que le pertenecía a ella sola, había proyectado a Émeri en el suelo y se había sentado sobre él a horcajadas, manteniendo sus brazos inmovilizados, bloqueando implacablemente la caja torácica del hombre, que gemía bajo su peso. Hippolyte se levantó, resoplando, con las falanges raspadas por las piedras.

– Tenía usted razón -dijo.

– No corrías peligro -dijo Adamsberg señalando a Retancourt.

Agarró las muñecas del capitán, cerró las esposas en la espalda mientras Veyrenc le ataba las piernas.

– No intentes un solo gesto, Émeri. Violette puede aplastarte como a una cochinilla, a ver si lo comprendes, como a una gamba terrestre.

Adamsberg, sudoroso y con el corazón palpitante, marcó el número de Blériot mientras Retancourt se levantaba y se sentaba cómodamente en el pozo, encendiendo un pitillo con la misma calma que si acabara de llegar del mercado. Veyrenc iba y venía sacudiendo los brazos, evacuando la tensión. De lejos, su contorno se borraba, y no se veía de él más que las mechas rojas.

– Venga al viejo pozo de Oison, Blériot -dijo Adamsberg-, Tenemos al hombre.

– ¿Qué hombre? -dijo Blériot, que había dejado sonar una decena de veces antes de contestar, y hablaba con voz pastosa.

– El asesino de Ordebec.

– ¿Y Valleray?

– No era Valleray. Venga ahora mismo, cabo.

– ¿Adónde? ¿A París?

– No hay pozo de Oison en París, Blériot. Despabile.

– ¿Qué hombre? -repitió Blériot tras carraspear.

– Émeri. Lo siento, cabo.

Y Adamsberg lo sentía. Había trabajado con ese tipo, habían caminado, bebido y comido juntos, brindado por la victoria en su casa. Ese día -de hecho, el día anterior-, Émeri estaba jovial, parlanchín, simpático. Había matado a cuatro hombres, empujado a Danglard a las vías, estrellado la cabeza de Léo contra el suelo. La vieja Léo que lo había salvado de la laguna helada. El día anterior, Émeri alzaba su copa de kir a la memoria de su antepasado, estaba confiado, había un culpable, aunque no fuera el previsto. El trabajo no estaba acabado, faltaban todavía dos muertos; tres si Léo recobraba el habla. Pero todo se presentaba inmejorablemente. Cuatro asesinatos realizados, dos tentativas abortadas, otros tres a la vista; tenía su plan. En total, siete muertos; buen balance para un valeroso soldado. Adamsberg iba a volver a su Brigada con el culpable Denis de Valleray, se cerraría el caso, y el campo de batalla quedaría libre.

Adamsberg se sentó con las piernas cruzadas en la hierba, a su lado. Émeri, con los ojos vueltos al cielo, se componía el semblante de un guerrero que no pestañea ante el enemigo.

– Eylau -le dijo Adamsberg-, una de las victorias de tu antepasado y una de tus preferidas. Te sabes la estrategia al dedillo, hablas de ella a quien quiere oírte y a quién no. Porque es «Eylau» lo que dijo Léo, y no «Hello», claro. «Eylau, Gand, azúcar», te señalaba a ti.

– Estás cometiendo el error de tu vida, Adamsberg -dijo Émeri con voz plúmbea.

– Somos tres testigos. Has intentado tirar a Hippo al pozo.

– Porque es un asesino, un diablo. Siempre te lo he dicho. Me ha amenazado, y me he defendido.

– No te ha amenazado. Te ha dicho que sabía que eras el culpable.

– No.

– Sí, Émeri, yo le dicté el papel. Anunciarte que había visto un cuerpo en el pozo, pedirte que vinieras a verlo. Estabas preocupado. ¿Por qué una cita en plena noche? ¿Qué historia era ésa que contaba Hippo del cuerpo en el pozo? Y viniste.

– ¿Y qué? Si había un cadáver, era mi deber desplazarme. Fuera la hora que fuera.

– Pero no había ningún cadáver. Sólo Hippo acusándote.

– No hay pruebas -dijo Émeri.

– Exactamente. Desde el principio, ninguna prueba, ningún indicio. Ni en lo de Herbier, ni en lo de Glayeux, ni en lo de Léo, Mortembot, Danglard, Valleray. Seis víctimas, cuatro muertos, ni una huella. No es frecuente, un asesino que pasa así, como un espectro… o como un policía. Porque ¿quién mejor que un policía para disolver todos los rastros? Tú te encargabas de la parte técnica, tú me dabas los resultados. Total: no teníamos nada, ni una huella, ni un indicio.

– No hay indicio, Adamsberg.

– Confío en que lo hayas destruido todo. Pero queda el azúcar.

Blériot acababa de aparcar junto al palomar y acudía bamboleando su orondo vientre, con una linterna en la mano. Observó el cuerpo del capitán atado en el suelo, lanzó una mirada iracunda a Adamsberg y se retuvo. No sabía si había que intervenir, hablar, no sabía dónde estaban los amigos y los enemigos.

– Cabo, líbreme de estos cretinos -ordenó Émeri-. Hippo me ha citado aquí diciendo que había un cadáver en el pozo, me ha amenazado, y me he defendido.

– Tratando de tirarme al agua.

– No iba armado -dijo Émeri-, Luego habría dado la alarma para que te sacaran de allí. A pesar de que los demonios como tú merecen reventar así. Para que vuelvan a las profundidades de la tierra.

Blériot miraba a Émeri y a Adamsberg, incapaz de elegir campo.

– Cabo -dijo Adamsberg alzando la cabeza-, usted no echa azúcar al café. Así que sus reservas de azúcar son para el capitán, ¿no es así?

– Siempre llevo terrones encima -dijo Blériot con vocecilla seca.

– ¿Para darle uno cuando tiene una crisis? ¿Cuando le fallan las piernas, cuando se pone a sudar y a temblar?

– No puedo hablar de eso.

– ¿Por qué le lleva usted la reserva? ¿Porque le deforma los bolsillos? ¿Porque le da vergüenza?

– Las dos cosas, comisario. No puedo hablar de eso.

– ¿Los terrones tienen que estar envueltos?

– Por higiene, comisario. Pueden pasar semanas en mis bolsillos sin que los toque.

– Sus envoltorios de azúcar, Blériot, son los mismos que recogí en el camino de Bonneval, delante del tronco caído. Allí tuvo una crisis Émeri. Se sentó y se tomó seis terrones, y allí dejó los papeles, y allí los encontró Leó. Después del asesinato de Herbier. Porque diez días antes, no estaban. Léo lo sabe todo. Léo asocia los detalles, las alas de mariposa. Léo sabe que Émeri a veces tiene que tomarse varios terrones de azúcar seguidos para darse fuerza. ¿Qué demonios hacía Émeri en el camino de Bonneval? Es la pregunta que ella le hizo. Y él fue a responder, es decir, a matarla.

– No es posible. El capitán nunca lleva terrones de azúcar. Siempre me los pide.

– Pero esa noche, Blériot, iba él solo a la capilla, así que se llevó unos cuantos. Él conoce su problema. Una emoción demasiado fuerte, un gasto brusco de energía, pueden desencadenar una crisis de hipoglucemia. No podía correr el riesgo de desmayarse después del asesinato de Herbier. ¿Cómo rompe los envoltorios? ¿Por los lados, por el medio? ¿Y luego? ¿Hace una bolita, lo arruga, lo deja tal cual, lo dobla? Cada cual tiene sus manías con los papeles. Usted hace una bolita muy apretada y la mete en el bolsillo delantero.

– Para no tirarla al suelo.

– ¿Y él?

– Lo abre por el medio, deshace los tres cuartos del envoltorio.

– ¿Y después?

– Lo deja así.

– Exactamente, Blériot. Y seguramente, Léo lo sabía. No voy a pedirle a usted que detenga al capitán. Lo pondremos Veyrenc y yo en el asiento trasero del coche. Usted subirá delante. Lo único que le pido es que nos lleve a la gendarmería.

Capítulo 53

Adamsberg había quitado las cuerdas y las esposas a Émeri una vez en la sala de interrogatorio. Había alertado al comandante Bourlant, de Lisieux. Blériot había sido enviado al sótano de Léo para buscar los envoltorios de terrones de azúcar.

– No es prudente dejarle las manos libres -observó Retancourt con el tono más neutro posible-. Recuerde la huida de Mo. Los detenidos se escapan a la mínima de cambio.

Adamsberg cruzó la mirada con Retancourt y encontró en ella, con certeza absoluta, la marca de una ironía provocadora. Retancourt había comprendido lo de la huida de Mo, igual que Danglard, y no había hablado de ello. Y eso a pesar de que nada debió de desagradarle tanto como ese método de efectos imprevisibles.

– Pero, esta vez, está usted aquí, Retancourt -contestó Adamsberg sonriendo-. Así que no corremos ningún peligro. Estamos esperando a Bourlant -dijo volviéndose hacia Émeri-, No estoy habilitado para interrogarte en esta gendarmería donde todavía eres oficial. Bourlant te trasladará a Lisieux.

– Mejor, Adamsberg. Bourlant, por lo menos, respeta los principios basados en los hechos. Todo el mundo sabe que tú paleas nubes, y tu opinión no tiene credibilidad alguna entre las fuerzas del orden, ya sean gendarmes o policías. Espero que lo sepas.

– ¿Por eso insististe en hacerme venir a Ordebec? ¿O porque pensabas que sería más conciliador que tu colega, que no te habría dejado intervenir en la investigación?

– Porque no eres nada, Adamsberg. Viento, nubes, un ectoplasma analfabeto incapaz del menor inicio de razonamiento.

– Estás bien informado.

– Por supuesto. Era mi caso, no tenía ganas de que ningún policía eficaz viniera a quitármelo. En cuanto te vi, comprendí que lo que decían de ti era verdad. Que podría hacer lo que me viniera en gana mientras tú te alejabas en tus brumas. Incluso fuiste a ninguna parte, Adamsberg, no pegaste ni chapa, de eso todo el mundo es testigo. Incluida la prensa. Lo único que has hecho es impedirme detener a ese cabrón de Hippo. ¿Y por qué lo proteges? ¿Lo sabes al menos? Para que nadie toque a su hermana. Eres inepto, y un obseso. Lo único que has hecho en Ordebec es mirarle el pecho y cuidar de tu puto palomo. Eso sin contar que la policía de las policías vino para registrar la zona. ¿Te crees que no me enteré? ¿Qué demonios hacías aquí, Adamsberg?

– Recogía envoltorios de azúcar.

Émeri abrió los labios, tomó aire y se calló. Adamsberg creyó saber que había estado a punto de decir: «Pobre cretino, tus envoltorios de azúcar no te servirán para nada».

Muy bien, no encontraría huellas. Papeles vírgenes sin más.

– ¿Cuentas convencer a un tribunal con tus papelitos?

– Olvidas una cosa, Émeri. El que trató de matar a Danglard mató a los demás.

– Evidentemente.

– Un hombre fuerte que resultó ser un buen corredor. Tú dijiste, como yo, que Denis de Valleray había cometido los asesinatos y que él era también quien había citado a Danglard en Cérenay. Así figura en tu primer informe.

– Evidentemente.

– Y que se había suicidado cuando el secretario del club le informó de que estaba empezando a ser investigado.

– El «club» no, la Compañía de la Marcha.

– Como quieras, no me impresiona. Mi antepasado personal fue recluta durante las guerras napoleónicas y murió con veinte años, por si te interesa. En Eylau, si quieres comprender por qué ese nombre se me quedó grabado. Con las dos piernas hundidas en barro mientras tu tatarabuelo desfilaba por la victoria.

– Fatalidad familiar -dijo Émeri sonriente, con la espalda más derecha que nunca y un brazo arrogantemente colocado tras el respaldo de la silla-. No tendrás más suerte que tu antepasado, Adamsberg. Ya estás en el barro hasta los muslos.

– Denis se suicidó, tú lo has escrito. Acusado de los asesinatos de Herbier, Glayeux y Mortembot, y de las tentativas de asesinato de Léo y Danglard.

– Por supuesto. No tuviste conocimiento del resto del informe del laboratorio. Dosis de caballo de ansiolíticos, neurolépticos, y casi cinco gramos de alcohol en la sangre.

– ¿Por qué no? Es fácil echar todo eso en la garganta de un hombre medio inconsciente. Le levantas la cabeza y le provocas el efecto de deglución. Pero dime, Émeri: ¿por qué iba a querer Denis matar a Danglard?

– Tú mismo me lo explicaste paleador. Porque Danglard sabía la verdad acerca de los hijos Vendermot. Por la mancha en forma de insecto.

– De crustáceo.

– Me la suda -se irritó Émeri.

– Te lo dije y me equivoqué. Porque dime, ¿cómo iba Denis de Valleray a enterarse tan rápidamente de que Danglard había visto el crustáceo y comprendido lo que significaba, cuando yo mismo no lo supe hasta la noche en que se fue.

– Por los rumores.

– Es lo que yo había supuesto. Pero llamé a Danglard, y no había hablado de ello con nadie, aparte de Veyrenc. El hombre que deslizó la nota en su bolsillo lo hizo muy poco después del vahído del conde en el hospital. Los únicos que pudieron ver a Danglard volver a poner el chal en los hombros de Lina y descubrir el torso desnudo del conde, mirar esa mancha violeta y sorprenderse, eran, pues, Valleray padre, el doctor Merlán, las enfermeras, los vigilantes de la cárcel, el doctor Hellebaud, Lina y tú. Elimina a los vigilantes y a Hellebaud, que están fuera de la historia. Elimina a los enfermeros, que nunca llegaron a ver la mancha en los hijos Vendermot. Elimina a Lina que nunca ha visto la espalda del conde.

– La vio ese día.

– No, estaba muy atrás, en el pasillo. Danglard me lo ha confirmado. De modo que Denis de Valleray no sabía que el comandante había descubierto la existencia de sus hermanos.Pollo tanto, no tenía ninguna razón para empujarlo a las vías del Caen-París. Tú sí. ¿Quién más?

– Merlán. Él operó los dedos a Hippo cuando era pequeño.

– Merlán no se encontraba en la multitud delante de la casa de Glayeux. Aparte de que los descendientes de Valleray ni le van ni le vienen.

– Lina pudo verlo, por mucho que diga tu comandante.

– No estaba delante de la casa de Glayeux.

– Pero el arcilloso de su hermano sí, Antonin. ¿Quién te dice que ella no se lo dijo?

– Merlán. Lina salió del hospital mucho después que los demás, estaba hablando con una amiga en la entrada. Elimínala.

– Queda el conde, Adamsberg -afirmó altanero Émeri-, Que no quería que se supiera que eran hijos suyos. Al menos, no mientras viviera.

– Tampoco él estaba delante de la casa de Glayeux, sino en observación en el hospital. Sólo tú lo viste, lo comprendiste, y sólo tú pudiste deslizar la nota en el bolsillo de Danglard. Probablemente cuando entró en casa de Glayeux.

– ¿Y a mí qué coño me importaba que el conde hubiera engendrado a esas criaturas del diablo? Yo no soy un hijo Valleray. ¿Quieres ver mi espalda? Encuentra al menos una relación entre yo y la muerte de todos esos desgraciados.

– Es sencillo, Émeri. El terror. Y la necesaria erradicación de la causa del terror. Siempre fuiste miedoso, y siempre te mortificó no tener la arrogancia de tu antepasado. Por desgracia, te dieron su nombre.

– ¿El terror? -dijo Émeri abriendo las manos-. Pero ¿de qué, por el amor de Dios? ¿Del mierda de Mortembot, que murió con el pantalón bajado?

– De Hippolyte Vendermot. El responsable, a tus ojos, de todas tus impotencias. Desde hace treinta y dos años. La perspectiva de acabar como Régis te obsesiona, tenías que destruir a quien lo había condenado de niño. De esa «condena» estás seguro. Porque después de eso tuviste una caída de bicicleta casi mortal. Pero no me lo contaste, ¿me equivoco?

– ¿Para qué iba a contarte mi infancia? Todos los niños se la pegan en bicicleta. ¿Nunca te ha pasado?

– Sí. Pero no justo después de ser «condenado» por el pequeño Hippo satánico. No después de haberme enterado del trágico accidente de Régis. Luego todo te fue de mal en peor. Tus fracasos escolares, tus problemas profesionales en Valence, en Lyon, tu esterilidad, tu mujer que se larga. Tu miedo, tu pusilanimidad, tus vértigos. No eres un mariscal, como le habría gustado a tu padre, ni siquiera eres un soldado. Y ese inmenso fiasco es un drama a tus ojos, un drama que va a peor. Pero ese drama no es culpa tuya, Émeri, es Hippo quien lo generó «condenándote». Prohibiéndote toda descendencia, impidiendo que tuvieras una vida feliz, o gloriosa, que para ti es lo mismo. Hippo es el origen de tu mal, de tu mala suerte, y aún hoy te aterroriza.

– Sé razonable, Adamsberg, ¿quién va a tener miedo de ese degenerado que habla al revés?

– ¿Crees que hace falta ser degenerado para saber invertir las letras? Por supuesto que no, hay que estar dotado de una genialidad especial. Diabólica. Tú lo sabes, como sabes que Hippo debe ser destruido para salvarte. Sólo tienes cuarenta y dos años, puedes rehacer tu vida. Desde que se fue tu mujer y desde el suicidio de Régis hace tres años, que te llevó al súmmum del terror, es tu idea fija. Porque eres un hombre de ideas fijas. Tu sala Imperio entre otras.

– Simple respeto, no eres capaz de comprenderlo.

– No, manía megalómana. Tu uniforme impecable, que ningún terrón de azúcar debe deformar. Tu postura de valeroso soldado. No hay más que un responsable de lo que consideras una debacle injusta, insoportable, vergonzosa y, sobre todo, amenazadora: Hippolyte Vendermot. Pero el hechizo que te hizo sólo puede extinguirse con su muerte. En cierto modo, habría sido un caso de legítima defensa neurótica, de no ser porque mataste a cuatro más.

– Si así fuera -dijo Émeri apoyándose de nuevo en el respaldo de la silla-, ¿por qué no matar sólo a Hippo?

– Porque temes por encima de todo ser acusado de su muerte. Y se comprende. Porque todo el mundo aquí conoce vuestra infancia, tu accidente de bicicleta a los diez años, después de que él te condenara, el odio que tienes a los Vendermot. Necesitas, una coartada para sentirte totalmente a salvo. Una coartada y un culpable. Necesitas una estrategia amplia e ingeniosa, como en Eylau. Una estrategia bien pensada, único modo de vencer, como hizo el Emperador, a un ejército dos veces más poderoso. Hippolyte Vendermot es al menos diez veces más poderoso que tú. Pero desciendes de un mariscal, joder, y puedes aplastarlo. «¿Vas a dejarte devorar por esa gente?», como dijo el Emperador. No, desde luego. Pero hay que preparar la menor irregularidad del terreno. Necesitas un mariscal Ney que venga a ayudar cuando Davout se vea amenazado por el flanco derecho. Por eso fuiste a ver a Denis.

– ¿Fui a verlo?

– Hace un año, cenaste con el conde y unos notables, el doctor Merlán, el vizconde Denis, por supuesto, el perito tasador de Evreux, entre otros. El conde tuvo un vahído, lo llevaste a su habitación con la ayuda del doctor. Me lo ha contado Merlán. Pienso que fue esa noche cuando tuviste conocimiento de su testamento.

Émeri lanzó una risa rápida y natural.

– ¿Estabas allí, Adamsberg?

– En cierto modo. He pedido una confirmación al conde. Él creyó morir, te pidió urgentemente su testamento, te dio la llave del cofre. Quería, antes de morir, incluir a sus dos hijos Vendermot. Añadió, pues, con dificultad, unas líneas en el papel y te pidió que firmaras. Confiaba en tu discreción; eres capitán, un hombre de honor. Pero leíste esas líneas, claro. Y no te extrañó mucho que el conde hubiera engendrado a demonios como Hippo y Lina. Viste la mancha que tiene en la espalda cuando el médico lo auscultó. Conocías la de Lina, su chal se cae cada dos por tres. Para ti no es una cochinilla con antenas, es una cara de diablo rojo y cornudo. Todo eso te confirma la idea de que esa descendencia bastarda está maldita. Y esa misma noche, con el tiempo que llevabas buscando la ocasión de deshacerte de la raza de los Vendermot, porque Lina es a tus ojos igual de negra, se presentó, o casi. Te lo piensas mucho, temeroso como eres, sopesas cuidadosamente todos los elementos y, un tiempo después, hablas con el hijo Valleray.

– Nunca me he relacionado con el vizconde, eso lo sabe todo el mundo.

– Pero puedes hacerle una visita, Émeri. Eres el jefe de la gendarmería. Desvelaste la verdad a Denis, esas nuevas líneas que su padre había añadido al testamento. Le mostraste su abismo. Es un débil, y tú lo sabes. Pero un hombre como el vizconde no se decide solo. Lo dejaste pensar. Volviste a verlo para acuciarlo, para convencerlo, y le hiciste este ofrecimiento: te deshacías de los herederos bastardos con la condición de que él te proporcionara una coartada. Denis perdió pie, sin duda estuvo pensándoselo un tiempo más. Pero, tal como habías previsto, acabó aceptando. Si matabas tú, si él no tenía que hacer nada más que jurar que estaba contigo, no le salía tan caro. Negocio concluido. Y esperaste la ocasión.

– Sigues sin responder a mi pregunta. ¿A mí qué coño me importaba que el conde hubiera engendrado esas criaturas y que lo supiera Danglard?

– Nada. Lo que te interesaba eran las criaturas en sí. Pero si su filiación se hacía pública, perdías el apoyo de tu cómplice Denis, que entonces ya no vería ninguna ventaja en cubrirte. Y perdías tu coartada. Por eso empujaste a Danglard a las vías.

El comandante Bourlant entró en ese instante en la sala, saludando con sequedad al comisario Adamsberg, por quien no tenía ninguna estima.

– ¿Cargos? -preguntó.

– Cuatro asesinatos, dos tentativas de asesinato, dos intenciones de asesinato.

– Las intenciones no cuentan. ¿Tiene algo que apoye esa acusación?

– Tendrá mi informe mañana a las diez. Usted mismo decidirá si lo lleva a los tribunales.

– Me parece correcto. Sígame, capitán Émeri. No se lo tome a mal, no sé nada de la historia. Pero Adamsberg es el encargado del caso y me veo obligado a obedecer.

– Pasaremos poco tiempo juntos, comandante Bourlant -dijo Émeri levantándose con solemnidad-. No tiene pruebas, desvaría.

– ¿Ha venido solo, comandante? -preguntó Adamsberg.

– Afirmativo, comisario. Estamos a 15 de agosto.

– Veyrenc, Retancourt, acompañen al comandante. Empezaré el informe mientras tanto.

– Todo el mundo sabe que no puedes redactar ni tres líneas -dijo Émeri socarrón.

– No te preocupes por eso. Una última cosa, Émeri: la ocasión perfecta te la proporcionó Lina sin querer. Cuando vio al Ejército Furioso y se enteró todo Ordebec. Ella misma te señaló el camino, señal del destino. Ya sólo quedaba realizar su predicción, matar a los tres prendidos y poner así a todo el mundo contra los Vendermot. «Muerte a los V.» Puedo asesinar a Lina y a su hermano maldito. Habrían buscado en el pueblo a un loco aterrorizado por el Ejército y decidido a erradicar a todos sus médiums. Como en 1775, cuando decenas de personas mataron con sus horcas a François-Benjamin. Sospechosos no habrían faltado.

– 1777 -corrigió Veyrenc en ausencia de Danglard.

– Quizá no tantos, pero sí al menos doscientos.

– No me refiero al número de sospechosos, sino a la fecha de la muerte de François-Benjamin.

– Ah, muy bien -dijo Adamsberg sin inmutarse.

– Imbécil -dijo Émeri entre dientes.

– Denis es casi tan culpable como tú -prosiguió tranquilamente Adamsberg-, al haberte dado su acuerdo de cobarde, su absolución de miserable. Pero cuando comprendiste que la Compañía del Hacha…

– De la Marcha -interrumpió Émeri.

– Como quieras. Que la Compañía iba a informar al vizconde sobre la investigación, supiste que no aguantaría más que unas horas sin hundirse. Que hablaría, que te acusaría. Él sabía que habías matado a los prendidos para preparar la muerte de los Vendermot. Fuiste a verlo, le hablaste para adormecer su miedo, lo dejaste semi inconsciente con tu golpe profesional en la carótida, le hiciste tragar alcohol y medicamentos. Imprevisiblemente, Denis se levantó de repente para vomitar, precipitándose hacia la ventana abierta. Había tormenta, ¿te acuerdas? El tiempo de todas las fuerzas. Sólo tuviste que levantarlo por las piernas para que cayera. Denis sería acusado de los asesinatos, causa de su suicidio. Perfecto. Eso perturbaba tu plan, pero tampoco tanto al fin y al cabo. Después de esas cuatro muertes y a pesar de que existía una explicación racional, medio Ordebec seguiría pensando que la causa profunda era el Ejército. Que, fundamentalmente, Hellequin había venido a destruir a los cuatro prendidos. Que el vizconde había sido su brazo armado, su instrumento. Que Hippo y Lina seguían participando en la venida del Señor. Nada impedía, pues, que se dijera que un demente había eliminado a los dos siervos de Hellequin. Un demente que nunca encontraría nadie, con la aprobación de la población.

– Es una gran hecatombe para atacar a un solo hombre -dijo Émeri alisándose la chaqueta.

– Cierto, Émeri. Pero añade a eso que esa hecatombe te complacía a más no poder. Glayeux y Mortembot se habían burlado de ti, ambos, te habían humillado, no habías podido con ellos. Los odiabas. Herbier, lo mismo: nunca fuiste capaz de detenerlo. Todos eran hombres malvados, y tú eliminabas a los hombres malvados; el último, Hippo. Pero por encima de todo, Émeri, crees fervientemente en el Ejército Furioso. El señor Hellequin, sus siervos Hippo y Lina, su víctima Régis, todo eso tiene sentido para ti. Destruyendo a los prendidos, ganabas de paso el favor del Señor. Y eso no es moco de pavo. Porque temías ser la cuarta víctima. No te gustaba mencionar al cuarto hombre, el innombrado. Supongo, pues, que hace tiempo mataste a alguien. Igual que Glayeux, igual que Mortembot. Pero eso te lo llevas contigo.

– Basta ya, comisario -intervino Bourlant-. Nada de lo que aquí se diga tiene valor.

– Lo sé, comandante -dijo Adamsberg sonriendo brevemente mientras empujaba a Veyrenc y Retancourt en la estela del rugoso oficial de Lisieux.

– Del águila ha caído el orgulloso retoño -murmuró Veyrenc-, / el loco que soñaba con ir al panteón.

Adamsberg echó una mirada a Veyrenc señalándole que no era momento para eso, igual que lo había hecho con Danglard cuando éste habló de Ricardo Corazón de León.

Capítulo 54

Lina no se había ido al trabajo, la casa Vendermot quedó revolucionada con el anuncio de la detención del capitán Émeri, representante de las fuerzas del orden. Un poco como si la iglesia de Ordebec se hubiera vuelto campanario abajo. Tras la lectura del informe de Adamsberg -que Veyrenc había redactado ampliamente-, el comandante Bourlant decidió alertar al juez, que a su vez ordenó la detención provisional. Nadie en Ordebec ignoraba que Louis Nicolas Émeri estaba en una celda en Lisieux.

Pero sobre todo, el conde había mandado llevar una carta solemne a la familia Vendermot, informándolos de la verdadera ascendencia de Hippolyte y Lina. Le había parecido menos degradante, explicó a Adamsberg, que los hijos se enteraran por él antes que por los rumores, que serían rápidos y dañinos, como siempre.

A su vuelta del castillo, Adamsberg los encontró errabundos en el comedor, a casi mediodía; yendo y viniendo como bolas de billar que se entrechocaran sobre un fieltro irregular; hablando de pie, dando vueltas alrededor de la mesa grande, que todavía estaba puesta.

La llegada de Adamsberg pareció pasar inadvertida. Martin iba majando algo con un mortero casi vacío, mientras Hippo, que normalmente era el amo de la casa, recorría la estancia deslizando el dedo por la pared, como para dibujar una línea invisible. Un juego de niños, se dijo Adamsberg. Hippo reconstruía su existencia, y eso le habría llevado mucho tiempo. Antonin vigilaba ansioso la marcha rápida de su hermano mayor, desplazándose constantemente para evitar que lo golpeara al pasar. Lina se obcecaba con una de las sillas a la que rascaba con la uña las desconchaduras de la pintura, con tal intensidad que se habría dicho que de ese nuevo trabajo dependía toda su vida. Sólo la madre estaba inmóvil, retraída en su sillón. Toda su postura, cabizbaja, con las enjutas piernas apretadas, los brazos alrededor del torso, proclamaba la vergüenza que la aplastaba y de la que no sabía cómo desprenderse. Ahora todos sabían que se había acostado con el conde, que había engañado al padre, y todo Ordebec iba a comentar el hecho hasta el infinito.

Sin saludar a nadie -pues pensaba que no eran capaces de oírlo-, Adamsberg fue primero hasta la madre y le dejó el ramo de flores sobre las rodillas. Lo cual, aparentemente, agravó su malestar. No era digna de que le regalaran flores. Adamsberg insistió, le cogió las manos una tras otra y las posó sobre los tallos. Luego se volvió hacia Martin.

– ¿Aceptarías hacernos un café?

Esa intervención, y el paso al tuteo, pareció cambiar el centro de la atención de la familia. Martin dejó el mortero y se dirigió hacia la cocina rascándose la cabeza. Adamsberg sacó él mismo los tazones del aparador y los dispuso en la mesa sucia, apartando unos platos en una esquina. Uno a uno, les pidió que se sentaran. Lina fue la última en aceptar y, una vez instalada, atacó con la uña las desconchaduras de la pintura de la pata de la silla. Adamsberg no creía tener ningún talento de psicólogo, y lo asaltaron unas breves ganas de salir corriendo. Cogió la cafetera de las manos de Martin y llenó todos los tazones, llevó uno a la madre, que lo rechazó con las manos todavía crispadas en el ramo. Tenía la sensación de no haber bebido nunca tanto café como allí. Hippo también rechazó el tazón y destapó una cerveza.

– Vuestra madre temía por vosotros -empezó Adamsberg-, y tenía cien veces razón.

Vio las miradas bajas. Todos inclinaban la cabeza hacia el suelo, como si se recogieran para una misa.

– Si ninguno de vosotros es capaz de defenderla, ¿quién lo va a hacer?

Martin alargó la mano hacia el mortero, pero se retuvo.

– El conde la salvó de la locura -aventuró Adamsberg-. Ninguno de vosotros puede imaginar el infierno que vivía. Valleray os protegió a todos, eso se lo debéis. Impidió que Hippo acabara con un disparo de fusil, como el perro. Eso también se lo debéis. Con él, vuestra madre os puso a salvo a todos. Ella sola no podía hacerlo. Hizo su trabajo de madre, eso es todo.

Adamsberg no estaba seguro de lo que acababa de decir, de si la madre se habría vuelto loca o no, de si el padre habría disparado a Hippolyte, pero no era momento para una exposición detallada.

– ¿Fue el conde quien mató a padre? -preguntó Hippo.

Ruptura del silencio por el cabeza de familia, era buena señal. Adamsberg se sintió aliviado, aunque lamentó no tener a mano un cigarrillo de Zerk o de Veyrenc.

– No. Quién mató a padre es algo que no sabremos nunca. Herbier, quizá.

– Sí, es posible -intervino Lina con viveza-. Había habido una escena violenta la semana anterior. Herbier pedía dinero a mi padre. Gritaban mucho.

– Claro -dijo Antonin abriendo por fin los ojos-. Herbier debía de saber lo de Hippo y Lina, debió de hacer chantaje a Vendermot. Padre nunca habría soportado que todo Ordebec se enterara.

– Pero, entonces -objetó Hippo-, sería padre quien habría matado a Herbier.

– Sí -dijo Lina-, por eso era su hacha. Padre intentó matar a Herbier, pero el otro le pudo.

– De todos modos -confirmó Martin-, si Lina vio a Herbier en el Ejército Furioso, es que había cometido algún crimen. Lo de Mortembot y Glayeux se sabía; lo de Herbier, no.

– Eso es -concluyó Hippo-. Herbier partió la cabeza a padre.

– Seguramente -aprobó Adamsberg-. Así todos los cabos quedan atados, todo queda acabado.

– ¿Por qué dice que mi madre tenía razones para tener miedo? -preguntó Antonin-. Émeri no nos ha matado a nosotros.

– Pero iba a mataros a vosotros. Era su objetivo final: asesinar a Hippo y Lina, y hacer que la responsabilidad recayera en un habitante cualquiera de Ordebec enloquecido de miedo por las muertes provocadas por el Ejército Furioso.

– Como en 1777.

– Exactamente. Pero la muerte del vizconde lo atrasó todo. También fue Émeri quien lo empujó por la ventana. Pero ya se acabó -dijo volviéndose hacia la madre, cuyo rostro parecía alzarse, como si, una vez enunciados y hasta defendidos sus actos, pudiera por fin salir un poco de su estupor-. El tiempo del miedo se acabó -insistió-. Se acabó también la maldición del clan Vendermot. La matanza habrá tenido al menos este efecto positivo: se sabrá que ninguno de vosotros era el asesino y que todos vosotros erais las víctimas.

– Y ya no impresionaremos a nadie -dijo Hippo con una sonrisa de decepción.

– Lástima quizá -dijo Adamsberg-. Te conviertes en un hombre de cinco dedos.

– Menos mal que mamá se quedó con los dedos cortados -suspiró Antonin.

Adamsberg pasó todavía una hora con ellos antes de despedirse, echando una última mirada a Lina. Antes de salir, puso las manos sobre los hombros de la madre y le pidió que lo acompañara hasta el camino. Intimidada, la mujer menuda dejó las flores y cogió un barreño, diciendo que aprovecharía para recoger la ropa tendida.

A lo largo de la cuerda atada a dos manzanos, Adamsberg ayudaba a la madre a desprender la ropa seca y echarla doblada en el barreño. No veía ningún modo delicado de abordar el tema.

– Herbier podría haber matado a su marido -dijo en voz baja-, ¿qué opina usted de eso?

– Está bien -susurró la mujer.

– Pero es falso. Lo mató usted.

La madre soltó la pinza y se agarró a la cuerda con las dos manos.

– Sólo lo sabemos usted y yo, señora Vendermot. El crimen ha prescrito, y nadie volverá sobre el tema. No tuvo usted elección. Era él o ellos. Me refiero a los dos hijos de Valleray. Él iba a matarlos. Usted los salvó de la única manera posible.

– ¿Cómo lo supo?

– Porque en realidad somos tres en saberlo. Usted, yo, y el conde. Si el asunto pudo silenciarse, fue porque intervino él. Me lo confirmó esta mañana.

– Vendermot quería matar a los niños. Se había enterado.

– ¿Por quién?

– Por nadie. Había ido a entregar unas piezas de carpintería al castillo, y Valleray le ayudaba a descargar. El conde se enganchó en uno de los dientes de la excavadora, y se le desgarró la camisa de arriba abajo. Vio la marca.

– Pero hay alguien más que lo sabe. A medias sólo.

La mujer volvió el semblante horrorizado hacia Adamsberg.

– Se trata de Lina. Ella le vio matarlo cuando era una niña. Por eso después limpió el mango. Quiso borrarlo todo, hundirlo todo en el olvido. Por eso tuvo esa primera crisis poco después.

– ¿Qué crisis?

– Su primera visión del Ejército Furioso. Vio a Vendermot prendido. Así, el señor Hellequin se convertía en responsable del crimen, ya no era usted. Y Lina siguió cultivando esa idea loca.

– ¿A propósito?

– No, para protegerse. Pero habría que desembarazarla de la pesadilla.

– No se puede. Son cosas que uno no puede evitar.

– Quizá pueda usted, diciéndole la verdad.

– Nunca -dijo la mujer menuda agarrándose de nuevo al tendedero.

– En algún repliegue de su cabeza, Lina lo sospecha. Y si Lina lo sospecha, sus hermanos también. Los ayudaría saber que lo hizo usted y por qué.

– Nunca.

– Usted elige, señora Vendermot. Usted imagina. La arcilla de Antonin se solidificará, Martin dejará de comer bichos. Lina quedará liberada. Piénselo, usted es la madre.

– Es sobre todo la arcilla lo que me preocupa -dijo muy flojo.

Tan flojo que Adamsberg no dudó que, si en ese instante hubiera soplado viento, la habría dispersado como los paracaídas plumosos del diente de león. Una mujer frágil y desamparada que había partido en dos a su marido con un par de hachazos. El diente de león es una flor humilde y muy resistente.

– Pero hay dos cosas que no cambiarán -añadió Adamsberg-. Hippo seguirá hablando al revés. Y el Ejército de Hellequin seguirá pasando por Ordebec.

– Por supuesto -dijo la madre con firmeza-. Eso no tiene nada que ver.

Capítulo 55

Veyrenc y Danglard llevaron sin miramientos a Mo hasta el despacho de Adamsberg, esposado, y lo sentaron a la fuerza en la silla. Adamsberg sintió verdadera alegría al verlo, en realidad una satisfacción un tanto orgullosa ante la idea de que había conseguido salvarlo de la hoguera.

Apostados a ambos lados de Mo, Veyrenc y Danglard interpretaban perfectamente sus papeles, con el rostro duro y vigilante. Adamsberg dirigió a Mo un guiño imperceptible.

– Ya ves como acaban las huidas, Mo.

– ¿Cómo me han encontrado? -preguntó el joven en tono insuficientemente agresivo.

– Habrías caído tarde o temprano. Teníamos tu libreta de direcciones.

– Me la suda. Tenía derecho a huir, tenía obligación. Yo no incendié ese coche.

– Lo sé -dijo Adamsberg.

Mo adoptó una expresión mediocremente estupefacta.

– De eso se encargaron los hijos de Clermont-Brasseur. A estas horas, mientras te estoy hablando, están siendo inculpados de homicidio con premeditación.

Antes de abandonar Ordebec tres días antes, Adamsberg había obtenido del conde la promesa de intervenir ante el magistrado en funciones. Promesa que el hombre le concedió sin dificultad, conmocionado por el salvajismo de los dos hermanos. Ya había visto suficientes atrocidades en Ordebec, y no estaba dispuesto a la indulgencia, ni siquiera hacia sí mismo.

– ¿Sus hijos? -se indignó falsamente Mo-. ¿Sus propios hijos le pegaron fuego?

– Arreglándoselas para que te acusaran a ti. Tus zapatillas de basket, tu método. Salvo que Christian Clermont no sabía anudarse los cordones. Y que el aire del incendio le quemó unas cuantas mechas.

– Siempre pasa.

Mo se volvió a diestra y siniestra, como alguien que tomara súbitamente consciencia de un nuevo estado de cosas.

– Pero entonces me puedo ir, ¿no?

– ¿Eso crees? -dijo Adamsberg con dureza-. ¿No recuerdas cómo saliste de aquí? Amenaza a mano armada a un oficial de policía, agresión y delito de fuga.

– Pero estaba obligado -repitió Mo.

– Puede ser, pero la ley es la ley. Quedas detenido provisionalmente. Irás a juicio en cosa de un mes.

– Pero si ni siquiera le hice daño -protestó Mo-. Sólo un puñetazo de nada.

– Un puñetazo que te lleva ante el juez. Ya estás acostumbrado. Él decidirá.

– ¿Cuánto me puede caer?

– Dos años -estimó Adamsberg-, teniendo en cuenta las circunstancias excepcionales y el perjuicio sufrido. Podrás salir a los ocho meses por buena conducta.

– ¡Ocho meses, joder! -dijo Mo, esta vez casi sinceramente.

– Deberías estarme agradecido por haber encontrado a los incendiarios. Y eso que no tenía ninguna razón para quererte bien. ¿Sabes qué le puede pasar a un comisario que deja escapar a un detenido?

– Me la suda.

– Ya me imagino -dijo Adamsberg levantándose-. Llévenselo.

Adamsberg dirigió a Mo una seña con la mano que significaba: Ya te lo dije, ocho meses. No tenemos elección.

– Es verdad, comisario -dijo de repente Mo tendiéndole las muñecas esposadas-. Debería darle las gracias.

Al estrechar la mano a Adamsberg, Mo le deslizó una bolita de papel. Una bolita más gruesa que la de un envoltorio de azúcar. Adamsberg cerró la puerta cuando Mo salió, se apoyó en la hoja para evitar cualquier intrusión y desplegó el mensaje. Mo había escrito, con letra diminuta, los detalles de su razonamiento acerca de la cuerda que había servido para atar las patas al palomo. Al final de la nota, daba el nombre y la dirección del hijo de puta que lo había hecho. Adamsberg sonrió y se metió cuidadosamente el papel en el bolsillo.

Capítulo 56

Mediante el mismo procedimiento de la vez anterior, el conde de Valleray había hecho venir de nuevo al osteópata a la habitación de Léo el día previsto. El médico llevaba veinte minutos oficiando, acompañado únicamente del doctor Merlán, que no quería perderse un solo detalle, y del vigilante René. En el pasillo se repetía casi la misma escena, las idas y venidas de los que esperaban: Adamsberg, Lina, la enfermera, el conde sentado y tamborileando con el bastón en el linóleo del suelo, los vigilantes de Fleury delante de la puerta. El mismo silencio, la misma tensión. Pero para Adamsberg la ansiedad había cambiado de naturaleza. Ya no se trataba de salvar la vida a Léo, sino de ver si el doctor le devolvía el habla. Habla que diría, o no, el nombre del asesino de Ordebec. Sin ese testimonio, Adamsberg dudaba que el juez siguiera con la inculpación del capitán Émeri. El magistrado no iba a hacer algo tan aparatoso por seis papelitos de azúcar, que, efectivamente, se habían revelado vírgenes de huellas. Ni por el ataque a Hippolyte junto al pozo, que no demostraba nada de los demás asesinatos.

Para el conde, se trataba de ver si la vieja Léo recuperaba la animación perdida o si permanecería inmovilizada en ese silencio beatífico. En cuanto a la boda, no había vuelto a hablar del tema. Tras las conmociones, los miedos y los escándalos que habían sacudido Ordebec, el pueblo parecía exhausto, sus manzanos más doblegados, sus vacas más petrificadas.

Una oleada de lluvia y de frescor devolvía la tierra normanda a su estado normal. De modo que Lina, en lugar de aparecer con una de sus blusas floreadas con el escote muy abierto, se había puesto un jersey de cuello redondo. Adamsberg estaba concentrado en ese problema cuando el doctor Hellebaud salió por fin de la habitación, satisfecho y saltarín. Había una mesa puesta para él en la sala de los enfermeros, igual que la vez anterior. Lo acompañaron en silencio, y el médico se frotó un buen rato las manos antes de asegurarles que, a partir de la mañana siguiente, Léo hablaría como antes. Había recobrado suficiente resistencia física para afrontar la situación; por lo tanto, había podido liberar sus bloqueos. Merlán lo miraba comer, con la mejilla apoyada en una mano, en cierto modo en la pose de un viejo enamorado.

– Hay una cosa -dijo el osteópata- que me gustaría aclarar. Que un hombre se precipite sobre uno para matarlo, es algo que impresionaría a cualquiera. Que lo haga un amigo es algo que agrava seriamente el trauma. Pero lo que se produjo en Léo fue algo mucho más fuerte, hasta el punto de que se negaba a afrontarlo. Se observaría un fenómeno así en el caso, por ejemplo, de que uno fuera atacado por su propio hijo. Sin duda. De modo que no comprendo; pero sostengo que quien la agredió no es un simple conocido. Es algo más.

– Efectivamente -dijo Adamsberg pensativo-. Un hombre a quien no veía mucho ya, pero a quien había conocido muy bien, en circunstancias singulares.

– ¿Y bien? -dijo el médico mirándolo fijamente, con un brillo muy atento en los ojos.

– Cuando ese hombre tenía tres años, Léo se echó al agua helada de la laguna donde el niño estaba a punto de ahogarse. Ella le salvó la vida.

El médico asintió un buen rato.

– Con eso tengo suficiente -dijo.

– ¿Cuándo podré verla?

– Ahora mismo. Pero para interrogarla, mejor mañana por la mañana. ¿Quién le ha traído esos libros imposibles? Una historia de amor grotesca y un manual de hipiatría. A quién se le ocurre.

– A mí la historia de amor me gustó -dijo la enfermera.

Adamsberg volvió a recorrer el camino de Bonneval, pasó por la capilla de San Antonio, la carretera del viejo pozo de Oison, y llegó un poco agotado al Jabalí, azul o corredor, para cenar. Zerk, que había vuelto de su viaje sentimental a Italia, le llamó desde París durante la cena para anunciarle que Hellebaud había despegado y se había ido, esta vez de verdad. Una excelente noticia, a pesar de lo cual Adamsberg sintió cierto quebranto en la voz de su hijo.

A las siete de la mañana, ya había instalado el desayuno bajo el manzano. No quería llegar tarde al inicio del horario de visitas a Léo; no quería que se le adelantara el comandante Bourlant. Con la complicidad del doctor Merlán y de la enfermera, consiguió que le abrieran la puerta treinta minutos antes de la hora pública. Reconciliado con el azúcar, echó dos terrones al café, tras lo cual cerró cuidadosamente la caja y la aseguró con la goma.

A las ocho y media, la enfermera le abrió discretamente la puerta del hospital. Léo lo esperaba, sentada en un sillón y vestida. El doctor Merlán le había dado el alta para ese mismo día. Habían quedado en que el cabo Blériot vendría a buscarla a las doce, con Gand.

– No está usted aquí sólo por el gusto de verme, ¿verdad, comisario? Soy mala -rectificó enseguida-. Usted fue quien me trajo al hospital, quien se quedó a mi lado, quien hizo venir a ese médico. ¿Dónde ejerce?

– En Fleury.

– Merlán me ha dicho que incluso me peinó usted. Es usted muy buena persona.

Somos buena gente, recordó Adamsberg viendo mentalmente los rostros de los hijos Vendermot, dos rubios y dos morenos, y era casi verdad. Adamsberg había ordenado al doctor Merlán que no hablara a Léone, bajo ningún concepto, del arresto de Émeri. Quería recoger su testimonio sin influencia alguna.

– Es verdad, Léo. Quiero saber qué pasó.

– Louis -murmuró Léo-, Fue mi pequeño Louis.

– ¿Émeri?

– Sí.

– ¿Se encuentra bien, Léo?

– Sí.

– ¿Qué pasó con el azúcar? Porque eso fue lo que me dijo, ¿no? Eylau, el nombre de la batalla, Gand, azúcar.

– No lo recuerdo. ¿Cuándo fue?

– Dos días después de la agresión.

– No, no me acuerdo. Pero sí, había un problema con el azúcar. Diez días antes, había ido a San Antonio y no había notado nada.

– O sea antes de que desapareciera Herbier.

– Sí. Y el día en que lo conocí a usted, mientras esperaba a Gand, vi todos esos papelitos blancos en el suelo, delante del tronco. Los tapé con las hojas, porque hacían feo, conté al menos seis. Al día siguiente, volví a pensar en ello. Nunca hay nadie en el camino de Bonneval, ya lo sabe. Me pareció extraño que alguien estuviera allí precisamente cuando asesinaron a Herbier. Y sólo conozco a un hombre que se toma seis terrones de azúcar seguidos. Y que nunca arruga los papeles. Es Louis. A veces le dan bajones, ¿sabe? Y tiene que reponerse. Así que al día siguiente me pregunté si Louis había ido allí, si había buscado el cuerpo en el bosque y, en ese caso, por qué no me lo había dicho. Sentí curiosidad, y le llamé. ¿No tendría un puro, comisario? Llevo días sin fumar.

– Tengo un cigarrillo usado.

– También vale.

Adamsberg abrió la ventana de par en par y dio el cigarrillo y fuego a Léo.

– Gracias -dijo Léo exhalando el humo-. Louis me dijo que venía inmediatamente a verme. Nada más entrar, se abalanzó sobre mí. No sé, no entiendo.

– Es el asesino de Ordebec, Léo.

– ¿De Herbier?

– De Herbier y de otros.

Léone dio una larga calada al cigarrillo, que tembló un poco.

– ¿Louis? ¿Mi pequeño Louis?

– Sí. Tendremos todo el tiempo para hablar de eso esta noche si me invita a cenar en su casa. Yo prepararé la cena.

– Estaría bien que hubiera sopa, con mucha pimienta. Aquí no tienen pimienta.

– Yo me encargo. Pero dígame: ¿por qué lo llamó «Eylau» y no Louis?

– Era su mote de niño -dijo Léo con esa mirada cambiante que acompaña los surgimientos del pasado-. Todo viene de una broma de su padre, que le regaló un tambor, pero sin duda la broma era con intención de formarlo para el ejército. Se le quedó hasta los cinco años: el tamborilerito de Eylau, el pequeño Eylau. ¿Lo llamé así?

A la misma hora, el caso Clermont-Brasseur estallaba en los medios de comunicación, provocando serias turbulencias. Se preguntaban ávidamente si los hermanos habían sido protegidos tras el crimen. Pero sin extenderse en la cuestión. Tampoco en lo referente a la detención del joven Mohamed. Toda esa agitación no duraría mucho tiempo. Al cabo de unos días, el asunto habría sido minimizado y habría caído en el olvido, como Hippo, que casi se precipita en el pozo de Oison.

A la vez chocado, desengañado y distraído, Adamsberg escuchaba las noticias en la pequeña radio polvorienta de Léo. Había hecho la compra, había triturado con el pasapurés la sopa de verduras, había preparado una cena ligera, adaptada a un regreso de hospitalización. Aunque pensaba que a Léo le habría gustado una cena más sólida, incluso grasienta. Si no se equivocaba, la velada se acabaría con calvados y puro. Adamsberg se apartó de la radio y encendió la chimenea para recibirla. La canícula había finalizado con el recorrido del asesino. Ordebec, castigada por los acontecimientos, volvía a sus temperaturas estremecedoras.

Capítulo 57

Más de un mes después, un miércoles, Danglard recibió en la Brigada una caja sólida provista de dos asas, cuidadosamente cerrada, entregada por un mensajero especial. La hizo pasar por el detector, que reveló un objeto rectangular sujeto con dos tablas y protegido con virutas de madera. La levantó meticulosamente y la depositó con suavidad en la mesa de Adamsberg. Danglard no lo había olvidado. Miró con avidez el objeto, acarició la superficie rugosa de la caja, sin atreverse a abrirla. La idea de que un cuadro de la escuela de Clouet yacía a pocos centímetros de él lo sumía en un estado de gran febrilidad. Salió al paso de Adamsberg.

– Hay un paquete para usted encima de su mesa.

– De acuerdo, Danglard.

– Creo que es el Clouet.

– ¿El qué?

– El cuadro del conde. La escuela de Clouet. La joya, la perla, el consuelo de un hombre.

– De acuerdo, Danglard -repitió Adamsberg fijándose en que un sudor particular humedecía el rostro súbitamente arrebolado del comandante.

Sin lugar a dudas, Danglard lo esperaba febrilmente desde hacía tiempo. El ya no se había vuelto a acordar del cuadro, desde la escena de la biblioteca.

– ¿Cuándo ha llegado?

– Hace casi dos horas.

– Estaba haciendo una visita a Julien Tuilot. Pasan al concurso de crucigramas de nivel 2.

Adamsberg abrió la caja con cierta rudeza y empezó a apartar las virutas con las manos desnudas, ante la mirada angustiada de Danglard.

– No vaya a estropearlo, puñeta. ¿No se da cuenta?

Era efectivamente el cuadro prometido. Adamsberg lo depositó entre las manos instintivamente tendidas de Danglard y sonrió, por mimetismo, ante la felicidad auténtica que animaba los rasgos del comandante. La primera desde que lo había involucrado en el combate contra el Ejército Furioso.

– Se lo confío, Danglard.

– No -gritó Danglard, espantado.

– Sí. Soy un bestia, un montañés, un paleador de nubes, incluso un ignorante, según Émeri. Y es verdad. Quédeselo por mí, será más feliz, estará mejor cuidado. Tiene que estar con usted y, ya lo ve, ha saltado a sus brazos.

Danglard bajó la cabeza hacia el lienzo, incapaz de responder, y Adamsberg supuso que estaba al borde de las lágrimas. Reconocía la emotividad de Danglard, que lo elevaba hacia magnificencias que Adamsberg no conocía, pero que también podía impulsarlo a la indignidad de la estación de Cérenay.

Aparte del cuadro -y Adamsberg cobraba consciencia de que se trataba de un presente inestimable-, el conde de Valleray lo invitaba a su boda con la señorita Léone Marie Pommereau, cinco semanas después, en la iglesia de Ordebec. En el calendario mural, Adamsberg rodeó la fecha con un grueso círculo de rotulador azul, mandando un beso a su vieja Léo. Avisaría sin falta al médico de la «casa de Fleury», pero no era plausible, ni siquiera con la intervención del conde de Valleray, que le permitieran asistir a la fiesta de su resucitada. Ese poder total sólo se encontraba en fortalezas como la de los Clermont, donde el agujero de ratas que había practicado Adamsberg iba tapándose un poco más cada día, irreversiblemente, con la ayuda de miles de manos devotas que borran las infamias, las complicidades y los regueros de pólvora.

Pasaron otras tres semanas y cinco días antes de que Hellebaud, el palomo, reapareciera una mañana, en el alféizar de la ventana de la cocina. Un cálido saludo, una visita muy agitada. El pájaro picoteó las manos de Zerk y Adamsberg, dio varias vueltas por la mesa, contó su vida con múltiples arrullos. Una hora después, despegaba de nuevo, seguido por las miradas pensativas y vacías de Adamsberg y su hijo.

Nota

La historia del encuentro entre Gauchelin, cura de Bonneval, con el Ejército Furioso, contada por el historiador Ordéric Vital en el siglo XII, es suficientemente conocida para que se encuentren numerosas referencias en Internet. Los textos antiguos citados en esta novela proceden de: Claude Lecouteux, Fantômes et Revenants au Moyen Áge, Éditions Imago, París 1986

Fred Vargas

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