Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.

El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

Fred Vargas

Bajo los vientos de Neptuno

Traducción de Aurelia Crespo

Título original: Sous les vents de Neptune

A mi hermana gemela, Jo Vargas

I

Apoyado en el negro muro del sótano, Jean-Baptiste Adamsberg contemplaba la enorme caldera que, la antevíspera, había abandonado cualquier forma de actividad. Era sábado, 4 de octubre, y la temperatura exterior había bajado casi un grado, con un viento llegado directamente del Ártico. Sin poder hacer nada, el comisario examinaba la calandria y las silenciosas tuberías, con la esperanza de que su benevolente mirada reanimase la energía del dispositivo o hiciera aparecer al especialista que debía llegar y no llegaba.

No es que fuera sensible al frío ni que la situación le resultara desagradable. Muy al contrario, la idea de que, a veces, el viento del norte se propulsara directamente, sin escalas ni desviaciones, desde los hielos perpetuos hasta las calles de París, distrito 13, le producía la sensación de poder acceder de una sola zancada a aquellos lejanos hielos, de poder caminar por ellos, de hacer algún agujero para cazar focas. Se había puesto un chaleco bajo su chaqueta negra y, si de él hubiera dependido, habría aguardado sin prisas la llegada del técnico acechando la aparición del hocico de la foca.

Pero, a su modo, el potente aparato enterrado en el subsuelo participaba plenamente en la resolución de los asuntos que convergían, a todas horas, en la Brigada Criminal, caldeando los cuerpos de los treinta y cuatro radiadores y los veintiocho policías del edificio. Cuerpos ateridos, arrebujados en anoraks, apiñándose en torno a la máquina del café, agarrando con sus manos enguantadas los vasitos blancos. O que abandonaban decididamente el lugar para trasladarse a los bares de los alrededores. Los expedientes se petrificaban a continuación. Expedientes primordiales, crímenes de sangre. Que a la enorme caldera le traían sin cuidado. Aguardaba, princesa y tirana, a que un técnico tuviera a bien desplazarse para ponerse a sus pies. En señal de buena voluntad, Adamsberg había descendido, pues, a rendirle un corto y vano homenaje y a buscar allí, sobre todo, algo de sombra y silencio, y a escapar a las quejas de sus hombres.

Aquellas lamentaciones, cuando se conseguía mantener una temperatura de diez grados en los locales, eran un mal augurio para el cursillo sobre ADN en Quebec, donde el otoño se anunciaba duro; menos cuatro grados ayer en Ottawa, y nieve, ahora, por aquí y por allá. Dos semanas centradas en las huellas genéticas: saliva, sangre, sudor, lágrimas, orina y excreciones diversas, capturados ahora en los circuitos electrónicos, seleccionados y triturados, convertidos todos los licores humanos en verdaderas máquinas de guerra de la criminología. A ocho días de la partida, los pensamientos de Adamsberg habían despegado ya hacia los bosques de Canadá, inmensos, le decían, salpicados de millones de lagos. Su adjunto Danglard le había recordado, refunfuñando, que se trataba de mirar pantallas y en ningún caso la superficie de los lagos. Hacía ya un año que el capitán Danglard refunfuñaba. Adamsberg sabía por qué y aguardaba pacientemente que el enfado se esfumara.

Danglard no soñaba con los lagos, rezaba todos los días para que un caso candente dejara clavada allí a la brigada entera. Desde hacía un mes, rumiaba su próxima muerte en la explosión del aparato sobre el Atlántico. Sin embargo, desde que el técnico que debía llegar no llegaba, estaba de mejor humor. Apostaba por esta imprevista avería de la caldera, esperando que aquel frío ahuyentase a los absurdos fantasmas que surgían de las vastas extensiones heladas de Canadá.

Adamsberg puso su mano en la calandria de la máquina y sonrió. ¿Habría sido capaz Danglard de estropear la caldera, previendo sus efectos desmovilizadores? ¿De retrasar la llegada del técnico? Sí, Danglard era capaz. Su fluida inteligencia se colaba en los más estrechos mecanismos del espíritu humano. Siempre que se basaran en la razón y la lógica. Y, desde hacía muchos años, Adamsberg y su adjunto divergían diametralmente en las crestas de esa onda que se forma entre razón e instinto.

El comisario subió la escalera de caracol y atravesó la gran sala de la planta baja, donde los hombres se movían a cámara lenta, pesadas siluetas engordadas por la sobrecarga de bufandas y jerseys. Sin que se conociera en absoluto el motivo, llamaban a esa estancia la Sala del Concilio, a causa sin duda, pensaba Adamsberg, de las reuniones que allí se desarrollaban, de las conciliaciones o de los conciliábulos. Asimismo, llamaban a la estancia contigua Sala del Capítulo, espacio más modesto donde se celebraban las asambleas restringidas. Adamsberg ignoraba de dónde procedía esto. De Danglard probablemente, cuya cultura le parecía a veces ilimitada y casi perniciosa. El capitán sufría de bruscas expulsiones de saber, tan frecuentes como incontrolables, como un caballo que resopla con un ruidoso estremecimiento. Bastaba un ligero estímulo -una palabra poco usada, una noción mal definida- para que diera comienzo un despliegue de erudición, no necesariamente oportuno, que un gesto con la mano permitía interrumpir.

Con un gesto negativo, Adamsberg hizo comprender a los rostros que se levantaban a su paso que la caldera se negaba a dar señales de vida. Llegó al despacho de Danglard, que terminaba con aire sombrío los informes urgentes por si llegaba el aciago momento de tener que ir al Labrador, adonde ni siquiera llegarían a causa de aquella explosión sobre el Atlántico, tras el incendio del reactor izquierdo, atascado por una bandada de estorninos que se había incrustado en las turbinas. Perspectiva que, a su modo de ver, le autorizaba plenamente a descorchar una botella de blanco antes de las seis de la tarde. Adamsberg se sentó en la esquina de la mesa.

– Danglard, ¿cómo va el asunto de Hernoncourt?

– Cerrándolo. El viejo barón ha cantado. Del todo, limpiamente.

– Demasiado limpiamente -dijo Adamsberg rechazando el informe y agarrando el periódico que estaba, muy bien doblado, sobre la mesa-. He aquí una cena de familia que se convierte en carnicería, un anciano vacilante que se hace un lío con las palabras. Y, de pronto, todo está claro sin transición ni claroscuro. No, Danglard, no firmaremos eso.

Adamsberg volvió ruidosamente una de las páginas del periódico.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Danglard.

– Que empezamos de cero. El barón nos toma el pelo. Está encubriendo a alguien, muy probablemente a su hija.

– ¿Y la hija permitiría que su padre se metiera en el atolladero?

Adamsberg volvió una nueva hoja del periódico. A Danglard no le gustaba que el comisario leyera su periódico. Se lo devolvía arrugado y descoyuntado y no había modo, luego, de colocar de nuevo el papel en sus dobleces.

– Ya ha sucedido -respondió Adamsberg-. Tradiciones aristocráticas y, sobre todo, sentencia benigna para un anciano achacoso. Se lo repito, no hay claroscuro, y eso resulta impensable. El cambio es demasiado claro y la vida nunca es tan tajante. Hay alguna trampa, pues, en un lugar u otro.

Fatigado, Danglard sintió el brusco deseo de agarrar su informe y lanzarlo por los aires. Y de arrancar aquel periódico que Adamsberg desordenaba negligentemente entre sus manos. Ciertas o falsas, se vería obligado a verificar las jodidas confesiones del barón, y sólo por las blandas intuiciones del comisario. Intuiciones que, según Danglard, estaban emparentadas con una raza primitiva de moluscos ápodos, sin pies ni patas, ni arriba ni abajo, cuerpos translúcidos flotando bajo la superficie de las aguas, y que exasperaban, asqueaban incluso, el espíritu preciso y riguroso del capitán. Tenía que ir a comprobarlo pues esas intuiciones ápodas resultaban demasiado a menudo acertadas, gracias a una desconocida presciencia que desafiaba las más refinadas lógicas. Presciencia que, de éxito en éxito, había llevado a Adamsberg hasta aquí, a esta mesa, a este cargo, jefe incongruente y soñador de la Brigada Criminal del distrito 13. Presciencia que el propio Adamsberg negaba y a la que llamaba, sencillamente, los genes, la vida.

– ¿No podía haberlo dicho antes? -preguntó Danglard-. ¿Antes de que pasara a máquina todo el informe?

– Se me ha ocurrido esta noche -dijo Adamsberg cerrando bruscamente el periódico-. Mientras pensaba en Rembrandt.

Doblaba a toda prisa el diario, desconcertado por un brutal malestar que acababa de asaltarle con violencia, como un gato te salta encima sacando todas las garras. Una sensación de choque, de opresión, un sudor en la nuca a pesar del frío del despacho. Pasaría, sin duda, estaba pasando ya.

– En este caso -prosiguió Danglard recogiendo su informe-, tendremos que quedarnos aquí para ocuparnos de ello. ¿Cómo hacerlo si no?

– Mordent seguirá con el caso cuando nos hayamos marchado, lo hará muy bien. ¿Cómo va lo de Quebec?

– El prefecto espera nuestra respuesta mañana a las dos -respondió Danglard con el ceño fruncido por la inquietud.

– Muy bien. Convoque una reunión de los ocho miembros del cursillo, a las diez y media en la Sala del Capítulo. Danglard -prosiguió tras una pausa-, no está obligado a acompañarnos.

– ¿Ah, no? El prefecto ha establecido personalmente la lista de participantes. Y estoy el primero.

En aquel mismo instante, Danglard no tenía precisamente el aspecto de uno de los miembros más eminentes de la brigada. El miedo y el frío le habían arrebatado su habitual dignidad. Feo y nada favorecido por la naturaleza -según sus palabras-, Danglard apostaba por una elegancia sin tacha para compensar sus rasgos sin definición y sus hombros caídos, y para conferir un cierto encanto inglés a su largo cuerpo blando. Pero hoy, con el rostro enflaquecido, el torso embutido en una chaqueta forrada y el cráneo cubierto con un gorro de marinero, cualquier intento por parecer elegante estaba condenado al fracaso. Tanto más cuanto el gorro, que debía de pertenecer a uno de sus cinco hijos, estaba coronado por un pompón que Danglard había cortado al ras, lo mejor que había podido, pero cuya raíz roja era todavía ridículamente visible.

– Siempre podemos alegar una gripe provocada por la caldera averiada -propuso Adamsberg.

Danglard sopló en sus manos enguantadas.

– Debo ascender a comandante en menos de dos meses -murmuró- y no puedo arriesgarme a perder este ascenso. Tengo cinco mocosos a los que alimentar.

– Enséñeme ese mapa de Quebec. Enséñeme adónde vamos.

– Se lo he dicho ya -respondió Danglard desplegando un mapa-. Aquí -dijo poniendo su dedo a dos leguas de Ottawa-. Al culo del mundo, un lugar llamado Hull-Gatineau, donde la GRC ha instalado uno de los cuarteles del Banco Nacional de Datos Genéticos.

– ¿La GRC?

– Ya se lo dije -repitió Danglard-. La Gendarmería Real de Canadá. La policía montada con botas y guerrera roja, como en los viejos tiempos, cuando los iraqueses dictaban aún la ley a orillas del San Lorenzo.

– ¿Con guerrera roja? ¿Siguen yendo así?

– Sólo para los turistas. Si tan impaciente está por partir, tal vez convendría que supiera dónde va a poner los pies.

Adamsberg sonrió ampliamente y Danglard agachó la cabeza. No le gustaba que Adamsberg sonriera de esa manera cuando él había decidido refunfuñar. Pues, según decían en la Sala de los Chismes, es decir, en el habitáculo donde se amontonaban las máquinas de comida y de bebidas, la sonrisa de Adamsberg doblegaba la resistencia y licuaba los hielos árticos. Y Danglard reaccionaba de ese modo, como una muchacha, lo que, a sus más de cincuenta años, le contrariaba mucho.

– Sé de todos modos que esa GRC está a orillas del río Outaouais -observó Adamsberg-. Y que hay bandadas de aves silvestres.

Danglard bebió un trago de vino blanco y sonrió con cierta sequedad.

– Ocas marinas -precisó-. Y el Outaouais no es un río, es un afluente. Es como doce veces el Sena, pero es un afluente. Que desemboca en el San Lorenzo.

– Bueno, un afluente si quiere. Sabe usted demasiado para dar marcha atrás, Danglard. Está ya en el engranaje y partirá. Tranquilícese y dígame que no ha sido usted quien, con nocturnidad, ha acabado con la caldera, y que tampoco ha matado por el camino al técnico que debe venir y que no llega.

Danglard levantó un rostro ofendido.

– ¿Con qué objeto?

– Petrificar las energías, congelar las veleidades de aventura.

– ¿Sabotaje? No piensa usted lo que está diciendo.

– Sabotaje menor, benigno. Más vale una caldera averiada que un boeing que estalla. Porque éste es el verdadero motivo de su negativa. ¿No es cierto, capitán?

Danglard dio un brusco puñetazo en la mesa y unas gotas de vino cayeron sobre los informes. Adamsberg dio un respingo. Danglard podía mascullar, gruñir o poner mala cara en silencio, modos mesurados todos ellos de expresar su desaprobación si venía al caso, pero era ante todo un hombre educado, cortés, y de una bondad tan vasta como discreta. Salvo en un solo tema, y Adamsberg se puso rígido.

– ¿Mi «verdadero motivo»? -dijo secamente Danglard, con el puño cerrado aún en la mesa-. ¿Qué coño puede importarle a usted mi «verdadero motivo»? Yo no dirijo esta brigada y no he sido yo quien ha decidido hacernos embarcar para ir a hacer el idiota en la nieve. Mierda.

Adamsberg agachó la cabeza. Era la primera vez, en años, que Danglard le decía mierda a la cara. Y eso no le afectó, dada su capacidad de indolencia y de placidez poco usuales, que algunos llamaban indiferencia y desprendimiento, y que destrozaba los nervios de quienes intentaban evitar un enfrentamiento con él.

– Le recuerdo, Danglard, que se trata de una proposición excepcional de colaboración y de uno de los sistemas más efectivos que existe. Los canadienses nos llevan ventaja en este terreno. Negándonos pareceríamos cretinos.

– ¡Tonterías! No me diga que es su ética profesional la que le impulsa a hacernos trotar por el hielo.

– Eso es, sí.

Danglard vació su vaso de un solo trago y miró el rostro de Adamsberg, adelantando el mentón.

– ¿Algo más, Danglard? -preguntó suavemente Adamsberg.

– Su motivo -gruñó-. Su verdadero motivo. ¿Y si hablara de ello en vez de acusarme de sabotaje? ¿Y si me hablara de su propio sabotaje?

«Bueno», pensó Adamsberg. «Ya estamos.»

Danglard se levantó de pronto, abrió su cajón, sacó la botella de vino blanco y llenó generosamente su vaso. Luego dio una vuelta por la estancia. Adamsberg se cruzó de brazos, esperando el chaparrón. De nada servía argumentar en ese estadio de cólera y vino. Una cólera que estalló por fin, con un año de retraso.

– Vamos a ello, Danglard, si lo desea.

– Camille. Camille está en Montreal y usted lo sabe. Por eso y sólo por eso nos amontona usted en ese jodido boeing de mierda.

– Ya estamos.

– Eso es.

– Y eso no es cosa suya, capitán.

– ¿No? -gritó Danglard-. Hace un año, Camille se esfumó, salió de su vida en uno de esos diabólicos barrenazos cuyo secreto posee. ¿Y quién deseaba volver a verla? ¿Quién? ¿Usted o yo?

– Yo.

– ¿Y quién le siguió la pista? ¿Quién la encontró, la localizó? ¿Quién le proporcionó su dirección en Lisboa? ¿Usted o yo?

Adamsberg se levantó y fue a cerrar la puerta del despacho. Danglard siempre había venerado a Camille, a la que ayudaba y protegía como a una obra de arte. No había nada que hacer. Y ese fervor protector concordaba muy mal con la tumultuosa vida de Adamsberg.

– Usted -respondió con tranquilidad.

– Exacto. De modo que es cosa mía.

– Más bajo, Danglard. Le escucho y es inútil que grite.

Esta vez, el particular timbre de voz de Adamsberg pareció hacer efecto. Como un producto activo, las inflexiones de la voz del comisario envolvían al adversario, provocando una relajación o una sensación de serenidad, de placer o de anestesia completa. El teniente Voisenet, que tenía estudios de química, había hablado a menudo de este enigma en la Sala de los Chismes, pero nadie había podido identificar qué lenitivo había sido introducido, a fin de cuentas, en la voz de Adamsberg. ¿Tomillo? Jalea real? ¿Cera? ¿Una mezcla? Danglard se calmó un poco.

– ¿Y quién -prosiguió en voz más baja- corrió a verla a Lisboa y echó a perder toda la historia en menos de tres días?

– Yo.

– Usted. Un detalle insignificante, ni más ni menos.

– Que no es cosa suya.

Adamsberg se levantó y, separando los dedos, dejó caer el vasito directamente en la papelera, en pleno centro. Como si hubiese apuntado para hacer un disparo. Salió de la estancia con paso tranquilo, sin volverse.

Danglard apretó los labios. Sabía que se había pasado de la raya, que había llegado demasiado lejos en terreno vedado. Pero aguijoneado por meses de reprobación y exacerbado por el asunto de Quebec, no había sido ya capaz de retroceder. Se frotó las mejillas con la rugosa lana de los guantes, vacilando, evaluando sus meses de pesado silencio, de mentira, de traición tal vez. Así estaba bien, o no. Por entre los dedos, su mirada cayó sobre el mapa de Quebec extendido en la mesa. ¿Para qué hacerse mala sangre? Dentro de ocho días estaría muerto, y Adamsberg también. Estorninos engullidos por la turbina, el reactor izquierdo ardiendo, explosión superatlántica. Levantó la botella y bebió directamente, a morro, un trago. Luego descolgó el teléfono y marcó el número del técnico.

II

Adamsberg se encontró con Violette Retancourt en la máquina de café. Permaneció algo rezagado, esperando que el más sólido de sus lugartenientes hubiera sacado su vaso de las ubres de la máquina; pues, en la imaginación del comisario, el aparato de las bebidas evocaba una vaca nutricia acurrucada en las oficinas de la Criminal, como una madre silenciosa que velara por ellos, y por esta razón le gustaba. Pero Retancourt se esfumó en cuanto le vio. Decididamente, pensó Adamsberg colocando un vasito bajo las ubres del distribuidor, no era su día.

Aquel día o cualquier otro, la teniente Retancourt era sin embargo un caso raro. Adamsberg nada tenía que reprochar a aquella mujer impresionante, treinta y cinco años, un metro setenta y nueve y ciento diez kilos, tan inteligente como poderosa, y capaz, como ella misma había expuesto, de usar su energía como mejor le conviniera. Y, en efecto, la diversidad de medios que Retancourt había demostrado en un año, con unos golpes de una potencia bastante terrorífica, había convertido a la teniente en uno de los pilares del edificio, la máquina de guerra polivalente de la Brigada, adaptada a todos los terrenos, cerebral, táctico, administrativo, de combate o de tiro de precisión. Pero a Violette Retancourt no le gustaba. Sin hostilidad, simplemente le evitaba.

Adamsberg recogió su vasito de café, dio unas palmadas a la máquina en señal de agradecimiento filial y regresó a su despacho, con el ánimo apenas molesto por el estallido de Danglard. No tenía la intención de pasar horas y horas apaciguando los temores del capitán, se tratara del boeing o de Camille. Habría preferido, simplemente, que no le hubiese comunicado que Camille se encontraba en Montreal, hecho que ignoraba y que perturbaba levemente su escapada quebequesa. Habría preferido que no hubiese reavivado imágenes que enterraba en los márgenes de sus ojos, en el dulzón limo del olvido, hundiendo los ángulos de los maxilares, difuminando los labios infantiles, envolviendo en gris la piel blanca de aquella muchacha del norte. Que no hubiese reavivado un amor que iba disgregándose sin estruendo, en beneficio de los múltiples paisajes que le ofrecían las demás mujeres. Una indiscutible propensión a merodear, a robar fruta poco madura, que chocaba a Camille, naturalmente. A menudo la había visto ponerse las manos en los oídos tras uno de sus paseos, como si su melódico amante acabara de hacer chirriar las uñas en una pizarra, introduciendo una disonancia en su delicada partitura. Camille se dedicaba a la música, y eso lo explicaba todo.

Se sentó de través en su sillón y sopló en su café, dirigiendo su mirada hacia el panel donde estaban clavados los informes, las urgencias y, en el centro, las notas que resumían los objetivos de la misión de Quebec. Tres hojas limpiamente fijadas, una al lado de otra, por tres chinchetas rojas. Huellas genéticas, sudor, orines y ordenadores, hojas de arce, bosques, lagos, caribús. Mañana firmaría la orden de la misión y, dentro de ocho días, despegaría. Sonrió y bebió un trago de café, con el espíritu tranquilo, feliz incluso.

Y sintió de pronto aquel mismo sudor frío depositándose en la nuca, aquella misma molestia que le oprimía, las zarpas de aquel gato saltando sobre sus hombros. Se dobló por el golpe y dejó con precaución el vasito en la mesa. Segundo malestar en una hora, turbación desconocida, como la visita inesperada de un extraño, provocando un brutal «quién vive», una alarma. Se obligó a levantarse, a andar. Salvo ese golpe, ese sudor, su cuerpo respondía normalmente. Se pasó las manos por el rostro, relajando su piel, frotándose la nuca. Un malestar, una especie de convulsión defensiva. El mordisco de una angustia, la percepción de una amenaza y el cuerpo que se yergue ante ella. Y, ahora que de nuevo se movía con facilidad, permanecía en él una inexpresable sensación de pesadumbre, como un opaco sedimento que el oleaje abandona en el reflujo.

Terminó su café y apoyó el mentón en su mano. Le había sucedido montones de veces no entenderse, pero era la primera vez que escapaba de sí mismo. La primera vez que caía, durante unos segundos, como si un polizón se hubiera colado a bordo de su ser y hubiera tomado el timón. Estaba seguro de ello: había un polizón a bordo. Un hombre sensato le habría explicado lo absurdo del hecho y sugerido el aturdimiento de una gripe. Pero Adamsberg identificaba algo muy distinto, la breve intrusión de un peligroso desconocido, que no quería hacerle ningún bien.

Abrió su armario para sacar un viejo par de zapatillas deportivas. Esta vez, ir a caminar o soñar no bastaría. Tendría que correr, horas si era necesario, directamente hacia el Sena y, luego, a lo largo. Y en aquella carrera despistar a su perseguidor, soltarlo en las aguas del río o, ¿por qué no?, en alguien que no fuera él.

III

Sin mugre ya, agotado después de una ducha, Adamsberg decidió cenar en Las aguas negras de Dublín, un bar sombrío cuya ruidosa atmósfera y ácido olor habían salpicado, a menudo, sus deambulaciones. El lugar, frecuentado exclusivamente por irlandeses a los que no entendía ni una sola palabra, tenía la insólita ventaja de proporcionar gente y charlas interminables, al mismo tiempo que una absoluta soledad. Encontró allí su mesa manchada de cerveza, el aire saturado de un olorcillo a Guinness, y la camarera, Enid, a quien encargó un filete de cerdo y patatas fritas. Enid servía los platos con un antiguo y largo tenedor de estaño que a Adamsberg le gustaba, con su mango de madera barnizada y las tres púas irregulares de su espetón. La estaba mirando mientras colocaba la carne cuando el polizón resurgió con la brutalidad de un violador. Esta vez le pareció detectar el ataque una fracción de segundo antes de que se produjera. Con los puños crispados sobre la mesa, intentó resistirse a la intrusión. Tensó su cuerpo y recurrió a otros pensamientos, imaginando las hojas rojas de los arces. No sirvió de nada y el malestar pasó por él como un tornado devasta un campo, rápido, imparable y violento, para luego, negligente, abandonar su presa y proseguir en otra parte su obra.

Cuando pudo extender sus manos de nuevo, tomó los cubiertos pero no fue capaz de tocar el plato. La estela de pesadumbre que el tornado dejaba tras de sí le cortó el apetito. Se excusó ante Enid y salió a la calle, caminando al azar, vacilante. Un rápido pensamiento le recordó a su tío abuelo, que, cuando estaba enfermo, iba a acurrucarse hecho un ovillo en el hueco de una roca de los Pirineos, hasta que la cosa pasara. Luego, el antepasado se estiraba y regresaba a la vida, sin fiebre ya, devorada por la roca. Adamsberg sonrió. En aquella gran ciudad no encontraría madriguera alguna en la que acurrucarse como un oso, grieta alguna que absorbiera su fiebre y se tragara, crudo, su polizón. Que, a estas horas, tal vez hubiera saltado a los hombros de un vecino de mesa irlandés.

Su amigo Ferez, el psiquiatra, sin duda habría intentado identificar el mecanismo por el que se desencadenaba la irrupción. Descubrir la turbación oculta, el tormento no confesado que, como un prisionero, sacudía súbitamente los grilletes de sus cadenas. El estruendo que provocaba los sudores, las contracciones, el rugido que le hacía encorvar la espalda. He aquí lo que Ferez habría dicho, con esa preocupada gula que él le conocía ante los casos insólitos. Habría preguntado de qué estaba hablando cuando el primero de los gatos de afiladas zarpas le cayó encima. ¿De Camille tal vez? ¿O quizás de Quebec?

Hizo una pausa en la acera, hurgando en su memoria, buscando qué le estaba diciendo a Danglard cuando aquel primer sudor le había apretado el gaznate. Sí, Rembrandt.

Estaba hablando de Rembrandt, de la ausencia de claroscuro en el caso de Hernoncourt. Fue en aquel momento. Y, por lo tanto, mucho antes de cualquier discusión sobre Camille o Canadá. Sobre todo, hubiera tenido que explicar a Ferez que ninguna preocupación había logrado nunca que un gato ávido cayera sobre sus hombros. Que se trataba de un hecho nuevo, nunca visto, inédito. Que aquellos golpes se habían producido en posturas y lugares distintos, sin el menor elemento de unión. ¿Qué relación había entre la buena Enid y su adjunto Danglard, entre la mesa de Las aguas negras y el panel de los avisos? ¿Entre la multitud de aquel bar y la soledad del despacho? Ninguna. Ni siquiera un tipo tan listo como Ferez podría sacarle ningún partido a eso. Y se negaría a escuchar que un polizón había subido a bordo. Se frotó el pelo, los brazos y los muslos, reactivó su cuerpo. Luego reanudó la marcha procurando recurrir a sus fuerzas ordinarias, deambulación tranquila, observación lejana de los viandantes, con el espíritu navegando como madera en las aguas.

La cuarta ráfaga cayó sobre él casi una hora más tarde, cuando estaba subiendo por el bulevar Saint-Paul, a pocos pasos de su casa. Se dobló ante el ataque, se apoyó en el farol, petrificándose bajo el viento del peligro. Cerró los ojos, aguardó. Menos de un minuto después, levantaba lentamente el rostro, relajaba sus hombros, movía sus dedos en los bolsillos, presa de aquella angustia que el tornado dejaba en su estela, por cuarta vez. Un desasosiego que hacía afluir las lágrimas a los párpados, una pesadumbre sin nombre.

Y necesitaba aquel nombre. El nombre de aquella prueba, de aquella alarma. Pues aquel día que había comenzado tan banalmente, con su cotidiana entrada en los locales de la Criminal, le estaba dejando modificado, alterado, incapaz de reanudar la rutina de la mañana. Hombre ordinario por la mañana, trastornado al anochecer, bloqueado por un volcán que había surgido ante sus pasos, fauces de fuego abiertas a un indescifrable enigma.

Se apartó del farol y examinó el lugar, como habría hecho en la escena de un crimen del que él fuera la víctima, en busca de una señal que pudiera revelarle la identidad del asesino que le había herido por la espalda. Se separó un metro y volvió a colocarse en la posición exacta donde estaba en el momento del impacto. Su mirada recorrió la acera vacía, el cristal oscuro de la tienda de la derecha, el cartel publicitario de la izquierda. Nada más. Sólo aquel cartel podía verse con claridad en mitad de la noche, iluminado en su marco de cristal. He aquí pues la última cosa que había percibido antes de la ráfaga. Lo examinó. Era la reproducción de un cuadro de factura clásica, cruzado por un anuncio: «Los pintores pompiers del siglo XIX. Exposición temporal. Grand Palais. 18 de octubre-17 de diciembre».

El cuadro representaba a un tío musculoso de piel clara y barba negra, confortablemente instalado en el océano, rodeado de náyades y entronizado en una ancha concha. Adamsberg se concentró un momento en aquella tela, sin comprender en qué había podido contribuir a provocar el ataque, ni tampoco su conversación con Danglard, su sillón del despacho o la humosa sala de los Dublineses. Y, sin embargo, un hombre no pasa de la normalidad al caos con sólo un chasquido de dedos. Es precisa una transición, un paso. Allí como en cualquier otra parte y en el caso de Hernoncourt, le faltaba el claroscuro, el puente entre las riberas de la sombra y de la luz. Suspiró de impotencia y se mordió los labios, escrutando la noche por la que merodeaban los taxis vacíos. Levantó un brazo, subió al coche y dio al chófer la dirección de Adrien Danglard.

IV

Tuvo que llamar tres veces antes de que Danglard, atontado por el sueño, fuera a abrirle la puerta. El capitán se contrajo al ver a Adamsberg, cuyos rasgos parecían más pronunciados, la nariz más aguileña y un brillo sordo bajo los altos pómulos. Por lo tanto, el comisario no se había relajado tan rápido -como de costumbre- como se había tensado. Danglard se había pasado de la raya, lo sabía. Desde entonces, le daba vueltas a la eventualidad de un enfrentamiento, de una bronca incluso. ¿O de una sanción? ¿O de algo peor aún? Incapaz de frenar el mar de fondo de su pesimismo, había rumiado sus crecientes temores durante toda la cena, procurando no mostrar nada a los niños, ni eso ni el problema del reactor izquierdo tampoco. La mejor defensa seguía siendo contarles una nueva anécdota de la teniente Retancourt, algo que sin duda les divertía, empezando por el hecho de que aquella mujer gorda -que parecía pintada por Miguel Ángel, que, fuera cual fuese su genio, no era el más hábil para plasmar la flexible sinuosidad del cuerpo femenino- llevase el nombre de una delicada flor silvestre, Violette. Aquel día, Violette hablaba en voz baja con Hélène Froissy, que pasaba una mala racha. Violette había soltado una de sus frases golpeando con la palma de la mano la fotocopiadora, lo que provocó una inmediata puesta en marcha de la máquina, cuyo carro se había bloqueado, firmemente, hacía cinco días.

Uno de los gemelos de Danglard había preguntado qué hubiera sucedido si Retancourt hubiese golpeado la cabeza de Hélène Froissy y no la fotocopiadora. ¿Habría sido posible poner de nuevo en marcha los buenos pensamientos de la triste teniente? ¿Podía Violette hacer que funcionaran los seres y las cosas tocándolos con fuerza? Todos habían apretado, luego, el televisor estropeado para probar su propio poder -Danglard había autorizado una sola presión por niño-, pero la imagen no había regresado a la pantalla y el benjamín se había hecho daño en un dedo. Una vez acostados los niños, la inquietud le había llevado, de nuevo, a negros presagios.

Ante su superior, Danglard se rascó el torso en un gesto de ilusoria autodefensa.

– Deprisa, Danglard -susurró Adamsberg-, le necesito. El taxi espera abajo.

Serenado por esa rápida vuelta a la normalidad, el capitán se puso a toda prisa la chaqueta y el pantalón. Adamsberg no le guardaba rencor alguno por su rabia, olvidada ya, enterrada en los limbos de su indulgencia o de su habitual despreocupación. Si el comisario iba a buscarle en plena noche, es que un asesinato acababa de caerle a la brigada.

– ¿Dónde ha sido? -preguntó reuniéndose con Adamsberg.

– En Saint-Paul.

Ambos bajaban la escalera, Danglard intentando anudarse la corbata al tiempo que se ponía una gruesa bufanda.

– ¿Alguna víctima?

– Dese prisa, amigo mío, es urgente.

El taxi les dejó a la altura del cartel publicitario. Adamsberg pagó la carrera mientras Danglard, sorprendido, contemplaba la calle vacía. Ni luces giratorias ni equipo técnico, una acera desierta y los edificios dormidos. Adamsberg le tomó del brazo y tiró de él, presuroso, hacia el cartel. Allí, sin soltar a su adjunto, le señaló el cuadro.

– ¿Qué es esto, Danglard?

– ¿Cómo? -dijo Danglard, desconcertado.

– El cuadro, carajo. Le pregunto de qué se trata. Qué representa.

– Pero ¿y la víctima? -dijo Danglard volviendo la cabeza-. ¿Dónde está la víctima?

– Aquí -dijo Adamsberg señalando su torso-. Respóndame. ¿Qué es esto?

Danglard agitó la cabeza, entre desconcertado y escandalizado. Luego, el absurdo onírico de la situación le pareció de pronto tan agradable que un puro sentimiento de alegría barrió su cólera. Se sintió lleno de gratitud hacia Adamsberg, que no sólo no había tomado en cuenta sus insultos sino que le ofrecía esta noche, de una forma completamente involuntaria, un instante de excepcional extravagancia. Y sólo Adamsberg era capaz de descoyuntar la vida ordinaria para extraer de ella estos despropósitos, estos cortos fulgores de descabellada belleza. ¿Qué le importaba, pues, que le arrancara del sueño para arrastrarle con un frío cortante ante Neptuno, pasada la medianoche?

– ¿Quién es ese tipo? -repetía Adamsberg sin soltarle el brazo.

– Neptuno saliendo de las olas -respondió Danglard sonriendo.

– ¿Está usted seguro?

– Neptuno o Poseidón, como prefiera.

– ¿Es el dios del mar o el de los infiernos?

– Son hermanos -explicó Danglard, contento de estar dando un curso de mitología en plena noche-. Tres hermanos: Hades, Zeus y Poseidón. Poseidón reina sobre el mar, sobre sus azures y sus tormentas, pero también sobre sus profundidades y sus amenazas abisales.

Adamsberg había soltado ahora su brazo y, con las manos a la espalda, le escuchaba.

– Aquí -prosiguió Danglard paseando su dedo por el cartel- podemos verlo rodeado de su corte y de sus demonios. He aquí los beneficios de Neptuno, he aquí su poder para castigar, representado por su tridente y la serpiente maléfica que arrastra hacia los abismos. La representación es académica, la factura blanda y sentimental. No puedo identificar al pintor. Algún desconocido oficiante para los salones burgueses y probablemente…

– Neptuno -interrumpió Adamsberg en tono pensativo-. Bien, Danglard, infinitas gracias. Regrese ahora, vuelva a dormirse, y perdón por haberle despertado.

Antes de que Danglard hubiera podido pedir explicaciones, Adamsberg había parado un taxi y había metido en él a su adjunto. Por el cristal, vio al comisario alejándose con paso lento, una delgada silueta negra y encorvada, bamboleándose levemente en la noche. Sonrió, se frotó maquinalmente la cabeza y encontró el pompón cortado de su gorro. Presa de la inquietud, bruscamente, tocó por tres veces el embrión de aquel pompón para que le diera suerte.

V

Una vez en casa, Adamsberg recorrió su heterogénea biblioteca en busca de un libro cualquiera que pudiese hablarle de Neptuno Poseidón. Sólo encontró un viejo manual de Historia donde, en la página sesenta y siete, el dios del mar se le apareció en todo su esplendor, llevando en la mano su arma divina. Lo examinó un momento, leyó el pequeño comentario al pie del bajorrelieve, luego, con el libro en la mano aún, se tiró en la cama vestido, empapado de fatiga y pesadumbre.

El aullido de un gato que se peleaba en los tejados le despertó hacia las cuatro de la madrugada. Abrió los ojos en la oscuridad, miró el marco más claro de la ventana, ante su cama. La chaqueta colgada de la manija formaba una ancha silueta inmóvil, la de un intruso que se hubiera colado en su habitación y le observara dormir. El polizón que se le había metido dentro y no se iba. Adamsberg cerró brevemente los ojos y los abrió de nuevo. Neptuno y su tridente.

Esta vez, sus brazos comenzaron a temblar, su corazón se aceleró. Nada que ver con los cuatro tornados que había sufrido, sólo estupefacción y terror.

Bebió un largo trago del grifo de la cocina y se roció el rostro y el pelo con agua fría. Luego abrió todos los armarios en busca de algún licor, una bebida fuerte, picante, con especias, no importaba. Seguro que había algo así en alguna parte, un resto abandonado al menos, cierta noche, por Danglard. Encontró por fin una botella de terracota que no le resultaba familiar, cuyo tapón sacó rápidamente. Pegó su nariz al gollete, examinó la etiqueta. Ginebra, 44°. Sus manos hacían temblar la gruesa botella. Llenó un vaso y lo vació de golpe. Dos veces seguidas. Adamsberg sintió que su cuerpo se desmembraba y fue a derrumbarse en un viejo sillón, dejando sólo encendida una lamparilla.

Ahora que el alcohol había entumecido sus músculos, podía reflexionar, comenzar, intentarlo. Intentar mirar al monstruo que la evocación de Neptuno había hecho emerger, por fin, de sus propias cavernas. El polizón, el terrible intruso. El asesino invencible y altivo al que llamaba el Tridente. El inasible criminal que había hecho que su vida se tambaleara, treinta años antes. Durante catorce años le había perseguido, acosado, esperando atraparlo cada vez y perdiendo, sin cesar, su móvil presa. Corriendo, cayendo, echando de nuevo a correr.

Y cayendo había perdido las esperanzas y, sobre todo, había perdido a su hermano. El Tridente había escapado, siempre. Un titán, un diablo, un Poseidón infernal. Que levantaba su arma de tres puntas y mataba de un solo golpe en el vientre. Dejando tras de sí a sus víctimas empaladas, marcadas con tres trazos rojos alineados.

Adamsberg se incorporó en su sillón. Las tres chinchetas rojas alineadas en la pared de su despacho, los tres agujeros sanguinolentos. El largo tenedor de tres púas que manejaba Enid, el reflejo de las puntas del Tridente. Y Neptuno, levantando su cetro. Las imágenes que tanto daño le habían hecho, provocando los tornados, haciendo que afluyera la pesadumbre, liberando como un chorro de lodo su renacida angustia.

Debería haberlo sabido, pensaba ahora. Relacionado la violencia de esos golpes con la magnitud dolorosa de su larga historia con el Tridente. Puesto que nadie le había causado más dolor y espanto, angustia y rabia que aquel hombre. Fue necesario, dieciséis años atrás, rellenar, emparedar y, luego, olvidar la abertura que el asesino había excavado en su vida. Y ahora se abría, brutalmente, ante sus pasos, sin razón.

Adamsberg se levantó y recorrió la estancia, con los brazos cruzados sobre el vientre. Por un lado, se sentía liberado y casi descansado al haber identificado el ojo del ciclón. Los tornados no regresarían. Pero la brutal reaparición del Tridente le asustaba. Aquel lunes 6 de octubre reaparecía como un espectro, atravesando súbitamente las murallas. Inquietante despertar, inexplicable retorno. Guardó la botella de ginebra y lavó cuidadosamente su vaso. Debía entender por qué ese viejo fantasma había regresado. Entre su apacible llegada a la Brigada y la aparición del Tridente le faltaba, de nuevo, un vínculo.

Se sentó en el suelo con la espalda contra el radiador, apretándose las rodillas con las manos, pensando en el tío abuelo así aovillado en un hueco de la roca. Tenía que concentrarse, fijar la mirada en un punto, zambullir sus ojos en lo más profundo sin soltar la presa. Regresar a la primera aparición del Tridente, a la ráfaga inicial. Cuando hablaba de Rembrandt pues, cuando explicaba a Danglard el fallo en el caso de Hernoncourt. Repasó en su memoria la escena. Memorizar las palabras le exigía un laborioso esfuerzo, porque las imágenes se incrustaban fácilmente en él, como guijarros en la tierra blanda. Volvió a verse sentado en la esquina de la mesa de Danglard, volvió a ver el rostro descontento de su adjunto bajo un gorro con pompón segado, el vaso de vino blanco, la luz que venía de la izquierda. Y él, hablando del claroscuro. ¿Con qué actitud? ¿Con los brazos cruzados? ¿Sobre las rodillas? ¿Con la mano en la mesa? ¿En el bolsillo? ¿Qué hacía con sus manos?

Tenía un periódico. Lo había tomado de la mesa, donde lo había desplegado y hojeado sin verlo durante la conversación. ¿Sin verlo? ¿O, por el contrario, mirándolo? ¿Con tanta fuerza que el mar de fondo había brotado de su memoria?

Adamsberg consultó su reloj: las cinco y veinte de la madrugada. Se levantó rápidamente, se arregló la arrugada chaqueta y salió. Siete minutos más tarde, desconectaba la alarma del portal y entraba en los locales de la Brigada. El vestíbulo estaba helado, el especialista que debía acudir a las siete no había ido.

Saludó al centinela de guardia y entró sin ruido en el despacho de su adjunto, tratando de que el equipo de guardia no advirtiera su presencia. Se limitó a encender la lámpara de la mesa y buscó el periódico. Danglard no era de los que lo dejaban abandonado en la mesa y Adamsberg lo encontró guardado en el archivador. Sin tomarse el tiempo de sentarse, volvió las páginas buscando alguna señal neptuniana. Fue algo peor. En la página 7, y bajo el titular «Joven asesinada de tres cuchilladas en Schiltigheim», una mala foto mostraba un cuerpo en una camilla. Pese a la ancha trama del cliché, se distinguía el jersey azul pálido de la muchacha y, en lo alto del vientre, tres agujeros rojos alineados.

Adamsberg rodeó la mesa y se sentó en el sillón de Danglard. Tenía entre sus dedos el último fragmento del claroscuro, las tres heridas entrevistas. Aquella marca sanguinolenta vista tantas veces en el pasado, que señalaba el paso del asesino que yacía en su memoria, inerte desde hacía dieciséis años, y que aquella foto había despertado con un sobresalto, provocando la terrible alarma y el regreso del Tridente.

Ahora estaba tranquilo. Sacó la hoja del periódico, la dobló y la metió en su bolsillo interior. Todo estaba en su lugar y las ráfagas no regresarían. Tampoco el Tridente, exhumado por un simple cruce de imágenes. Y que, tras aquel breve malentendido, regresaría de nuevo a su caverna de olvido.

VI

La reunión de los ocho miembros de la misión de Quebec tuvo lugar a una temperatura de ocho grados en un ambiente huraño que languidecía por el frío. Tal vez la partida se hubiera perdido sin la capital presencia de la teniente Violette Retancourt. Sin guantes ni gorro, no mostraba el menor signo de desagrado. Al contrario de sus colegas, que, con los maxilares crispados, se expresaban con voz tensa, ella mantenía su timbre fuerte y bien templado, amplificado por el interés que sentía por la misión de Quebec. Estaba flanqueada por Voisenet, con la nariz metida en su bufanda, y el joven Estalère, que rendía a la polivalente Retancourt un verdadero culto, como a una diosa omnipotente, una corpulenta Juno mezclada con una Diana cazadora y una Shiva de doce brazos. Retancourt alentaba, demostraba, concluía. Visiblemente, hoy había convertido su energía en fuerza de convicción y Adamsberg, sonriente, la dejaba dirigir el juego. A pesar de su noche caótica, se sentía relajado y de vuelta a su estado normal. La ginebra ni siquiera le había dejado una barrena en la frente.

Danglard observaba al comisario que se balanceaba en su asiento, recuperada toda su indolencia, como si hubiera olvidado su resentimiento de la víspera e, incluso, su conversación nocturna sobre el dios del mar. Retancourt seguía hablando, contrarrestando los argumentos negativos, y Danglard sentía que estaba perdiendo rápidamente terreno, que una fuerza ineluctable le empujaba hacia las puertas de aquel boeing con los reactores atiborrados de estorninos.

Retancourt ganó la partida. A las doce y diez se votó, con siete votos contra uno, la salida hacia la GRC de Gatineau. Adamsberg levantó la sesión y fue a anunciar su decisión al prefecto. Retuvo a Danglard en el pasillo.

– No se preocupe -dijo-, sujetaré el hilo. Lo hago muy bien.

– ¿Qué hilo?

– El hilo del que cuelga el avión -explicó Adamsberg apretando el pulgar y el índice.

Adamsberg inclinó la cabeza para avalar su promesa y se alejó. Danglard se preguntó si el comisario acababa de tomarle el pelo. Pero parecía serio, como si pensara realmente que podía sujetar los hilos de los aviones, impidiendo que cayeran. Danglard se pasó la mano por el pompón, convertido desde aquella noche en un asidero apaciguador. Y, curiosamente, la idea del hilo y de Adamsberg sujetándolo le tranquilizó un poco.

En la esquina de la calle se levantaba una gran cervecería donde se vivía bien y se comía mal, mientras que enfrente se abría un pequeño café donde se vivía mal y se comía bien. Esa elección vital, bastante crucial, se presentaba prácticamente a diario a los miembros de la brigada, que vacilaban entre saciar el apetito en un lugar sombrío y mal caldeado y la comodidad de la vieja cervecería, que había conservado sus bancos de los años treinta, pero había reclutado un calamitoso cocinero. Ese día prevaleció la cuestión del caldeado sobre cualquier otra consideración y una veintena de agentes confluyó en el restaurante. Se llamaba Cervecería de los Filósofos, lo que tenía algo de incongruente puesto que unos sesenta policías desfilaban diariamente por allí, poco inclinados en conjunto al manejo de los conceptos. Adamsberg observó la dirección del flujo de sus hombres y se volvió hacia el mal caldeado tugurio, El Matorral. Apenas había comido desde hacía veinticuatro horas, puesto que había tenido que abandonar su plato irlandés ante los embates de la ráfaga.

Al terminar el plato del día, sacó la página del periódico que se arrugaba en su bolsillo interior y la desplegó sobre el mantel, atraído por aquel crimen de Schiltigheim que le había extraviado en la tormenta. La víctima, Elisabeth Wind, de veintidós años, había sido asesinada, probablemente hacia medianoche, cuando regresaba en bici desde Schiltigheim hasta su aldea, a tres kilómetros de allí, un recorrido que hacía todos los sábados por la noche. Su cuerpo había sido encontrado en la maleza, a unos diez metros de la carretera local. Las primeras conclusiones mencionaban una contusión en el cráneo y tres puñaladas en el vientre, que le habían producido la muerte. La joven no había sido violada ni desnudada. Un sospechoso había sido detenido rápidamente, Bernard Vétilleux, de treinta y ocho años, soltero y sin domicilio, descubierto a quinientos metros del lugar del crimen. Estaba totalmente borracho y dormía en la cuneta de la carretera. Los gendarmes aseguraban tener contra Vétilleux una prueba abrumadora mientras que el hombre, según decía, no guardaba recuerdo alguno de la noche del crimen.

Adamsberg leyó dos veces la noticia. Sacudió lentamente la cabeza, mirando aquel jersey claro perforado por tres agujeros. Imposible, evidentemente. Nadie mejor que él podía saberlo. Pasó la mano por el papel de periódico, vaciló, luego tomó su móvil.

– ¿Danglard?

Su adjunto le respondió desde Los Filósofos, con la boca llena.

– ¿Podría usted encontrarme al comandante de la gendarmería de Schiltigheim, en el Bajo Rin?

Danglard se sabía al dedillo los nombres de los comisarios de todas las ciudades de Francia, pero conocía peor la gendarmería.

– ¿Es tan urgente como la identificación de Neptuno?

– No del todo pero digamos que del mismo orden.

– Le llamaré dentro de un cuarto de hora. Ya puestos, no olvide darle un toque al de la calefacción.

Adamsberg terminaba su café doble -mucho menos conseguido que el de la vaca nutricia de la Brigada- cuando su adjunto volvió a llamarle.

– El comandante Thierry Trabelmann. ¿Tiene algo para apuntar el número?

Adamsberg lo anotó en el mantel de papel. Esperó a que hubieran dado las dos en el viejo reloj del Matorral para llamar a la gendarmería de Schiltigheim. El comandante Trabelmann se mostró relativamente distante. Había oído hablar del comisario Adamsberg, bien y mal, y vacilaba sobre la conducta que debía seguir.

– No tengo la intención de arrebatarle el caso, comandante Trabelmann -le aseguró de entrada Adamsberg.

– Siempre se dice eso, pero ya sabemos cómo termina. Los gendarmes cargan con el trabajo sucio y, en cuanto la cosa se pone interesante, los policías se lo mangan.

– Sólo necesito una simple confirmación.

– No sé qué le ronda por la cabeza, comisario, pero sepa que ya tenemos al tipo, y a buen recaudo.

– ¿Bernard Vétilleux?

– Sí, y es algo sólido. Hemos encontrado el arma a cinco metros de la víctima, sencillamente abandonada entre las hierbas. Corresponde exactamente a las heridas. Con las huellas de Vétilleux en el mango.

Así de fácil. Todo muy sencillo. Adamsberg se preguntó brevemente si iba a proseguir o a recular.

– Pero ¿Vétilleux niega los hechos? -prosiguió.

– Estaba aún borracho como una cuba cuando mis hombres le echaron el guante. Apenas era capaz de mantenerse en pie. Sus negativas no valen un comino: no recuerda nada, salvo haber empinado el codo como un descosido.

– ¿Tiene antecedentes? ¿Otras agresiones?

– No. Pero por algo se empieza.

– La noticia habla de tres puñaladas. ¿Se trata de un cuchillo?

– Un punzón.

Adamsberg guardó silencio unos instantes.

– Poco habitual -comentó.

– No tanto. Esos indigentes acarrean una auténtica caja de herramientas. Un punzón sirve para abrir latas de conserva y forzar cerraduras. No le busque tres pies al gato, comisario, le garantizo que tenemos al tipo.

– Una cosa más, comandante -dijo rápidamente Adamsberg, sintiendo que la impaciencia de Trabelmann aumentaba-. ¿Es nuevo el punzón?

Hubo un silencio en la línea.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Trabelmann en un tono suspicaz.

– Es nuevo, ¿no es cierto?

– Afirmativo. ¿Qué cambia eso las cosas?

Adamsberg apoyó la frente en su mano y miró la foto del periódico.

– Sea bueno, Trabelmann. Envíeme unas fotos del cuerpo, unas tomas cercanas de las heridas.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Porque yo se lo pido con amabilidad.

– ¿Simplemente?

– No se lo quitaré -repitió Adamsberg-. Tiene usted mi palabra.

– ¿Qué le ronda por la cabeza?

– Un recuerdo de infancia.

– En ese caso… -dijo Trabelmann, respetuoso de pronto y bajando la guardia, como si los recuerdos de infancia fueran sagrados y abrieran todas las puertas sin discusión.

VII

El profesional que se hacía esperar había llegado por fin a su destino, al igual que cuatro fotos del comandante Trabelmann. Uno de los clichés mostraba claramente las heridas de la joven víctima, tomadas desde arriba, en vertical. Adamsberg se las arreglaba bien, ahora, con su correo electrónico, pero no sabía cómo ampliar aquellas imágenes sin la ayuda de Danglard.

– ¿De qué se trata? -murmuró el capitán sentándose en el sitio de Adamsberg para tomar los mandos de la máquina.

– Neptuno -respondió Adamsberg con una sonrisita-. Imprimiendo su marca en el azul de las olas.

– Pero ¿qué es eso? -repitió Danglard.

– Siempre me hace usted preguntas y, luego, no le gustan nunca mis respuestas.

– Me gusta saber qué estoy manipulando -eludió Danglard.

– Los tres agujeros de Schiltigheim, los tres impactos del tridente.

– ¿De Neptuno? ¿Es una idea fija?

– Es un crimen. Una muchacha asesinada con tres golpes de punzón.

– ¿Nos lo envía Trabelmann? ¿Se lo hemos quitado?

– De ningún modo.

– ¿Entonces?

– Entonces, no lo sé. No sé nada antes de tener esa ampliación.

Danglard se enfurruñó mientras comenzaba la transferencia de las imágenes. Detestaba aquel «no lo sé», una de las frases más recurrentes de Adamsberg, que con frecuencia le había llevado por caminos no muy claros, verdaderos lodazales a veces. Era, para Danglard, el preludio de las ciénagas del pensamiento, y a menudo había temido que Adamsberg se hundiera en ellas, algún día, en cuerpo y alma.

– He leído que habían atrapado al tipo -precisó Danglard.

– Sí. Con el arma del crimen y sus huellas.

– ¿Y qué te chirría entonces?

– Un recuerdo de infancia.

Aquella respuesta no tuvo sobre Danglard el efecto apaciguador que había producido en Trabelmann. Muy al contrario, el capitán sintió aumentar su aprensión. Seleccionó una ampliación máxima de la imagen y puso en marcha la impresión. Adamsberg vigilaba la hoja que iba saliendo, a sacudidas, de la máquina. La tomó por una esquina, hizo que se secara rápidamente al aire y, luego, encendió la lámpara para examinarla de cerca. Sin comprender, Danglard le vio coger una larga regla, medir en una dirección, en la otra, trazar una línea, marcar con un punto el centro de las sanguinolentas perforaciones, trazar otra paralela, medir de nuevo. Finalmente, Adamsberg apartó la regla y dio vueltas por la estancia, con la foto colgando de su mano. Cuando se volvió, Danglard leyó en sus rasgos una especie de dolor asombrado. Y aunque Danglard había visto aquella banal emoción en mil ocasiones, era la primera vez que la encontraba en el flemático rostro de Adamsberg.

El comisario tomó una carpeta nueva del armario, colocó en ella el magro expediente y escribió, limpiamente, un título: «El Tridente n.° 9», seguido de un signo de interrogación. Tendría que ir a Estrasburgo y ver el cuerpo. Lo que frenaría las urgentes gestiones que debía hacer para la misión de Quebec. Decidió confiarlas a Retancourt, puesto que era la más interesada en el proyecto.

– Acompáñeme a casa, Danglard. Si no lo ve, no podrá comprenderlo.

Danglard pasó por su despacho para recoger la enorme cartera de cuero negro, que le hacía parecerse a un profesor de colegio inglés o, a veces, a un cura de civil, y siguió a Adamsberg atravesando la Sala del Concilio. Adamsberg se detuvo junto a Retancourt.

– Me gustaría verla cuando termine la jornada -dijo-. Necesito aliviarme.

– No hay problema -respondió Retancourt levantando apenas los ojos de su archivador-. Estoy de servicio hasta medianoche.

– Perfecto entonces. Hasta esta noche.

Adamsberg había salido ya de la sala cuando escuchó la risa trivial del brigadier Favre, seguida de su voz gangosa.

– La necesita para aliviarse -se rió Favre sarcástico-. Será la gran noche, Retancourt, la desfloración de la violeta. El jefe procede de los Pirineos, no hay quien le gane escalando montañas. Es un verdadero profesional de las cumbres imposibles.

– Un minuto, Danglard -dijo Adamsberg reteniendo a su adjunto.

Regresó a la sala, seguido de Danglard, y se dirigió al despacho de Favre. Se había hecho un repentino silencio. Adamsberg tomó por un lado la mesa metálica y la empujó con violencia. Volcó estruendosamente, arrastrando en su caída papeles, informes y diapositivas que se dispersaron, en un caos, por el suelo. Favre, con el vaso de café en la mano, permaneció así, sin reaccionar. Adamsberg apuntó al borde de la silla e hizo que todo cayera hacia atrás, el asiento, el brigadier y el café, que se vertió en su camisa.

– Retire lo que ha dicho, Favre, discúlpese. Estoy esperando.

Mierda, se dijo Danglard pasándose los dedos por los ojos. Observó el cuerpo tenso de Adamsberg. En dos días, había visto cómo se sucedían en él más emociones nuevas que en años de colaboración.

– Estoy esperando -repitió Adamsberg.

Favre se incorporó con los codos para recuperar algo de dignidad ante los colegas que, ahora, se acercaban furtivamente al epicentro de la batalla. Retancourt, blanco del sarcasmo de Favre, era la única que no se había movido. Pero ya no archivaba.

– ¿Retirar qué? -rebuznó Favre-. ¿La verdad? ¿Qué he dicho? Que era usted un as de la escalada, ¿y no es cierto?

– Estoy esperando -repitió Adamsberg.

– Y un huevo -respondió Favre, mientras empezaba a levantarse.

Adamsberg arrancó la cartera negra de las manos de Danglard, sacó una botella llena y la estrelló contra el pie metálico de la mesa. Fragmentos de cristal y vino volaron por la sala. Dio un paso más hacia Favre, con la botella rota en la mano. Danglard quiso tirar del comisario hacia atrás pero Favre había desenfundado de un solo gesto y apuntaba a Adamsberg con su revólver. Petrificados, los miembros de la brigada se habían convertido en estatuas, que miraban al brigadier que se atrevía a dirigir su arma contra el comisario jefe. Y también a su comisario, de quien en un año sólo habían conocido dos rápidos arrebatos, que se apagaron tan pronto como estallaron. Cada cual buscaba rápidamente una manera de que el enfrentamiento acabara, todos confiaban en que Adamsberg recuperaría su habitual distanciamiento, dejaría caer al suelo la botella y se alejaría encogiéndose de hombros.

– Deja tu arma de poli del carajo -dijo Adamsberg.

Favre tiró el revólver desdeñosamente y Adamsberg bajó un poco la botella. Experimentó la desagradable sensación del exceso, la furtiva certidumbre de lo grotesco, no sabiendo ya quién, si Favre o él mismo, ganaba en este punto. Aflojó los dedos. El brigadier se levantó y, en un rabioso gesto, lanzó el cortante culo de la botella, rajándole el brazo izquierdo con tanta limpieza como una cuchillada.

Favre fue llevado a una silla e inmovilizado. Luego, los rostros se dirigieron al comisario, esperando su veredicto en aquella nueva situación. Adamsberg detuvo con un ademán a Estalère, que descolgaba el teléfono.

– No es profundo, Estalère -dijo con una voz tranquila de nuevo, con el brazo doblado sobre el pecho-. Avise a nuestro forense, lo hará muy bien.

Hizo una señal a Mordent y le tendió la media botella rota.

– Que se ponga en una bolsa de plástico, Mordent. Prueba de cargo de mi agresión. Intento de intimidación a uno de mis subordinados. Recojan su Magnum y el culo de la botella, prueba de su agresión, sin intención de dar…

Adamsberg se pasó la mano por el pelo, buscando una palabra.

– ¡Sí! -aulló Favre.

– ¡Cállate ya! -le gritó Noël-. No lo empeores, ya has causado bastantes destrozos.

Adamsberg le lanzó una mirada asombrada. Por lo general, Noël apoyaba con una sonrisa las mezquinas bromas de su colega. Pero acababa de surgir una grieta entre la complacencia de Noël y la brutalidad de Favre.

– Sin intención de causar grave daño -prosiguió Adamsberg indicando a Justin que tomara nota-. Motivo del conflicto, insultos del brigadier Joseph Favre contra la teniente Violette Retancourt y difamación.

Adamsberg levantó la cabeza para contar el número de agentes reunidos en la sala.

– Doce testigos -añadió.

Voisenet había hecho que se sentara, había desnudado su brazo izquierdo y se aplicaba en los primeros cuidados.

– Desarrollo del enfrentamiento -prosiguió Adamsberg con voz cansada-: sanción por parte del superior, violencia material e intimidación, sin golpes contra el cuerpo del brigadier Favre ni amenazas contra su integridad física.

Adamsberg apretó los dientes mientras Voisenet aplastaba un apósito en su brazo izquierdo para detener la hemorragia.

– Uso de arma de servicio y de accesorio cortante por parte del brigadier, herida leve por trozo de vidrio. Ya conoce el resto, termine el informe sin mí y diríjalo a asuntos internos. No olvide fotografiar la habitación tal como está.

Justin se levantó y se acercó al comisario.

– ¿Qué hacemos con la botella de vino? -murmuró-. ¿Decimos que la ha sacado de la cartera de Danglard?

– Decimos que la he cogido de esta mesa.

– ¿Motivo de la presencia de vino blanco en las dependencias, a las tres y media de la tarde?

– Unas copas tomadas a mediodía -sugirió Adamsberg- para celebrar el viaje a Quebec.

– Ah, bueno -dijo Justin aliviado-. Muy buena idea.

– ¿Y Favre? ¿Qué hacemos con él? -preguntó Noël.

– Suspensión y retirada del arma. El juez decidirá si ha habido agresión por su parte o legítima defensa. Lo veremos cuando regrese.

Adamsberg se levantó, apoyándose en el brazo de Voisenet.

– Cuidado -dijo éste-, ha perdido mucha sangre.

– No se preocupe, Voisenet, me largo a ver al forense.

Salió de la brigada sostenido por Danglard, dejando a sus agentes estupefactos, incapaces de poner en orden sus ideas y, por el momento, de juzgar.

VIII

Adamsberg había regresado a su casa, con el brazo en cabestrillo, atiborrado de antibióticos y analgésicos que Romain, el médico forense, le había hecho tragar a la fuerza. La herida había necesitado seis puntos de sutura.

Con el brazo izquierdo insensibilizado por la anestesia local, abrió torpemente el armario de su habitación. Pidió ayuda a Danglard para sacar una caja archivadora, colocada en la parte inferior junto a viejos pares de zapatos. Danglard dejó la caja en una mesa baja y cada uno se colocó a un lado.

– Vacíela, Danglard. Perdóneme, no puedo hacer nada.

– Pero, por Dios, ¿por qué ha roto usted esa botella?

– ¿Defiende a ese tipo?

– Favre es un montón de mierda. Pero, con la botella, le ha obligado usted a agredirle. Es de esa clase de tipos. Y, normalmente, usted no.

– Digamos que, con esa clase de tipos, cambio de costumbres.

– ¿Por qué no le ha puesto, simplemente, de patitas en la calle, como la última vez?

Adamsberg hizo un gesto de impotencia.

– ¿Tensión? -propuso Danglard con prudencia-. ¿Neptuno?

– Tal vez.

Entretanto, Danglard había sacado de la caja ocho carpetas etiquetadas y las había puesto sobre la mesa; todas llevaban un título, «El Tridente n.° 1», «El Tridente n.° 2», y así sucesivamente hasta el número 8.

– Tendremos que mencionar que la botella había salido de su cartera. El asunto se nos irá de las manos.

– No es asunto suyo -dijo Danglard, utilizando las palabras del comisario.

Adamsberg asintió.

– Además, he hecho un voto -añadió Danglard, mientras tocaba el pompón de su gorro, pero eso no consideró oportuno precisarlo-. Si regreso vivo de Quebec, ya sólo beberé una copa al día.

– Regresará porque yo sujetaré el hilo. Así que puede comenzar a cumplir su voto.

Danglard asintió levemente. Había olvidado, en la violencia de las últimas horas, que Adamsberg sujetaría el avión. Pero, ahora, Danglard tenía más confianza en su pompón que en su comisario. Se preguntó fugazmente si un pompón segado conservaba los mismos poderes protectores que un pompón completo, algo parecido a la cuestión de la potencia del eunuco.

– Voy a contarle una historia, Danglard. Permanezca atento, es larga, ha durado catorce años. Comenzó cuando yo tenía diez, estalló cuando tenía dieciocho y ardió, luego, hasta mis treinta y dos años. No olvide, Danglard, que suelo dormir a la gente cuando cuento algo.

– Hoy no hay peligro -dijo Danglard levantándose-. ¿No tendría por ahí algo de beber? Los acontecimientos me han trastornado.

– Hay ginebra, detrás del aceite de oliva, en el armario de encima de la cocina.

Danglard regresó, satisfecho, con un vaso y la pesada botella de terracota. Se sirvió y fue a guardar la botella.

– Empiezo -dijo-. Una copa al día.

– De todos modos tiene 44°.

– La intención es lo que cuenta, el gesto.

– Entonces es otra cosa, claro está.

– Claro está. ¿De qué está hablando?

– De lo que no me importa, como usted. Aun cerradas, las heridas dejan huellas.

– Es cierto -dijo Danglard.

Adamsberg dejó que su adjunto tomara unos tragos.

– En mi aldea de los Pirineos -comenzó- había un viejo al que nosotros, los mocosos, llamábamos el Señor. Los mayores le llamaban por su cargo y su nombre: el juez Fulgence. Vivía solo en la Mansión, un gran caserío algo apartado, rodeado de un muro y árboles. No trataba con nadie, no hablaba con nadie, detestaba a los chiquillos y nos daba mucho miedo. Nos reuníamos unos cuantos para acechar su sombra, al anochecer, cuando iba al bosque para que mearan sus perros, dos grandes pastores de Beauce. ¿Cómo describirlo, Danglard, a través de los ojos de un mocoso de diez o doce años? Era viejo, muy alto, con el pelo blanco echado hacia atrás, las manos más cuidadas que se habían visto en el pueblo, la ropa más elegante que se había llevado. Como si el tipo volviera de la ópera cada noche, decía el cura, que, sin embargo, le disculpaba todo. El juez Fulgence se vestía con una camisa clara, una corbata fina, un traje oscuro y, según la estación, una capa corta o larga de paño gris o negro.

– ¿Un embaucador? ¿Un farsante?

– No, Danglard, un hombre frío como el congrio. Cuando entraba en el pueblo, los viejos amontonados en los bancos le saludaban con deferencia, con un murmullo que se propagaba de una punta a otra de la plaza, al tiempo que se detenían las conversaciones. Era algo más que respeto, era fascinación y casi cobardía. El juez Fulgence dejaba como rastro una estela de esclavos a los que no echaba ni una mirada, como un navío suelta un reguero de espuma y prosigue su rumbo. Uno podría imaginárselo impartiendo aún justicia, sentado en un banco de piedra, con los andrajosos pirenaicos arrastrándose a sus pies. Pero, sobre todo, teníamos miedo. Todos, los mayores, los pequeños y los viejos. Y nadie habría podido decir por qué. Mi madre nos prohibía ir a la mansión y, claro está, por la noche jugábamos a ver quién se atrevía a acercarse más. Intentábamos casi cada semana una nueva aventura, probablemente para poner a prueba nuestros nervios y nuestros huevos. Y lo peor de todo: a pesar de su edad, el juez Fulgence era de una gran belleza. Las viejas decían susurrando, y esperando que el Cielo no las oyera, que tenía la belleza del diablo.

– ¿Imaginaciones de un niño de doce años?

Con su mano válida, Adamsberg hurgó en las carpetas y sacó dos fotografías en blanco y negro. Se inclinó hacia delante y las puso en las rodillas de Danglard.

– Mírelo, amigo, y dígame si se trata de la fantasía de un chiquillo.

Danglard estudió las fotografías del juez, una de tres cuartos, la otra casi de perfil. Soltó un quedo silbido.

– ¿Guapo? ¿Impresionante? -preguntó Adamsberg.

– Mucho -confirmó Danglard guardando de nuevo las fotos.

– Y sin mujer, no obstante. Un cuervo solitario. Así era el hombre. Pero así son los chiquillos, durante años no dejaron de acosarle. Era el gran desafío del sábado por la noche. Arrancar las piedras del muro, grabar una inscripción en su puerta cochera, lanzar basura en su jardín, latas de conserva, sapos muertos, cornejas despanzurradas. Así son los chiquillos, Danglard, en esos pueblos pequeños, y así era yo. En la pandilla los había que pegaban un cigarrillo encendido en la boca de los sapos y, tras tres o cuatro caladas, estallaban. Como fuegos de artificio que les hacían saltar las entrañas. Yo miraba. ¿Le doy sueño?

– No -dijo Danglard bebiendo un traguito de su ginebra, que economizaba prudentemente con un aire triste, como un pobre.

Adamsberg no se preocupaba a este respecto pues su adjunto había llenado su vaso hasta el borde.

– No -repitió Danglard-, continúe.

– No se le conocía pasado, ni familia. Sólo se sabía una cosa, que resonaba como un gong: que había sido juez. Un juez tan poderoso que su influencia no se había apagado. Jeannot, uno de los más chulos de la pandilla…

– Perdón -interrumpió Danglard, preocupado-. ¿El sapo estallaba realmente o es una metáfora?

– Realmente. Se hinchaba, llegaba al tamaño de un melón verdoso y, de pronto, estallaba. ¿Dónde estaba, Danglard?

– En Jeannot.

– Jeannot el chulo, al que admirábamos sin reservas, saltó por las buenas el muro de la mansión. Una vez entre los árboles, tiró una piedra a los cristales de la casa del Señor. El Jeannot fue llevado al tribunal de Tarbes. Cuando le juzgaron, lucía todavía las huellas del ataque de los perros pastor, que habían estado a punto de hacerle picadillo. El magistrado le condenó a seis meses de reformatorio. Por una piedra, y a un chiquillo de once años. El juez Fulgence había pasado por allí. Tenía el brazo tan largo que podía barrer toda la región de un manotazo, y hacer que la justicia se inclinara hacia donde le pareciera.

– Pero ¿cómo es posible que el sapo fumase?

– Dígame, Danglard, ¿está escuchándome? Le estoy contando la historia de un hombre del diablo y usted sólo piensa en el maldito sapo.

– Le escucho, claro está, pero dígame, ¿cómo es posible que el sapo fumara?

– Así era. En cuanto le metían un cigarrillo encendido en el hocico, el sapo comenzaba a chupar. No como un tipo acodado tranquilamente en un bar, sino como un sapo que se pone a chupar como un imbécil, sin parar. Paf, paf, paf. Y de pronto, estallaba.

Adamsberg describió una amplia curva con el brazo derecho, evocando la nube de entrañas. Danglard siguió la elipse con la mirada e inclinó la cabeza, como si grabase un hecho de considerable importancia. Luego, se excusó con brevedad.

– Continúe -dijo apurando un dedo de ginebra-. El poder del juez Fulgence. ¿Fulgence era su apellido?

– Sí. Honoré Guillaume Fulgence.

– Curioso nombre, Fulgence. De fulgur, «el rayo», «el relámpago». Le sentaba como un guante, supongo.

– Eso decía el cura, creo. En casa no creíamos en nada, pero yo estaba todo el tiempo metido en casa de aquel cura. Primero había queso de oveja y miel, y son muy sabrosos cuando se comen juntos. Luego había grandes cantidades de libros de cuero. La mayoría religiosos, claro está, con grandes imágenes ilustradas, en rojo y oro. Adoraba aquellas imágenes. Copiaba decenas. No había otra cosa que copiar en todo el pueblo.

– «Iluminadas».

– ¿Perdón?

– Las imágenes religiosas: «iluminadas».

– Ah, caramba. Siempre he dicho «ilustradas».

– «Iluminadas».

– De acuerdo, si usted lo dice.

– ¿Todo el mundo era viejo en su pueblo?

– Eso parece, cuando uno es un chiquillo.

– Pero ¿por qué, cuando le ponían el cigarrillo, el sapo comenzaba a aspirar? Paf, paf, paf, hasta estallar.

– ¡Y yo qué sé, Danglard! -dijo Adamsberg levantando los brazos.

Aquel movimiento instintivo le arrancó un espasmo de dolor. Bajó rápidamente su brazo izquierdo y puso la mano sobre la venda.

– Es la hora de su analgésico -dijo Danglard consultando su reloj-. Voy a buscárselo.

Adamsberg asintió, secándose el sudor de la frente. Aquel siniestro cretino de Favre. Danglard desapareció en la cocina con su vaso. Montó bastante jaleo con los armarios y los grifos, y regresó con agua y dos comprimidos que tendió a Adamsberg. Éste los tragó, advirtiendo de paso que el nivel de la ginebra había subido mágicamente.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó.

– En las «iluminaciones» del viejo cura.

– Ah, sí. Había otros libros también, mucha poesía, volúmenes con grabados. Yo copiaba, dibujaba y leía algunos fragmentos. Con dieciocho años, aún seguía haciéndolo. Cierto anochecer, estaba yo leyendo y garabateando en su casa, en su gran mesa de madera que hedía a grasa rancia, cuando sucedió aquello. Por eso recuerdo todavía palabra por palabra aquel fragmento de poema, como una bala atrapada en mi cabeza que nunca ha vuelto a salir. Yo había guardado el libro y, luego, había salido a pasear por la montaña, hacia las diez de la noche. Había trepado hasta la Concha de Sauzec.

– Ya veo -interrumpió Danglard.

– Perdón. Es una altura que domina el pueblo. Y estaba sentado en aquel promontorio, repitiendo en voz baja las líneas que había leído y que, como de costumbre, pensaba olvidar al día siguiente.

– Dígamelas.

– «Qué dios, qué cosechador del eterno estío, había, al partir, negligentemente arrojado aquella hoz de oro en el campo de estrellas.»

– Es Hugo.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién se hace la pregunta?

– Una mujer de pechos desnudos, Ruth.

– ¿Ruth? Siempre pensé que era yo quien me lo preguntaba.

– No, es Ruth. Hugo no le conocía a usted, recuérdelo. Es el final de un largo poema, Booz dormido. Pero dígame sólo una cosa. ¿Les ocurre lo mismo a las ranas? Me refiero a fumar, paf, paf, paf, y la explosión. ¿O sólo a los sapos?

Adamsberg le lanzó una mirada cansada.

– Lo siento -dijo Danglard tomando un trago.

– Yo lo recitaba y me gustaba. Acababa de hacer mi primer año como investigador de base, agente de la policía de Tarbes. Había regresado al pueblo con dos semanas de vacaciones. Estábamos en agosto, el aire refrescaba por la noche y yo tomé el camino de vuelta a casa. Me estaba lavando sin hacer ruido -vivíamos nueve en dos habitaciones y media- cuando apareció Raphaël, alucinado y con las manos llenas de sangre.

– ¿Raphaël?

– Mi hermano menor. Tenía dieciséis años.

Danglard dejó su vaso, desconcertado.

– ¿Su hermano? Creía que sólo tenía cinco hermanas.

– Tuve un hermano, Danglard. Casi gemelo, éramos como dos dedos de la mano. Hará casi treinta años que lo perdí.

Estupefacto, Danglard guardó un respetuoso silencio.

– Se encontraba con una muchacha, arriba, por la noche, en el depósito de agua. No era un coqueteo sino un verdadero flechazo. Lise, la muchacha, quería casarse con él en cuanto llegaran a la mayoría, lo que despertaba el terror de mi madre y el furor de la familia de Lise, que se oponía a que su benjamina se comprometiera con un destripaterrones como Raphaël. Era la hija del alcalde, compréndalo.

Adamsberg permaneció en silencio unos momentos antes de poder seguir.

– Raphaël me agarró del brazo y dijo: «Está muerta, Jean-Baptiste, está muerta, la han matado». Le puse la mano en la boca, le lavé las manos y le arrastré fuera. Lloraba. Le hice preguntas y más preguntas. «¿Qué ha pasado, Raphaël? Cuenta, hostia.» «No lo sé», respondió. «Estaba allí, de rodillas en el depósito de agua, con sangre y un punzón, y ella, Jean-Baptiste, ella estaba muerta, con tres agujeros en el vientre.» Le supliqué que no gritara, que no llorara, no quería que la familia le oyera. Le pregunté de dónde había salido el punzón, si era suyo. «Qué sé yo, estaba en mi mano.» «Pero y antes, Raphaël, ¿qué hiciste antes?» «No lo recuerdo, Jean-Baptiste, te lo juro. Había bebido mucho con los colegas.» «¿Por qué?» «Porque ella estaba preñada. Y yo aterrorizado. No le deseaba ningún mal.» «Pero ¿y antes, Raphaël? ¿Entre los colegas y el depósito de agua?» «Pasé por el bosque para reunirme con ella, como de costumbre. Porque tenía miedo o porque iba cargado, eché a correr y me golpeé contra el letrero, me caí.» «¿Qué letrero?» «El de Emeriac, está de través desde la tormenta. Luego vino lo del depósito de agua. Tres agujeros rojos, Jean-Baptiste, y yo tenía el punzón.» «Pero ¿no recuerdas nada entre ambas cosas?» «Nada, Jean-Baptiste, nada. Tal vez ese golpe en la cabeza me ha vuelto loco, o tal vez esté loco, o tal vez sea un monstruo. No puedo recordar cuándo… cuándo la he herido.»

Pregunté dónde estaba el punzón. Lo había soltado allí arriba, junto a Lise. Miré al cielo y me dije: tenemos suerte, va a llover. Luego ordené a Raphaël que se lavara bien, que se metiera en la cama y afirmase, si se presentaba cualquiera, que habíamos jugado a las cartas en el patio pequeño, desde las diez y cuarto de la noche. «Jugado al ecarté desde las diez y cuarto, ¿está claro, Raphaël?» Él había ganado cinco veces y yo cuatro.

– Falsa coartada -comentó Danglard.

– De acuerdo, y usted es el único que lo sabe. Corrí hacia arriba y Lise estaba allí, en efecto, como Raphaël me la había descrito, asesinada de tres puñaladas en el vientre. Recogí el punzón, manchado de sangre hasta la guarda y con el mango cubierto de huellas de dedos. Lo apreté contra mi camisa, para tener su forma y su longitud, luego lo metí en mi chaqueta. Caía una llovizna que enmarañaba las huellas de pasos junto al cuerpo. Fui a tirar el punzón en la poza del Torque.

– ¿Dónde?

– En el Torque, un río que atravesaba los bosques y que formaba grandes pozas. Arrojé el punzón a una profundidad de seis metros, y tiré encima veinte piedras. No hay riesgo alguno de que suba antes de mucho tiempo.

– Coartada falsa y ocultación de pruebas.

– Eso es. Y nunca lo he lamentado. Nada, ni el menor remordimiento. Quería a mi hermano más que a mí mismo. ¿Le parece que iba a permitir que se hundiera?

– Eso es sólo asunto suyo.

– Y también era asunto mío el juez Fulgence. Pues, mientras estaba encaramado en la Concha de Sauzec, desde donde dominaba el bosque y el valle, le vi pasar. A él. Lo recordé por la noche, mientras le daba la mano a mi hermano para ayudarle a dormirse.

– ¿Tan clara era la vista, desde arriba?

– El sendero de guijarros se distinguía muy bien, en toda una parte. Podían verse las siluetas, contrastadas.

– ¿Los perros? ¿Por eso le reconoció?

– No, por su capa de verano. Su torso proyectaba una sombra triangular. Todos los hombres del pueblo eran masas uniformes, gruesas o delgadas, y todos mucho más bajos que él. Era el juez, Danglard, caminando por el sendero que llevaba al depósito de agua.

– También Raphaël estaba fuera. Y sus compañeros borrachos. Y usted también.

– Me importa un comino. A la mañana siguiente salté el muro de la mansión y fui a hurgar en los edificios. En el granero, mezclado con las palas y los azadones, había un tridente. Un tridente, Danglard.

Adamsberg levantó su mano válida y tendió tres dedos.

– Tres púas, tres agujeros alineados. Mire la foto del cuerpo de Lise -añadió sacándola de la carpeta-. Mire el impecable alineamiento de las heridas. ¿Cómo mi hermano, lleno de pánico y como una cuba, hubiera podido clavar tres veces su punzón sin desviarse?

Danglard examinó el cliché. Efectivamente, las heridas se alineaban en una recta perfecta. Comprendía ahora las medidas que Adamsberg había tomado en la fotografía de Schiltigheim.

– Usted era sólo un jovencísimo investigador de base, un novato. ¿Cómo pudo obtener este cliché?

– Lo mangué -dijo Adamsberg tranquilamente-. Aquel tridente, Danglard, era una vieja herramienta, de mango pulido y decorado, con la barra transversal oxidada. Pero sus púas estaban brillantes, pulidas, sin un rastro de tierra, sin una mancha. Limpio, indemne, virgen como la aurora. ¿Qué le parece?

– Que es molesto pero no abrumador.

– Que está claro como el agua de la launa. Cuando vi el instrumento, la evidencia me estalló en plena cara.

– Como el sapo.

– Más o menos. Un montón de guarrerías y vicios, las verdaderas entrañas del Señor del lugar. Pero allí estaba, precisamente, en la puerta de su granero, sujetando por la correa a sus dos perros infernales que casi habían devorado a Jeannot. Me observaba. Y cuando el juez Fulgence te observaba, Danglard, incluso a los dieciocho años, la camisa no te llegaba al cuerpo. Me preguntó qué estaba haciendo en su casa, con aquella rabia seca tan típica de su voz. Respondí que quería hacerle una jugarreta, aflojar las tuercas de su banco de trabajo. Le había hecho tantas jugarretas en esos años que me creyó y, con gesto de emperador, me enseñó la salida diciendo solamente: «Adelántate, muchacho. Contaré hasta cuatro». Corrí como un loco hacia el muro. Sabía que al llegar a «cuatro», soltaría a los perros. Uno de los pastores me arrancó la parte baja de los pantalones, pero pude soltarme y saltar el muro.

Adamsberg se arremangó una pernera y puso el dedo en su pierna, donde había una larga cicatriz.

– Aquí está, como siempre, el mordisco del juez Fulgence.

– El mordisco del perro -rectificó Danglard.

– Es lo mismo.

Adamsberg robó un trago de ginebra del vaso de Danglard.

– En el proceso, no se tuvo en cuenta el hecho de que yo hubiera visto a Fulgence atravesando el bosque. Testigo subjetivo. Pero, sobre todo, no se aceptó el tridente como prueba de cargo. Y sin embargo, Danglard, el espacio entre las heridas era del todo semejante al de las púas. Esta coincidencia les jodió bastante. Procedieron a nuevos exámenes, aterrorizados por el juez, que no dejaba de amenazarlos. Pero sus nuevos exámenes aliviaron sus angustias: la profundidad de las perforaciones no correspondía. Medio centímetro demasiado largas. Unos cretinos, Danglard. Como si no hubiera sido fácil para el juez, tras haber clavado su tridente, hundir el largo punzón en cada una de las heridas y ponerlo luego en la mano de mi hermano. Ni siquiera cretinos, sólo cobardes. El juez del tribunal también, un verdadero lacayo ante Fulgence. Era más sencillo arrojarse sobre un chiquillo de dieciséis años.

– ¿La profundidad de los impactos correspondía a la longitud del punzón?

– La misma. Pero yo no podía proponer esta teoría puesto que el arma había desaparecido curiosamente.

– Muy curiosamente.

– Raphaël lo tenía todo en contra: Lise era su amiga, por la noche se reunía con ella en el depósito de agua, y estaba preñada. Según el magistrado, había sentido miedo y la había matado. Pero resultaba, Danglard, que les faltaba lo esencial para condenarle, es decir, el arma, que no se encontraba, y la prueba de su presencia a aquellas horas en el lugar. Raphaël no estaba allí puesto que jugaba a las cartas conmigo. En el patio pequeño, ¿lo recuerda? Declaré bajo juramento.

– Y, como policía, su palabra valía el doble.

– Sí, y lo utilicé. Sí, mentí hasta el final. Ahora, si desea recuperar el punzón del fondo de la poza, es usted muy libre.

Adamsberg miró a su adjunto entornando los ojos, y sonrió por primera vez en todo el relato.

– Es inútil -añadió-. Fui a pescar el punzón hace ya mucho tiempo, y lo tiré en un basurero de Nîmes. Pues el agua no es fiable, y su dios tampoco.

– ¿Le absolvieron pues? ¿A su hermano?

– Sí. Pero el rumor persistió, creció, amenazador. Ya nadie le hablaba y todos le temían. Y él estaba obsesionado por aquel agujero de la memoria, incapaz de saber si lo había hecho o no, Danglard. ¿Lo comprende? Incapaz de saber si era un asesino. De modo que no se atrevía ya a acercarse a nadie. Despanzurré seis viejos almohadones para demostrarle que, golpeando tres veces, no podía obtenerse una línea recta. Golpeé doscientas cuatro veces para convencerle, en vano. Estaba destruido, se escondía, lejos de los demás. Yo trabajaba en Tarbes y no podía darle la mano cada día. Así perdí a mi hermano, Danglard.

Danglard le tendió el vaso y Adamsberg bebió dos tragos.

– Luego sólo tuve una idea, perseguir al juez. Había abandonado la región, perseguido a su vez por los rumores. Acosarle, hacer que le condenaran, limpiar a mi hermano. Pues yo y sólo yo sabía que Fulgence era culpable. Culpable de asesinato y culpable de la destrucción de Raphaël. Le perseguí sin descanso durante catorce años. Por la región, en los archivos, en la prensa.

Adamsberg puso su mano en las carpetas.

– Ocho crímenes, ocho asesinatos que presentaban los tres agujeros alineados. Escalonados de 1949 a 1983. Ocho casos cerrados, ocho culpables atrapados como moscas casi con el arma en las manos: siete pobres tipos en chirona y mi hermano desaparecido. Fulgence escapó, siempre. El diablo siempre escapa. Consulte esas carpetas en su casa, Danglard, léalas a fondo. Yo me largo a la Brigada para ver a Retancourt. Llamaré a su casa tarde, por la noche. ¿De acuerdo?

IX

Por el camino, Danglard rumiaba sus descubrimientos. Un hermano, un crimen y un suicidio. Un casi gemelo acusado de asesinato, marginado y muerto, un drama tan pesado que Adamsberg nunca había hablado de él. Y, en tales condiciones, ¿qué crédito conceder a la acusación, nacida de la mera silueta del juez por el camino y de un tridente en el granero? Si hubiera sido Adamsberg, también él habría buscado, desesperadamente, un culpable para ponerlo en el lugar de su hermano. Designando instintivamente al enemigo del pueblo.

«Quería a mi hermano más que a mí mismo.» Le parecía que Adamsberg seguía, en cierto modo, sujetando solo la mano de Raphaël contra todos, desde la noche del asesinato. Apartándose así, desde hacía treinta años, del universo de los demás, adonde no podía ir sin arriesgarse a soltar aquella mano, sin abandonar a su hermano a la culpa y la muerte. En este caso, sólo la inocencia póstuma de Raphaël y su regreso al mundo podrían liberar los dedos de Adamsberg. O tal vez, se dijo Danglard asiendo su cartera, el reconocimiento del crimen de su hermano. Si Raphaël había matado, tendría que admitirlo algún día. Adamsberg no podía pasarse la vida dando forma a un error con los rasgos de un terrorífico vejestorio. Si el contenido de las carpetas se inclinaba en esa dirección, se vería obligado a frenar al comisario y a abrirle a la fuerza los ojos, por muy brutal y dolorosa que fuera la empresa.

Después de cenar, ya con los niños en sus habitaciones, se sentó a su mesa, preocupado, con tres cervezas y ocho carpetas. Todos se habían acostado demasiado tarde. Había tenido la infeliz idea de contarles en la cena la historia del sapo que fumaba, paf, paf, paf, y explotaba, y las preguntas habían sido continuas. ¿Por qué estallaba el sapo? ¿Por qué fumaba el sapo? ¿Qué tamaño de melón alcanzaba? ¿Subían hasta muy arriba las entrañas? ¿Pasaba lo mismo con las serpientes? Danglard había acabado prohibiéndoles cualquier forma de experimento, que metieran cigarrillos en las fauces de cualquier serpiente, sapo o salamandra, o en las de un lagarto, un lucio o cualquier jodido animalejo.

Pero al fin, pasadas las once, las cinco carteras estaban cerradas, los platos lavados y las luces apagadas.

Danglard abrió las carpetas por orden cronológico, memorizando los nombres de las víctimas, los lugares, las horas, la identidad de los culpables. Ocho asesinatos, cometidos todos, advirtió, en años impares. Pero bueno, un año impar sólo significa, a fin de cuentas, uno de cada dos, lo que ni siquiera es indicio de una coincidencia. Sólo la obstinada convicción del comisario había vinculado entre sí aquellos casos dispares y nada, de momento, demostraba que un solo hombre fuera su causa. Ocho asesinatos, en regiones distintas, Loira-Atlántico, Turena, Dordoña, Pirineos. Sin embargo, era imaginable que el juez se hubiera trasladado a menudo para evitar sospechas. Pero las víctimas eran también muy diferentes, en edad, en sexo y en apariencia: jóvenes y ancianos, adultos, hombres y mujeres, gordos y delgados, morenos y rubios, lo que no se adaptaba a la estrecha obsesión de un asesino en serie. También las armas eran distintas: punzones, cuchillos de cocina, navajas, cuchillos de caza, destornilladores afilados.

Danglard sacudió la cabeza, bastante desalentado. Esperaba poder comprender a Adamsberg pero el conjunto de aquellas disparidades constituía un serio obstáculo.

Cierto era, sin embargo, que las heridas presentaban algunos puntos concordantes: siempre tres perforaciones profundas, infligidas en el busto, bajo las costillas o en el vientre, precedidas de una contusión en el cráneo para aturdir a la víctima. Sin embargo, en todos los crímenes cometidos en Francia desde hacía medio siglo, ¿qué probabilidades había de encontrar tres heridas en el vientre? Muchas. El abdomen ofrece un amplio blanco, fácil y vulnerable. En cuanto a las tres heridas, ¿no eran una especie de evidencia? ¿Tres heridas para asegurarse de la muerte de la víctima? Estadísticamente, la cifra era frecuente. Eso nada tenía que ver con una marca, con una firma particular. Sólo tres heridas, algo bastante común, en cierto modo.

Danglard abrió una segunda cerveza y se concentró en las heridas. Tenía que hacer bien su curro, llegar a alguna conclusión, en un sentido u otro. Aquellos tres golpes, indiscutiblemente, formaban una línea recta, o casi. Y era cierto que eran ínfimas, golpeando tres veces, las posibilidades de alinear perfectamente las heridas, lo que en efecto hacía pensar en un tridente. Así como la profundidad de las perforaciones, que la potencia de un instrumento con mango hacía posible, mientras que es raro que un cuchillo penetre tres veces hasta las cachas. Pero los detalles de los informes destruían esta esperanza. Pues las hojas utilizadas diferían en anchura y profundidad. Además, el espacio entre las perforaciones variaba de un caso a otro, al igual que su alineación. No mucho, a veces un tercio de centímetro, o un cuarto, pudiendo una de las heridas hallarse algo desviada hacia un lado o hacia arriba. Y estas divergencias excluían el uso de una sola arma. Tres golpes muy semejantes, pero no lo bastante para suponer un solo instrumento y una sola mano.

Todos los casos habían quedado cerrados, además, los culpables habían sido detenidos, a veces incluso con confesión. Pero, a excepción de otro adolescente, tan maleable y aterrado como Raphaël, se trataba de infelices, borrachos errantes o semivagabundos, que presentaban todos, al ser arrestados, un nivel de alcoholemia espectacular. No era muy difícil conseguir que aquellos hombres derrotados, con tan poca voluntad, confesaran.

Danglard apartó el gran gato blanco que se había acomodado sobre sus pies. Daba calor y pesaba. No le había cambiado el nombre desde que, hacía un año, Camille se lo había dejado para marcharse a Lisboa. Por aquel entonces era una bolita blanca de ojos azules a la que llamó, por lo tanto, la Bola. Era cariñosa desde cachorro, no sabía arañar ni los sillones ni las paredes. Danglard no podía mirarla sin pensar en Camille, que tampoco sabía defenderse. Levantó al gato agarrándolo por el vientre, tomó el extremo de una de sus patas y rascó con una uña el cojín. Pero las garras no salieron. La Bola era un caso. La dejó sobre la mesa y, luego, finalmente, la puso de nuevo en sus pies. Si estás bien aquí, quédate aquí.

Ninguno de los culpables detenidos, escribió Danglard, recordaba el asesinato, lo que era una sorprendente repetición de amnesia. En su vida de policía, había conocido dos casos de pérdida de memoria tras un asesinato, por negarse a revivir el espanto, por negación del acto. Pero aquel tipo de amnesia psicológica no podía explicar esas ocho coincidencias. El alcohol, en cambio, sí. Cuando bebía mucho, de más joven, sucedía a veces que se despertaba en blanco, le faltaban fragmentos que sus compañeros de borrachera le devolvían al día siguiente. Había empezado a frenar tras saber que toda la concurrencia le había aplaudido, en Aviñón, desnudo sobre una mesa y recitando a Virgilio, en latín. En aquel tiempo tenía ya barriga y, al pensarlo, se estremecía ante el espectáculo ofrecido. Muy alegre según sus amigos, encantador según sus amigas. Sí, conocía la amnesia alcohólica, esa bestia, blanca, pero su irrupción nunca era previsible. A veces, incluso borracho como una cuba, lo recordaba todo, y otras no.

Adamsberg dio dos ligeros golpes a la puerta. Danglard se puso la Bola bajo el brazo y fue a abrir. El comisario le lanzó una rápida ojeada.

– ¿Va bien? -preguntó.

– Tirando -respondió Danglard.

Tema cerrado, mensaje recibido. Ambos se acodaron a la mesa y Danglard volvió a colocar el animal en sus pies, antes de exponer las dudas que le planteaban aquellos crímenes en serie reales o imaginarios. Adamsberg le escuchaba, con el brazo izquierdo apretado contra su pecho y la mano derecha aplastando su mejilla.

– Ya sé -interrumpió-. ¿Cree usted que no he tenido tiempo bastante para analizar y comparar todas las medidas de estas heridas? Me las sé de memoria. Lo sé todo sobre sus divergencias, sus profundidades, sus formas, sus separaciones. Pero métase en la cabeza que el juez Fulgence no tiene nada, absolutamente nada, de hombre ordinario. No habría sido tan bobo como para matar siempre con la misma arma. No, Danglard, el juez es un hombre poderoso. Pero asesina con su tridente. Es su emblema y el cetro de su poder.

– Aclárese -objetó Danglard-. ¿Una sola arma o varias? Las heridas divergen.

– Da igual. Lo que tienen de interesante esas diferencias de separación es que son pequeñas, Danglard, muy pequeñas. Los espacios entre las perforaciones, laterales o de adelante hacia atrás, difieren, pero poco. Repáselo, Danglard. Sean cuales sean las variaciones, la longitud total de la línea de las tres heridas nunca supera los 16,9 cm. Así fue en el asesinato de Lise Autan, en el que doy por sentado que el juez utilizó su tridente: 16,9 cm, con un espacio de 4,7 cm entre la primera perforación y la segunda, y de 5 cm entre la segunda y la tercera. Fíjese en las demás víctimas, la n.° 4, Julien Soubise, muerto a cuchilladas: 5,4 cm y 4,8 cm de separación, en una longitud de línea total de 10,8 cm. La n.° 8, Jeanne Lessard, con un punzón: 4,5 cm y 4,8 cm, longitud total 16,2 cm. Las líneas más largas se obtienen con punzones o destornilladores, las más cortas con cuchillo, dada la delgadez de la hoja. Pero la línea nunca supera los 16,9 cm. ¿Cómo se lo explica, Danglard? Ocho asesinos distintos, que propinan tres golpes cada uno, que nunca superan una línea de 16,9 cm. ¿Desde cuándo existe un límite matemático cuando se hiere en el vientre?

Danglard frunció el ceño, silencioso.

– Por lo que se refiere a la otra variación de los impactos -prosiguió Adamsberg-, la de adelante hacia atrás, es más reducida aún: no más de 4 mm de diferencia cuando se trata de un cuchillo, y menos aún cuando es un punzón. Anchura máxima de la línea de impacto: 0,9 cm. No más, nunca más. Era el grosor de las perforaciones en el cuerpo de Lise. ¿Cómo se explica esos límites de magnitud? ¿Por una regla? ¿Por un código de los asesinos? ¿Todos borrachos además, con la mano temblorosa? ¿Todos amnésicos? ¿Todos hechos polvo? ¿Y ni uno solo se atrevió a golpear más allá de 16,9 cm de largo y 0,9 de ancho? ¿Qué milagro es ése, Danglard?

Danglard reflexionaba con rapidez y aceptaba lo acertado de los argumentos del comisario. Pero no lograba discernir cómo esas disparidades en las heridas podían corresponder a una sola arma.

– ¿Visualiza usted un tridente, en forma de rastrillo? -preguntó Adamsberg haciendo un rápido croquis-. He aquí el mango, y ésta es la barra transversal reforzada y, aquí, las tres puntas. El mango y la barra son fijas, pero las puntas cambian. ¿Comprende usted, Danglard? ¡Las puntas cambian! Aunque, claro está, dentro de los límites de la barra transversal, es decir, 16,9 cm de largo por 0,9 cm de ancho, en la herramienta que nos ocupa.

– ¿Quiere usted decir que el hombre desuelda cada vez las tres púas y vuelve a soldar, provisionalmente, en la barra transversal otras hojas, cambiables?

– Ya lo tiene, capitán. No puede cambiar de herramienta. Está neuróticamente unido a ella y esa fidelidad es la prueba de su patología. La herramienta debe ser la misma y eso es, para él, una condición absoluta. El mango y la barra transversal son el alma, el espíritu. Pero, por seguridad, el juez cambia cada vez las puntas, colocando hojas de cuchillo, punzones, navajas.

– Soldar no es tan sencillo.

– Sí, Danglard, resulta bastante fácil. Y aunque la soldadura no sea muy sólida, no olvide que la herramienta sólo se usa una vez. Para penetrar verticalmente y no para labrar.

– Lo que obliga al asesino, según su teoría, a procurarse para cada crimen cuatro cuchillos o cuatro punzones similares: tres para utilizar sus puntas y soldarlas en el tridente, y uno para ponerlo en la mano del chivo expiatorio.

– Exactamente, y no es una tarea muy compleja. Precisamente por eso el arma del crimen es siempre corriente y, sobre todo, nueva. Una herramienta nueva en manos de un vagabundo, ¿le parece eso lógico?

Danglard se pasó la mano por la barbilla.

– No actuó de este modo con la joven Lise -dijo-. Mató con su tridente y, luego, hundió el punzón en cada una de las heridas.

– Eso hizo también con el n.° 4, el del otro adolescente inculpado, también en un pueblo. Sin duda el juez pensó que una investigación sobre el origen de un arma nueva en posesión de un chico muy joven conduciría a un callejón sin salida y haría que se descubriera el engaño. Prefirió elegir un punzón viejo, más largo que las puntas de su tridente, y deformar así los impactos.

– Se sostiene -reconoció Danglard.

– Se sostiene tanto como las piezas de un trabajo de marquetería. El mismo hombre, la misma herramienta. Porque lo he comprobado, Danglard. Cuando el juez se trasladó, registré la mansión de punta a cabo. Las herramientas se habían quedado en el granero, pero no el tridente. Se había llevado el precioso instrumento.

– Si los vínculos son tan claros, ¿cómo no se ha descubierto antes la verdad? Durante los catorce años que lleva usted detrás de él.

– Por otras razones, Danglard. Primero, y perdóneme, porque todos razonaron como usted y se limitaron a eso: diversidad de armas y heridas, no hay por lo tanto asesino único. Luego, aislamiento geográfico de los investigadores, falta de contactos interregionales, ya conoce usted el problema. Finalmente porque, cada vez, se les ofreció un culpable ideal con la prueba en la mano. No desdeñe tampoco el poder del juez, que lo hacía, por así decirlo, intocable.

– Sí, pero usted, cuando tuvo indicios para una acusación, ¿por qué no hizo que le escucharan?

Adamsberg esbozó una rápida y triste sonrisa.

– Por falta total de credibilidad. Todos los magistrados se enteraban en seguida de mi implicación personal en el asunto y consideraba mi acusación subjetiva y obsesiva. Todos estaban convencidos de que yo habría hecho cualquier locura para que se reconociese la inocencia de Raphaël. ¿Usted no, Danglard? Y mi hipótesis se enfrentaba con un juez poderoso. Nunca me dejaron ir muy lejos. «Admita de una vez por todas, Adamsberg, que su hermano mató a la muchacha. Su desaparición lo prueba.» Luego, una amenaza de proceso por difamación.

– Un bloqueo -resumió Danglard.

– ¿Está usted convencido, capitán? ¿Comprende que el juez había matado ya cinco veces antes de emprenderla con Lise, y que luego lo hizo dos veces más? Ocho asesinatos a lo largo de un período de treinta y cuatro años. Es algo más que un asesino en serie, es el trabajo frío y meticuloso de toda una vida, dosificado, programado, repartido. Descubrí los cinco primeros crímenes buscando en archivos, y puede que haya más. En los dos siguientes, yo seguía las huellas del juez y leía todas las páginas de actualidad. Fulgence sabía que yo no había abandonado y le forzaba a una huida sin fin. Pero se escurría por entre mis dedos. Y, ya lo ve Danglard, aún no ha terminado. Fulgence sale de su tumba: acaba de matar por novena vez en Schiltigheim. Es su mano, lo sé. Tres heridas alineadas. Debo ir allí para comprobar las medidas, pero ya lo verá usted, Danglard, cómo la línea de los impactos no superará los 16,9 cm. El punzón era nuevo. El detenido es un vagabundo, alcohólico y que sufre amnesia. Todo concuerda.

– De todos modos -dijo Danglard con una mueca-, si añadimos Schiltigheim, estamos ante una secuencia de asesinatos que dura cincuenta y cuatro años. Algo nunca visto en los anales del crimen.

– Tampoco el Tridente se ha visto nunca. Un monstruo de excepción. No sé cómo hacer que usted lo entienda. No le conoció.

– Aun así -repitió Danglard-. Lo dejó en 1983, ¿y vuelve a empezar veinte años más tarde? Eso no tiene sentido.

– ¿Quién le dice que no haya matado entretanto?

– Usted. No ha dejado de interesarse por las noticias de actualidad. Y, sin embargo, nada durante veinte años.

– Sencillamente porque abandoné la búsqueda en 1987. Le he dicho que le había perseguido durante catorce años, no treinta.

Danglard levantó la cabeza, sorprendido.

– ¿Y por qué? ¿Cansancio? ¿Presiones?

Adamsberg se levantó y dio unos pasos por la habitación, con la cabeza inclinada hacia su brazo doblado. Regresó luego a la mesa, se apoyó en ella con la mano diestra y se inclinó hacia su adjunto.

– Porque, en 1987, murió.

– ¿Cómo?

– Que murió. El juez Fulgence murió hace dieciséis años, de muerte natural, en Richelieu, en su última morada, el 19 de noviembre de 1987. Crisis cardíaca certificada por el médico.

– Dios mío, ¿está usted seguro?

– Evidentemente. Lo supe enseguida y fui a su entierro. Salieron artículos en todos los periódicos. Vi cómo su ataúd bajaba a la fosa y vi la tierra cubriendo al monstruo. Y fue para mí un día negro, perdí la esperanza de poder demostrar la inocencia de mi hermano. El juez escapaba para siempre.

Se hizo un largo silencio que Danglard no sabía cómo romper. Alisaba mecánicamente los expedientes con la palma de la mano, atónito.

– Vamos, Danglard, hable. Láncese. Atrévase.

– Schiltigheim -murmuró Danglard.

– Eso es. Schiltigheim. El juez regresa de los infiernos y yo vuelvo a tener una oportunidad. ¿Comprende? ¡Mi oportunidad! Y esta vez no la dejaré pasar.

– Si le entiendo bien -dijo Danglard, vacilando-, tendría un discípulo, un hijo, un imitador.

– Nada de eso. Y no hay mujer ni hijos. El juez es un depredador solitario. Schiltigheim es obra suya y no de un imitador.

La inquietud arrebató las palabras de la boca del capitán. Osciló y optó por la benevolencia.

– Este último crimen le ha trastornado. Es una terrible coincidencia.

– No, Danglard, no.

– Comisario -expuso pausadamente Danglard-, el juez lleva dieciséis años muerto. Es huesos y polvo.

– ¿Y qué? ¿Qué puede importarme eso? Lo que me importa es la muchacha de Schiltigheim.

– Maldita sea -se enojó Danglard-, ¿en qué cree usted? ¿En la resurrección?

– Creo en los actos. Ha sido él, y eso me concede otra oportunidad. Por lo demás, tuve algunos signos.

– ¿Cómo que «signos»?

– Signos, señales de alerta. La camarera del bar, el cartel, las chinchetas.

Danglard se levantó a su vez, asustado.

– Dios mío, ¿«signos»? ¿Se está usted volviendo místico? ¿Qué está persiguiendo, comisario? ¿Un espectro? ¿Un fantasma? ¿Un muerto viviente? ¿Y dónde se encuentra? ¿En su cráneo?

– Persigo al Tridente. Que se alojaba no lejos de Schiltigheim hace muy poco tiempo.

– ¡Está muerto! ¡Muerto! -gritó Danglard.

Ante la inquieta mirada del capitán, Adamsberg comenzó a colocar con una sola mano los expedientes en su cartera, uno a uno, con cuidado.

– ¿Y qué le importa la muerte al diablo, Danglard?

Luego tomó su chaqueta y, tras un gesto del brazo válido, partió.

Danglard se dejó caer en su silla, desolado, llevándose a los labios la botella de cerveza. Perdido. Adamsberg estaba perdido, arrastrado por una espiral de locura. Chinchetas, la camarera de un bar, un cartel y un muerto viviente. Mucho más extraviado de lo que había temido. Jodido, perdido, arrastrado por un mal viento.

Tras unas pocas horas de sueño, llegó con retraso a la Brigada. Una nota le esperaba en su mesa. Adamsberg había tomado el tren de la mañana hacia Estrasburgo. Volvería al día siguiente. Danglard se acordó del comandante Trabelmann y rogó por que fuera indulgente.

X

A lo lejos, en el vestíbulo de la estación de Estrasburgo, el comandante Trabelmann parecía un pequeño bruto de constitución sólida. Haciendo abstracción de su aspecto militar, Adamsberg concentró su examen en la redondez central del rostro del comandante y descubrió en ella algo firme y alegre. Una débil posibilidad de que tomase en consideración el improbable expediente que aportaba. Trabelmann le estrechó la mano riendo con brevedad, sin razón alguna. Hablaba claro y fuerte.

– ¿Herida de guerra? -le preguntó señalando su brazo en cabestrillo.

– Un arresto algo tumultuoso -confirmó Adamsberg.

– ¿Cuántas van con ésta?

– ¿Detenciones?

– Cicatrices.

– Cuatro.

– Pues yo siete. No ha nacido aún el compañero que me venza a costurones -concluyó Trabelmann riéndose de nuevo-. ¿Ha traído usted su recuerdo de infancia, comisario?

Adamsberg señaló su cartera con una sonrisa.

– Aquí está. Pero no estoy seguro de que le guste.

– Escuchar no cuesta nada -respondió el comandante abriendo su coche-. Siempre me han encantado los cuentos.

– ¿Incluso los que matan?

– ¿Conoce usted otros? -preguntó Trabelmann arrancando-. El caníbal de Caperucita Roja, el infanticida de Blancanieves, el ogro de Pulgarcito.

Frenó ante un semáforo en rojo y soltó una nueva risita.

– Crímenes, crímenes por todas partes -prosiguió-. Y Barba Azul, un apuesto asesino en serie, ese tipo. Lo que me gustaba en Barba Azul era aquella jodida mancha de sangre en la llave, que nunca desaparecía. Frotaban, la limpiaban y volvía, como la mancha de la culpa. Pienso en ello a menudo cuando un criminal se me escapa. Me digo, ya puedes correr, tú, muchachito, pero la mancha regresará, y te cogeré. Así de fácil. ¿No lo cree?

– La historia que traigo se parece un poco a la de Barba Azul. Hay tres manchas de sangre que se limpian y reaparecen siempre. Aunque sólo para quien quiere verlas, como en los cuentos.

– Debo pasar por Reichstett para recoger a uno de mis brigadieres, hay un buen trecho. ¿Y si comenzara usted, ahora, su historia? ¿Había una vez un hombre…?

– Que vivía solo en una mansión, con dos perros -encadenó Adamsberg.

– Buen comienzo, comisario, me gusta mucho -dijo Trabelmann con una cuarta carcajada.

Mientras estacionaba en el pequeño aparcamiento de Reichstett, el comandante se había puesto serio.

– Hay un montón de cosas convincentes en su historia. No lo discuto. Pero si fue su hombre el que mató a la joven Wind -y fíjese en que digo «si»-, lleva medio siglo dale que dale con su tridente transformable. ¿Se da usted cuenta? ¿A qué edad comenzó sus andanzas su Barba Azul? ¿En la escuela primaria?

Un estilo distinto al de Danglard, pero la misma ironía, era natural.

– No, no exactamente.

– Vamos, comisario: ¿fecha de nacimiento?

– No la sé -eludió Adamsberg-, no sé nada de su familia.

– De todos modos, sería un muchacho muy joven, ¿no? Y ahora tendrá como mínimo entre setenta y ochenta tacos, ¿verdad?

– Sí.

– No voy a decirle la fuerza que se necesita para neutralizar a un adulto y propinarle varios golpes mortales con un punzón.

– El tridente multiplica la potencia del golpe.

– Pero luego el asesino arrastró a la víctima y su bici hasta el campo a unos diez metros de la carretera, con una cuneta de drenaje que atravesar y un talud que superar. Sabe usted muy bien cuánto cuesta arrastrar un cuerpo inerte, ¿no es cierto? Elisabeth Wind pesaba sesenta y dos kilos.

– La última vez que vi a ese hombre, ya no era joven pero de él emanaba todavía una gran fuerza. Realmente, Trabelmann. Con más de un metro ochenta y cinco, daba la impresión de tener un gran vigor y energía.

– La «impresión», comisario -dijo Trabelmann abriendo la puerta trasera a su brigadier, al que dirigió un breve saludo militar-. ¿Y cuánto hace de eso?

– Veinte años.

– Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír. ¿Puedo llamarle Adamsberg?

– Se lo ruego.

– Vamos a largarnos directamente a Schiltigheim rodeando Estrasburgo. Que se fastidie la catedral. Supongo que a usted le importa un comino.

– Hoy, sí.

– A mí siempre. Sencillamente, los chismes viejos no me dicen nada. La he visto cien veces, claro está, pero no me gusta.

– ¿Qué le gusta a usted, Trabelmann?

– Mi mujer, mis chiquillos, mi curro.

Un tipo sencillo.

– Y los cuentos. Adoro los cuentos.

No tan sencillo, rectificó Adamsberg.

– Y sin embargo, los cuentos son chismes viejos -dijo.

– Sí, mucho más viejos que su tipo. Continúe de todos modos.

– ¿Podríamos pasar primero por el depósito?

– Para tomar sus medidas, supongo. Nada que objetar.

Adamsberg estaba terminando su relato cuando cruzaron las puertas del Instituto Anatómico Forense. Cuando olvidaba ponerse derecho, como entonces, el comandante no era más alto que él.

– ¿Cómo? -gritó Trabelmann deteniéndose en mitad del vestíbulo-. ¿El juez Fulgence? ¿Está usted como una cabra, comisario?

– ¿Y qué? -preguntó tranquilamente Adamsberg-. ¿Le molesta a usted eso?

– Pero carajo, ¿sabe usted quién es el juez Fulgence? ¡Eso ya no es un cuento! Es como si me dijera usted que el que escupe fuego es el príncipe Encantador y no el Dragón.

– Apuesto como un príncipe, sí, pero eso no le impide escupir fuego.

– ¿Se da usted cuenta, Adamsberg? Hay un libro sobre los procesos de Fulgence. Y no todos los magistrados del país merecen figurar en un libro, ¿verdad? Era un tipo eminente, un hombre justo.

– ¿Justo? No le gustaban las mujeres ni los niños. No era como usted, Trabelmann.

– No estoy comparando. Era una gran figura, respetada por todo el mundo.

– Temido, Trabelmann. Tenía la mano cortante y pesada.

– Hay que hacer justicia.

– Y larga. Desde Nantes, podía hacer temblar el tribunal de Carcasona.

– Porque tenía autoridad, y acierto en sus puntos de vista. Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír.

Un hombre de blanco corrió hacia ellos.

– Un respeto, señores.

– Hola, Ménard -interrumpió Trabelmann.

– Perdón, comandante, no le había reconocido.

– Le presento a un colega de París, el comisario Adamsberg.

– Le conozco de nombre -dijo Ménard estrechándole la mano.

– Es un tipo divertido -precisó Trabelmann-. Ménard, llévenos al cajón de Elisabeth Wind.

Ménard levantó la sábana mortuoria, aplicadamente, y descubrió a la joven muerta. Adamsberg la observó sin moverse durante unos instantes, luego fue inclinando poco a poco la cabeza para examinar las equimosis en la nuca. Concentró después su atención en las perforaciones del vientre.

– Que yo recuerde -dijo Trabelmann-, la cosa tiene unos veinte o veintidós centímetros de largo.

Adamsberg movió la cabeza, dubitativo, y sacó un metro de su cartera.

– Ayúdeme, Trabelmann. Sólo tengo una mano.

El comandante desenrolló el metro sobre el cuerpo. Adamsberg colocó con precisión el extremo en el borde externo de la primera herida y lo extendió hasta el límite externo de la tercera.

– 16,7 cm, Trabelmann. Nunca más, se lo había dicho.

– Pura casualidad.

Sin responder, Adamsberg puso una regla de madera como señal y midió la altura máxima de la línea de las heridas.

– 0,8 cm -anunció enrollando de nuevo su metro.

Trabelmann hizo un simple movimiento de cabeza, algo turbado.

– Supongo que en el puesto podrá proporcionarme usted la profundidad de los impactos -dijo Adamsberg.

– Sí, con el punzón y el hombre que lo tenía. Y con sus huellas.

– ¿Aceptará, de todos modos, hojear mis expedientes?

– No soy menos profesional que usted, comisario. No desdeño ninguna pista.

Trabelmann soltó una corta carcajada, sin que Adamsberg entendiera por qué se reía.

En el puesto de Schiltigheim, Adamsberg puso su pila de expedientes sobre la mesa del comandante, mientras un brigadier le entregaba el punzón en una bolsa de plástico. El instrumento era de factura común y completamente nuevo, si no fuera por la sangre seca que lo manchaba.

– Si le sigo -dijo Trabelmann instalándose en su mesa-, y digo «si», tendríamos que llevar a cabo una investigación sobre la compra de cuatro punzones y no de uno solo.

– Sí, y perdería el tiempo. Nuestro hombre -Adamsberg no se atrevía ya a nombrar a Fulgence- no comete el error de comprar cuatro punzones de golpe para llamar la atención, como si fuera un aficionado. Por esta razón elige modelos muy corrientes. Los adquiere en varias tiendas, espaciando las compras.

– Eso es lo que yo haría.

En aquel despacho, la firmeza del comandante ganaba en fuerza y su compulsivo júbilo se agotaba. El estar sentado, se dijo Adamsberg, o el marco oficial, tal vez bloqueara su desahogo.

– Uno de los punzones puede haberlo comprado en Estrasburgo, en septiembre -dijo-, el otro en julio, en Roubaix, y así sucesivamente. Es imposible seguirle la pista de ese modo.

– Pse… -concluyó Trabelmann-. ¿Quiere ver usted al tipo? Le calentamos unas horas más y cantará, Fíjese en que, cuando lo agarramos, llevaba en el cuerpo, por lo menos, el equivalente a una botella y media de whisky.

– De ahí la amnesia.

– Esas amnesias le fascinan, ¿eh? Pues bien, a mí no, comisario. Porque alegando amnesia y enajenación mental, el tipo está seguro de cargar con diez o quince años menos. Y eso cuenta una barbaridad, ¿no es cierto? Todos conocen el truco. De modo que me creo lo de la amnesia tanto como lo de su Príncipe Encantador convertido en dragón. Pero vaya a verlo, Adamsberg, dese cuenta usted mismo.

Bernard Vétilleux, cincuenta tacos, un hombre alto y flaco de rostro hinchado, medio arrellanado en su litera, vio entrar a Adamsberg con indiferencia. Él o cualquier otro, ¿qué podía importarle? Adamsberg le preguntó si aceptaba hablar y el hombre asintió.

– No tengo nada que contar, de todos modos -dijo con voz neutra-. No tengo ya nada ahí dentro, no recuerdo nada.

– Lo sé. Pero ¿y antes, antes de que estuviera en esa carretera?

– Bueno, ni siquiera sé cómo llegué allí. No me gusta andar. Tres kilómetros, a fin de cuentas, es un buen tramo.

– Sí, pero antes -insistió Adamsberg-. Antes de la carretera.

– Lo de antes lo recuerdo muy bien, claro. Eh, muchacho, no he olvidado toda mi vida, ¿eh? Sólo he olvidado esa jodida carretera y todo lo demás.

– Lo sé -repitió Adamsberg-. Pero ¿qué estaba haciendo antes?

– Bueno, empinaba el codo, caramba.

– ¿Dónde?

– Al principio, eché el ancla.

– ¿Dónde?

– En El Tapón, junto a la verdulería. Ya ve que no es que no tenga memoria, ¿eh?

– ¿Y luego?

– Bueno, me echaron a la calle, como de costumbre, no tenía ni un chavo. Estaba ya tan trompa que no tenía ganas de andar mendigando. De modo que busqué un rincón donde dormir. Y es que ahora hace un frío del carajo. Mi rincón de costumbre me lo habían quitado unos tipos, con tres chuchos. Me largué con viento fresco y me metí en el parque, en esa especie de cubo de plástico amarillo para los mocosos. Se está más caliente allí. Parece una casita, con una puerta pequeña. Y por el suelo hay como musgo. Pero cuidado, eh, falso musgo, para que los mocosos no se hagan daño.

– ¿Qué parque?

– Bueno, el parque de las mesas de ping-pong, no lejos de mi rincón. No me gusta andar.

– ¿Y luego? ¿Estaba solo?

– Había otro tipo que buscaba también la casita. Mala suerte, me dije. Pero cambié pronto de opinión porque el tipo llevaba dos litronas en el bolsillo. Qué potra, me dije, sobre todo porque le enseñé enseguida mis cartas. Si quieres la casita, me pasas la priva. Estuvo de acuerdo. Generoso, el compañero.

– ¿Te acuerdas de ese compañero? ¿Cómo era?

– Bueno, no es que no tenga memoria pero había empinado ya bastante el codo, eh, hay que tenerlo en cuenta. Y era noche cerrada. Además, a caballo regalado no le mires el dentado. El tipo no me interesaba, me interesaban sus litronas.

– Pero te acuerdas un poco, claro. Inténtalo, cuéntamelo. Todo lo que recuerdes. Cómo hablaba, cómo era, cómo bebía. ¿Alto, gordo, bajo, joven, viejo?

Vétilleux se rascó la cabeza como para activar sus pensamientos y se incorporó en su litera, levantando hacia Adamsberg sus ojos enrojecidos.

– Eh, aquí no me dan nada.

Adamsberg lo había previsto y se había metido en el bolsillo una botellita de coñac. Lanzó una mirada a Vétilleux, señalando al brigadier de guardia en la celda.

– Pse… -comprendió Vétilleux.

– Luego -dijo Adamsberg, formando mudamente las palabras con los labios.

Vétilleux lo captó a la primera e inclinó la cabeza.

– Estoy convencido de que tienes una memoria excelente -prosiguió Adamsberg-. Cuéntame lo de ese tipo.

– Viejo -afirmó Vétilleux-, aunque joven al mismo tiempo, no puedo decírtelo. Enérgico, vamos. Pero viejo.

– ¿Y su ropa? ¿La recuerdas?

– Iba vestido igual que cualquiera que vaya de noche con dos litronas, vamos. Y que busque un lugar para dormir. Una vieja chaqueta con bufanda, dos gorros hasta los ojos, guantes gruesos, en fin, todo lo necesario para que no se te hielen demasiado los cojones.

– ¿Gafas? ¿Afeitado?

– Gafas no, vi los ojos bajo el gorro. Tampoco barba, aunque no recién afeitado, vamos. No olía.

– ¿Es decir?

– No comparto mi cama con los tipos que huelen, así son las cosas, cada cual con sus manías. Voy a los baños públicos dos veces por semana, no me gusta oler. Tampoco meo en la casita de los mocosos. ¿Sabes?, que empine el codo no significa que no respete a los mocosos. Son amables esos mocosos. Charlan con los zoquetes, como con cualquier otro: «¿Tienes papá? ¿Tienes mamá?». Son amables esos mocosos, lo captan todo, hasta que los mayores les llenan la cabeza de mierda. De modo que no meo en su casita. Me respetan y los respeto.

Adamsberg se volvió hacia el centinela.

– Brigadier -preguntó Adamsberg-, ¿podría traerme un vaso de agua y dos aspirinas? La herida -explicó mostrándole el brazo.

El brigadier inclinó la cabeza y se alejó. Vétilleux había tendido rápidamente la mano y se guardó en el bolsillo la botella de coñac. Menos de cincuenta segundos más tarde, el brigadier regresaba con un vaso. Adamsberg se obligó a tragar los comprimidos.

– Caramba, eso me recuerda algo -dijo Vétilleux mostrando el vaso-. El tipo generoso llevaba un chisme bastante raro, para ser tan generoso. Tenía un vaso como el tuyo. Y él tenía su botella y yo la mía. No bebía a morro, ¿te das cuenta? Algo clasista, un remilgado.

– ¿Estás seguro de eso?

– Seguro. Y me dije: éste es un tío que se la ha pegado. Ya sabes, los hay que se la pegan. Una tía que les deja plantados y, ¡hala!, se agarran a la botella y a resbalar por el tobogán. O su curro se va al carajo y, ya está, se agarran a la botella. Y una mierda. No vas a pegártela porque tu tía o el curro te hayan dado con la puerta en las narices. Hay que resistir, joder. Mientras que a mí, ya ves, no me faltaron huevos. No me la pegué porque ya estaba por los suelos. De modo que allí me quedé. ¿Ves la diferencia?

– Ya lo creo.

– Y no estoy juzgando, ¿eh? Pero de todos modos es distinto. Y es cierto que cuando Josie me plantó, la cosa no me ayudó, lo reconozco. Pero cuidado, yo empinaba el codo antes. Por eso se largó ella. No puedo culparla, no juzgo. Sólo a los peces gordos que ni siquiera me sueltan una moneda. Entonces sí, a veces me he puesto a cagar delante de su puerta, lo reconozco. Pero nunca en la casita de los mocosos.

– ¿Estás seguro de que se la había pegado?

– Pse, muchacho. Y no hacía tanto tiempo desde que había caído. Porque, en este ambiente, no te quedas mucho tiempo haciendo ascos con tu vasito. Digamos que te agarras al cubilete durante tres o cuatro meses y, luego, ¡se acabó!, beberías a morro con cualquier sediento. Como yo. Salvo que yo no empino el codo con los que huelen, pero eso es otra cosa. Sobre lo del olfato yo no juzgo.

– ¿De modo que tú dirías que no hacía más de cuatro meses que estaba en la calle?

– Bueno, no soy un radar. Pero, de todos modos, diría que era reciente. Su chica debió de darle con la puerta en las narices, y se encontró en la calle, ¿yo qué sé?

– ¿Y hablasteis?

– Bueno, no demasiado. Dijimos que la priva estaba buena. Que hacía un tiempo de perros. Cosas así, las cosas de costumbre.

Vétilleux había puesto la mano en su grueso jersey, sobre el bolsillo de la camisa donde había metido la botella.

– ¿Se quedó mucho tiempo?

– Yo no mido el tiempo, ¿sabes?

– Quiero decir: ¿se marchó? ¿Se durmió en la casita?

– No lo recuerdo. Debí de dar una cabezada. O me marché a caminar, no lo sé.

– ¿Y luego?

Vétilleux abrió los brazos y los dejó caer sobre sus piernas.

– Luego, la carretera. Por la mañana, los gendarmes.

– ¿Soñaste? ¿Una imagen? ¿Una sensación?

El hombre frunció el ceño, perplejo, poniendo la mano en su jersey, rascando la lana gastada con sus largas uñas. Adamsberg se volvió de nuevo hacia el brigadier, que desentumecía sus piernas caminando de un lado a otro.

– Brigadier, ¿tendría la amabilidad de traerme mi cartera? Necesito anotar algo.

Vétilleux salió de su languidez y, con una rapidez de reptil, sacó la botella, la descorchó y dio varios tragos. Cuando el brigadier regresó, la había metido de nuevo bajo el jersey. Adamsberg admiró la habilidad y la celeridad. La función crea el órgano. Vétilleux era un tipo inteligente.

– Una cosa -dijo de pronto, con las mejillas más coloreadas-. Soñé que había encontrado un lugar cómodo, muy caliente para echar un sueñecito. Y me cabreaba no poder aprovecharlo.

– ¿Por qué?

– Porque tenía ganas de vomitar.

– ¿Te pasa a menudo lo de las ganas de vomitar?

– Nunca.

– ¿Y lo de soñar con un lugar caliente?

– Caramba. Si pasara las noches soñando que tengo calor, eso sería jauja, tío.

– ¿Tienes tú algún punzón?

– No. O, en todo caso, fue el tipo de arriba el que me lo dio. Quiero decir el tipo de arriba que se la había pegado, y ahora estaba abajo. O tal vez lo mangué. ¿Qué sé yo? Lo que dicen es que maté a una pobre chica con ese chisme. Tal vez se cayó en la carretera, tal vez la tomé por un oso. ¿Qué sé yo?

– ¿Crees tú eso?

– De todos modos, hay huellas. Y yo estaba justo a su lado.

– ¿Y por qué ibas a arrastrar a un enorme oso y su bicicleta hasta los campos?

– Vete tú a saber lo que pasa por la cabeza de un curda, vete a saber. Lo cierto es que lo lamento, porque no me gusta hacer daño. No mato a los animales. ¿Por qué iba a matar a la gente entonces? Lo mismo con los osos. No creo que tenga miedo a los osos. Parece que en Canadá hay a montones. Buscan en las basuras, como yo. Me gustaría verlo, rebuscar en la basura con ellos.

– Vétilleux, si quieres saberlo todo de los osos… -Adamsberg pegó la boca a su oído-. No digas nada, no confieses nada -le murmuró-. Cierra la boca, di sólo la verdad. Lo de tu amnesia. Prométemelo.

– ¡Eh! -interrumpió el brigadier-. Perdón, comisario, pero está prohibido susurrar a los detenidos.

– Le presento excusas, brigadier. Estaba contándole un pequeño chiste verde sobre un oso. El tipo no tiene muchas distracciones.

– Aun así, comisario, no puedo dejar que lo haga.

Adamsberg miró a Vétilleux en silencio. Le hizo una señal que significaba: «¿Entendido?». Y Vétilleux inclinó la cabeza. «¿Prometido?», articuló silenciosamente Adamsberg. Nueva inclinación de cabeza, con la mirada enrojecida pero precisa. Aquel tío le había dado la botellita, era un colega. Adamsberg se levantó y, antes de salir de la celda, puso la mano libre en su hombro, con un apretón que significaba «Te dejo, cuento contigo».

Dirigiéndose de nuevo al despacho, el brigadier preguntó con rapidez a Adamsberg si, con todos los respetos, podía contarle el chiste del oso. Adamsberg se libró gracias a la interrupción de Trabelmann.

– ¿Impresiones? -pidió Trabelmann.

– Charlatán.

– Ah, caramba. Pues no conmigo, en cualquier caso. Es blando como un trapo, el tipo.

– Demasiado blando. No se lo tome a mal, comandante, pero resulta peligroso dejar seco bruscamente a un alcohólico tan empapado como Vétilleux. Podría espicharla en sus manos.

– Lo sé perfectamente, comisario. Tiene derecho a un trago con cada comida.

– Pues bien, triplique la dosis. Créame, comandante, es necesario.

– De acuerdo -dijo Trabelmann, en absoluto ofendido-. Y en toda su cháchara -prosiguió sentándose a la mesa-, ¿hay algo nuevo?

– El tipo es inteligente y sensible.

– Estoy de acuerdo con usted. Pero cuando se ha empinado el codo como un loco, las cosas ya no funcionan. Los tipos que zurran a su mujer son, a menudo, unos corderillos hasta que anochece.

– Pero Vétilleux no tiene antecedentes. Ni una pelea, ¿verdad? ¿Lo ha confirmado la pasma de Estrasburgo?

– Afirmativo. Un tipo que no toca las narices hasta el día en que descarrila. ¿Ha llegado ya a alguna conclusión?

– Le he escuchado.

Adamsberg resumió objetivamente su entrevista con Vétilleux. A excepción de la rápida entrega de la botella.

– Es posible -concluyó Adamsberg- que Vétilleux fuera metido en un coche, en el asiento trasero. Se sentía caliente, cómodo, pero con náuseas.

– ¿Y usted reconstruye un automóvil, un viaje, un conductor, sólo a partir de una sensación de calidez? ¿Nada más?

– Sí.

– Me hace usted reír, Adamsberg. Me hace pensar en los tipos que sacan un conejo de un sombrero vacío.

– Sí, pero el conejo sale.

– ¿Piensa, tal vez, en el otro pordiosero?

– Un pordiosero que bebía de su propia botella y en un vaso. Un pordiosero que no siempre lo fue. Amigo.

– Pero un pordiosero, de todos modos.

– Tal vez, no es seguro.

– Dígame, comisario, ¿en toda su carrera ha podido alguien, alguna vez, hacerle cambiar de opinión?

Adamsberg se tomó unos momentos para pensar, honestamente, en la cuestión.

– No -reconoció finalmente, con una pizca de pesadumbre en la voz.

– Me lo temía. Y déjeme decirle que tiene usted un ego grande como esta mesa, sencillamente.

Adamsberg entornó los ojos sin decir nada.

– No lo digo para ofenderle, comisario. Pero en este asunto aparece usted con un montón de ideas personales en las que nadie ha creído nunca. Luego, ajusta todos los hechos a su conveniencia. No digo que no haya cosas interesantes en su análisis. Pero no tiene en cuenta la otra parte, ni siquiera la considera. Y yo he cogido a un tipo, con una trompa como un piano, a tres pasos de la víctima, con el arma a su lado y sus huellas en el mango. ¿Lo capta?

– Comprendo su punto de vista.

– Pero le importa un pimiento y sigue usted con el suyo. Los demás pueden irse a paseo, sencillamente, con su trabajo, sus ideas y sus impresiones. Dígame sólo una cosa: las calles están llenas de asesinos libres como pájaros. Casos que ni usted ni yo hemos cerrado, los hay a patadas. Y no parece que le importe demasiado. ¿Y entonces? ¿Por qué tanto interés por éste?

– Cuando lea usted el expediente n.° 6, del año 1973, sabrá que el adolescente inculpado era mi hermano. Esta historia le jodió la vida y lo perdí.

– ¿Ése era su «recuerdo de infancia»? ¿Por qué no lo ha dicho antes?

– No me habría escuchado usted hasta el final. Demasiado implicado, demasiado personal.

– Afirmativo. Que alguien de la familia esté metido en la mierda, no hay nada peor para que un poli se la pegue.

Sacó el expediente n.° 6 y lo colocó en lo alto de la pila, con un suspiro.

– Escúcheme, Adamsberg -prosiguió-, teniendo en cuenta su notoriedad, voy a tragarme sus expedientes. Así, el intercambio será completo e imparcial. Usted habrá visto mi terreno y yo habré visto el suyo. ¿De acuerdo? Nos vemos mañana por la mañana. Tiene usted un buen hotelito a doscientos metros de aquí, subiendo a la derecha.

Adamsberg vagó largo tiempo por la campiña antes de plantarse en el hotel. No le guardaba rencor a Trabelmann, que se había prestado a colaborar. Pero el comandante no le seguiría, como los demás. Desde siempre, por todas partes, se había topado con ojos incrédulos, en todas partes eran sus hombros únicamente los que cargaban con el peso del juez.

Pero Trabelmann tenía razón en un punto. Él, Adamsberg, no soltaría la presa. La longitud de las heridas coincidía, una vez más, sin superar los límites del travesaño del tridente. Vétilleux había sido elegido, seguido y vencido con un litro de alcohol por el tipo del gorro encasquetado hasta los ojos, que tuvo mucho cuidado de no tener contacto con la saliva de su compañero. Luego, a Vétilleux lo habían metido en un coche y dejado muy cerca del lugar del crimen, ya cometido. Al viejo le había bastado con apretar el punzón en su mano y arrojarlo a su lado. Luego, arrancaría y se alejaría tranquilamente, entregando su nuevo chivo expiatorio al celoso Trabelmann.

XI

Cuando llegó al puesto, a las nueve, Adamsberg saludó al brigadier de guardia, el que había querido saber el chiste del oso. Éste le hizo comprender, con un ademán, que las cosas estaban muy mal. Trabelmann, en efecto, había perdido toda la amabilidad de la víspera y le aguardaba, de pie, en su despacho, con las manos cruzadas y la espalda rígida.

– ¿Me está usted tomando el pelo, Adamsberg? -preguntó con una voz cargada de cólera-. ¿Es una manía, entre la pasma, tomar a los gendarmes por gilipollas?

Adamsberg se quedó de pie ante el comandante. Lo mejor, en esos casos, es dejar que hablen. Lo imaginaba y ya era bastante. Pero no había pensado que Trabelmann fuera a actuar tan deprisa. Le había subestimado.

– ¡El juez Fulgence murió hace dieciséis años! -gritó Trabelmann-. ¡Fallecido, fiambre, muerto! ¡Ya no es un cuento, Adamsberg, es una novela de terror! ¡Y no me diga que no lo sabía! ¡Sus notas se detienen en 1987!

– Lo sabía, claro. Fui a su entierro.

– ¿Y me hace perder todo el día con su historia de locos? ¿Para explicarme que el viejo mató a la joven Wind en Schiltigheim? ¿Sin imaginar ni por un momento que el bueno de Trabelmann podría buscar información sobre el juez?

– Es cierto, no lo pensé y le pido perdón. Pero si se ha tomado el trabajo de hacerlo es que el caso de Fulgence le intriga lo bastante como para desear saber algo más.

– ¿A qué está jugando, Adamsberg? ¿A perseguir un fantasma? Prefiero no creerlo, o su lugar no está ya con la pasma sino en un manicomio. ¿Qué coño ha venido a hacer aquí? Dígamelo.

– A medir las heridas, a interrogar a Vétilleux y a indicarle esa pista.

– ¿Está pensando, tal vez, en un émulo? ¿Un imitador? ¿Un hijo?

Adamsberg tuvo la impresión de estar reviviendo, por etapas, su conversación de la antevíspera con Danglard.

– Ni discípulos ni hijos. Fulgence actúa solo.

– ¿Se da usted cuenta de que está diciéndome, fríamente, que ha perdido la cordura?

– Me doy cuenta de que usted lo piensa, comandante. ¿Me permite saludar a Vétilleux antes de marcharme?

– ¡No! -gritó Trabelmann.

– Si le parece adecuado entregar un inocente a la justicia, usted sabrá.

Adamsberg rodeó a Trabelmann para recuperar sus expedientes y meterlos, torpemente, en su cartera, una operación que requería tiempo con una sola mano. El comandante no le ayudó, como no lo había hecho Danglard. Tendió la mano a Trabelmann para saludarle, pero éste permaneció con los brazos cruzados.

– Bueno, volveremos a vernos, Trabelmann, un día u otro, con la cabeza del juez clavada en su tridente.

– Adamsberg, me he equivocado.

El comisario levantó los ojos, sorprendido.

– Su ego no es tan grande como esta mesa, sino como la catedral de Estrasburgo.

– Que a usted no le gusta.

– Afirmativo.

Adamsberg se dirigió hacia la salida. En el despacho, los pasillos y el vestíbulo, el silencio había caído como un chaparrón, arrastrando voces, movimientos, ruido de pasos. Tras haber cruzado la puerta, vio al joven brigadier que le escoltaba unos metros.

– Comisario, ¿y el chiste del oso?

– No me siga, brigadier, se está jugando el puesto.

Le dirigió un rápido guiño y se fue a pie, sin un coche que le llevara a la estación de Estrasburgo. Pero, al revés que para Vétilleux, unos kilómetros a pie no representaban una gran distancia para el comisario, sino un paseo apenas suficiente para expulsar de su espíritu al nuevo adversario que el juez Fulgence acababa de añadir a su colección.

XII

Su tren hacia París no saldría antes de una hora y Adamsberg decidió, como desafiando a Trabelmann, ir a rendir honores a la catedral de Estrasburgo. La rodeó a pie puesto que su destino era, según el comandante, que su ego alcanzara aquellas colosales dimensiones de otra edad. Luego recorrió la nave, los deambulatorios, y se empeñó en leer los cartelitos. «Edificio del más puro y osado estilo gótico.» Muy bien, ¿qué más podía querer Trabelmann? Levantó la cabeza hacia el vértice de la torre, «obra maestra que se eleva a 142 m de altura». Él apenas alcanzaba la talla reglamentaria para ser aceptado en la policía.

En el tren, al pasar por el bar, las hileras de botellines llevaron sus pensamientos hacia Vétilleux. A aquellas horas, Trabelmann le conducía sin duda por el camino de la confesión, como un animal borracho que fuera hacia el matadero. A menos que Vétilleux recordara sus consejos, a menos que resistiera. Qué extraño era que le guardara a la desconocida Josie tanto rencor por haber plantado a Vétilleux, abandonándole en plena caída, cuando él también había dejado a Camille en un abrir y cerrar de ojos.

En la comisaría, le sorprendió un olor a alcanfor y se detuvo en la Sala del Concilio, donde Noël, con la camisa desabrochada y la frente apoyada en sus dedos cruzados, dejaba que la teniente Retancourt le diera un masaje en la nuca. Sus manos corrían de los hombros a la raíz del pelo, efectuando unos movimientos circulares y longitudinales que parecían haber sumido a Noël en una beatitud de niño. Éste dio un respingo al percatarse de la presencia del comisario y se abrochó aprisa la camisa. Retancourt no manifestó la menor turbación y tapó de nuevo, tranquilamente, su tubo de pomada, mientras dirigía un breve saludo a Adamsberg.

– Enseguida estoy con usted -le dijo-. Noël, nada de movimientos bruscos del cuello durante dos o tres días. Y si tiene que llevar algo pesado, utilice el brazo izquierdo más que el derecho.

Luego, Retancourt se dirigió hacia Adamsberg mientras Noël se largaba de la sala.

– Con este frío -explicó con toda naturalidad-, tiene un nudo en los músculos, y tortícolis.

– ¿Sabe usted relajarlos?

– Bastante bien. He preparado los expedientes para la misión de Quebec, los formularios han sido enviados y los visados están listos. Los billetes de avión nos llegarán pasado mañana.

– Gracias, Retancourt. ¿Está Danglard por aquí?

– Le espera. Ayer por la tarde logró la confesión de la hija de Hernoncourt. El abogado piensa alegar locura transitoria, lo que, por otro lado, parece que es verdad.

Danglard se levantó al verle entrar y le tendió la mano con cierta turbación.

– Al menos usted me estrecha la mano -dijo Adamsberg con una sonrisa-. Trabelmann ya no quiere. Páseme el informe Hernoncourt para que lo firme. Y mis felicitaciones por haber cerrado el caso.

Mientras el comisario firmaba, Danglard le observó tratando de averiguar si era una ironía, puesto que había sido el propio Adamsberg quien se había negado a arrestar al barón y había ordenado que siguieran aquella pista. Pero no, no había rastros de burla en su rostro, su felicitación parecía sincera.

– ¿Ha ido mal en Schiltigheim? -preguntó Danglard.

– Por un lado, muy bien. Un punzón nuevo y una línea de heridas de 16,7 cm de longitud por 0,8 de altura. Ya se lo dije, Danglard, el mismo travesaño. El culpable es un conejo sin madriguera, inofensivo y curda, la presa soñada para un halcón. Antes del drama, un anciano fue a propinarle el golpe de gracia. Según dijo, un compañero de miserias. Pero que bebía su vino con delicadeza en un vaso, negándose a tocar la botella de nuestro conejo curda.

– ¿Y por el otro lado?

– Claramente peor. Trabelmann se ha puesto en contra. Estima que sólo contemplo mi punto de vista sin considerar el de los demás. Para él, el juez Fulgence es un monumento. Lo mismo que yo, por otra parte, aunque de otro género.

– ¿De cuál?

Adamsberg sonrió antes de responder.

– La catedral de Estrasburgo. Dice que mi ego es tan grande como la catedral.

Danglard soltó un breve silbido.

– Una de las joyas del arte medieval -comentó-, con una torre de ciento cuarenta y dos metros levantada en 1439, obra maestra de Juan Hultz…

Con un leve gesto de la mano, Adamsberg interrumpió la continuación de la explicación erudita.

– No es poca cosa, a fin de cuentas -concluyó Danglard-. Un edificio gótico para un ego, para un egó-tico. Su Trabelmann es un bromista.

– Sí, de vez en cuando. Pero no le ha hecho mucha gracia el asunto, y me ha puesto de patitas en la calle como a un pordiosero. Hay que decir, en su descargo, que se enteró de que el juez había muerto hacía dieciséis años. Y eso no le gustó demasiado. Hay gente así, a la que este tipo de ideas le molesta.

Adamsberg levantó una mano para impedir la respuesta de su adjunto.

– ¿Le ha sentado bien? -prosiguió-. ¿El masaje de Retancourt?

Danglard sintió que la irritación le dominaba de nuevo.

– Sí -confirmó Adamsberg-. Tiene usted la nuca roja y huele a alcanfor.

– Tenía tortícolis. No es un delito, que yo sepa.

– Muy al contrario. No hay nada malo en hacerse algo bueno, y admiro el talento de Retancourt. Si no le molesta, y puesto que todo está firmado, voy a caminar un poco. Estoy cansado.

Danglard no advirtió la contradicción, típica de Adamsberg, ni intentó tener la última palabra a cualquier precio. Puesto que Adamsberg deseaba esta última palabra, que la tuviera y se la llevara. No sería un discurso apropiado lo que le sacaría de sus conflictos.

En la Sala del Capítulo, Adamsberg hizo una señal a Noël.

– ¿Lo de Favre? ¿Cómo está?

– Interrogado por el jefe de división y ya listo hasta las conclusiones de la investigación. Su careo se celebrará mañana a las once en el despacho de Brézillon.

– Ya he visto la nota.

– Ningún problema, si no hubiera usted roto la botella. Dado su carácter, no podía saber si tenía usted la intención de utilizar el vidrio contra él.

– Tampoco yo, Noël.

– ¿Cómo?

– Tampoco yo -repitió con calma Adamsberg-. En pleno jaleo, no lo sé. No creo que le hubiera atacado, pero no estoy seguro. El muy cretino me había sacado de mis casillas.

– Carajo, comisario, no le diga a Brézillon esas cosas o está usted jodido. Favre alegará legítima defensa y, por lo que a usted respecta, la cosa podría llegar muy lejos. Falta de credibilidad, poco fiable, ¿se da cuenta?

– Sí, Noël -respondió Adamsberg sorprendido por la solicitud de aquel teniente que, hasta entonces, nunca habría sospechado en él-. Me subo a la parra un poco, últimamente. Tengo un fantasma en los brazos y no es fácil de llevar.

Noël estaba acostumbrado a las incomprensibles alusiones del comisario y lo dejó pasar.

– Ni una palabra a Brézillon -prosiguió, ansioso-. Nada de examen de conciencia ni de introspección. Dígale que rompió la botella para impresionar a Favre. Que iba a tirarla al suelo, por supuesto. Eso es lo que todos creíamos y lo que todos diremos.

El teniente clavó los ojos en Adamsberg, buscando su asentimiento.

– De acuerdo, Noël.

Estrechándole la mano, Adamsberg tuvo la curiosa impresión de que, por un instante, los papeles se habían invertido.

XIII

Adamsberg caminó largo rato por las frías calles, apretando los faldones de su chaqueta, con la bolsa de viaje aún al hombro. Cruzó el Sena y subió luego, sin rumbo fijo, hacia el norte, con los pensamientos dando vueltas en su cabeza. Habría deseado regresar a un momento más apacible cuando, tres días antes, posaba su mano en la calandria fría de la caldera. Pero, desde entonces, parecía que se habían producido explosiones por todos lados, como el sapo que fumaba. Varios sapos que fumaban juntos haciéndose compañía y que habían estallado a cortos intervalos. Una nube de entrañas en todas direcciones, que convertían en lluvia roja sus imágenes entremezcladas. La aparición del juez como un torpedo, el muerto viviente, los tres orificios de Schiltigheim, la hostilidad de su mejor adjunto, el rostro de su hermano, la torre de Estrasburgo, ciento cuarenta y dos metros, el príncipe transformado en dragón, la botella apuntando a las narices de Favre. Accesos de cólera también, contra Danglard, contra Favre, contra Trabelmann y, de un modo insidioso, contra Camille, que le había abandonado. No. Era él el que había dejado a Camille. Ponía las cosas del revés, como el príncipe y el dragón. Cólera contra todos. Cólera contra usted mismo, pues, habría dicho Ferez, tranquilo. Anda y que te jodan, Ferez.

Dejó de andar cuando advirtió que, bamboleándose en el caos de sus pensamientos, estaba preguntándose si, metiendo un dragón entero en el pórtico de la catedral de Estrasburgo, ésta aspiraría y, paf, paf, paf, estallaría. Se apoyó en una farola, comprobó que ninguna imagen de Neptuno le acechaba en la acera y se pasó la mano por el rostro. Estaba cansado y su herida le daba punzadas. Tomó dos comprimidos, sin agua, y levantando los ojos advirtió que sus pasos le habían llevado hasta Clignancourt.

El camino estaba trazado, pues. Girando a la derecha, enfiló hacia la vieja casa de Clémentine Courbet, atrapada al fondo de una calleja, junto al mercado de ocasión. No había visto a la anciana desde hacía un año, desde el gran caso de los Cuatro. Y no estaba previsto que volviera a verla nunca.

Llamó a la puerta de madera, contento de pronto, esperando que la abuela estuviera allí, atareada en su sala o en su desván. Y que le reconociera.

La puerta se abrió ante una mujer gorda, embutida en un vestido de flores, envuelta en un delantal de cocina de un azul gastado.

– Perdone que no pueda darle la mano, comisario -dijo Clémentine tendiéndole el antebrazo-, pero estoy trajinando en la cocina.

Adamsberg sacudió el brazo de la anciana, que se frotó en el delantal las manos llenas de harina y volvió a sus fogones. Él la siguió, tranquilizado. Nada extrañaba a Clémentine.

– Deje su bolsa -dijo Clémentine-, póngase cómodo.

Adamsberg se sentó en una de las sillas de la cocina y la miró mientras trabajaba. Una masa para tarta estaba extendida en la mesa de madera y Clémentine cortaba algunos círculos con la ayuda de un vaso.

– Son para mañana -explicó-. Son tortas, están acabándose. Tome alguna de la caja, me quedan aún. Y luego sírvanos dos oportos, eso no nos hará daño.

– ¿Por qué, Clémentine?

– Bueno, porque algo le preocupa. ¿Sabe que he casado ya a mi chico?

– ¿Con Lizbeth? -preguntó Adamsberg sirviéndose oporto y torta.

– Eso es. ¿Y usted?

– Pues yo he hecho lo contrario.

– Vaya, ¿le tocaba las narices? ¿A un hombre apuesto como usted?

– Al contrario.

– Entonces era usted.

– Era yo.

– Bueno, eso no está bien -anunció la anciana vaciando un tercio de su oporto-. Una chica tan agradable.

– ¿Cómo lo sabe usted, Clémentine?

– Caramba, pasé muchos ratos en su comisaría. Entonces, a fe mía, juegas, te entretienes, charlas.

Clémentine metió sus tortas en el viejo horno de gas, cerró la puerta con un chirrido y las observó, sin pestañear, a través del cristal ahumado.

– Lo cierto -continuó- es que los mujeriegos montan todo un número cuando están colados de verdad por alguien, ¿no es así? Le echan la culpa a su novia.

– ¿Cómo es eso, Clémentine?

– Bueno, dado que ese amor les molesta para seguir a otras mujeres, tienen que castigar a la novia.

– ¿Y cómo la castigan?

– Carajo, haciéndole saber que la engañan a diestro y siniestro. Después, la muchacha se echa a llorar y eso, a él, no le gusta. Forzosamente, puesto que hacer llorar a la gente no le gusta a nadie. Entonces la planta.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, atento al relato como si la anciana le estuviese contando un cuento maravilloso.

– Bueno, entonces se cabrea porque ha perdido a la chica. Porque una cosa es ser mujeriego y otra muy distinta amar.

– ¿Por qué es distinto?

– Porque ser mujeriego no hace feliz a ningún hombre. Y amar molesta para ser mujeriego. De modo que el mujeriego va de aquí para allá, y nunca está contento por si acaso fuera poco. La muchacha es la que paga el pato, y luego, él.

Clémentine abrió la puerta del horno, observó, la volvió a cerrar.

– Es muy cierto, Clémentine -dijo Adamsberg.

– No hay que ser un gran letrado para comprenderlo -dijo ella frotando ampliamente la mesa con un trapo-. Voy a empezar con mis costillas de cerdo.

– Pero ¿por qué va el mujeriego detrás de las mujeres, Clémentine?

La anciana apoyó sus grandes puños en las caderas.

– Bueno, porque es más fácil. Para amar, hay que dar de uno mismo, mientras que para ir de una a otra, no es necesario. ¿Le apetece con habichuelas, la costilla de cerdo? Yo misma las he pelado.

– ¿Ceno aquí?

– Bueno, ya es hora. Hay que alimentarle, ya no le queda culo.

– No quiero privarla de su costilla de cerdo.

– Tengo dos.

– ¿Sabía usted que iba a venir?

– Yo no soy adivina, caramba. Últimamente se queda en casa una amiga. Pero esta noche, vendrá más tarde. En realidad, me sobraba. Me la habría comido mañana, pero no me gusta comer cerdo dos veces seguidas. No sé por qué, manías. Voy a echar leña, ¿me vigila usted el horno?

La estancia principal, pequeña y llena de sillones de gastadas flores, sólo estaba caldeada por una chimenea. En el resto de la casa, dos estufas de leña. La temperatura en la estancia no superaba los quince grados. Adamsberg puso la mesa mientras Clémentine alimentaba el fuego.

– En la cocina no -objetó Clémentine tomando unos platos-. Por una vez que tengo gente bien, nos instalaremos cómodamente en el salón. Termine su oporto, da energía.

Adamsberg la obedecía en todo, y se encontró, en efecto, perfectamente cómodo en la mesa del saloncito, de espaldas a las llamas de la chimenea. Clémentine le llenó el plato y le sirvió, sin que pudiera rechistar, un vaso de vino a rebosar. Se puso una servilleta de flores en el escote y tendió otra a Adamsberg, que la imitó.

– Le cortaré la carne -dijo-. Con ese brazo, usted no puede. ¿También eso le hace pensar?

– No, Clémentine, no pienso mucho en estos momentos.

– Cuando no se piensa, llegan los problemas. Hay que devanarse los sesos siempre, mi querido Adamsberg. ¿No le molestará que le llame a veces por su nombre?

– No, en absoluto.

– Basta de gilipolleces -dijo Clémentine volviendo a su lugar-. ¿Qué le sucede entonces?, dejando al margen a su novia.

– En estos momentos, tiendo a atacar a todo el mundo.

– ¿Y lo de su brazo es por eso?

– Por ejemplo.

– Fíjese en que no siempre estoy contra las peleas, calman los nervios. Pero si no es una de sus costumbres, tiene que devanarse los sesos. Serán las contrariedades por lo de la muchacha, será otra cosa, o todo a la vez. No va usted a dejar la costilla ahí, ¿eh? Tiene que terminarse el plato. Uno no come y, luego, ya no tiene culo. Traeré el arroz con leche.

Clémentine puso un bol de postre ante Adamsberg.

– Si le tuviera aquí quince días, le cebaría bien. ¿Qué más le corroe?

– Un muerto viviente, Clémentine.

– Bueno, eso puede arreglarse. Es menos complicado que el amor. ¿Y qué ha hecho?

– Mató ocho veces, y ha vuelto a empezar. Con un tridente.

– ¿Y desde cuándo está muerto?

– Hace dieciséis años.

– ¿Y dónde acaba de matar?

– Cerca de Estrasburgo, el sábado pasado por la noche. Una muchacha.

– ¿No le había hecho ningún daño, la muchacha?

– Ni siquiera la conocía. Es un monstruo, Clémentine, un apuesto y terrible monstruo.

– Bueno, le creeré. Ésas no son maneras, nueve muertos que no te han hecho nada.

– Pero los demás no quieren creerlo. Nadie.

– Los demás tienen, a menudo, la cabeza muy dura. No hay que deslomarse para meterles algo en el cráneo, si no quieren. Si es eso lo que intenta hacer, se está destrozando los nervios inútilmente.

– Tiene usted razón, Clémentine.

– Bueno, dejemos ahora a los demás -decidió Clémentine encendiendo un grueso cigarrillo-, cuénteme usted su asunto. ¿Puede acercar unos sillones delante de la chimenea? Esta ola de frío no la esperábamos, ¿verdad? Al parecer viene del Polo Norte.

Adamsberg tardó más de una hora en exponer tranquilamente los hechos a Clémentine, sin saber en absoluto por qué lo hacía. Sólo fueron interrumpidos por la llegada de la vieja amiga de Clémentine, una mujer casi tan mayor como ella, de unos ochenta años. Pero, al contrario que Clémentine, era flaca, menuda y vulnerable, con el rostro lleno de arrugas regulares.

– Josette, te presento al comisario del que te hablé un día. No temas, no es un mal tipo.

Adamsberg se fijó en su pelo teñido de rubio pálido, en su traje sastre de señorona y en sus pendientes de perlas, tenaces recuerdos de una vida burguesa desaparecida hacía mucho tiempo. Como contraste, llevaba unas gruesas zapatillas deportivas en los pies. Josette saludó con timidez y se alejó a pasitos hacia el despacho, atestado con los ordenadores del chico de Clémentine.

– ¿De qué se asusta? -preguntó Adamsberg.

– Ser poli no es cualquier cosa -suspiró Clémentine.

– Perdón -dijo Adamsberg.

– Estábamos hablando de usted, no de Josette. Estuvo bien lo de decir que había jugado a las cartas con su hermano. A menudo, las ideas simples son las mejores. Dígame, el punzón no lo habrá dejado usted todo ese tiempo en la poza, ¿verdad? Porque algún día subirá.

Adamsberg prosiguió su relato, alimentando el fuego de vez en cuando, bendiciendo a dios sabe qué inspiración por haberle empujado hacia Clémentine.

– Ese gendarme es un gilipollas -concluyó Clémentine tirando su colilla al fuego-. Cualquiera sabe que un príncipe encantador puede transformarse en dragón. Hace falta ser un poli muy lerdo para no comprenderlo.

Adamsberg se tendió a medias en el sofá, con su brazo herido sobre el vientre.

– Diez minutos de descanso, Clémentine, y me pondré en camino.

– Comprendo que eso le corroa, porque con ese muerto viviente no ha salido aún del embrollo. Pero siga con su idea, mi querido Adamsberg. No sé si será cierta, pero tampoco es que sea falsa.

A Adamsberg le bastó con que Clémentine se volviera y atizara el fuego para quedarse profundamente dormido. La anciana tomó una de las mantas que cubrían los sillones y la puso sobre el comisario.

Se cruzó con Josette al ir a acostarse.

– Duerme en el sofá -explicó con un gesto-. Ese tipo nos está enredando la madeja, Josette. Lo que me preocupa es que no le quede culo, ¿te has fijado?

– No sé, Clémie, no le conocía antes.

– Bueno, pues yo te lo digo. Habrá que cebarlo.

El comisario bebía su café en la cocina, acompañado por Clémentine.

– Lo siento, Clémentine, no me di cuenta.

– No es ninguna molestia. Si se durmió, es que lo necesitaba. Tiene que comerse la segunda tostada. Y si debe ir a ver a su jefe, tendrá que arreglarse un poco. Le daré un repaso con la plancha a la chaqueta y a los pantalones, no puede ir tan arrugado.

Adamsberg se pasó la mano por la barbilla.

– Use la maquinilla de mi chico en el cuarto de baño -dijo ella llevándose la ropa.

XIV

A las diez de la mañana, Adamsberg abandonó Clignancourt con la panza llena, el rostro afeitado, la ropa planchada y el ánimo provisionalmente aliviado por los excepcionales cuidados de Clémentine. A los ochenta y seis años, la anciana sabía dar sin mesura. ¿Y él? Él le traería algo de Quebec. Sin duda tendrían allí ropa de mucho abrigo que en París no había. Una buena y gruesa chaqueta de andar por casa, de piel de oso a cuadros, o unos botines de piel de alce. Algo excepcional, como ella.

Antes de presentarse ante el jefe de división, recordó las ansiosas recomendaciones del teniente Noël, que Clémentine no había desautorizado: «Mentirte a ti mismo, es una cosa; pero mentir a la pasma es, a veces, pura necesidad. No vale la pena comerse el marrón por una cuestión de honor. El honor es cosa de uno, no de la pasma».

El jefe de división Brézillon evaluaba, como si fuera un contable, los resultados de Adamsberg, que superaban con mucho los del resto de sus comisarios. Pero no sentía inclinación alguna por el hombre y su modo de ser. Sin embargo, recordaba sus tormentos durante el reciente asunto de los Cuatro, que había alcanzado tales proporciones que el Ministerio había estado a punto de elegirle como chivo expiatorio. Hombre de leyes, que conocía bien la rigidez de la justicia, Brézillon sabía lo que le debía a Adamsberg. Pero aquella riña con un brigadier era embarazosa y, sobre todo, le sorprendía de parte de su indolente comisario. Había escuchado el testimonio de Favre, y la obtusa vulgaridad del brigadier le había disgustado soberanamente. Había oído a seis testigos más, y todos habían defendido obstinadamente a Adamsberg. El detalle de la botella rota era, sin embargo, especialmente grave. Adamsberg también tenía amigos en asuntos internos pero la voz de Brézillon iba a ser decisiva.

El comisario le expuso una versión de los hechos. El vidrio roto para acabar con la altivez de Favre, un simple gesto de reconvención. «Reconvención», Adamsberg había encontrado la palabra mientras caminaba y la había considerado adecuada a su mentira. Brézillon le había escuchado con aire preocupado y Adamsberg le había notado más bien dispuesto a sacarle de aquel avispero. Pero quedaba claro que el caso no estaba cerrado.

– Le advierto seriamente, comisario -le dijo al separarse de él-. Las conclusiones no estarán listas antes de uno o dos meses. Hasta entonces ni un incidente, ni una divagación, ni un embrollo. Desaparezca, ¿lo capta?

Adamsberg asintió.

– Y le felicito por el caso de Hernoncourt -añadió-. ¿No le impedirá esta herida asistir al cursillo en Quebec?

– No. El forense me ha dado ya instrucciones.

– ¿Para cuándo la partida?

– Para dentro de cuatro días.

– Eso le viene al pelo. Al menos, logrará que se olviden de usted.

Tras esa ambigua despedida, Adamsberg abandonó el muelle de los Orfebres pensativo. «Desaparezca, ¿lo capta?» Trabelmann se habría reído. Torre de Estrasburgo, ciento cuarenta y dos metros. «Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír.»

A las dos de la tarde, los siete miembros de la misión de Quebec se habían reunido para una serie de instrucciones técnicas y de conducta. Adamsberg había distribuido reproducciones de los grados y las insignias de la Gendarmería Real de Canadá, que ni siquiera él había memorizado aún.

– Nada de meter la pata, ésa es la consigna general -comenzó Adamsberg-. Revisen a fondo las insignias. Se las verán con cabos, sargentos, inspectores y superintendentes. No confundan los rangos. El responsable que nos recibirá es el superintendente principal Aurèle Laliberté, es decir, la libertad es su apellido.

Hubo algunas risitas.

– Eso es lo que debemos evitar: las risas. Sus nombres y apellidos no se parecen a los nuestros. Encontrarán ustedes, en la GRC, apellidos que sonarán como «ladulzura», «francias» e, incluso, a «luiscatorce». Nada de risas. Conocerán a algunas Ginette o algunos Philibert más jóvenes que ustedes, pese a lo anticuado de los nombres. Nada de risas tampoco, ni cuando se trate de su acento, sus expresiones o su modo de hablar. Cuando un quebequés habla deprisa, no es tan fácil de seguir.

– ¿Por ejemplo? -preguntó el preciso Justin.

Adamsberg se volvió hacia Danglard, interrogativo.

– Por ejemplo -respondió Danglard-: «¿Quieres que andemos brincando toda la noche?».

– ¿Qué significa eso? -preguntó Voisenet.

– «No vamos a darle vueltas toda la noche.»

– Eso es -dijo Adamsberg-. Intenten comprender y eviten el chiste fácil, o toda la misión se irá a pique.

– Los quebequeses -interrumpió Danglard con voz blanda- consideran Francia como la madre patria pero no aprecian demasiado a los franceses, y desconfían de ellos. Los encuentran despectivos, altivos y burlones, con razón, como si consideraran Quebec una capital de provincias de leñadores y pazguatos.

– Cuento con ustedes -prosiguió Adamsberg- para que no se comporten como turistas, parisinos por añadidura, que hablan en voz alta y lo denigran todo.

– ¿Dónde nos alojaremos? -preguntó Noël.

– En un edificio de Hull, a seis kilómetros de la GRC. Cada cual tendrá su habitación, con vistas al río y a las ocas marinas. Tendremos a nuestra disposición coches oficiales. Allí no se camina, se rueda.

La reunión duró todavía casi una hora, luego el grupo se dispersó con murmullos de satisfacción, salvo por parte de Danglard, que se arrastró como un condenado fuera de la sala, pálido de ansiedad. Si por un milagro los estorninos no se metían en el reactor izquierdo a la ida, lo harían, a la vuelta, las ocas marinas, y en el reactor de la derecha. Y una oca marina vale por diez estorninos. Todo es más grande allí, en Canadá.

XV

Adamsberg ocupó buena parte de su sábado telefoneando a las agencias inmobiliarias de la lista, muy larga, que había elaborado para los alrededores de Estrasburgo, sin incluir la propia ciudad. La tarea era un fastidio y siempre hacía la misma pregunta, en los mismos términos. ¿Había algún hombre de edad avanzada que hubiera alquilado o comprado, en fecha indeterminada, una propiedad o, más exactamente, una gran mansión aislada? ¿Y el adquisidor había cancelado su arrendamiento o puesto en venta su mansión hacía poco tiempo? Justo al final de su búsqueda, dieciséis años antes, las pesquisas de Adamsberg habían inquietado al Tridente lo bastante para incitarle a cambiar de región en cuanto había cometido el crimen, escurriéndose así entre sus dedos. Adamsberg se preguntaba si el juez, incluso muerto, habría conservado aquel reflejo de prudencia. Las distintas residencias que Adamsberg le había conocido habían resultado, todas ellas, casas particulares, lujosas y señoriales. El juez había reunido una considerable fortuna y aquellas mansiones habían sido siempre suyas, y no de alquiler, pues Fulgence prefería evitar la mirada de un propietario.

A Adamsberg no le costaba adivinar la manera en que aquel hombre había podido amasar semejante capital. Las notables cualidades de Fulgence, la profundidad de sus análisis, su temible habilidad y su excepcional memoria de los procesos del siglo, todo ello acompañado de una belleza memorable y carismática, le habían procurado una fuerte popularidad. Tenía una reputación de «hombre que sabe», al igual que san Luis bajo su roble, decidiendo entre el bien y el mal. Lo mismo entre el público que entre sus colegas, desbordados o irritados por su excesiva influencia. El íntegro magistrado nunca traspasaba los límites del derecho y la deontología. Pero si le apetecía, durante un proceso, le bastaba hacer saber, por un sutil movimiento, hacia dónde se inclinaba su juicio para que el rumor se propagase y los jurados le siguieran como un solo hombre. Adamsberg sospechaba que las familias de muchos acusados, e incluso algunos magistrados, habían pagado generosamente al juez para que su juicio se inclinara de un lado más que del otro.

Hacía más de cuatro horas que estaba telefoneando obstinadamente a las agencias sin obtener respuesta positiva alguna. Hasta su cuadragésima segunda llamada, cuando un joven admitió haber vendido una casa señorial, rodeada por un parque, entre Haguenau y Brumath.

– ¿A cuántos kilómetros de Estrasburgo?

– Veintitrés a ojo de buen cubero, hacia el norte.

El adquisidor, Maxime Leclerc, había comprado la propiedad -Der Schloss, Le Château- hacía casi cuatro años, pero la había puesto en venta la víspera por la mañana, por graves motivos de salud. El traslado se había efectuado enseguida y la agencia acababa de recuperar las llaves.

– ¿Se las ha entregado personalmente? ¿Le ha visto usted?

– Las ha traído su asistenta. Nadie lo ha visto nunca por la agencia. La venta se llevó a cabo a través de su representante legal, por correspondencia, con envíos y contraenvíos de documentos de identidad y firma. Por aquel entonces, el señor Leclerc no podía desplazarse a causa de las secuelas de una operación.

– ¡Ah, caramba! -dijo simplemente Adamsberg.

– Es legal, comisario. Los documentos estaban certificados por la policía.

– ¿Sabe usted el nombre y la dirección de esta asistenta?

– La señora Coutellier, en Brumath. Puedo obtener sus señas.

Denise Coutellier gritaba por teléfono para superar los chillidos de una pandilla de niños peleándose.

– Señora Coutellier, ¿podría describirme usted a su empleador? -preguntó Adamsberg con voz fuerte, por puro mimetismo.

– Bueno, comisario -gritó la mujer-, nunca le veía. Hacía tres horas el lunes por la mañana y tres horas el jueves, al mismo tiempo que el jardinero. Dejaba listas las comidas y almacenaba las provisiones para los demás días. Me había avisado de que estaría ausente, era un hombre muy ocupado en sus asuntos. Tenía algo que ver con el Tribunal de Comercio.

Evidentemente, pensó Adamsberg. Un fantasma es invisible.

– ¿Algunos libros en la casa?

– Muchos, comisario. No podría decirle cuáles.

– ¿Periódicos?

– Estaba suscrito. A un diario y a las Nouvelles d'Alsace.

– ¿Correo?

– Eso no formaba parte de mis atribuciones, y su escritorio estaba siempre cerrado. Con lo del tribunal, es comprensible. Su marcha ha sido una verdadera sorpresa. Me ha dejado una nota muy amable, dándome las gracias y deseándome un montón de cosas buenas, con todas las instrucciones y una indemnización muy generosa.

– ¿Qué instrucciones?

– Bueno, que fuera este sábado para una limpieza a fondo, sin escatimar horas puesto que el castillo iba a ser puesto en venta. Luego, tenía que dejar las llaves en la agencia. Ni siquiera hace una hora que he estado allí.

– ¿Escribió la nota a mano?

– No, no, el señor Leclerc me dejaba siempre notas a máquina. Por su profesión, supongo.

Adamsberg iba a colgar cuando la mujer prosiguió.

– Por lo que se refiere a su descripción, no es cosa fácil. Sólo le vi una vez, compréndalo, y no mucho tiempo. Además, hace cuatro años de eso.

– ¿Cuando se instaló? ¿Le vio usted?

– Naturalmente. A fin de cuentas una no puede trabajar en casas de desconocidos.

– Señora Coutellier -dijo Adamsberg con voz más ansiosa-, intente ser lo más precisa posible.

– ¿Acaso ha hecho algo malo?

– Muy al contrario.

– Me habría extrañado mucho. Un hombre limpio, muy meticuloso. Es una pena que se haya puesto enfermo. Digamos que, según lo recuerdo, tenía unos sesenta, no más. Y por lo que se refiere a su aspecto, era normal.

– Inténtelo de todos modos. Su talla, su peso, su peinado…

– Un segundo, comisario.

Denise Coutellier puso orden en la pelea infantil y volvió al aparato.

– Digamos que era un hombre no muy alto, más bien gordo, con el rostro colorado. En cuanto al pelo, era gris, estoy segura, con grandes entradas. Llevaba un traje de terciopelo pardo y una corbata, siempre recuerdo la ropa.

– Aguarde, tomaré nota.

– De todos modos, no se fíe -dijo la mujer, gritando de nuevo-. Porque la memoria puede jugarnos siempre malas pasadas, ¿no es cierto? Le he dicho «bajo», pero con el tiempo he podido deformarlo. Su ropa era más grande que la talla que yo recordaba. Digamos que para un hombre de un metro ochenta, aunque yo lo imaginaba de un metro setenta. Cuando lo ves, la corpulencia hace parecer más bajo a un hombre. Lo del pelo ya se lo he dicho, gris, pero en el cuarto de baño o en la ropa interior sólo he encontrado, siempre, cabellos blancos. Claro que, en cuatro años, ha podido encanecer, eso sucede deprisa a esa edad. Por eso se lo digo, lo que uno recuerda a veces no es la verdad.

– Señora Coutellier, ¿tiene la mansión dependencias, pabellones?

– Hay un antiguo establo, un granero y, además, el pabellón del guarda. Pero estaba abandonado y yo no debía encargarme de él. En el establo dejaba su coche. Y el jardinero tenía acceso al granero, para las herramientas.

– ¿Podría decirme la marca y el color del coche?

– Nunca lo vi, comisario, porque el señor ya se había marchado cuando yo llegaba. Y yo no tenía las llaves de las dependencias, ya se lo he dicho.

– Y en la casa -preguntó Adamsberg pensando en el valioso tridente-, ¿tenía usted acceso a todas las habitaciones?

– Salvo al desván, que estuvo siempre cerrado. El señor Leclerc decía que no valía la pena perder el tiempo en aquel nido de polvo.

El escondite de Barba Azul, habría dicho el comandante Trabelmann. La habitación prohibida, el reducto de los espantos.

Adamsberg consultó su reloj. Sus relojes, más bien. El que se había decidido a comprar hacía dos años y el que Camille le había dado en Lisboa, un reloj de hombre que ella acababa de ganar en una tómbola. Y que él quiso llevar como prenda de su encuentro, y hasta la víspera de su ruptura. Desde entonces, curiosamente, no se había quitado aquel segundo reloj, sumergible y deportivo, provisto de múltiples botones, cronómetros y pequeños cuadrantes cuyo uso ignoraba. Uno de ellos, al parecer, podía indicar en cuántos segundos iba a caerte encima un rayo. Muy práctico, había pensado Adamsberg. No por ello se había quitado su propio reloj, sujeto con una vieja pulsera de cuero algo ancha, y que chocaba con su vecino. De modo que, desde hacía un año, llevaba dos relojes en la muñeca izquierda. Todos sus adjuntos le habían indicado el hecho y él les había respondido que también se había dado cuenta. Pero se quedó con los dos relojes, sin saber por qué, pues al acostarse y al levantarse necesitaba más tiempo para quitárselos y volvérselos a poner.

Uno de los relojes marcaba las tres menos un minuto, el otro las tres y cuatro. El de Camille siempre iba por delante, pero Adamsberg no tenía interés en saber cuál de ellos daba la hora exacta, ni en igualarlos. Aquella diferencia le convenía porque calculaba la media entre ambos, que para él representaba la hora exacta. Las tres y un minuto y medio, pues. Tenía tiempo de tomar de nuevo un tren hacia Estrasburgo.

El joven enviado por la agencia, cuyos ojos verdes y sorprendidos le recordaban al brigadier Estalère, le recogió en la estación de Haguenau a las dieciocho cuarenta y siete y le condujo al Schloss de Maxime Leclerc, vasta propiedad rodeada de un bosque de pinos.

– No hay muchos vecinos, ¿eh? -dijo Adamsberg recorriendo cada una de las habitaciones de la casa abandonada.

– El señor Leclerc había especificado que, ante todo, deseaba tranquilidad. Un hombre muy solitario. Se ven algunos en su profesión.

– ¿Una especie de misántropo, a su entender?

– O tal vez la vida le hubiera decepcionado -aventuró el joven- y prefería vivir alejado del mundo. La señora Coutellier decía que tenía muchos libros. A veces, es la prueba.

Con la ayuda del joven, puesto que tenía el brazo en cabestrillo, Adamsberg pasó largo rato tomando huellas donde esperaba que la señora Coutellier no hubiera pasado su trapo, sobre todo en las puertas, manecillas y pestillos, y en los interruptores. El desván, casi vacío, estaba cubierto de un entablado de madera basta, reticente al desciframiento. Sin embargo, los seis primeros metros no daban la impresión de una superficie que no se hubiera tocado desde hacía cuatro años, y algunas disparidades casi imperceptibles turbaban la uniformidad del polvo. Bajo una viga, una línea un poco más clara destacaba en el suelo oscuro. Era osado afirmarlo, pero si el hombre había depositado un tridente en alguna parte, podía ser allí, donde el mango había dejado su fugaz huella. Dedicó una especial atención al gran cuarto de baño. La señora Coutellier había demostrado su celo por la mañana, pero la amplitud del cuarto le daba alguna esperanza. En el estrecho intersticio que separaba el pie del lavabo de la pared, encontró un poco de polvo amontonado del que sobresalían algunos pelos blancos, sin brillo.

El joven, paciente y pasmado, le abrió el granero y, luego, el establo. El suelo de tierra batida había sido barrido, borrando cualquier huella de neumáticos. Maxime Leclerc se había desvanecido con la levedad de un fantasma.

Los cristales del pabellón estaban oscurecidos por la mugre, pero no había sido abandonado, según creía la señora Coutellier. Como Adamsberg esperaba, algunas señales indicaban una presencia puntual: la suciedad del enlosado, un sillón de mimbre limpio y, en el único estante, unos tenues rastros, probablemente de varias pilas de libros. Allí se escondía Maxime Leclerc durante las tres horas del lunes y el jueves, leyendo en aquel sillón al abrigo de las miradas de la asistenta y del jardinero. Sillón y lectura solitaria que recordaron a Adamsberg a su padre desplegando el periódico, con la pipa en la mano. Toda una generación había fumado en pipa y recordó que el juez poseía una, de espuma, como decía con admiración su madre.

– ¿Huele usted? -le dijo al joven-. ¿Ese aroma? ¿No es el olor a miel del tabaco para pipa?

Aquí, la silla, la mesa y los pomos de las puertas habían sido limpiados todos con detenimiento. A menos, habría dicho Danglard, que no se hubiera limpiado nada, pues los muertos no dejan huellas, así es. Aunque, aparentemente, leen como todo el mundo.

Adamsberg despidió al empleado pasadas las nueve de la noche en la estación de Estrasburgo, adonde el joven consideró un deber acompañarle, pues ningún tren pasaba ya a aquellas horas por Haguenau. Esta vez, el tren salía al cabo de seis minutos y no había medio de comprobar si algún dragón extraviado había ido a meterse en el pórtico de la catedral. Se habría sabido, estimó Adamsberg.

Tomó notas mientras regresaba, apuntando desordenadamente los detalles descubiertos en el Schloss. Los cuatro años que Maxime Leclerc había pasado allí mostraban signos de la mayor discreción. Una discreción que rayaba en la evaporación, una evanescencia significativa.

El hombre gordezuelo con el que había hablado la señora Coutellier no era Maxime Leclerc, sino uno de sus factótum delegado para aquella corta misión. El juez tenía en su poder una importante cohorte de hombres para todo, una organización perfectamente estructurada que se había constituido durante sus largos años de magistratura. Una reducción de pena, una indulgencia concedida, un hecho ocultado y el acusado se veía absuelto o condenado a una corta pena. Pero caía entonces en el cesto de aquellos seres deudores que Fulgence utilizaba, luego, a voluntad. Esa organización extendía sus brazos tanto por el mundo de los malhechores como por el de la burguesía, los negocios, la magistratura y la propia policía. Obtener documentos falsos a nombre de Maxime Leclerc no suponía ninguna dificultad para el Tridente. Ni tampoco dispersar a sus vasallos por las cuatro esquinas de Francia, si era necesario. O reunir una pandilla en un momento para un traslado inmediato. Ninguno de aquellos rehenes podía deshacerse de la tutela del juez sin revelar su falta y arriesgarse a un nuevo proceso. Uno de esos ex acusados había acudido, brevemente, a representar el papel del propietario ante la asistenta. Luego, el juez Fulgence había tomado posesión del lugar con el nombre de Maxime Leclerc.

Comprendía que el juez se mudara. Pero le sorprendía lo repentino de la operación. Aquella urgencia entre la puesta en venta y la evacuación del lugar no se correspondía con la poderosa capacidad de previsión de Fulgence. Salvo si se había visto sorprendido por un hecho inesperado. Ciertamente no Trabelmann, que ignoraba su identidad.

Adamsberg frunció el ceño. ¿Qué había dicho Danglard, precisamente, con respecto a la identidad del juez, a su nombre? Algo en latín, como el cura del pueblo. Adamsberg renunció a llamar a su adjunto que, a causa de Camille, del muerto viviente y del boeing, estaba cada día más hostil. Se decidió a seguir el consejo de Clémentine y se devanó mucho tiempo los sesos. Había ocurrido en su casa, tras el incidente de la botella.

Danglard ventilaba el vaso de ginebra y había declarado que el nombre de Fulgence le sentaba al juez «como un guante». Y Adamsberg había asentido.

Fulgence, «el rayo, el relámpago», ésas habían sido las palabras de Danglard. El relámpago; es decir, en francés, l'éclair, ¡Leclerc! Y, si no andaba errado, Maxime significaba «el mayor», como «máximo». Maxime Leclerc. «El Mayor», «el más claro». «La mayor claridad», «el relámpago». El juez Fulgence no había podido ponerse un nombre humilde.

El tren frenaba para entrar en la estación del Este. El orgullo hace caer a los hombres más grandes, se dijo Adamsberg. Y por eso iba a ser suyo. Si su propia catedral se elevaba góticamente hasta los ciento cuarenta y dos metros, y era algo que debía probarse, la de Fulgence debía perforar las nubes. Dictando desde arriba su ley, tirando hoces de oro al campo de estrellas. Arrojando a su hermano, como a tantos otros, a los tribunales y las mazmorras. Se sintió de pronto muy pequeño. «Desaparezca», había ordenado Brézillon. Pues bien, es lo que estaba haciendo, llevándose sin embargo, en su bolsa, algunos pelos que se le habían caído a un muerto.

XVI

El martes 14 de octubre, los ocho miembros de la misión de Quebec aguardaban el embarque a bordo del boeing 747, despegue a las dieciséis cuarenta, llegada prevista a medianoche, las dieciocho hora local. Adamsberg sentía cómo aquel término de «llegada prevista», repetido por la voz adormecedora de los altavoces, provocaba las náuseas de Danglard. Le vigilaba con atención desde que, hacía dos horas, daban vueltas por el aeropuerto de Roissy.

El resto del equipo experimentaba una regresión; la brigada se había transformado en un grupo de adolescentes nerviosos. Lanzó una ojeada a la teniente Froissy, una mujer de espíritu bastante alegre aunque tocado, aún, por un episodio depresivo: mal de amores, por lo que había oído decir en la Sala de los Chismes. Aunque ella no participara en la agitación infantil de sus colegas, aquel paréntesis parecía distraerla y la había visto sonreír de vez en cuando. Pero no a Danglard. Nada parecía poder arrancar al capitán de sus fúnebres augurios. Su largo cuerpo, ya blando naturalmente, se licuaba a medida que se acercaba la hora de la partida. Como si sus piernas no pudieran aguantarlo ya, no abandonaba su asiento metálico moldeado, que parecía retenerlo como una jofaina el agua. Por tres veces, Adamsberg le había visto hurgar en su bolsillo y llevarse un comprimido a los descoloridos labios.

Conscientes de su malestar, sus colegas le ignoraban por discreción. El escrupuloso Justin, que siempre dudaba en dar su opinión por temor a dañar al otro o alterar una idea, alternaba bromas típicas y una febril revisión de las insignias quebequesas. Al revés que Noël, pura acción, que participaba en todo y demasiado deprisa. Cualquier movimiento era bueno para Noël y ese viaje no podía dejar de gustarle. Al igual que a Voisenet. El ex químico y naturalista esperaba de aquella estancia algunos hallazgos científicos pero también emociones geológicas y fáunicas. Para Retancourt, naturalmente, ningún problema; era la adaptación hecha mujer, zambulléndose con excelencia en la situación que se le planteara. En cuanto al joven y tímido Estalère, sus grandes ojos verdes, asombrados, sólo pedían posarse en cualquier nueva fuente de curiosidad. Saldría de allí más asombrado aún. En resumen, se dijo Adamsberg, cada cual encontraba en el viaje cierto provecho o libertad, produciendo una ruidosa excitación colectiva.

Excepto Danglard. Sus cinco hijos habían sido confiados a la generosa vecina del sexto, con la Bola, y todo iba bien por ese lado salvo por la perspectiva de dejarlos huérfanos. Adamsberg buscaba un modo de arrancar a su adjunto del creciente pánico, pero la degradación de sus relaciones le dejaba poco margen para el consuelo. O tal vez, se dijo Adamsberg, fuera preciso atacar por otro lado: provocarle, obligarle a reaccionar. ¿Y qué mejor que el relato de su visita a la casa del fantasma del Schloss? Sin duda eso haría que Danglard montara en cólera, y la cólera es mucho más estimulante y distraída que el terror. Pensaba en ello desde hacía un rato, sonriendo, cuando la llamada a los pasajeros del vuelo a Montreal-Dorval les arrancó de sus asientos.

Sus plazas formaban un grupo compacto en mitad del boeing y Adamsberg se las arregló para que Danglard quedara a su derecha, lo más lejos posible de la ventanilla. Las instrucciones de supervivencia gestualizadas por una joven azafata, en caso de explosión, de despresurización de la cabina, caída al mar y alegre salida por los toboganes, no arreglaron la cosa. Danglard buscó tanteando su chaleco salvavidas.

– Es inútil -le dijo Adamsberg-. Cuando esto estalla, sales por la ventanilla sin darte cuenta, echo picadillo como el sapo, paf, paf, paf, y explosión.

Nada, ni un brillo en el rostro lívido del capitán.

Cuando el aparato se detuvo para hacer rugir sus reactores a plena potencia, Adamsberg creyó que iba a perder realmente a su adjunto, exactamente como al jodido sapo. Danglard sufrió el despegue con los dedos incrustados en los brazos del asiento. Adamsberg aguardó a que el avión hubiera concluido su ascenso para intentar distraerle.

– Aquí tiene usted una pantalla -le explicó-. Suelen poner buenas películas. También hay una cadena cultural. Mire -añadió consultando el programa-, un documental sobre los comienzos del Renacimiento italiano. No está mal a fin de cuentas. El Renacimiento italiano.

– Me lo sé -murmuró Danglard con el rostro fijo y los dedos atornillados aún a los brazos de la butaca.

– ¿También los comienzos?

– También me los sé.

– Si conecta su radio, hay un debate sobre el concepto de la estética en Hegel. Es algo que vale la pena, ¿no?

– Me lo sé -repitió sombrío Danglard.

Bueno, si ni los comienzos del Renacimiento ni Hegel podían cautivar a Danglard, la situación era casi desesperada, estimó Adamsberg. Le echó una ojeada a su vecina, Hélène Froissy, que, con el rostro vuelto hacia la ventanilla, se había dormido ya o volvía a sus tristes pensamientos.

– Danglard, ¿sabe usted lo que hice el sábado? -preguntó Adamsberg.

– Me importa un bledo.

– Fui a visitar la última morada de nuestro juez fallecido, cerca de Estrasburgo. Morada que abandonó como si saltara la tapia seis días después del crimen de Schiltigheim.

En los abatidos rasgos del capitán, Adamsberg percibió un leve respingo que le pareció alentador.

– Voy a contárselo.

Adamsberg hizo que el relato se alargara, sin omitir detalle alguno, el desván de Barba Azul, su establo, su pabellón, su cuarto de baño, y denominando al propietario sólo como «el juez» o «el muerto» o «el espectro». A falta de cólera, un interés sin entusiasmo recorría el rostro del capitán.

– Es interesante, ¿no? -dijo Adamsberg-. Ese hombre invisible para todos, esa impalpable presencia.

– Misántropo -objetó Danglard con voz contenida.

– Pero ¿un misántropo que borra cada una de sus huellas? ¿Que sólo deja tras de sí, y además por mala suerte, algunos pelos blancos como la nieve?

– Nada podrá hacer con esos pelos -murmuró Danglard.

– Sí, Danglard, puedo compararlos.

– ¿Con qué?

– Con los que están en la tumba del juez, en Richelieu. Bastaría con solicitar una exhumación. El pelo se conserva mucho tiempo. Con un poco de suerte…

– ¿Qué es eso? -interrumpió Danglard con voz alterada-. ¿Ese silbido que se oye?

– Es la presurización de la cabina, normal.

Danglard se apoyó de nuevo en el respaldo con un largo suspiro.

– Pero me resulta imposible recordar lo que dijo usted sobre el significado de Fulgence -mintió Adamsberg.

– De fulgur, «el rayo», «el relámpago» -no pudo resistirse Danglard-. O del verbo fulgeo: «lanzar relámpagos», «brillar», «relucir», «iluminar». En sentido figurado, «brillar», «ser ilustre», «manifestarse con fulgor».

Adamsberg almacenó, de paso, los nuevos significados que su adjunto sacaba de sus bobinas de erudición.

– ¿Y Maxime? ¿Qué diría usted de Maxime?

– No me diga que no lo sabe -masculló Danglard-. Maximus: «el mayor», «el más importante».

– No le he revelado con qué nombre compró el Schloss nuestro tipo. ¿Le interesa?

– En absoluto.

Danglard, en realidad, se daba perfecta cuenta de los esfuerzos que Adamsberg desplegaba para distraerle de su angustia y, aunque contrariado por la historia del Schloss, le estaba agradecido por su atención. Ya sólo seis horas y doce minutos de vuelo. Estaban ahora sobre el Atlántico, y por un buen rato aún.

– Maxime Leclerc. ¿Qué le parece eso?

– Que Leclerc es un apellido muy corriente.

– Tiene usted mala fe. Maxime Leclerc: «el más grande», «el más claro», «el fulgurante». El juez no pudo decidirse a tomar un nombre común.

– Con las palabras podemos jugar como con las cifras, hacerles decir lo que deseemos. Pueden retorcerse hasta el infinito.

– Si no se agarrara usted a su racionalidad -insistió Adamsberg por puro deseo de provocación-, admitiría que hay cosas interesantes en mi punto de vista sobre el asunto de Schiltigheim.

El comisario detuvo a una bienhechora azafata que pasaba con unas copas de champán ante la inconsciente mirada del capitán. Froissy la había rechazado, él tomó dos y las puso en las manos de Danglard.

– Beba -ordenó-. Las dos, pero sólo una por vez, como se lo tenía prometido.

Danglard hizo un movimiento con la cabeza como gesto de leve gratitud.

– Pues, desde mi punto de vista -prosiguió Adamsberg-, no es que sea verdadero, pero tampoco falso.

– ¿Quién se lo dijo?

– Clémentine Courbet. ¿La recuerda? Fui a visitarla.

– Si elige usted las sentencias de la vieja Clémentine como punto de referencia, toda la brigada se precipitará al abismo.

– Nada de pesimismo, Danglard. Pero es cierto que podríamos jugar con los nombres hasta el infinito. Con el mío, por ejemplo. Adamsberg, «la montaña de Adán». El primero de los hombres. Eso le sienta bien a un tipo, ¿no? Y en una montaña, además. Me pregunto si no vendrá de eso la…

– Catedral de Estrasburgo -interrumpió Danglard.

– ¿Verdad? ¿Y su nombre, Danglard, qué hacemos con él?

– Es el nombre del traidor en Montecristo. Un verdadero cabrón.

– Es interesante, evidentemente.

– Y hay algo mejor -dijo Danglard, que se había ventilado las dos copas de champán-. Viene de D’Anglard, y Anglard viene del germánico Angil-hard.

– Vamos, amigo, traduzca.

– Angil, dos raíces cruzadas: «espada» y «ángel». Por lo que a hard se refiere, significa «duro».

– Lo que produce una especie de ángel inflexible con espada. Mucho más grave que el pobre primer hombre gesticulando a solas en su montaña. La catedral de Estrasburgo parece demasiado menesterosa para oponerse a su ángel vengador. Y además, la han tapado.

– ¿Ah, sí?

– Sí, con un dragón.

Adamsberg lanzó una ojeada a sus relojes. Sólo cinco horas y cuarenta y cuatro minutos y medio de vuelo.

Sentía que iba por buen camino, pero ¿cuánto tiempo podría aguantar así? Nunca había hablado siete horas seguidas.

De pronto, el buen camino se vio cortado en seco por las señales luminosas que parpadearon en la parte frontal de la cabina.

– ¿Qué pasa ahora? -se alarmó Danglard.

– Abróchese el cinturón.

– Pero ¿por qué he de abrocharme el cinturón?

– Turbulencias, no pasa nada. Puede moverse un poco, eso es todo.

Adamsberg rogó al primer hombre de la montaña que procurara que las sacudidas fueran mínimas. Pero, entregado a otros asuntos, al primer hombre la cosa parecía importarle un pimiento. Y, por desgracia, las turbulencias fueron de gran intensidad, lanzando al aparato a unos baches de varios metros. Los viajeros más veteranos tuvieron que dejar de leer, las azafatas se sujetaron a los estribos y una muchacha lanzó un grito. Danglard había cerrado los ojos y respiraba con mucha rapidez. Hélène Froissy le observaba con inquietud. Por una inspiración, Adamsberg se volvió hacia Retancourt, sentada detrás del capitán.

– Teniente -le dijo en voz baja entre los asientos-, Danglard no va a aguantarlo. ¿Sabría hacerle un masaje que le durmiera? ¿O cualquier otro truco que le atonte, que le embobe, que le anestesie?

Retancourt asintió, sin que a Adamsberg le sorprendiera demasiado.

– Funcionará -dijo ella-, siempre que no sepa que procede de mí.

Adamsberg inclinó la cabeza.

– Danglard -le dijo tomándole la mano-, mantenga los ojos cerrados, una azafata se encargará de usted.

Indicó a Retancourt que podía empezar.

– Desabróchese tres botones de la camisa -solicitó ella soltando su cinturón.

Luego, con la punta de los dedos, como si sólo posara la yema en una danza rápida y pianística, Retancourt la emprendió con el cuello de Danglard, siguiendo el trayecto de la columna vertebral e insistiendo en las sienes. Froissy y Adamsberg observaban la operación entre las sacudidas del avión, contemplando alternativamente las manos de Retancourt y el rostro de Danglard. El capitán pareció tranquilizar su respiración, luego sus rasgos se relajaron y, menos de quince minutos después, dormía.

– ¿Ha tomado calmantes? -preguntó Retancourt separando uno a uno sus dedos de la nuca del capitán.

– Todo un carro -dijo Adamsberg.

Retancourt miró su reloj.

– No ha debido de pegar ojo en toda la noche. Al menos dormirá cuatro horas, estaremos tranquilos. Cuando despierte, sobrevolaremos Terranova. La tierra tranquiliza.

Adamsberg y Froissy se miraron.

– Me deja pasmada -murmuró Froissy-. Acabaría con una pena de amor como con un pulgón en el camino.

– Nunca son pulgones, Froissy, sino altos muros. No es deshonroso que el ascenso parezca difícil.

– Gracias -murmuró Froissy.

– Ya sabe usted, teniente, que a Retancourt no le gusto.

Froissy no lo desmintió.

– ¿Le ha dicho por qué? -preguntó él.

– No, nunca habla de usted.

Una torre de ciento cuarenta y dos metros puede vacilar por el simple hecho de que una gorda Retancourt no considere ni siquiera necesario hablar de ti, pensó Adamsberg. Echó una ojeada a Danglard. El sueño le devolvía los colores y las turbulencias iban apaciguándose.

El avión estaba en plena aproximación cuando el capitán despertó, sorprendido.

– Ha sido la azafata -explicó Adamsberg-. Es una especialista. Por suerte, estará aquí en el vuelo de regreso. Aterrizamos dentro de veinte minutos.

Salvo dos reflujos de angustia, cuando el aparato sacó ruidosamente el tren de aterrizaje y cuando las alas desplegaron sus frenos, Danglard, aún bajo los efectos del masaje lenificante, pasó casi correctamente la prueba del aterrizaje. Al llegar, era un hombre nuevo, mientras los demás miembros mostraban un aspecto entumecido. Dos horas y media más tarde, cada cual había aparcado en su habitación. Teniendo en cuenta la diferencia horaria, el cursillo no comenzaría hasta el día siguiente, a las dos de la tarde, hora local.

A Adamsberg le había correspondido un estudio doble en el quinto piso, tan nuevo y blanco como un piso piloto, y con un balcón. Privilegio gótico. Se asomó largo rato para contemplar el inmenso río Outaouais que corría, abajo, entre sus salvajes riberas y, más allá, al otro lado del río, las luces de los rascacielos de Ottawa.

XVII

Al día siguiente, tres coches de la GRC estacionaban ante el edificio. Muy vistosos, llevaban en sus laterales blancos una cabeza de bisonte, de expresión entre plácida y terca, rodeada de hojas de arce y con la corona de Inglaterra encima. Tres hombres de uniforme los aguardaban. Uno de ellos, al que Adamsberg identificó como el superintendente principal gracias a su charretera, se inclinó hacia su colega muy próximo.

– ¿Quién crees tú que es el comisario? -le preguntó.

– El más bajo. El moreno de la chaqueta negra.

Adamsberg percibía poco más o menos sus palabras. Brézillon y Trabelmann habrían estado contentos: «el más bajo». Al mismo tiempo, atraían su atención unas pequeñas ardillas negras que brincaban por la calle, tan tranquilas y vivaces como gorriones.

– Criss, no digas tonterías -prosiguió el superintendente-. ¿El que va vestido como un pedigüeño?

– No te excites, te digo que es él.

– ¿No será más bien el gran slac, bien vestido?

– Te digo que es el moreno. Y es un boss importante; allí, todo un as. De modo que cierra la boca.

El superintendente Aurèle Laliberté inclinó la cabeza y se dirigió hacia Adamsberg, con la mano tendida.

– Bienvenido, comisario principal. ¿Muy hecho polvo por el viaje?

– Gracias, todo va bien -respondió prudentemente Adamsberg-. Celebro mucho conocerle.

Se estrecharon las manos, en un molesto silencio.

– Siento que haga este tiempo -declaró Laliberté con su poderosa voz y una ancha sonrisa-. Las escarchas han llegado de pronto. Suban a los carros, tenemos diez minutos de camino. Hoy no haremos que se deslomen trabajando -añadió, tras invitar a Adamsberg a subir a su coche-. Un simple y breve reconocimiento.

La delegación de la GRC se hallaba en mi parque arbolado que parecía tan extenso como un bosque francés. Laliberté conducía lentamente y Adamsberg tenía tiempo, casi, de contemplar con detalle cada uno de los árboles.

– Tienen ustedes espacios enormes -dijo, impresionado.

– Sí. Como dicen por aquí, no tenemos historia pero tenemos geografía.

– ¿Y esto, son arces? -preguntó señalando con el dedo a través del cristal.

– Eso es.

– Creía que sus hojas eran rojas.

– ¿No te parecen bastante rojas, comisario? Las hojas no son como en la bandera. Las hay rojas, anaranjadas, amarillas. De lo contrario nos aburriríamos. ¿De modo que, actualmente, eres tú el gran jefe?

– Sin duda.

– Para ser comisario principal, no es que lleves tu forty-five. ¿Os dejan vestiros así, en París?

– En París, la policía no es el ejército.

– Tranquilo. No tengo puerta trasera y voy al grano. Mejor será que lo sepas. ¿Ves esos edificios? Son la GRC, y aquí nos quedamos -dijo frenando.

El grupo de París se reunió ante unos grandes cubos nuevos y flamantes de ladrillo y cristal, entre los árboles rojos. Una ardilla negra custodiaba la puerta mordisqueando. Adamsberg permaneció tres pasos por detrás, para interrogar a Danglard.

– ¿Es costumbre tutear a todo el mundo?

– Sí, lo hacen con toda naturalidad.

– ¿Debemos hacer lo mismo?

– Haremos lo que queramos y lo que podamos. Uno se adapta.

– ¿El título que le ha dado hace un rato? Lo de gran slac, ¿qué quiere decir?

– El alto y blando, desgarbado.

– Comprendido. Como él mismo dice, Aurèle Laliberté no tiene puerta trasera.

– No lo parece -confirmó Danglard.

Laliberté condujo al equipo francés hasta una gran sala de reunión -una especie de Sala del Concilio, en cierto modo- e hizo rápidamente las presentaciones. Miembros del módulo quebequés: Mitch Portelance, Rhéal Ladouceur, Berthe Louisseize, Philibert Lafrance, Alphonse Philippe-Auguste, Ginette Saint-Preux y Fernand Sanscartier. Luego, el superintendente se dirigió con firmeza a sus agentes:

– Cada uno de vosotros se agarrará a uno de los miembros de la Brigada de París, y cambiaremos de pareja cada dos o tres días. Emplearos a fondo pero sin machacaros, que ellos no están mancos. Están en período de entrenamiento, se inician. De modo que, para empezar, formadlos paso a paso. Y no os andéis con aspavientos si no os comprenden o hablan de un modo distinto al nuestro. No son más blandengues que vosotros por mucho que sean franceses. Cuento con vosotros.

En suma, más o menos el mismo discurso que Adamsberg les había soltado a los de su equipo, unos días antes.

Durante la aburrida visita a los locales, Adamsberg se dedicó a descubrir la máquina de las bebidas, que distribuía esencialmente «sopas» pero también cafés del tamaño de una jarra de cerveza, y también examinó los rostros de sus colegas provisionales. Sintió una simpatía inmediata por el sargento Fernand Sanscartier, el único suboficial de la unidad, cuyo rostro lleno y rosado, perforado por dos ojos pardos saturados de inocencia, parecía asignarle de inmediato el papel del bueno. Iba a gustarle hacer pareja con él. Pero, para los tres días siguientes, iba a vérselas con el enérgico Aurèle Laliberté, jerarquía obliga. Fueron liberados a las seis en punto y llevados a sus vehículos oficiales, provistos de neumáticos para la nieve. Sólo el comisario disponía de un coche autónomo.

– ¿Por qué llevas dos relojes? -preguntó Laliberté a Adamsberg, cuando éste se puso al volante.

Adamsberg vaciló.

– Por lo de la diferencia horaria -explicó de pronto-. Tengo que proseguir con algunas investigaciones en Francia.

– ¿Y no puedes calcularlo en tu cabeza, como todo el mundo?

– Así voy más deprisa -eludió Adamsberg.

– Como quieras. Hale, bienvenido, man, y hasta mañana a las nueve.

Adamsberg condujo despacio, atento a los árboles, a las calles, a la gente. Al salir del parque de la Gatineau, entraba en la ciudad hermanada de Hull, a la que, personalmente, no habría llamado «ciudad», pues el burgo se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros de terreno llano, dividido en cuadrados por calles desiertas y limpias, y salpicado de casas con paredes de madera. Nada antiguo, nada desportillado, ni siquiera las iglesias, que se parecían, más bien, a miniaturas de azúcar que a la catedral de Estrasburgo. Nadie por aquí parecía tener prisa, todos conducían lentamente unos potentes pick-up capaces de acarrear seis estéreos de leña.

Ni cafés, ni restaurantes, ni almacenes. Adamsberg descubrió algunos establecimientos aislados, unas «tiendas de conveniencia» que vendían de todo, una de las cuales estaba a cien metros de su edificio. Se dirigió allí caminando, con satisfacción, haciendo que las placas de nieve crujieran bajo sus pies, sin que las ardillas se apartaran a su paso. Una diferencia importante con los gorriones.

– ¿Dónde puedo encontrar restaurantes, bares? -preguntó a la cajera.

– En el centro, allí encontrarás todo lo necesario para los noctámbulos -respondió ella amablemente-. Está a cinco kilómetros, tendrás que tomar tu carro.

Le dijo buenos días cuando se marchó, y buena velada, bye.

El centro era pequeño, y Adamsberg recorrió sus calles perpendiculares en menos de un cuarto de hora. Al entrar en el Cuarteto, interrumpió una lectura poética ante un público compacto y silencioso, y retrocedió cerrando la puerta a sus espaldas. Tendría que hablarle de esto a Danglard. Se refugió en un bar a la americana, Los cinco domingos, gran sala sobrecaldeada y decorada con cabezas de caribús, osos y banderas quebequesas. El camarero le sirvió la cena con paso apacible, tomándose su tiempo y hablando de la vida. El plato tenía el tamaño de un banquete para dos. Todo es mayor, en Canadá, y todo es más tranquilo.

Al otro extremo de la sala, un brazo se agitó en su dirección. Ginette Saint-Preux, con el plato en la mano, se acercó instalándose con toda naturalidad en su mesa.

– ¿Te importa que me siente? -dijo-. También yo cenaba sola.

Muy bonita, elocuente y rápida, Ginette se lanzó a múltiples discursos. ¿Y sus primeras impresiones de Quebec? ¿Diferencias con Francia? ¿Más llano? ¿Cómo era París? ¿Cómo iba el trabajo? ¿Animado? ¿Y su vida? ¿Ah, sí? Ella tenía hijos y algunos hobbies, sobre todo la música. Pero para un buen concierto era necesario ir a Montreal, ¿era eso lo que le interesaba? ¿Cuáles eran sus hobbies? ¿Ah, sí? ¿Dibujar, andar, soñar? ¿Cómo era posible? ¿Y cómo se hacía eso en París?

Hacia las once, Ginette se interesó por sus dos relojes.

– Pobre -concluyó levantándose-. Es cierto que, según tu franja horaria, todavía son las cinco de la madrugada.

Ginette había olvidado en la mesa el folleto verde que no había dejado de enrollar y desenrollar durante la conversación. Adamsberg lo desplegó lentamente, con los ojos cansados. Concierto de Vivaldi en Montreal, 17-21 de octubre, quinteto de cuerda, clavecín y flautín. Era muy animosa, la tal Ginette, para recorrer más de cuatrocientos kilómetros por un pequeño quinteto.

XVIII

Adamsberg no tenía la intención de pasarse todo el cursillo con los ojos clavados en las pipetas y los códigos de barras. A las siete de la mañana había salido ya, atraído por el río. No, por el afluente, por el inmenso afluente de los indios outaouais. Recorrió la ribera hasta encontrar un camino silvestre. «Sendero de paso», leyó en un cartel, «utilizado por Samuel de Champlain en 1613». Lo tomó enseguida, contento de poner los pies en las huellas de los antiguos, cuando indios y viajeros llevaban las piraguas a la espalda. La pista no era fácil de seguir pues el sendero, deshecho, caía a menudo más de un metro. Espectáculo arrobador, rumor de las aguas, estruendo de las cascadas, colonias de pájaros, riberas enrojecidas por los arces. Se detuvo ante una piedra conmemorativa plantada entre los árboles y que narraba la historia de aquel tipo, del tal Champlain.

– Hola -dijo una voz a su espalda.

Una muchacha con pantalones tejanos estaba sentada en una roca plana que dominaba el río, y fumaba un cigarrillo en el amanecer. Adamsberg había descubierto en el acento de su «hola» algo muy parisino.

– Hola -respondió.

– Francés -afirmó la muchacha-. ¿Qué haces aquí? ¿Viajas?

– Curro.

La muchacha expulsó el humo y, luego, lanzó su colilla al agua.

– Yo estoy perdida. De modo que espero un poco.

– ¿Como que estás perdida? -preguntó prudentemente Adamsberg, mientras descifraba las inscripciones de la piedra Champlain.

– En París encontré a un tipo en la facultad de Derecho, un canadiense. Me propuso que le siguiera y le dije que sí. Parecía un chorbo formidable.

– ¿Chorbo?

– Colega, amigo, amiguito. Queríamos vivir juntos.

– Ya -dijo Adamsberg, con cierta distancia.

– ¿Y sabes qué ha hecho, seis meses más tarde, mi chorbo? Le ha dado puerta a Noëlla y la pobre se ha encontrado de patitas en la calle.

– ¿Noëlla, eres tú?

– Sí. Finalmente, ha logrado que una compañera la acogiese.

– Ya -repitió Adamsberg, que no deseaba tanta información.

– De modo que espero -dijo la joven encendiendo otro cigarrillo-. Consigo algunos dólares en un bar de Ottawa y, en cuanto tenga bastante, regresaré a París. Es una historia muy tonta.

– ¿Y qué estás haciendo aquí, tan temprano?

– Noëlla escucha el viento. Lo hace a menudo, por la mañana y al anochecer. Me digo que, aunque estés perdida, debes encontrar un lugar. He elegido esta piedra. ¿Y tú cómo te llamas?

– Jean-Baptiste.

– ¿Y de apellido?

– Adamsberg.

– ¿Y qué haces?

– Madero.

– Eso es cojonudo. Los maderos, aquí, son «bueyes», «perros» o «puercos». A mi chorbo no le gustaban. «¡Check a los bueyes!», decía. «¡Mira la pasma!», o sea. Y se largaba enseguida. ¿Trabajas tú con los cops de Gatineau?

Adamsberg inclinó la cabeza y aprovechó el aguanieve que había empezado a caer para batirse en retirada.

– Adiós -dijo ella sin moverse de su piedra.

Adamsberg aparcó a las nueve menos dos ante la GRC. Laliberté le hacía señales desde el umbral de la puerta.

– ¡Entra rápido! -gritó-. ¡Está mojando de verdad! Hey, man, ¿qué has hecho? -prosiguió, examinando el embarrado pantalón del comisario.

– Me he roto la cara en el sendero de paso -explicó Adamsberg frotando los restos de tierra.

– ¿Has salido esta mañana? ¿Es posible?

– Quería ver el río. Las cascadas, los árboles, el viejo sendero.

– Criss, eres un maldito enfermo -dijo Laliberté riéndose-. ¿Y cómo ha sido lo del revolcón?

– ¿Qué quieres decir? No quisiera ofenderte, superintendente, pero no comprendo todo lo que dices.

– Tranquilo, no me lo tomo como algo personal. Y llámame Aurèle. Quiero decir: ¿cómo has caído?

– En una de las bajadas del sendero, he resbalado con una piedra.

– No te habrás roto nada, al menos.

– No, todo va bien.

– Uno de tus colegas no ha llegado todavía. El gran slac de ayer.

– No le llames así, Aurèle. Él entiende el quebequés.

– ¿Cómo es posible?

– Lee por diez. Sin duda parece blando, pero no hay ni medio gramo de slac en su cabeza. Sólo que, por la mañana, le cuesta arrancar.

– Tomaremos un café esperándole -dijo el superintendente dirigiéndose a la máquina-. ¿Llevas piastras encima?

Adamsberg sacó de su bolsillo un puñado de monedas desconocidas y Laliberté tomó la apropiada.

– ¿Quieres un descafeinado o uno normal?

– Uno normal -aventuró Adamsberg.

– Esto va a ponerte en pie -dijo Aurèle tendiéndole un gran vaso ardiente-. De modo que, así, por las buenas, te tomas un respiro.

– Salgo a caminar, por la mañana, durante el día o por la noche, no importa. Me gusta y lo necesito.

– Pse -dijo Aurèle con una sonrisa-. A menos que estés explorando. ¿Buscas una rubia? ¿Una muchacha?

– No. Pero había una, extrañamente sentada, sola, cerca de la piedra Champlain, apenas eran las ocho de la mañana. Me ha parecido raro.

– Quieres decir que eso huele mal, incluso. Una rubia sola en el sendero está buscando algo. Nunca hay nadie por allí. No te dejes encorsetar, Adamsberg. Encontrarse mal emparejado no cuesta nada, y luego quedas como un tonto.

Conversación de hombres en la máquina de las bebidas, pensó Adamsberg. Aquí como en cualquier otra parte.

– Hala, vamos -concluyó el superintendente-. No estaremos de palique horas y horas sobre mujeres, hay curro.

Laliberté dio las consignas a los equipos reunidos en la sala. Cuando estuvieron constituidos, Danglard se encontró emparejado con el inocente Sanscartier. Laliberté había agrupado a las mujeres entre sí, por corrección probablemente, asociando a Retancourt con la frágil Louisseize y a Froissy con Ginette Saint-Preux. Hoy: terreno. Tomas en ocho casas de ciudadanos que habían aceptado prestarse al experimento. Con un cartón especial que permitía la adherencia de substancias corporales, proclamaba Laliberté mostrándoles el objeto con las manos levantadas como si fuese una hostia consagrada. Neutralizando las contaminaciones bacterianas o virales sin necesidad de congelación.

Innovación que proporciona, primero, economía de ciencia; segundo, ahorro de dinero y, tercero, de espacio.

Mientras escuchaba la estricta exposición del superintendente, Adamsberg se inclinaba sobre su silla, con las manos en los bolsillos mojados aún. Sus dedos encontraron el folleto verde que había recogido en la mesa para dárselo a Ginette Saint-Preux. Estaba en mal estado, empapado, y lo sacó con precaución para no desgarrarlo. Discretamente, lo extendió sobre la mesa con la palma de la mano para devolverle la forma.

– Hoy -proseguía Laliberté- tomas de, primero, sudor; segundo, saliva y, tercero, sangre. Mañana: lágrimas, orines, mocos y polvo cutáneo. Esperma para los ciudadanos que hayan aceptado llenar la probeta.

Adamsberg dio un respingo. No a causa de la probeta del ciudadano sino por lo que acababa de leer al alisar el papel mojado.

– Comprobad bien -concluyó con fuerza Laliberté volviéndose hacia el equipo de París- que los códigos de los cartones correspondan a los de los estuches. Como yo digo siempre, hay que saber contar hasta tres: rigor, rigor y rigor. No conozco otro medio de conseguirlo.

Las ocho parejas se dirigieron a los coches, provistas de las direcciones de los ciudadanos que prestaban, amablemente, su morada y su cuerpo a la prueba de las tomas. Adamsberg detuvo, de paso, a Ginette.

– Quería devolverle esto -dijo tendiéndole el papel verde-. Se lo dejó en el restaurante y a usted parecía interesarle.

– Y mucho, estaba preguntándome dónde lo había metido.

– Lo siento, la lluvia lo ha mojado.

– No te preocupes. Corro a dejarlo en mi mesa. ¿Puedes decirle a Hélène que llegaré enseguida?

– Ginette -dijo Adamsberg tomándola del brazo y señalando el folleto-. Esa Camille Forestier, la de la viola, ¿pertenece al quinteto de Montreal?

– Pues, no. Alban me dijo que la viola del grupo había tenido un pequeño. Tuvo que guardar reposo al cuarto mes de embarazo, cuando comenzaban los ensayos.

– ¿Alban?

– El primer violín, uno de mis chorbos. Encontró a la tal Forestier, una francesa, y le hizo una audición. Quedó entusiasmado y, zas, la contrató al vuelo.

– ¡Hey! ¡Adamsberg! -gritó Laliberté-. ¿Mueves esos zuecos o qué?

– Gracias, Ginette -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia su compañero.

– ¿Qué estaba diciéndote? -prosiguió el superintendente hundiéndose en el coche con una carcajada-. Tú tienes que andar siempre haciendo salón, ¿no? Y con una de mis inspectoras además, y al segundo día. ¡Qué cara tienes!

– En absoluto, Aurèle, hablábamos de música. De música clásica, además -añadió Adamsberg, como si aquel «clásica» certificase la honorabilidad de sus relaciones.

– ¡Música my eye! -se rió el superintendente arrancando-. No te hagas el santurrón, no soy inocente. La viste ayer noche, right?

– Por casualidad. Estaba cenando en Los cinco domingos y vino a mi mesa.

– Suelta la caña, con Ginette. Está casada y bien casada.

– Le devolvía un papel, eso es todo. Créeme si quieres.

– No te pongas nervioso. Estoy bromeando.

Tras una laboriosa jornada punteada por los potentes gritos del superintendente, y tomadas ya todas las muestras en casa de la servicial familia de Jules y Linda Saint-Croix, Adamsberg subía a su coche oficial.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? -le preguntó Laliberté, asomando la cabeza por la ventanilla.

– Ir a ver el río, pasear un poco. Y luego cenar en el centro.

– Tienes una serpiente en el cuerpo, tú, siempre estás moviéndote.

– Me gusta, ya te lo he dicho.

– Lo que te gusta, sobre todo, es salir de pesca. Yo nunca voy a echarles el ojo a las muchachas en el centro. Allí me conocen demasiado. De modo que, cuando sufro de impaciencia, voy a Ottawa. ¡Vamos, man, hazlo best! -añadió palmeando la portezuela-. Buenos días y hasta mañana.

– Lágrimas, orines, mocos, polvo y esperma -recitó Adamsberg dándole al contacto.

– Esperemos que esperma -dijo Laliberté frunciendo el ceño y recuperando todo su sentido profesional-. Si Jules Saint-Croix acepta hacer un pequeño esfuerzo esta noche. Había dicho yes al principio pero me da la impresión de que no está ya tan dispuesto. Criss, no podemos forzar a nadie.

Adamsberg dejó a Laliberté entregado a sus preocupaciones de probeta y se dirigió directamente al río.

Tras haberse empapado del rumor del oleaje del Outaouais, se metió por el sendero de paso para ir a pie hasta el centro. Si había comprendido bien la topografía, el camino debía desembocar en el gran puente de las cascadas de la Caldera. Desde allí, sólo estaba ya a un cuarto de hora del centro. El camino, lleno de baches, estaba separado de una carretera por una franja de bosque que le sumía en una completa oscuridad. Había pedido prestada una linterna a Retancourt, el único miembro del equipo que podía haber llevado ese tipo de material. Lo hizo más o menos bien, evitando por poco un laguito que formaba el río en sus riberas, escapando de las ramas bajas. No sentía ya el frío cuando llegó a la salida del sendero, a dos pasos del puente de hierro, gigantesca obra cuyas vigas cruzadas le evocaron una triple torre Eiffel caída sobre el Outaouais.

La crepería bretona del centro procuraba recordar la tierra natal de los antepasados del propietario, con redes, boyas y pescado seco. Y tridente. Adamsberg quedó petrificado ante la herramienta que le desafiaba, con sus púas, desde la pared de enfrente. Tridente marino, arpón de Neptuno, con sus tres finas púas terminadas en garfios. Muy distinto de su tridente personal, que era una herramienta de labrador, gruesa y pesada, un tridente de tierra, si así puede decirse. Como se habla de lombriz de tierra o de sapo de tierra, incluso. Pero estaban lejos esos feroces tridentes y esos sapos explosivos, abandonados en las brumas del otro lado del Atlántico.

El camarero le sirvió una crepe enorme, sin dejar de hablarle de la vida.

Abandonados al otro lado del Atlántico, los tridentes, los sapos, los jueces, las catedrales y los desvanes de Barba Azul.

Abandonados pero aguardándole, esperando su regreso. Todos aquellos rostros y aquellas heridas, todos aquellos temores unidos a sus pasos por el hilo inagotable de la memoria. Por lo que respecta a Camille, aparecía aquí mismo, en pleno corazón de una ciudad perdida del inmenso Canadá. La idea de esos cinco conciertos que iban a darse a doscientos kilómetros de la GRC le turbaba, como si corriera el riesgo de poder escuchar el son de la viola desde el balcón de su habitación. Sólo deseaba que Danglard no lo supiera. El capitán sería capaz de correr hasta Montreal, arrastrándose, y de mirarlo refunfuñando durante todo el día siguiente.

Pidió un café y un vaso de vino como postre y, sin levantar la mirada de la carta, se dio cuenta de que alguien se había sentado a su mesa sin anunciarse. Era la muchacha de la piedra Champlain, que llamó de nuevo al camarero para encargar un segundo café.

– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó sonriendo.

La muchacha encendió un cigarrillo y le miró con franqueza.

Mierda, se dijo Adamsberg, y se preguntó por qué. En otro momento, habría aprovechado al vuelo la ocasión. Pero no sentía deseo alguno de llevársela a la cama, quizá porque los tormentos de la semana pasada estaban actuando aún o, tal vez, porque intentaba desmentir las suposiciones del superintendente.

– Te molesto -afirmó ella-. Estás cansado. Los bueyes te han deslomado.

– Eso es -dijo él, y advirtió que había olvidado su nombre.

– Tu chaqueta está mojada -dijo ella tocándole-. ¿Tiene goteras tu coche? ¿Has venido en bici?

¿Qué quería saber? ¿Todo?

– He venido a pie.

– Nadie va a pie por aquí. ¿No te has fijado?

– Sí. Pero he pasado por el sendero de paso.

– ¿Lo has recorrido entero? ¿Cuánto tiempo has tardado?

– Algo más de una hora.

– Bueno, tienes huevos, como habría dicho mi chorbo.

– ¿Y por qué tengo huevos?

– Porque el sendero, por la noche, es la madriguera de los maricas.

– ¿Y qué? ¿Qué pueden hacerme?

– Y también de los violadores. No estoy segura, es un rumor. Pero cuando Noëlla va, por la noche, nunca pasa de la piedra Champlain. Eso le basta para contemplar el río.

– Al parecer es un afluente.

Noëlla hizo una mueca.

– Cuando es así, tan grande, yo lo llamo río. Me he pasado el día sirviendo a cretinos franceses y estoy reventada. Sirvo en el Caribú, ¿te lo había dicho? No me gustan los franceses cuando gritan en grupo, prefiero a los quebequeses, son más amables. Salvo mi chorbo. ¿Recuerdas que el muy cabrón me ha largado?

La muchacha estaba lanzada de nuevo y Adamsberg no veía cómo librarse de ella.

– Toma, mira su foto. Guapo, ¿no te parece? También tú eres guapo, a tu manera. No muy común, un poco de acá y de allá, y ya no eres joven. Pero me gustan tu nariz y tus ojos. Y me gusta cuando sonríes -dijo rozando sus párpados y sus labios con el dedo-. Y también cuando hablas. Tu voz. ¿Sabes lo de tu voz?

– Hey, Noëlla -intervino el camarero dejando las cuentas sobre la mesa-. ¿Sigues currando en el Caribú?

– Sí, tengo que reunir el dinero del billete, Michel.

– ¿Y todavía estás colada por tu chorbo?

– A veces sí, por la noche. Hay gente a la que le da la llorera por la mañana, y a otra por la noche. Lo mío es la noche.

– Bueno, no lo lamentes. Lo han pescado los cops.

– No jodas -dijo Noëlla incorporándose.

– No digo tonterías. Robaba carros y los revendía con una nueva matrícula, ¿qué te parece?

– No te creo -dijo Noëlla agitando la cabeza-. Trabajaba en informática.

– Eres dura de entendederas, preciosa. Tu chorbo tenía dos caras, era un hipócrita. Enciende la luz, Noëlla. No son bobadas, lo he leído en el periódico.

– No lo sabía.

– En el periódico de Hull, negro sobre blanco. Se empaquetó el buñuelo y los cerdos le engomaron las muñecas. Ya tiene lo suyo y te aseguro que tiene para rato. Era un perro de mierda, tu chorbo. De modo que siéntate encima y luego dale vueltas. Quería decírtelo para que no lo lamentaras. Perdóname, me llaman de aquella mesa.

– No puedo creerlo -dijo Noëlla recogiendo con el dedo el fondo azucarado de su café-. ¿Te molesta que tome una copa contigo? Debo sobreponerme.

– Diez minutos -concedió Adamsberg-. Luego me iré a dormir -insistió.

– Comprendo -dijo Noëlla pidiendo su copa-. Eres un hombre ocupado. ¿Te das cuenta? ¿Mi chorbo?

– «Siéntate encima y luego dale vueltas» -repitió Adamsberg-. ¿Qué te ha aconsejado? ¿Que lo olvides? ¿Que lo borres?

– No. Quiere decir «detente un rato sobre la cosa y piénsalo bien».

– ¿Y lo de «empaquetar el buñuelo»?

– Pillarse un buen pedo. Ya basta, Noëlla no es un diccionario.

– Era sólo para comprender tu historia.

– Pues bien, ya lo ves, es más tonta aún de lo que yo creía. Tengo que ir a distraerme -dijo apurando la copa de un trago-. Te acompaño.

Sorprendido, Adamsberg vaciló en responder.

– Voy en coche y tú a pie -explicó Noëlla con impaciencia-. ¿No pensarás regresar por el sendero?

– Ésa era mi idea.

– Caen chuzos de punta. ¿Te doy miedo? ¿La chica da miedo a un hombretón de cuarenta años? ¿A un puerco?

– Claro que no -dijo Adamsberg sonriendo.

– Bueno. ¿Dónde vives?

– Cerca de la calle Prébost.

– Ya veo, yo estoy a tres manzanas. Ven.

Adamsberg se levantó, sin comprender su reticencia a seguir hasta su coche a una muchacha encantadora.

Noëlla frenó ante su inmueble y Adamsberg le dio las gracias abriendo la portezuela.

– ¿No me das un beso antes de marcharte? No eres muy cortés para ser francés.

– Perdón, soy un montañés, un bruto.

Adamsberg la besó en las mejillas, con el rostro rígido, y Noëlla frunció el ceño, ofendida. Abrió la puerta del edificio y saludó al guardián, siempre al acecho pasadas las once. Después de la ducha, se tendió en la ancha cama. En Canadá, todo es más grande. Salvo los recuerdos, que son más pequeños.

XIX

La temperatura había caído a menos cuatro grados por la mañana y Adamsberg corrió a ver su río. En el sendero, los bordes de los pequeños estanques se habían helado y se entretuvo rompiendo el hielo con sus gruesos zapatos, ante la atenta mirada de las ardillas. Iba a seguir adelante cuando el recuerdo de Noëlla apostada en la piedra le retuvo como una cuerda. Dio marcha atrás y se sentó en una roca para observar la competición entablada entre una colonia de patos y una bandada de ocas marinas. Territorios y guerras por todas partes. Una de las ocas desempeñaba, visiblemente, el papel de gran poli y volvía malignamente a la carga extendiendo sus alas y chasqueando el pico, con una constancia de déspota. A Adamsberg no le gustaba esa oca. La distinguió de las demás por una marca bajo el plumaje, con la idea de ir a ver si, al día siguiente, mantendría el papel de autócrata o si las ocas practicaban una alternancia democrática. Dejó que los patos continuaran con su resistencia y regresó al coche. Una ardilla se había metido debajo, veía su cola sobresaliendo junto al neumático trasero. Arrancó poco a poco, a sacudidas, para no aplastarla.

El superintendente Laliberté recuperó su buen humor cuando supo que Jules Saint-Croix había cumplido con su deber de ciudadano y había llenado su probeta, que había guardado en un gran sobre. Fundamental, el esperma, fundamental, le gritaba Laliberté a Adamsberg, mientras rompía el sobre sin consideración alguna por la pareja Saint-Croix, acurrucada en un rincón.

– Dos experimentos, Adamsberg -proseguía Laliberté agitando la probeta en medio del salón-: toma en caliente y en seco. En caliente como si hubiera permanecido en la vagina de la víctima. En seco, el soporte plantea problemas. La toma no se realiza del mismo modo si el esperma se encuentra en un tejido, en una carretera, en la hierba o en una alfombra. Lo más jodido es la hierba. ¿Me sigues? Repartiremos las dosis en cuatro lugares estratégicos, en la carretera, en el jardín, en la cama y en la alfombra del salón.

Los Saint-Croix desaparecieron de la estancia como cogidos en falta y los policías pasaron la mañana poniendo gotitas de esperma aquí y allá y rodeándolas con un círculo de tiza para no perderlas de vista.

– Mientras se seca -declaró Laliberté-, nos largamos a los aseos y nos encargamos de los orines. Toma tu cartón y tu estuche.

Los Saint-Croix pasaron una jornada difícil que llenó de satisfacción al superintendente. Había hecho llorar a Linda para recoger sus lágrimas y correr a Jules con aquel frío para obtener sus mocos. Todas las tomas habían sido válidas y regresó a la GRC como un cazador victorioso, con sus cartones y estuches etiquetados. Sólo hubo una contrariedad aquel día: habían tenido que hacer cambios de última hora, pues dos voluntarios se habían negado, obstinadamente, a confiar su probeta a los equipos femeninos. Lo que había sacado de quicio a Laliberté.

– ¡Maldita sea, Louisseize! -había aullado al teléfono-. ¿Qué quieren hacernos creer, esos tipos, con su jodido esperma? ¿Que es oro líquido? Son muy dueños de soltárselo a las rubias por placer, pero cuando se trata de curro, ¡ya no importa quién seas! Díselo a la cara a tu maldito voluntario.

– No puedo, superintendente -había respondido la delicada Berthe Louisseize-. Está empecinado como un oso. Tengo que cambiarme con Portelance.

Laliberté había tenido que ceder pero, por la noche, todavía rumiaba la ofensa.

– Los hombres -dijo a Adamsberg entrando por delante en la GRC- son bobos como bisontes, a veces. Ahora que hemos terminado las tomas, voy a cantarles las cuarenta a esos perros de voluntarios. Las mujeres de mi escuadra saben sobre su maldito esperma cien veces más que estos dos botarates.

– Déjalo estar, Aurèle -sugirió Adamsberg-. Esos tipos te importan un pimiento.

– Me lo tomo como algo personal, Adamsberg. Vete a ver mujeres esta noche, si te apetece, pero yo, después de cenar, voy a hacerles una visita y a cantarles las cuarenta a esas dos mulas.

Aquel día, Adamsberg comprendió que la expansiva jovialidad del superintendente venía también acompañada de un reverso ardiente. Un tipo caliente, directo y desprovisto de tacto, al mismo tiempo que un colérico obtuso y tenaz.

– Al menos, ¿no habrás sido tú el que le has puesto así? -preguntó el sargento Sanscartier, inquieto, a Adamsberg.

Sanscartier hablaba en voz baja, con la pose algo encorvada de los tímidos.

– No, es por culpa de dos cretinos que se han negado a dar sus probetas a los equipos femeninos.

– Mejor así. ¿Puedo darte un consejo? -añadió posando en Adamsberg sus ojos saturados.

– Te escucho.

– Es un buen tipo pero, cuando bromea, es mejor reír hasta descoyuntarse las mandíbulas. Quiero decir que no lo provoques. Porque cuando el boss se pone como un basilisco puede hacer temblar los árboles.

– ¿Y le ocurre a menudo?

– Si le llevan la contraria o si se ha levantado con mal pie. ¿Ya sabes que, el lunes, los dos formamos equipo?

Tras una cena en grupo organizada en Los cinco domingos para festejar la primera semana, Adamsberg regresó por el bosque. Conocía bien su sendero, ahora, adivinando las grietas y los hundimientos, viendo el brillo de los lagos de ribera, y lo recorrió más deprisa que a la ida. Se había detenido a medio camino para atarse el cordón del zapato cuando un rayo de luz cayó sobre él.

– Hey, man! -soltó una voz gruesa y agresiva-. ¿Qué haces aquí? ¿Estás buscando algo?

Adamsberg dirigió su linterna a su vez y descubrió a un tipo robusto que le observaba con las piernas abiertas, vestido como un guardabosques y tocado con un gorro de orejeras encasquetado hasta los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Adamsberg-. El sendero es de libre paso, según creo.

– Ah -dijo el hombre tras una pausa-. ¿Eres del viejo país? Francés, ¿no?

– Sí.

– ¿Y cómo lo sé yo? -dijo el hombre riéndose esta vez y acercándose a Adamsberg-. Porque cuando hablas, no creo oírte, creo leerte. ¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Buscas hombres?

– ¿Y tú?

– No me ofendas, vigilo la obra. No podemos dejar las herramientas por la noche, valen mucho.

– ¿Qué obra?

– ¿No la ves? -dijo el hombre paseando su linterna a sus espaldas.

En aquel aparte del bosque que dominaba el camino, Adamsberg distinguió un pick-up en la oscuridad, un barracón desmontable y algunas herramientas apoyadas en los árboles.

– ¿Una obra de qué? -preguntó Adamsberg con amabilidad.

Parecía bastante delicado, en Quebec, interrumpir sin cortesía una conversación.

– Arrancan los árboles muertos y vuelven a plantar arces -explicó el vigilante nocturno-. He creído que le echabas el ojo al material. Oye, perdona que te haya trincado pero es mi curro, man. ¿Deambulas a menudo, así, por la noche?

– Me gusta.

– ¿Estás de visita?

– Soy poli. Trabajo con la GRC de Gatineau.

Aquella declaración acabó de pronto con las últimas sospechas del guarda.

– Ok, man, todo correcto. ¿Te apetece una cerveza en la cabina?

– Gracias, tengo que largarme. He de darle al callo.

– Peor para ti, man. Bienvenido y bye.

Adamsberg redujo el paso cuando se acercó a la piedra Champlain. Allí estaba Noëlla, en su piedra, embutida en un grueso anorak. Distinguió la brasa de su cigarrillo. Retrocedió sin hacer ruido y trepó por el bosque para rodearla. Recuperó el sendero treinta metros más allá y apresuró el paso hacia el edificio. Joder con esta muchacha, a fin de cuentas no era el diablo. Diablo que le devolvió brutalmente la imagen del juez Fulgence. Uno cree que sus pensamientos se esfuman cuando están clavados ahí, en pleno centro de tu frente, como tres agujeros alineados. Apenas velados por una efímera nube atlántica.

XX

Voisenet había decidido dedicar su fin de semana a correr por los bosques y los lagos, con los gemelos y la cámara fotográfica en la mano. Dado el restringido número de coches, llevaba con él a Justin y Retancourt. Los otros cuatro agentes habían preferido la ciudad y se marchaban a Ottawa y Montreal. Adamsberg había optado por dirigirse, a solas, hacia el norte. Antes de ponerse en camino, por la mañana, fue a comprobar si la oca ruidosa de la víspera había cedido a un colega su poder coercitivo. Pues era un macho, no lo dudaba.

No, la despótica oca marina no había cedido nada. Las demás ocas seguían su estela, como autómatas, virando sobre un ala en cuanto el boss cambiaba de dirección, inmovilizándose cuando pasaba a la acción, cuando volaba a ras de agua hacia los patos, a todo trapo, hinchando su plumaje para parecer más grande. Adamsberg le lanzó un insulto levantando el puño y regresó a su coche. Antes de arrancar, se arrodilló para comprobar que ninguna ardilla se hubiera metido debajo.

Se dirigió hacia el norte, almorzó en Kazabazua y continuó por interminables pistas de tierra. Los quebequeses no se tomaban ya el trabajo de asfaltar más allá de unos diez kilómetros fuera de la ciudad, dado que el hielo se empeñaba en hacer estallar, cada invierno, el asfalto. Si seguía conduciendo en línea recta, pensó con intenso placer, se encontraría frente a Groenlandia. Esas cosas no pueden contarse en París, al salir del trabajo. Ni en Burdeos. Se extravió voluntariamente, giró de nuevo hacia el sur y se detuvo en el lindero de una arboleda, cerca del lago Pink. Los bosques estaban desiertos, el suelo lleno de hojas rojas y salpicado por placas de nieve. A veces, un cartel recomendaba tener cuidado con los osos y buscar las huellas de sus zarpas en los troncos de las hayas. «Sabed que los osos negros trepan a esos árboles para comer sus fabucos.» Bien, pensó Adamsberg levantando la cabeza y rozando con el dedo las cicatrices de los zarpazos, mientras buscaba al animal entre el follaje. Hasta ahora sólo había visto presas de castores y excrementos de cérvidos. Sólo había huellas y rastros, sin que las propias bestias fueran visibles. Un poco como Maxime Leclerc en el Schloss de Haguenau.

«No pienses en el Schloss y vete a ver el lago rosado.»

El lago Pink era descrito como un pequeño lago entre el millón que tenía Quebec, pero a Adamsberg le pareció ancho y hermoso. Puesto que, desde Estrasburgo, había adoptado la costumbre de preocuparse por los carteles, Adamsberg se empeñó en leer el del lago Pink, que le anunció que había dado con un lago estrictamente único en su género.

Retrocedió un poco. Aquella reciente tendencia a toparse con las excepciones le incomodaba.

Apartó aquellos pensamientos con su habitual ademán y prosiguió la lectura. El lago Pink alcanzaba una profundidad de veinte metros y su fondo estaba cubierto por tres metros de lodo. Hasta aquí, todo iba bien. Pero precisamente a causa de esta profundidad, las aguas de su superficie no se mezclaban con las del fondo. A partir de los quince metros, éstas no se movían ya, nunca removidas, nunca oxigenadas, al igual que el lodo, que albergaba sus diez mil seiscientos años de historia. Un lago de apariencia normal, a fin de cuentas, resumió Adamsberg, e incluso claramente rosado y azul, y que sin embargo cubría un segundo lago perpetuamente estancado, sin aire, muerto, un fósil. Lo peor era que un pez marino vivía aún allí, procedente de los tiempos en los que aquello era mar aún. Adamsberg examinó el dibujo del pez, que parecía un híbrido entre carpa y trucha, con algunas púas. Por mucho que releyó el cartel, no encontró el nombre del pez desconocido.

Un lago vivo sobre un lago muerto, y que albergaba una criatura sin nombre de la que se tenía un esbozo, una imagen. Adamsberg se inclinó por encima de la baranda de madera para intentar percibir, bajo el agua rosada, aquellas ocultas inercias. ¿Por qué razón todos sus pensamientos tenían que llevarle al Tridente? ¿Como aquellos zarpazos de los osos en los troncos, como aquel lago muerto que vivía en silencio, acurrucado bajo una superficie de vida, lodoso, grisáceo, donde se movía un huésped heredado de una edad muerta?

Adamsberg vaciló, después sacó su cuaderno del anorak. Calentándose las manos, copió con precisión el dibujo de aquel jodido pez que nadaba entre el cielo y el infierno. Había pensado permanecer más tiempo en el bosque, pero el lago Pink le hizo desistir. En todas partes se topaba con el juez muerto; en todas partes tocaba las inquietantes aguas de Neptuno y las huellas de su maldito tridente. ¿Qué habría hecho Laliberté ante el tormento que le perseguía? ¿Se habría reído y liquidado el asunto con un movimiento de su gran zarpa, optando por el rigor, el rigor y el rigor? ¿O habría agarrado a su presa para no volver a soltarla? Mientras se alejaba del lago, Adamsberg sintió que la persecución se invertía y que la propia presa clavaba en él sus dientes. Sus púas, sus garras, sus puntas. En cuyo caso, Danglard tendría razón al sospechar que alimentaba una verdadera obsesión.

Se dirigió al coche con paso lento. En sus relojes, puestos ambos a la hora local, respetando sus cinco minutos de diferencia, eran las cuatro y doce minutos y medio de la tarde. Condujo a lo largo de carreteras desiertas, buscando la apatía en la uniforme inmensidad de los bosques, y luego decidió regresar a tierra habitada. Redujo la marcha cerca del aparcamiento de su edificio, luego volvió a ganar, lentamente, velocidad, dejó Hull a sus espaldas y tomó la dirección de Montreal. Precisamente lo que no deseaba hacer. Pero el coche iba solo, como un juguete teledirigido a una velocidad constante de 90 km/h, siguiendo las luces traseras del pick-up que le precedía.

Si el coche sabía que se dirigía a Montreal, Adamsberg, por su parte, recordaba perfectamente las indicaciones del papel verde, el lugar y la hora. A menos, pensó al llegar a la ciudad, que optase por un cine o por un teatro, ¿por qué no? De no ser así, tendría que cambiar de coche, abandonar ese jodido carro y encontrar otro que no le llevara al lago Pink ni al quinteto de Montreal. A las diez y treinta y seis y medio de la noche, se metió en la iglesia justo después del entreacto y fue a sentarse en los bancos delanteros, al abrigo de una columna blanca.

XXI

La música de Vivaldi le envolvía, produciendo oleadas de pensamientos tormentosos y confusos. La visión de Camille tocando su viola le conmovía más de lo que hubiera deseado, pero sólo se trataba de una hora robada y de una emoción clandestina que a nada comprometía. Por deformación profesional, sentía que la música se tensaba como un enigma insoluble, rechinaba casi de impotencia y, luego, se disolvía en una armonía inesperada y fluida, alternando complejidades y soluciones, preguntas y respuestas.

En uno de aquellos momentos en que las cuerdas iniciaban una respuesta, sus pensamientos regresaron como una flecha a la precipitada partida del Tridente, cuando abandonó el Schloss de Haguenau. Siguió su pista, atento al arco de Camille. Siempre había hecho huir al juez. Ése era el único y pequeño poder que había podido adquirir sobre el magistrado. Había llegado a Schiltigheim el miércoles y Trabelmann había derramado su indignación al día siguiente. Lo que había dado al acontecimiento el tiempo suficiente para filtrarse y aparecer, el viernes, en las noticias locales. Aquel mismo día, Maxime Leclerc ponía en venta y vaciaba la mansión. Si era así, ahora eran dos. Adamsberg perseguía de nuevo al difunto pero éste sabía que su cazador había reaparecido. Y, en ese caso, Adamsberg perdía su única ventaja y el poder del muerto podía cerrarle el paso en cualquier instante. Un hombre avisado vale por diez, pero el otro valía por mil. De regreso a París, tendría que adaptar su estrategia a esa nueva amenaza, escapar de los perros pastores que intentarían arrancarle las piernas. «Adelántate, muchacho. Contaré hasta cuatro.» Y corre, Adamsberg, corre.

Así estaban las cosas si su olfato no le engañaba. Dirigió un pensamiento a Vivaldi, que, a través de los siglos, le mandaba aquella señal de peligro. Un buen tipo el tal Vivaldi, un tipo bueno de verdad servido por un quinteto excepcional. Su coche no le había traído aquí en vano. Para hurtar una hora a la vida de Camille y para captar la valiosa advertencia del músico. En el punto al que había llegado, en que oía ya a los muertos, muy bien podía escuchar los murmullos de Antonio Vivaldi, y estaba muy seguro de que el hombre se encontraba en muy buena compañía. Un tío que produjo semejante música sólo puede susurrarte excelentes consejos.

Sólo al final del concierto descubrió Adamsberg a Danglard, con los ojos clavados en su protegida. Aquella visión abolió en él cualquier placer.

Pero ¿dónde se metía aquel tipo? ¿En todo? ¿En toda su vida? Perfectamente informado de los conciertos, allí estaba, firme en su puesto, el bueno, el fiel, el irreprochable Danglard. Mierda, Camille no le pertenecía, carajo. Entonces, ¿qué intentaba el capitán con tan estrecha protección? ¿Entrar a formar parte de su existencia? Sintió auténtico resentimiento hacia su adjunto. El benefactor de pelo canoso que se escurría por la puerta que la pesadumbre de Camille le dejaba entreabierta.

La rapidez con la que se esfumó Danglard sorprendió a Adamsberg. El capitán había rodeado la iglesia y aguardaba la salida de los músicos. Para felicitarles, sin duda. Pero Danglard cargó el material en un coche y se puso al volante, llevándose consigo a Camille. Adamsberg arrancó tras ellos, deseoso de saber hasta dónde llevaba su adjunto su plan secreto. Tras un alto y diez minutos de camino, el capitán se detuvo y abrió la portezuela a Camille, que le tendió un paquete envuelto en una manta. Aquella manta y el hecho de que el paquete lanzara un grito le hicieron comprender, en un instante, la magnitud de la situación.

Un niño, un bebé. Y, por su tamaño y su voz, un bebé minúsculo de un mes de edad. Inmóvil, contempló la puerta de la casa que se cerraba tras la pareja. Danglard, infame cabrón, innoble ladrón.

El capitán salió rápidamente, y saludando a Camille con un gesto amistoso se metió en un taxi.

Dios mío, un niño, rumiaba Adamsberg por la carretera que le llevaba hacia Hull. Ahora que Danglard había abandonado el papel de sobornador para volver a ser el bueno y benevolente capitán -lo que en nada atenuaba su resentimiento hacia él-, sus pensamientos se concentraron como un haz sobre la muchacha. ¿Por qué inconcebible truco de prestidigitación volvía a encontrar a Camille con un niño? Un truco que exigía, advirtió en aquel instante, el desvergonzado paso de un hombre. Un bebé de un mes, calculó. Más nueve, igual a diez. Camille no había esperado, pues, más de diez semanas después de su partida para encontrarle un sucesor. Adamsberg pisó el acelerador, impaciente de pronto por adelantar a aquellos jodidos carros que circulaban, dócilmente, a la sagrada velocidad de 90 km/h. El hecho era ése, y Danglard lo había sabido desde el principio sin decirle ni una palabra. Comprendía, sin embargo, que su adjunto le hubiera evitado aquella noticia que, incluso hoy, le laceraba el espíritu. ¿Y por qué? ¿Qué había esperado? ¿Que Camille llorara mil años sin moverse por su amor perdido? ¿Que se petrificara en una estatua que él pudiera reanimar a su antojo? ¿Como en los cuentos?, habría dicho Trabelmann. No, ella había vacilado, vivido y encontrado un tipo, sencillamente. Cruda realidad sobre la que percutía secamente.

No, pensó tendiéndose en su cama. Nunca había comprendido realmente que al perder a Camille, perdía a Camille. Simple lógica que no le servía de nada. Y ahora estaba ese jodido padre que le expulsaba de la escena. Hasta Danglard había tomado partido contra él. No le costaba imaginar al capitán entrando en la maternidad y estrechando la mano al recién llegado, un hombre fiable, un hombre seguro, que ofrecía toda su rectitud en beneficioso contraste. Un tipo irreprochable y rectilíneo, un industrial con un perro labrador, dos perros labradores, zapatos y cordones nuevos.

Adamsberg le odiaba ferozmente. Aquella noche, habría acabado, en un instante, con el tipo y sus perros. Él, el poli; él, el buey, el puerco, le habría matado. Y con un golpe de tridente, ¿por qué no?

XXII

Adamsberg se levantó tarde y no fue a desafiar al boss de las ocas marinas, abandonando así cualquier proyecto de visita contemplativa a los lagos. Se dirigió de inmediato hacia el sendero. La joven no trabajaba en domingo y tenía posibilidades de encontrarla en la piedra Champlain. Estaba allí, en efecto, con la ambigua sonrisa y el cigarrillo en los labios, dispuesta a seguirle hasta el estudio.

Adamsberg encontró en el entusiasmo de su compañera un parcial consuelo para el disgusto que había sufrido la víspera.

Fue difícil desalojarla a las seis de la tarde. Sentada y desnuda en la cama, Noëlla no quería ni oírle, decidida a pasar la noche allí. Ni hablar de eso, le explicó con dulzura Adamsberg vistiéndola poco a poco, sus colegas iban a regresar de inmediato. Tuvo que ponerle la blusa y llevarla del brazo hasta la puerta.

Cuando Noëlla hubo salido, sus pensamientos no se demoraron por más tiempo en la muchacha y llamó a Mordent a París. El comandante era un hombre nocturno y no le despertaría a las doce y cuarto de la noche. A su rigor de aficionado al papeleo se unía una antigua inclinación hacia el acordeón y la canción popular, y esa noche regresaba de un baile que parecía haberle alegrado.

– A decir verdad, Mordent -dijo Adamsberg-, no le llamo para darle noticias. Todo marcha, el equipo sigue bien y nada que comentar.

– ¿Y los colegas? -se interesó a pesar de todo el comandante.

– Correcto, como dicen por aquí. Agradables y competentes.

– ¿Veladas libres o se apagan las luces a las diez?

– Libres, pero no se pierde usted nada por ese lado. Hull-Gatineau no es, exactamente, un vasto escenario de cabarets y ferias. Es bastante plano, como dice Ginette.

– Pero ¿es bonito?

– Mucho. ¿No hay líos en la Brigada?

– Nada complicado. ¿Cuál es el objeto de la llamada, comisario?

– El ejemplar de las Nouvelles d'Alsace del viernes 10 de octubre. O cualquier otro periódico regional o local, no lo sé.

– ¿Y el objeto de la búsqueda?

– El asesinato cometido en Schiltigheim la noche del sábado 4 de octubre. Víctima, Elisabeth Wind. Encargado de la investigación, el comandante Trabelmann. Acusado, Bernard Vétilleux. Lo que busco, Mordent, es un artículo o un suelto que hable de la visita de un poli parisino y la sospecha de un asesino en serie. Algo de ese tipo. El viernes 10, no otro día.

– ¿Y el poli parisino es usted, supongo?

– Eso es.

– ¿Información secreta en la Brigada o lo suelto en la Sala de los Chismes?

– Secreto absoluto, Mordent. Este asunto sólo me está jodiendo.

– ¿Y es urgente?

– Prioritario. Téngame al corriente en cuanto averigüe algo.

– ¿Y si no logro nada?

– Es muy importante también. Llámeme en cualquier caso.

– Un segundo -intervino Mordent-. ¿Podría mandarme a diario un e-mail hablándome de sus actividades en la GRC? Brézillon espera un informe preciso cuando regresen de la misión y supongo que preferirá usted que me encargue yo.

– Sí, gracias por echarme una mano, Mordent.

El informe. Lo había olvidado por completo. Adamsberg se obligó a redactar para el comandante un relato de las tomas de los días anteriores, mientras recordara aún los esfuerzos de Jules y Linda Saint-Croix. Justo a tiempo: las recientes apariciones de Fulgence, del nuevo padre y de Noëlla le habían alejado bastante de los cartones de sudor y de orina. No le desagradaba deshacerse, mañana, de su duro y jovial compañero y de formar equipo con Sanscartier el Bueno.

Avanzada la noche, oyó un coche que frenaba en el aparcamiento. Echó una ojeada desde su balcón y vio bajar al grupo de Montreal, con Danglard a la cabeza, inclinado bajo la tempestad de nieve. A él le apetecería cantarle las cuarenta, como habría dicho el superintendente.

XXIII

Es extraño hasta qué punto tres días bastan para disipar el asombro y para poner en marcha, de inmediato, la rutina, pensó Adamsberg al estacionar ante los edificios de la GRC, a pocos metros de la diligente ardilla que custodiaba la puerta. La sensación de extrañeza se esfumaba, cada cuerpo comenzaba a hacer su nido en el nuevo territorio y a moldearlo con su forma, como se moldea, poco a poco, el fondo de un sillón. Así ocupó cada uno el mismo lugar en la sala de reuniones, aquel lunes, para escuchar al superintendente. Tras la exploración del terreno, se acudía al laboratorio, se extraían las muestras y se colocaban en los medallones, dos milímetros de diámetro, y se procedía al depósito en los noventa y seis alvéolos de las placas de tratamiento. Consignas que Adamsberg anotó vagamente, para su correo diario a Mordent.

Adamsberg dejó que Fernand Sanscartier dispusiera los cartones, preparara los medallones y pusiera en marcha los punzones robotizados. Ambos, acodados en una barandilla blanca, contemplaban el vaivén de las puntas. Hacía dos días que Adamsberg dormía mal y el monótono movimiento de las decenas de punzones sincronizados le atontaba.

– Eso adormece a cualquiera, ¿verdad? ¿Quieres que vaya a buscar un café solo?

– Uno doble, Sanscartier, y muy cargado.

El sargento regresó llevando con precaución los vasos.

– No te quemes -dijo tendiendo el café a Adamsberg.

Los dos hombres volvieron a su puesto, inclinados sobre el parapeto.

– Llegará el día -dijo Sanscartier- en que no podremos ya mear tranquilamente en la nieve sin que aparezca un código de barras y tres helicópteros de cops.

– Llegará el día -repitió Adamsberg como un eco- en que ni siquiera necesitaremos interrogar a los tipos.

– Llegará el día en que ni siquiera necesitaremos verlos. Oír su voz, preguntarse si por casualidad… Nos plantaremos en la escena del crimen, tomaremos un humillo de sudor, y el tipo será pescado a domicilio con una pinza y metido en una caja a su medida.

– Y llegará el día en que nos tocaremos las narices.

– ¿Te parece bueno este brebaje?

– No mucho.

– No es nuestra especialidad.

– ¿Y te aburres aquí, Sanscartier?

El sargento sopesó su respuesta.

– Me daría gusto volver al terreno, donde podría utilizar mis ojos y, luego, mear en la nieve, si entiendes lo que quiero decir. Sobre todo porque mi rubia se ha quedado en Toronto. Pero no se lo digas al boss, me echaría un rapapolvo.

Una señal roja se encendió y ambos permanecieron unos instantes sin moverse, contemplando los punzones inmóviles. Luego, Sanscartier se apartó perezosamente de la barandilla.

– Hay que moverse. Si el boss nos pesca agitando el aire, se arremangará los calzones.

Evacuaron la paleta y colocaron nuevos cartones. Medallones, alvéolos. Sanscartier puso de nuevo en marcha los punzones.

– ¿Trabajas mucho sobre el terreno en París? -preguntó.

– Lo más posible. Y además, camino, deambulo, sueño.

– Tienes suerte. ¿Resuelves tus casos dando paladas en las nubes?

– En cierto modo -dijo Adamsberg con una sonrisa.

– ¿Tienes algo bueno ahora?

Adamsberg hizo una mueca.

– La palabra no es ésa, Sanscartier. Se trataría, más bien, de dar paladas de tierra.

– ¿Te ha tocado un hueso?

– Muchos huesos. Me ha tocado todo un muerto. Pero el muerto no es la víctima, es el asesino. Es un viejo muerto que mata.

Adamsberg miró los ojos pardos de Sanscartier, casi tan redondos como las aterciopeladas bolas que se ponen en la cara de los muñecos.

– Bueno -respondió Sanscartier-, si sigue matando es que no está del todo muerto.

– Sí -insistió Adamsberg-. Te digo que está muerto.

– Entonces es que resiste -declaró Sanscartier abriendo los brazos-. Se debate como diablo en agua bendita.

Adamsberg se acodó en la barandilla. Por fin una mano que se le tendía, inocentemente, después de la de Clémentine.

– Eres un tipo inspirado, Sanscartier. En efecto, necesitas el terreno.

– ¿Eso crees?

– Estoy seguro.

– En todo caso -dijo el sargento inclinando la cabeza-, en un momento dado te vas a pillar los dedos con lo de tu diablo. Ten cuidado, si me lo permites. No va a faltar una tropa de tipos para decir que, de pronto, se te ha ido la pinza.

– ¿Qué quieres decir?

– Que dirán que flipas en colores, vamos, que has perdido la chaveta.

– Ah, bueno. Ya lo han dicho, Sanscartier.

– Entonces, cierra el pico y no intentes hacérselo creer. Pero, yo pienso que tienes huevos y vas por buen camino. Busca tu maldito demonio y, mientras no le tengas agarrado por la cocorota, no des el cante.

Adamsberg permaneció inclinado sobre el parapeto, sensible al alivio que proporcionaban las palabras de su colega de mente clara.

– Pero tú, Sanscartier, ¿por qué no me tomas por un pirado?

– Porque no lo eres, así de fácil. ¿Quieres comer? Es más de mediodía.

Al día siguiente, por la noche, después de una jornada transcurrida en la cadena de extracción automática, Adamsberg se separó a regañadientes de su benéfico colega.

– ¿Con quién formas equipo mañana? -le preguntó Sanscartier acompañándole hasta el coche.

– Ginette Saint-Preux.

– Es una buena chica. Puedes estar tranquilo.

– Pero te echaré de menos -dijo Adamsberg estrechándole la mano-. Me has prestado un gran servicio.

– ¿Cómo es posible?

– Es posible, eso es todo. ¿Y tú? ¿Con quién trabajas?

– Con la de mantenimiento tierno. ¿Puedes recordarme su nombre?

– ¿Mantenimiento tierno?

– La gorda -tradujo Sanscartier, turbado.

– Ah, Violette Retancourt.

– Perdona que vuelva a la cuestión, pero cuando hayas pescado al maldito muerto, aunque sea dentro de diez años, ¿podrás hacérmelo saber?

– ¿Tanto te interesa?

– Sí. Y me has caído bien.

– Te lo diré. Aunque sea dentro de diez años.

Adamsberg se encontró atrapado con Danglard en el ascensor. Sus dos días con Sanscartier el Bueno le habían dulcificado y dejó para más tarde el deseo de vérselas, una vez más, con su adjunto.

– ¿Sale esta noche, Danglard? -preguntó con tono neutro.

– Estoy reventado. Como un bocado y me acuesto.

– ¿Y los niños? ¿Todo va bien?

– Sí, gracias -respondió el capitán, algo sorprendido.

Adamsberg sonreía al regresar a su casa. Danglard no estaba muy receptivo, últimamente, para los arrumacos. La víspera le había oído arrancar el coche, a las seis y media, y regresar casi a las dos de la madrugada. Tiempo suficiente para ir a Montreal, escuchar el mismo concierto y llevar a cabo sus buenas obras. Unas cortas noches que coloreaban sus ojeras. El bueno de Danglard, tan seguro de su incógnito. Apretando los labios para no dejar escapar el secreto que había descubierto. Esta noche, última representación y nueva ida y vuelta para el fiel capitán.

Desde la ventana, Adamsberg observó su furtiva salida. Buen viaje y buen concierto, capitán. Estaba mirando cómo se alejaba el coche cuando llamó Mordent.

– Siento el retraso, comisario. Nos ha caído encima todo un lío, un tipo que quería matar a su mujer y que, al mismo tiempo, nos llamaba. Hemos tenido que rodear el edificio.

– ¿Daños?

– No, el tipo ha incrustado su primera bala en el piano y la segunda en su propio pie. Por fortuna, un verdadero zopenco.

– ¿Noticias de Alsacia?

– Lo mejor será que le lea el artículo, en la página ocho: «¿El crimen de Schiltigheim cuestionado? Tras la investigación llevada a cabo por la gendarmería de Schiltigheim sobre el trágico asesinato de Elisabeth Wind, la noche del sábado 4 de octubre, el juez ordenó el arresto preventivo de B. Vétilleux. Sin embargo, según nuestros informadores, B. Vétilleux habría sido sometido a un contrainterrogatorio por un alto comisario de París. El asesinato de la muchacha podría atribuirse, según las mismas fuentes, a un asesino en serie que actúa en el territorio nacional. La hipótesis ha sido formalmente rechazada por el comandante Trabelmann, encargado de la investigación. Según sus declaraciones, sólo se trata de un mero rumor. El comandante ha querido reafirmar que el arresto de B. Vétilleux está muy bien fundado». ¿Es lo que usted buscaba, comisario?

– Exactamente. Conserve cuidadosamente el artículo. Y ya sólo nos queda rezar para que Brézillon no lea las Nouvelles d'Alsace.

– ¿Le convendría que el tal Vétilleux fuera absuelto?

– Sí y no. Es duro dar paladas en la tierra.

– Bien -concluyó Mordent sin ánimo de seguir adelante-. Gracias por sus correos. Me parece interesante pero no muy seductor lo de esos cartones, punzones, medallones.

– Justin se siente muy cómodo con ellos, Retancourt se adapta sin problemas, Voisenet les encuentra una pincelada sobrenaturalista. Froissy aguanta, Noël se impacienta, Estalère se asombra y Danglard se va de concierto.

– ¿Y usted, comisario?

– ¿Yo? A mí me llaman el «excavador de nubes». Guárdeselo sólo para usted, Mordent, como lo del artículo.

De Mordent, Adamsberg pasó de inmediato a Noëlla, cuya creciente pasión le distraía, sin duda, del irritante descubrimiento de Montreal. La muchacha, muy decidida, había resuelto pronto el problema del lugar de sus encuentros. Se encontraban en la piedra Champlain y luego, después de caminar un cuarto de hora por la carretera, llegaban a la tienda de alquiler de bicis, donde una de las ventanas de guillotina cerraba mal. La muchacha llevaba en su mochila todo lo que consideraba necesario para su supervivencia, es decir, bocadillos, bebidas y colchón de acampada. Adamsberg se separaba de ella hacia las once de la noche, y regresaba por el sendero de paso del que conocía, ahora, cada desnivel. Pasaba por delante de la obra, hacía una señal al vigilante y saludaba al río Outaouais antes de irse a dormir.

Trabajo, río, bosques y muchacha. En el fondo, podría tomar las cosas por el lado bueno. Dejar que el nuevo padre navegara a lo lejos y, por lo que se refiere al Tridente, repetirse las palabras de Sanscartier: «Tienes huevos y vas por buen camino». Quería creer a Sanscartier aunque, según las alusiones de Portelance y Ladouceur, no parecía el más estimado del grupo por su ingenio.

Una ligera sombra en el cuadro, esta noche, con Noëlla. Un corto diálogo, que por fortuna cortó en seco.

– Llévame contigo -había dicho la muchacha, tendida en el colchón de acampada.

– No puedo, estoy casado -había respondido instintivamente Adamsberg.

– Mientes.

Adamsberg la había besado para que las palabras cesaran.

XXIV

Las jornadas en pareja con Ginette Saint-Preux fluyeron fácilmente, a pesar de la creciente complejidad del cursillo, que había obligado a Adamsberg a tomar notas al dictado de su compañera. «Paso por la cámara de amplificación, producción de copias de la muestra por aparato de ciclaje térmico.»

– Bueno, Ginette, como quieras.

Pero Ginette, tan parlanchina como tenaz, advertía la vaga mirada de Adamsberg y volvía a la carga.

– No seas mula, no es tan duro de entender. Imagina una fotocopiadora molecular que produce miles de millones de ejemplares de objetivos. ¿Correcto?

– Correcto -repetía maquinalmente Adamsberg.

– Los productos de amplificación se marcan con un indicador fluorescente que facilita la detección ante el barrido por láser. ¿Lo comprendes ahora mejor?

– Lo comprendo todo, Ginette. Trabaja, te estoy mirando.

Noëlla le esperaba el jueves al anochecer, plantada en su bici, con el rostro sonriente y resuelto. Después de extender el colchón en el suelo de la tienda, se tendió en él apoyándose en un codo y alargó el brazo hacia su mochila.

– La nena tiene una sorpresa para ti -dijo sacando un sobre.

La muchacha lo agitaba ante sus ojos, riendo. Adamsberg se había incorporado, desconfiado.

– Ha conseguido una plaza en el mismo vuelo que tú, el martes que viene.

– ¿Regresas a París? ¿Ya?

– Regreso a tu casa.

– Noëlla, estoy casado.

– Mientes.

La besó de nuevo, más inquieto que la primera vez.

XXV

Adamsberg se demoró conversando con la ardilla de guardia de la GRC, retrasando un poco la jornada que le esperaba con Mitch Portelance. Aquel día, la ardilla había reclutado a un pequeño camarada, que le distraía con frecuencia de su laborioso deber. Lo que no ocurría con el seco Portelance, un científico de altos vuelos que había entrado en la genética como si hiciera sus votos, dedicando todo su amor a las briznas de ácido desoxirribonucleico. A diferencia de Ginette, el inspector era incapaz de entender que Adamsberg no pudiese seguir sus explicaciones, menos aún que no las asimilara con pasión, y exponía los datos a paso de carga. Adamsberg anotaba en su cuaderno, tomando algún retazo de aquí y de allá de aquel ferviente discurso. «Depositar cada muestra en un peine poroso… Introducir en un secuenciador…»

¿Peine poroso?, escribía Adamsberg.

«Transferencia del ADN a un gel separador con la ayuda de un campo eléctrico.»

¿Gel separador?

– ¡Y cuidado! -lanzó Portelance-. Empieza entonces una carrera de moléculas en la que los fragmentos de ADN atraviesan el gel para alcanzar la línea de llegada.

– Ah, caramba.

– A saber, un detector que descubre los fragmentos a medida que van saliendo del secuenciador, uno a uno, por orden creciente de longitud.

– Pasmoso -dijo Adamsberg dibujando una gran hormiga reina perseguida por un centenar de machos alados.

– ¿Qué estás dibujando? -se interrumpió Portelance, contrariado.

– La carrera de los fragmentos a través del gel. Es para fijar mejor mis ideas.

– Y he aquí el resultado -exclamó Portelance señalando con el dedo la pantalla-. Perfil de veintiocho franjas mostrado por el secuenciador. Hermoso, ¿no te parece?

– Mucho.

– Esta combinación -prosiguió Mitch-, en este caso la orina de Jules Saint-Croix, como recordarás, constituye su perfil genético, único en el mundo.

Adamsberg contempló la transformación de la orina de Jules en veintiocho franjas. Así era Jules, así era el hombre.

– Si fuera tu orina -dijo Portelance relajándose un poco-, veríamos, claro está, algo completamente distinto.

– Pero ¿veintiocho franjas, de todos modos? ¿No ciento cuarenta y dos?

– ¿Por qué ciento cuarenta y dos?

– Porque sí. Sólo me informo.

– Veintiocho, ya te lo he dicho. En resumen, si matas a alguien, la cagarías meándote en el cadáver.

Mitch Portelance se rió solo.

– No te preocupes, me relajo -explicó.

En la pausa de mediodía, Adamsberg avisó a Voisenet, que bebía un café solo mientras discutía con Ladouceur. Le hizo una señal y Voisenet se reunió con él en una esquina.

– ¿Ha podido seguirlo, Voisenet? ¿Lo del gel, la carrera y las veintiocho franjas?

– Bastante.

– Yo no. Sea amable y envíe el informe diario a Mordent, yo no soy capaz de hacerlo.

– ¿Va demasiado deprisa Portelance? -se inquietó el teniente.

– Y yo demasiado despacio. Dígame, Voisenet -añadió Adamsberg sacando su cuaderno-, ¿le dice algo este pez?

Voisenet se inclinó interesado sobre el esbozo que Adamsberg había hecho del animalito que escudriñaba las profundidades del lago Pink.

– Nunca lo había visto -dijo Voisenet intrigado-. ¿Está seguro del parecido del dibujo?

– No falta ni una aleta.

– Nunca lo había visto -repitió el teniente agitando la cabeza-. Y, sin embargo, sé bastante de ictiología.

– ¿De qué?

– De peces.

– Entonces, diga «peces», se lo ruego. Ya me cuesta comprender a nuestros colegas, no me complique la tarea.

– ¿De dónde sale eso?

– De un jodido lago, teniente. De dos lagos puestos el uno encima del otro. Un lago vivo sobre un lago muerto.

– ¿Cómo dice?

– Veinte metros de profundidad, tres metros de lodos que tienen diez mil años. En el fondo, nada se mueve ya. Y dentro nada esa antigua pescadilla herencia de los tiempos marinos. Una especie de fósil viviente que nada tiene que hacer allí, si usted quiere. Podemos preguntarnos, incluso, por qué y cómo ha sobrevivido. En todo caso, ha resistido y se debate en ese lago como un diablo en agua bendita.

– Mierda -susurró Voisenet, con vehemencia, sin poder apartar los ojos del dibujo-. ¿Está seguro de que no se trata de una fábula, de una leyenda?

– El cartel era de lo más serio. ¿En qué está pensando? ¿En el monstruo del Lago Ness?

– Nessie no es un pez, es un reptil. ¿Dónde está eso, comisario? ¿El lago?

Adamsberg, con la mirada perdida, no respondió.

– ¿Dónde está? -repitió Voisenet.

Adamsberg dirigió los ojos hacia su colega. Estaba preguntándose qué sucedería si Nessie se hubiera metido por entero en el pórtico de la catedral de Estrasburgo. Se habría sabido. Aunque hubiera sido un suceso inusitado pero no muy destructivo, puesto que el monstruo del Lago Ness no escupía fuego por los ollares y era incapaz, por lo tanto, de hacer estallar la joya del arte gótico.

– Perdón, Voisenet, estaba pensando. Se trata del lago Pink, no muy lejos de aquí. Rosado y azul, magnífico en la superficie. De modo que cuidado con las apariencias. Y si descubre ese pez, agárremelo por las narices.

– Eh -protestó Voisenet-. No hago daño a los peces, me gustan.

– Pues bien, éste, a mí, no me gusta. Venga, le mostraré el lago en un mapa.

Adamsberg procuró evitar cualquier posible encuentro con Noëlla aquella noche, así que estacionó en una calle alejada, entró en el inmueble por la puerta trasera del sótano y evitó el sendero de paso. Cortó por el bosque, atravesó la obra, se cruzó con el guarda, que acababa de ocupar su puesto.

– Hey, man! -dijo el vigilante con un gran ademán-. ¿Otra vez agitando los harapos?

– Sí, bienvenido -respondió Adamsberg con una sonrisa, sin detenerse.

Sólo encendió la linterna cuando estuvo ya a salvo, a los dos tercios del trayecto, mucho después de la piedra de la que Noëlla nunca pasaba, y tomó de nuevo el sendero. Ella le aguardaba veinte metros más allá, apoyada en un haya.

– Ven -le dijo tomándole de la mano-. Tengo algo que decirte.

– Tengo una cena con los colegas, Noëlla, no puedo.

– No será mucho tiempo.

Adamsberg se dejó arrastrar hasta la tienda de alquiler de bicis y se sentó prudentemente a dos metros de la muchacha.

– Tú me quieres -declaró Noëlla de entrada-. Lo vi la primera vez, cuando apareciste en el sendero.

– Noëlla…

– Lo sabía -interrumpió Noëlla-. Que eras tú el que me amaba. Él me lo había dicho. Por eso venías a esa piedra cada día y no por lo del viento.

– ¿Cómo es eso? ¿Quién es «él»?

– El viejo indio Shawi. Él me lo dijo. Que la otra mitad de Noëlla se me aparecería en la piedra del río de los antiguos Outaouais.

– El viejo indio -repitió Adamsberg-. ¿Dónde te dijo eso el viejo indio?

– En Sainte-Agathe-des-Monts. Es un algonquino. Desciende de los outaouais. Sabe. Esperé y eras tú.

– Dios mío, Noëlla, no irás a hacerle caso…

– Tú -indicó Noëlla señalando con el dedo a Adamsberg-. Me quieres como yo te quiero. Nada nos separará, como el río seguirá corriendo.

Loca, completamente loca. Laliberté tenía razón. No estaba claro lo de la muchacha sola, al alba, en el sendero de paso.

– Noëlla -dijo poniéndose en pie y andando por la cabaña-. Noëlla, eres una chica adorable, espléndida, me gustas mucho pero no te quiero, perdóname. Estoy casado, quiero a mi mujer.

– Mientes y no tienes mujer. El viejo Shawi me lo dijo. Y me quieres.

– No, Noëlla. Sólo hace seis días que nos conocemos, estabas triste a causa de tu chorbo, yo estaba solo, y eso es todo. La historia acaba aquí, lo siento.

– No se acaba, comienza para siempre. Aquí -añadió la muchacha señalando su vientre.

– ¿Aquí?

– Aquí -repitió con calma Noëlla-. Nuestro hijo.

– Mientes -dijo sordamente Adamsberg-. No puedes saberlo tan temprano.

– Sí, los tests dan la respuesta en tres días. Y Shawi me anunció que tendría un hijo tuyo.

– Es falso.

– Es cierto. Y no abandonarás a Noëlla, que te quiere y lleva a tu hijo.

La mirada de Adamsberg se volvió, instintivamente, hacia la ventana de guillotina. Levantó rápidamente el panel y saltó a la carretera.

– Hasta el martes -le gritó Noëlla.

Adamsberg tomó la carretera y corrió hasta su edificio. Respirando con rapidez, subió a su coche y arrancó en dirección al bosque, girando en los caminos de tierra, a demasiada velocidad. Aflojó la marcha ante un puesto aislado, compró una cerveza y una porción de pizza. Tragó como un oso, sentado en un tocón en el lindero del bosque. Había caído del todo en la trampa, sin refugio alguno donde protegerse de aquella muchacha medio loca que le tenía agarrado por el cuello. Tan descentrado que estaba seguro de que la vería llegar al aeropuerto, el martes, para instalarse en su casa de París. Habría debido darse cuenta, comprender al verla en aquella piedra, tan directa y tan extraña, que Noëlla estaba alucinada. Por lo demás, los primeros días la había evitado. Pero aquel jodido asunto del quinteto le había arrojado, como un bobo, en los tentaculares brazos de la muchacha.

La cena y el intenso frío que caía con la noche le devolvieron la energía. Su desconcierto se convirtió en rabia. Hostia, nadie tenía derecho a tenderle una trampa como ésa a un tipo. La lanzaría en pleno vuelo del avión, la arrojaría al Sena en París.

Carajo, pensó levantándose, había ya demasiada rabia y demasiada gente a la que deseaba aplastar o, directamente, asesinar: Favre, el Tridente, Danglard, el nuevo padre y, ahora, esta muchacha. Como Sanscartier habría dicho, se le había ido la pinza. Y no podía seguir así. Ni experimentando rabias asesinas ni deambulando por sus nubes, en las que, por primera vez, no le gustaba andar a paladas. Las visiones recurrentes del muerto viviente, del tridente, de zarpazos de oso y de lagos maléficos comenzaban a oprimirle y le parecía estar perdiendo el control de sus propias nubes. Sí, era posible que se le hubiese ido la pinza.

Volvió a su estudio arrastrando los pies, deslizándose por el sótano como un culpable o un hombre sitiado por sí mismo.

XXVI

Mientras Voisenet salía corriendo hacia el lago Pink con Froissy, Retancourt y otros dos se abalanzaban de nuevo sobre los bares de Montreal, arrastrando al escrupuloso Justin, y Danglard recuperaba su retraso de sueño, Adamsberg pasaba su fin de semana desplazándose furtivamente. La naturaleza siempre le había sentado bien -exceptuando el solapado lago-, y más valía ir a zambullirse allí que dar vueltas por aquel estudio donde corría el peligro de ver aparecer a Noëlla. Se deslizó fuera al amanecer, antes de la hora en que todos despertaban, y se largó al lago Meech.

Pasó allí largas horas, cruzando los puentes de madera, flanqueando sus contornos, frotándose los brazos en la nieve, hasta los codos. Consideró más prudente no dirigirse a Hull para pasar la noche y dormir en un hostal de Maniwaki, rogando que Shawi el profeta no apareciese por su habitación para llevarle a la fuerza a su iluminada discípula. Empleó el día siguiente recorriendo los bosques, recogiendo virutas de abedules, hojas más rojas que el rojo, y buscando un abrigo donde agazaparse aquella noche.

Poesía. ¿Y si iba a cenar a aquel bar de poesía? El Cuarteto no atraía a los jóvenes y a Noëlla no se le ocurriría buscarle allí. Dejó el coche bastante lejos de su casa y tomó por el gran bulevar y no por aquel maldito sendero.

Cansado, crispado y, al mismo tiempo, privado de ideas, devoraba un plato de patatas fritas escuchando por un solo oído los poemas que iban sucediéndose. Danglard apareció de pronto a su lado.

– ¿Buen fin de semana? -preguntó el capitán, buscando la reconciliación.

– ¿Y usted, Danglard? ¿Ha dormido mejor? -respondió nerviosamente Adamsberg-. La traición devora la conciencia y, por las noches, desgasta, fatiga.

– ¿Cómo dice?

– La traición. No estoy hablando en algonquino, como dice Laliberté. Meses de secreto y de silencio, sin contar mil seiscientos kilómetros de carretera acumulados en los últimos días por amor a Vivaldi.

– Ah -murmuró Danglard apoyando sus dos manos en la mesa.

– Eso es. Aplaudir, llevar el material, acompañar, abrir la puerta. Todo un caballero.

– ¿Y luego?

– ¿Y antes, Danglard? Usted tomó partido por el otro. Por el tipo de los dos labradores y los cordones nuevos. Contra mí, Danglard, contra mí.

– No le sigo. Lo siento -dijo Danglard levantándose.

– Un momento -dijo Adamsberg sujetándole por la manga-. Hablo de su elección. El niño, el apretón de manos al nuevo padre y bienvenido a casa. ¿No es eso, capitán?

Danglard se pasó los dedos por los labios. Luego, se inclinó hacia Adamsberg.

– En mi propio libro, como dicen nuestros colegas, es usted un verdadero gilipollas, comisario.

Adamsberg se había quedado en la mesa, petrificado. El imprevisto insulto de Danglard le resonaba en el cráneo. Algunos clientes, atentos a la poesía, le hicieron comprender que su amigo y él les molestaban desde hacía un buen rato en su recogimiento. Adamsberg abandonó el café, en busca del bar más lamentable del centro, una taberna de hombres borrachos donde la loca Noëlla no entraría. Vana búsqueda, ningún hermoso bar mugriento en aquellas calles limpias y puras. Mientras que en París aquellos tugurios brotaban como flores silvestres en las fisuras de los tejados. Se contentó con el más modesto de los establecimientos, cuyo cartel anunciaba La Esclusa. Las palabras de Danglard debían haber sido un buen golpe, pues comenzaba a tener un buen dolor de cabeza, algo que sólo sucedía una vez cada diez años.

«En mi propio libro, es usted un verdadero gilipollas, comisario.»

Sin olvidar las frases de Trabelmann, de Brézillon, de Favre y las del nuevo padre. Sin mencionar las temibles de Noëlla. Afrentas, traiciones, amenazas.

Y puesto que el dolor de cabeza no le abandonaba, sería preciso responder a lo excepcional con lo excepcional y ahogar, directamente, todo aquello en una auténtica borrachera. Adamsberg era naturalmente sobrio y no recordaba su última borrachera, muy joven, en una fiesta de pueblo, ni los efectos que aquello podía producir. Pero en conjunto, y según algunos testimonios, la gente parecía bastante satisfecha después. El olvido, se decía. Era precisamente eso lo que necesitaba.

Se instaló en el bar, entre dos quebequeses empapados ya de cerveza, y se ventiló tres whiskies seguidos, para empezar. Los muros no daban vueltas, todo iba bien y el turbio contenido de su cabeza se trasvasaba directamente a su estómago. Con el brazo apoyado en el mostrador, pidió una botella de vino, sabiendo que, según testimonios siempre fiables, la mezcla producía resultados válidos. Bebió cuatro vasos y exigió un coñac para completarlo. «Rigor, rigor y rigor, no conozco otro medio de tener éxito.» Maldito Laliberté. Maldito tío.

El barman comenzaba a mirarle con inquietud. Anda y que te jodan, man, estoy buscando una salida, y esa salida le habría convenido, incluso, a Vivaldi. Imagínate pues.

Por prudencia, Adamsberg había depositado de antemano suficientes dólares en el mostrador para pagar lo bebido, por si se caía del taburete. El coñac le propinó un interesante golpe de gracia, una sensación de radical pérdida de sus puntos de referencia, estelas de furor mezcladas con bolas de carcajada, una convicción de poder también, ven a pelear aquí si eres un oso, un pibe, un muerto, un pez o no importa qué chiste de ese tipo. «Si te acercas, te empitono», le había dicho su abuela con la horca en la mano a un soldado alemán que avanzaba con la intención de violarla; qué coña. Pensar en ello le hacía troncharse aún. Era la hostia la abuela. Escuchó la voz del barman, procedente de muy lejos.

– No te excites, man, pero mejor sería que soltaras la mamancia esta noche y fueras a darle a las piernas. Estás hablando solo.

– Te hablo de mi abuela.

– Tu abuela me importa una mierda. Estoy viendo que te has lanzado a una buena y que la cosa terminará mal. Ni siquiera se te puede hablar.

– No me he lanzado a nada. Estoy sentado aquí, en mi taburete.

– Abre tus oídos, francés. Estás borracho como una cuba y tienes los ojos hechos manteca. ¿Te ha dado puerta alguna rubia? No es razón para revolearte por el suelo. ¡Vamos, aire! No te serviré más.

– Sí -afirmó Adamsberg tendiendo su vaso.

– Cierra el pico, francés. Lárgate de aquí o llamo a los puercos.

Adamsberg se echó a reír. Los puercos. ¡Qué coña!

– Llama a los puercos y, si se acercan, te empitono.

– Criss -se enojó el barman-, no voy a estar horas dándole al palique. Ya he visto nevar, man, y comienzas a ponerme de los nervios. ¡Te he dicho que te largues con viento fresco!

El hombre, del tamaño de un leñador canadiense en los libros ilustrados, rodeó el mostrador y levantó a Adamsberg por los sobacos. Le llevó hasta la puerta y le puso de pie en la acera.

– No agarres tu carro -le dijo tendiéndole la chaqueta.

El barman llevó a cabo su voluntad hasta encasquetarle el gorro en la cabeza.

– Esta noche va a hacer frío -explicó-. Anuncian doce bajo cero.

– ¿Qué hora es? No veo ya mis relojes.

– Las diez y cuarto, hora de que vayas a acostarte. Sé bueno y regresa a pata. No te preocupes, ya encontrarás otra rubia.

La puerta del café chasqueó ante Adamsberg, a quien le costó recuperar su chaqueta caída en la acera y, luego, ponérsela por el lado bueno. Rubia, rubia. ¿Para qué quería él encontrar una rubia?

– ¡Me sobra ya una rubia! -gritó a solas en la calle, dirigiéndose al barman.

Sus pasos vacilantes le llevaron, mecánicamente, hasta la entrada del sendero de paso. Tuvo la vaga conciencia de que Noëlla podía esperarle allí, agazapada en las sombras como el lobo gris. Había encontrado su linterna y la encendió, barriendo los alrededores con incierto gesto.

– ¡Para qué la quiero! -aulló solo en el sendero.

Un tipo que puede cargarse a los osos, los puercos, los peces, también puede deshacerse de una rubia, ¿no?

Adamsberg se metió resueltamente en el sendero. A pesar del bamboleo de la embriaguez, la memoria del camino, acurrucada en la planta de sus pies, le conducía valerosamente, aunque se golpeara de vez en cuando con un tronco, debido a ciertos cambios de dirección. Creía estar ya a medio camino. Eres cojonudo, amigo, tienes huevos.

No lo bastante para evitar la rama baja que le cerraba el paso y bajo la que se deslizaba habitualmente. Se golpeó en plena frente y sintió cómo caía al suelo, primero las rodillas, luego el rostro, sin que sus manos pudieran hacer nada para amortiguar la caída.

XXVII

La náusea arrancó a Adamsberg de su embotamiento. Su frente palpitaba con tanta violencia que le costó abrir los párpados. Cuando logró fijar su mirada, no vio nada. Sólo negrura.

La negrura del cielo, comprendió por fin, mientras los dientes le castañeteaban. No estaba ya en el sendero. Estaba fuera del camino, en el asfalto, y el frío era glacial. Se incorporó sobre un brazo, aguantándose la cabeza. Luego permaneció sentado en el suelo, vacilante, incapaz de hacer nada más. ¿Qué coño había hecho, por dios? Reconoció el rumor del cercano Outaouais. Al menos era una orientación. Se encontraba en el lindero del camino, a cincuenta metros de su edificio. Debía de haberse desvanecido después de golpearse con la rama, luego se habría levantado y vuelto a caer, caminar y caer, para derrumbarse una vez alcanzada la salida. Puso sus manos en el suelo y se incorporó, apoyándose en un tronco de árbol para sobreponerse al vértigo. Cincuenta metros, cincuenta metros más y estaría en su estudio. Avanzó torpemente por el lacerante frío, deteniéndose cada quince pasos para recuperar el equilibrio y volviendo a caminar. Los músculos de sus piernas parecían haberse fundido.

La visión del vestíbulo iluminado le guió en sus últimos pasos. Empujó y sacudió la puerta de cristal. La llave, dios mío, la jodida llave. Apoyándose con un codo en el batiente, con el sudor helándose en su rostro, la agarró en un bolsillo y abrió la cerradura, ante la mirada del guarda que le observaba, estupefacto.

– Maldita sea, ¿no se encuentra bien, señor comisario?

– No mucho -articuló Adamsberg.

– ¿Necesita ayuda?

Adamsberg negó con la cabeza, lo que reavivó el dolor de su cráneo. Sólo deseaba una cosa, tenderse, dejar de hablar.

– Nada -dijo débilmente-. Ha habido una pelea. Una pandilla.

– Malditos perros. Siempre paseando, husmeando hasta encontrar el mamporro, ¡es un asco!

Adamsberg asintió con un gesto y entró en el ascensor. En cuanto estuvo en su estudio, corrió al cuarto de baño y expulsó allí todo el alcohol. Carajo, ¿qué porquería le habían servido? Con las piernas hechas trizas, los brazos temblorosos, se arrojó en la cama, manteniendo los ojos abiertos para evitar que la habitación se moviera.

Al despertar, tenía la cabeza casi igual de pesada pero le parecía que lo peor había pasado. Se levantó y dio unos pasos. Sus piernas, más sólidas, todavía se doblaban. Se dejó caer de nuevo en la cama y dio un respingo al ver sus manos, sucias de sangre hasta en las uñas. Se arrastró hasta el cuarto de baño y se examinó. Aquello tenía mala pinta. El golpe en la frente había formado un gran chichón violáceo. Seguramente había brotado sangre, y al frotarse el rostro se la había extendido por las mejillas. Formidable, pensó al empezar a limpiarse, qué jodida velada de domingo. Cerró bruscamente el grifo. El lunes, a las nueve, cita en la GRC.

El despertador marcaba las once menos cuarto. Dios mío, había dormido casi doce horas. Tomó la precaución de sentarse antes de llamar a Laliberté.

– Oh, ¿qué joke es ésta? -respondió el superintendente con voz risueña-. ¿Has pasado directamente sin ver el reloj?

– Perdóname, Aurèle, no me encuentro bien.

– ¿Pasa algo? -se preocupó Laliberté, cambiando de tono-. Pareces hecho polvo.

– Lo estoy. Esta vez me rompí realmente la cabeza en el sendero, anoche. Solté sangre por todas partes, vomité y, esta mañana, apenas me sostengo sobre mis pies.

– Espera, man, ¿recibiste una buena o mamaste como un loco? Porque todo eso no va junto.

– Las dos cosas, Aurèle.

– Cuéntame a lo largo y, luego, a lo ancho, ¿te parece? En primer lugar, empaquetaste el buñuelo, ¿correcto?

– Sí. No estoy acostumbrado y me sacudió.

– ¿Echabas una canita al aire con la pandilla de colegas?

– No, estaba solo, en la calle Laval.

– ¿Por qué bebiste? ¿Te preocupaba algo?

– Eso es.

– ¿Echabas de menos algo? ¿Van bien las cosas por aquí?

– Van perfectamente, Aurèle, tenía la moral por los suelos, eso es todo. Ni siquiera vale la pena hablar de ello.

– No quiero molestarte, man. ¿Y luego?

– Volví por el sendero de paso y me di contra una rama.

– Criss, ¿dónde recibiste el topetazo?

– En la frente.

– ¿Y viste las estrellas?

– Caí como una piedra. Luego, me arrastré por el sendero y regresé al estudio. Acabo de emerger.

– ¿Y te enfundaste empilchado?

– No te comprendo, Aurèle -dijo Adamsberg con voz cansada.

– ¿Te acostaste vestido? ¿Tan mal estabas?

– Sí. Esta mañana tengo plomo en la cabeza y me fallan las piernas. Eso es lo que quería decirte. No puedo conducir enseguida, no llegaré a la GRC antes de las dos.

– ¿Me tomas por un asqueroso? Te quedarás en tu casa, relax, y te cuidarás. ¿Tienes todo lo necesario, al menos? Para el dolor de cuernos.

– Nada.

Laliberté apartó el receptor y llamó a Ginette. Adamsberg escuchó su voz resonando en el despacho.

– Ginette, irás a cuidar al comisario. Está espachurrado como un buey, la panza slac y dolor en la cocorota.

– Saint-Preux te llevará lo necesario -dijo el superintendente de nuevo al teléfono-. No te muevas de casa, ¿eh? Nos veremos mañana cuando te hayas mejorado.

Adamsberg pasó por la ducha para que Ginette no le viera el rostro y las manos cubiertas de sangre seca. Se cepilló las uñas y, una vez vestido, salvo por el azulado chichón, estaba casi presentable.

Ginette le administró distintos remedios, para la cabeza, el vientre y las piernas. Desinfectó la herida de la frente y aplicó en ella una pomada viscosa. Luego, con gesto experto, examinó sus pupilas y controló sus reflejos. Adamsberg la dejaba hacer como si fuera un trapo. Tranquilizada por su examen, le hizo unas recomendaciones para la jornada. Tomar los medicamentos cada cuatro horas. Beber mucho; agua, por supuesto. Limpiarse el cuerpo y soltar el agua.

– ¿Soltar el agua?

– Orinar -explicó Ginette.

Adamsberg asintió pasivamente.

Discreta esta vez, le dejó algunos periódicos que había traído para distraerle, en un momento dado, si se sentía capaz de leer, y provisiones para la tarde. Unos colegas de lo más previsores, ciertamente, habría que indicarlo en el informe.

Dejó los periódicos en la mesa y volvió a acostarse empilchado. Durmió, soñó, contempló el ventilador del techo, levantándose cada cuatro horas para tragar los medicamentos de Ginette; beber, soltar el agua y tenderse enseguida. Se sintió mejor hacia las ocho de la tarde. El dolor de cabeza se escurría por la almohada y sus piernas recuperaban consistencia.

Laliberté le llamó entonces para tener noticias y se levantó casi con normalidad.

– ¿No estás peor? -preguntó el superintendente.

– Mucho mejor, Aurèle.

– ¿Has soltado la cogorza? ¿La resaca?

– Del todo.

– Me alegro. No te des demasiada prisa, mañana os llevaremos al aeropuerto. ¿Quieres que vengan a ayudarte con las maletas?

– Irá bien. Casi estoy recuperado.

– Pasa buena noche entonces, y recupera el aplomo.

Adamsberg se obligó a tragar parte de la cena que Ginette le había dejado; luego decidió ir hasta su río, para verlo por última vez. El termómetro marcaba menos diez grados.

El guarda le detuvo en la puerta.

– ¿Va todo mejor? -preguntó-. Ayer por la noche estaba usted en muy mal estado. Cuadrilla de mierda. ¿Los agarró, al menos?

– Sí, a toda la banda. Siento haberle despertado.

– No es nada, no dormía. Eran casi las dos de la madrugada. Actualmente, tengo insomnio.

– ¿Casi las dos de la madrugada? -dijo Adamsberg regresando sobre sus pasos-. ¿Tan tarde?

– Las dos menos diez, exactamente. Y yo no dormía, es asqueroso.

Preocupado, Adamsberg se hundió los puños en los bolsillos, bajó hacia el Outaouais y tomó de inmediato a la derecha. Nada de sentarse con ese frío y nada de encontrarse con aquella furia de Noëlla.

Las dos menos diez de la madrugada. El comisario iba y venía por la corta playa que flanqueaba la ribera. El boss de las ocas marinas se empeñaba aún, alineando sus tropas para pasar la noche, llamando al orden a los fugados y los extraviados. Escuchaba el imperioso graznido a sus espaldas. He aquí un tipo que no se andaba por las ramas y que, ciertamente, no se agarraría una borrachera el domingo por la noche en un café de la calle Laval. Podía estar seguro de eso. Adamsberg detestó más aún, por ello, al impecable boss. Un ganso que debía de comprobar el orden de sus plumas cada mañana y atarse los cordones. Se levantó el cuello de la chaqueta. Deja en paz a ese tipo y reflexiona, devánate los sesos, como había dicho Clémentine, no debe de ser difícil la comprensión. Tenía que seguir los consejos de Sanscartier y de Clémentine. De momento, ésos eran sus únicos ángeles custodios: una anciana insólita y un sargento inocente. A cada cual sus ángeles. Piénsalo.

Las dos menos diez de la madrugada. Antes de la rama, lo recordaba todo. Había preguntado la hora al barman. Las diez y cuarto, hora de que vayas a acostarte, man. Por vacilante que fuera, no debía de haber tardado más de cuarenta minutos en llegar a la rama. Pongamos tres cuartos de hora con las eses. No más, pues sus piernas le soportaban entonces sin problema alguno. Había chocado, pues, con la rama hacia las once. Y luego aquel despertar, fuera ya del camino, y veinte minutos como máximo para llegar al inmueble. Lo que significaba que había recuperado el conocimiento a la una y media de la madrugada. Es decir, que habían transcurrido dos horas y media entre la rama y su nauseabundo despertar en el lindero del camino. Carajo, dos horas y media para un tramo que recorría, normalmente, en media hora.

¿Qué coño había podido hacer durante dos horas y media? Ni el menor recuerdo. ¿Todo aquel tiempo sin sentido? ¿A menos doce grados? Se habría helado allí. Había tenido que caminar, se había movido. A menos que no hubiera dejado de caer durante todo el camino, en una progresión discontinua, interrumpida por desvanecimientos.

El alcohol, las mezclas. Había conocido tipos que se pasaban toda una noche berreando sin recordar, luego, nada en absoluto. Tipos en la celda de recuperación que preguntaban por sus andanzas de la víspera, tras haber zurrado a su mujer y tirado el perro por la ventana. Unas lagunas en la memoria de dos o tres horas antes del sueño que te fulmina. Actos, palabras, profusión de gestos que no se habían grabado en su memoria degollada por el alcohol. Como si aquella impregnación impidiera cualquier huella del recuerdo, como la tinta del bolígrafo babea por un papel empapado.

¿Qué había tragado? Tres whiskies, cuatro copas de vino, coñac. Y si el barman, un especialista sin duda, había considerado necesario darle puerta, debía de tener excelentes razones para hacerlo. Los barmans son tipos que evalúan el grado de alcohol con la misma seguridad que los detectores de la GRC. El camarero había visto que su cliente cruzaba la línea roja, y ni siquiera por algunas piastras más le habría servido una sola copa. Son gente así, con su apariencia de comerciantes, son químicos, vigilantes filantrópicos, salvadores en plena mar. Por lo demás, le había encasquetado el gorro en la cabeza, lo recordaba muy bien.

Eso era todo lo que podía decir, concluyó Adamsberg poniéndose en camino hacia el estudio. Una trompa monumental y un golpe en la frente. Borracho y sin sentido. Había tardado dos horas y media en recorrer aquel jodido sendero, avanzando y derrumbándose. Tan ebrio que su empapada memoria se había negado a tomar nota de nada. Había entrado en un bar buscando el famoso olvido agazapado en el fondo de las copas. Pues bien, había logrado su objetivo y lo había superado con creces.

Al regresar, se sentía lo bastante bien para hacer sus maletas y dejar como una patena el estudio blanco. Un espacio limpio, eso es lo que hubiera deseado encontrar en París. Se sentía saturado de aquellas turbulencias en las nubes, de aquellos oscuros cúmulos que chocaban unos con otros como sapos hinchados, sin olvidar el rayo, por supuesto. Era preciso disociar, cortar las nubes en pedacitos, depositar cada una de las briznas en un alvéolo, en una plaqueta de tratamiento, en lugar de llevárselo todo amontonado en un gran saco, intransportable. Se enfrentaría a los escollos como le habían enseñado aquí, dando paladas a las nubes, muestra tras muestra y por orden de longitud. Si era capaz de hacerlo. Pensó en el próximo escollo que se anunciaba: la presencia de Noëlla, al día siguiente, en el aeropuerto, preparada para el vuelo de las veinte y diez.

XXVIII

Liberado de su dolor de cabeza por la mañana, Adamsberg llegó puntual a la GRC, estacionando su coche bajo el mismo arce, saludando a la ardilla, encontrando un purgante consuelo en aquel reencuentro con su corta rutina quebequesa. Todos los colegas le preguntaron cómo estaba pero sin hacer la menor alusión a su borrachera. Calidez y discreción. Ginette le felicitó por la reducción del chichón en la frente y volvió a aplicarle su viscosa pomada. Tanta discreción, se extrañó, que Laliberté no había considerado necesario poner al corriente a la brigada francesa del episodio de La Esclusa. El superintendente se había limitado a la versión sobria, la del accidente nocturno con la rama baja. Adamsberg apreció la elegancia de la omisión, con lo tentador que resulta regodearse con una buena historia de botella. Danglard hubiera sacado ventaja de su excursión alcohólica y Noël habría cedido a unos cuantos chistes pesados. Y, puesto que todo chiste acarrea otro, si el incidente hubiera llegado hasta el entorno de Brézillon, él habría sufrido sus efectos en el asunto Favre. Sólo Ginette había sido informada para procurarle sus cuidados, y había permanecido muda también. Aquí, el pudor y la contención debían de reducir la Sala de los Chismes al tamaño de un medallón, mientras que, en París, tendía a desbordar los muros y correr por las aceras hasta la Cervecería de los Filósofos.

Danglard fue el único que no preguntó por su salud. La inminencia del despegue vespertino le había sumergido, de nuevo, en un estado de estupor que intentaba disimular, del mejor modo, ante los quebequeses.

Adamsberg pasó su última jornada como un alumno aplicado bajo la tutela de Alphonse-Philippe-Auguste, tan humilde como famoso era su nombre. A las tres de la tarde, el superintendente ordenó que cesaran las actividades y reunió a los dieciséis compañeros para una síntesis y una copa de despedida.

El discreto Sanscartier se había acercado a Adamsberg.

– Andabas de cotorreo por allí, ¿no? -le preguntó.

– ¿Cómo? -respondió prudentemente Adamsberg.

– No vas a hacerme creer que un tipo como tú chocó con la rama. Eres un hombre de campo y conocías el sendero mejor que tus propias botas.

– ¿Y entonces?

– Entonces en mi propio libro te las estabas viendo con tu asunto o con algo que te había asqueado. Empinaste el codo y te la diste con la rama.

Un hombre de terreno, Sanscartier, un hombre observador.

– ¿Qué importa eso? -preguntó Adamsberg-. ¿Qué importa cómo te das con la rama?

– Precisamente. A veces, cuando uno se las está viendo con un asunto propio es cuando más choca con las ramas. Y tú, a causa de tu diablo, tienes que evitarlas. No debes esperar al hielo para cruzar a la otra orilla, ¿me sigues? Échalo todo fuera, sube la cuesta y agárrate.

Adamsberg le sonrió.

– No lo olvides -dijo Sanscartier estrechándole la mano-. Prometiste que me avisarías cuando cogieras a tu maldito. ¿Podrías mandarme un frasco de jabón con aroma a leche de almendras?

– ¿Cómo?

– Conocí a un francés que lo tenía. Personalmente, el perfume me gustaba.

– De acuerdo, Sanscartier, te mandaré un paquete.

La felicidad en el jabón. Durante algunos segundos, Adamsberg envidió los deseos del sargento. El perfume a leche de almendras le sentaría perfectamente. Seguro que lo habían inventado para él.

En el vestíbulo del aeropuerto, Ginette comprobó por última vez el hematoma de la frente de Adamsberg, mientras él acechaba por todos lados la aparición de Noëlla. Se acercaba la hora de embarcar y no se veía ninguna Noëlla. Comenzaba a respirar más libremente.

– Si te da punzadas en el avión, por lo de la presión, tomas esto -dijo Ginette poniéndole cuatro comprimidos en la mano.

Luego metió el tubo de pomada en su equipaje ordenándole que siguiera aplicándosela durante ocho días.

– No lo olvides -añadió desconfiada.

Adamsberg la besó y fue, luego, a despedirse del superintendente.

– Gracias por todo, Aurèle, y gracias por no haber dicho nada a los colegas.

– Criss, todos los hombres agarran, de vez en cuando, un buen pedo. Y no sirve de nada proclamar la noticia para que se escuche a través de las ramas. Luego no hay modo ya de lograr que cierren el pico.

El impulso de los reactores produjo en Danglard el mismo efecto calamitoso que a la ida. Esta vez, Adamsberg había evitado sentarse a su lado, pero había puesto tras él a Retancourt, encargándole la misión. Que llevó a cabo dos veces durante el vuelo, de modo que cuando el aparato aterrizó, por la mañana, en Roissy, todos estaban entumecidos salvo Danglard, descansado y en forma. Encontrarse intacto en el suelo de la capital le abría nuevos horizontes y visiones indulgentes y optimistas. Lo que le impulsó, antes de subir al autobús, a acercarse a Adamsberg.

– Siento lo de la otra noche -le dijo-, le presento mis excusas. No es lo que quería decir.

Adamsberg movió ligeramente la cabeza y, luego, todos los miembros de la brigada se dispersaron. Jornada de descanso y recuperación.

Y de adaptación. En contraste con el inmenso espacio canadiense, París le pareció estrecho, los árboles flacos, las calles superpobladas, las ardillas con forma de palomas. A menos que fuera él quien hubiese regresado empequeñecido. Tenía que reflexionar, cortar las muestras en tiras y briznas, lo recordaba.

En cuanto regresó, se preparó un auténtico café, se sentó ante la mesa de la cocina y comenzó aquella tarea, poco común en él, de reflexión organizada. Ficha de cartulina, lápiz, plaqueta de alvéolos, muestras de nubes. No obtuvo resultados dignos de un secuenciador láser. Tras una hora de esfuerzos, había anotado muy pocas cosas.

«El juez muerto, el tridente. Raphaël. Las zarpas del oso, el lago Pink, el diablo en agua bendita. El pez fósil. La advertencia de Vivaldi. El nuevo padre, dos labradores.

»Danglard: “En mi propio libro, es usted un verdadero gilipollas, comisario”. Sanscartier el Bueno: “Busca tu maldito demonio y, a la espera de agarrarlo por la cocorota, no des el cante”.

»Borrachera. Dos horas y media en el sendero.

»Noëlla. Liberado.»

Eso era todo. Y en desorden, además. Algo positivo salía de aquella mezcolanza: se había librado de aquella muchacha pirada y era un punto final satisfactorio.

Al deshacer el equipaje, encontró la pomada de Ginette Saint-Preux. No era lo mejor que podía obtenerse como recuerdo de viaje, aunque en aquel tubo le parecía concentrarse toda la benevolencia de sus colegas quebequeses. Unos tipos del carajo. No debía olvidarse de ningún modo de mandar el jabón oloroso a Sanscartier. Y eso, de pronto, le hizo pensar que no había traído nada para Clémentine, ni siquiera un bote de jarabe de arce.

XXIX

La cantidad de trabajo que le aguardaba en la Brigada aquel jueves por la mañana, con cinco altas pilas de papeles, estuvo a punto de hacerle huir a lo largo del Sena; aunque éste le pareciese humildemente raquítico ante el poderoso Outaouais, el paseo le tentaba mucho más que la limpieza de los expedientes. «Lipiar», decía Clémentine. «Lipiar» lentejas, «lipiar» expedientes.

Su primer gesto fue colgar en el tablón de anuncios una postal del Outaouais haciendo rugir sus cascadas entre hojas rojas. Retrocedió y evaluó el efecto, que le pareció tan lamentable que la quitó de inmediato. Una imagen no es capaz de aportar el viento gélido, el estruendo de las aguas, el furioso graznido del boss de las ocas marinas.

«Lipió» los expedientes durante todo el día: controló, firmó, seleccionó, se enteró de los casos que habían caído sobre la Brigada durante la quincena. Un tipo había aporreado a otro en el bulevar Ney y se le había meado encima para ponerle la guinda. «La cagarías meándote en el cadáver, man.» Agarraría al tipo por las narices, y bien agarrado, gracias a su meada. Adamsberg firmó los informes de sus tenientes y dejó el trabajo para hacer una visita a la máquina de café, por lo de tomarse un solo. Mordent bebía un chocolate, encaramado en uno de los altos taburetes, como un gran pajarraco gris sobre una chimenea.

– Me he permitido seguir un poco su asunto en las Nouvelles d'Alsace -dijo secándose los labios-. Vétilleux está en preventiva, el juicio se celebrará dentro de tres meses.

– No fue él, Mordent. Traté por todos los medios de convencer a Trabelmann, pero ni por ésas, no me cree. Nadie.

– ¿No tienes pruebas suficientes?

– Ni una sola. El asesino es una especie de espectro y hace años ya que galopa entre brumas.

No iba a confiarle a Mordent que había muerto y perder así la confianza de sus hombres, uno tras otro. «No intentes que te crean», había dicho Sanscartier.

– ¿Y cómo piensa hacerlo? -preguntó Mordent, interesado.

– Esperando un nuevo crimen e intentando saltar sobre él antes de que se desvanezca.

– Qué mediocre -comentó Mordent.

– Evidentemente. Pero ¿cómo hace uno para agarrar a un fantasma?

Curiosamente, Mordent pensó en la cuestión. Adamsberg se acomodó en un taburete contiguo, con las piernas colgando en el vacío. Había ocho de esos altos taburetes atornillados a lo largo de la pared de la Sala de los Chismes, y Adamsberg pensaba a menudo que si ocho de ellos se instalaban allí al mismo tiempo tendrían todo el aspecto de un batallón de golondrinas en un hilo eléctrico a la espera de emprender el vuelo. Caso que no se había dado aún.

– ¿Cómo? -insistió Adamsberg.

– I-rri-tán-do-le -declaró Mordent.

El comandante hablaba siempre de un modo muy pausado, separando exageradamente las sílabas, haciendo más hincapié aún, a veces, en una de ellas, como un dedo eternizándose en una tecla de piano. Un ritmo de elocución entrecortado y lento, que perturbaba la impaciencia de muchos pero que convenía al comisario.

– ¿Más concretamente?

– En las historias, una familia se instala en una casa encantada. Hasta entonces, el fantasma del lugar se mantiene tranquilo y no jode a na-die.

Estaba claro que no sólo a Trabelmann le gustaban los cuentos. A Mordent también. A todo el mundo quizás, incluso a Brézillon.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, que se sirvió un segundo solo, a causa de la diferencia horaria, y volvió a encaramarse a su percha.

– Luego, los recién llegados i-rri-tan al fantasma. ¿Por qué? Porque tras-la-dan, limpian los armarios, sacan los viejos baúles, vacían el desván, le expulsan de su lugar. En resumen, le echan de sus escondrijos. Sí, le roban su secreto más ín-ti-mo.

– ¿Qué secreto?

– Bueno, siempre el mismo: su falta o-ri-gi-nal, su primer crimen. Pues si no hubiera una falta gravísima, el tipo no estaría condenado a recorrer la choza durante tres siglos. Emparedamiento de la esposa, fratricidio, ¿qué sé yo? La clase de asunto que produce fantasmas, vamos.

– Es cierto, Mordent.

– Luego, acorralado, privado de su refugio, el fantasma se enfada. Y ahí comienza todo. Se muestra, se venga, en fin, se vuelve alguien. A partir de entonces, puede empezar el combate.

– Por el modo en que habla de ello, lo cree. ¿Conoce alguno?

Mordent sonrió y se pasó la mano por la calva.

– Es usted el que habla de fantasmas. Yo sólo le cuento una historia. Es divertida. E interesante, además. En el fondo de los cuentos hay siempre algo muy pesado. Limo, un limo eterno.

El lago Pink cruzó por el pensamiento de Adamsberg.

– ¿Qué limo? -preguntó.

– Una verdad tan cruda que sólo se osa decirla disfrazándola de cuento. Todo está detrás de castillos con ropas del color del tiempo, espectros y asnos que cagan oro.

Mordent se divertía y lanzó su vaso a la basura.

– Todo estriba en no equivocarse al descifrar, y en apuntar bien.

– Irritarle, cerrar sus escondrijos, expulsar el pecado original.

– Es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Ha leído usted mi informe sobre el cursillo quebequés?

– Leído y firmado. Se podría decir que estuvo usted allí. ¿Sabe quién hace guardia en la puerta de los cops quebequeses?

– Sí. Una ardilla.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Estalère. Es lo que más le ha deslumbrado. ¿Lo hacía de buen grado o por la fuerza?

– ¿Estalère?

– No, la ardilla.

– De buen grado, por vocación. También se encaprichó de una rubia y su trabajo se vio así perturbado.

– ¿Estalère?

– No, la ardilla.

Adamsberg volvió a su mesa, con la imaginación ocupada con los comentarios de Mordent. Vaciar los armarios, expulsar, acorralar, provocar. Irritar al muerto. Detectar con el láser la falta o-ri-gi-nal. Vaciarlo todo, sacarlo todo. Vasta empresa digna de un héroe de leyenda y en la que había fracasado durante catorce años. Sin caballo, sin espada, sin armadura.

Y sin tiempo. La emprendió con el segundo montón de expedientes. Al menos, esa obligación justificaba que no le hubiera dirigido aún la palabra a Danglard. Se preguntaba cómo gestionar ese nuevo mutismo. El capitán le había presentado sus excusas, pero el hielo seguía siendo sólido. Adamsberg había escuchado el parte meteorológico internacional, por la mañana, impulsado por cierta nostalgia. Las temperaturas en Ottawa seguían oscilando entre menos ocho grados de día y menos doce por la noche. El deshielo no estaba a la vista.

Sujeto a su segundo montón, el comisario sentía, al día siguiente, una leve turbación que susurraba en él como un insecto atrapado en su cuerpo, que zumbaba entre sus hombros y su vientre. Una sensación bastante familiar. Nada que ver con el malestar que le había atacado cuando el juez reapareció como un torpedo. No, era sólo aquel insecto zumbando, una nadería que golpeaba aquí y allá como una contrariedad malhumorada que exigiera su atención. De vez en cuando, sacaba su ficha de cartulina, a la que había añadido las sugerencias de Mordent referentes al mejor modo de irritar a los fantasmas. Y la recorría, con los ojos hechos manteca, como había dicho el barman de La Esclusa.

Un leve dolor de cabeza le lanzó hacia la máquina de café, alrededor de las cinco. Bien, se dijo Adamsberg frotándose la frente, tengo al insecto por las dos alas. La trompa de la noche del 26 de octubre. No era la trompa lo que zumbaba sino aquellas jodidas dos horas y media de olvido. La pregunta aparecía de nuevo, vibrante. ¿Qué coño había podido hacer todo aquel tiempo en el sendero de paso? ¿Y qué podía importarle aquel minúsculo fragmento de vida que escapaba? Había clasificado la brizna que faltaba en el anaquel de su porosa memoria, por empapamiento alcohólico. Pero, era evidente, aquella clasificación no le agradaba y la brizna que faltaba no dejaba de abandonar su anaquel para venir a acosarle, discretamente.

¿Por qué?, se preguntaba Adamsberg removiendo su café. ¿Acaso la idea de haber perdido una parcela de su vida le contrariaba, como si le hubieran mutilado sin preguntarle su opinión? ¿O era que la simple explicación del alcohol no le convencía? ¿O, más grave aún, es que lo que había podido decir o hacer durante aquellas horas borradas le preocupaba? ¿Por qué? Aquella preocupación le parecía tan absurda como alarmarse por las palabras pronunciadas durante el sueño. ¿Qué más había podido hacer que tambalearse con el rostro lleno de sangre, caer, dormir y retomar la senda, a cuatro patas? ¿Por qué no? Nada más. Pero el insecto vibraba. ¿Para tocarle las narices o por alguna razón precisa? De aquellas horas olvidadas no conservaba ninguna imagen, pero sí una sensación. Y, se atrevió a formular, una sensación de violencia. Debía de ser la rama que le había golpeado. Pero ¿podía guardarle rencor a una rama que, por su parte, no había bebido ni una sola gota? ¿A un enemigo pasivo y sobrio? ¿Podía decirse que la rama le había violentado? ¿O era a la inversa?

En vez de regresar a su despacho, fue a sentarse en la esquina de la mesa de Danglard y tiró el vaso vacío al fondo de la papelera.

– Danglard, tengo un insecto metido en el cuerpo.

– ¿Sí? -dijo prudentemente Danglard.

– Aquel domingo 26 de octubre -prosiguió lentamente Adamsberg-, la noche en que me dijo que yo era un verdadero gilipollas, comisario, ¿la recuerda?

El capitán asintió con un gesto y se preparó para el enfrentamiento. Adamsberg, evidentemente, iba a vaciar el saco de los truenos, como decían en la GRC, y el saco era pesado. Pero el resto del discurso no tomó la dirección prevista. Como de costumbre, el comisario le sorprendía por donde no lo esperaba.

– Aquella misma noche, me di con una rama en el sendero. Un golpe violento, un mazazo. Ya lo sabe usted.

Danglard asintió. El hematoma en la frente era muy visible aún, untado con la pomada amarilla de Ginette.

– Lo que no sabe es que, después de nuestra conversación, me largué directamente a La Esclusa con la intención de emborracharme. Y lo hice con rigor hasta que el atento barman me echó a la calle. Yo desvariaba sobre mi abuela y él estaba harto.

Danglard asintió discretamente, sin saber adónde quería llegar Adamsberg.

– Cuando tomé el sendero, iba de un árbol a otro y por eso no supe evitar la rama.

– Comprendo.

– Usted no sabe tampoco que, cuando recibí el golpe, eran las once de la noche, no más tarde. Me encontraba casi a la mitad del recorrido, probablemente no muy lejos de la obra. Donde están replantando los pequeños arces.

– De acuerdo -dijo Danglard, que nunca había deseado meterse por aquel camino silvestre y que ensuciaba.

– Cuando desperté, había llegado a la salida. Me arrastré hasta el edificio, le dije al guarda que había habido una pelea entre los puercos y una pandilla.

– ¿Qué le molesta? ¿La purga?

Adamsberg movió lentamente la cabeza.

– Lo que usted no sabe es que entre la rama y mi despertar transcurrieron dos horas y media. Lo supe por el guarda. Dos horas y media para un camino que, en tiempo normal, yo habría recorrido en media hora.

– Bien -resumió Danglard, con la misma voz neutra-. Digamos, por lo menos, que fue un recorrido difícil.

Adamsberg se inclinó levemente hacia él.

– Del que no guardo el menor recuerdo -martilleó-. Nada. Ni una imagen, ni un ruido. Dos horas y media en el sendero sin que yo sepa nada de nada. Un blanco absoluto. Y estábamos a doce grados bajo cero. No permanecí sin sentido dos horas. Me habría congelado.

– El golpe -propuso Danglard-, la rama.

– No hay traumatismo craneal. Ginette lo comprobó.

– ¿El alcohol? -sugirió tranquilamente el capitán.

– Evidentemente. Por eso le consulto.

Danglard se irguió, sintiéndose en su terreno, y aliviado por evitar el combate.

– ¿Qué había bebido usted? ¿Lo recuerda?

– Lo recuerdo todo hasta la rama. Tres whiskies, cuatro copas de vino y un buen trago de coñac.

– Buena mezcla y generosas dosis, pero he visto cosas peores. Sin embargo, su cuerpo no está acostumbrado y hay que tenerlo en cuenta. ¿Cuáles eran sus síntomas, por la noche y al día siguiente?

– Como si no tuviera piernas. A partir de la rama, también. Casco de acero, vómitos, vientre slac, la cabeza dando vueltas, vértigos de toda clase.

El capitán hizo una pequeña mueca.

– ¿Qué es lo que le mosquea, Danglard?

– Hay que tener en cuenta el hematoma. Nunca había estado, a la vez, borracho y sin sentido. Pero, con el golpe en la frente y el desvanecimiento que debió de seguirle, la amnesia alcohólica es muy probable. Nada nos dice que no caminara usted, arriba y abajo por aquel sendero, durante dos horas.

– Y media -completó Adamsberg-. Está claro que caminé. Sin embargo, cuando desperté estaba de nuevo en el suelo.

– Caminar, caer, deambular. Hemos recogido muchos tipos como una cuba que, de pronto, se derrumbaban entre nuestros brazos.

– Lo sé, Danglard. Y, sin embargo, esta historia me confunde.

– Es comprensible. Ni siquiera a mí, y sabe dios que estaba acostumbrado, me resultaron nunca agradables esas horas que faltan. Siempre preguntaba a los que habían estado bebiendo conmigo para saber lo que había dicho y hecho. Pero cuando estaba solo, como usted aquella noche, sin nadie que pudiera informarme, el disgusto por aquella pérdida duraba entonces mucho tiempo.

– ¿Es cierto?

– Es cierto. La impresión de haber perdido algunos peldaños de tu vida. Te sientes atrapado, desposeído.

– Gracias, Danglard, gracias por echarme una mano.

Los montones de expedientes disminuían poco a poco. Consagrándoles el fin de semana, Adamsberg esperaba estar listo el lunes para retomar terreno y tridente. El incidente del sendero había despertado en él una necesidad irracional, la de deshacerse urgentemente de su antiguo enemigo, que acababa siempre arrojando su sombra sobre el menor de sus actos, sobre los zarpazos de un oso, sobre un lago inofensivo, sobre un pez, sobre una banal borrachera. El Tridente metía sus puntas por todas las fisuras del casco.

Se incorporó de pronto y volvió a entrar en el despacho de su adjunto.

– Danglard, ¿y si yo no hubiera empinado el codo como un bruto para olvidar al juez o al nuevo padre? -dijo omitiendo a propósito a Noëlla de la lista de sus tormentos-. ¿Y si todo hubiera surgido desde que el Tridente emergió de la tumba? ¿Y si hubiera empinado el codo para vivir lo que vivió mi hermano, la bebida, el camino del bosque, la amnesia? ¿Por mimetismo? ¿Para encontrar un camino y reunirme con él?

Adamsberg hablaba con voz entrecortada.

– ¿Por qué no? -respondió Danglard, evasivo-. Un deseo de fundirse con él, el encuentro, una necesidad de seguir sus pasos. Pero eso en nada cambia los acontecimientos de aquella noche. Colóquelo en el cajón «trompa y vómitos» y olvídelo.

– No, Danglard, creo que esto lo cambia todo. El río ha roto su dique y la embarcación hace aguas. Tengo que seguir la corriente, empezar por ahí, dominarla antes de que me arrastre. Y luego colmar, achicar.

Adamsberg permaneció dos largos minutos de pie, reflexionando silenciosamente ante la preocupada mirada de Danglard. Luego se marchó arrastrando los pies hasta su despacho. A falta de Fulgence en persona, ya sabía por dónde comenzar.

XXX

Una llamada de Brézillon despertó a Adamsberg a la una de la madrugada.

– Comisario, ¿es corriente entre los quebequeses no preocuparse de la diferencia horaria cuando nos llaman?

– ¿Qué ocurre? ¿Favre? -preguntó Adamsberg, que despertaba tan rápidamente como se dormía, como si, en él, el límite entre el sueño y lo real no estuviera muy marcado.

– ¡No se trata de Favre! -gritó Brézillon-. Ocurre que mañana tomará usted el avión de las dieciséis cincuenta. ¡De modo que haga la maleta y en marcha!

– ¿El avión hacia dónde, señor jefe de división? -preguntó Adamsberg con calma.

– ¿Hacia dónde quiere usted que sea? Hacia Montreal, ¡hostia! Acabo de hablar por teléfono con el superintendente Légalité.

– Laliberté -rectificó Adamsberg.

– Me importa un bledo. Tienen allí un crimen entre manos y le necesitan. Punto final, y no tenemos elección.

– Lo siento, no lo comprendo. No nos ocupamos de los homicidios de la GRC, sino de las huellas genéticas. No es la primera vez en la vida que Laliberté tiene un crimen entre manos.

– Pero es la primera vez que le necesita a usted, cojones.

– ¿Desde cuándo la Brigada de París se encarga de los asesinatos quebequeses?

– Desde que han recibido una carta, anónima, claro está, indicándoles que era usted el hombre adecuado. Su víctima es francesa y está vinculada a no sé qué caso que, al parecer, instruyó usted en el territorio nacional. En resumen, hay vínculo y reclaman su competencia.

– Pero, carajo -se enojó a su vez Adamsberg-, que me envíen su informe y les proporcionaré los datos desde París. No voy a pasarme la vida yendo y viniendo.

– Se lo he dicho ya a Légalité, puede figurárselo. Pero ni por ésas, necesitan sus ojos. Y no suelta prenda. Quiere que vea usted a la víctima.

– Ni hablar. Hay un montón de curro por aquí. Que el superintendente me envíe su expediente.

– Escúcheme bien, Adamsberg, le repito que no tenemos elección, ni usted ni yo. El Ministerio tuvo que insistir mucho para que ellos cooperasen en lo del sistema ADN. Al principio no estaban por la labor. Estamos en deuda. Es decir, atrapados. ¿Comprende? Obedeceremos pues, cortésmente, y despegará usted mañana. Pero se lo he avisado a Légalité, no irá solo. Llévese a Retancourt como acompañante.

– No hace falta, soy capaz de viajar sin guía.

– Ya lo imagino. Va usted acompañado, eso es todo.

– ¿Es decir, escoltado?

– ¿Por qué no? Me han dicho que persigue usted a un muerto, comisario.

– Decididamente -comentó Adamsberg bajando la voz.

– Eso es. Tengo un buen amigo en Estrasburgo que se encarga de informarme de sus correrías. Le recomendé que desapareciese, ¿lo recuerda?

– Perfectamente. ¿Y Retancourt se encargará de controlar mis movimientos? Me marcho porque me lo ordenan y vigilado, ¿no es eso?

Brézillon suavizó su voz.

– Con protección sería más exacto -dijo.

– ¿Motivo?

– No dejo partir solos a mis hombres.

– Entonces, asígneme a otro. A Danglard.

– Danglard le sustituirá durante su ausencia.

– Entonces, asígneme a Voisenet. Retancourt no me quiere demasiado. Nuestras relaciones son buenas, pero frías.

– Eso bastará, y de sobra. Irá Retancourt y nadie más. Es un oficial polivalente que convierte su energía en lo que quiere.

– Sí, eso lo sabemos. En menos de un año, se ha convertido casi en un mito.

– No es hora de discutirlo, y me gustaría volver a la cama. Es usted el encargado de la misión y la llevará a cabo. Los papeles y los billetes estarán en la Brigada a la una. Buen viaje, líbrese de esta historia y regrese.

Adamsberg permaneció con el teléfono en la mano, sentado en la cama, atónito. Víctima francesa, ¿y qué? Era cosa de la GRC. ¿Qué le pasaba a Laliberté? ¿Por qué le hacía recorrer todo el Atlántico para que viera con sus propios ojos? Si se trataba de una identificación, que le enviara las fotos por correo electrónico. ¿A qué estaba jugando? ¿Al boss de las ocas marinas?

Despertó a Danglard y, luego, a Retancourt para pedirles que estuvieran en su puesto al día siguiente, sábado, orden del jefe de división.

– ¿A qué juega? -preguntó a Danglard a la mañana siguiente-. ¿Al boss de las ocas marinas? ¿Cree, acaso, que no tengo otra cosa que hacer que ir y venir de Francia a Quebec?

– Sinceramente, le compadezco -se apiadó Danglard, que se habría sentido incapaz de afrontar un nuevo vuelo.

– ¿A qué viene eso? ¿Se le ocurre algo, capitán?

– Realmente no.

– Mis ojos. ¿Qué tienen mis propios ojos?

Danglard permaneció callado. Los ojos de Adamsberg eran indiscutiblemente singulares. Hechos de una materia tan fundida como la de las algas pardas y que, como ellas, podían brillar brevemente bajo las luces rasantes.

– Con Retancourt, además -añadió Adamsberg.

– Lo que tal vez no sea una opción tan mala. Empiezo a creer que Retancourt es una mujer excepcional. Consigue convertir su ener…

– Lo sé, Danglard, lo sé.

Adamsberg suspiró y se sentó.

– Puesto que no tengo elección, como Brézillon me gritó, tendrá usted que llevar a cabo, en mi lugar, una investigación urgente.

– Dígame.

– No quiero mezclar a mi madre en todo esto, compréndalo. Bastante difícil es ya para ella.

Danglard entornó los ojos, comiéndose la punta de su lápiz. Estaba muy acostumbrado a las frases sueltas del comisario, pero el exceso de sinsentidos y los bruscos saltos de su pensamiento le alarmaban cada día más.

– Lo hará usted, Danglard. Está especialmente dotado para ello.

– ¿Hacer qué?

– Encontrar a mi hermano.

Danglard arrancó toda una astilla de su lápiz y la mantuvo entre sus dientes. Ahora habría bebido, de buena gana, un vaso de vino blanco, así, a las nueve de la mañana. Encontrar a su hermano.

– ¿Dónde? -preguntó con delicadeza.

– Ni la menor idea.

– ¿Cementerios? -murmuró Danglard, escupiendo la astilla en la palma de su mano.

– ¿Y eso? -dijo Adamsberg lanzándole una ojeada sorprendida.

– Se relaciona con el hecho de que busca usted, ahora, a un asesino muerto desde hace dieciséis años. No trago.

Adamsberg miró al suelo, desconcertado.

– No me está siguiendo, Danglard. Se ha desvinculado.

– ¿Adónde quiere que le siga? -dijo Danglard levantando el tono-. ¿A los sepulcros?

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Desvinculado, Danglard -repitió-. Me vuelve usted la espalda, diga yo lo que diga. Porque ha tomado ya partido. Por el otro.

– Eso nada tiene que ver con el otro.

– Entonces, ¿con quién?

– Estoy ya harto de buscar las palabras.

Adamsberg se encogió de hombros con un gesto indolente.

– No importa, Danglard. Si no quiere usted ayudarme, lo haré solo. Debo verle y debo hablarle.

– ¿Cómo? -preguntó Danglard entre dientes-. ¿Haciendo bailar las mesas?

– ¿Qué mesas?

El capitán examinó la mirada sorprendida del comisario.

– ¡Pero si está muerto! -gritó Danglard-. ¡Muerto! ¿Cómo piensa usted organizar la entrevista?

Adamsberg pareció petrificarse, la luz de su rostro se extinguió como si anocheciera.

– ¿Está muerto? -repitió en voz baja-. ¿Lo sabe usted?

– Carajo, ¡usted me lo dijo! Que había perdido a su hermano. Que se había suicidado después del asunto.

Adamsberg se apoyó en el respaldo y tomó aire profundamente.

– Regreso de muy lejos, amigo, he creído que tenía usted alguna información. Perdí a mi hermano, sí, hace casi treinta años. Es decir que se exilió y que nunca más he vuelto a verle. Pero, dios mío, sigue vivo. Y debo verle. No vamos a hacer bailar las mesas, Danglard, sino a utilizar discos duros. Me lo buscará usted en la red: México, Estados Unidos, Cuba o cualquier otro lugar. Itinerante, muchas ciudades, muchos oficios, al menos al principio.

El comisario dibujaba con el dedo algunas curvas en la mesa, su mano seguía el camino errabundo de su hermano. Recuperó la palabra con dificultad.

– Hace veinticinco años, era viajante de comercio en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con los Estados Unidos. Vendió café, vajilla, ropa interior, mezcal, cepillos. Y también retratos, los dibujaba en las plazas públicas. Era un magnífico dibujante.

– Lo siento de verdad, comisario -dijo Danglard-. No lo había comprendido. Hablaba usted de él como de alguien desaparecido.

– Y es lo que es.

– ¿No tiene informaciones más concretas, más recientes?

– Mi madre y yo evitamos el tema. Pero hace cuatro años, en el pueblo, encontré una postal enviada desde Puerto Rico. Le mandaba besos. Es lo último que he sabido.

Danglard escribió algunas líneas en un papel.

– ¿Su nombre completo? -preguntó.

– Raphaël Félix Franck Adamsberg.

– ¿Fecha de nacimiento, lugar, padres, estudios, lugares de interés?

Adamsberg le proporcionó todos los datos posibles.

– ¿Lo hará usted, Danglard? ¿Va a buscarlo?

– Sí -masculló Danglard, que se reprochaba haber enterrado a Raphaël antes de tiempo-. Al menos voy a intentarlo. Pero con todo ese curro retrasado, hay otras prioridades.

– La cosa empieza a ser urgente. El río ha derribado sus diques, ya se lo he dicho.

– Hay otras urgencias -murmuró el capitán-. Y estamos a sábado.

El comisario encontró a Retancourt arreglando a su modo la fotocopiadora, bloqueada de nuevo. Le informó de su misión y de la hora del vuelo. La orden de Brézillon le arrancó, de todos modos, una expresión de sorpresa. Deshizo su corta cola de caballo y volvió a anudarla con gesto automático. Un modo como otro de ganar tiempo, de reflexionar. De modo que podía ser cogida por sorpresa.

– No comprendo -dijo-. ¿Qué ocurre?

– No lo sé, Retancourt, pero volvemos a marcharnos. Quieren mis ojos. Siento que el jefe de división le haya destinado a esa misión. Como protección -precisó.

Adamsberg estaba en la sala de embarque, a media hora de la salida, en silencio junto a su rubia y sólida teniente, cuando vio entrar a Danglard flanqueado por dos vigilantes del aeropuerto. El capitán tenía aspecto fatigado y jadeaba. Había corrido. Adamsberg jamás lo habría creído posible.

– Estos tipos han estado a punto de volverme loco -dijo señalando a sus guardianes-. Se negaban a dejarme pasar. Tome -dijo a Adamsberg tendiéndole un sobre-. Y buena suerte.

Adamsberg no tuvo tiempo para agradecérselo pues los vigilantes acompañaron de inmediato al capitán hasta la zona pública. Examinó el sobre pardo que tenía en la mano.

– ¿No lo abre? -preguntó Retancourt-. Parece urgente.

– Lo es. Pero dudo.

Con manos vacilantes, levantó la solapa del sobre. Danglard le daba una dirección en Detroit y un oficio, taxista. Había añadido la copia de una foto, sacada de una página web que agrupaba a algunos dibujantes. Observó aquel rostro que no había visto desde hacía treinta años.

– ¿Usted? -preguntó Retancourt.

– Mi hermano -dijo Adamsberg en voz baja.

Que seguía pareciéndose a él. Una dirección, un oficio, una foto. Danglard era un buscador superdotado de desaparecidos, pero había tenido que currar como un buey para conseguir ese resultado en menos de siete horas. Volvió a cerrar el sobre con un estremecimiento.

XXXI

Pese a la cordialidad formal del recibimiento en el aeropuerto de Montreal, donde Portelance y Philippe-Auguste habían ido a esperarles, Adamsberg tuvo la sensación de que le arrestaban. Destino: el depósito de cadáveres de Ottawa, pese a lo tarde que era para los dos franceses, pasada la medianoche. Al comenzar el trayecto, Adamsberg intentó obtener algunas informaciones de sus compañeros, que permanecieron distantes como conductores anónimos. Deber de reserva, era inútil insistir. Adamsberg hizo un gesto de renuncia a Retancourt y aprovechó el respiro para dormir. Eran más de las dos de la madrugada cuando les despertaron en Ottawa.

El superintendente les reservó un saludo más cálido, sacudió con viveza las manos y agradeció a Adamsberg que hubiera aceptado desplazarse.

– No he tenido elección -respondió Adamsberg-. Dime, Aurèle, estamos hechos polvo, ¿tu cadáver no puede esperar a mañana?

– Lo siento, luego os llevaremos al hotel. Pero la familia nos apremia para la repatriación. Cuanto antes lo veas, mejor será.

Adamsberg vio desviarse la mirada del superintendente a causa de la mentira. ¿Pretendía Laliberté explotar su estado de fatiga? Una vieja astucia de cerdo, que él sólo utilizaba con algunos sospechosos y no con los colegas.

– Bueno, permíteme entonces un café solo -dijo-. Muy cargado.

Adamsberg y Retancourt, con los gigantescos vasos en la mano, siguieron al superintendente hasta la sala de los cadáveres, donde dormitaba el médico de guardia.

– No nos hagas esperar, Reynald -ordenó Laliberté al médico-, están cansados.

Reynald levantó la sábana azul que cubría a la víctima.

– Stop -ordenó Laliberté cuando la tela hubo subido hasta los hombros-. Ya basta. Ven a ver esto, Adamsberg.

Adamsberg se inclinó sobre el cuerpo de una mujer muy joven, y entornó los ojos.

– Mierda -masculló.

– ¿Sorprendido? -preguntó Laliberté con una sonrisa petrificada.

Adamsberg se vio brutalmente proyectado al depósito de las afueras de Estrasburgo, ante el cuerpo de Elisabeth Wind. Tres agujeros alineados habían perforado el abdomen de la joven muerta. Aquí, a diez mil kilómetros del territorio del Tridente.

– Una regla de madera, Aurèle -pidió en voz baja, tendiendo la mano-, y un metro flexible. En centímetros, por favor.

Extrañado, Laliberté dejó de sonreír y mandó al médico a buscar el material. Adamsberg hizo sus mediciones en silencio, tres veces, exactamente como había actuado tres semanas antes con la víctima de Schiltigheim.

– 17,2 cm de longitud y 0,8 cm de altura -murmuró anotando las cifras en su cuaderno.

Comprobó una vez más la disposición de las heridas, que formaban una línea absolutamente recta, sin un milímetro de desviación.

17,2 cm, se repetía subrayando esta medida. Tres milímetros más que la longitud máxima del travesaño que él conocía. Y sin embargo…

– ¿Y la profundidad de las heridas, Laliberté?

– Aproximadamente seis pulgadas.

– ¿Cuánto es eso?

El superintendente frunció el ceño para efectuar mentalmente la conversión.

– Unos 15,2 cm -intervino el médico.

– ¿La misma para los tres impactos?

– Idéntica.

– ¿Tierra en las heridas? ¿Suciedades? -le preguntó Adamsberg al médico-. ¿O un instrumento nuevo y limpio?

– No, había partículas de humus, de hojas y minúsculas piedrecitas hasta el fondo de las heridas.

– Caramba -dijo Adamsberg.

Devolvió la regla y el metro a Laliberté y advirtió la expresión desconcertada del superintendente. Como si hubiera esperado, de su parte, algo muy distinto a aquel minucioso examen.

– ¿Qué ocurre, Aurèle? ¿No es eso lo que querías? ¿Que yo la viera?

– Sí -dijo Laliberté, vacilando-. Pero, criss, ¿de qué va todo eso de las medidas?

– ¿El arma? ¿La tenéis?

– Ni rastro, ya puedes imaginarlo. Pero mis técnicos me la han reconstruido. Es un gran punzón de hoja plana.

– Tus técnicos saben más de moléculas que de armas. Eso no lo ha hecho un punzón sino un tridente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Intenta clavar tres veces un punzón y obtener una línea recta y profundidades idénticas. Dentro de veinte años estarías todavía en ello. Es un tridente.

– Criss, ¿estabas mirando eso?

– Eso y otra cosa, mucho más profunda. Tan profunda como los lodos del lago Pink.

El superintendente seguía pareciendo desorientado, con los brazos cayendo a lo largo de su gran cuerpo. Los había llevado hasta allí a una velocidad casi provocadora, pero la toma de medidas le había desconcertado. Adamsberg se preguntó qué había esperado, realmente, Laliberté.

– ¿Hay una contusión en la cabeza? -preguntó Adamsberg al médico.

– Un importante hematoma en la parte trasera del cráneo, que aturdió a la víctima sin producir la muerte.

– ¿Cómo puedes saber lo del porrazo en el cráneo? -preguntó Laliberté.

Adamsberg se volvió hacia el superintendente y cruzó los brazos.

– Me has hecho llamar porque yo tenía un expediente a este respecto, ¿no?

– Sí -respondió el superintendente, sin convicción.

– ¿Sí o no, Aurèle? Me haces atravesar el Atlántico para llevarme, a las dos de la madrugada, ante un cadáver, ¿y qué esperas de mí? ¿Que te explique que está muerta? Si me has traído hasta aquí es que sabías que yo conocía el asunto. En todo caso, es lo que me han dicho en París. Y es cierto, lo conocía. Pero eso no parece alegrarte. ¿No era eso lo que tú querías?

– No es algo personal. Pero me sorprende, eso es todo.

– Y tus sorpresas no se han terminado.

– Levanta toda la sábana -ordenó Laliberté al médico.

Reynald enrolló la tela con gesto aplicado, como había hecho Ménard en Estrasburgo. Adamsberg se puso rígido al divisar cuatro pecas, formando un rombo, en la base del cuello. Lo que le dio apenas tiempo de ocultar el respingo. Bendijo la meticulosa lentitud del forense.

Era Noëlla, en efecto, la que yacía en el cajón. Adamsberg controlaba la respiración y examinaba a la muerta sin parpadear, o eso esperaba. Laliberté no apartaba de él la mirada.

– ¿Puedo ver el hematoma? -preguntó.

El médico inclinó la cabeza para exponer la parte trasera del cráneo.

– Golpe con un instrumento contundente -explicó Reynald-. Es todo lo que puede decirse. Probablemente, de madera.

– El mango del tridente -precisó Adamsberg-. Lo hace siempre así.

– ¿Quién? -preguntó Laliberté.

– El asesino.

– ¿Lo conoces?

– Sí. Y me gustaría saber quién te lo ha dicho.

– Y a ella, ¿la conocías?

– ¿Piensas que conozco los nombres de los sesenta millones de franceses, Aurèle?

– Si conoces al asesino, tal vez conozcas a sus víctimas.

– No soy adivino, como tú mismo dirías.

– ¿Nunca la has visto, vamos?

– ¿Dónde? ¿En Francia? ¿En París?

– Donde quieras.

– Nunca -respondió Adamsberg encogiéndose de hombros.

– Se llama Noëlla Cordel. ¿Te dice algo?

Adamsberg se apartó del cuerpo y se aproximó al superintendente.

– ¿Por qué te empeñas en que me diga algo?

– Hacía seis meses que vivía en Hull. Habrías podido encontrarla por ahí.

– Y tú también. ¿Qué hacía en Hull? ¿Casada? ¿Estudios?

– Había seguido a su chorbo pero comió avena.

– Traduce.

– Le dieron puerta. Trabajaba en un bar de Ottawa. El Caribú. ¿Te recuerda algo?

– Nunca he puesto allí los pies. No juegas limpio, Aurèle. No sé lo que decía esa carta anónima, pero te andas con rodeos.

– ¿Y tú no?

– No. Te contaré todo lo que sé mañana. Es decir, todo lo que pueda ayudarte. Pero ahora quisiera dormir, no me tengo en pie y mi teniente tampoco.

Retancourt, sentada como una masa al fondo de la sala, aguantaba perfectamente.

– Antes charlaremos un poco -declaró Laliberté con una leve sonrisa-. Vayamos al despacho.

– Mierda, Aurèle. Son más de las tres de la madrugada.

– Son las nueve, hora local. No te retendré mucho. Podemos dejar libre a tu teniente, si lo deseas.

– No -dijo súbitamente Adamsberg-. Se queda conmigo.

Laliberté se había arrellanado en su sillón, vagamente imponente, enmarcado por sus dos inspectores, de pie, a ambos lados de su asiento. Adamsberg conocía aquella disposición en triángulo, capaz de impresionar a un sospechoso. No había tenido tiempo de pensar en el alucinante hecho de que Noëlla hubiera sido asesinada en Quebec con un tridente. Se concentraba en el ambiguo comportamiento de Laliberté, que podía indicar que conocía su vínculo con la muchacha. Nada seguro, tampoco. La partida en curso era ardua y era preciso plantar cara a cada una de las palabras del superintendente. Que se hubiera acostado con Noëlla nada tenía que ver con el asesinato. Debía olvidarlo imperativamente, de momento. Y prepararse para cualquier posibilidad, recurriendo al poder de sus fuerzas pasivas, la muralla más segura de su ciudadela interior.

– Pide a tus hombres que se sienten, Aurèle. Conozco el sistema y es molesto. Parece que olvidas que soy poli.

Con un ademán, Laliberté apartó a Portelance y Philippe-Auguste. Provistos de sendos cuadernos, se preparaban para tomar notas.

– ¿Es un interrogatorio? -preguntó Adamsberg señalando a los inspectores-. ¿O una cooperación?

– No me pongas de los nervios, Adamsberg. Escribimos para recordarlo, eso es todo.

– No me toques las narices tú tampoco, Aurèle. Hace veintidós horas que estoy de pie y lo sabes. La carta -añadió-. Enséñame esta carta.

– Voy a leértela -dijo Laliberté abriendo una gruesa carpeta verde-. «Crimen Cordel. Ver al comisario J.-B. Adamsberg, París, Brigada. Se ocupó de ello personalmente.»

– Tendencioso -comentó Adamsberg-. ¿Por eso te comportas como un puerco? En París, dijiste que yo me había encargado del caso. Aquí, pareces pensar que yo me cargué a la mujer.

– No me hagas decir lo que no he dicho.

– No me tomes entonces por gilipollas. Enséñame la carta.

– ¿Quieres verificarla?

– Eso es.

No había ni una sola palabra más en la hoja, procedente de una impresora ordinaria.

– Sacaste huellas, supongo.

– Virgen.

– ¿Cuándo la recibiste?

– Cuando el cuerpo subió.

– ¿De dónde?

– Del agua donde lo habían tirado. Se había helado. ¿Recuerdas el frío de la semana pasada? El cuerpo permaneció atrapado hasta que comenzó el deshielo, y el miércoles encontraron el cadáver. La carta la recibimos al día siguiente por la mañana.

– De modo que la mataron antes de la helada, para que el asesino pudiera arrojarla al agua.

– No. El asesino rompió la superficie helada y la hundió allí, lastrada con unas veinte piedras. El hielo volvió a cerrarse luego, durante la noche, como una tapa.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– A Noëlla Cordel le habían regalado un cinturón nuevo aquel mismo día. Lo llevaba. Sabemos dónde cenó y qué comió. Comprenderás que, con el frío, el contenido del tubo digestivo se conservó como el primer día. Ahora, conocemos la fecha del crimen y la hora. No me toques las narices con eso, te recuerdo que aquí somos unos especialistas.

– ¿Y no te huele mal esa carta anónima que te llega a la mañana siguiente? ¿En cuanto el crimen es anunciado por la prensa?

– Pues no. Recibimos muchas. A la gente le gusta tratar personalmente con los cops.

– Y se entiende.

La expresión de Laliberté se desvió levemente. El superintendente era un hábil jugador pero Adamsberg sabía descubrir los cambios en las miradas con mayor rapidez que el detector de la GRC. Laliberté pasaba al ataque y Adamsberg acrecentó su flema, cruzando los brazos y apoyándose en el respaldo.

– Noëlla Cordel murió la noche del 26 de octubre -dijo simplemente el superintendente-. Entre las diez y media y las once y media de la noche.

Perfecto, si así puede decirse. La última vez que había visto a Noëlla fue cuando huyó por la ventana de guillotina, el viernes 24 por la noche. Había temido que la maldita guillotina cayera sobre él y que Laliberté le anunciara la fecha del 24.

– ¿Es posible ser más preciso con la hora?

– No. Había cenado hacia las siete y media de la tarde y la digestión estaba demasiado avanzada.

– ¿En qué lago la encontrasteis? ¿Lejos de aquí?

En el lago Pink, claro, pensó Adamsberg. ¿Qué otro podía ser?

– Mañana continuaremos -decidió Laliberté levantándose de pronto-. De lo contrario, arremeterás contra los cops quebequeses y dirás que son unos asquerosos. Tenía ganas de contártelo, eso es todo. Os hemos reservado dos habitaciones en el hotel Brébeuf, en el parque del Gatineau. ¿Os parece bien?

– ¿Lo de Brébeuf es el nombre de un tipo?

– Sí, de un francés tozudo como una mula al que los iraqueses se jalaron porque quería predicarles mentiras. Vendremos a buscaros a las dos, para que os recuperéis.

De nuevo amable, el superintendente le tendió la mano.

– Y me soltarás esa historia del tridente.

– Si eres capaz de oírla, Aurèle.

A pesar de sus resoluciones, Adamsberg no tuvo la capacidad de pensar en la pasmosa conjunción que le hacía encontrarse con el Tridente en la otra punta del mundo. Los muertos viajan deprisa, como el relámpago. Había presentido el peligro en la pequeña iglesia de Montreal, mientras Vivaldi le susurraba que Fulgence estaba informado de que volvía a emprender la cacería y le aconsejaba que tuviera cuidado. Vivaldi, el juez, el quinteto, es todo lo que tuvo tiempo de pensar antes de dormirse.

Retancourt llamó a la puerta a las seis de la madrugada, hora local. Con el pelo mojado aún, acababa apenas de vestirse y la perspectiva de iniciar aquella difícil jornada con una conversación con su teniente de acero no le agradaba. Habría preferido tenderse y pensar, es decir, vagabundear entre los millones de partículas de su espíritu, totalmente enmarañadas en sus jodidos alvéolos. Pero Retancourt se sentó pausadamente en la cama, dejó en la mesilla un termo de verdadero café -¿cómo se las había arreglado?-, dos tazas y algunos panecillos frescos.

– He ido a buscarlo abajo -explicó-. Si los dos puercos aparecen, estaremos más tranquilos aquí para charlar. La jeta de Mitch Portelance me cortaría el apetito.

XXXII

Retancourt tragó sin decir palabra la primera taza de café y un panecillo. Adamsberg no ponía nada de su parte para iniciar el diálogo, pero el silencio no molestaba a la teniente.

– Me gustaría comprender -dijo Retancourt tras haber terminado el primer panecillo-. En la Brigada nunca hemos oído hablar de ese asesino con tridente. Es un caso antiguo, supongo. Y, por la mirada que le dirigió usted a la muerta, diría que personal incluso.

– Retancourt, le han asignado esta misión porque Brézillon no permite que sus hombres vayan solos. Pero no le han encargado que recoja mis confidencias.

– Perdón -objetó la teniente-. Estoy aquí para protegerle, o eso me dijo usted. Y si no sé nada, no puedo asegurar la defensa.

– No la necesito en absoluto. Hoy transmitiré mis informaciones a Laliberté y eso será todo.

– ¿Qué informaciones?

– Usted las oirá, como él. Las acepte o no, hará lo que quiera, eso es cosa suya. Y mañana haremos las maletas.

– ¿Ah, sí?

– ¿Por qué no, Retancourt?

– Es usted listo, comisario. No me haga creer que no se ha dado cuenta de nada.

Adamsberg la interrogó con la mirada.

– Laliberté no es ya el mismo hombre -prosiguió-. Ni Portelance, ni Philippe-Auguste. El superintendente se quedó de una pieza cuando usted efectuó aquellas mediciones en el cuerpo. Esperaba otra cosa.

– Ya lo vi.

– Esperaba que usted se desmoronara. Viendo la herida y, luego, viendo el rostro, que procuró desvelar en dos actos. Pero no sucedió así y eso le desconcertó. Le desconcertó, pero no le desanimó. También los inspectores estaban al corriente. No aparté los ojos de ellos.

– Pues no daba esa impresión. Sentada en un rincón y mordisqueando su aburrimiento.

– Era pura astucia -dijo Retancourt sirviendo dos tazas más de café-. Los hombres no prestan atención a una mujer gorda y fea.

– Eso es falso, teniente, y no es lo que yo quería decirle.

– Pero yo sí -dijo ella barriendo la objeción con un ademán distendido-. No la miran, les interesa tanto como un baúl, y la olvidan. Con eso cuento. Añada la apatía, una espalda encorvada, y te asegurarás poder verlo todo sin ser vista. No todo el mundo puede hacerlo y eso me ha prestado considerables servicios.

– ¿Había convertido usted su energía? -preguntó Adamsberg, sonriendo.

– En invisibilidad, sí -confirmó Retancourt seriamente-. Pude observar a Mitch y a Philippe-Auguste con toda tranquilidad. Durante los dos primeros actos, descubrimiento de las heridas y, luego, del rostro, se lanzaron rápidas señales de connivencia. E hicieron lo mismo durante el tercer acto, en la GRC.

– ¿En qué momento?

– Cuando Laliberté le comunicó la fecha del crimen. También entonces les decepcionó su falta de reacción. A mí, no. Dispone usted de una gran capacidad interpretativa, comisario, tanto que parecía auténtica aunque fuese trabajada. Pero necesito saber para seguir currando.

– Usted sólo me acompaña, Retancourt. Su misión se reduce a eso.

– Pertenezco a la Brigada y efectúo mi trabajo. Tengo una idea de lo que buscan, pero necesito su versión. Debería usted confiar en mí.

– ¿Por qué, teniente? No le gusto.

La brusca acusación no turbó a Retancourt.

– No mucho -confirmó-. Pero eso no tiene nada que ver. Es usted mi jefe y hago mi trabajo. Laliberté intenta cazarle, está convencido de que conocía usted a la muchacha.

– Es falso.

– Debería confiar en mí -repitió pausadamente Retancourt-. Sólo se apoya en sí mismo. Es su estilo, pero hoy es un error. A menos que tenga una buena coartada para la noche del 26, a partir de las diez y media.

– ¿Hasta ese punto?

– Eso creo.

– ¿Sospechoso de haber matado a la muchacha? Divaga usted, Retancourt.

– Dígame si la conocía.

Adamsberg guardó silencio.

– Dígamelo, comisario. El torero que no conoce a su animal recibirá, sin duda, una cornada.

Adamsberg observó el rostro redondo de la teniente, decidido e inteligente.

– De acuerdo, teniente, la conocía.

– Mierda -dijo Retancourt.

– Me acechaba, desde los primeros días, en el sendero de paso. Decirle por qué me la llevé al estudio, el domingo siguiente, no viene a cuento. Pero eso es lo que hice. Lamentablemente para mí, estaba como una cabra. Seis días más tarde, me anunciaba un embarazo acompañado de chantaje.

– Feo -declaró Retancourt tomando un segundo panecillo.

– Decidida a subir a nuestro avión, a seguirme hasta París, a instalarse en mi casa y compartir mi vida, dijera yo lo que dijese. Un viejo outaouais, instalado en Sainte-Agathe, le había predicho que yo le estaba destinado. Y ella se había agarrado con uñas y dientes.

– Nunca he conocido esa situación, pero la imagino. ¿Qué hizo usted?

– Intenté hacerla razonar, me negué, la rechacé. A fin de cuentas, huí. Salté por la ventana y corrí como una ardilla.

Retancourt asintió con un gesto y la boca llena.

– ¿Por eso estaba usted ojo avizor en el aeropuerto?

– Me había asegurado que estaría allí. Ahora sé por qué no vino.

– Muerta desde hacía dos días.

– Si Laliberté conociese esta relación, habría vaciado su cartuchera y me lo habría dicho de entrada. De modo que Noëlla no reveló nada a sus amigos, en cualquier caso, no mi nombre. El superintendente no está seguro. Da palos de ciego.

– Pero posee otro elemento que le permite apretarle las tuercas: el tercer acto, sin duda. La noche del 26.

Adamsberg miró fijamente a Retancourt. La noche del 26. No había pensado en ello, aliviado sólo por el hecho de que el crimen no se hubiera cometido el viernes 24 por la noche.

– ¿Está usted al corriente de lo de aquella noche?

– Lo ignoro todo, salvo su hematoma. Pero como Laliberté se guardó la carta hasta el final, deduzco que es importante.

Se acercaba la hora en la que los inspectores de la GRC irían a ocuparse de ellos. Adamsberg resumió rápidamente a su teniente la borrachera del domingo por la noche y sus dos horas y media de amnesia.

– Mierda -repitió Retancourt-. No comprendo qué le lleva a establecer un vínculo entre una muchacha desconocida y un hombre borracho como una cuba en un sendero. Tiene otras bazas, y no tiene por qué mostrarlas. Laliberté utiliza métodos de cazador, y sin duda goza con la captura. Puede hacer que la prueba sea larga.

– Cuidado, Retancourt. No sabe nada de mi amnesia. Sólo Danglard está al corriente.

– Pero sin duda ha recogido algunos datos desde entonces. Su salida de La Esclusa a las diez y cuarto, su llegada al inmueble a las dos menos diez. Es mucho tiempo para un hombre que camina con la cabeza despejada.

– No se preocupe por eso. No olvide que conozco al asesino.

– Es cierto -reconoció Retancourt-. Eso resolverá la cuestión.

– Salvo por un detalle. Una nadería con respecto al asesino, pero que puede funcionar mal.

– ¿No está seguro de usted mismo?

– Sí. Pero mi hombre murió hace dieciséis años.

XXXIII

Fernand Sanscartier y Ginette Saint-Preux se encargaban, esta vez, de acompañar al superintendente. Adamsberg imaginó que se habían presentado voluntarios, el domingo, tal vez para demostrarle su apoyo. Pero sus dos antiguos aliados mostraban una actitud forzada y molesta. Sólo la ardilla de guardia, con su compañera aún, le había saludado amablemente frunciendo el hocico. Un pibe pequeño y bueno, fiel.

– Esta vez te toca a ti, Adamsberg -comenzó Laliberté, cordial-. Exponme los hechos, tus conocimientos, tus sospechas. Right, man?

Amabilidad, apertura. Laliberté utilizaba viejas técnicas. Aquí, la de alternar fases de hostilidad y de relajación. Desestabilizar al detenido, tranquilizarlo, alertarlo de nuevo, desorientarlo. Adamsberg reafirmó sus pensamientos. El superintendente no le haría descarrilar como a un animal asustado, y menos aún con Retancourt a sus espaldas, en la que tenía la extraña sensación de estar apoyándose.

– ¿Día de gracia? -preguntó Adamsberg, sonriendo.

– Día de escucha. Suéltame el rosario.

– Te aviso, Aurèle, que la historia es larga.

– Ok, man, pero, de todos modos, no alargues en exceso tus ideas.

Adamsberg se tomó mucho tiempo para hacer el relato de la sangrienta andadura del juez Fulgence, desde el crimen de 1949 hasta su despertar en Schiltigheim. Sin omitir nada del personaje, de su técnica, de los chivos expiatorios, del travesaño del tridente y del cambio de hojas. Sin ocultar tampoco su impotencia para atrapar al asesino, protegido tras los altos muros de su poder, de su organización y de su extremada movilidad. El superintendente había tomado nota con cierta impaciencia.

– No me tomes por un criticón, pero en tu historia veo tres embrollos -dijo finalmente levantando tres dedos.

«Rigor, rigor y rigor», pensó Adamsberg.

– ¿No pretenderás hacerme creer que un asesino se mueve entre vosotros desde hace cincuenta años?

– ¿Sin que lo hayamos agarrado, quieres decir? Ya te he hablado de su influencia y de los cambios de hoja. Nadie pensó nunca en dudar de la reputación del juez, ni relacionó entre sí los ocho asesinatos. Nueve con el de Schiltigheim. Diez con el de Noëlla Cordel.

– Lo que quiero decir es que tu tipo del carajo no debe de ser, ya, un jovencito.

– Supón que comenzara a los veinte años. Sólo tendría setenta.

– En segundo lugar -encadenó Laliberté señalando sus notas con una cruz-, has currado horas y horas con ese tridente y su travesaño. Por lo demás, la idea del cambio de hoja es cosa tuya, no tienes pruebas.

– Sí. Los límites de longitud y de anchura.

– Precisamente. Pero, esta vez, tu maldito maníaco no habría actuado como de costumbre. La longitud de la línea de las heridas supera la de tu travesaño. 17,2 cm y no 16,9. Lo que significa que tu asesino modifica, como por ensalmo, su rutina. A los setenta años, criss, no es tiempo ya de cambios. ¿Cómo te lo explicas?

– Lo he pensado y sólo encuentro una razón: los controles aéreos. No se ha podido llevar el travesaño. Nadie le habría dejado pasar con semejante barra de hierro. Se ha visto obligado a comprar aquí otro tridente.

– Comprar no, Adamsberg, tomarlo prestado. Recuerda que las heridas tenían tierra. La herramienta no era nueva.

– Eso es.

– Lo que conlleva ya muchas diferencias, y no pequeñas, en la regulada conducta de tu asesino. Añade a ello que no había ningún vagabundo borracho como una cuba junto a la víctima, con el arma en el bolsillo. Nada de chivo expiatorio. A mi entender, las cosas cambian mucho.

– Efecto de las circunstancias. Como todos los superdotados, el juez es dúctil. Tuvo que arreglárselas con el hielo, pues su víctima permaneció apresada más de tres días en el hielo. Y tuvo que arreglárselas en un territorio extranjero.

– Eso es -dijo Laliberté poniendo una nueva cruz en su hoja-. ¿El juez no tiene ya espacio suficiente en tu viejo país? Hasta hoy, mataba en tu casa, ¿no es cierto?

– No lo sé. Te he citado sólo los asesinatos franceses porque no he consultado más que los archivos nacionales. Ignoro si ha matado en Suecia o en Japón.

– Eres un maldito tozudo. Tienes que encontrar siempre una respuesta, ¿no?

– ¿No es eso lo que tú quieres? ¿Que te nombre al asesino? ¿Conoces a muchos tipos que maten con un tridente? Porque, por lo que al arma se refiere, tengo razón, ¿no es cierto?

– Criss, sí, la empitonó una pata de pollo. Por lo que se refiere a saber quién la sujetaba, eso es otra cosa.

– El juez Honoré Guillaume Fulgence. Un verdadero empalador al que agarraré de las narices, te lo garantizo.

– Me gustaría ver tus carpetas -dijo Laliberté balanceándose en su silla-. Las nueve carpetas.

– Te enviaré las copias a mi regreso.

– No, ahora. ¿Podrías pedir a uno de tus hombres que me las mandara por e-mail?

No tenía elección, se dijo Adamsberg siguiendo a Laliberté y a sus inspectores hasta la sala de transmisiones. Pensaba en la muerte de Fulgence. Antes o después, Laliberté lo sabría, como Trabelmann. Lo que más le preocupaba era la carpeta sobre su hermano. Contenía un esbozo del punzón arrojado al Torque, y algunas notas sobre su falso testimonio en el proceso. Documentos estrictamente confidenciales. Sólo Danglard podría sacarle de ésa, si se le ocurría hacer una selección. ¿Y cómo pedírselo ante la mirada de cazador del superintendente? Habría deseado una horita para reflexionar, pero tendría que actuar mucho más deprisa.

– Voy a coger un paquete de mi chaqueta, vuelvo enseguida -dijo saliendo de la estancia.

En el vacío despacho del superintendente, Retancourt dormitaba, algo inclinada en su silla. Adamsberg sacó lentamente varias bolsas de los bolsillos hinchados de su abrigo y se reunió, sin prisas, con los tres oficiales.

– Toma -dijo a Sanscartier tendiéndole las bolsas, con un insensible guiño-. Hay seis frascos. Compártelos con Ginette, si le gustan. Y cuando te falten, llámame.

– ¿Qué le estás dando? -gruñó Laliberté-. ¿Morapio de Francia?

– Jabón de leche de almendras. No se trata de corrupción policial, es para dulcificar el espíritu.

– Criss, Adamsberg, no me hagas reír. Estamos aquí para currar.

– Son más de las diez de la noche en París, y sólo Danglard sabe dónde están mis carpetas. Mejor será que le mande un fax a su domicilio. Lo tendrá cuando se levante y ganarás tiempo.

– Right, man. Como quieras. Escríbele a tu slac.

Adamsberg pudo así redactar para Danglard una petición escrita a mano. La única idea que se le había ocurrido durante su corta misión saponífera, una idea de escolar, ciertamente, pero que podía funcionar. Deformar su caligrafía, que Danglard conocía de memoria, agrandando las P y las O, comienzo y final de la palabra «peligro». La cosa resultaba posible en una nota con palabras como «papeles», «envío», «Laliberté», «inmediatamente», etc. Esperando que Danglard tuviera los ojos muy abiertos, que comprendiera algo, que desconfiara y separara los documentos comprometedores antes de escanearlo todo.

Envió el fax, controlado por el superintendente, que se llevaba las esperanzas del comisario por los cables subatlánticos. Ya sólo debía confiar en la agudeza de su adjunto. Dirigió un breve pensamiento al ángel con espada de Danglard y le conminó a que, por una vez, le pusiera desde el amanecer en plena posesión de su lógica.

– Mañana lo tendrá. No puedo hacer nada más -concluyó Adamsberg levantándose-. Te lo he dicho todo.

– Yo no. Me intriga una cuarta cosa -repuso el superintendente levantando su cuarto dedo. Rigor y rigor.

Adamsberg volvió a sentarse ante el fax y Laliberté permaneció de pie. Un nuevo truco de poli. Adamsberg buscó la mirada de Sanscartier que, inmóvil, estrechaba contra su pecho la bolsa de jabón. Y en aquellos ojos que le parecían expresar siempre una sola y única cosa, bondad, leyó algo distinto. Trampa, tío. Cuidado con tus narices.

– ¿No me has dicho que habías empezado a perseguirle a los dieciocho años? -preguntó Laliberté.

– Sí.

– ¿Y no te parece mucho treinta años de cacería?

– No más que cincuenta años de crímenes. A cada cual su oficio: él insiste y yo insisto.

– ¿Conocéis, en Francia, los expedientes clasificados?

– Sí.

– ¿No has dejado nunca casos sin resolver?

– No muchos.

– Pero ¿has dejado alguno?

– Sí.

– Y entonces, ¿por qué no has dejado éste?

– Ya te lo he dicho, a causa de mi hermano.

Laliberté sonrió, como si acabara de ganar un punto. Adamsberg se volvió hacia Sanscartier. La misma señal.

– ¿Hasta ese punto amabas a tu hermano?

– Sí.

– ¿Querías vengarlo?

– Vengarlo no, Aurèle. Demostrar su inocencia.

– No juegues con las palabras, eso viene a ser lo mismo. ¿Sabes en qué me hace pensar tu investigación? ¿Ese darle vueltas desde hace treinta años?

Adamsberg permaneció en silencio. Sanscartier miraba a su superintendente y toda la dulzura había abandonado sus ojos. Ginette mantenía los suyos clavados en el suelo.

– En una obsesión anormal -declaró Laliberté.

– Eso lo dice tu libro, Aurèle. Pero no el mío.

Laliberté cambió de posición y de ángulo de ataque.

– Ahora te hablo de puerco a puerco. ¿No te parece extraño que tu criminal viajero asesine aquí, precisamente durante la estancia de su perseguidor? Es decir, tú, el puerco obsesionado que le persigue desde hace treinta años. ¿No te parece que, para ser una coincidencia, la cosa rechina?

– Ya lo creo que rechina. Salvo si no lo es. Ya te he dicho que, desde Schiltigheim, Fulgence sabe que estoy de nuevo pisándole los talones.

– Criss! ¿Y ha venido hasta aquí para provocarte? Si tuviera algo de ingenio, aguardaría a que regresaras, ¿no crees? Un tipo que mata cada cuatro o seis años, puede esperar dos semanas, ¿o no?

– No estoy en su piel.

– Eso es lo que me pregunto en este momento.

– Explícate, Aurèle.

– Personalmente, creo que flipas en colores. Y que ves por todas partes a tu tridente del carajo.

– Que te den por el saco, Aurèle. Te he dicho lo que sé y lo que creo. Si no quieres escucharme, me importa un bledo. Haz tu investigación que yo haré la mía.

– Hasta mañana a las nueve -dijo el superintendente, sonriendo de nuevo y tendiéndole la mano-. Tenemos aún una buena panzada por delante. Examinaremos juntos los expedientes.

– Juntos no -dijo Adamsberg levantándose-. Tú estarás todo el día estudiándolos y yo me los sé de memoria. Iré a ver a mi hermano. Nos encontraremos el martes por la mañana.

Laliberté frunció el ceño.

– ¿Soy libre? ¿Sí o no? -preguntó Adamsberg.

– No te pongas nervioso.

– Entonces voy a casa de mi hermano.

– ¿Y dónde está tu hermano?

– En Detroit. ¿Puedes prestarme un coche oficial?

– Es posible.

Adamsberg fue a reunirse con Retancourt, que permanecía sentada como una estaca en el despacho del superintendente.

– Sé que tienes órdenes -dijo Laliberté riéndose-. Pero, no te lo tomes como algo personal, no veo para qué puede servirte tu teniente. No ha inventado la sopa de ajo. Criss, no la querría en mi módulo.

XXXIV

Una vez en su habitación, Adamsberg dudó en llamar a Danglard para recomendarle que apartara los documentos referentes a la investigación sobre su hermano. Pero nada le aseguraba que el teléfono no estuviera pinchado. Cuando Laliberté supiera que Fulgence estaba muerto, las cosas se complicarían mucho más. ¿Y qué? El superintendente no sabía nada de sus relaciones con Noëlla y, de no ser por la carta anónima, no se habría preocupado por él. El martes se separarían tras haberse peleado, como con Trabelmann, y adiós muy buenas, cada cual a su investigación.

Hizo rápidamente su maleta. Pensaba viajar de noche, dormir dos horas por el camino y llegar de madrugada a Detroit, para no correr el riesgo de no encontrar a su hermano. Hacía tanto tiempo que no veía a Raphaël que no sentía ninguna emoción, tan irreal le parecía la empresa. Estaba cambiándose de camiseta cuando Retancourt entró en su habitación.

– Mierda, Retancourt, podría usted llamar.

– Perdón, temía que se hubiera largado ya. ¿A qué hora nos marchamos?

– Me voy solo. Viaje privado, esta vez.

– Tengo órdenes -se obstinó la teniente-. Le acompaño. A todas partes.

– Es usted simpática y colaboradora, Retancourt, pero se trata de mi hermano y no lo he visto desde hace treinta años. Déjeme en paz.

– Lo siento, pero voy. Le dejaré solo con él, no se preocupe.

– Déjeme, teniente.

– Si se empeña, pero tengo las llaves del carro. No irá muy lejos a pie.

Adamsberg dio un paso hacia ella.

– Por muy fortachón que sea, comisario, nunca podrá arrebatarme las llaves. Propongo que renunciemos a este juego de mocosos. Nos marchamos juntos y nos contaremos por el camino.

Adamsberg abandonó. Luchar con Retancourt le llevaría, por lo menos, una hora.

– Muy bien -dijo, resignado-. Puesto que la llevo a la espalda, vaya a hacer su maleta. Tiene tres minutos.

– Está hecha. Le espero en el coche.

Adamsberg terminó de vestirse y se reunió en el aparcamiento con su teniente. Guardaespaldas rubia que había convertido su energía en protección personal, especialmente adhesiva.

– Yo conduciré -anunció Retancourt-. Usted luchó toda la tarde con el superintendente mientras yo dormitaba en mi silla. Estoy perfectamente descansada.

Retancourt hizo retroceder el asiento para instalarse cómodamente y arrancó hacia Detroit. Adamsberg la llamó al orden, recordándole el límite de velocidad de 90 km/h, y ella redujo la velocidad.

A fin de cuentas, a Adamsberg no le disgustaba relajarse un poco. Alargó las piernas y puso las manos en sus muslos.

– No les dijo usted que estaba muerto -advirtió Retancourt tras algunos kilómetros.

– Lo sabrán mañana, muy temprano. Se alarmó usted en vano, Laliberté no tiene contra mí ninguna prueba. Lo que le atormenta es la carta anónima. Despacho con él el martes, y el miércoles despegamos.

– Si despacha con él el martes, no despegaremos el miércoles.

– ¿Por qué no?

– Porque si va el martes, no van a charlar amablemente. Van a inculparle.

– ¿Le gusta a usted dramatizar, Retancourt?

– Observo. Había un coche aparcado delante del hotel. Nos siguen desde Gatineau. Le siguen. Philibert Lafrance y Rhéal Ladouceur.

– Una vigilancia no es una inculpación. Malgasta usted toda su energía en exagerar.

– En la carta anónima, que la Laliberté no deseaba enseñarle, había dos finas franjas negras, a cinco centímetros por arriba y a un centímetro por abajo.

– ¿Una fotocopia?

– Eso es. Con el encabezamiento y el pie de página tapados. Un montaje hecho a toda prisa. El papel, los tipos dactilográficos y la disposición recordaban los de los formularios del cursillo. Yo me encargué del expediente, en París, ¿lo recuerda? Y esta fórmula: «Se encargó de ello personalmente», suena algo quebequés. La carta la fabricó la propia GRC.

– ¿Con qué objetivo?

– Crear un motivo aceptable para que su dirección, la de usted, le enviara aquí. Si Laliberté hubiera revelado sus verdaderas intenciones, Brézillon nunca habría aceptado extraditarle.

– ¿Extraditarme? Corre usted mucho, teniente. Laliberté se pregunta qué hice yo la noche del 26, y lo comprendo. También yo me lo pregunto. Quiere saber qué pude hacer con Noëlla, y lo comprendo igualmente. También yo me hago preguntas. Pero, carajo, Retancourt, no soy un sospechoso.

– Esta tarde se han largado todos al despacho de transmisiones, olvidando en su silla a la gorda Retancourt. ¿Lo recuerda?

– Lo siento, pero no podía usted seguirnos.

– De ningún modo. Yo era ya invisible y ninguno de ellos advirtió que me dejaban allí, sola. Sola y muy cerca de la carpeta verde. He tenido tiempo de hacerlo.

– ¿Qué cosa?

– He fotocopiado. Lo más importante está en mi bolsa.

Adamsberg miró a su teniente, en la penumbra. El coche corría a una velocidad mayor de la autorizada.

– ¿Hace usted eso en la Brigada? ¿Piratear expedientes, por un impulso?

– En la Brigada no estoy en misión de proteger a nadie.

– Reduzca la velocidad. Realmente no es momento de que los inspectores nos pesquen con la bomba de relojería que lleva usted en la bolsa.

– Exactamente -reconoció Retancourt levantando el pie-. Son estos jodidos carros automáticos que me arrastran.

– No sólo le arrastra eso. ¿Imagina usted qué lío si uno de los agentes la hubiera sorprendido en la fotocopiadora?

– ¿Imagina usted el lío si yo no hubiera echado una ojeada al expediente? Era domingo y la GRC estaba vacía. Oía, a lo lejos, el rumor de sus conversaciones. Al menor chirrido de silla, tenía tiempo de dejarlo todo en su lugar. Sé lo que hago.

– No estoy tan seguro.

– Le han investigado. Y mucho. Saben que se acostaba usted con la muchacha.

– ¿Por sus caseros?

– No. Noëlla tenía en el bolso un test de embarazo, una pipeta de orina.

– ¿Lo estaba? ¿Preñada?

– No. No existen test que den la respuesta al cabo de tres días, pero los hombres lo ignoran.

– ¿Y en ese caso por qué llevaba el test? ¿Para su antiguo chorbo?

– Para encasquetárselo a usted. Tome el informe de mi bolsa. La carpeta azul, en la página 10, creo.

Adamsberg abrió la bolsa de Retancourt, que parecía un estuche de supervivencia con pinzas, cuerda, ganchos, maquillaje, tensores, cuchillo, linterna, bolsas de plástico y demás. Encendió la luz del techo y buscó la página 10. «Análisis de orina de Cordel Noëlla. Prueba RRT 3067. Residuos de esperma», leyó rápidamente. «Comparación con muestra STG 6712, toma ropa de cama del estudio Adamsberg Jean-Baptiste. Comparación ADN positiva. Identificación formal del compañero sexual.»

Bajo aquellas líneas figuraban dos esquemas que representaban las secuencias de ADN en veintiocho franjas, una originada por la pipeta y la otra por su sábana. Rigurosamente idénticas. Adamsberg guardó la carpeta y apagó la luz. No le habría intimidado demasiado charlar sobre esperma con su lugarteniente, pero le estaba agradecido de que le hubiera dejado leer la nota en silencio.

– ¿Por qué ha mantenido Laliberté la boca cerrada? -preguntó en voz baja.

– Las tuercas. Se está divirtiendo, comisario. Ve cómo se hunde usted, y eso le gusta. Cuanto más le miente, más aumenta su montón de falsas declaraciones.

– Aun así -suspiró Adamsberg-. Aun sabiendo que me acosté con Noëlla, no tiene ninguna razón para establecer un vínculo con el asesinato. Es una coincidencia.

– A usted no le gustan las coincidencias.

– No.

– Bueno, pues a él tampoco. La muchacha fue descubierta en el sendero de paso.

Adamsberg se petrificó.

– No es posible, Retancourt -susurró.

– Sí, en un laguito de la ribera -dijo ella dulcemente-. ¿Comemos?

– No tengo hambre -dijo Adamsberg en voz baja.

– Muy bien, pues yo voy a comer. De lo contrario no aguantaría, ni usted tampoco.

Retancourt detuvo el coche en un área de estacionamiento y sacó de su bolsa dos bocadillos y dos manzanas. Adamsberg masticaba lentamente, con la mirada perdida.

– Aun así -repitió-… ¿Qué prueba eso? Noëlla estaba metida siempre en ese sendero. De la mañana a la noche. Ella misma hablaba de lo peligroso que era. No era yo el único que lo tomaba.

– Por la noche, sí. Salvo los homosexuales que nada tenían que hacer con Noëlla Cordel. Los cops saben muchas cosas. Que vagó usted tres horas por aquel camino. Entre las diez y media y la una y media de la madrugada.

– No vi nada, Retancourt. Estaba como una cuba, ya se lo he dicho. Sin duda fui de un lado a otro. Tras mi caída, no tenía ya mi linterna. Es decir, su linterna.

Retancourt sacó de la bolsa una botella de vino.

– No sé qué tal estará -dijo-. Beba un traguito.

– No quiero beber más.

– Sólo un traguito. Por favor.

Adamsberg obedeció, bastante desamparado. Retancourt recuperó la botella y volvió a taparla cuidadosamente.

– Interrogaron al camarero de La Esclusa -prosiguió-. A quien usted habría dicho: «Si los puercos se acercan, te empitono».

– Yo hablaba de mi abuela. Una buena mujer.

– Buena o no, la frase no les ha gustado en absoluto.

– ¿Eso es todo, Retancourt?

– No. Saben también que no recuerda usted aquella noche.

Se hizo en el coche un largo silencio. Adamsberg se había apoyado en el respaldo, con los ojos hacia el techo, como un hombre atontado, en estado de choque.

– Sólo hablé de ello con Danglard -dijo sordamente.

– Pues bien, de todos modos lo saben.

– Iba siempre a caminar por aquel sendero -prosiguió con la misma voz átona-. No tienen móvil ni pruebas.

– Tienen un móvil: el test de embarazo, el chantaje.

– Es impensable, Retancourt. Una maquinación, una maquinación diabólica.

– ¿Del juez?

– ¿Por qué no?

– Está muerto, comisario.

– Me importa un bledo. Y no tienen pruebas.

– Sí. La muchacha llevaba un cinturón de cuero, regalado aquel mismo día.

– Él me lo dijo. ¿Y qué?

– Estaba desabrochado. Abandonado entre las hojas, junto al lago.

– ¿Y qué?

– Lo siento, comisario: sus huellas están en él. Las compararon con las que dejó en el estudio.

Adamsberg no se movía ya, sumido en el estupor, aturdido por las olas que caían sobre él, una tras otra.

– Nunca he visto ese cinturón. Nunca lo he desabrochado. No vi a esa chica desde el viernes por la noche.

– Lo sé -murmuró Retancourt como un eco-. Pero sólo puede ofrecerles un viejo muerto como culpable. Y como coartada, la pérdida de la memoria. Dirán que estaba usted obsesionado por el juez, que su hermano había matado, que había perdido usted el control de sí mismo. Que, ante idénticas circunstancias, ebrio, en el bosque, ante una muchacha preñada, reprodujo el acto de Raphaël.

– La trampa se ha cerrado -dijo Adamsberg entornando los ojos.

– Perdone la brutalidad, pero era necesario que lo supiera. El martes le inculparán. La orden ya está lista.

Retancourt lanzó los restos de su manzana por la ventana y arrancó de nuevo. No le ofreció el volante a Adamsberg y él no se lo pidió.

– No lo hice, Retancourt.

– De nada servirá repetírselo a Laliberté. Se pasa por el forro sus negativas.

Adamsberg se incorporó de pronto.

– Pero, teniente, Noëlla fue asesinada con un tridente. ¿De dónde podía sacar yo semejante herramienta? ¿Apareció por los aires, en mi sendero?

Se interrumpió bruscamente y se dejó caer contra el respaldo.

– Diga, comisario.

– Dios mío, la obra.

– ¿Dónde?

– A medio camino había una obra, con un pick-up y algunas herramientas apoyadas en los troncos. Arrancaban los árboles muertos y volvían a plantar arces. Yo lo sabía. Pude pasar por delante, ver a Noëlla, ver el arma y utilizarla. Podrían decirlo, sí. Porque había tierra en las heridas. Porque el tridente era distinto al del juez.

– Podrían decirlo -confirmó Retancourt, con voz grave-. Lo que les ha contado del juez no arregla las cosas, muy al contrario. Una historia loca, improbable, obsesiva. La utilizarán para acusarle. Tenían el móvil inmediato, les ha servido usted el móvil profundo.

– El hombre obnubilado, borracho, amnésico, enloquecido por la muchacha. Yo en el cuerpo de mi hermano. Yo en el cuerpo del juez. Yo descentrado, como una cabra. Estoy jodido, Retancourt. Fulgence me ha despellejado. Y se ha metido en mi piel.

Retancourt condujo un cuarto de hora sin hablar. El abatimiento de Adamsberg exigía, a su entender, el respiro de un largo silencio. Días enteros tal vez, conduciendo hacia Groenlandia, pero ella no tenía tanto tiempo.

– ¿En qué piensa? -prosiguió.

– En mamá.

– Comprendo. Pero no creo que sea un buen momento.

– Piensas en tu madre cuando ya no hay nada que hacer. Y ya no hay nada que hacer.

– Claro que sí. Huir.

– Si huyo, estoy listo. Reconocimiento de culpabilidad.

– Está listo si se presenta usted el martes en la GRC. Se pudrirá aquí hasta el juicio y no tendremos medio alguno de librarle investigando por nuestra parte. Permanecerá en los calabozos canadienses y, cierto día, le trasladarán a Fresnes, con veinte años de reclusión como mínimo. No, hay que huir, largarse de aquí.

– ¿Se da cuenta de lo que está diciendo? ¿Se da cuenta de que, en ese caso, será mi cómplice?

– Perfectamente.

Adamsberg se volvió hacia su teniente.

– ¿Y si hubiera sido yo, Retancourt? -articuló.

– Huir -respondió ella eludiendo la pregunta.

– ¿Y si hubiera sido yo, Retancourt? -insistió levantando el tono.

– Si duda, los dos estamos jodidos.

Adamsberg se inclinó en las sombras para examinarla mejor.

– ¿No duda usted? -preguntó.

– No.

– ¿Por qué? No le gusto y todo indica que fui yo. Pero usted no lo cree.

– No. Usted no mataría.

– ¿Por qué?

Retancourt hizo una breve mueca, como si vacilara sobre la respuesta.

– Digamos que la cosa no le interesa lo bastante.

– ¿Está segura?

– En la medida en que una puede estarlo. A usted le interesa confiar en mí o, efectivamente, está listo. No está usted defendiéndose, está hundiéndose a sí mismo.

En el lodo del lago muerto, pensó Adamsberg.

– No recuerdo aquella noche -repitió como una máquina-. Tenía el rostro y las manos ensangrentados.

– Lo sé. Tienen el testimonio del guarda.

– Tal vez no fuera mi sangre.

– Ya ve usted: se está hundiendo. Lo acepta. La idea penetra en usted como un reptil y lo permite.

– Tal vez la idea esté ya en mí, desde que hice renacer al Tridente. Tal vez estalló cuando vi la herramienta.

– Está cavando su propia tumba -insistió Retancourt-. Coloca usted mismo la cabeza bajo el hacha.

– Ya me doy cuenta.

– Comisario, piénselo pronto. ¿A quién elige? ¿A usted o a mí?

– A usted -respondió Adamsberg instintivamente.

– Huir, entonces.

– Imposible. No son imbéciles.

– Tampoco nosotros.

– Nos están pisando ya los talones.

– No se trata de huir desde Detroit. La orden de detención ha pasado ya a Michigan. Regresaremos el martes por la mañana al hotel Brébeuf, como estaba previsto.

– ¿Y nos largamos por el sótano? Cuando no me vean salir a tiempo, registrarán por todas partes. Pondrán patas arriba mi habitación y todo el edificio. Comprobarán la desaparición de su coche y bloquearán los aeropuertos. Nunca tendré tiempo de despegar. Ni siquiera de abandonar el hotel. Van a tragarme, como al tal Brébeuf.

– Pero no serán ellos quienes nos persigan, comisario. Nosotros los llevaremos a donde queramos.

– ¿Adónde?

– A mi habitación.

– Su habitación es tan pequeña como la mía. ¿Dónde quiere esconderme usted? ¿En el tejado? Subirán.

– Evidentemente.

– ¿Debajo de la cama? ¿En el armario? ¿Encima?

Adamsberg se encogió de hombros, en un movimiento desesperado.

– Encima de mí.

El comisario se volvió hacia su teniente.

– Lo siento -dijo ella-, pero la cosa requerirá sólo dos o tres minutos. No hay otra solución.

– Retancourt, no soy un alfiler para el pelo. ¿En qué piensa transformarme usted?

– Soy yo la que voy a transformarme. En pilar.

XXXV

Retancourt se había detenido dos horas para dormir y entraron en Detroit a las siete de la mañana. La ciudad era tan lúgubre como una vieja duquesa arruinada que llevara todavía jirones de sus vestidos. La mugre y la miseria habían sustituido los caídos fastos de la antigua Detroit.

– Es este edificio -indicó Adamsberg con el plano en la mano.

Examinó el inmueble, alto, bastante ennegrecido pero en buen estado, flanqueado por una cafetería, como si escrutara un edificio histórico. Y lo era, puesto que tras aquellas paredes se movía, dormía y vivía Raphaël.

– Los puercos aparcan veinte metros más atrás -observó Retancourt-. Muy agudos. Pero ¿qué creen? ¿Que ignoramos que les llevamos detrás desde Gatineau?

Adamsberg se había inclinado hacia delante, con los brazos cruzados en su cintura.

– Le dejo ir solo, comisario. Comeré algo en la cafetería mientras le espero.

– No lo consigo -dijo Adamsberg en voz baja-. ¿Y para qué? También yo estoy huyendo.

– Precisamente. Dejará de estar solo, y usted también. Vamos, comisario.

– No lo comprende usted, Retancourt. No lo consigo. Tengo las piernas frías y rígidas, estoy atornillado en el suelo por dos tuercas de hierro.

– ¿Me permite usted? -preguntó la teniente posando cuatro dedos entre sus omoplatos.

Adamsberg asintió con una señal. Transcurridos diez minutos, sintió que una especie de aceite desatascador bajaba por sus muslos y les devolvía la movilidad.

– ¿Eso es lo que le hizo a Danglard, en el avión?

– No. Danglard sólo tenía miedo a morir.

– ¿Y yo, Retancourt?

– Miedo a lo contrario, exactamente.

Adamsberg inclinó la cabeza y salió del coche. Retancourt se disponía a entrar en la cafetería cuando él la detuvo por el brazo.

– Está ahí. En aquella mesa, de espaldas. Estoy seguro.

La teniente observó la silueta que Adamsberg le indicaba. Aquella espalda, sin duda alguna, era la de un hermano. La mano de Adamsberg se cerraba sobre su brazo.

– Entre solo -dijo ella-. Yo regresaré al coche. Hágame una señal cuando pueda reunirme con ustedes. Quisiera verlo.

– ¿A Raphaël?

– Sí, a Raphaël.

Adamsberg empujó la puerta de cristal con las piernas entumecidas aún. Se acercó a Raphaël y puso las manos en sus hombros. El hombre de espaldas no se alteró. Examinó las manos morenas que se habían posado en él.

– ¿Me has encontrado? -preguntó sin moverse.

– Sí.

– Has hecho bien.

Desde el otro lado de la estrecha calle, Retancourt vio que Raphaël se levantaba y los hermanos se abrazaban, mirándose, con los brazos entrelazados y agarrados al cuerpo del otro. Sacó de su bolsa unos pequeños gemelos y los enfocó sobre Raphaël Adamsberg, cuya frente tocaba la de su hermano. El mismo cuerpo, la misma cara. Pero mientras la belleza mudable de Adamsberg emergía como un milagro de sus rasgos caóticos, la de su hermano era inmediata y de trazo regular. Como dos gemelos que hubieran brotado de la misma raíz, uno en pleno desorden, el otro en armonía. Retancourt se movió para tener a Adamsberg de tres cuartos en su línea de visión. Apartó bruscamente los gemelos, alarmada por haberse atrevido a ir demasiado lejos, a través de una emoción robada.

Ahora que estaban sentados, los dos Adamsberg no conseguían soltar sus brazos, formando un círculo cerrado. Retancourt volvió a instalarse en el coche, con un leve estremecimiento. Guardó los gemelos y cerró los ojos.

Tres horas más tarde, Adamsberg había golpeado el cristal del coche y recuperado a su teniente. Raphaël les dio de comer y les sirvió café en el sofá. Los dos hermanos no se alejaban, el uno del otro, más de cincuenta centímetros, había advertido Retancourt.

– ¿Jean-Baptiste será condenado? ¿Seguro? -preguntó Raphaël a la teniente.

– Seguro -confirmó Retancourt-. Queda la huida.

– Huir con una decena de polis vigilando el hotel -explicó Adamsberg.

– Es posible -dijo Retancourt.

– ¿Tiene una idea, Violette? -preguntó Raphaël.

Raphaël, alegando que no era policía ni militar, se había negado a llamar a la teniente por su apellido.

– Esta noche regresamos a Gatineau -explicó Retancourt-. Llegamos al hotel Brébeuf por la mañana, hacia las siete, cándidos y ante sus ojos. Usted, Raphaël, se pone en camino tres horas y media después de nosotros. ¿Es posible?

Raphaël asintió.

– Llega a ese hotel hacia las diez y media. ¿Qué verán los cops? Un nuevo cliente, y les importa un bledo, no le buscan a él. Tanto más cuanto, a esas horas, hay muchas idas y venidas. Los dos puercos que nos siguen no estarán mañana de guardia. Ninguno de los polis al acecho le identificará. Se registra usted con su nombre y toma posesión de su habitación, sencillamente.

– De acuerdo.

– ¿Tiene usted trajes? ¿Trajes de hombre de negocios, con camisa y corbata?

– Tengo tres. Dos grises y uno azul.

– Perfecto. Póngase un traje y lleve otro consigo. El gris. Y también dos abrigos, dos corbatas.

– Retancourt, ¿no irá usted a meter a mi hermano en un lío? -interrumpió Adamsberg.

– No, sólo a los polis de Gatineau. Usted, comisario, en cuanto lleguemos, vacía su habitación, exactamente como si se hubiera largado a toda prisa. Nos libraremos de sus cosas. Tiene usted pocas y eso va bien.

– ¿Hacemos albóndigas con ellas? ¿Nos las comemos?

– Las meteremos en el contenedor de basura del piso, aquel cacharro de acero con un batiente.

– ¿Todo? ¿La ropa, los libros, la maquinilla de afeitar?

– Todo, incluso su arma de servicio. Tiramos sus cosas y salvamos su piel. Nos quedaremos con la cartera y las llaves.

– La bolsa no entrará en el contenedor.

– La dejaremos en mi armario, vacía, como si fuera mía. Las mujeres llevan mucho equipaje.

– ¿Puedo conservar mis relojes?

– Sí.

Los dos hermanos no apartaban los ojos de ella, el uno con una mirada difusa y dulce, el otro clara y brillante. Raphaël Adamsberg tenía la misma flexibilidad apacible que su hermano, pero sus movimientos eran más vivos, sus reacciones más rápidas.

– Los cops nos aguardan en la GRC a las nueve -prosiguió Retancourt, cuya mirada iba del uno al otro-. Tras veinte minutos de retraso, creo que no más, Laliberté intentará ponerse en contacto con el comisario, en el hotel. Al no obtener respuesta, dará la alerta. Los tipos correrán a su habitación. Vacía. El sospechoso habrá desaparecido. Hay que dar esta impresión: que se ha marchado ya, que se ha escurrido entre sus dedos. Hacia las nueve y veinticinco, se plantan en mi habitación, por si usted se hubiera escondido allí.

– Pero ¿escondido dónde, Retancourt? -preguntó Adamsberg con inquietud.

Retancourt levantó la mano.

– Los quebequeses son púdicos y reservados -dijo-. Nada de mujeres desnudas en la primera página de los periódicos o en las orillas de sus lagos. Contaremos con eso, con su pudor. En cambio -dijo volviéndose hacia Adamsberg-, usted y yo tendremos que dejarlo a un lado. No será momento para mostrarnos mojigatos. Y si lo es usted, recuerde simplemente que se juega la cabeza.

– Lo recuerdo.

– Cuando los puercos entren, yo estaré en el cuarto de baño y, más exactamente, en la bañera, con la puerta abierta. No tenemos elección.

– ¿Y Jean-Baptiste? -preguntó Raphaël.

– Escondido detrás de la puerta abierta. Al verme, los polis retroceden por la habitación. Yo grito, les insulto por su falta de consideración. Desde la habitación, se excusan, farfullan, me explican que buscan al comisario. Yo no estoy al corriente de nada, me ha ordenado que permanezca en el hotel. Quieren registrar el hotel. Muy bien, pero que me dejen al menos tiempo para vestirme. Retroceden un poco más para dejarme salir de la bañera y cerrar la puerta. ¿Todo va bien, hasta aquí?

– La sigo -dijo Raphaël.

– Me pongo un albornoz, un albornoz muy grande que me llega hasta los pies. Raphaël tendrá que comprarlo aquí. Le daré mis medidas.

– ¿De qué color? -preguntó Raphaël.

Lo precavido de la pregunta frenó el impulso táctico de Retancourt.

– Amarillo pálido, si no le molesta.

– Amarillo pálido -confirmó Raphaël-. ¿Y luego?

– El comisario y yo estamos en el cuarto de baño, con la puerta cerrada. Los cops están en la habitación. ¿Capta bien la situación, comisario?

– Precisamente, me pierdo aquí. En estos cuartos de baño hay un armario de espejo, otro empotrado y nada más. ¿Dónde quiere usted que me meta? ¿En el baño de espuma?

– Ya se lo he dicho, sobre mí. O, más bien, detrás de mí. Formaremos un solo cuerpo, de pie. Les hago entrar y me mantengo, escandalizada, en la esquina del fondo, con la espalda en la pared. No son imbéciles, examinan a fondo el cuarto de baño, miran detrás de la puerta, meten el brazo en el agua de la bañera. Yo aumento su turbación dejando que el albornoz se abra. No se atreverán a echarme una ojeada, no se atreverán a dar la impresión de ser unos mirones. Se muestran muy melindrosos en ese punto y será nuestra mejor baza. Una vez registrado el cuarto de baño, salen y dejan que me vista, con la puerta cerrada de nuevo. Mientras registran la habitación, yo salgo, vestida esta vez, dejando la puerta abierta con naturalidad. Usted se ha vuelto a esconder detrás de esa puerta.

– Teniente, no he captado la etapa de «ser un solo cuerpo» -dijo Adamsberg.

– ¿Nunca ha hecho usted un combate cerrado? ¿Lo del agresor que te agarra por detrás?

– No, nunca.

– Le enseñaré la postura -dijo Retancourt, levantándose-. Despersonalicemos. Un individuo de pie. Yo. Grande y gorda, es una suerte. Otro individuo más ligero y más pequeño. Usted. Usted está debajo del albornoz. La cabeza y los hombros se apoyan en mi espalda, sus brazos, muy apretados, me rodean la cintura, es decir, que se hunden en mi vientre, invisibles. Ahora, sus piernas. Están apoyadas detrás de las mías, con los pies levantados del suelo, pegados a mis pantorrillas. Me mantengo en un rincón de la estancia, con los brazos cruzados y las piernas algo abiertas, para que mi centro de gravedad quede más bajo. ¿Me sigue usted?

– Dios mío, Retancourt. ¿Quiere usted que me pegue como un mono a su espalda?

– Que se pegue como un lenguado, incluso. «Pegarse», ése es el concepto. Durará pocos minutos, dos como máximo. El cuarto de baño es minúsculo y el registro será rápido. No me mirarán. No me moveré. Ni usted tampoco.

– Es absurdo, Retancourt, se verá.

– No se verá. Soy gorda. Iré envuelta en el albornoz, apostada en la esquina, de frente. Para que no resbale usted por mi piel, me pondré un cinturón debajo del albornoz, al que podrá agarrarse. Con él sujetaremos también su cartera.

– Demasiado peso que soportar -dijo Adamsberg agitando la cabeza-. Peso setenta y dos kilos, ¿se da usted cuenta? No va a funcionar, es una locura.

– Funcionará porque lo he hecho ya dos veces, comisario. Con mi hermano, cuando los maderos lo buscaban por una tontería u otra. A los diecinueve años, tenía aproximadamente su tamaño y pesaba setenta y nueve kilos. Yo me ponía la bata de mi padre y él se pegaba a mi espalda. Aguantábamos cuatro minutos sin inmutarnos. Si eso puede tranquilizarle.

– Si Violette lo dice… -intervino Raphaël, algo asustado.

– Si ella lo dice… -repitió Adamsberg.

– Debo precisar algo antes de que nos pongamos de acuerdo. No podemos permitirnos andar con astucias y fallar. La verosimilitud es nuestra arma. Estaré realmente desnuda en el baño, claro está, y por lo tanto realmente desnuda bajo el albornoz. Y usted se agarrará realmente a mi espalda. Aceptaré el calzoncillo, pero ninguna prenda más. Por una parte, la ropa resbala; por la otra, impide que el tejido del albornoz caiga con normalidad.

– Arrugas extrañas -dijo Raphaël.

– Exactamente. No correremos ese riesgo. Sé lo que tiene de embarazoso, pero no creo que sea el momento de turbarse. Tenemos que ponernos de acuerdo en eso antes.

– Eso no me turba -vaciló Adamsberg-, si no le turba a usted.

– Crié a cuatro hermanos y, en ciertas condiciones extremas, considero que la turbación es un lujo. Estamos en condiciones extremas.

– Pero carajo, Retancourt, aunque salgan de su habitación con las manos vacías, no por ello aflojarán la vigilancia. Van a poner patas arriba todo el hotel Brébeuf, del sótano al desván.

– Sí, evidentemente.

– De modo que, con cuerpo a cuerpo o sin él, no podré salir del edificio.

– Saldrá él -dijo Retancourt, señalando a Raphaël-. Es decir, usted en él. Abandonará el hotel a las once, con su traje, su corbata, sus zapatos y su abrigo. Le cortaré el cabello como a él, en cuanto lleguemos. Pasará perfectamente. De lejos, no es fácil distinguirles. Y, para ellos, va usted vestido como un pordiosero. Los cops habrán visto ya al hombre de negocios del traje azul entrando a las diez y media. Saldrá a las once y les importará un pimiento. El hombre de negocios, es decir, usted, comisario, llegará tranquilamente a su coche.

Los dos Adamsberg, sentados uno junto a otro, escuchaban atentamente a la teniente, casi subyugados. Adamsberg comenzaba a evaluar el plan de Retancourt, basado en dos elementos por lo general contrarios: la enormidad y la finura. Aliados, componían una fuerza imprevisible, un golpe de ariete asestado con la minuciosidad de una aguja.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, a quien el proyecto devolvía cierto vigor.

– Sube usted al coche de Raphaël, lo deja en Ottawa, en la esquina de North Street y del bulevar Laurier. Allí, toma usted el autobús de las once cuarenta hacia Montreal. Raphaël, el de verdad, partirá mucho más tarde, al anochecer o al día siguiente por la mañana. Los cops habrán levantado la guardia. Recuperará su coche y regresará a Detroit.

– Pero ¿por qué no hacer algo más simple? -propuso Adamsberg-. Raphaël llega antes de que llame el superintendente. Me pongo su ropa, tomo su coche y me largo antes de la alerta. Y él se va inmediatamente después, en el autobús. Nos ahorraríamos el riesgo del combate cuerpo a cuerpo en el cuarto de baño. Cuando aparezcan, no quedará ya nadie, ni él ni yo.

– Salvo su nombre en el registro o, si viene como visitante, ese rapidísimo paso. No lo complico por gusto, comisario, sino para no meter a Raphaël en un lío. Si llega antes de que se advierta la fuga, lo descubrirán inmediatamente. Los cops interrogarán al recepcionista y sabrán así que un tal Raphaël Adamsberg se ha presentado por la mañana, en el hotel, para marcharse enseguida. O que un visitante ha preguntado por usted. Es grave. Captarán la jugarreta de la sustitución y Raphaël será detenido en Detroit, con una acusación de complicidad encima. En cambio, si llega una vez hayan registrado las habitaciones y descubierto la fuga, pasará desapercibido entre los clientes y no se le considerará responsable de nada. En el peor de los casos, si los cops se fijan más tarde en su nombre, sólo podrán reprocharle haber ido a visitar a su hermano y no haberlo encontrado, y eso no es un delito.

Adamsberg miró atentamente a Retancourt.

– Es evidente -dijo-. Raphaël debe llegar más tarde, tendría que haberlo pensado. Soy detective, a fin de cuentas. ¿No sé ya razonar, acaso?

– Como poli, no -respondió suavemente Retancourt-. Reacciona usted como un criminal acosado, no como un poli. Provisionalmente ha cambiado de terreno, está del lado desfavorable, donde se tiene el sol de frente. Recuperará su punto de vista en cuanto llegue a París.

Adamsberg asintió. Criminal acorralado y reflejos de huida, sin visión de conjunto ni coordinación de los detalles.

– ¿Y usted? ¿Cuándo podrá largarse?

– Cuando hayan acabado de explorar la zona y comprendido su desgracia. Levantarán la vigilancia para buscarle por carreteras y aeropuertos. Me reuniré con usted en Montreal, en cuanto hayan levantado el cerco.

– ¿Dónde?

– En casa de un buen amigo. Carezco de talento para conseguir ligues de sendero, pero consigo amigos en cada puerto. Por una parte, porque me gusta; luego, porque puede ser útil. Basile, sin duda, nos acogerá.

– Perfecto -murmuró Raphaël-, perfecto.

Adamsberg inclinó la cabeza en silencio.

– Raphaël -dijo Retancourt levantándose-, ¿podría prestarme una habitación? Me gustaría dormir. Debemos viajar toda la noche.

– Tú también -dijo Raphaël a su hermano-. Mientras descansáis iré a buscar el albornoz.

Retancourt anotó sus medidas en un papel.

– No creo que nuestros dos perseguidores le sigan -dijo-. Se quedarán vigilando el edificio. Pero vuelva con provisiones, pan, verdura. Eso lo hará más verosímil.

Tendido en la cama de su hermano, Adamsberg no era capaz de dormir. Su noche del 26 le acosaba como un dolor físico. Ebrio en aquel sendero y enfadado con Noëlla y con el mundo. Con Danglard, Camille, el nuevo padre y Fulgence. Una verdadera bola de odio que ya no controlaba, y desde hacía ya un buen rato. La obra. Sin duda, un tridente. Puede ser útil para arrancar árboles. Lo había visto al hablar con el guarda o al atravesar el bosque. Sabía que estaba allí. Andar borracho como una cuba por la noche, devorado por la obsesión del juez y la necesidad de encontrar a su hermano. Divisar a Noëlla acechándolo como una presa. La bola de odio estalla, se abre camino hacia su hermano, el juez entra en su piel. Toma el arma. ¿Hay alguien más en el sendero desierto? Deja sin sentido a la muchacha. Arranca aquel cinturón de cuero que le impide acceder al vientre. Lo arroja sobre las hojas. Y mata, clavándole el tridente. Rompe el hielo del lago, hunde allí a la muerta y arroja piedras encima. Exactamente como había hecho, treinta años antes, en el Torque, con el punzón de Raphaël. Los mismos gestos. Arroja el tridente al Outaouais, que lo arrastra en sus cascadas hacia el San Lorenzo. Luego vagabundea, camina, cae en la inconsciencia y en un deseo de olvido. Cuando despierta, todo se ha sumido en las inaccesibles profundidades de la memoria.

Adamsberg se sintió helado y se cubrió con el edredón. Huir. El cuerpo a cuerpo. Pegarse desnudo a la piel de esa mujer. Condiciones extremas. Huir y vivir como un asesino acosado; tal vez lo fuese.

Cambio de territorio, cambio de ángulo de visión. Vuelve a ser poli por unos segundos. Una de las preguntas que había hecho a Retancourt, olvidada en la catastrófica oleada de la carpeta verde, regresó al escenario de sus pensamientos. ¿Cómo había sabido Laliberté que él no recordaba nada de esa noche? Porque alguien se lo había dicho. Y era algo que sólo Danglard sabía. ¿Y quién había podido sugerir al superintendente el carácter obsesivo de su persecución? Sólo Danglard conocía el poder del juez sobre su vida. Danglard, que se oponía a él, desde haría un año, defendiendo a Camille. Danglard, que había elegido su bando, que le había insultado. Adamsberg cerró los ojos y se puso los brazos en la cara. El puro Adrien Danglard. Su noble y fiel adjunto.

A las seis de la tarde, Raphaël entró en la habitación. Miró un momento a su hermano que dormía, observando aquel rostro por el que asomaba su infancia. Se sentó en la cama y sacudió suavemente a Adamsberg por el hombro.

El comisario se incorporó sobre un codo.

– Es hora de partir, Jean-Baptiste.

– Hora de huir -dijo Adamsberg sentándose y buscando sus zapatos en la oscuridad.

– Es culpa mía -dijo Raphaël tras un silencio-. Te he jodido la vida.

– No digas esas cosas. No has jodido nada en absoluto.

– Te he jodido.

– En absoluto.

– Sí. Y has venido a reunirte conmigo en el lodazal del Torque.

Adamsberg se ató lentamente uno de los zapatos.

– ¿Crees que es posible? -preguntó-. ¿Crees que la he matado?

– ¿Y yo? ¿Crees que la maté?

Adamsberg miró a su hermano.

– No habrías podido golpear tres veces, en línea.

– ¿Recuerdas qué guapa era, Lise? Ligera y apasionada como el viento.

– Pero yo no amaba a Noëlla. Y tenía un tridente. Era posible.

– Sólo posible.

– ¿Posible o muy posible? ¿Muy posible o muy cierto, Raphaël?

Raphaël apoyó el mentón en su mano.

– Mi respuesta es tu respuesta -dijo.

Adamsberg se ató el segundo zapato.

– ¿Recuerdas cuando un mosquito se metió hasta el fondo, en tu oído, durante horas?

– Sí -dijo Raphaël sonriendo-. Su zumbido me volvía loco.

– Y temíamos que te volvieras realmente loco antes de que el mosquito muriera. Dejamos la casa completamente a oscuras, y mantuve una vela muy cerca de tu oreja. Fue una idea del cura Grégoire: «Vamos a exorcizarte, muchacho». Sus chistes de cura, vamos. ¿Lo recuerdas? Y el mosquito se arrastró por el canal hasta la llama. Y se quemó las alas con un ruidito. ¿Te acuerdas del ruidito?

– Sí. Grégoire dijo: «El diablo crepita en el fuego del infierno». Sus chistes de cura, vamos.

Adamsberg tomó el jersey y la chaqueta.

– ¿Crees que es posible, muy posible? -prosiguió-. ¿Sacar a nuestro demonio de su túnel con una lucecita?

– Siempre que esté en nuestro oído.

– Lo está, Raphaël.

– Ya sé. Por la noche lo oigo.

Adamsberg se puso la chaqueta y volvió a sentarse junto a su hermano.

– ¿Crees que lo haremos salir?

– Si existe, Jean-Baptiste. Si no somos nosotros.

– Sólo dos personas lo creen. Un sargento algo bobo y una anciana algo descentrada.

– Y Violette.

– No sé si Retancourt me ayuda por deber o por convicción.

– No importa, síguela. Es una mujer magnífica.

– ¿En qué sentido? ¿Te parece guapa? -preguntó Adamsberg, pasmado.

– Guapa también, sí, claro.

– ¿Y su plan? ¿Crees que puede funcionar?

Tuvo la impresión, al murmurar esa frase, de encontrarse, de muy joven, con su hermano, maquinando sus fechorías en un repliegue de la montaña. Zambullirse lo más posible en el Torque, vengarse de la rapacidad de la tendera, grabar unos cuernos en la puerta del juez, escapar de noche, sin despertar a nadie. Raphaël vaciló.

– Si Violette puede aguantar tu peso…

Los dos hermanos se apretaron las manos, con los pulgares entremezclados, como hacían de pequeños antes de zambullirse en el Torque.

XXXVI

Adamsberg y Retancourt se relevaron en el camino de regreso, llevando detrás el coche de Lafrance y Ladouceur. El comisario despertó a Retancourt cuando tuvieron a la vista Gatineau. La había dejado dormir el mayor tiempo posible, tanto temía que flaqueara bajo su peso.

– ¿Está usted segura -dijo- de que el tal Basile me acogerá? Llegaré antes que usted, solo.

– Le escribiré una nota. Usted le explicará que es mi jefe y que yo le envío. Desde allí, llamaremos a Danglard para obtener, lo antes posible, documentación falsa.

– A Danglard no. No se ponga en contacto con él bajo ningún pretexto.

– ¿Por qué no?

– Nadie más sabía que yo había perdido la memoria.

– Danglard es fiel entre los fieles -dijo Retancourt, escandalizada-. Está a su lado, no tiene ni una sola razón para venderle a Laliberté.

– Sí, Retancourt. Desde hace un año, Danglard me guarda rencor. No sé hasta qué punto.

– ¿A causa de aquel desacuerdo? ¿A causa de Camille?

– ¿De dónde lo ha sacado usted?

– Algunos rumores en la Sala de los Chismes. Aquella estancia es una verdadera incubadora, todo nace, todo crece. A veces, también buenas ideas. Pero Danglard no murmura. Es leal.

La teniente fruncía el ceño.

– No estoy seguro -dijo Adamsberg-. Pero no le llame.

A las siete y cuarenta y cinco, la habitación de Adamsberg había sido vaciada y Retancourt le estaba cortando el pelo al comisario, sólo en calzoncillos y con sus dos relojes. Arrojaba cuidadosamente los mechones en el retrete para no dejar rastro alguno.

– ¿Dónde aprendió a cortar el pelo?

– Con un peluquero, antes de dedicarme a los masajes.

Probablemente Retancourt había vivido varias vidas, se dijo Adamsberg. Dejaba que le inclinara la cabeza en todas direcciones, apaciguado por los leves gestos y el ruido regular de las tijeras. A las ocho y diez, le llevó ante el espejo.

– Es exactamente su corte, ¿no? -preguntó con la ilusión de una muchacha que acaba de pasar un examen.

Exactamente. Raphaël llevaba el pelo más corto que él y limpiamente escalonado en la parte trasera.

Adamsberg se encontraba distinto, más severo y más presentable. Sí, vestido con un traje y una corbata, y siendo tan pocos los metros que debería recorrer hasta el coche, los cops no reaccionarían, sobre todo porque, a las once, estarían ya convencidos de que había huido mucho antes.

– Era fácil -dijo Retancourt, sonriente aún, sin que la inminente sucesión de operaciones pareciese preocuparla.

A las nueve y diez, la teniente estaba ya metida dentro del agua y Adamsberg escondido detrás de la puerta, ambos en absoluto silencio.

Adamsberg levantó lentamente el brazo para echar una ojeada a sus relojes. Las nueve y veinticuatro y medio. Tres minutos más tarde, los cops se plantaban en la habitación. Retancourt le había recomendado que se obligara a respirar lentamente, y lo hizo.

El retroceso de los polis ante el cuarto de baño abierto y los insultos de Retancourt por el ultraje se produjeron como estaba previsto. La teniente les cerró la puerta en las narices y, menos de veinte segundos más tarde adoptaban la postura del cuerpo a cuerpo, pegado como un lenguado. Con voz maliciosa, Retancourt dio permiso para entrar y terminar de una vez, cielo santo. Adamsberg se agarraba firmemente al talle y al cinturón, sus pies no tocaban el suelo, su mejilla se aplastaba contra la espalda mojada. Había previsto que su empapada teniente se derrumbaría en cuanto hubiera separado del suelo la planta de sus pies, pero nada de eso ocurrió. El efecto pilar anunciado por Retancourt actuaba de lleno. Se sentía suspendido tan sólidamente como del tronco de un arce. La teniente ni siquiera vacilaba, no se apoyaba en la pared. Se mantenía erguida, con los brazos cruzados sobre el albornoz, sin que ni uno solo de sus músculos temblara. Aquella sensación de perfecta solidez dejó pasmado a Adamsberg y le calmó súbitamente. Tenía la impresión de que hubiera podido pasar una hora así, cómodamente instalado, sin correr riesgo alguno. Justo cuando acababa de impregnarse de aquella sensación de inmutable estabilidad, el puerco concluyó su inspección y volvió a cerrar la puerta ante Retancourt. Ella se vistió rápidamente y regresó a la habitación, sin dejar de abroncar a los tres polis por haberla sorprendido, sin miramientos, en su baño.

– Hemos llamado antes de entrar -decía una desconocida voz de puerco.

– ¡No lo he oído! -gritó Retancourt-. Y no desordenen mis cosas. Les repito que el comisario me ha dejado aquí. Quería estar solo con su superintendente, esta mañana.

– ¿Qué hora marcaba su reloj cuando se lo ha dicho?

– Cuando hemos estacionado ante el hotel, hacia las siete. Ahora debe de estar con Laliberté.

– Criss! ¡No está en la GRC! ¡Su boss ha puesto pies en polvorosa!

Desde la puerta tras la que se escondía, Adamsberg comprendió que Retancourt fingía un silencio sorprendido y extrañado.

– Debía acudir a la cita a las nueve -afirmó-. De todos modos, lo sé.

– ¡No, maldita sea! ¡Nos ha hecho el truco del oso y se ha largado!

– No, no me habría dejado aquí. Trabajamos siempre en pareja.

– Encienda sus lucecitas, teniente. Su boss del carajo es de la piel del diablo y le ha tomado el pelo.

– No comprendo -insistió Retancourt, tozuda.

Otro policía -la voz de Philippe-Auguste, le pareció a Adamsberg- la interrumpió.

– Nada en ninguna parte -dijo.

– Nada -confirmó el tercero, la seca voz de Portelance.

– No te preocupes -respondió el primero-. Cuando le agarremos, tendrá lo suyo. Fuera, muchachos, a registrar el hotel.

Cerró la puerta, tras haberse excusado, una vez más, por su torpe irrupción.

A las once, con traje gris, camisa blanca y corbata, Adamsberg se dirigía tranquilamente hacia el coche de su hermano. Algunos puercos se movían en todas direcciones y ni siquiera les concedió una mirada. A las once y cuarenta, su autobús se ponía en marcha hacia Montreal. Retancourt le había recomendado que bajara una parada antes de la terminal. Sólo llevaba en el bolsillo la dirección de Basile y una nota de Retancourt.

Siguiendo con los ojos los árboles que desfilaban por la carretera, pensó que nunca había encontrado abrigo más sólido y protector que el blanco cuerpo de Retancourt. Que valía mucho más, incluso, que las hondonadas montañosas donde se refugiaba el tío abuelo. ¿Cómo había podido aguantar su peso? La cosa seguía siendo un misterio. Que toda la química de Voisenet nunca podría aclarar.

XXXVII

Louisseize y Sanscartier iban a informar, sin convicción, al despacho de Laliberté.

– El boss está a punto de estallar -dijo Louisseize en voz baja.

– Maldice como un demonio desde esta mañana -respondió Sanscartier sonriendo.

– ¿Y eso te divierte?

– Lo que me divierte, Berthe, es que Adamsberg nos ha dado esquinazo. Le ha hecho una buena jugarreta a Laliberté.

– No te impido reír pero, ahora, nos tocará a nosotros aguantar el chaparrón.

– No es culpa nuestra, Berthe, lo hemos hecho lo best que hemos podido. ¿Quieres que hable con él? Yo no le temo.

De pie en su despacho, Laliberté terminaba de soltar sus órdenes: difusión de la fotografía del sospechoso, barreras en las carreteras, controles en todos los aeropuertos.

– ¿Bueno? -gritó mientras colgaba-. ¿Cómo ha ido eso?

– Hemos registrado todo el parque, superintendente -respondió Sanscartier-. Nada. Tal vez haya querido dar una caminata y haya tenido un accidente. Tal vez haya encontrado un oso.

El superintendente se volvió como un bloque hacia el sargento.

– Te has vuelto completamente majara, Sanscartier. ¿Sigues sin comprender que se ha dado el piro?

– No estamos seguros. Estaba decidido a regresar. Cumple sus promesas, nos hizo llegar las carpetas sobre el juez.

Laliberté dio un puñetazo en su mesa.

– ¡ Su historia no es más que un cuento! Check eso -le dijo tendiéndole una hoja-. Su asesino murió hace dieciséis años, de modo que siéntate encima y dale un meneo.

Sanscartier comprobó sin ningún asombro la fecha del fallecimiento del juez, e inclinó la cabeza.

– Tal vez el juez tenga un imitador -propuso suavemente-. La historia del tridente se sostenía.

– Es un caso del año del catapún. ¡Nos ha tomado el pelo, eso es todo!

– No tengo la sensación de que mintiera.

– Pues si no quería colárnosla, peor aún. Es que tiene los sesos hirviendo y le ha dado un arrechucho.

– No me parece que esté loco.

– No quieras que los peces se rían, Sanscartier. Es una historia sin ton ni son. No puedo tragarla ni como un cuento.

– De todos modos, no inventó esos crímenes.

– Desde hace unos días, sargento, pareces tener dos caras -dijo Laliberté ordenándole que se sentase-. Y el barril de mi paciencia comienza a sonar a hueco. De modo que escucha y emplea la lógica. Aquella noche, Adamsberg se había puesto las botas empinando el codo, ¿correcto? Había bebido tanto que se había llenado como un huevo. Cuando salió de La Esclusa, caminaba haciendo eses, ni siquiera podía hablar. Eso dijo el camarero, ¿correcto?

– Correcto.

– Y estaba agresivo. «Si los puercos se acercan, te empitono.» «Te empitono», Sanscartier, ¿qué te dice eso? ¿Un arma?

Sanscartier asintió.

– Tenía relaciones con la rubia. Y la rubia frecuentaba el sendero, ¿correcto?

– Correcto.

– Tal vez le dio puerta. Tal vez estaba celoso como un palomo y se le fue la chaveta. ¿Posible?

– Sí -dijo Sanscartier.

– O tal vez, y eso es lo que yo creo, la muchacha le soltó un puñado de tonterías, fingiendo que la había preñado. Tal vez quisiera casarlo por la fuerza. Y la cosa se puso de perros. No se la pegó contra una rama, Sanscartier, se peleó con ella.

– Ni siquiera sabemos si se encontraron.

– ¿A qué vienen esas bobadas?

– Digo que, a día de hoy, no tenemos pruebas.

– Estoy hasta el gorro de tus objeciones, Sanscartier. ¡Tenemos montones de pruebas! ¡Tenemos sus huellas en el cinturón!

– Quizás las hubiera dejado antes. Porque la conocía.

– ¿Tienes obstruidos los dos agujeros, sargento? Acababan de regalarle el cinturón. En un momento dado, por el sendero, vio a la muchacha. Y así, por las buenas, se meó en las botas y la mató.

– Comprendo, superintendente, pero no puedo creerlo. No puedo relacionar a Adamsberg con un crimen.

– No te embrolles con tus ideas. Le conocías desde hace quince días, ¿qué sabes de él? Nada. Es traidor como un buey flaco. Y el maldito perro la mató. Una prueba de que le falta un tornillo: ni siquiera sabe lo que hizo aquella noche. Ha pasado el trapo por la pizarra. ¿Correcto?

– Sí -dijo Sanscartier.

– Entonces, va usted a agarrarme al muy maldito. Rómpase la cara y hágame overtime hasta que el tipo esté en la nevera.

XXXVIII

Recibir a un individuo extenuado y sin equipaje no molestó a Basile, puesto que el hombre le era recomendado en una nota de Violette, como si fuera un salvoconducto gubernamental.

– ¿Servirá eso? -preguntó abriéndole la puerta de una pequeña habitación.

– Sí. Muchas gracias, Basile.

– Comerás algo antes de acostarte. Violette es toda una mujer, ¿eh?

– Una diosa Tierra, podríamos decir.

– ¿Y así es como ha conseguido pegársela a todos los cops de Gatineau? -preguntó Basile, muy divertido.

De modo que Basile estaba al corriente de lo esencial… Era un tipo pequeño y de tez rosada, con los ojos agrandados por unas gafas de montura roja.

– ¿Puedes contarme su truco? -dijo.

Adamsberg le resumió en dos palabras la operación.

– No -dijo Basile sirviendo unos sándwiches-. No lo resumas, cuéntamelo con todos los detalles.

Adamsberg relató la epopeya Retancourt, desde su sistema de invisibilidad en la GRC hasta su sistema de pilar. Lo que Adamsberg consideraba una catástrofe divertía mucho a Basile.

– No puedo comprender -dijo para terminar- cómo no se ha caído. Peso setenta y dos kilos.

– Debes comprender que Violette tiene experiencia. Convierte su energía en lo que ella quiere.

– Lo sé. Es mi teniente.

Era, pensó al entrar en la habitación. Pues aunque consiguiera cruzar el Atlántico, no iba a sentarse otra vez en la Brigada, con las piernas sobre la mesa. Criminal huido, a la fuga. Más tarde, se dijo. Seleccionar las muestras, cortarlas en finas láminas. Colocarlas una a una en los alvéolos.

Retancourt se reunió con ellos hacia las nueve de la noche. Entusiasta, Basile había preparado ya su habitación, la cena y obedecido sus órdenes. Había conseguido para Adamsberg ropa, maquinilla de afeitar, artículos de aseo y lo necesario para aguantar una semana.

– Cojonudo -dijo Retancourt a Adamsberg, comiendo las crepes con jarabe de arce que Basile había cocinado.

Lo que recordó a Adamsberg que no había comprado aún el jarabe para Clémentine. Se había convertido en una misión imposible.

– Los cops han vuelto a visitarme hacia las tres. Yo estaba leyendo en la cama, terriblemente preocupada y convencida de que había tenido usted un accidente. Un teniente que se hacía mala sangre a causa de su superior. Pobre Ginette, casi le he dado pena. Sanscartier iba con ellos.

– ¿Cómo estaba? -preguntó rápidamente Adamsberg.

– Desolado. Me ha parecido que le caía usted bien.

– Es recíproco -dijo Adamsberg, imaginando las angustias del sargento al descubrir que su nuevo amigo había ensartado a una muchacha con un tridente, por las buenas.

– Desolado y poco convencido -precisó Retancourt.

– En la GRC, algunos le toman por un bobo. Portelance dice que tiene agua en la cabeza.

– Pues bien, se equivoca de medio a medio.

– ¿Y Sanscartier no compartía su opinión?

– Eso parecía. Hacía lo menos posible, como si no quisiera ensuciarse las manos. No participar, no ser de ellos. Olía a almendras dulces.

Adamsberg rechazó la segunda ronda de crepes. Pensar en que Sanscartier el Bueno, cubierto de leche de almendras, no le había arrojado a los perros le hizo bien; al menos un poco.

– Por lo que he podido oír en el pasillo, Laliberté se subía por las paredes. Han abandonado la vigilancia dos horas después y se han ido del parque. Me he largado tranquilamente. El coche de Raphaël estaba de nuevo en el aparcamiento del hotel. Ha podido pasar entre las mallas de la red. Es guapo, su hermano.

– Sí.

– Podemos hablar delante de Basile -prosiguió Retancourt sirviendo vino-. Acerca de los documentos, no quiere recurrir a Danglard. Bien. ¿Tiene usted, en París, un falsificador a mano?

– Conozco algunos veteranos, pero no apostaría ni una uña por ellos. Ni la menor confianza.

– Yo sólo tengo a uno, aunque seguro. Podría poner la mano en el fuego. Sólo que, si apostamos por él, tendría que asegurarme que no le buscará luego las cosquillas. Que no va a hacerme preguntas, que no mencionará mi nombre, ni siquiera si Brézillon le echa mano y le interroga.

– Por supuesto.

– Además, ha vuelto al redil. Lo hizo tiempo atrás y sólo volverá a hacerlo si yo se lo pido.

– ¿Su hermano? -preguntó Adamsberg-. ¿El que estaba debajo del albornoz?

Retancourt dejó su vaso de vino.

– ¿Cómo lo sabe?

– Por su preocupación. Y muchas palabras para hablar de él.

– Vuelve a ser un poli, comisario.

– A veces. ¿En cuánto tiempo podría hacerlo?

– En dos días. Mañana nos fabricaremos nuevas jetas y unas fotos de carné. Se las escaneamos. Trabajando muy deprisa, tendrá los pasaportes el jueves. Por correo urgente, podemos esperar recibirlos el próximo martes y despegar ese mismo día. Basile irá a buscarnos los billetes. Billetes para vuelos distintos, Basile.

– Sí -dijo Basile-. Buscarán una pareja, así que es más prudente separarse.

– Te los pagaremos desde París. Tú te encargarás de todo, como la madre de los bandidos.

– Ni hablar de que asoméis, por ahora, la nariz -confirmó Basile-, ni de que paguéis con las tarjetas de crédito. La foto del comisario estará mañana mismo en Le Devoir. Y la tuya también, Violette. Puesto que te has largado del hotel sin decir adiós muy buenas, no estás ya en la mejor posición.

– Siete días de enclaustramiento -contó Adamsberg.

– No es para tirarse de los pelos -dijo Basile-. Hay aquí todo lo necesario para entretenerse. Y, además, leeremos la prensa. Hablarán de nosotros, nos distraerá.

Basile no se tomaba nada por lo trágico, ni siquiera el hecho de acoger en su casa a un potencial asesino. La palabra de Violette le hacía confiar.

– Me gusta andar -dijo Adamsberg sonriendo.

– Aquí hay un largo pasillo. Lo recorrerá usted. Violette, por lo de tu nueva jeta, estarías muy bien de burguesa decepcionada. ¿Qué te parece? Iré de compras mañana, muy temprano. Compraré un traje sastre, un collar y tinte castaño.

– Me parece bien. Para el comisario he pensado en una buena calvicie, que le ocupe tres cuartas partes del cráneo.

– Bueno -aprobó Basile-. Eso transforma a un hombre. Un traje de cuadritos beige y marrones, calvicie y un poco de barriga.

– Pelo canoso -añadió Retancourt-. Trae también un poco de base, me gustaría empalidecerle. Y limón. Necesitamos productos de calidad profesional.

– El colega que se encarga de la sección de cine es un buen tío. Conoce muy bien a los proveedores de los estudios. Mañana lo tendré todo. Y haré las fotos en el laboratorio.

– Basile es fotógrafo -explicó Retancourt-. Para Le Devoir.

– ¿Periodista?

– Sí -dijo Basile palmeándole el hombro-. Con una exclusiva cenando en mi mesa. Estás sentado en un avispero, ¿no? ¿No tienes miedo?

– Es un riesgo -dijo Adamsberg con una leve sonrisa.

Basile respondió riendo con franqueza.

– Sé mantener el pico cerrado, comisario. Y soy menos peligroso que usted.

XXXIX

Adamsberg debía de haber recorrido más de diez kilómetros por el pasillo de Basile y estuvo a punto de darse el gusto de pasear libremente por el aeropuerto de Montreal, tras una semana de reclusión. Pero los puercos merodeaban por el lugar y eso refrenó cualquier idea de esparcimiento.

Se miró de soslayo en un cristal, comprobando la credibilidad de su reflejo como agente comercial de unos sesenta años. Retancourt le había transformado admirablemente, y él se había dejado tratar como una muñeca. Su mutación había divertido mucho a Basile. «Hazle triste», le había aconsejado a Violette, y así lo hizo. La mirada se había modificado mucho, protegida por unas cejas depiladas y canosas. Retancourt había llevado su precisión hasta lograr que palidecieran sus pestañas y, media hora antes de la partida, le había puesto zumo de limón en los ojos. La córnea enrojecida en su tez blanca le daba un aspecto cansado y enfermizo. Sin embargo quedaban sus labios, su nariz, sus orejas que no podían cambiarse y que, según le parecía, proclamaban su identidad por todas partes.

Comprobaba constantemente la presencia de sus nuevos documentos en el bolsillo. Jean-Pierre Émile Roger Feuillet, ése era el nombre que le había asignado el hermano de Violette, en un pasaporte perfectamente falsificado. Incluidos los sellos de los aeropuertos de Roissy y Montreal que demostraban su viaje de ida. Buen trabajo. Si el hermano era tan capaz como la hermana, aquélla era una familia de expertos.

Su documentación auténtica se había quedado en casa de Basile, por si registraban el equipaje. Un tipo formidable el tal Basile, que no había dejado de proporcionarles la prensa de cada día. Los alarmantes artículos sobre el asesino fugado y su cómplice le habían divertido. Un tío atento, también. Para que Adamsberg no se sintiera demasiado solo, le acompañaba a menudo en sus caminatas por el pasillo. Excursionista y naturalista, comprendía que su prisionero «sufriera de impaciencia». Ambos charlaban, en sus idas y venidas, y tras una semana Adamsberg lo sabía casi todo sobre las historias de rubias de Basile y la geografía de Canadá, de Vancouver a Gaspesie. Sin embargo, Basile nunca había oído hablar del pez con púas del lago Pink, y se prometió visitar al animal. Lo mismo que la catedral de Estrasburgo, «Si algún día atraviesas la pequeña Francia», había añadido Adamsberg.

Pasó los controles procurando dejar en blanco su cabeza, como hubiera hecho Jean-Pierre Émile Roger Feuillet dirigiéndose a París para distribuir su jarabe de arce. Y, curiosamente, aquella facultad de quedarse en blanco que tan natural le resultaba, demasiado espontánea incluso en tiempos normales, le pareció entonces especialmente difícil de lograr. Él, que se abstraía por cualquier cosa, que se perdía retazos enteros de conversación, que daba paladas a las nubes hasta no saber qué hacer, se encontró jadeando y con los pensamientos hormigueando mientras pasaba los controles del aeropuerto.

Pero Jean-Pierre Émile Roger Feuillet no despertó el más mínimo interés en los vigilantes y, una vez en la sala de embarque, Adamsberg logró relajarse hasta el punto de comprar un frasco de jarabe. Un detalle muy típico de Jean-Pierre Émile Roger Feuillet, para su madre. El rugido de los reactores y el despegue le procuraron un alivio que Danglard nunca hubiera podido concebir. Vio alejarse por debajo las tierras canadienses, imaginando que en ellas se agitaban centenares de puercos desesperados.

Quedaba por cruzar aún la barrera de Roissy. Quedaba también Retancourt, cuyo examen tendría lugar dentro de dos horas y media. Adamsberg estaba preocupado por ella. Su nueva apariencia de mujer rica y ociosa era desconcertante -y también había divertido mucho a Basile-, pero Adamsberg temía que su silueta permitiese su identificación. La imagen de su cuerpo desnudo pasó ante sus ojos. Impresionante, claro está, pero armoniosa. Raphaël tenía razón, Retancourt era una hermosa mujer, y se reprochó no haber pensado nunca en ello, con la excusa de su sobrepeso y su vigor. Raphaël había sido siempre más delicado que él.

Al cabo de siete horas, las ruedas se posarían por la mañana en el suelo de Roissy. Pasaría el control y, por unos instantes, se sentiría vivo, liberado. Y eso era un error. La pesadilla proseguiría en otras tierras. Ante él, el porvenir se presentaba vacío y blanco como el hielo a la deriva. Retancourt, por lo menos, podría regresar a la Brigada, arguyendo que había temido que los cops la detuvieran como cómplice. Pero para él comenzaba la nada. Con la mordiente duda de sus actos olvidados como añadidura. Le faltó un pelo para preferir haber matado más que arrastrar con él la terrible penumbra de su noche del 26.

Jean-Pierre Émile Roger pasó sin contratiempos los controles de Roissy, pero Adamsberg no pudo decidirse a abandonar el aeropuerto sin saber si Retancourt conseguiría ponerse a buen recaudo. Vagabundeó dos horas y media de vestíbulo en vestíbulo, intentando ser discreto e imitar la invisibilidad que Retancourt había utilizado en la GRC. Pero, era evidente, Jean-Pierre Émile no interesaba a nadie, ni aquí ni en Montreal. Pasaba y volvía a pasar ante los paneles de información, acechando los eventuales retrasos de los grandes vuelos. Los grandes transportes, se repitió. Su gran Retancourt. Sin ella estaría hoy en la trena canadiense, encadenado, jodido, carbonizado. Retancourt, su gran transportadora y su liberadora.

El insignificante Jean-Pierre Émile se colocó, sin demasiada inquietud, a unos veinte metros de la puerta de las llegadas. Retancourt debía de haber convertido toda su energía para vivir el personaje de Henriette Emma Marie Parillon. Él apretaba los dedos a medida que los pasajeros del vuelo se diseminaban por el vestíbulo, ni rastro de la teniente. ¿La habrían retenido en Montreal? ¿La habrían llevado los puercos a la GRC? ¿Le habrían apretado las tuercas toda la noche? ¿Habría cantado? ¿Habría dado el nombre de Raphaël? ¿Y el de su propio hermano? Adamsberg acabó por sentir rencor hacia todos aquellos desconocidos que desfilaban ante él, felices de haber concluido el viaje, llevando en sus bolsas jarabe y caribús de peluche. Les reprochaba que no fueran Retancourt. Una mano le agarró del brazo y le hizo retroceder por el vestíbulo.

La de Henriette Emma Marie Parillon.

– Está usted como una cabra -murmuró Retancourt, sin abandonar la expresión hastiada de Henriette.

Emergieron en París, en la estación de Châtelet, y Adamsberg propuso a su teniente que aprovecharan sus últimas horas de libertad con los pálidos rasgos de Jean-Pierre Émile para almorzar en un café, como un tipo normal. Retancourt vaciló y, luego, aceptó, aliviada por su salida, lograda a la perfección, y por los centenares de viandantes que recorrían la plaza.

– Haremos como si no -dijo Adamsberg una vez instalado ante su plato, muy erguido, como hubiera hecho Jean-Pierre Émile-. Como si no lo fuera. Como si no lo hubiera hecho.

– Episodio cerrado, comisario -declaró Retancourt en un tono reprobatorio, dando una expresión inesperada al rostro de Henriette Emma-. Todo ha terminado y usted no lo hizo. Estamos en París, en su territorio, y usted vuelve a ser poli. No puedo creerlo por los dos. Podemos hacer un cuerpo a cuerpo pero no un pensamiento a pensamiento. Tendrá que recuperar el suyo.

– ¿Por qué lo cree usted, Retancourt?

– Ya hemos hablado de eso.

– Pero ¿por qué -insistió Adamsberg-, si no le gusto?

Retancourt lanzó un suspiro hastiado.

– ¿Qué importa eso?

– Me gustaría comprender. De verdad.

– Ignoro si es conveniente aún, tal vez hoy o mañana.

– ¿Por lo de mi caída quebequesa?

– Entre otras cosas. Ya no lo sé.

– Aun así, Retancourt. Quiero saberlo.

Retancourt lo pensó unos instantes dándole vueltas con los dedos a su taza de café vacía.

– Tal vez no volvamos a vemos, teniente -prosiguió Adamsberg-. Condiciones extremas, no es ya hora de respeto. Y lamentaré siempre no haberlo comprendido.

– Condiciones extremas, de acuerdo. Lo que todos alababan en la Brigada me contrariaba. Ese desenfadado modo de desentrañar los casos como un paseante solitario, como un soñador que disparaba directamente al blanco. Singular, claro está, pero yo veía en ello otra cara, un modo de estar plácidamente convencido de sus propias certidumbres. Una autonomía de pensamiento, sí, pero también una discreta soberanía que dispensaba a los demás de pensar.

Retancourt hizo una pausa, dudando en proseguir.

– Continúe -pidió Adamsberg.

– Admiraba la intuición, como todo el mundo, pero no la indiferencia que mostraba, no aquel modo de desdeñar las opiniones de sus adjuntos, de escucharlas sólo a medias. No ese despreocupado aislamiento, esa indiferencia casi impermeable. No sé explicarme. Las dunas del desierto son dúctiles y su arena suave, pero le resulta árida a quien lo atraviesa. El hombre que lo recorre lo sabe, pero no puede vivir allí. El desierto no es generoso.

Adamsberg la escuchaba con atención. Las duras palabras de Trabelmann volvieron a su memoria y aquella convergencia se hizo una bola de sombras, que pasó rápidamente por su frente con un aleteo oscuro. Atender sólo a sí mismo, apartar a los demás, confundirles, siluetas alejadas e intercambiables cuyos nombres entremezclaba. Y, sin embargo, estaba convencido de que la teniente se equivocaba.

– Eso me parece una historia triste -dijo sin levantar la mirada.

– Bastante. Pero tal vez estuviera usted, siempre, un poco en otra parte, y muy lejos, en compañía de Raphaël, formando círculo con él. Lo he pensado en el avión. Formaban un círculo en aquella cafetería, un círculo exclusivo.

Retancourt dibujó una circunferencia en la mesa y Adamsberg frunció sus depiladas cejas.

– Con su hermano -explicó-, para no abandonarle nunca, para apoyarle sin descanso en su huida. En el desierto, con él.

– En el lodazal del Torque -propuso Adamsberg dibujando lentamente otra circunferencia.

– Si le parece a usted.

– ¿Qué otra cosa lee usted, en mi propio libro?

– Que, por las mismas razones, debe escucharme cuando digo que no ha matado. Para matar, como mínimo, hay que apasionarse por los demás, verse arrastrado por las propias tormentas e, incluso, obsesionarse por lo que representan. Matar exige una alteración del vínculo, un exceso de reacción, de confusión con el otro. Una confusión tal que el otro ya no existe en sí, sino como una propiedad que puede utilizarse como víctima. Le creo muy lejos de ello. Un hombre como usted, zigzagueando sin verdadero contacto, no mata a los demás. Porque no está lo bastante cerca de ellos, y menos aún para sacrificarlos a sus pasiones. No estoy diciendo que no ame usted a nadie, pero a Noëlla no. No la habría matado en ningún caso.

– Prosiga -repitió Adamsberg apretando la mano contra su mejilla.

– Está usted destrozando la base de su maquillaje, dios mío. Le dije que no lo tocara.

– Perdón -dijo Adamsberg apartando la mano-. Prosiga.

– Eso es todo. Quien acaricia de lejos no está lo bastante cerca para matar.

– Retancourt -comenzó Adamsberg.

– Henriette -corrigió la teniente-. Preste atención, carajo.

– Henriette, espero estar algún día a la altura de la ayuda que me ha prestado. Pero, de entrada, siga creyendo en esa noche que se me escapa. Siga creyendo que no maté, transforme en eso su energía. Sea masa, poste, confíe. Entonces yo seré masa y confiaré.

– Su propio pensamiento -insistió Retancourt-. Ya se lo he dicho. Su solitaria certidumbre. Así pues, utilícela esta vez.

– He comprendido, teniente -dijo Adamsberg tomándola del brazo-. Pero su energía servirá de palanca. Manténgala por mí, algún tiempo.

– No tengo ninguna razón para cambiar de idea.

Adamsberg soltó a regañadientes el brazo, como si abandonara su árbol, y se marchó.

XL

El comisario verificó en un escaparate que su maquillaje aguantaba y se apostó, a partir de las seis de la tarde, en un punto del trayecto de regreso de Adrien Danglard. Vio a lo lejos su gran cuerpo blando pero el capitán no reaccionó al cruzarse con Jean-Pierre Émile Roger Feuillet. Adamsberg le agarró rápidamente del brazo.

– Ni una palabra, Danglard, adelante.

– Dios mío, pero ¿qué le pasa? -dijo Danglard intentando soltar su brazo-. ¿Quién es usted?

– Yo, un hombre de negocios. Yo, Adamsberg.

– Mierda -dijo Danglard en un suspiro, examinando rápidamente aquel rostro para adivinar los rasgos de Adamsberg bajo aquella piel pálida, aquellos ojos enrojecidos, aquel cráneo medio calvo.

– ¿Ya está, Danglard?

– Debo hablar con usted -dijo el capitán lanzando una mirada a su alrededor.

– Yo también. Tomaremos por aquí, subiremos a su casa. Nada de gilipolleces.

– En mi casa de ningún modo -dijo Danglard con una voz baja y firme-. Finja que me ha pedido usted una información y márchese. Nos veremos dentro de cinco minutos en la escuela de mi hijo, segunda calle a la derecha. Pregunte por mí al bedel, nos encontraremos en la sala de juegos.

El blando brazo de Danglard escapó del comisario, que le vio marcharse y doblar la esquina.

En la escuela encontró a su adjunto, aguardándole en una silla infantil de plástico azul, rodeado de un montón de globos, libros, cubos y cocinitas. Sentado a treinta centímetros del suelo, Danglard le pareció ridículo. Pero no tuvo más remedio que acomodarse a su lado, en una silla de la misma altura, aunque roja.

– ¿Le sorprende ver que he escapado de las garras de la GRC? -preguntó Adamsberg.

– Reconozco que sí.

– ¿Le decepciona? ¿Le inquieta?

Danglard le miró sin responder. Aquel tipo calvo y blanco como el yeso, del que salía la voz de Adamsberg, le fascinaba. El benjamín del capitán miraba, alternativamente, a su padre y al extraño tipo del traje beige.

– Voy a contarle una nueva historia, Danglard. Pero mejor sería que alejase a su hijo con un libro. Es algo sangriento.

Danglard alejó al niño susurrándole unas palabras, sin apartar la mirada de Adamsberg.

– Se trata de una pequeña película de miedo, capitán. O de una emboscada, como usted quiera. Pero tal vez sepa ya la historia…

– La leí en los periódicos -dijo prudentemente Danglard, espiando la mirada fija del comisario-. Supe los cargos que pesan sobre usted, y lo de su huida.

– ¿Lo ignora entonces? ¿Como un recién llegado?

– Si lo quiere así.

– Voy a proporcionarle los detalles, capitán -dijo Adamsberg acercando su sillita.

Mientras duró su relato, expuesto sin omitir el menor detalle, desde su primera entrevista con el superintendente hasta su estancia en casa de Basile, Adamsberg escrutaba las expresiones del capitán. Pero el rostro de Danglard sólo reflejaba inquietud, escrupulosa atención y, a veces, asombro.

– Ya le dije que era una mujer excepcional -dijo Danglard cuando Adamsberg concluyó su historia.

– No he venido a charlar sobre Retancourt. Hablemos más bien de Laliberté. Es muy fuerte, ¿no? Todo lo que ha podido averiguar sobre mí en tan poco tiempo. Hasta el hecho de que yo no recordara las dos horas y media pasadas en el sendero. Esta amnesia me resultó fatal. Una buena prueba de cargo.

– Por fuerza.

– Pero ¿quién lo sabía? Ni un solo miembro de la GRC estaba al corriente. Ni un solo miembro de la Brigada.

– ¿Acaso lo supuso? ¿Lo adivinó?

Adamsberg sonrió.

– No, en el expediente estaba mencionado como una certeza. Cuando digo «ni un solo miembro de la Brigada» exagero. Usted, Danglard, estaba al corriente.

Danglard inclinó lentamente la cabeza.

– De modo que sospecha usted de mí -dijo tranquilamente.

– Eso es.

– Pura lógica -advirtió Danglard.

– Por una vez que doy pruebas de ello, debiera sentirse satisfecho.

– No, por una vez, mejor habría hecho absteniéndose.

– Estoy en un infierno y todos los medios son buenos. Incluso esta jodida lógica que tanto ha intentado usted enseñarme.

– Como en la guerra. Pero ¿qué dice su intuición? ¿Y sus vagabundeos? ¿Y sus sueños? ¿Qué dicen de mí?

– ¿Me pide usted que los convoque?

– Por una vez, sí.

El dominio de su adjunto y la constancia de su mirada afectaban a Adamsberg. Conocía de memoria los limpios ojos de Danglard, que no eran aptos para enmascarar la menor emoción. En ellos podía verse todo, miedo, reprobación, placer, desconfianza, tan fácilmente como si se tratase de peces nadando en un estanque. Y nada encontraba en ellos que indicase la menor retracción. Curiosidad y reflexión eran los únicos peces que nadaban, de momento, en los ojos de Danglard. Mezclado, de vez en cuando, con un discreto alivio al volver a verle.

– Mis sueños me dicen que no está usted metido en eso. Pero son sueños. Mis vagabundeos me cuentan que no lo habría hecho usted, o no así.

– ¿Y qué dice su intuición?

– Me habla de la mano del juez.

– Tozuda, ¿no es cierto?

– Usted me ha hecho la pregunta. Y sabe muy bien que mis respuestas no le gustan. Sanscartier me aconsejó que subiera la cuesta y me aferrara. Por lo tanto, me aferró.

– ¿Puedo hablar ahora? -preguntó Danglard.

Entretanto, el niño, cansado de la lectura, se había acercado a ellos y se había sentado en el regazo de Adamsberg, al que había acabado identificando.

– Hueles a sudor -le dijo interrumpiendo la conversación.

– Es posible -respondió Adamsberg-. He viajado.

– ¿Por qué vas disfrazado?

– Para jugar en el avión.

– ¿A qué?

– A policías y ladrones.

– Tú eras el ladrón -afirmó el mocoso.

– Es cierto.

Adamsberg pasó la mano por el pelo del muchacho, para terminar la conversación, y levantó la cabeza hacia su adjunto.

– Alguien ha registrado su casa -dijo Danglard-. No es seguro.

Adamsberg le indicó por signos que siguiera.

– Hace más de una semana, el lunes por la mañana, encontré su fax pidiendo que enviara las carpetas a la GRC. Con las P y O mayores que de costumbre. Al principio pensé en «POcO» o en «POdadO», Como si fuese una llamada, es decir, «Que sea poco, Danglard, pódelo». Es decir, «Tenga cuidado, Danglard». Luego pensé «PeligrO», lo que viene a ser lo mismo.

– Bien visto, capitán.

– ¿Aquel día no sospechaba aún de mí?

– No. El espíritu lógico sólo me visitó al día siguiente, por la noche.

– Lástima -murmuró Danglard.

– Continúe. ¿Y las carpetas?

– Yo estaba alerta, pues. Tomé la copia de su llave de donde está siempre, en el primer cajón de su despacho, en la caja de los clips.

Adamsberg asintió con un parpadeo.

– La llave estaba allí, sí, pero al lado de la caja. Habría podido usted moverla con las prisas de la partida. Pero desconfié, por lo de la P y la O.

– E hizo bien. Meto siempre la llave en la caja, hay una hendidura en el cajón.

Danglard lanzó una ojeada al blanco comisario. La mirada de Adamsberg había recuperado, casi, su habitual dulzura. Y, curiosamente, el capitán no le reprochaba haber sospechado que era un traidor. Tal vez él hubiera hecho lo mismo.

– Una vez en su casa, miré pues cuidadosamente. ¿Recuerda usted que yo mismo había guardado las carpetas y la caja?

– Sí, por lo de mi herida.

– Creo que yo las había dejado mejor colocadas. Había puesto la caja muy atrás, en el armario. Aquel lunes, no estaba en el fondo. ¿La tocó usted luego? ¿Por lo de Trabelmann?

– No, la caja no.

– Dígame, ¿cómo se las arregla?

– ¿Para qué?

Danglard señaló a su chiquillo que, con la cabeza puesta aún bajo la mano de Adamsberg, se había dormido en su vientre.

– Ya lo sabe usted, Danglard. Adormezco a la gente. También a los niños.

Danglard le lanzó una mirada de envidia. Hacer que Vincent se durmiera resultaba siempre un problema.

– Todo el mundo sabe dónde está la copia de la llave -prosiguió.

– ¿Un topo, Danglard? ¿En la Brigada?

Danglard vaciló y dio una leve patada a un globo, que voló a través de la sala.

– Es posible -dijo.

– ¿Y qué buscaba? ¿Las carpetas sobre el juez?

– Eso se me escapa. El móvil. Hice tomar huellas en la llave. Sólo las mías. O borré las precedentes o el visitante limpió la llave antes de colocarla en el cajón.

Adamsberg entornó los ojos. ¿Quién, en efecto, estaría interesado en conocer los casos del Tridente, casos que él nunca había ocultado? La tensión del viaje y su jornada sin sueño gravitaban sobre sus hombros. Pero saber, sin duda, que Danglard no le había traicionado le relajaba. Aunque no tuviera pruebas de la inocencia de su adjunto, salvo la legibilidad de su mirada.

– ¿No interpretó usted ese «Peligro» de otro modo?

– Consideré que algunos elementos del crimen de 1973 no debían enviarse a la GRC. Pero el visitante había pasado antes que yo.

– Mierda -dijo Adamsberg incorporándose e incomodando el sueño del pequeño.

– Y lo había devuelto todo a su lugar -concluyó el capitán.

Danglard se llevó la mano al bolsillo interior y sacó tres hojas dobladas en cuatro.

– No se separan de mí -añadió tendiéndoselas a Adamsberg.

El comisario les echó una ojeada. Eran, en efecto, los documentos que había esperado que Danglard apartase. Y el capitán los llevaba encima desde hacía once días. Prueba de que no había intentado venderlo a Laliberté. Salvo si le había enviado una copia.

– Esta vez, Danglard -dijo Adamsberg devolviéndole las hojas-, me comprendió usted a más de diez mil kilómetros y sólo con una señal ínfima. ¿Cómo es posible que, a veces, no nos comprendamos estando a un metro?

Danglard lanzó otro globo por los aires.

– Nos preocupan los mimos temas, supongo -respondió con una leve sonrisa.

– ¿Por qué lleva encima estas hojas? -prosiguió Adamsberg tras una pausa.

– Porque desde su huida me vigilan permanentemente. Hasta en mi inmueble, adonde esperan que venga usted a verme si se les escapa. Algo que, por otra parte, se disponía a hacer de inmediato. Por eso estamos en esta escuela.

– ¿Brézillon?

– Evidentemente. Sus hombres registraron oficialmente su apartamento en cuanto la GRC dio la alerta. Brézillon tiene órdenes y está hecho una furia. Uno de sus comisarios asesino y fugitivo. De común acuerdo con las autoridades canadienses, el Ministerio se ha comprometido a echarle mano si pone los pies en tierra francesa. Toda la pasma del país ha sido avisada. Es inútil, claro está, que asome usted la nariz por su casa. Y por el taller de Camille, ídem. Todos sus potenciales puntos de llegada están rodeados.

Adamsberg acariciaba maquinalmente la cabeza del niño y eso parecía sumirle en un sueño más profundo aún. Si Danglard le hubiera traicionado, no le habría llevado a esa escuela para evitar que cayera en manos de la pasma.

– Perdone mis sospechas, capitán.

– La lógica no es su punto fuerte, eso es todo. En el futuro, desconfíe de ella.

– Se lo repito desde hace años.

– No, no de la lógica en sí. Sólo de la suya. ¿Se le ocurre algún escondrijo? Su maquillaje no aguantará mucho tiempo.

– He pensado en la vieja Clémentine.

– Está muy bien -aprobó Danglard-. No va a ocurrírseles y estará usted tranquilo.

– Y acabado para el resto de mis días.

– Lo sé. Pienso en esto desde hace una semana.

– ¿Está seguro, Danglard, de que no forzaron mi cerradura?

– Seguro. El visitante utilizó la llave. Es alguien de los nuestros.

– Hace un año, yo no conocía a ningún miembro del equipo, salvo a usted.

– Tal vez uno de ellos le conociese. Puso usted entre rejas a bastantes tipos. Lo que puede suscitar odios, revanchas. El miembro de una familia decidido a hacérselo pagar. Alguien que monta la jugada contra usted, utilizando ese viejo caso.

– ¿Quién podía conocer la historia del Tridente?

– Todos los que le vieron marcharse a Estrasburgo.

Adamsberg movió la cabeza.

– No era posible establecer el vínculo entre Schiltigheim y el juez -dijo-. A menos que yo mismo lo expusiera. Sólo un hombre podía establecer la relación. Él.

– ¿Cree usted que su muerto viviente entró en la Brigada? ¿Que tomó sus llaves y examinó sus carpetas sólo para saber qué había averiguado usted de Schiltigheim? De todos modos, un muerto viviente no necesita llaves, atraviesa las paredes.

– Es muy cierto.

– Si está usted de acuerdo, establezcamos una cosa para el Tridente. Llámelo usted el Juez o Fulgence si quiere, y déjeme que yo le llame el Discípulo. Un ser del todo vivo que culminaría, eventualmente, el recorrido del difunto juez. Es todo lo que puedo concederle, y eso nos evitará molestias.

Danglard lanzó otro globo por los aires.

– ¿Me ha dicho usted -prosiguió cambiando bruscamente de tema- que Sanscartier se mostraba reticente?

– Según Retancourt. ¿Le importa eso?

– Me gustaba ese tipo. Muy lento, sí, pero me gustaba. Su reacción sobre el terreno me interesa. ¿Y Retancourt? ¿Qué le ha parecido?

– Excepcional.

– Me habría gustado librar con ella ese combate cuerpo a cuerpo -añadió Danglard con un suspiro que contenía, al parecer, una auténtica pesadumbre.

– No creo que hubiera aguantado el peso con su tamaño. La experiencia fue prodigiosa, Danglard, pero no vale la pena matar por eso.

La voz de Adamsberg se había hecho más sorda. Ambos se alejaron lentamente hacia el fondo de la sala, pues Danglard había decidido que el comisario saliera por la puerta del garaje. Adamsberg seguía llevando al niño dormido en brazos. Sabía en qué túnel sin salida se metía ahora, y Danglard también.

– No tome el metro ni el autobús -le aconsejó Danglard-. Vaya a pie.

– Danglard, ¿quién puede saber que perdí la memoria el 26 de octubre? ¿Además de usted?

Danglard reflexionó unos instantes, haciendo tintinear unas monedas en su bolsillo.

– Sólo otra persona -declaró por fin-. La que logró arrebatársela.

– Lógico.

– Sí. Mi lógica.

– ¿Quién, Danglard?

– Alguien que nos acompañó hasta allí, uno de los otros ocho. Menos usted, Retancourt y yo, igual a cinco. Justin, Voisenet, Froissy, Estalère y Noël. El o la que busca en sus carpetas.

– ¿Y qué hace usted con el Discípulo?

– No gran cosa. Primero pienso en elementos más concretos.

– ¿Como…?

– Como sus síntomas la noche del 26. Me preocupan, sí. Me preocupan mucho. La flojera en las piernas me confunde.

– Yo estaba borracho como una cuba, ya lo sabe.

– Precisamente. ¿Tomaba usted, entonces, algún medicamento? ¿Algún calmante?

– No, Danglard. Creo que los calmantes están contraindicados en mi caso.

– Es cierto. Pero las piernas le fallaban, ¿no es eso?

– Sí -dijo Adamsberg sorprendido-. No podían aguantarme.

– ¿Sólo tras golpearse con la rama? ¿Es eso lo que me ha dicho? ¿Está seguro?

– Claro que sí, Danglard. ¿Y qué?

– Pues bien, la cosa no cuadra. ¿Y no hubo dolor, al día siguiente? ¿Golpes? ¿Cardenales?

– Me dolía la frente, la cabeza y el vientre, se lo repito. Pero ¿por qué le molesta lo de mis piernas?

– Un eslabón de mi lógica que falta. Déjelo correr.

– Capitán, ¿podría darme usted su ganzúa?

Danglard vaciló, luego abrió su bolsa y sacó la herramienta, poniéndola en el bolsillo del traje de Adamsberg.

– No corra riesgos. Y guárdese esto -dijo añadiendo un fajo de billetes-. No es momento para que saque dinero de un cajero automático.

– Gracias, Danglard.

– ¿Podría devolverme al niño antes de marcharse?

– Perdón -dijo Adamsberg tendiéndole a su hijo.

Ninguno dijo «hasta la vista». Una frase inconveniente cuando uno ignora si volverá a ver al otro. Una frase banal y cotidiana, pensó Adamsberg sumiéndose en la noche, y que ahora le era inaccesible.

XLI

Clémentine le había recibido, agotado, sin demostrar la menor sorpresa. Le había instalado ante la chimenea y le había obligado a comer pasta con jamón.

– Esta vez, Clémentine, no se trata ya sólo de cenar -dijo Adamsberg-. Necesito que me esconda usted. Tengo a toda la pasma del país pisándome los talones.

– Bueno, eso pasa -dijo Clémentine sin conmoverse y obligándole a tomar un yogur, con la cuchara plantada en el centro-. La policía no tiene siempre las mismas ideas que nosotros, es su profesión. ¿Por eso va usted maquillado?

– Sí, he tenido que escapar de Canadá.

– Está muy bien su traje.

– Y yo soy poli -prosiguió Adamsberg, siguiendo con su idea-. De modo que me persigo a mí mismo. He hecho una tontería, Clémentine.

– ¿Cuál?

– Una enorme gilipollez. En Quebec, empiné el codo como un loco, me encontré con una chica y la maté con un tridente.

– Se me ocurre una idea -dijo Clémentine-. Abriremos el sofá cama y lo acercaremos a la chimenea. Con dos buenos edredones, estará usted como un príncipe. Y es que tengo a la Josette durmiendo en el despacho, de modo que no tengo nada mejor que ofrecerle.

– Estará perfecto, Clémentine. ¿No se irá de la lengua su amiga Josette?

– Josette ha conocido días mejores. Vivió incluso a todo tren hace algún tiempo, una verdadera dama. Pero ahora se ocupa de otras cosas, seguro. No hablará de usted como tampoco usted hablará de ella. Basta ya de bobadas. ¿Lo de ese tridente no será, por casualidad, una jugada de su monstruo?

– Eso es lo que no sé, Clémentine. Fue él o fui yo.

– Es toda una pelea -aprobó Clémentine sacando los edredones-. Eso anima.

– No lo había visto de ese modo.

– Claro que sí, de lo contrario acabas aburriéndote. No podemos estar haciendo siempre pasta con jamón. ¿No tiene la menor idea de si fue él o fue usted?

– Hablando claro -dijo Adamsberg tirando del sofá-, que había bebido tanto que no recuerdo nada.

– Me pasó cuando estaba preñada de mi hija. Caí al suelo y luego no pude recordar nada de nada.

– ¿Y le flaqueaban las piernas?

– Ni hablar. Al parecer corría por los bulevares como un conejo. ¿Qué estaba yo buscando? Misterio.

– Misterio -repitió Adamsberg.

– Bueno, no es grave, ¿eh? Nunca se sabe muy bien qué estamos buscando en la vida. De modo que un poco más o un poco menos no cambia nada.

– ¿Puedo quedarme, Clémentine? ¿No molestaré?

– Muy al contrario, voy a devolverle las alas. Hay que recuperar las fuerzas para correr.

Adamsberg abrió su maleta y le tendió el bote de jarabe de arce.

– Le he traído esto de Quebec. Se come con yogur, pan, crepes… Irá muy bien con sus tortas.

– Qué amable. Con todos sus problemas, es todo un detalle. El bote es muy bonito. ¿Lo sacan de sus árboles?

– Sí. Y en toda esta historia, el bote es lo más difícil de hacer. Para lo demás, cortan los troncos y recogen el jarabe.

– Bueno, es práctico. Si pudiera hacerse eso con las costillas de cerdo…

– O con la verdad.

– Ah, la verdad no va a encontrarla así. La verdad se camufla como las setas, y nadie sabe por qué.

– ¿Y cómo se encuentra, Clémentine?

– Bueno, exactamente como las setas. Hay que levantar las hojas, una a una, en lugares sombríos. A veces resulta largo.

Adamsberg despertó a mediodía, por primera vez en su vida. Clémentine había alimentado el fuego y cocinado sin hacer ruido.

– Tengo que devolver una visita importante, Clémentine -dijo Adamsberg bebiendo su café-. ¿Podría usted renovar mi maquillaje? Puedo afeitarme el cráneo pero no sé cómo renovar la blancura de mis manos.

La ducha había puesto al descubierto la piel mate de Adamsberg, que contrastaba con su rostro pálido.

– No es mi especialidad -reconoció Clémentine-. Mejor sería confiarle a Josette, tiene toda una panoplia de pintor. Pasa horas maquillándose.

Josette, con sus gestos algo vacilantes, procuró aclarar la base de maquillaje en las manos del comisario, luego arregló los destrozos en el rostro y el cuello, y volvió a colocar en el vientre el almohadón que le daba la panza.

– ¿Qué está haciendo usted todo el día con esos ordenadores, Josette? -preguntó Adamsberg mientras la anciana peinaba cuidadosamente su blanqueado pelo.

– Transfiero, igualo, distribuyo.

Adamsberg no intentó profundizar en esa enigmática respuesta. Las actividades de Josette habrían podido interesarle en otras circunstancias, pero no en esas condiciones extremas. Mantenía la conversación por cortesía y porque había sido sensible a los reproches de Retancourt. Josette modulaba delicadamente su voz temblorosa, y Adamsberg reconocía en ello los persistentes acentos de la alta burguesía.

– ¿Siempre trabajó en informática?

– Comencé a hacerlo hacia los sesenta y cinco años.

– No es fácil lanzarse a ello.

– Me las arreglo -dijo la anciana con su voz frágil.

XLII

El jefe de división Brézillon estaba suntuosamente alojado en la avenida de Breteuil y no regresaba a su casa antes de las seis o las siete. Y se sabía de buena fuente, es decir, por la Sala de los Chismes, que su mujer pasaba el otoño bajo la lluvia de Inglaterra. Si había en toda Francia un lugar donde la pasma no buscaría al fugitivo, era precisamente allí.

Adamsberg entró tranquilamente en el apartamento, con su ganzúa, a las cinco y media. Se instaló en un opulento salón con las paredes cargadas de libros, derecho, administración, pasmerío y poesía. Cuatro centros de interés bien determinados, muy bien separados en las estanterías. Seis estantes de poesía, mucho más abundante que en casa del cura del pueblo. Hojeó los tomos de Hugo, procurando no dejar restos de base de maquillaje en las preciosas encuadernaciones. Buscando aquella hoz arrojada al campo de estrellas. Un campo que ahora había localizado por encima de Detroit, aunque sin haber podido encontrar la hoz. Simultáneamente recitaba para sí el discurso que había preparado para el jefe de división, una versión en la que apenas creía, o en la que no creía ni un ápice, pero era la única que podía convencer a su superior. Se repetía en voz baja frases enteras, procurando enmascarar los vacíos de sus dudas y adoptar el tono de la sinceridad.

La llave giró en la cerradura menos de una hora más tarde y Adamsberg dejó el libro sobre sus rodillas. Brézillon dio un verdadero respingo, e hizo ademán de soltar un grito cuando vio a un desconocido Jean-Pierre Émile Roger Feuillet plantado en su salón. Adamsberg se puso un dedo en los labios y, acercándose a él, le tomó suavemente del brazo y le acompañó hasta el sillón que estaba frente al suyo. El jefe de división estaba más estupefacto que asustado, sin duda porque el aspecto de Jean-Pierre Émile era poco alarmante. Por efecto de la sorpresa, también, que le arrebató las palabras por unos instantes.

– Shtt, señor. Evitemos el jaleo. Eso sólo podría perjudicarle.

– Adamsberg -dijo Brézillon, reaccionando ante el sonido de su voz.

– Llegado de muy lejos por el placer de una entrevista.

– Eso no va a resultar tan sencillo, comisario -dijo Brézillon, dueño otra vez de sí mismo-. ¿Ve usted este timbre? Lo pulso y llegan los muchachos en paquetes de doce dentro de dos minutos.

– Concédame esos dos minutos antes de pulsarlo. Fue usted jurista, debe escuchar los testimonios de ambas partes.

– ¿Dos minutos con un asesino? Es usted muy exigente, Adamsberg.

– Yo no maté a la muchacha.

– Todos dicen eso, ¿no es cierto?

– Pero no todos tienen un topo en su equipo. Alguien entró en mi casa la antevíspera de su visita, con la copia de mi llave que se queda en la Brigada. Alguien consultó las carpetas sobre el juez y se interesó por ellas desde antes de mi primer viaje.

Agarrándose a su dudoso relato, Adamsberg hablaba rápidamente, consciente de que Brézillon le daría poco tiempo y de que debía conmoverlo muy deprisa. Aquel ritmo de elocución no le convenía y tropezaba con las palabras como un corredor que acelera y tropieza con las piedras.

– Alguien sabía que yo tomaba el sendero de paso. Sabía que tenía una amiguita allí. Alguien la mató al modo del juez y puso mis huellas en el cinturón, dejó la prueba en el suelo y no en el agua helada. Son demasiados indicios, señor. El expediente está demasiado completo, sin claroscuros. ¿Ha visto usted alguna vez algo semejante?

– O es la lamentable verdad. Era su amiguita, eran las huellas de sus manos, era su borrachera. El sendero que usted tomaba y su obsesión con el juez.

– No es una obsesión, es un asunto policial.

– Según usted. Pero ¿quién nos dice que no es usted un enfermo, Adamsberg? ¿Debo recordarle el asunto Favre? Peor aún, y signo de un mayor extravío: ha borrado usted de su mente esa noche asesina.

– ¿Y cómo lo han sabido? -preguntó Adamsberg inclinándose hacia Brézillon-. Sólo Danglard estaba al corriente y no dijo nada. ¿Cómo lo han sabido?

Brézillon frunció el ceño y se aflojó el nudo de la corbata.

– Sólo otra persona podía saber que yo había perdido la memoria -prosiguió Adamsberg, copiando la frase de su adjunto-. La que me la arrebató. Prueba de que no estoy solo en el asunto ni en el sendero.

Brézillon se levantó pesadamente, tomó un cigarrillo de su anaquel y volvió a sentarse. Indicio de un atisbo de interés por el jefe de división, de un momentáneo olvido del timbre de alarma.

– También mi hermano había perdido la memoria, como todos los que fueron detenidos después de los crímenes del juez. Leyó usted los expedientes, ¿no es cierto?

El jefe inclinó la cabeza encendiendo su grueso cigarrillo, sin filtro, algo parecido a los de Clémentine.

– ¿Alguna prueba?

– Ninguna.

– Todo lo que tiene usted, como defensa, es un juez muerto desde hace dieciséis años.

– El juez o su discípulo.

– Pura quimera.

– Las quimeras merecen un poco de atención, como las figuras poéticas -aventuró Adamsberg. Ganarse al hombre por su otra faceta. ¿Acaso un poeta pulsa sin vacilar un timbre de alarma?

Brézillon, arrellanado ahora en su gran sillón, exhaló una bocanada e hizo una mueca.

– La GRC -dijo, pensativo-. Lo que no me gusta, Adamsberg, es el procedimiento. Le convocaron como auxiliar, y lo creí. No me gusta que me mientan y tiendan trampas a uno de mis hombres. Método perfectamente ilícito. Légalité me engañó con falsos motivos. Una extradición antes de hora y una estafa jurídica.

El orgullo y la rectitud profesional de Brézillon lastimados por el cepo del superintendente. Adamsberg no había pensado en este elemento favorable.

– Ciertamente -añadió Brézillon-, Légalité me aseguró que sólo más tarde había descubierto las pruebas de la acusación.

– Eso es falso. Había constituido ya su expediente.

– Desleal -dijo Brézillon con una expresión desdeñosa-. Pero huyó usted de la justicia y no espero semejante actitud por parte de uno de mis comisarios.

– No he huido de la justicia porque no se había puesto en marcha. No se había hecho acusación alguna, no se me leyeron mis derechos. Era libre aún.

– Jurídicamente exacto.

– Era libre de estar harto, libre de desconfiar y de partir.

– Con maquillaje y documentación falsa, comisario.

– Llamémoslo una experiencia necesaria -improvisó Adamsberg-. Un juego.

– Juega usted a menudo con Retancourt?

Adamsberg se interrumpió, pues la imagen del cuerpo a cuerpo turbaba su pensamiento.

– Sólo cumplió con su misión de protección. Le obedeció a usted estrictamente.

Brézillon aplastó la colilla con una presión del pulgar. Un padre cinquero y una madre planchadora, imaginó Adamsberg, como los padres de Danglard. Un origen del que nadie puede renegar pese al terciopelo de los sillones, una especie de nobleza de espada que se lleva en el ojal y a la que se honra al elegir los cigarrillos y con el rudo movimiento de un pulgar.

– ¿Qué espera de mí, Adamsberg? -prosiguió el jefe de división frotándose el dedo-. ¿Que crea en su palabra? Demasiadas pruebas contra usted. Su visita a este domicilio es un leve punto a su favor. Como el hecho de que Légalité conociera su amnesia. Dos puntos, muy tenues.

– Si me entrega usted, la credibilidad de su Brigada caerá conmigo. Es un escándalo que podría evitarse si yo tuviera las manos libres.

– ¿Para que declare la guerra al Ministerio y a la GRC?

– No. Sólo pido que se levante la vigilancia policial.

– ¿Sólo eso? Piense que he firmado acuerdos.

– Que tiene usted el poder de evitar. Certificando que estoy en territorio extranjero. Seguiré escondido, evidentemente.

– ¿Es seguro el lugar?

– Sí.

– ¿Qué más?

– Un arma. Una placa nueva con otro nombre. Dinero para sobrevivir. Que Retancourt se reintegre en la Brigada.

– ¿Qué estaba usted leyendo? -preguntó Brézillon señalando el pequeño libro de cuero.

– Buscaba Booz dormido.

– ¿Por qué?

– Por dos versos.

– ¿Cuáles?

– «¿Qué Dios, qué segador del eterno estío, había, alejándose, arrojado negligentemente aquella hoz de oro en el campo de estrellas?»

– ¿Quién es la hoz de oro?

– Mi hermano.

– ¿O usted mismo, ahora? La hoz no es sólo la bondadosa luna. También corta. Puede cortar una cabeza, un vientre, ser dulce o cruel. Una pregunta, Adamsberg, ¿no duda de usted mismo?

Por el modo en que Brézillon se inclinó hacia delante, Adamsberg consideró que aquella banal pregunta era decisiva. De su respuesta dependía la extradición o las manos libres. Vaciló. Como era lógico, Brézillon desearía una gran seguridad que le pusiera a salvo de problemas. Pero Adamsberg barruntaba una expectativa de mayor magnitud.

– Sospecho de mí a cada segundo -respondió.

– Es la mejor garantía de un hombre y de una lucha auténtica -enunció con sequedad Brézillon, apoyándose de nuevo en el respaldo-. A partir de esta noche, queda usted libre, armado e invisible. No para la eternidad, Adamsberg. Seis semanas. Transcurrido este tiempo, volverá usted aquí, a esta habitación y a este sillón. Y la próxima vez, llame antes de entrar.

XLIII

La última misión de Jean-Pierre Émile Roger Feuillet fue adquirir un nuevo teléfono móvil. Luego, Adamsberg se liberó con alivio de aquella identidad en la ducha de Clémentine. Con cierta pesadumbre también. No es que se sintiera vinculado a aquel ser algo comprimido, pero le parecía una desvergüenza dejar que se diluyera en un hilillo de agua blanca aquel Jean-Pierre Émile que tan inapreciables servicios le había prestado. Le rindió pues un breve homenaje antes de recobrar su pelo castaño, su silueta y su tez habituales. Quedaba la calva y sería necesario disimularla hasta que el pelo volviera a crecer.

Seis semanas de plazo, un inmenso margen de libertad cedido por Brézillon pero un estrechísimo plazo para acosar al diablo o a su propio demonio.

Desalojarlo de sus antiguos refugios, había dicho Mordent, quitar el polvo a sus desvanes, taparle sus escondrijos, echar llave a los viejos baúles y los chirriantes armarios del fantasma. Es decir, colmar el vacío de sus investigaciones entre la muerte del juez y el asesinato de Schiltigheim. Aquello no le ayudaría a localizar su nuevo refugio, pero ¿quién sabe si el juez no iba a visitar, de vez en cuando, sus antiguos desvanes?

Exponía esta cuestión mientras cenaba con Clémentine y Josette, ante la chimenea: no esperaba que Clémentine le proporcionase sugerencias técnicas, pero escuchar a la anciana le relajaba y, tal vez por capilaridad, le fortalecía.

– ¿Es importante? -preguntó Josette con su vocecilla vacilante-. ¿Lo de esas viviendas? ¿Esas moradas del pasado?

– Eso creo -respondió Clémentine en lugar de Adamsberg-. Tiene que conocer todos los lugares donde vivió el monstruo. Los rincones de las setas son siempre los mismos, no cambian.

– Pero ¿es importante? -repitió Josette-. ¿Para el comisario?

– Ya no es comisario -cortó Clémentine-. Por eso está aquí, Josette, eso es lo que dice.

– Cuestión de vida o muerte -dijo Adamsberg sonriendo a la frágil Josette-. Su cabeza o la mía.

– ¿Hasta ese punto?

– Hasta ese punto. Y no puedo seguir su rastro con la nariz por todo el país.

Clémentine sirvió autoritariamente pastel de sémola con uvas. Y una ración doble obligatoria para Adamsberg.

– Y, si lo comprendo bien, no puede ya poner a sus hombres en el asunto -dijo tímidamente Josette.

– Te he dicho que ya no es nada -dijo Clémentine-. No tiene ya hombres. Está solo.

– Me quedan dos agentes, a título oficioso. No puedo asignarles una misión, tengo los movimientos bloqueados por todas partes.

Josette parecía reflexionar construyendo una casita con su porción de pastel.

– Bueno, Josette -dijo Clémentine-, si tienes una idea no dejes que se enmohezca. Nuestro muchacho sólo tiene seis semanas.

– ¿Es de confianza? -preguntó Josette.

– Come en nuestra mesa. No hagas preguntas tontas.

– Es decir -prosiguió Josette, ocupada aún en levantar su vacilante edificio de sémola-, que tiene que desplazarse y desplazarse. Si el comisario no puede ya moverse, si es una cuestión de vida o muerte…

Se interrumpió.

– Así es Josette -declaró Clémentine-. Restos de su educación, no podemos hacer nada. Los ricos charlan como caminan, con precauciones. Hierven de miedo. Bueno, ahora eres pobre, Josette, de modo que habla.

– Es posible desplazarse de un modo distinto que con las piernas -dijo Josette-. Eso es lo que quería decir. Y más deprisa y más lejos.

– ¿Cómo? -le preguntó Adamsberg.

– Con el teclado. Si se trata de encontrar viviendas, por ejemplo, puede recurrir a la red.

– Ya lo sé, Josette -respondió con amabilidad Adamsberg-. Por Internet. Pero las viviendas que estoy buscando no están a disposición del público. Están ocultas, son secretas, subterráneas.

– Sí -vaciló Josette-. Pero yo estaba hablando de la red subterránea. De la red secreta.

Adamsberg guardó silencio, no estaba seguro de comprender las palabras de Josette. Clémentine lo aprovechó para servir un vaso de vino.

– No, Clémentine, desde aquella borrachera ya no bebo.

– Oiga, ¿no va usted a coger una alergia además? Un vaso en la mesa es obligado.

Y Clémentine sirvió. Josette golpeaba los precarios muros de su casa de sémola, empotrando unas uvas como si fueran ventanas.

– ¿La red secreta, Josette? -preguntó con dulzura Adamsberg- ¿Por ahí viaja usted?

– Josette va a donde quiere por sus subterráneos -declaró Clémentine-. Y a veces está en Hamburgo y otras en Nueva York.

– ¿Pirata informático? -preguntó Adamsberg, pasmado-. ¿Hacker?

– Hackera, eso es -confirmó Clémentine con satisfacción-. Josette roba a los gordos y da a los flacos. Por los túneles. Tiene que beber ese vaso, Adamsberg.

– ¿Esos eran, Josette, las «transferencias» y los «repartos»? -preguntó Adamsberg.

– Sí -dijo ella encontrando, con rapidez, su mirada-. Nivelo.

Josette estaba hundiendo ahora una uva en el tejado para que representara la chimenea.

– ¿Y adónde van los fondos malversados?

– A una asociación, y a mi salario.

– ¿De dónde toma los fondos?

– Un poco por todas partes. De donde los escondan las grandes fortunas. Entro en las cajas de caudales y hago una punción.

– ¿Sin rastros?

– Sólo he tenido un problema en diez años, hace tres meses, porque tuve que actuar con prisas. Por eso estoy en casa de Clémentine. Hago desaparecer mis pasos, casi he terminado ya.

– Apresurarse no sirve de nada -dijo Clémentine-. Pero con él es especial, sólo tiene seis semanas. No hay que olvidarlo.

Adamsberg miraba estupefacto a aquel pirata, a aquel hacker encorvado a su lado, una mujercita de edad avanzada y flaca, de gestos temblorosos. Y que se llamaba Josette.

– ¿Dónde lo aprendió?

– La cosa viene sola cuando tienes destreza. Clémentine me dijo que estaba usted en un lío. Y, por Clémentine, si puedo prestarle algún servicio…

– Josette -interrumpió Adamsberg-, ¿sería usted capaz de entrar en los ficheros de un notario, por ejemplo? ¿De consultar sus expedientes?

– Es una base -respondió la voz frágil-. Si están informatizados, claro.

– ¿Averiguará sus códigos? ¿Desactivará sus barreras? ¿Como si saltara un muro?

– Sí -dijo modestamente Josette.

– En cierto modo, como un fantasma -resumió Adamsberg.

– Bien habrá que hacerlo -dijo Clémentine-. Porque lo que lleva encima es un maldito fantasma. Y hay que ver cómo se ha agarrado. Josette, no juegues con la comida, no es que a mí me moleste, pero a mi padre no le habría gustado.

Sentado con las piernas cruzadas y los pies desnudos en el viejo sofá de flores, Adamsberg sacó su nuevo teléfono para llamar a Danglard.

– Perdón -le dijo Josette-, ¿llama usted a un amigo seguro? ¿La línea es segura, entonces?

– Es nuevo, Josette. Y llamo a un móvil.

– Es difícil de descubrir pero, si supera los ocho o diez minutos, mejor haría cambiando de frecuencia. Le prestaré el mío, está equipado. Vigile la hora y cambie, pulsando ese botoncito. Le arreglaré el suyo, mañana.

Impresionado, Adamsberg aceptó el aparato trucado de Josette.

– Tengo seis semanas de plazo, Danglard. Arrancadas a la cara oculta de Brézillon.

Danglard emitió un silbido de asombro.

– Pues yo creía que sus dos caras eran de hielo.

– No, había una salida. La tomé. Obtuve un arma, una nueva placa y el levantamiento, parcial y oficioso, de la vigilancia. No garantizo nada por lo que a las escuchas se refiere, y no soy libre de ir de un lado a otro. Si me descubren, Brézillon caerá conmigo. Ahora bien, resulta que confía en mí durante unos días. Además, es un tipo que aplasta su colilla con el pulgar, sin quemarse. En resumen, no puedo comprometerle, no puedo ir a los ficheros.

– ¿Eso significa que voy yo?

– Y también a los archivos. Debemos colmar el vacío entre la muerte del juez y Schiltigheim. Es decir, descubrir los asesinatos con tres heridas de los dieciséis últimos años. ¿Puede encargarse de eso?

– Del Discípulo, sí.

– Envíelo por mail, capitán. Un segundo.

Adamsberg pulsó el botón indicado por Josette.

– Hay un zumbido -dijo Danglard.

– Acabo de cambiar de frecuencia.

– Sofisticado -comentó Danglard-. Un cacharro de mafioso.

– He cambiado de bando y de amistades, capitán. Me adapto.

Avanzada la noche, bajo los edredones algo fríos, Adamsberg miraba las ascuas del fuego en la oscuridad, evaluando las inmensas posibilidades que le abría la presencia, en aquellas paredes, de una vieja pirata electrónica. Intentaba recordar el nombre del notario que se había encargado de la venta de la mansión pirenaica. En su tiempo, lo había sabido. El notario de Fulgence debía de estar obligado, forzosamente, a un silencio absoluto. Algún jurista que, en su juventud, debía de haber cometido alguna irregularidad que Fulgence había ocultado. Y que había caído en el cesto, vasallo del magistrado para toda su vida. Ese nombre, maldición. Veía de nuevo la placa dorada brillando en la fachada de una casa burguesa, cuando había ido a consultar al hombre de leyes sobre la compra de la mansión. Recordaba a un hombre joven, de no más de treinta años. Con suerte, estaría todavía en activo.

La placa dorada se mezclaba, en sus ojos, con el llamear de las brasas. Recordaba un nombre sin alegría, oscuro. Repasó lentamente todas las letras del alfabeto. Desseveaux. Don Jérôme Desseveaux, notario. A quien el juez Fulgence tenía atrapado, con mano férrea, por los cojones.

XLIV

Sentado a su lado, Adamsberg observaba, fascinado por su imprevista destreza, cómo Josette manejaba el ordenador, con sus manos menudas y arrugadas temblando sobre el teclado. En la pantalla aparecían, a toda velocidad, innumerables cifras y letras a las que Josette respondía con unas líneas igual de herméticas. Adamsberg no veía ya el aparato como de costumbre, sino como una especie de gran lámpara de Aladino cuyo genio iba a salir para ofrecerle, amablemente, satisfacer tres deseos. Pero era preciso saber manejarlo, mientras que, en los tiempos antiguos, el primer imbécil recién llegado sabía dar a la lámpara un buen restregón con un trapo. Tratándose de deseos, las cosas se habían complicado mucho.

– Su hombre está muy protegido -comentó Josette con su timbre tembloroso, pero que, en su terreno, superaba la timidez-. Una cerca de alambre espinoso, es demasiado para el despacho de un notario.

– No es un despacho ordinario. Un fantasma le tiene agarrado por los cojones.

– En ese caso…

– ¿Lo conseguirá, Josette?

– Hay cuatro filtros sucesivos. Requiere tiempo.

Como sus manos, la cabeza de la anciana temblaba y Adamsberg se preguntó si los temblores de la edad le permitían descifrar correctamente la pantalla. Clémentine, atenta al aumento de peso del comisario, entró para depositar una fuente con tortas y jarabe de arce. Adamsberg observaba la ropa de Josette, su elegante traje beige acompañado por unas grandes zapatillas deportivas de color rojo.

– ¿Por qué lleva zapatillas deportivas? ¿Para no hacer ruido por los sótanos?

Josette sonrió. Era posible. Un vestido de ladrón, flexible y práctico.

– Le gusta la comodidad, eso es todo -dijo Clémentine.

– Antes -dijo Josette-, cuando estaba casada con mi armador, sólo llevaba trajes sastre y perlas.

– De lo más elegante -aprobó Clémentine.

– ¿Rico? -preguntó Adamsberg.

– Hasta no saber qué hacer con el dinero. Se lo guardaba todo para sí. Yo sisaba algunas pequeñas sumas, aquí y allá, para amigos necesitados. Así empecé. Por aquel entonces yo no era muy hábil y me descubrió.

– ¿Tuvo eso consecuencias?

– Grandes consecuencias, y muy ruidosas. Después del divorcio, comencé a hurgar en sus cuentas y, luego, me dije: Josette, si quieres conseguirlo, hay que hacerlo a gran escala. Y tirando del hilo llegó la cosa. A los sesenta y cinco años, estaba ya lista para zarpar.

– ¿Dónde conoció a Clémentine?

– En un mercado de ocasión, hace más de treinta y cinco años. Mi marido me había regalado una tienda de antigüedades.

– Para que no se aburriera -precisó Clémentine, que, de pie, vigilaba que Adamsberg devorase las tortas-. Cosas de lujo, no chucherías. Nos divertíamos mucho, ¿no es verdad, Josette?

– Aquí está nuestro notario -dijo Josette señalando la pantalla con un dedo.

– Ya era hora -dijo Clémentine, que en su vida había tocado un teclado.

– Es éste, ¿no? Don Jérôme Desseveaux y Asociados, bulevar Suchet, en París.

– ¿Ha entrado usted? -preguntó Adamsberg, fascinado y acercando la silla.

– Y estoy tan cómoda como si visitara su apartamento. Es un negocio muy grande, diecisiete asociados y miles de expedientes. Póngase las zapatillas deportivas, comenzamos el registro. ¿Qué nombre ha dicho?

– Fulgence, Honoré Guillaume.

– Tengo varias cosas -dijo Josette tras unos instantes-. Pero nada después de 1987.

– Porque murió. Debió de cambiar de nombre.

– ¿Es obligatorio, después de la muerte?

– Depende del curro que hagas, supongo. ¿Tiene usted algún Maxime Leclerc, comprador en 1999?

– Sí -respondió Josette tras unos momentos-. Comprador del Schloss, en el Bajo Rin. Nada más con este nombre.

Quince minutos más tarde, Josette había proporcionado a Adamsberg la lista de todas las propiedades adquiridas por el Tridente desde 1949, el bufete Desseveaux se había encargado de los expedientes anteriores. El mismo vasallo había seguido, pues, los asuntos del juez, no sólo hasta su muerte sino también más allá, hasta la reciente compra del Schloss.

Adamsberg estaba en la cocina y removía una crema de huevos con una cuchara de madera, de acuerdo con las instrucciones de Clémentine. Es decir, remover sin parar a velocidad constante, dibujando ochos en la cacerola. Consignas decisivas para evitar la formación de grumos. La localización y los nombres de las sucesivas propiedades del juez confirmaban lo que ya sabía del pasado de Fulgence. Todas se correspondían con los crímenes de tres puntas que había descubierto durante su larga investigación. Durante diez años, el magistrado había impartido justicia en su circunscripción de Loire-Atlantique, y vivía en el Castelet-les-Ormes. En 1949, atravesaba a su primera víctima, a unos treinta kilómetros de allí, un hombre de veintiocho años, Jean-Pierre Espir. Cuatro años más tarde, una muchacha era asesinada en la misma zona, Annie Lefebure, en condiciones muy parecidas a las del crimen de Elisabeth Wind. El juez reincidía seis años más tarde, ensartando a un joven, Dominique Ventou. Por entonces se había vendido, prudentemente, el Castelet. Fulgence se estableció entonces en su segunda circunscripción, en Indre-et-Loire. Las actas notariales mencionaban la compra de un pequeño castillo del siglo XVII, Les Tourelles. En su nuevo territorio, acabó con dos hombres, Julien Soubise, de cuarenta y siete años, y, cuatro años más tarde, un anciano, Roger Lentretien. En 1967, abandonaba la región y se establecía en la Mansión, en el pueblo de la familia Adamsberg. Había esperado seis años antes de asesinar a Lise Autan. Esta vez, la amenaza que constituía el joven Adamsberg le había obligado a abandonar el lugar de inmediato y a instalarse en Dordogne, en el Pigeonnier. Adamsberg conocía aquella granja señorial a donde, como en Schiltigheim, había llegado demasiado tarde. El juez había huido ya ante él, tras el asesinato de Daniel Mestre, de treinta y cinco años.

Adamsberg le había localizado luego en Charente, a consecuencia del asesinato de Jeanne Lessard, de cincuenta y seis años. Entonces se había mostrado más rápido y había encontrado a Fulgence en su nueva morada de la Tour Maufourt. Era la primera vez que volvía a ver a aquel hombre desde hacía diez años, y su flameante autoridad no se había apagado. El juez se había reído sarcástico ante las acusaciones del joven inspector y había amenazado con toda suerte de machaques y aplastamientos si seguía acosándole. Le acompañaban dos nuevos perros, unos dobermans a los que se oía ladrar furiosamente en la caseta. Adamsberg había sufrido ante la mirada del magistrado, que no le resultó más fácil de aguantar que cuando tenía dieciocho años, en la Mansión. Había enumerado los ocho crímenes de los que le acusaba, desde Jean-Pierre Espir hasta Jeanne Lessard. Fulgence había apoyado la punta de su bastón en su torso, haciéndole retroceder ante él, y había pronunciado unas palabras definitivas en el tono de una cortés despedida.

– No me toques, no te acerques. Arrojaré sobre ti el rayo cuando me plazca.

Luego, dejando su bastón y tomando las llaves de la caseta, había repetido la misma frase que había utilizado diez años antes, en el granero.

– Adelántate, joven. Contaré hasta cuatro.

Como en el pasado, Adamsberg había huido ante la desenfrenada carrera de los dobermans. En el tren, había recuperado el aliento y despreciado con todas sus fuerzas la grandilocuencia del juez. Aquel tipo que se las daba de señor no iba a hacerle polvo con una simple presión de su bastón. Había reanudado la caza pero la repentina desaparición de Fulgence de la Tour Maufourt le había pillado desprevenido. Sólo con el anuncio de su muerte, cuatro años más tarde, conoció Adamsberg su último retiro, una mansión de Richelieu, en Indre-et-Loire.

Adamsberg se afanaba haciendo sus ochos en la crema de huevo. En cierto modo, el ejercicio le ayudaba a no verse en la piel diabólica del Tridente, atravesando a Noëlla en el sendero, exactamente como hubiera hecho Fulgence.

Mientras manejaba la cuchara de madera, escuchando su apacible movimiento, comenzaba a disponer el futuro tramo de subterráneo que debía despejar con Josette. Había dudado de su talento, pensando en la exageración de una anciana en declive que rejuvenecía en una vida quimérica. Pero había efectivamente una osada y veterana hacker alojada en el cuerpo, antiguamente burgués, de Josette. Sencillamente, la admiraba. Apartó la cacerola del fuego con la consistencia deseada. Él, por lo menos, había conseguido no estropear la crema de huevo.

Tomó de nuevo el móvil de mafioso de Josette para llamar a Danglard.

– Nada todavía -le dijo su adjunto-. Es largo.

– He encontrado un atajo, capitán.

– ¿Polvoriento?

– Sólido. El mismo notario vasallo se encargó de las adquisiciones de Fulgence hasta su muerte. Y también de las del discípulo -añadió prudentemente-, en todo caso la del Schloss de Haguenau.

– ¿Dónde está, comisario?

– En el bufete de un notario, en el bulevar Suchet. Me muevo con toda comodidad. Me he puesto zapatillas deportivas para no hacer ruido. Moqueta de lana, clasificadores barnizados y ventiladores. Todo es elegante por aquí.

– Ah, bueno.

– Sin embargo, después de su muerte, las compras se efectuaron con otros nombres, como Maxime Leclerc. Tengo pues una posibilidad de descubrirlos durante los dieciséis últimos años, pero siempre que imagine nombres y apellidos que puedan evocar el de Fulgence.

– Sí -aprobó Danglard.

– Pero no soy capaz de hacerlo. No sé ni una palabra de etimología. ¿Podría usted hacerme una lista de todo lo que pueda sugerir el relámpago, el rayo, la luz, y luego la grandeza, el poder, como en Maxime Leclerc? Incluya todo lo que se le pase por la cabeza.

– No necesito anotarlo, puedo decírselo enseguida. ¿Tiene usted algo con que escribir?

– Vamos, capitán -dijo Adamsberg, admirado de nuevo.

– No hay muchas posibilidades. Por lo que se refiere a la luz, busque Luce, Lucien, Lucenet y demás formas, así como Flamme, es decir, «llama», o Flambard. Por lo que se refiere a la claridad, busque entre los derivados de claras, «brillante», «ilustre». Mire si está Clair o Clar, eventualmente algunos diminutivos como Claret o Clairet. Por lo que se refiere a la idea de grandeza, intente con Mesme o Mesmin, formas populares derivadas de Maxime, Maximin, Maximilien. Fíjese también en los Legrand, Majorai, Majorel o, también, Mestrau o Mestraud, formas alteradas de «superior», «excelente». Añada Primat, y eventualmente sus variantes peyorativas como Primard o Primaud. Inténtelo también con Auguste, Augustin, por lo que se refiere a la majestad. No olvide los nombres que recuerden la grandeza por su sentido figurado, como Alejandro, Alex, César o Napoleón, aunque éste sea demasiado chillón.

Adamsberg llevó de inmediato la lista a Josette.

– Habría que combinar todo eso para encontrar eventuales compradores entre la muerte del juez y la adquisición de Maxime Leclerc. En relación con mansiones señoriales, pequeños castillos, casas solariegas o grandes villas, aisladas todas.

– Ya lo he entendido -dijo Josette-. Ahora seguimos al fantasma.

Adamsberg, apretando sus rodillas con las manos, aguardó con ansiedad que la anciana terminara sus manejos subterráneos.

– Tengo tres que podrían adecuarse -anunció-. Tengo también un Napoléon Grandin, aunque en un pequeño apartamento de Courneuve. No creo que sea su hombre. Su fantasma no es un espectro proletario, si lo he comprendido bien. En cambio, he encontrado un Alexandre Clar que adquirió una mansión en Vendée, en 1988, municipio de Saint-Fulgent precisamente. Vendida en 1993. Un Lucien Legrand, propietario de un dominio en Puy-de-Dôme, municipio de Pionsat, de 1993 a 1997. Y un Auguste Primat en una mansión señorial del norte, municipio de Solesmes, de 1997 a 1999. Y luego el tal Maxime Leclerc, de 1999 hasta hoy. Las fechas se suceden, comisario. Voy a imprimirle eso. Concédame tan sólo un momento para borrar nuestros pasos de la moqueta.

– Ya lo tengo, Danglard -dijo Adamsberg, jadeando por su carrera subterránea-. Sobre los nombres, compruebe primero que no estén en el registro civil: Alexandre Clar, nacido en 1935, Lucien Legrand, nacido en 1939, y Auguste Primat, nacido en 1931. Sobre los crímenes, busque en un radio de cinco a sesenta kilómetros alrededor de los términos municipales de Saint-Fulgent, en Vendée, Pionsat, en Puy-de-Dôme, y Solesmes, en el norte. ¿Lo tiene?

– Así será mucho más rápido. ¿Tiene las fechas?

– Para el primer crimen, período de 1988 a 1993; para el segundo, de 1993 a 1997 y, para el tercero, de 1997 a 1999. No olvide que los últimos crímenes, muy probablemente, se cometieron poco tiempo antes de la venta de las propiedades. Es decir, en la primavera de 1993, el invierno de 1997 y el otoño de 1999. Céntrese primero en esos períodos.

– Siempre años impares -comentó Danglard.

– Le gustan. Como el número tres y el tridente.

– Tal vez la idea del Discípulo no sea tan mala, empieza a tomar forma.

La idea del fantasma, corrigió Adamsberg al colgar. Un espectro que comenzaba a tomar, violentamente, forma a medida que los manejos de Josette iban desvelando sus antros. Aguardó la llamada de Danglard con impaciencia, recorriendo de un lado a otro la pequeña casa, con la lista en la mano. Clémentine le había felicitado por su crema de huevo. Al menos, algo bueno.

– Malas noticias -anunció Danglard-. Brézillon se ha puesto en contacto con Laliberté -es decir, Légalité, con él no hay manera- para aclarar algunas cosas. Brézillon me anuncia que uno de los dos puntos en su favor acaba de derrumbarse. Laliberté asegura que sabía lo de su amnesia por el guarda del inmueble. Usted le habló de una pelea entre puercos y chusma. Pero al día siguiente, concretó el guarda, quedó usted muy sorprendido por la hora en que había regresado. Sin mencionar que el enfrentamiento entre puercos y chusma era una mentira y que tenía usted las manos llenas de sangre. Así pues, Laliberté llegó a la conclusión de que había perdido la memoria durante unas horas, puesto que creía haber regresado mucho antes y había mentido al guarda. De modo que no hay llamada anónima, no hay denunciante, nada de nada. La cosa se derrumba.

– ¿Y Brézillon retira su aplazamiento? -preguntó Adamsberg, conmocionado.

– No lo ha mencionado.

– ¿Y los crímenes? ¿Sabe usted algo?

– Sólo sé que Alexandre Clar nunca ha existido, ni tampoco Lucien Legrand o Auguste Primat. Son seudónimos, efectivamente. No he tenido tiempo para lo demás con todo este lío del jefe de división. Y acaba de caernos encima un homicidio en la calle Château. Personalidad relacionada con la política. No sé cuándo encontraré tiempo para encargarme del Discípulo. Lo siento, comisario.

Adamsberg colgó, abofeteado por una sacudida de desesperación. El guarda insomne, sencillamente. Y las muy evidentes deducciones de Laliberté.

Todo se derrumbaba, el delgado hilillo de su esperanza se rompía en seco. Si no había denunciante, no había jugada. Nadie había informado al superintendente de que él había perdido la memoria. Y nadie, por lo tanto, había procurado arrebatársela. No había tercer hombre en el asunto, maquinando en las sombras. Estaba fatalmente solo en aquel sendero, con el tridente al alcance de la mano y Noëlla, amenazadora, frente a él.

Y con su locura asesina en el cráneo. Como su hermano, tal vez. O tal vez siguiendo a su hermano. Clémentine fue a colocarse a su lado tendiéndole, silenciosa, un vaso de oporto.

– Cuenta, muchachito.

Adamsberg contó con voz átona y los ojos clavados en el suelo.

– Eso son ideas de pasma -dijo suavemente Clémentine-. Y las ideas de la pasma y las suyas son dos cosas distintas.

– Estaba solo, Clémentine, solo.

– Bueno, no puede usted saberlo porque no lo recuerda. Bien que ha echado mano al jodido fantasma, con la Josette.

– ¿Y en qué cambia eso las cosas, Clémentine? Yo estaba solo.

– Eso son ideas oscuras, y no otra cosa -dijo Clémentine poniéndole el vaso en la mano-. Y de nada sirve remover el cuchillo. Más valdría seguir por los subterráneos con la Josette, y luego beber ese oporto.

Pareció que Josette, que había permanecido en silencio junto a la chimenea, quería decir algo, pero cambió de opinión.

– No dejes que se enmohezca, Josette, te lo digo siempre -aconsejó Clémentine con el cigarrillo en los labios.

– Es delicado -explicó Josette.

– No estamos ya para delicadezas, ¿no lo ves?

– Me decía que si el señor Danglard, se llama así, ¿no?, no puede encargarse de los crímenes, podríamos hacerlo nosotros mismos. Lo malo es que la cosa nos obligaría a hurgar en los archivos de la gendarmería.

– ¿Y qué te molesta?

– Él. Es comisario.

– Ya no lo es, Josette. Es una lata tener que repetírtelo cien veces. Y, además, los gendarmes y la pasma no son lo mismo.

Adamsberg dirigió una mirada perdida a la anciana.

– ¿Podría hacerlo, Josette?

– Entré en el FBI una vez, sólo para jugar, para divertirme.

– No te excuses, Josette. No es malo hacer el bien.

Adamsberg contempló con creciente asombro a aquella mujer menuda, burguesa en un tercio, vacilante en otro y hacker en el tercero.

Después de la cena, que Clémentine había hecho tragar por la fuerza a Adamsberg, Josette la emprendió con los ficheros policiales. Había puesto a su lado una nota con tres fechas, primavera de 1993, invierno de 1997 y otoño de 1999. De vez en cuando, Adamsberg echaba una ojeada al progreso de su trabajo. Por la noche, cambiaba sus zapatillas deportivas por unas enormes pantuflas grises que le hacían unas frágiles patas de cría de elefante.

– ¿Muy protegidos?

– Miradores por todas partes, era de esperar. Si yo tuviera un expediente allí, no me gustaría que la primera vieja que llegara pudiera huronear en él, con zapatillas de tenis.

Clémentine había ido a acostarse y Adamsberg permaneció solo ante la chimenea, cruzando y descruzando sus dedos, con los ojos clavados en el fuego. No oyó acercarse a Josette pues las pantuflas apagaban sus pasos. Grandes pantuflas de hacker, precisamente.

– Aquí está, comisario -dijo simplemente Josette mostrándole una hoja, con la modestia del trabajo bien hecho y la inconsciencia del talento, como si hubiera conseguido una simple crema de huevo formando ochos en su ordenador-. En marzo de 1993, a treinta y dos kilómetros de Saint-Fulgent, una mujer de cuarenta años, Ghislaine Matère, asesinada en su domicilio, de tres puñaladas. Vivía sola en una casa de campo. En febrero de 1997, a veinticuatro kilómetros de Pionsat, una joven muerta de tres heridas de punzón en el vientre, Sylviane Brasillier. Esperaba sola en la parada del autobús, un domingo por la noche. En septiembre de 1999, un hombre de sesenta y seis años, Joseph Fèvre, a treinta kilómetros de Solesmes. Tres puñaladas.

– ¿Culpables? -preguntó Adamsberg tomando la hoja.

– Aquí -indicó Josette señalando con su dedo tembloroso-. Una mujer borracha, algo pirada, que vivía en una choza del bosque, considerada como la bruja del lugar. Por lo de la joven Brasillier, agarraron a un parado, un cliente habitual de los bares de Saint-Eloy-les-Mines, no lejos de Pionsat. Y el crimen de Fèvre se lo cargaron a un guarda forestal, derrumbado en un banco en los arrabales de Cambrai, con el cuerpo lleno de alcohol y la navaja en el bolsillo.

– ¿Amnésicos?

– Todos.

– ¿Armas nuevas?

– En los tres casos.

– Es magnífico, Josette. Ahora le seguimos los pasos desde el Castelet-les-Ormes, en 1949, hasta Schiltigheim. Doce crímenes, Josette, doce. ¿Se da usted cuenta?

– Trece con el de Quebec.

– Yo estaba solo, Josette.

– Hablaba usted de un discípulo con su adjunto. Si ha actuado cuatro veces después de la muerte del juez, ¿por qué no puede haber matado en Quebec?

– Por una razón muy sencilla, Josette. Si se hubiera tomado el trabajo de ir hasta Quebec, lo habría hecho para tenderme una trampa, como hizo con los demás chivos expiatorios. Si un discípulo o un émulo ha tomado el relevo de Fulgence, lo hace por veneración al juez, por un imperioso deseo de concluir su obra. Pero ese hombre, esa mujer, aunque esté intoxicado por Fulgence, no es Fulgence. Él me odiaba y deseaba mi caída. Pero el otro, el discípulo, no me guarda el mismo odio. Ni siquiera me conoce. Terminar la serie del juez es una cosa, pero matar para ofrecerme como regalo al muerto, es otra. No lo creo. Por eso le digo que yo estaba solo.

– Clémentine dice que eso son ideas oscuras.

– Pero ciertas. Y si hay discípulo, no es viejo. La veneración es una emoción de juventud. Podemos estimar que ahora tendría entre treinta y cuarenta años. Los hombres de esta generación no fuman en pipa, o muy pocas veces. El ocupante del Schloss fumaba en pipa y sus cabellos eran blancos. No, Josette, no creo en el discípulo. Estamos en un callejón sin salida.

Josette movía cadenciosamente su pantufla gris, golpeando con el pie el viejo enlosado de ladrillos.

– A menos -dijo tras un momento- que creamos en los muertos vivientes.

– A menos, sí.

Ambos se sumieron en un largo silencio. Josette agitaba el fuego.

– ¿Está usted cansada, mi Josette? -preguntó Adamsberg, sorprendido al oírse utilizar las palabras de Clémentine.

– A menudo navego por la noche.

– Piense en ese hombre, Maxime Leclerc, Auguste Primat o como se llame. Desde la muerte del juez, se considera invisible. O el discípulo intenta prolongar la imagen remanente de Fulgence, o nuestro muerto viviente no quiere desvelar su rostro.

– Porque está muerto.

– Eso es. En cuatro años, nadie ha podido ver a Maxime Leclerc. Ni los empleados de la agencia, ni la mujer de la limpieza, ni el jardinero, ni el cartero. Todas las gestiones exteriores se encargaban a la asistenta. Las indicaciones del propietario se transmitían por notas, por teléfono eventualmente. Una invisibilidad posible, pues, porque lo logró. Y sin embargo, Josette, me parece imposible librarse por completo de ser visto. Tal vez dos años, pero no cinco, y menos dieciséis. La cosa puede funcionar, pero siempre que no se tengan en cuenta los imprevistos de la vida, las urgencias, lo imponderable. Y, en dieciséis años, se producen. Recorriendo esos dieciséis años, deberíamos poder encontrar un imponderable.

Josette escuchaba, como hacker concienzudo, aguardando consignas más precisas y moviendo la cabeza y su pantufla.

– Pienso en un médico, Josette. Una súbita enfermedad, una caída, una herida. La circunstancia que nos obliga a llamar urgentemente a un doctor. Si el caso se produjo, él no habría recurrido al médico local. Habría acudido a un servicio anónimo, a un equipo de médicos de urgencia, de los que te ven una sola vez y te olvidan enseguida.

– Ya veo -dijo Josette-. Pero estos servicios no deben conservar sus archivos más de cinco años.

– Y eso nos llevaría a Maxime Leclerc. Es decir, a circular por los centros de urgencia de la zona del Bajo Rin, y descubrir una eventual visita de un médico por el Schloss del muerto viviente.

Josette volvió a colgar el atizador, se arregló los pendientes y se subió las mangas de su jersey de lana. A la una de la madrugada, encendía de nuevo su máquina. Adamsberg permaneció solo ante la chimenea, alimentándola con dos troncos, tan tenso como un padre que espera el parto. Era una nueva superstición eso de mantenerse alejado de Josette mientras ella tecleaba en la lámpara de Aladino. Temía demasiado sorprender, a su lado, muecas de desaliento, expresiones de decepción. Aguardaba inmóvil, hundido en el obsesivo paso por el sendero. Y agarrado sólo a la ínfima esperanza que ofrecían, eslabón tras eslabón, las furtivas exploraciones de la anciana. Y que él depositaba, brizna a brizna, en los alvéolos de su pensamiento. Rogando que los filtros cayeran como plomo fundido ante la genial llama de su pequeña hacker. Había anotado los términos que ella utilizaba para evaluar los seis grados de resistencia de aquellos filtros, por orden creciente de dificultad: trabajo chupado, duro, coriáceo, alambres de espino, cemento, miradores.

Y había pasado todo un día en los miradores del FBI. Se incorporó al oír el roce de las pantuflas por el pequeño corredor.

– Ya está -anunció Josette-. Bastante coriáceo, pero pasable.

– Dígalo pronto -dijo Adamsberg.

– Maxime Leclerc llamó a un servicio de urgencias, hace dos años, el 17 de agosto, a las catorce cuarenta. Siete picaduras de avispa habían provocado un grave edema en el cuello y en la parte baja del rostro. Siete. El doctor acudió en cinco minutos. Volvió a las ocho de la tarde y le dio una segunda inyección. Tengo el nombre del médico que intervino: Vincent Courtin. Me he permitido hurgar un poco en sus datos personales.

Adamsberg puso sus manos en los hombros de Josette. Sintió los huesos a través de sus palmas.

– En estos últimos tiempos, mi vida circula por las manos de unas mujeres mágicas. Se lanzan como una bala y una y otra vez la salvan del abismo.

– ¿Es molesto? -preguntó Josette con seriedad.

Despertó a su adjunto a las dos de la madrugada.

– Quédese en la cama, Danglard. Sólo quiero darle un mensaje.

– Sigo durmiendo y le escucho.

– Cuando el juez murió, aparecieron muchas fotos en la prensa. Elija cuatro, dos de perfil, una de frente y una de tres cuartos, y pida que el laboratorio lleve a cabo un envejecimiento artificial del rostro.

– Tiene usted excelentes dibujos de cráneo en cualquier buen diccionario.

– Es serio, Danglard, y prioritario. En un quinto retrato, de frente, pida que realicen también una hinchazón del cuello y del rostro, como si el hombre hubiera sido picado por avispas.

– Si eso le divierte -dijo Danglard con voz fatalista.

– Haga que me lo envíen lo antes posible. Y deje estar la investigación de los crímenes que faltan. Los he encontrado los tres, le enviaré los nombres de las nuevas víctimas. Vuelva a dormirse, capitán.

– Si no me he despertado.

XLV

En su falsa documentación de poli, Brézillon le había atribuido un nombre que le costaba recordar. Adamsberg volvió a leerlo en voz baja antes de llamar al médico. Sacó su móvil con precaución. Desde que su hacker había «mejorado» su teléfono, brotaban por aquí y por allá seis pedazos de hilo rojo y verde, como un insecto que hubiera desplegado sus patas, y dos pequeñas ruedecitas para cambiar de frecuencia, que formaban unos ojos laterales. Adamsberg lo manipulaba como un misterioso escarabajo. Encontró al doctor Courtin en su casa el sábado por la mañana a las diez.

– Comisario Denis Lamproie -anunció Adamsberg-, Brigada Criminal de París.

Los médicos, acostumbrados a los problemas de autopsias e inhumaciones, reaccionaban tranquilamente ante la llamada de un policía de la Criminal.

– ¿De qué se trata? -preguntó el doctor Courtin con tono indiferente.

– Hace dos años, el 17 de agosto, curó usted a un paciente a veinte kilómetros de Schiltigheim, en una propiedad llamada el Schloss.

– Alto ahí, comisario. No recuerdo a los enfermos a los que visito. A veces hago recorridos de veinte casos al día y es muy raro que vuelva a ver a mis pacientes.

– Pero aquel hombre había sido víctima de siete picaduras de avispa. Tenía una hinchazón alérgica que exigió dos inyecciones. Una a primera hora de la tarde y la otra hacia las ocho.

– Sí, recuerdo el caso pues es raro que las avispas ataquen todas juntas. Me preocupó aquel viejo tipo. Vivía solo, compréndalo. Pero se negaba a que yo volviera a verle, tozudo como una mula. De todos modos, pasé después de mi recorrido. Se vio obligado a abrirme porque respiraba aún con dificultad.

– ¿Podría describírmelo, doctor?

– Es difícil. Veo centenares de rostros. Un tipo viejo, alto, con el pelo blanco y maneras distantes, creo. No puedo decirle mucho más, su rostro estaba deformado por el edema hasta las mejillas.

– Podría traerle unas fotos.

– Honestamente, sería una pérdida de tiempo, comisario. Todo es muy vago, salvo el ataque de las avispas.

A primera hora de la tarde, Adamsberg se dirigía a la estación del Este, llevando los retratos envejecidos del juez. Dirección Estrasburgo, de nuevo. Para ocultar parte de su rostro y su calva, se había puesto el gorro canadiense con orejeras que le había comprado Basile, demasiado cálido para la suavidad oceánica una vez de regreso. Al médico le parecería extraño, sin duda, que se negara a quitárselo. A Courtin no le gustaba esa consulta forzada y Adamsberg sentía que le estaba estropeando el fin de semana.

Los dos hombres se habían instalado en el extremo de una mesa atestada. Courtin era bastante joven, huraño y estaba algo gordo ya. El caso del anciano de las avispas no le interesaba y no hizo ninguna pregunta sobre los motivos de la investigación. Adamsberg puso ante sus ojos los retratos del juez.

– El envejecimiento y el edema son artificiales -explicó para dar cuenta del particular aspecto de los clichés-. ¿Le recuerda algo este hombre?

– Comisario -dijo el médico-, ¿no desea antes ponerse cómodo?

– Sí -dijo Adamsberg, que comenzaba a chorrear bajo su gorro polar-. En verdad, agarré piojos en una celda y me he afeitado la mitad del cráneo.

– Extraña manera de tratarse -advirtió el médico cuando Adamsberg hubo descubierto su cabeza-. ¿Por qué no se la afeitó del todo?

– Se encargó de mí un amigo, un antiguo monje. Eso lo explica.

– Ah, bueno -dijo el médico, perplejo.

Tras una vacilación, el hombre regresó a las fotografías.

– Ésta -dijo tras unos momentos, posando su dedo en un cliché del juez, de su perfil izquierdo-. Éste es el viejo de las avispas.

– Me dijo usted que conservaba sólo un vago recuerdo.

– De él, pero no de su oreja. Los médicos memorizamos las anomalías mejor que los propios rostros. Recuerdo perfectamente su oreja izquierda.

– ¿Qué tenía? -preguntó Adamsberg inclinándose hacia la foto.

– Esta sinuosidad media, aquí. El tipo había sido operado, sin duda, en su infancia, por tener las orejas despegadas. En aquel tiempo, la intervención no siempre tenía éxito. Se produjo una hinchazón de la cicatriz y una deformación del borde externo del pabellón.

Las fotos eran de los tiempos en que el juez estaba todavía en funciones. Llevaba entonces el pelo corto y las orejas descubiertas. Adamsberg sólo había conocido al juez después de jubilado, con el pelo más largo.

– Tuve que apartar el pelo para examinar la magnitud del edema -precisó Courtin-. Así advertí la malformación. En cuanto al resto del rostro, es ese tipo de hombre.

– ¿Está seguro, doctor?

– Seguro de que la oreja izquierda fue operada y de que cicatrizó mal. Seguro de que la derecha no sufrió traumatismo alguno, como en estos clichés. La examiné por curiosidad. Pero sin duda no es el único que tiene, en Francia, la oreja izquierda mal cicatrizada. ¿Me comprende? No obstante, el caso es poco frecuente. Por lo general, las dos orejas reaccionan de un modo similar ante la operación. Es raro que la cicatriz se hinche de un lado y no del otro, como aquí. Digamos que corresponde a lo que observé en el tal Maxime Leclerc. No puedo decirle nada más.

– Por aquel entonces, el hombre debía de tener noventa y siete años. Un vejestorio. ¿Eso correspondía también?

El médico movió la cabeza, incrédulo.

– Imposible. Mi paciente no tenía más de ochenta y cinco años.

– ¿Seguro? -preguntó Adamsberg, sorprendido.

– En este punto, rigurosamente seguro. Si el viejo hubiera tenido noventa y siete años, no le habría dejado solo con siete picaduras de avispa en el cuello. Le habría hospitalizado de inmediato.

– Maxime Leclerc nació en 1904 -insistió Adamsberg-. Hacía más de treinta años que estaba jubilado.

– No -repitió el médico-. Estoy seguro. Ponga quince años menos.

Adamsberg evitó la catedral, por temor a ver aparecer a Nessie, jadeante, en el portal donde estúpidamente se había metido con el dragón, o al pez del lago Pink deslizándose por una alta ventana de la nave.

Se detuvo y se pasó los dedos por los ojos. Hoja tras hoja en las zonas de sombra, había recomendado Clémentine, para encontrar las setas de la verdad. De momento, debía seguir de cerca aquella oreja deformada. En cierto modo tenía forma de seta, en efecto. Debía permanecer atento, procurar que las nubes de plomo de sus pensamientos no llegaran a oscurecer el trazado de su estrecha ruta. Pero la categórica afirmación del médico referente a Maxime Leclerc le desconcertaba. La misma oreja, pero no la misma edad. Sin embargo, el doctor Courtin hablaba de la edad de los hombres y no de la de los fantasmas.

«Rigor, rigor y rigor.» Adamsberg apretó los dedos al recordar al superintendente y subió al tren. En la estación del Este, sabía exactamente a quién llamar para seguir por el camino de aquella oreja.

XLVI

El cura de su pueblo se levantaba con las gallinas, como repetía la madre de Adamsberg, para dar ejemplo. Adamsberg esperó que fueran las ocho y media en sus relojes para llamar al sacerdote que, según calculó, debía de haber superado los ochenta años. El hombre había tenido siempre cierta similitud con un gran perro al acecho, y ya sólo podía desear que hubiese conservado la actitud. El cura Grégoire asimilaba montones de detalles inútiles, apasionado por la diversidad que el Señor había introducido en el mundo viviente. Se anunció con su apellido.

– ¿Qué Adamsberg? -preguntó el cura.

– El de tus viejos libros. «Qué segador del eterno estío había, al marcharse, arrojado negligentemente esa hoz.»

– «Dejado», Jean-Baptiste, «dejado» -le corrigió el cura, sin que la llamada pareciese sorprenderle.

– «Arrojado.»

– «Dejado.»

– No tiene importancia, Grégoire. Te necesito. ¿Te he despertado?

– Ni hablar, me levanto con las gallinas. Y, con la edad, ya sabes. Concédeme un minuto, voy a comprobarlo. Me haces dudar.

Adamsberg permaneció con el teléfono en la mano, inquieto. ¿No sabía ya Grégoire reconocer una urgencia? En el pueblo era conocido por reaccionar ante la menor preocupación que apareciera en casa de uno de sus feligreses. Con el cura Grégoire no valían los disimulos.

– «Arrojado.» Tienes razón, Jean-Baptiste -dijo el cura, decepcionado y tomando de nuevo el teléfono-. Con la edad, ya sabes.

– Grégoire, ¿te acuerdas del juez? ¿Del Señor?

– ¿Otra vez él? -dijo Grégoire con un tono de reproche.

– Ha regresado de entre los muertos. O agarro a ese viejo diablo por los cuernos o pierdo mi alma.

– No hables así, Jean-Baptiste -le ordenó el cura como si fuera todavía un niño-. Si Dios te oyera…

– Grégoire, ¿recuerdas sus orejas?

– ¿La izquierda, quieres decir?

– Eso es -dijo rápidamente Adamsberg tomando un lápiz-. Cuenta.

– No debemos hablar mal de los muertos, pero aquella oreja no había acabado bien. No por voluntad de Dios sino por culpa de los doctores.

– De todos modos, Dios le había hecho nacer con las orejas despegadas.

– Pero le había dado la belleza. Dios debe repartirlo todo en este mundo, Jean-Baptiste.

Adamsberg pensó que Dios metía mucho la pata en su tarea y que era bueno que algunas Josette le echaran una manita en la chapuza de su curro.

– Háblame de esa oreja -dijo, queriendo evitar que Grégoire se extraviara por los inescrutables caminos del Señor.

– Grande, deforme, con el lóbulo largo y levemente velludo, el orificio auricular estrecho, con el pliegue estropeado por un hundimiento en el centro. ¿Recuerdas el mosquito que quedó atrapado en la oreja de Raphaël? Finalmente, lo hicimos salir con una vela, como cuando se pesca con candiles, por la noche.

– Lo recuerdo muy bien, Grégoire. Acabó chisporroteando en la llama, con un ruidito. ¿Te acuerdas del ruidito?

– Sí. Yo bromeé.

– Es cierto. Pero háblame del Señor. ¿Estás seguro de este hundimiento?

– Del todo. También tenía una pequeña verruga en el mentón, a la derecha, que debía de molestarle al afeitarse -añadió Grégoire, lanzado ya a su mina de detalles-. La aleta derecha de la nariz estaba más abierta que la izquierda y el implante de los cabellos avanzaba mucho hacia las mejillas.

– ¿Cómo lo haces?

– Puedo describirte también a ti, si quieres.

– Prefiero que no, Grégoire. Ya es bastante con lo que tengo.

– No olvides que el juez ha muerto, pequeño, no lo olvides. No te hagas daño.

– Lo intento, Grégoire.

Adamsberg pensó en el viejo Grégoire sentado a su mesa de madera rancia. Luego regresó a sus fotos con una lupa. La verruga en el mentón era muy visible, también la irregularidad de la nariz. La memoria del anciano cura seguía tan aguzada como antaño, un verdadero teleobjetivo. Salvo aquella diferencia de edad puesta de relieve por el médico, el espectro de Fulgence parecía salir por fin de su sudario. Tirado de una oreja. Cierto es, se dijo observando los clichés del juez el día de su jubilación, que Fulgence nunca había representado su edad. El hombre había sido siempre de un anormal vigor y Courtin no podía concebir aquello. Maxime Leclerc no había sido un paciente ordinario ni, por lo tanto, a continuación, un fantasma ordinario.

Adamsberg se hizo otro café y esperó con impaciencia que Josette y Clémentine volvieran de sus compras. Ahora que había abandonado el árbol Retancourt, sentía la necesidad de su apoyo, el impulso de anunciarle cada uno de sus progresos.

– Le tenemos por la oreja, Clémentine -dijo descargándola de su cesto.

– Ya era hora. Es como un ovillo, cuando tienes el hilo te basta con tirar.

– ¿Exploramos un nuevo canal, comisario? -preguntó Josette.

– Ya te dije que es más que eso. Es todo un mundo, mi querida Josette.

– Vayamos a Richelieu, Josette. Busquemos el nombre del médico que firmó el permiso para enterrarlo, hace dieciséis años.

– Eso está chupado -dijo ella con una breve mueca.

Josette sólo tardó veinte minutos en identificar al facultativo, Colette Choisel. Médico que trataba al juez desde que llegó a la ciudad de Richelieu. Había procedido al examen del cuerpo, diagnosticado un paro cardíaco y expedido el permiso de inhumación.

– ¿Tienes su dirección, Josette?

– Cerró su consultorio cuatro meses después de la muerte del juez.

– Jubilada?

– De ningún modo. Tenía cuarenta y ocho años.

– Perfecto. Ahora nos lanzaremos sobre ella.

– Eso es más difícil. Tiene un nombre bastante corriente. Pero a los sesenta y cuatro años podría ejercer todavía. Pasaremos por los anuarios profesionales.

– Y daremos una vueltecita por los antecedentes penales, buscando huellas de Colette Choisel.

– Si tiene antecedentes, no podría seguir ejerciendo.

– Eso es. Buscamos una absolución.

Adamsberg dejó a Josette con su lámpara de Aladino y fue a echar una mano a Clémentine, que pelaba hortalizas para el almuerzo.

– Se desliza por ahí como un gato que intentara salir del encierro -dijo Adamsberg sentándose.

– Eso es, de todos modos es su oficio -dijo Clémentine, que no concebía toda la complejidad de los fraudulentos manejos de Josette-. Ocurre como con las patatas -prosiguió-. Alguien tiene que pelarlas, Adamsberg.

– Yo sé pelar patatas, Clémentine.

– No. No les quita los ojos como es debido. Hay que quitarles los ojos, son veneno.

Con un gesto profesional, Clémentine le mostró cómo excavar con presteza un pequeño cono en el bulbo para desprender la punta negra.

– Es veneno cuando está crudo, Clémentine.

– Aun así. Quitaremos los ojos.

– De acuerdo. Lo procuraré.

Las patatas, controladas por Clémentine, estaban cocidas y la mesa puesta cuando Josette llegó con sus resultados.

– ¿Satisfecha, Josette mía? -le preguntó Clémentine llenando los platos.

– Eso creo -dijo Josette dejando una hoja junto a sus cubiertos.

– Me desagrada que se trabaje mientras comemos. A mí no me molesta, pero a mi padre no le habría gustado. Pero, puesto que sólo tenemos seis semanas…

– Colette Choisel ejerce en Rennes desde hace dieciséis años -dijo Josette leyendo sus notas-. A los veintisiete se encontró en un mal paso. La muerte de uno de sus pacientes, de edad avanzada, cuyos dolores calmaba con morfina. Un gravísimo error de sobredosis que podía costarle la carrera.

– Ya lo creo -dijo Clémentine.

– ¿Dónde ocurrió eso, Josette?

– En Tours, en el segundo feudo jurídico de Fulgence.

– ¿Absuelta?

– Absuelta. El abogado demostró la irreprochable conducta de la médico. Puso de relieve que la paciente, antigua veterinaria, podía procurarse perfectamente morfina por sus propios medios y que se la había administrado.

– Un abogado a los pies de Fulgence.

– Los jurados determinaron suicidio. Choisel salió de ello completamente limpia.

– Y rehén del juez. Josette -añadió Adamsberg posando su mano en el brazo de la anciana-, sus sótanos van a llevarnos al aire libre. O, mejor dicho, bajo tierra.

– Así sea -dijo Clémentine.

Adamsberg reflexionó largo rato junto a la chimenea, con el plato de los postres en equilibrio sobre sus rodillas. No era fácil el camino que debía tomar. Danglard, pese a que parecía haber recuperado la calma, le mandaría a paseo. Pero Retancourt le escucharía de un modo más neutro. Sacó de su bolsillo el escarabajo de patas rojas y verdes y marcó el número en su reluciente lomo. Sintió una pequeña sacudida de bienestar y reposo al volver a escuchar la voz grave de su teniente arce.

– No se preocupe, Retancourt, cambio de frecuencia cada cinco minutos.

– Danglard me informó de su plazo.

– Es corto, teniente, y debo actuar deprisa. Creo que el juez sobrevivió a su muerte.

– Dicho de otro modo…

– Sólo he podido agarrar una oreja. Pero esa oreja se movía aún hace dos años, a veinte kilómetros de Schiltigheim. Sola y velluda, revoloteando como una gran mariposa nocturna que hiciera fechorías en el desván del Schloss.

– ¿Y hay algo detrás de esa oreja? -preguntó Retancourt.

– Sí, un permiso de inhumación dudoso. El médico que lo expidió estaba en la cesta de los vasallos de Fulgence. Creo, Retancourt, que el juez fue a instalarse en Richelieu porque la tal médico ejercía en esa ciudad.

– ¿Que su muerte había sido programada?

– Eso creo. Pásele la información a Danglard.

– ¿Por qué no lo hace usted mismo?

– Porque le cabreo, teniente.

Danglard le llamó menos de diez minutos más tarde, con la voz seca.

– Si comprendo bien, comisario, ha conseguido usted resucitar al juez. Nada menos.

– Eso creo, Danglard. Ya no corremos detrás de un muerto.

– Sino detrás de un vejestorio de noventa y nueve años. Detrás de un centenario, comisario.

– Me doy cuenta.

– Lo que es también utópico. Noventa y nueve años es algo raro en un hombre.

– En mi pueblo había uno.

– ¿En plena forma?

– Realmente, no -reconoció Adamsberg.

– Comprenda -prosiguió pacientemente Danglard- que un centenario capaz de agredir a una mujer, matarla con un tridente, arrastrarla por los campos, con su bicicleta, es puro cuento chino.

– Así son los cuentos y yo no puedo hacer nada. El juez tenía una fuerza anormal.

– Tenía, comisario. Un tipo de noventa y nueve años no tiene una fuerza anormal. Y un asesino centenario no puede existir y no puede actuar.

– Al diablo le importa un pimiento la edad que tiene. Tengo la intención de pedir la exhumación.

– Carajo, ¿hasta ese punto?

– Sí.

– Entonces no cuente conmigo. Está yendo usted demasiado lejos. Por unas tierras a las que no quiero seguirle.

– Lo comprendo.

– Aceptaba lo del discípulo, recuérdelo; pero no lo del muerto viviente ni lo de un vejestorio asesino.

– Intentaré pedirla yo mismo. Pero si el permiso de exhumación llega a la Brigada, acudan a Richelieu, usted, Retancourt y Mordent.

– No, yo no, comisario.

– Haya lo que haya en esa tumba, quiero que usted lo vea, Danglard. Irá.

– Ya sé lo que hay en un ataúd. No necesito viajar para eso.

– Danglard, Brézillon me eligió Lamproie como apellido. Es decir «lamprea», ¿le dice a usted algo?

– Es un pez primitivo -respondió el capitán con una sonrisa en la voz-. Ni siquiera un pez, un agnato más exactamente. De aspecto delgado como una anguila.

– Ah -dijo Adamsberg decepcionado y levemente asqueado, a causa de la criatura prehistórica del lago Pink-. ¿Tiene algo especial ese primitivo?

– La lamprea no tiene dientes. Ni mandíbulas. Funciona como una ventosa, si quiere.

Adamsberg se preguntó, al colgar, cómo interpretar la elección del jefe de división. ¿Tal vez una alusión a cierta falta de refinamiento? ¿O a las seis semanas de aplazamiento que había conseguido arrancarle? Como una ventosa que aspira hacia ella las voluntades contrarias. A menos que hubiera querido indicar que le creía inocente, desprovisto de dientes. Es decir, de tridente.

Convencer a Brézillon para que ordenase la exhumación del juez Fulgence parecía una empresa impracticable. Adamsberg se concentraba en aquella lamprea y procuraba atraer al jefe en su dirección. Brézillon se había sacado de encima, en un revolotear de palabras, aquella oreja que vivía sola en el Bajo Rin tras el fallecimiento del juez. En cuanto al dudoso permiso de inhumación de la doctora Choisel, sólo era, para él, una frágil suposición.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó de pronto.

– Domingo.

– El martes a las dos de la tarde -anunció con un brusco cambio, parecido al que había permitido obtener a Adamsberg su corta libertad.

– Que Retancourt, Mordent y Danglard estén allí -tuvo apenas tiempo de solicitar el comisario.

Cerró la tapa de su móvil suavemente, para no arrugarle las patitas. Tal vez el jefe de división se sintiera obligado, desde que había dejado libre a su hombre, a proseguir la lógica de su decisión y acompañarle hasta el final en sus errores. A menos que fuera aspirado por la ventosa de la lamprea. Cuyo sentido de atracción se invertiría algún día, cuando Adamsberg, vencido, fuera a visitarle a su salón, a su sillón. Volvió a ver el pulgar de Brézillon y no pudo impedir preguntarse qué sucedería si se metiese un cigarrillo encendido en las fauces de una lamprea. Empresa imposible puesto que el animal vivía bajo el agua. Animal que fue a reunirse con la tropa de las criaturas que procuraban obstruir la catedral de Estrasburgo. En compañía de la pesada mariposa nocturna que poblaba el desván del Schloss; medio oreja, medio seta.

Y no importaba en qué hubiera pensado Brézillon. Tenía el permiso de exhumación. Y Adamsberg se sintió dividido entre lo febril y, sencillamente, el verdadero miedo. Sin embargo, no era la primera vez que procedía a una exhumación. Pero abrir el ataúd del magistrado le pareció, de pronto, una empresa blasfema y amenazadora. «Va usted demasiado lejos», había dicho Danglard, «por tierras a las que no quiero seguirle». ¿Adónde? Al ultraje, a la profanación, al espanto. Un descenso bajo tierra en compañía del juez que podría arrastrarlo a su sombra. Miró sus relojes. Dentro de cuarenta y seis horas, exactamente.

XLVII

Con la cabeza hundida en su gorro polar y embozado tras las solapas, Adamsberg observaba a lo lejos la puesta a punto de las sacrílegas operaciones, bajo la fría lluvia que ennegrecía los troncos de los árboles en el cementerio de Richelieu. La pasma había rodeado la tumba del juez con una cinta de plástico rojo y blanco, delimitándola como una zona de peligro. Brézillon se había desplazado en persona, un acto absolutamente sorprendente viniendo de un hombre que, desde hacía mucho tiempo, había abandonado el terreno. Se mantenía erguido junto a la tumba, con un abrigo gris con solapas de terciopelo negro. Además del efecto lamprea que, tal vez, le había atraído hasta la ciudad del cardenal, Adamsberg sospechó que albergaba una secreta curiosidad por la terrorífica andadura del Tridente. Danglard había acudido, por supuesto, pero permanecía apartado de la tumba, como si intentara deshacerse de su responsabilidad. Junto a Brézillon, el comandante Mordent se bamboleaba de un pie a otro, bajo un deforme paraguas. Él había aconsejado que irritaran al fantasma para producir el combate y, tal vez, en aquel momento concreto, estuviese lamentando su temerario consejo. Retancourt aguardaba sin aparente inquietud y sin paraguas. Era la única que había descubierto a Adamsberg al fondo del cementerio y le había dirigido una discreta señal. El grupo permanecía silencioso, concentrado. Cuatro gendarmes de la ciudad habían desplazado la losa sepulcral, que, advirtió Adamsberg, no había sufrido la pátina del tiempo y brillaba bajo la lluvia, como si la tumba, al igual que el juez, hubiera desafiado los dieciséis años transcurridos.

Un montículo de tierra se iba formando lentamente, los gendarmes se afanaban cavando la tierra húmeda. Los policías se soplaban las manos o pataleaban para calentarse. Adamsberg sentía que su propio cuerpo se tensaba y mantenía la mirada clavada en Retancourt, adoptando el cuerpo a cuerpo para poder respirar con ella, ver con ella, agarrado a su espalda.

Las palas resbalaron, rechinando, sobre la madera. La voz de Clémentine llegó hasta el cementerio. Levantar las hojas, una tras otra, en los lugares sombríos. Levantar la tapa del ataúd. Si el cuerpo del juez estaba en aquella caja, Adamsberg lo sabía, se hundiría con él en la tierra.

Los gendarmes habían terminado de colocar las cuerdas y jalaban ahora el ataúd de roble, que salió al aire libre, bamboleándose, en bastante buen estado. Los hombres la emprendían con los tornillos cuando Brézillon pareció pedirles, con un gesto, que hicieran saltar la tapa con una palanca. Adamsberg se había acercado, de árbol en árbol, aprovechando que toda la atención estaba centrada en el ataúd. Siguió los movimientos de las tenazas que rechinaban bajo la placa de madera. La tapa se rompió y cayó al suelo. Adamsberg examinó los mudos rostros. Brézillon fue el primero en agacharse y acercar su mano enguantada. Con un cuchillo que Retancourt le había prestado, dio unos golpes, como si desgarrara un sudario, y luego se incorporó dejando que de su guante cayera un hilillo de arena, brillante y blanca. Más dura que el cemento, cortante como el cristal, fluida y escurridiza, como el propio Fulgence. Adamsberg se alejó sin hacer ruido.

Retancourt llamaba una hora más tarde a la puerta de su habitación de hotel. Adamsberg le abrió, feliz, posando rápidamente la mano en su hombro para saludarla. La teniente se sentó en la cama, hundiéndola en el medio como en el hotel Brébeuf de Gatineau. Y, como en Brébeuf, abrió un termo de café y puso dos vasitos en la mesilla de noche.

– Arena -dijo él sonriendo.

– Un largo saco de ochenta y tres kilos.

– Colocado en el ataúd tras el examen de la doctora Choisel. La tapa estaba atornillada ya cuando llegaron las pompas fúnebres. ¿Y las reacciones, teniente?

– Danglard estaba realmente sorprendido, y Mordent relajado de pronto. Ya sabe usted que odia ese tipo de espectáculos. Brézillon, secretamente aliviado. Y tal vez muy satisfecho, incluso, aunque con él sea difícil decirlo. ¿Y usted?

– Liberado del muerto y perseguido por el vivo.

Retancourt se soltó el pelo y volvió a hacerse su corta cola de caballo.

– ¿En peligro? -preguntó tendiéndole una taza.

– Ahora, sí.

– También yo lo creo.

– Hace dieciséis años, yo había reducido la distancia y el juez estaba seriamente amenazado. Por esta razón, creo, planificó su muerte.

– También podía matarle a usted.

– No. Estaban al corriente demasiados policías, mi muerte podía volverse contra él. Sólo deseaba tener el camino libre, y lo consiguió. Después de su fallecimiento abandoné cualquier investigación y Fulgence prosiguió sin trabas sus crímenes. Habría continuado si el asesinato de Schiltigheim no me hubiera sorprendido por casualidad. Mejor habría sido para mí, sin duda, no haber abierto nunca el periódico aquel lunes. La cosa me llevó directamente a donde ahora estoy, aquí, como asesino que va de escondrijo en escondrijo.

– Buena cosa la de ese periódico -afirmó Retancourt-. Encontramos a Raphaël.

– Pero no le salvé de su acto. Ni a mí. Sólo conseguí dar de nuevo la alerta al juez. Sabe que vuelvo a seguirle la pista desde su huida del Schloss. Vivaldi me lo hizo comprender.

Adamsberg bebió unos tragos de café y Retancourt asintió sin sonreír.

– Es excelente -dijo el comisario.

– ¿Vivaldi?

– El café. También Vivaldi es muy buen tío. Mientras hablamos, Retancourt, tal vez el Tridente sepa ya que acabo de desmentir su muerte. O lo sabrá mañana. Me cruzo de nuevo en su camino, sin manera de agarrarle. Ni de sacar a Raphaël de ese campo de estrellas donde gira sobre su órbita. Ni a mí. Fulgence lleva el timón, ahora y siempre.

– Admitamos que siguiera a la misión de Quebec.

– ¿Un centenario?

– He dicho «admitamos». Prefiero un centenario a un muerto. En ese caso, fracasó al intentar hacerle caer.

– ¿Que fracasó? Tengo las tres cuartas partes de mi cuerpo metidas en las fauces de su trampa, y cinco semanas de libertad.

– Y eso puede ser mucho. No está todavía en la trena y sigue moviéndose. Él lleva el timón, de acuerdo, pero en plena tormenta.

– Si fuera yo, Retancourt, me libraría enseguida de ese jodido poli.

– También yo. Preferiría saber que lleva su chaleco antibalas.

– Mata con un tridente.

– Con usted, no tiene por qué ser así.

Adamsberg pensó unos instantes.

– ¿Porque puede dejarme seco sin más ceremonial? ¿Como si fuera una excepción, en cierto modo?

– Una muerte al margen, sí. ¿Piensa usted en una serie ya acabada? ¿En una sucesión de crímenes compulsivos?

– Lo he pensado a menudo y a menudo he vacilado. Una compulsión criminal sigue curvas más cortas que las del juez, cuyos crímenes están separados por silencios de varios años. Y en un compulsivo la curva se intensifica, las crestas criminales van estrechándose con el tiempo. Con el Tridente no ocurre así. Sus crímenes son regulares, programados, espaciados. Como la paciente obra de toda una vida, sin precipitación.

– O lo hace durar adrede, si su vida se mantiene con este motivo. Tal vez Schiltigheim fuera su último acto. O el sendero de Hull.

El rostro de Adamsberg se alteró, rápida punzada de la desesperación, como cada vez que volvía a pensar en el crimen del Outaouais. En sus manos llenas de sangre hasta debajo de las uñas. Dejó la taza y se sentó en la cabecera de la cama, con las piernas cruzadas.

– Lo que no habla en mi favor -prosiguió examinando sus manos- es el eventual viaje del centenario hasta Quebec. Después de Schiltigheim, tenía mucho tiempo para preparar la trampa en la que encerrarme. No tenía la necesidad de contar los días, ¿no es cierto? No tenía razón alguna para lanzarse, urgentemente, más allá del océano.

– Al contrario, una ocasión ideal -le contestó Retancourt-. La técnica del juez no se adapta a una ciudad. Matar a su víctima, esconderla, llevar al chivo expiatorio, aturdido, hasta el lugar; todo eso no puede hacerse en París. Siempre eligió el campo como terreno de acción. Canadá le ofrecía una rara ocasión.

– Es posible -dijo Adamsberg, con la mirada puesta todavía en sus manos.

– Hay algo más. La desterritorialización.

Adamsberg miró a su teniente.

– Es decir, la salida del territorio. Desaparición de los indicios, de las rutinas, de los reflejos, y desestructuración. En París, hubiera sido casi imposible hacer creer que un comisario, al salir como cada día de su despacho, fuera de repente presa de un furor asesino en plena calle.

– A espacio virgen, ser nuevo y actos distintos -aprobó Adamsberg con bastante tristeza.

– En París, nadie hubiera podido imaginarle como un criminal. Pero allí, sí. El juez aprovechó el acontecimiento, y la cosa funcionó. Lo leyó usted en el expediente de la GRC: «Desbloqueo de las pulsiones». Un programa excelente, siempre que pudiera atraparle a solas en el bosque.

– Me conoció muy bien, desde que era niño hasta mis dieciocho años. Podía saber que iría a caminar por la noche. Todo es posible, pero nada lo prueba. Tenía que estar informado del viaje. Pero no creo ya en lo del topo, teniente.

Retancourt dobló sus dedos y se miró sus cortas uñas, como si consultara un cuaderno secreto.

– Reconozco que no lo logro -dijo, contrariada-. He hablado con todos, me he movido, invisible, de sala en sala. Pero no me parece que nadie soporte la idea de que haya podido matar usted a esa chica. En la Brigada, el ambiente es de inquietud, de crispación, de frases apagadas, como si la actividad del equipo estuviese suspendida, a la espera. Por fortuna, Danglard le sustituye perfectamente y mantiene la calma. ¿Ya no sospecha de él?

– Muy al contrario.

– Le dejo, comisario -dijo Retancourt recogiendo su termo-. El coche sale a las seis. Le haré llegar ese chaleco.

– No lo necesito.

– Se lo haré llegar.

XLVIII

– Carajo -decía Brézillon bastante excitado por su excursión fúnebre, en el coche que les devolvía a París-. Ochenta kilos de arena. Tenía razón, maldita sea.

– Sucede muy a menudo -comentó Mordent.

– Pues eso lo cambia todo -prosiguió Brézillon-. La acusación de Adamsberg se hace sólida. Un tipo que simula su muerte no es un corderillo. El viejo sigue en acción, con doce crímenes a sus espaldas.

– Los tres últimos cometidos a los noventa y tres, los noventa y cinco y los noventa y nueve años -precisó Danglard-. ¿Le parece creíble, señor? ¿Un centenario que arrastra a una muchacha y su bicicleta a través del campo?

– Es un problema, indiscutiblemente. Pero Adamsberg acertó con lo de la muerte de Fulgence, no puede negarse y ahí están los hechos. ¿Se desentiende de él, capitán?

– Yo me ocupo de hechos y de probabilidades, sencillamente.

Danglard se encogió en la trasera del coche y enmudeció de nuevo, dejando que sus colegas, turbados, discutieran la resurrección del viejo magistrado. Sí, Adamsberg había tenido razón. Y eso hacía que la situación fuera mucho más difícil.

Una vez en su casa, aguardó a que los niños estuvieran dormidos para llamar a Quebec. Allí eran sólo las seis de la tarde.

– ¿Progresas? -preguntó a su colega quebequés.

Escuchó con impaciencia las explicaciones de su corresponsal.

– Es preciso acelerar la marcha -interrumpió Danglard-. Las cosas por aquí están que arden. Se ha llevado a cabo la exhumación. No había cuerpo, sólo un saco de arena… Sí, eso es… Y nuestro jefe de división parece creerlo. Pero nada se ha probado aún, ¿comprendes? Hazlo tan rápido y tan bien como puedas. Es capaz de salir indemne.

Adamsberg había cenado a solas en el pequeño restaurante de Richelieu, en aquel silencio confortable y melancólico tan particular de los hoteles provincianos en temporada baja. Nada que ver con el jaleo de Las Aguas Negras de Dublín. A las nueve, la ciudad del cardenal estaba desierta. Adamsberg había subido enseguida a su habitación y, tendido en el cubrecama rosa, con las manos en la nuca, intentaba que sus pensamientos no vagaran para separarlos en rodajas, de dos milímetros de diámetro, cada cual en su alvéolo. La movediza arena en la que se había convertido el juez para desaparecer del mundo de los vivos. La amenaza con tres dientes que pesaba sobre él. La elección de Quebec como terreno de acción.

Pero la objeción de Danglard pesaba mucho en el otro platillo de la balanza. No veía al centenario arrastrando el cuerpo de Elisabeth Wind por el campo. La muchacha no era enclenque, aunque su nombre evocara la ligereza del viento. Adamsberg entornó los ojos. Era lo que Raphaël decía siempre de su amiga Lise: ligera y apasionada como el viento. Porque llevaba como apellido el nombre del cálido viento del sudeste, Autan. Dos nombres de viento, Wind y Autan. Se incorporó sobre un codo y pasó revista, en voz baja, a los nombres de las demás víctimas, por orden cronológico. Espir, Lefebure, Ventou, Soubise, Lentretien, Mestre, Lessard, Matère, Brasillier, Fèvre.

Ventou y Soubise emergían, colocándose junto a Wind y Autan. Cuatro evocaciones del viento. Adamsberg encendió la luz del techo, se sentó en la pequeña mesa de la habitación y redactó la lista de las víctimas, buscando combinaciones, relaciones entre sus doce nombres. Pero, salvo aquellas cuatro ráfagas de aire, no descubrió vínculo alguno.

El viento. El aire. Uno de los cuatro elementos, con el fuego, la tierra y el agua. El juez había podido intentar reunir una especie de cosmogonía que le hiciera dueño de los cuatro elementos. Que le hiciera Dios, como Neptuno con su tridente o Júpiter con su rayo. Frunciendo el ceño, volvió a leer la lista. Sólo Brasillier podía evocar el fuego, una brasa, el brasero. En cuanto a los demás, nada que ver con la llama, la tierra o el agua. Dejó la hoja, cansado. Un inaprensible anciano empeñado en una incomprensible serie. Volvió a pensar en el hombre centenario de su infancia, el viejo Hubert, que apenas podía moverse. Vivía en lo más alto del pueblo y gritaba desde su ventana, por la noche, en cuanto escuchaba la explosión de un sapo. Quince años antes, habría bajado para darles una zurra. «Ponga quince años menos.»

Esta vez, Adamsberg se incorporó del todo, con las manos apoyadas en la mesa. Escuchar a los demás, había dicho Retancourt. Y el doctor Courtin había sido muy claro. No desdeñar su opinión, no desdeñar su profesionalidad con el pretexto de que la opinión del facultativo no cuadraba con sus propios conocimientos. «Ponga quince años menos.» El juez tenía noventa y nueve años porque había nacido en 1904. Pero ¿quién le hacía una partida de nacimiento al diablo?

Adamsberg dio vueltas por su habitación, tomó luego su chaqueta y salió a la noche. Recorriendo las rectas calles de la pequeña ciudad, llegó a un parque y divisó, en la sombra, la estatua del cardenal. Taimado jefe de Estado a quien la estafa no le daba miedo. Adamsberg se sentó junto a la estatua, con el mentón apoyado en las rodillas. «Ponga quince años menos.» Admitámoslo. Nacido en 1919 y no en 1904. Cincuenta años y no sesenta y cinco el día de su jubilación. Ochenta y cuatro años hoy y no noventa y nueve. A esta edad, el viejo Hubert trepaba todavía a los árboles para podarlos. Sí, el juez siempre había parecido más joven de lo que era, incluso con su pelo blanco. Veinte años al comienzo de la guerra, y no treinta y cinco, recapituló contando con los dedos. Veinticinco años en 1944, y no cuarenta. ¿Por qué 1944? Adamsberg levantó los ojos hacia el rostro broncíneo del cardenal, como si aguardara de él una respuesta. Lo sabes muy bien, jovencito, pareció confiarle el hombre de rojo. Claro que lo sabía, jovencito.

1944. Un asesinato con tres heridas, en línea recta, pero que había tenido que eliminar de su cosecha dada la edad, demasiado joven, del culpable, veinticinco años y no cuarenta. Adamsberg apoyó la frente en las rodillas para concentrarse. Una fina llovizna le envolvía en un vaho a los pies del retorcido cardenal. Aguardaba pacientemente que los antiguos hechos brotaran de la bruma. O que el pez sin nombre emergiese de los limos históricos del lago Pink. Se trataba de una mujer. Había sido asesinada de tres puñaladas. Y mezclada con el drama había también la historia de un ahogado. ¿Cuándo? ¿Antes del asesinato? ¿Después? ¿Dónde? ¿En una ciénaga? ¿Una salina? ¿Un estanque? ¿En las Landas? No, en Sologne. Un hombre se había ahogado en un estanque de Sologne. El padre. Y la mujer había sido asesinada después de su entierro. Veía, de muy lejos, el difuso cuadro de las fotos en el viejo periódico. El padre y la madre, sin duda, presididos por un titular. Un acontecimiento lo bastante sorprendente como para merecer un largo artículo, cuando la febril espera del desembarco relegaba los sucesos a pequeñas columnas. Adamsberg apretó los puños en busca de aquel titular, con la cabeza entre las rodillas.

«Trágico matricidio en Sologne», ése era el titular del artículo. Fiel a su costumbre instintiva, Adamsberg no se movió ni un ápice. Cada vez que un pensamiento fragmentario iniciaba en él un azaroso ascenso, no hacía movimiento alguno por temor a asustarlo, como un pescador al acecho. Sólo se arrojaba sobre él una vez en la orilla, de la cabeza a la cola. Al volver del entierro, el hijo único de la pareja, de veinticinco años, había matado a su madre y emprendido la huida. Existía un testigo, un criado o una criada, a quien el hombre había empujado en su huida. ¿Fue detenido luego? ¿O se había evaporado entre las conmociones del desembarco y de la Liberación? Adamsberg no lo sabía. No había seguido el asunto porque el culpable era demasiado joven para ser Fulgence. «Ponga quince años menos.» El culpable, pues, podía ser Fulgence. Un matricidio. Llevado a cabo con un tridente. Las palabras del comandante Mordent regresaron como una flecha. «Su pecado original, su primer crimen. El tipo de cosa que produce fantasmas, vamos.»

Adamsberg levantó el rostro bajo la lluvia y se mordió los labios. Había cegado todos los escondrijos del espectro, había obligado al fantasma a reencarnarse. Y ahora acababa de echar mano a su crimen original. Marcó el número de Josette, crispado sobre su teléfono, esperando que la lluvia no dañara las patas desnudas de su aparato.

Al oír su voz, tuvo la impresión de haber llamado con toda naturalidad a uno de sus más eficaces colegas. Una vieja adjunta flacucha de rostro astuto, deslizándose en pantuflas y con pendientes por los sótanos prohibidos. ¿Cuáles llevaría esta noche? ¿Los de perlas o los de oro, con forma de trébol?

– ¿Josette? ¿La molesto?

– En absoluto. Me las estoy viendo con una caja fuerte en Suiza.

– Josette, había arena en el ataúd. Y creo haber encontrado el crimen inicial.

– Espere, comisario, tomo algo para escribir.

Adamsberg oyó resonar, al fondo del pasillo, la fuerte voz de Clémentine.

– Te he dicho que no es ya comisario.

Josette respondió a su amiga, comunicándole en unas pocas palabras la historia de la arena.

– Ya era hora -dijo Clémentine.

– Aquí estoy, lista -prosiguió Josette.

– Una madre asesinada por su hijo, en 1944. Fue antes del desembarco, hacia marzo o abril. Ocurrió en Sologne, al regresar del entierro del padre.

– ¿Tres orificios alineados?

– Sí. El joven asesino, de veinticinco años, escapó. No recuerdo en absoluto el apellido ni el lugar.

– Y es antiguo. La cosa debe de estar enterrada en cemento armado. Voy a ello, comisario.

– Te he dicho que ya no lo es -dijo la voz lejana-. Es todo un mundo, Josette mía.

– Josette, llámeme a cualquier hora.

Adamsberg puso su móvil al abrigo de la lluvia y, luego, regresó a paso lento hacia el hotel. Cada cual, en esta historia, había dicho su palabra, una palabra certera de algún modo. Sanscartier, Mordent, Danglard, Retancourt, Raphaël, Clémentine. Y Vivaldi, claro. Y el doctor Courtin y el cura Grégoire. Y Josette. E incluso el cardenal. Y tal vez, también, Trabelmann con su jodida catedral.

Josette le llamó a las dos de la madrugada.

– Ya está -anunció como acostumbraba-. He tenido que pasar por los Archivos Nacionales y regresar luego al desván de la policía. Puro cemento armado, se lo había dicho.

– Lo siento, Josette.

– No hay mal alguno, muy al contrario. Clémie me ha preparado una taza de café con armañac y panecillos calientes. Me ha mimado como un submarinista preparando su torpedo. El 12 de marzo de 1944, en el pueblo de Collery, en Loiret, se celebraron las exequias de Gérard Guillaumond, muerto a los sesenta y un años.

– ¿Ahogado en un estanque?

– Eso es. Un accidente o un suicidio, nunca se supo. Su barca, en mal estado, se hundió. Tras el entierro y una vez terminadas las visitas a la casa del muerto, el hijo, Roland Guillaumond, asesinó a su propia madre, Marie Guillaumond.

– Me acuerdo de un testigo, Josette.

– Sí, la cocinera. Oyó un aullido en el piso. Subió las escaleras y el joven la empujó por los peldaños. Salía corriendo de la habitación de su madre. La cocinera encontró a su patrona muerta en el acto. No había nadie más en la casa. Nunca hubo la menor duda sobre la identidad del asesino.

– ¿Le detuvieron? -preguntó ansiosamente Adamsberg.

– Nunca. Se supone que buscó refugio en el maquis y pudo morir allí.

– ¿Ha encontrado alguna foto de él? ¿En la prensa?

– No, ni una sola. Era la guerra, compréndalo. La cocinera ha muerto ya, lo he comprobado en Identidad. Comisario, ¿es nuestro juez el autor de ese crimen? Tenía cuarenta años en 1944.

– Ponga quince años menos, Josette.

XLIX

Algunas cortinas se abrían discretamente al paso del desconocido. Adamsberg doblaba las estrechas calles de Collery, indeciso. El crimen se había cometido cincuenta y nueve años antes, y era preciso encontrar allí una memoria viva. La pequeña población olía a hojas mojadas y el viento transportaba el aroma, algo enmohecido, de las verdes superficies de los estanques de Sologne. Nada comparable al majestuoso ordenamiento de Richelieu. Un burgo rural de casas irregulares y apretadas.

Un niño le indicó la vivienda del alcalde, en la plaza. Se presentó con su carné de Denis Lamproie, en busca de la antigua morada de los Guillaumond. El alcalde era demasiado joven para haber conocido a la familia, pero nadie ignoraba allí el drama de Collery.

En Sologne, como en cualquier otro lugar, no era posible obtener información a toda prisa, en el dintel de una puerta. La desenvuelta rapidez de París no era de recibo. Adamsberg se encontró con los dos codos sobre un mantel de hule, ante un vasito de aguardiente, a las cinco de la tarde. Allí, llevar un gorro polar dentro de casa no molestaba a nadie. El alcalde tenía su gorra y su mujer un pañolón.

– Normalmente -explicó el alcalde, de mejillas llenas y mirada curiosa-, no abrimos la botella antes de que den las siete. Pero, a mi parecer, la visita de un comisario de París lo merece. ¿Tengo o no razón, Ghislaine? -añadió volviéndose hacia su mujer, en busca de la absolución.

Ghislaine, que pelaba patatas en una esquina de la mesa, asintió con una señal, hastiada, subiéndose con el dedo las gruesas gafas cuya montura aguantaba con esparadrapo. No había mucho dinero en Collery. Adamsberg le echó una ojeada para ver si, como Clémentine, hacía saltar los ojos de las hortalizas con la punta de su cuchillo. Sí, lo hacía. Hay que quitar el veneno.

– El caso Guillaumond -dijo el alcalde hundiendo el tapón en la botella de una palmada-, dios sabe cómo se habló de él. Yo no tenía ni cinco años y me lo contaban ya.

– Los niños no deberían oír cosas semejantes -dijo Ghislaine.

– La casa permaneció vacía, luego. Nadie la quería. La gente imaginaba que estaba encantada. Tonterías, vamos.

– Evidentemente -murmuró Adamsberg.

– Acabaron derribándola. Se decía que el tal Roland Guillaumond nunca había estado en sus cabales. Saber si es cierto o no, es algo distinto. Pero para empitonar de ese modo a su madre hay que estar un poco majara.

– ¿Empitonar?

– Cuando se mata a alguien con un tridente, lo llamo «empitonar», no veo otra palabra. ¿Tengo o no razón, Ghislaine? Soltar una perdigonada o cargarse a un vecino con una pala, no diré que lo apruebe, pero digamos que son cosas que suceden en un calentón. Pero con un tridente, perdón, comisario, es una salvajada.

– Y a su propia madre, además -dijo Ghislaine-. ¿Qué busca ahora usted en esa vieja historia?

– A Roland Guillaumond.

– Ustedes no dan el brazo a torcer -dijo el alcalde-. De todos modos, después de tanto tiempo habrá prescrito.

– Claro. Pero el padre Guillaumond estaba vinculado, como primo lejano, a uno de mis hombres. Y eso le incomoda. En cierto modo, una investigación personal.

– Ah, siendo personal es otra cosa -dijo el alcalde levantando sus rugosas manos, un poco como Trabelmann, cediendo respetuosamente ante los recuerdos de infancia-. Reconozco que no debe de ser agradable tener un asesino semejante entre tus primos. Pero no encontrará usted a Roland, Murió en el maquis, o eso dice todo el mundo. Y es que, en aquella época, por aquí todo eran tracas.

– ¿Sabe usted lo que hacía el padre?

– Era ferrallista. Un buen hombre. Había hecho una buena boda con una muchacha de verdad, de La Ferté-Saint-Aubin. Y todo para terminar en un baño de sangre, una verdadera desgracia. ¿Tengo o no razón, Ghislaine?

– ¿Hay en Collery alguien que haya conocido a la familia? ¿Que pudiera hablarme de ella?

– Ése sería André -dijo el alcalde tras reflexionar unos momentos-. Está ya en los ochenta y cuatro. Trabajó de muy joven con Guillaumond padre.

El alcalde echó una ojeada al gran reloj.

– Mejor sería que fuera usted antes de que empiece a cenar.

El aguardiente del alcalde le abrasaba aún el estómago cuando Adamsberg llamó a la casa de André Barlut. El anciano, con chaqueta de gruesa pana y gorra gris, lanzó una mirada hostil a su carné. Luego lo tomó con sus deformes dedos y lo examinó por las dos caras, intrigado. Una barba de tres días, unos ojillos negros y rápidos.

– Digamos que es muy personal, señor Barlut.

Sentado a la mesa, dos minutos más tarde, ante un vaso de aguardiente, Adamsberg exponía de nuevo sus preguntas.

– Normalmente no descorcho la botella antes del ángelus -explicó el viejo sin responder-. Pero, a fe mía, cuando hay gente…

– Dicen que es usted la memoria de la región, señor Barlut.

André le dirigió un guiño.

– Si yo contara todo lo que hay ahí dentro -dijo aplastando la gorra sobre su cráneo-, sería todo un libro. Un libro sobre lo humano, comisario. ¿Qué me dice usted de ese matarratas? No es demasiado afrutado, ¿verdad?, eso asienta las ideas, créame.

– Excelente -confirmó Adamsberg.

– Lo fabrico yo mismo -explicó André con orgullo-. No puede hacer daño.

Sesenta grados, estimó Adamsberg. El líquido le perforaba los dientes.

– Era casi demasiado bueno, Guillaumond padre. Me había tomado como aprendiz y los dos formábamos un equipo del carajo. Puede llamarme André.

– ¿Era usted ferrallista?

– Ah, no. Le estoy hablando de los tiempos en que Gérard era jardinero. Hacía mucho tiempo ya que lo del hierro había terminado. Desde el accidente. Zas, dos dedos en la tronzadera -explicó André con un significativo gesto, golpeándose la mano.

– ¿Cómo fue eso?

– Como se lo digo, perdió los dos dedos. El pulgar y el meñique. Sólo le quedaban tres en la mano derecha, así -dijo André tendiendo tres dedos de su mano hacia Adamsberg-. De modo que como, por fuerza, ya no podía dedicarse al metal, hacía de jardinero. Pero no era manco, así y todo. Era el mejor manejando el azadón, puedo asegurarlo.

Adamsberg miraba, fascinado, la arrugada mano de André. Tres dedos extendidos. La mano mutilada del padre en forma de horca, de tridente. Tres dedos, tres garras.

– ¿Por qué ha dicho usted «demasiado bueno», André?

– Porque lo era. Bueno como el pan blanco, siempre ayudando, siempre soltando chistes. No diría yo lo mismo de su mujer y siempre he pensado algo de todo aquello.

– ¿De qué?

– De que se ahogara. Ella acabó con el hombre. Lo socavó. De modo que, a fin de cuentas, o no prestó atención a la barca, que se había agrietado durante el invierno, o se hundió aposta. Por mucho que le demos vueltas, fue culpa suya, de ella, que cascara en el estanque.

– ¿No le gustaba a usted?

– No le gustaba a nadie. Procedía de la farmacia de La Ferté-Saint-Aubin. Gente bien, vamos. Se le ocurrió casarse con Gérard porque, en su tiempo, Gérard era un hombre muy guapo. Y luego las cosas cambiaron mucho. Ella se hacía la dama, te miraba desde arriba. Vivir en Collery, con un ferrallista, no era bastante para ella. Decía que se había casado por debajo de su condición. Y fue mucho peor aún después del accidente. Se avergonzaba de Gérard y lo decía sin andarse por las ramas. Una mala mujer, eso es todo.

André había conocido muy bien a la familia Guillaumond. De chiquillo, iba a jugar con el joven Roland, hijo único como él, de la misma edad y que vivía en la casa de enfrente. Había pasado muchas tardes y muchas cenas en su casa. Cada noche, después de comer, hacían lo mismo, una partida de Mah-Jong obligatoria. Así se hacía en la farmacia de La Ferté, y la madre mantenía la tradición. No perdía ocasión de humillar a Gérard. Porque, cuidado, en el Mah-Jong estaba prohibido chapurrar. ¿Qué quiere decir?, había preguntado Adamsberg, que no conocía nada del juego. Quiere decir mezclar las familias para ganar antes, vamos, como mezclar tréboles con diamantes. Una cosa que no se hacía, no era elegante. Chapurrar era cosa de cagones. Roland y él no se atrevían a desobedecer, preferían perder que chapurrar. Pero a Gérard le importaba un bledo. Pescaba las fichas con su mano de tres dedos y contaba chistes. Y Marie Guillaumond decía continuamente: «Mi pobre Gérard, el día que tengas la mano de honores, las gallinas tendrán muelas». Un modo de humillarle, como de costumbre. La mano de honores era una buena jugada, como si tuvieras póquer de ases. Cuántas veces había oído la maldita frase, y en qué tono, comisario. Pero Gérard se limitaba a reírse y no hacía la mano de honores. Tampoco ella, por lo demás. Ella, la Marie Guillaumond, siempre de blanco para poder descubrir la menor mancha en su ropa. Como si en Collery sirviera de algo. En las cocinas la llamaban, a sus espaldas, «el dragón blanco». Es muy cierto que aquella mujer acabó con Gérard.

– ¿Y Roland? -preguntó Adamsberg.

– Ella le calentaba la cabeza, no hay otra expresión. Quería que hiciese una carrera en la ciudad, que fuera alguien. «Tú, Roland mío, no serás un incapaz como tu padre.» «No serás un inútil.» De modo que muy pronto creyó que estaba por encima de nosotros, los demás mocosos de Collery. Se andaba con pretensiones, adoptaba aires de grandeza. Pero en el fondo lo que pasaba era que el dragón blanco no quería que anduviese con nosotros. No éramos bastante para él, le decía. A fin de cuentas, Roland no se volvió tan agradable como su padre, de ningún modo. Era callado, orgulloso, y ay de quien le buscara las cosquillas. Agresivo y malo como la tiña.

– ¿Se peleaba?

– Amenazaba. Imagínese que, cuando no teníamos aún quince años, a veces nos divertíamos pescando ranas cerca del estanque, y luego las hacíamos estallar con un cigarrillo. No digo que sea bonito, pero en Collery no teníamos demasiadas distracciones.

– ¿Ranas o sapos?

– Ranas. Las reinetas verdes. Cuando les metes un cigarrillo en la boca, comienzan a aspirar y, plof, estallan. Hay que verlo para creerlo.

– Me lo imagino -dijo Adamsberg.

– Pues bien, Roland llegaba muchas veces con su navaja y, zas, le cortaba directamente la cabeza a la rana. La sangre saltaba por todas partes. Bueno, reconozco que el resultado era el mismo. Quiero decir que la rana moría. Pero nos parecía que sus maneras eran distintas, y no nos gustaban. Luego, limpiaba la sangre de la hoja en la hierba y se marchaba. Como para demostrar que siempre podía hacer más que nosotros.

Mientras André volvía a servirse un trago, Adamsberg intentaba beber su aguardiente con la mayor lentitud posible.

– Sólo había una pega -añadió André-. Y es que Roland, obediente como era, veneraba a su padre, eso puedo asegurarlo. No soportaba cómo lo trataba el dragón. No decía nada pero yo veía muy bien que por la noche, en el Mah-Jong, apretaba los puños cuando le soltaba sus frases.

– ¿Era guapo?

– Como un astro. En Collery no había una sola moza que no corriese tras él. Nosotros parecíamos menos que nada. Pero Roland no miraba a las muchachas. Como si, en eso, no fuera normal. Luego, se marchó a la ciudad para hacer estudios de señor. Tenía ambiciones.

– Estudios de derecho.

– Sí. Y luego sucedió lo que sucedió. No podía salir nada bueno con toda aquella maldad en casa. En el entierro del pobre Gérard, la madre no soltó ni una lágrima. Siempre pensé que, al regresar, ella había soltado alguna barbaridad.

– ¿Por ejemplo?

– No sé, algo de su estilo. «Bueno, ahora ya no tenemos que soportar al patán.» Una perrería como las que solía decir. Y el Roland debió de encolerizarse, con toda la pesadumbre de las exequias. No le defiendo, pero pienso lo que pienso. Debió de perder la cabeza, agarrar la herramienta de su padre y subir a por ella. Y pasó. Mató al viejo dragón blanco.

– ¿Con el tridente?

– Eso supusimos, por la herida y por la herramienta que había desaparecido. Su tridente, Gérard estaba siempre arreglándolo en la sala. Metiéndolo en el fuego, enderezando las púas, afilándolas. Y es que cuidaba sus herramientas. Una vez, mientras trabajábamos, al tridente se le rompió una púa con una piedra. ¿Cree usted que lo cambió? No, metió la herramienta en el fuego y volvió a soldar la púa. Sabía cosas de ferrallista, claro. Otras veces, se dedicaba a grabar pequeñas imágenes en la madera del mango. A la Marie le enloquecía que se divirtiera con aquellas tonterías. Yo no digo que fuese arte, pero quedaba muy bonito de todos modos, en el mango.

– ¿Qué clase de dibujos?

– Casi como en la escuela. Estrellitas, soles, flores. No mucho más, pero le aseguro que Gérard tenía talento. Su afición era adornar. Y también el mango de su pico, de su azadón, de su pala. Sus herramientas no podían confundirse con las de los demás. Cuando murió, guardé su azadón como recuerdo. Nadie era tan bueno como él.

El viejo André se alejó y regresó trayendo en las manos un azadón pulido por los años. Adamsberg examinó el lustroso mango, y los centenares de pequeños dibujos grabados en la madera, imbricados y con pátina. Desgastado, aquello le hacía casi pensar en un pequeño tótem.

– Es realmente bonito -dijo con sinceridad Adamsberg, pasando suavemente sus dedos por el mango-. Comprendo que lo aprecie, André.

– Cuando vuelvo a pensar en él, me apena. Siempre una palabra para los demás, siempre una broma. Pero ella, no; a ella nadie la echó en falta. Siempre me he preguntado si no lo había hecho ella. Y si Roland se enteró.

– ¿Hecho qué, André?

– Agrietar la barca -masculló el viejo jardinero apretando el mango del azadón.

El alcalde le había acompañado en camioneta hasta la estación de Orleans. Sentado en la gélida sala de espera, Adamsberg aguardaba su tren masticando un pedazo de pan para que absorbiese el aguardiente, que le abrasaba el vientre como las palabras de André ardían aún en su cabeza. La humillación del padre, con la mano amputada; la ambición de la madre, mortificante. En aquel cepo, el futuro juez, alterado, deseando acabar con la debilidad del padre, transformar su defecto en poder. Matando con el tridente como con la mano deforme, convertido en instrumento de omnipotencia. Fulgence había recibido de su madre la pasión por el dominio y de su padre la intolerable vejación de un débil. Cada golpe con el tridente asesino devolvía el honor y el valor a Gérard Guillaumond, que se había ahogado, vencido, en los limos del estanque. Su último chiste.

Y, naturalmente, al asesino le era imposible separarse del adornado mango de la herramienta. Aquella mano del padre era la que debía herir. Sin embargo, ¿por qué no había reproducido hasta el infinito aquel matricidio? ¿Por qué no había destruido imágenes maternas? ¿Mujeres de cierta edad, autoritarias y aplastantes? En la sangrienta lista del juez figuraban tantos hombres como mujeres, adolescentes, adultos, gente de edad. Y, entre las mujeres, muchachas muy jóvenes, lo opuesto de Marie Guillaumond. ¿Se trataba de obtener poder sobre la tierra entera, golpeando al azar? Adamsberg tragó un pedazo de pan moreno sacudiendo la cabeza. Aquella destrucción furiosa tenía otro sentido. Hacía algo más que aniquilar la humillación, ampliaba el poder del juez, como la elección de su nombre. Era una elevación, una muralla contra cualquier menoscabo. ¿Y cómo empalar a un anciano podía procurar a Fulgence semejante sensación? Sintió el súbito deseo de llamar y provocar a Trabelmann, para informarle de que, tras haber agarrado la oreja, había extirpado ya el cuerpo entero del juez y que ahora se acercaba al interior de su cabeza. Cabeza que había prometido llevarle clavada en su tridente, salvando de la mazmorra al flaco Vétilleux. Cuando pensaba en la agresión del comandante, Adamsberg tenía ganas de meterle en una alta ventana de la catedral. Sólo un tercio del comandante, la parte alta del busto. Nariz contra nariz con el dragón de los cuentos, el monstruo del Lago Ness, el pez del lago Pink, los sapos, la lamprea y demás bestezuelas que estaban empezando a transformar aquella joya del arte gótico en un verdadero vivero.

Pero meter un tercio del comandante en una ventana gótica no borraría sus palabras. Si la cosa fuera tan sencilla, todos recurrirían a ella al primer vejamen y no quedaría ya ni una sola ventana libre en toda la región, ni la menor abertura de una capilla campesina. No, la cosa no se borraba así. Sin duda porque Trabelmann no había pasado muy lejos de la verdad. Verdad que él comenzaba a acariciar, prudentemente, gracias al potente empujoncito de Retancourt, en aquel café del Châtelet. Cuando la rubia teniente te daba un empujoncito, algo te atravesaba el cerebro como la broca de una taladradora. Pero Trabelmann se había equivocado de ego. Sencillamente. Pues, a veces, hay yos y yos, pensó caminando por el andén. Yo y mi hermano. Y era posible, ¿por qué no?, que la absoluta protección debida a Raphaël le hubiera mantenido en órbita, bastante lejos del mundo, a cierta distancia de los demás en todo caso, al margen de la gravedad. Y, por supuesto, a distancia de las mujeres. Tomar aquel camino hubiera sido abandonar a Raphaël y dejar que reventara solo en su antro. Un acto imposible que le obligaba, casi, a apartarse ante el amor. ¿A destruirlo, incluso? ¿Y hasta qué punto?

Miró el tren que entraba en la estación. Oscura pregunta que le devolvía directamente al espanto del sendero de paso. Donde nada demostraba la presencia del Tridente.

Al tomar por la calleja donde vivía Clémentine, chasqueó los dedos. Tenía que acordarse de contar a Danglard el asunto de las reinetas del estanque de Collery. Sin duda le gustaría saber que la cosa funcionaba, también, con las ranas. Plof, y estallido. Un sonido algo distinto.

L

Pero no era momento para ranas. Apenas hubo llegado, Retancourt le comunicó por teléfono el asesinato de Michaël Sartonna, el joven que se encargaba de la limpieza de la Brigada. Trabajaba de cinco de la tarde a nueve de la noche. Hacía dos días que no le veían, fueron a informarse a su domicilio. Asesinado de dos balas en la espalda, con silenciador, la noche del lunes al martes.

– ¿Un arreglo de cuentas, teniente? Me parecía que Michael trapicheaba.

– Es posible, pero no era rico. A excepción de una buena suma abonada en su cuenta el 13 de octubre, cuatro días después de la noticia en Les Nouvelles d'Alsace. Y, en su casa, un flamante ordenador portátil nuevo. Le recuerdo que Michael pidió de pronto unas vacaciones de quince días, coincidiendo con las fechas de la misión de Quebec.

– ¿El topo, Retancourt? Dijimos que no había ya topo.

– Pues volvemos a ello. Pudieron entrar en contacto con Michaël tras el asunto de Schiltigheim, para que informara y nos siguiera a Quebec. Para entrar en su casa, también.

– ¿Y matar en el sendero?

– ¿Por qué no?

– No lo creo, Retancourt. Admitiendo que yo tuviese compañía, el juez no habría dejado una venganza tan refinada en manos de un cualquiera. Y tampoco un tridente, fuera cual fuese.

– Danglard tampoco lo cree.

– Por lo que a la pistola se refiere, la cosa no va con el juez.

– Ya le he dicho mi opinión. La pistola es buena para los daños colaterales, los asesinatos paralelos. Con Michael no se necesita el tridente. Supongo que el joven juzgó mal a su jefe, que se mostró demasiado exigente e intentó un chantaje. O que, simplemente, el juez lo habrá evacuado.

– Si se trata de él.

– Han examinado su ordenador. El disco duro está vacío o, más bien, limpiado. Los tíos del laboratorio se lo llevarán mañana para rascarlo un poco.

– ¿Qué ha sido de su perro? -preguntó Adamsberg, sorprendido al preocuparse por la suerte del gran compañero de Michaël.

– Se lo han cargado.

– Retancourt, puesto que se empeña en darme un chaleco, mándeme con él ese portátil. Tengo por aquí a un hacker estupendo.

– ¿Y cómo quiere usted que me haga con el trasto? Ya no es comisario.

– Lo recuerdo -dijo Adamsberg, como si oyera gruñir la voz de Clémentine-. Pídaselo a Danglard, convénzalo, usted sabe hacerlo. Desde la exhumación, Brézillon se está poniendo de mi lado, y él lo sabe.

– Haré lo que pueda. Pero ahora le obedecemos a él.

LI

Josette se había apoderado, con pasión, del ordenador de Michaël Sartonna. Adamsberg tuvo la impresión de que no habría podido complacerla más que ofreciéndole aquella máquina sospechosa, un sueño de hacker. El ordenador no había llegado a Clignancourt hasta última hora de la tarde, y Adamsberg sospechaba que Danglard había hecho que sus propios especialistas lo examinaran antes. Lógico, normal, ahora era el jefe de la Brigada. Con la entrega, el mensajero le había dado una nota de Retancourt por la que confirmaba que el disco duro estaba vacío, tan refrotado como un fregadero. Lo que sólo consiguió incrementar la concupiscencia de Josette.

Se atareó largo rato haciendo saltar los sucesivos filtros que protegían la lavada memoria de la máquina, confirmando a Adamsberg que la máquina acababa de ser visitada.

– Sus hombres no se han tomado el trabajo de disimular su paso. Es muy natural, no estaban haciendo nada ilegal.

El último filtro sólo se desbloqueó con el nombre invertido del perro de Michaël, ocarac. No era extraño que, ciertos días de trabajo, el joven llevara con él a su perro, un gran animal tan baboso e inofensivo como un caracol -de ahí su nombre, Caraco- cuya pasión era desgarrar todos los papeles que estaban a su alcance. Caraco era capaz de transformar un informe en una bola de pegamento. Algo muy adecuado, como código, a las misteriosas transmutaciones operadas en los ordenadores.

Pero una vez superados aquellos filtros, Josette topó con el vacío anunciado.

– Buena colada, lavado con estropajo metálico -dijo a Adamsberg.

Evidentemente. Si los veteranos especialistas del laboratorio no habían encontrado nada, no existía razón alguna para que Josette les superara. Las arrugadas manos de la hacker volvieron a posarse, obstinadas, en el teclado.

– Sigo buscando -dijo, tozuda.

– Es inútil, Josette. Los tipos del laboratorio le han dado la vuelta como a un guante.

Era la hora del oporto y Clémentine llamó a Adamsberg para la copa vespertina, como se ordena a un adolescente que haga sus deberes. Ahora, Clémentine añadía una yema de huevo, batiéndola en el vino dulce. El oporto-flip era más reconstituyente.

– Se obstina -explicó Adamsberg a Clémentine, tomando el vaso lleno de aquella espesa mezcla a la que se había acostumbrado.

– Viéndola así, se diría que puedes derribarla de un papirotazo -dijo Clémentine haciendo chocar su vaso con el de Adamsberg.

– Y no se puede.

– No -interrumpió Clémentine impidiendo el gesto de Adamsberg, que se llevaba el vaso a los labios-. Cuando se brinda, hay que mirarse a los ojos. Lo he dicho ya. Luego hay que beber enseguida sin dejar el vaso. Sin eso, no funciona.

– ¿Qué es lo que no funciona?

Clémentine movió la cabeza como si la pregunta de Adamsberg fuera una pura burrada.

– Repitámoslo -dijo-. Míreme bien a los ojos. ¿De qué estábamos hablando?

– De Josette, de los papirotazos.

– Sí. No hay que fiarse. Porque en el interior de mi Josette hay una brújula que nunca abandona el norte. Ha chorizado millones a los peces gordos. Y no va a dejarlo mañana.

Adamsberg llevó un vaso de la mezcla reconstituyente al despacho.

– Hay que mirarse bien a los ojos antes del brindis -explicó a Josette-. De lo contrario no funciona.

Josette golpeó su vaso del modo debido, sonriendo.

– He podido pescar fragmentos de una línea -dijo con su frágil voz-. Se trata de los restos dispersos de un mensaje, que sus hombres no han leído -añadió con una pizca de orgullo-. Hay rincones que los mejores sabuesos olvidan peinar.

– Un intersticio entre la pared y el pie del lavabo.

– Por ejemplo. Siempre me ha gustado hacer la limpieza a fondo, lo que molestaba a mi armador. Venga a verlo.

Adamsberg se acercó a la pantalla y leyó una hermética sucesión de algunas letras que habían sobrevivido a la debacle: dam aba ea aou min ort cru mu cha.

Josette parecía satisfecha por su descubrimiento.

– ¿Eso es todo lo que queda? -preguntó Adamsberg, decepcionado.

– Nada más, pero es algo de todos modos -dijo Josette, alegre aún-. Porque ese grupo de vocales aou es muy raro en francés: sólo en août («agosto»); saoûl («borracho»); yaourt («yogur»), y en caoutchouc («caucho»).

– Y en raout.

– ¿Raout?

– Es una gran fiesta mundana, Josette.

– Ah, sí. Nosotros lo llamábamos «cóctel», cuando vivía a todo tren. Lo que nos da cinco palabras que contengan esas vocales, y sólo tres si prescindimos de las que llevan acento circunflejo.

– Ignoro si Michaël era muy fuerte en ortografía.

– Mantendremos pues août y saoûl. Puede tratarse también de un nombre propio. Y, asimismo, está ese dam, que es muy interesante.

– Es el código clásico para referirse al distribuidor de Ámsterdam. Michaël se dedicaba a trapichear, estoy casi seguro.

– Podría adecuarse. Con ese ea para «trapichea». ¿Puede caucho referirse al hachís?

– ¿Como nombre en clave? Nunca lo he oído, pero es posible. La resina del cannabis, el caucho, ¿por qué no?

– Y eso parecería el mensaje de un camello. O lo que queda de él.

Josette anotó las letras diseminadas en un papel y trabajaron un momento en silencio.

– No sé qué hacer con cru mu cha -concluyó Josette.

– ¿«Cruzar munición chalupa»? -propuso Adamsberg.

– Lo que daría algo parecido a: Amsterdam - abastecer - trapicheas - cauchoencaminar - paso - cruzar - munición - chalupa.

– Y eso nada tiene que ver con el tridente -dijo Adamsberg en voz baja-. Michaël debió de verse envuelto en un tráfico demasiado grande para él. Un caso para estupefacientes, pero no para nosotros, Josette.

Josette bebió con delicadeza su oporto-flip, mientras la contrariedad multiplicaba las arrugas de su pequeño rostro.

Retancourt se había equivocado de topo, pensaba Adamsberg atizando el fuego. ¿Cómo decían los quebequeses eso de «atizar»? Ah, sí. «Hurgonear», hurgonear el fuego. Ambas mujeres se habían dormido y él no podía conciliar el sueño. Hurgoneaba. Nunca identificaría a ese topo que, sin duda, nunca había existido. Había sido, en efecto, el guarda del edificio, y sólo él, quien había informado a Laliberté. En cuanto al registro de su domicilio, se basaba en muy poca cosa. Una llave desplazada unos pocos centímetros, sin seguridad alguna, y una carpeta que Danglard creía haber guardado mejor. Es decir, casi nada. Nunca encontraría al improbable compañero del sendero de paso. Aunque reconstruyera todos los crímenes de Fulgence, permanecería solo para siempre en aquel macabro sendero. Adamsberg sintió que los hilos se rompían uno tras otro, aislándole del mundo como un oso asesino en un trozo de iceberg que se alejaba del continente. Agazapado aquí, al abrigo de los oporto-flip de Clémentine y las pantuflas grises de Josette.

Se puso la chaqueta, se encasquetó el gorro polar y salió a la noche sin hacer ruido. Las destartaladas callejas de Clignancourt estaban vacías y oscuras pues el alumbrado público desfallecía. Cabalgó en la vieja mobylette de Josette, pintada con dos azules distintos y, veinticinco minutos más tarde, frenaba bajo las ventanas de Camille. El instinto de otro refugio, el deseo de respirar, aunque sólo fuera mirando el edificio, un poco de aquel aire saludable que procedía de Camille, o que se formaba en la conjunción de Camille y él mismo. Son precisas dos ventanas para crear una corriente de aire, habría afirmado Clémentine. Sintió como un golpe al levantar los ojos hasta los cristales del séptimo piso. La luz encendida. Había regresado, pues, de Montreal. A no ser que lo hubiera realquilado. O, claro está, que el nuevo padre se moviera allí arriba como propietario. Con sus dos labradores, babeando uno bajo el fregadero y el otro bajo el sintetizador. Adamsberg examinó el brillo provocador de los cristales, acechando su sombra. Aquella toma de posesión del lugar le atravesó como un taladro, abocándole a la visión de un hombre desnudo, paseando con las nalgas firmes y el vientre plano; y aquella imagen le desarmó.

Del pequeño café bajo el edificio brotaban un olorcillo picante y el zumbido de un follón de alcohólicos. Exactamente como en La Esclusa. Perfecto, se dijo Adamsberg encadenando nerviosamente la mobylette a un poste. Una buena copa de coñac para convertir en polvo aquel tipo en pelotas que se atrevía a dejar que sus labradores babearan en el suelo del estudio. Ante hombres y perros optaría por la misma técnica definitiva de Caraco, descanse en paz: transformar al tipo en una viscosa bola de papel secante.

Segunda trompa programada de su madurez, se dijo Adamsberg empujando la puerta empañada. Tal vez esta noche intentaría no mezclar. O tal vez sí. Dentro de cinco semanas estaría clavado en el sillón de Brézillon, después de haber perdido la memoria, el empleo, a su hermano, a su chica del norte y su libertad. No era el momento de preocuparse por mezclar. Jodidos labradores, pensó ya en el primer coñac. Iría a incrustarlos directamente en la torre de la fachada de la catedral, con las patas traseras removiendo el aire. Cuando todas las salidas de aquella joya del arte gótico estuvieran obstruidas por aquel zoo salvaje, ¿qué sucedería con el monumento? ¿Acabaría asfixiándose por falta de aire? ¿Se pondría cianótico y agonizaría? ¿O, tal vez, paf, paf, paf, y estallido? Y luego, se preguntó con la segunda copa, ¿se derrumbaría la catedral como una masa? ¿Y qué harán con el montón de escombros, sin hablar de las bestezuelas caídas entre los restos? Sería un buen problema para Estrasburgo.

¿Y si obstruía las ventanas de la GRC con los animales que sobraran, impidiendo la llegada de oxígeno, saturando el aire con las emanaciones fétidas de las bestias? Laliberté caería muerto en su despacho. Habría que salvar de la asfixia a Sanscartier el Bueno, y también a Ginette, con su pomada. Pero ¿tendría bastantes animales? La pregunta era importante, la operación exigía bestias grandes, no caracoles o mariposas. Necesitaba buen material, que echara humo a ser posible, como los dragones. Y los dragones no se encontraban ante las patas de tu caballo, sino que se escondían como cobardes en cavernas inaccesibles.

Sí, claro está, había un buen montón en el Mah-Jong, pensó dando un puñetazo a la barra. Lo único que sabía de aquel juego chino era que tenía montones de dragones, de todos los colores además. Bastaría con sacarlos de allí como Guillaumond padre, con tres dedos, y atrancar las puertas, las ventanas e incluso los intersticios con todos los reptiles necesarios. Rojos en Estrasburgo, verdes en la GRC.

Adamsberg no pudo apurar su cuarta copa y se encontró titubeando ante la mobylette. Incapaz de abrir el antirrobo, empujó de golpe la puerta del edificio y subió los siete pisos agarrándose al pasamanos. Sólo para charlar un momento con el nuevo padre, sólo para decirle la hora y darse el piro. Y chorizarle los dos chuchos. A los que también añadiría los dobermans del juez, pues colmarían a las mil maravillas las aberturas de la catedral. Pero Caraco no, de ningún modo, era un baboso simpático y estaba de su lado, al igual que el escarabajo portátil. Un plan perfecto, se dijo apoyándose en la puerta de Camille. Un flujo de pensamiento detuvo su dedo cuando se disponía a apretar el timbre. Una alerta de su memoria. Cuidado. Estaba borracho como una cuba cuando había matado a Noëlla. Cuidado, no entres. No sabes ya quién eres, no sabes ya qué vales. Sí, pero necesitaba aquellos labradores, carajo.

Camille abrió, pasmada al descubrirle en su rellano.

– ¿Estás sola? -preguntó Adamsberg con voz pesada.

Camille inclinó la cabeza.

– ¿Sin perros?

Las palabras se deformaban en su boca. No entres, le susurraba el rugido del Outaouais. No entres.

– ¿Qué perros? -preguntó Camille-. Pero si estás como una cuba, Jean-Baptiste. ¿Llamas a medianoche y me hablas de perros?

– Te hablo de Mah-Jong. Déjame entrar.

Incapaz de reaccionar con bastante rapidez, Camille se apartó ante Adamsberg. Él se sentó en desequilibrio en la barra de la cocina, donde quedaban restos de la cena. Jugó con el vaso, con la botella, con el tenedor, tanteando sus agudas púas. Perpleja, Camille se había refugiado en el centro de la estancia, sentada con las piernas cruzadas en el taburete de su piano.

– Sé que tu abuela tenía un Mah-Jong -prosiguió Adamsberg desvariando-. Sin duda, no quería que se chapurrara, ¿verdad? ¡Si chapurras, te empitono!

Que hartón de reír, las abuelas son la hostia.

LII

Josette dormía mal y el apogeo de una pesadilla la despertó a la una de la madrugada: las hojas de papel salían rojas de su impresora, volando por la estancia y cubriendo el suelo. No podía leerse nada, los resultados quedaban ahogados por aquel color invasor.

Se levantó sin hacer ruido, se instaló en la cocina y se preparó un plato de tortas con jarabe de arce. Clémentine se reunió con ella, envuelta en su gruesa bata, como un vigilante nocturno que hiciera su ronda.

– No quería despertarte -se excusó Josette.

– Hay algo que te ronda por la cabeza -afirmó Clémentine.

– No consigo dormir. No es nada, Clémie.

– ¿Te preocupa tu máquina?

– Supongo que sí. En mi sueño sólo salían de ella hojas ilegibles.

– Lo conseguirás, Josette. Confío en ti.

¿Conseguir qué?, se preguntó Josette.

– Tengo la impresión de haber soñado con sangre, Clémie. Todas las hojas estaban rojas.

– ¿Tu máquina perdía tinta?

– No. Sólo aquellas hojas.

– Bueno, entonces no era sangre.

– ¿Ha salido? -preguntó Josette advirtiendo que el sofá estaba vacío.

– Eso parece. Algo ha debido inquietarle, eso no se domina. También él está preocupado. Come bien y luego bebe, eso hace dormir -aconsejó calentando una taza de leche.

Tras haber tapado la caja de tortas, Josette se preguntaba adónde iría a parar. Se puso un chaleco sobre su pijama y se sentó, pensativa, ante el ordenador apagado. El de Michaël estaba a su lado, como un desecho inútil y provocador. Conseguir el verdadero resultado, pensó Josette, el que se le había escapado durante la pesadilla. Las hojas ilegibles le indicaban que se había equivocado al descifrar las letras de Michaël. Un grave error, tachado en rojo.

Evidentemente, concluyó retomando su interpretación de la frase superviviente. Era grotesco imaginar tal profusión de detalles para una entrega de mierda. Recordar el tipo de embarcación, la materia y la ciudad de origen. ¿Por qué no dar también su nombre y su dirección, ya puestos? La excesiva cháchara de Michaël no tenía sentido alguno en el mensaje de un camello. Se había equivocado por completo y su examen estaba corregido en rojo.

Josette retomó con paciencia la sucesión de letras, dam aba ea aou min ort cru mu cha. Intentó diversas frases, diversas combinaciones, sin éxito. Aquel filtro le irritaba. Clémentine se inclinó por encima de su hombro, con la taza.

– ¿Es eso lo que te fastidia? -preguntó.

– Me equivoqué e intento comprender.

– Bueno, Josette mía, ¿quieres que te diga algo?

– Por favor.

– Ese asunto es puro chino. Y el chino sólo lo entienden los chinos, eso cae por su propio peso. ¿Te preparo leche caliente?

– No gracias, Clémie, me concentraré en esto.

Clémentine cerró suavemente la puerta del despacho. No había que molestar a Josette cuando se devanaba los sesos.

Josette prosiguió su trabajo con el único grupo de letras que podía guiar sus pasos, aquel aou, aquella rara combinación de vocales. Yaourt, raout, caoutchouc, un yogur, una buena fiesta y caucho. Clémentine tenía razón, era puro chino.

Josette puso decidida su lápiz sobre la hoja. Claro, era chino. La palabra no era francesa, era china, una lengua extranjera. Y que caía por su propio peso para quien dominara esa lengua. Por su propio peso y en el río, en un río indio. Outaouais, escribió, febril, bajo su bloque de vocales. Esta vez reconoció el satisfecho chasquido del hacker que ha metido la llave correcta en el cerrojo adecuado. Y dam para Adamsberg, no para Amsterdam. Es extraño, pensó Josette, hasta qué punto la proximidad hace invisible la evidencia. Pero ella lo había sabido en su sueño, con las hojas rojas. No era sangre, había asegurado Clémentine. Claro que no. Eran las hojas rojas de Canadá, cayendo en otoño en el camino. Mordiéndose los labios, Josette escribió poco a poco las palabras que manaban por fin de aquella abertura y se colocaban, fácilmente, unas al lado de las otras. Min para camino. Mu cha para muchacha, y no para munición o chalupa.

Diez minutos más tarde, relajada, contemplaba su obra, segura ahora de poder dormir: Adamsbergtrabaja - GatineauOutaouaissenderopaso - cruza - muchacha. Dejó la hoja en sus rodillas.

Así que Adamsberg tenía, en efecto, pisándole los talones a un delator, Michaël Sartonna. Eso nada demostraba en cuanto al crimen, pero al menos era seguro que el joven había acechado sus desplazamientos e informado de sus encuentros en el sendero de paso. Y que transmitía sus informaciones. Josette sujetó la hoja bajo el teclado y se zambulló bajo las mantas. Al menos no había sido un error de hacker sino sólo de descifrado.

LIII

– Tu Mah-Jong -repetía Adamsberg.

Camille vaciló y, luego, se reunió con él en la cocina. La embriaguez arrebataba el encanto a la voz de Adamsberg, haciéndola más aguda y desfalleciente. Ella disolvió dos comprimidos en un vaso de agua y se lo tendió.

– Bebe -dijo.

– Necesito dragones, ¿comprendes? Grandes dragones -explicó Adamsberg antes de vaciar el vaso.

– No hables tan alto. ¿Qué quieres hacer con unos dragones?

– Tengo que tapar unas ventanas.

– Bueno -admitió Camille-. Ya las taparás.

– Con los labradores de ese tipo, también.

– También… No hables tan alto.

– ¿Por qué?

Camille no respondió pero Adamsberg siguió su breve mirada. Al fondo de la habitación, divisó, bastante difusa, una cama en miniatura.

– Ah, claro -dijo levantando un dedo-. El niño. No despertar al niño. Ni al padre de los perros.

– ¿Estás al corriente? -dijo Camille con voz neutra.

– Soy poli, lo sé todo. Montreal, el niño, el nuevo padre con los perros.

– Eso está bien. ¿Cómo has venido? ¿A pie?

– En mobylette.

Mierda, se dijo Camille. No podía conducir en ese estado. Sacó el viejo juego de Mah-Jong de su abuela.

– Juega -dijo dejando la caja en el bar-, diviértete con las fichas. Yo voy a leer.

– No me dejes. Estoy perdido y maté a una muchacha. Explícame ese Mah-Jong, quiero encontrar los dragones.

Camille examinó a Adamsberg con una rápida ojeada. Fijar la atención de Jean-Baptiste en esas fichas le parecía, de momento, lo único que cabía hacer. Hasta que los comprimidos actuasen y pudiera proseguir su camino. Y hacerle un café bien cargado para que no cayera de bruces sobre el bar.

– ¿Dónde están los dragones?

– Hay tres palos en el juego -explicó Camille con voz apaciguadora, con la prudencia de cualquier mujer que fuera abordada en la calle por un tipo fuera de sus casillas. Hablar suavemente y esfumarse en cuanto pudiera. Entretenerle con las fichas de su abuela. Le tendió una taza de café solo.

– Tienes aquí el palo de los Círculos, aquí el de los Caracteres y, allí, el de los Bambúes, del número 1 al número 9. ¿Comprendes?

– ¿Para qué sirve?

– Para jugar. Y éstos son los honores: Este, Oeste, Norte, Sur y tus dragones.

– Ah -dijo Adamsberg, satisfecho.

– Cuatro dragones verdes -dijo Camille reuniéndolos ante sus ojos-, cuatro dragones rojos y cuatro vírgenes. Doce dragones en total, ¿te bastarán?

– ¿Y esto? -preguntó Adamsberg señalando con dedo incierto una ficha llena de adornos.

– Es una Flor, hay ocho. Son honores que no cuentan, salvo por puro adorno.

– ¿Y qué se hace con todo este follón?

– Jugar -repitió pacientemente Camille-. Debes componer tríos o secuencias de tres fichas, a medida que las vas cogiendo. Los tríos tienen más valor. ¿Sigue interesándote?

Adamsberg inclinó ligeramente la cabeza y tomó su café.

– Vas cogiendo hasta que reúnes una mano completa. Sin chapurrar, si es posible.

– Si chapurras, te empitono. Eso decía mi abuela, que era la hostia. «Le dije al chapucero, si chapurras, te empitono.»

– De acuerdo. Ahora ya sabes jugar. Si tanto te apasiona, te dejaré el reglamento.

Camille fue a sentarse al fondo de la habitación, con un libro. A esperar que pasara. Adamsberg levantaba pequeñas pilas de fichas que se derrumbaban y volvía a empezar, mascullando, secándose los ojos de vez en cuando, como si aquellos desplomes le causaran una gran pesadumbre. El alcohol le arrancaba emociones y divagaciones, a las que Camille respondía con un leve gesto. Tras más de una hora, cerró su libro.

– Si te encuentras mejor ahora, vete -dijo ella.

– Primero quiero ver al tipo de los perros -afirmó Adamsberg levantándose con rapidez.

– Bueno. ¿Cómo piensas hacerlo?

– Sacándolo de su escondrijo. Un tío que se esconde y que no se atreve a mirarme de frente.

– Es posible.

Adamsberg recorrió el estudio con pasos vacilantes, luego se dirigió hacia la buhardilla.

– No está arriba -dijo Camille guardando las fichas-. Puedes creerme.

– ¿Dónde se esconde?

Camille abrió los brazos en un gesto de impotencia.

– Aquí no -dijo.

– ¿Aquí no?

– Eso es. Aquí no.

– ¿Ha salido?

– Se ha marchado.

– ¿Te ha abandonado? -gritó Adamsberg.

– Sí. No grites y deja ya de buscarle.

Adamsberg se sentó en el brazo del sillón, bastante despejado ya por los remedios y la sorpresa.

– Carajo, ¿te ha abandonado? ¿Con el niño?

– Eso pasa.

Camille terminaba de meter las fichas del Mah-Jong en su caja.

– Mierda -dijo sordamente Adamsberg-. Realmente no tienes suerte.

Camille se encogió de hombros.

– No hubiera debido marcharme -proclamó Adamsberg sacudiendo su cabeza-. Te habría protegido, habría sido una muralla -afirmó abriendo los brazos y pensando, de pronto, en el boss de las ocas marinas.

– ¿Te aguantas de pie ya? -preguntó dulcemente Camille, levantando los ojos.

– Claro que me aguanto.

– Entonces vete ahora, Jean-Baptiste.

LIV

Adamsberg llegó a Clignancourt por la noche, sorprendido de poder mantener casi recto su manillar. El tratamiento de Camille le había avivado la sangre y despejado la cabeza, y no tenía ganas de dormir, ni le dolía el cráneo. Entró en la casa oscura, colocó un tronco en el hogar y contempló cómo se inflamaba. Ver de nuevo a Camille le había perturbado. Se había marchado de un brinco y volvía a encontrarla en aquella situación imposible, con aquel cretino que se había esfumado, con corbata y de puntillas en sus embetunados zapatos, llevándose sus chuchos. Ella se había lanzado a los brazos del primer imbécil que le había hecho creer cualquier cosa.

Y ahí estaba el resultado. Carajo, ni siquiera había pensado en preguntar por el sexo del niño, ni por su nombre. No lo había pensado en absoluto. Había hecho pilas con las fichas. Le había hablado de dragones y de Mah-Jong. ¿Por qué quería, a toda costa, encontrar aquellos dragones? Ah, sí, por lo de las ventanas.

Adamsberg movió la cabeza. Las borracheras no le sentaban bien. Hacía un año que no veía a Camille y se había plantado allí como un bruto empapado en vino, le había exigido que sacara el Mah-Jong y ver al nuevo padre. Igualito que el boss de las ocas marinas. También lo emplearía para atestar la catedral, graznando como un impotente imbécil desde lo alto del campanario.

Se sacó el reglamento del bolsillo donde lo había metido y lo hojeó con un dedo entristecido. Era un antiguo reglamento amarillento, del tiempo de aquellas abuelas cojonudas. Los círculos, los bambúes, los caracteres, los vientos y los dragones, lo recordaba todo esta vez. Recorrió lentamente las páginas, buscando aquella mano de honores que, según mamá Guillaumond, su esposo era incapaz de hacer. Se detuvo en «Figuras particulares», muy difíciles de obtener. Como la «Serpiente verde», una sucesión completa de bambúes acompañada por un trío de dragones verdes. Para jugar, para divertirse. Siguió con el dedo la lista de Figuras y se detuvo en «La mano de honores»: compuesta por tríos de dragones y vientos. Ejemplo: tres vientos del oeste, tres vientos del sur, tres dragones rojos, tres dragones blancos y un par de vientos del norte. Figura suprema, casi inaccesible. Papá Guillaumond tenía razón en que aquello le importara un pepino. Como a él le importaba un pepino el reglamento que tenía en la mano. No hubiera querido tener ese papelucho, sino a Camille, ésa era una de las cosas de su vida. Y él la había jodido. Como se había jodido en aquel sendero, como había jodido su cacería del juez, que terminaba en un callejón sin salida, en Collery, en los orígenes del blanco dragón materno.

Adamsberg se inmovilizó. El dragón blanco. Camille no le había hablado de eso. Recuperó el reglamento que había caído al suelo y lo abrió con rapidez. Honores: dragones verdes, dragones rojos y dragones blancos. A los que Camille había llamado «vírgenes». Los cuatro vientos: Este, Oeste, Sur y Norte. Adamsberg apretó la mano sobre el frágil papel. Los cuatro vientos: Soubise, Ventou, Autan y Wind. Y Brasillier: el fuego y, por lo tanto, un perfecto dragón rojo. Al dorso del reglamento, escribió rápidamente los nombres de las doce víctimas del Tridente, añadiendo a la madre, es decir, trece. La madre, el Dragón Blanco original. Apretando los dedos en su lápiz, Adamsberg intentaba descubrir las piezas del Mah-Jong alojadas en la lista del juez, en su «mano de honores». La que el padre nunca había podido obtener y que Fulgence reunía furiosamente, devolviéndole la dignidad suprema. Con un tridente, como la mano del padre al tomar las fichas. Fulgence agarraba a sus víctimas con sus tres dedos de hierro. ¿Y cuántas fichas se necesitaban para componer la mano? ¿Cuántas, carajo?

Con las palmas húmedas, volvió al comienzo del reglamento: deben reunirse catorce fichas. Catorce. Faltaba pues una ficha para terminar la serie del juez.

Adamsberg releía los apellidos y los nombres de las víctimas, buscando la ficha oculta. Simone Matère. Mater como «maternal», como la madre, como un dragón blanco. Jeanne Lessard como lézard, el lagarto, un dragón verde. Los demás nombres se le escapaban. Imposible encontrar en ellos sentido alguno. Ya se tratara de un dragón o de un viento. No sabía qué hacer con Lentretien, con Mestre, con Lefebure. Pero tenía ya cuatro vientos y tres dragones, siete piezas de trece, demasiado para ser una casualidad.

Y advirtió de pronto que, si no andaba errado, si el juez procuraba reunir las catorce fichas de la mano de honores, entonces Raphaël no había matado a Lise. La elección de la joven Autan delataba la mano del Tridente y liberaba la de su hermano. Pero no la suya. El nombre de Noëlla Cordel no evocaba honor alguno. Las flores, recordó Adamsberg, Camille había dicho algo de las flores. Se inclinó sobre el reglamento. Las flores, honores añadidos que se conservan al tomarlos, pero que no entran en la composición de la mano. Adornos en cierto modo, algo fuera de serie. Víctimas suplementarias, permitidas por la ley del Mah-Jong y que por lo tanto no era necesario atravesar con el tridente.

A las ocho de la mañana, Adamsberg esperaba en un café a que abrieran la biblioteca municipal, mirando sus relojes, impregnándose del reglamento del Mah-Jong, repasando los nombres de las víctimas. Naturalmente, habría podido apelar a Danglard, pero su adjunto se habría encabritado, sin duda, ante ese nuevo extravío. Le había hecho pasar por un muerto viviente, luego por un centenario, y ahora por un juego chino. Pero un juego chino muy conocido cuando Fulgence era niño, hasta en el campo y en casa de la abuela de Camille.

Ahora sabía por qué, en su embriaguez, había exigido con insistencia aquel juego a Camille. Había pensado ya en los cuatro vientos, en su habitación del hotel de Richelieu. Había tratado con los dragones. Había conocido el juego que, cada noche, había acompasado la infancia del juez, aquella mano glorificadora ante la mano truncada del padre.

Corrió hacia el edificio cuando abrieron las puertas y, cinco minutos más tarde, dejaba sobre su mesa un grueso diccionario etimológico de los nombres y apellidos de Francia. Con la tensión del jugador cuando lanza los dados, rogando para que salga un triple seis, Adamsberg desplegó su lista de nombres. Había tragado tres cafés para resistir la noche en blanco y sus manos temblaban sobre el libro, como las de Josette. Comprobó primero Brasillier: «Derivado de “brasero” y de “brasa”. El vendedor de brasas». Perfecto, el fuego, un dragón rojo. Luego pasó al sentido oculto de Jeanne Lessard: «Nombre de población, Essart, Essard, o que significa lézard, es decir, “lagarto”». Dragón verde. Más inquieto, la emprendió con Espir, rogando para que se refiriera al viento a través de la respiración. Espir: «Francés antiguo, “soplo”, “aliento”». Un quinto viento, ocho fichas de trece. Adamsberg se pasó la mano por el rostro, con la angustiosa impresión de estar saltando azarosos obstáculos, de que la panza del caballo podía rozar la barra o aplastarse en ella.

El más oscuro estaba ante él. El enigmático Fèvre, que tal vez le hiciera caer de lo alto de su andamio de amasador de nubes. Fèvre: forgeron, es decir, «herrero». Una intensa decepción le oprimió las tripas. Fèvre, un simple y maldito herrero. Adamsberg se apoyó en el respaldo de su silla y cerró los ojos. Concentrarse en aquel herrero, con el martillo en las manos. ¿Forjando las púas del tridente? Abrió de nuevo los ojos. Del libro escolar donde, semanas antes, había examinado la imagen de Neptuno, surgió, al lado, la de Vulcano, el dios del Fuego, representado con los rasgos de un trabajador ante la boca de un ardiente horno. El herrero, el dueño del fuego. Inspiró y, delante de Fèvre, inscribió presuroso a su divino herrero, es decir, su segundo dragón rojo. Y pasó a Lefebure: «Véanse Lefèvre, Fèvre». Lo mismo, y tercer dragón rojo. Un trío. Diez fichas de trece.

Adamsberg dejó caer sus brazos y cerró por un instante los ojos, antes de enfrentarse con los obstáculos de Lentretien y de Mestre.

Lentretien: «Alteración de Lattelin, que significa “lagarto”». «Dragón verde», escribió enfrente, con una letra deformada por la creciente contracción de su mano. Extendió y dobló varias veces los dedos antes de emprenderla con Mestre.

Mestre: «Occitano antiguo, moestre, forma meridional de “maestro”. Diminutivos Mestrel o Mestral, variante de Mistral. Designó el norte expuesto al mistral, el viento maestro». «El viento maestro», escribió.

Dejó el bolígrafo y recuperó el aliento, aspirando de paso una larga bocanada de aquel viento maestro y frío, riguroso, que acababa de cerrar su lista y apaciguar el calor de sus mejillas. Adamsberg clasificó rápidamente la serie: un trío de dragones rojos con Lefebure, Fèvre y Brasillier, dos tríos de vientos con Soubise, Ventou, Autan, Espir, Mestre y Wind, un par de dragones verdes con Lessard y Lentretien, y un par de dragones blancos con Matère y el matricidio. Igual a trece. Siete mujeres y seis hombres.

Faltaba la decimocuarta ficha para consumar «La mano de honores». Que sería un dragón blanco o un dragón verde. Sin duda un hombre, para obtener el equilibrio perfecto entre los dos sexos, entre padre y madre. Dolorido y sudando, Adamsberg devolvió el valioso libro al bibliotecario. Tenía ahora la oscura ganzúa, la llave, la pequeña llave de oro de Barba Azul que abría la puerta de la habitación de los muertos.

Regresó agotado a casa de Clémentine, tenso de impaciencia por lanzar a su hermano aquella llave, más allá del Atlántico, por gritar el final de su pesadilla. Pero Josette no le dio tiempo y le puso de inmediato ante los ojos la nueva versión del descifrado: Adamsberg - trabaja - Gatineau - Outaouaissendero -pasocruza - muchacha.

– No he dormido, Josette, no estoy ya en condiciones de comprender.

– Las letras sueltas del ordenador de Michaël. Me equivoqué en toda la línea y volví a empezar por aou. No hay yogur ni caucho, sólo Outaouais. Y eso es lo que da.

Adamsberg se concentró en las temblorosas palabras de Josette.

– Sendero de paso -murmuró.

– Michaël informaba, en efecto, a un jefe. No estaba usted solo en aquel sendero. Alguien lo sabía.

– Es sólo una interpretación, Josette.

– No existen miles de palabras que tengan ese grupo de vocales. Esta vez estoy segura del descifrado.

– Es notable, Josette. Pero una interpretación nunca tendrá, para ellos, el valor de una prueba, ¿lo comprende? Acabo de arrancar a mi hermano del abismo, pero yo estoy todavía en él, atrapado bajo tres grandes rocas.

– Filtros -corrigió Josette-, bajo tres grandes filtros.

LV

Raphaël Adamsberg encontró el mensaje el viernes por la mañana, un mensaje al que su hermano había llamado «Tierra», por el grito de los marineros, pensó Raphaël, por el grito de los navegantes al descubrir las nebulosas señales de un continente. Tuvo que releer el correo varias veces para atreverse a comprender el sentido de aquella confusa maraña de dragones y vientos, escrita con impaciencia y fatiga, mezclando la oreja del juez, la arena, el matricidio, la edad de Fulgence, la mutilación de Guillaumond, la aldea de Collery, el tridente, el Mah-Jong, la mano de honores. Jean-Baptiste había tecleado con tanta rapidez que se había saltado letras y palabras enteras. En un temblor que llegaba hasta él, transmitido de hermano a hermano, de orilla a orilla, llevado de ola en ola, y que rompía en su refugio de Detroit y desgarraba sin miramientos la red de sombras por la que desplazaba su furtiva vida. No había matado a Lise. Permaneció tendido en su silla, dejando que su cuerpo flotara en aquella ribera, incapaz de descubrir qué sucesión de extrañas piruetas había permitido a Jean-Baptiste exhumar el itinerario de la matanza del juez. De niños, una vez se adentraron tanto en la montaña que ni el uno ni el otro fueron ya capaces de descubrir la aldea, ni siquiera un sendero. Jean-Baptiste había trepado sobre sus hombros. «No llores», le había dicho. «Intentaremos comprender por dónde pasaron los hombres, antes.» Y cada quinientos metros, Jean-Baptiste subía a su espalda. «Por ahí», decía volviendo a bajar.

Eso había hecho Jean-Baptiste. Encaramarse y mirar por dónde había pasado el Tridente, encontrar su sangrienta pista. Como un perro, como un dios, pensó Raphaël. Por segunda vez, Jean-Baptiste le devolvía a la aldea.

LVI

Aquella noche, Josette se ocupaba del fuego. Adamsberg había llamado a Danglard y Retancourt, luego había dormido toda la tarde. Al anochecer, aturdido aún, había ocupado su lugar ante la chimenea y miraba a la hacker hurgoneando y, luego, jugando con una ramita inflamada. Dibujaba en la penumbra círculos y ochos incandescentes. La punta anaranjada giraba temblorosa, y Adamsberg se preguntaba si, como la cuchara de madera en la cacerola de crema, la varita tenía el poder de disolver los grumos, todos aquellos grumos que seguían apelmazándose a su alrededor. Josette llevaba unas zapatillas deportivas que no le había visto aún, azules y con una franja dorada. Como la hoz de oro en el campo de estrellas, pensó.

– ¿Puede prestarme su varita? -preguntó.

Adamsberg hundió la punta de la rama en las brasas y, luego, la paseó por el aire.

– Es bonito -dijo Josette.

– Sí.

– En el aire no pueden dibujarse cuadrados. Sólo círculos.

– No importa, no me gustan demasiado los cuadrados.

– El crimen de Raphaël era un gran filtro cuadrado -aventuró Josette.

– Sí.

– Y hoy ha saltado en pedazos.

– Sí, Josette.

Paf, paf, paf, y estallido, pensó.

– Pero queda otro -prosiguió-. Y no podemos avanzar más de lo que lo hemos hecho.

– No hay final para los subterráneos, comisario. Están concebidos para ir de un lugar a otro. Todos conectados entre sí, de sendero en sendero, de puerta en puerta.

– No siempre, Josette. Ante nosotros se levanta el filtro más impenetrable.

– ¿Cuál?

– El de la memoria estancada, en el fondo del lago. Mi recuerdo atrapado bajo las piedras, mi propia trampa, mi caída en el sendero. Ningún pirata sabría abordarlo.

– Filtro a filtro y uno tras otro, es la clave del buen hacker -dijo Josette agrupando las brasas desparramadas en el centro del hogar-. No se puede abrir la puerta número nueve antes de haber descerrajado la número ocho. ¿Lo comprende, comisario?

– Claro, Josette -dijo amablemente Adamsberg.

Josette seguía alineando los tizones a lo largo del tronco inflamado.

– Antes del filtro de la memoria -prosiguió señalando una brasa con el extremo de las pinzas-, está el que le hizo beber en Hull, y ayer noche.

– Defendido también por una barrera inexpugnable.

Josette movió la cabeza, tozuda.

– Ya sé, Josette -suspiró Adamsberg-, que fue usted a dar una vuelta por el FBI. Pero no se pueden hackear los filtros de la vida como si fueran los de estas máquinas.

– No hay diferencia -replicó Josette.

Él extendió los pies hacia la chimenea, haciendo girar lentamente en el aire la varita, dejando que el calor de las llamas se filtrara a través de sus zapatos. La inocencia de su hermano volvía a él con un lento movimiento de bumerang, sacándolo de sus marcas habituales, modificando su ángulo de visión, abriéndole parajes prohibidos donde el mundo parecía cambiar, discretamente, de textura. Ignoraba, a ciencia cierta, qué textura. Pero sabía que, antes, y hasta ayer mismo, nunca habría revelado la historia de Camille, la muchacha del norte, a una frágil hacker con zapatillas deportivas azules y doradas. Sin embargo, lo hizo; desde sus orígenes hasta su conversación de borracho de la noche anterior.

– Ya ve usted -concluyó Adamsberg-. No hay paso.

– ¿Puedo recuperar la varita? -preguntó tímidamente Josette.

Adamsberg le tendió la rama. Ella reactivó su punta en las llamas y reanudó sus temblorosos círculos.

– ¿Por qué busca ese paso si usted mismo lo cerró?

– No lo sé. Sin duda porque de ahí procede el aire, y sin aire llega la asfixia, o la explosión. Como la catedral de Estrasburgo con las ventanas obstruidas.

– Ah, caramba -se extrañó Josette deteniendo su gesto-. ¿Han tapado la catedral? ¿Para qué?

– No se sabe -dijo Adamsberg con gesto evasivo-. Pero lo han hecho. Con dragones, lampreas, perros, sapos y el tercio de un gendarme.

– Ah, bueno -dijo Josette.

Dejó la varita sobre el morillo y desapareció en la cocina. Regresó con dos vasos de oporto y los dejó, temblorosa, en el brocal de la chimenea.

– ¿Sabe usted su nombre? -preguntó sirviendo el vino y derramando un poco junto a los vasos.

– Trabelmann. Un tercio de Trabelmann.

– No, hablo del hijo de Camille.

– Ah. No me informé. Estaba ebrio.

– Tome -dijo tendiéndole el oporto-. Es suyo.

– Gracias -dijo Adamsberg tomando su vaso.

– No hablo del vaso -corrigió Josette.

Trazó algunos círculos incandescentes más, apuró su vino y devolvió la varita a Adamsberg.

– Ya está -dijo-, voy a dejarle. Era un filtro pequeño pero deja pasar el aire, demasiado tal vez.

LVII

Danglard tomaba notas rápidamente mientras escuchaba a su colega quebequés.

– Arráncamelo lo antes posible -respondió-. Adamsberg ha dejado en pelotas la andadura del juez. Sí, y ahora todo tiene sentido, se ha hecho sólido. A excepción del crimen del sendero que sigue sin tener cabida. De modo que no abandones… No… Bueno, arréglatelas… El mensaje de Sartonna no tendrá ningún valor, es sólo una reconstrucción. La acusación lo hará pedazos. Sí… Seguro… Puede librarse todavía, dale duro.

Danglard dijo unas palabras más y colgó. Tenía la nauseabunda impresión de que todo iba a depender de un hilo. Perderlo o ganarlo todo en aquella jugada. Le quedaba muy poco tiempo, y poco hilo.

LVIII

Adamsberg y Brézillon habían acordado una cita en un discreto café del distrito 7, a primera hora de la tarde. El comisario se dirigía hacia allí con la cabeza gacha bajo su gorro polar. La noche anterior había permanecido despierto mucho tiempo, después de la partida de Josette, dibujando círculos aéreos y ardientes en la oscuridad. Desde que hojeó descuidadamente aquel periódico en la Brigada, le parecía haber atravesado sin respiro todo un tumulto, haberse lanzado a las tormentas en una balsa sacudida por los vientos de Neptuno, desde hacía cinco semanas y cinco días. Como una perfecta hacker, Josette había dado en el blanco y le extrañaba no haberlo comprendido antes. El niño había sido concebido en Lisboa y era hijo suyo. Aquel descubrimiento había apaciguado una borrasca al tiempo que levantaba un soplo de inquietud que jadeaba y silbaba en el cercano horizonte.

«Es usted un verdadero gilipollas, comisario.» Por no haber comprendido nada. Danglard había permanecido sentado como un fardo triste y pesado sobre su secreto. Camille y él, ambos rígidos y en silencio, mientras huía a lo lejos. Tan lejos como Raphaël se había exiliado.

Raphaël podía sentarse ahora pero él tenía que seguir corriendo. Filtro tras filtro, había ordenado Josette, calzada con sus gruesas zapatillas azul celeste. El filtro del sendero seguía siendo inaccesible, pero el de Fulgence estaba a su alcance. Adamsberg empujó la puerta giratoria del lujoso café, en la esquina de la avenida Bosquet. Algunas damas tomaban el té, otras un pastís. Descubrió a su Brézillon acomodado, como un monumento gris, en una banqueta de terciopelo rojo, con un vaso de cerveza en la mesa de madera brillante.

– Quítese ese gorro -le dijo enseguida Brézillon-. Parece un campesino.

– Es mi sistema de camuflaje -explicó Adamsberg dejándolo en una silla-. Técnica polar que oculta los ojos, las orejas, las mejillas y el mentón.

– Dese prisa, Adamsberg, ya le he hecho un favor aceptando esta entrevista.

– Pedí a Danglard que le informara de las consecuencias de la exhumación. La edad del juez, la familia Guillaumond, el matricidio, la mano de honores.

– Lo hizo.

– ¿Cuál es su opinión, señor?

Brézillon encendió uno de sus gruesos cigarrillos.

– Favorable, salvo en dos puntos. ¿Por qué se echó el juez quince años más? Es evidente que cambió de nombre después del matricidio. Y en el maquis, la operación era fácil. Pero ¿la edad?

– Fulgence valoraba el poder y no la juventud. Diplomado en derecho a los veinticinco años, ¿qué podía esperar después de la guerra? Sólo la lenta andadura de un pequeño jurista que escalase, uno a uno, los peldaños. Fulgence deseaba algo distinto. Con su inteligencia y algunas referencias falsas, podía llegar rápidamente a los grados más altos. Siempre que tuviera edad para aspirar a ellos. Su ambición necesitaba madurez. Cinco años después de su huida, era ya juez en el tribunal de Nantes.

– Entendido. Segundo punto. Noëlla Cordel no tiene nada que la designe como decimocuarta víctima. Su nombre escapa a toda relación con los honores del juego. De modo que yo sigo hablando con un asesino fugado. Todo eso no prueba su inocencia, Adamsberg.

– Hay otras víctimas excedentes en la andadura del juez. Michaël Sartonna, por ejemplo.

– Nada lo prueba.

– Pero es una presunción. Como lo de Noëlla Cordel. Y lo mío.

– ¿Qué quiere decir?

– Si el juez decidió tenderme una trampa en Quebec, su mecanismo se atascó. Escapé de las manos de la GRC y la exhumación le priva de su refugio mortuorio. Si consigo hacerme oír, lo perderá todo, su reputación, su honor. No correrá ese riesgo. Reaccionará muy pronto.

– ¿Eliminándole?

– Sí. Debo pues facilitarle las cosas. Debo regresar a mi casa a la luz del día. Y vendrá. Eso es lo que he venido a pedirle, unos días.

– Está usted como una cabra, Adamsberg. ¿Piensa utilizar el viejo truco del reclamo? ¿Con un loco de atar que tiene trece crímenes en su haber?

O, más bien, el viejo truco del mosquito escondido al fondo de un oído, pensó Adamsberg, el viejo truco del pez hundido en los lodos de un lago, y a los que se atrae con la claridad de una lámpara. Pesca nocturna con candil. Y, esta vez, el pez manejaba el tridente, no el hombre.

– No hay otro modo de lograr que emerja.

– Comportamiento sacrificial, Adamsberg, que no le absolverá del crimen de Hull. Si el juez no le mata.

– Ése es el riesgo.

– Si le agarran en su domicilio, vivo o muerto, la GRC me acusará de incompetencia o de complicidad.

– Dirá usted que levantó la guardia para arponearme mejor.

– Lo que me obligará a conceder de inmediato su extradición -dijo Brézillon apagando su colilla con el ancho pulgar.

– De todos modos, la concedería usted dentro de cuatro semanas y media.

– No me gusta convertir a mis hombres en muñecos de un pim-pam-pum.

– Piense que no soy ya su hombre, sino un fugitivo autónomo.

– Concedido -suspiró Brézillon.

Aspirado por el efecto lamprea, pensó Adamsberg. Se levantó y se encasquetó el camuflaje polar. Por primera vez, Brézillon le tendió la mano para saludarle. Un reconocimiento, sin duda, de que no estaba seguro de volverlo a ver en pie.

LIX

En Clignancourt, Adamsberg metió su chaleco antibalas y su arma en la bolsa, y besó a las dos mujeres.

– Sólo una pequeña expedición -dijo-. Volveré.

No es seguro, pensó al tomar por la calleja. ¿A qué venía ese duelo desigual? A jugarse el último golpe o, tal vez, a adelantarse a la muerte, a exponerse al tridente de Fulgence mejor que empantanarse en la oscuridad del sendero y vivir sin saber, con la empalada Noëlla. Veía, como a través de un cristal empañado, el cuerpo de la muchacha ondulando bajo la cubierta de hielo. Escuchaba su voz quejosa. «¿Y sabes qué me hizo, mi chorbo? Pobre Noëlla, engañada con falsas promesas. ¿Te ha hablado ya de eso Noëlla? ¿Del puerco de París?»

Adamsberg caminó más deprisa, con la cabeza gacha. No podía engatusar a nadie con su vieja jugarreta del mosquito escondido. El yunque de la culpabilidad que le doblegaba desde el crimen de Hull se lo impedía. Fulgence podía rodearse de vasallos y provocar una verdadera carnicería. Cargarse a Danglard, Retancourt, Justin, llenar de sangre toda la Brigada. Sangre que se desplegó ante sus ojos, acarreando en sus pliegues el hábito rojo del cardenal. Ve solo, jovencito.

El sexo y el nombre. La perspectiva de reventar sin saberlo le pareció incongruente, o inaceptable. Sacó el móvil por una de sus patas rojas y telefoneó a Danglard en la calle.

– ¿Algo nuevo? -preguntó el capitán.

– Ya veremos -dijo prudentemente Adamsberg-. Dejando eso al margen, figúrese que le he echado mano al nuevo padre. No se trata de un hombre fiable con zapatos lustrosos.

– ¿Ah, no? ¿De quién, entonces?

– De una especie de tipo raro.

– Me satisface que tenga ya la respuesta.

– Precisamente. Me gustaría saberlo antes.

– ¿Antes de qué?

– Simplemente saber su sexo y su nombre.

Adamsberg se detuvo para grabar correctamente la información. Nada penetraba en su memoria si se movía.

– Gracias, Danglard. Una última cosa: sepa que con las ranas, con las reinetas verdes en todo caso, funciona también. El estallido.

Una nube huraña le acompañó en su marcha hasta el Marais. Se sobrepuso a la vista de su inmueble y observó largo rato los alrededores. Brézillon había cumplido su palabra. Habían levantado la vigilancia y el paso estaba abierto, de la sombra a la luz.

Inspeccionó rápidamente su apartamento y, luego, redactó cinco cartas destinadas a Raphaël, a la familia, a Danglard, a Camille y a Retancourt. Por un impulso, añadió una nota para Sanscartier. Dejó el pequeño paquete fúnebre en un escondrijo de su habitación, que Danglard conocía. Para que las leyeran después de su muerte. Tras una cena fría tragada de pie, comenzó a ordenar las pruebas, a seleccionar la ropa y a hacer desaparecer su correo privado. Te vas vencido, se dijo al dejar la basura en el vestíbulo del inmueble. Te vas muerto.

Todo le parecía en su lugar. El juez no entraría a la fuerza. Sin duda había hecho que Michaël Sartonna le enviara una copia de su llave. Fulgence sabía anticiparse.

Y encontrar al comisario esperándole con el arma en la mano no le sorprendería. Lo sabía, como sabía que estaría solo.

Debía dar al juez tiempo para que le avisaran de su regreso, no aparecería antes de mañana, o pasado mañana por la noche. Adamsberg lo esperaba por un pequeño detalle: la hora. El juez era un simbolista. Sin duda le agradaría terminar con la carrera de Adamsberg a la misma hora en que había herido a su hermano, treinta años antes. Entre las once y la medianoche. Podía prever, pues, un leve efecto de sorpresa sobre este intervalo de tiempo. Atacar directamente el orgullo de Fulgence, donde él lo creía inmaculado aún. Adamsberg había comprado un juego de Mah-Jong por el camino. Dispuso una partida en la mesita baja y expuso en un soporte la mano de honores del juez. Añadió dos flores, para Noëlla y Michaël. La visión de aquel secreto desvelado obligaría a Fulgence, tal vez, a pronunciar algunas palabras antes del asalto. Lo que daría a Adamsberg, tal vez, un respiro de unos segundos.

LX

El domingo por la noche, a las diez y media, Adamsberg se puso el pesado chaleco antibalas y se colgó la pistolera. Encendió todas las lámparas para indicar su presencia, para que el gran insecto acurrucado en su caverna reptara hasta aquel punto de viva luz.

A las once y cuarto, el tintineo de la cerradura le advirtió de la entrada del Tridente. El juez dio un portazo con desenvoltura. Justo su estilo, pensó Adamsberg. Fulgence se sentía como en su casa en todas partes, donde quería y como quería. «Lanzaré sobre ti el rayo cuando me plazca.»

Levantó su arma en cuanto tuvo al anciano en su campo visual.

– Qué bárbaro recibimiento, joven -dijo Fulgence con voz chirriante y envejecida.

Desdeñando el cañón que le apuntaba, se quitó el largo abrigo y lo tiró en una silla. Por mucho que Adamsberg se hubiera preparado para el encuentro, se tensó viendo al esbelto anciano. Mucho más arrugado que en su último encuentro, había mantenido erguido el cuerpo, altiva la postura, los señoriales gestos de su infancia. Las profundas arrugas del rostro le daban, más aún, aquella belleza diabólica que admiraban, arrepintiéndose, las mujeres de su pueblo. El juez se había sentado y, con las piernas cruzadas, examinaba el juego expuesto en la mesa.

– Acomódese -ordenó-. Tenemos algunas palabras que decirnos.

Adamsberg mantuvo su posición, ajustando el ángulo de tiro, vigilando a la vez la mirada y el desplazamiento de las manos. Fulgence sonrió y se apoyó en el respaldo, perfectamente cómodo. La sonrisa directa del juez, elemento constitutivo de su belleza, tenía la singularidad de descubrir la dentadura hasta el primer molar. Este gesto se había acrecentado con el tiempo y alteraba su maxilar con una rigidez algo macabra.

– No da usted la talla, joven, y no la ha dado nunca. ¿Sabe por qué? Porque yo mato. Mientras que usted es sólo un pobre hombre, un poli insignificante. A quien el menor asesinato en un sendero transforma en un verdadero guiñapo. Sí, un hombrecito.

Adamsberg rodeó lentamente a Fulgence y se colocó tras él, con el cañón a pocos centímetros de su nuca.

– Y nervioso -prosiguió el juez-. Muy natural por parte de un hombrecito.

Señaló con la mano la alineación de dragones y vientos.

– Todo perfectamente colocado -dijo-. Ha necesitado mucho tiempo.

Adamsberg vigiló el movimiento de aquella temida mano, blanca mano de dedos demasiado largos, de articulaciones nudosas hoy, de uñas cuidadas aún, que la muñeca desplazaba con aquella gracia extraña y algo dislocada, podría decirse, que se encuentra en los cuadros antiguos.

– Falta la decimocuarta ficha -dijo- y será un hombre.

– Pero no usted, Adamsberg. Echaría a perder mi mano.

– ¿Dragón verde o dragón blanco?

– ¿Qué le importa? Incluso en prisión, incluso en la tumba, esa última ficha no se me escapará.

Con el índice, el juez señaló las dos flores que Adamsberg había colocado junto a la mano de honores.

– Esta representa a Michaël Sartonna; y ésta, a Noëlla Cordel -afirmó.

– Sí.

– Déjeme corregir esta mano.

Fulgence se puso un guante, tomó la ficha correspondiente a Noëlla y la devolvió, con un golpe seco, a la bolsa.

– No me gusta el error -dijo fríamente-. Tenga la seguridad de que no me habría tomado la molestia de seguirle hasta Quebec. Yo no sigo a nadie, Adamsberg, me adelanto. Nunca fui a Quebec.

– Sartonna le informaba sobre el sendero de paso.

– Sí. Yo acechaba sus movimientos desde Schiltigheim, no lo ignora usted. Su crimen en aquel sendero me divirtió considerablemente. Un crimen de borracho, sin gracia ni premeditación. Qué vulgaridad, Adamsberg.

El juez se volvió, enfrentándose al arma.

– Lo siento, hombrecito, pero ése es su crimen y se lo dejo.

Una breve sonrisa del juez y el sudor que cubrió por completo el cuerpo de Adamsberg.

– Tranquilícese -prosiguió Fulgence-. Verá cómo es más fácil de soportar de lo que se figura.

– ¿Y por qué matar a Sartonna?

– Demasiado informado -dijo el juez volviéndose hacia el fuego-. Son riesgos que no deben correrse. Sabrá también -prosiguió tomando una nueva flor y poniéndola en el soporte- que la doctora Colette Choisel no está ya en este mundo. Un desgraciado accidente de coche. Y que el ex comisario Adamsberg la seguirá a las tinieblas -añadió depositando una tercera flor-. Abrumado por su falta, demasiado débil para afrontar la prisión, ha terminado matándose, ¿qué quiere? Son cosas que pasan con los hombrecitos.

– ¿Así piensa hacerlo?

– Así de simple. Siéntese, joven, su crispación me importuna.

Adamsberg fue a colocarse ante el juez, con el arma apuntando a su busto.

– Por lo demás, puede agradecérmelo -añadió Fulgence sonriendo-. Esta rápida formalidad le liberará de una existencia intolerable, puesto que el recuerdo de su crimen no le abandonará nunca.

– Mi muerte no le salvará. El caso está cerrado.

– Los culpables fueron ya juzgados por esos crímenes. Nada podrá probarse sin mi confesión.

– La arena de la tumba le acusa.

– Precisamente, y éste es el único punto. Por eso desapareció la doctora Choisel. Y por eso estoy aquí, hablando con usted antes de que se suicide. Es de muy mal gusto, joven, ir a abrir tumbas. Una falta gravísima.

El rostro de Fulgence había perdido su expresión desdeñosa y sonriente. Miraba a Adamsberg con toda la dureza del soberano juez.

– Que va usted a reparar -prosiguió-. Firmando de puño y letra una pequeña confesión, muy natural antes de un suicidio. Confesando que falsificó usted la sepultura. Enterró mi cadáver en los bosques de Richelieu, empujado por su obsesión, claro está, y dispuesto a todo para hacerme cargar con el crimen del sendero. ¿Comprende?

– No firmaré nada para ayudarle, Fulgence.

– Claro que sí, hombrecito. Pues si se niega encontraremos dos flores suplementarias en este tablero. Su amiga Camille y su hijo. A los que ejecutaré inmediatamente después de su fallecimiento, no le quepa duda. Séptimo piso, el estudio de la izquierda.

Fulgence tendió a Adamsberg una hoja y un bolígrafo, que antes había limpiado cuidadosamente. Adamsberg se pasó el arma a la mano izquierda y escribió al dictado del juez. Agrandando las P y las O.

– No -dijo el juez arrancándole la página-. Su caligrafía normal, ¿comprende? Vuelva a empezar -dijo tendiéndole una nueva hoja.

Adamsberg lo hizo y dejó la hoja en la mesa.

– Perfecto -dijo Fulgence-. Guarde ese juego.

– ¿Cómo piensa usted suicidarme? -preguntó Adamsberg recogiendo las fichas con una sola mano-. Estoy armado.

– Pero es usted estúpidamente humano. Cuento con su completa cooperación. Sencillamente, me dejará hacer. Se llevará el arma a la frente y disparará. Si me mata usted, dos de mis hombres se encargarán de su amiga y de su progenie. ¿He sido lo bastante claro?

Adamsberg inclinó la pistola ante la sonrisa del juez. Tan seguro de su empresa que se había presentado sin un arma de fuego. Dejaría tras de sí un suicidio perfecto y una confesión que le devolvía la libertad. Adamsberg examinó su Magnum, ridículo y pequeño poder, y se incorporó. Danglard se había apostado a menos de un metro por detrás del juez, y avanzaba con el sigilo de la Bola. El pompón recortado sobre su cabeza, una bomba de gas en la mano derecha y su Beretta en la izquierda. Adamsberg se llevó el revólver a la frente.

– Deme algún tiempo -pidió apoyando el cañón en su sien-. Tiempo para algunos pensamientos.

Fulgence hizo una mueca de desprecio.

– Hombrecito -repitió-. Contaré hasta cuatro.

Al llegar a dos, Danglard había lanzado el gas y vuelto a tomar la Beretta con la mano derecha. Fulgence se levantó dando un grito y plantó cara a Danglard. El capitán, que veía por primera vez el rostro del Tridente, retrocedió medio segundo y el puño de Fulgence le golpeó en el mentón.

Danglard chocó con violencia contra la pared y disparó, sin alcanzar al juez, que había llegado ya a la puerta. Adamsberg corrió por las escaleras, siguiendo la furiosa huida del anciano. Lo tuvo en su punto de mira por una fracción de segundo y apuntó a la espalda. Su adjunto se reunió con él cuando bajaba el arma.

– Escuche -dijo Adamsberg-. Su coche arranca.

Danglard bajó los últimos peldaños y salió a la calle, con el arma al extremo de su brazo tendido. Demasiado lejos, ni siquiera le daría a los neumáticos. El coche debía de haber esperado al juez con la puerta abierta.

– ¿Por qué no ha disparado, carajo? -gritó subiendo de nuevo los pisos.

Adamsberg estaba sentado en un peldaño de madera, con la Magnum a sus pies, la cabeza gacha y las manos colgando sobre sus rodillas.

– Blanco de espaldas y blanco en fuga -dijo-. No hay legítima defensa. Ya he matado bastante, capitán.

Danglard arrastró al comisario hasta el apartamento. Con su olfato de policía, encontró la botella de ginebra y sirvió dos vasos. Adamsberg levantó su brazo.

– Mire, Danglard. Estoy temblando. Como una hoja, como una hoja roja.

«¿Sabes lo que me hizo, mi chorbo? ¿El puerco de París? ¿Te lo he dicho ya?»

Danglard bebió de un trago su primer vaso de ginebra. Luego descolgó su teléfono mientras se servía, enseguida, otro.

– ¿Mordent? Danglard. Alta protección en el domicilio de Forestier Camille, calle Templiers 23, distrito 4, séptimo piso, puerta izquierda. Dos hombres día y noche, durante dos meses. Hágale saber que yo he dado la orden.

Adamsberg bebió un trago de ginebra; se golpeó los dientes con el borde del vaso.

– Danglard, ¿cómo se las ha arreglado usted?

– Como un poli que hace su curro.

– ¿Cómo?

– Duerma primero -dijo Danglard, atento a los demacrados rasgos de Adamsberg.

– ¿Y qué voy a soñar, capitán? Fui yo el que mató a Noëlla.

«La engañó con falsas promesas. Pobre Noëlla. ¿No te había dicho eso? ¿Mi chorbo?»

– Ya lo sé -dijo Danglard-. Tengo la grabación completa.

El capitán buscó en el bolsillo de su pantalón y sacó unos quince comprimidos desgastados, de formas y colores distintos. Inspeccionó su reserva con mirada experta y eligió una píldora grisácea, tendiéndosela a Adamsberg.

– Tráguese esto y duerma. Vendrá conmigo mañana a las siete.

– ¿Adónde?

– A ver a un policía.

LXI

Danglard había salido de París y conducía con prudencia por una autopista empañada por compactas nieblas. Hablaba a solas, gruñía a solas, rumiando su rabia por no haber podido agarrar al juez. Coche no identificable, controles imposibles. A su lado, Adamsberg parecía indiferente a aquel fracaso, prisionero del sendero. En el corto espacio de una noche, la certeza de su crimen le había envuelto como una momia.

– No lamente nada, Danglard -dijo por fin con una voz neutra-. Nadie agarra al juez, ya se lo dije.

– Lo tenía al alcance de mi mano, maldita sea.

– Ya lo sé. A mí me ocurrió también.

– Soy policía, iba armado.

– Yo también. Eso no cambia nada. El juez se desliza como la arena.

– Corre hacia su decimocuarto crimen.

– ¿Por qué estaba usted allí, Danglard?

– Usted lee en los ojos, en las voces, en los gestos. Yo leo en la lógica de las palabras.

– No le hablé de nada.

– Muy al contrario. Tuvo usted la excelente intuición de avisarme.

– No le avisé.

– Me llamó usted para hablar del niño. «Me gustaría saberlo antes», me dijo. ¿Antes de qué? ¿De ir a ver a Camille? No, ya había ido usted, borracho como una cuba. Telefoneé pues a Clémentine. Cogió el teléfono una mujer de voz temblorosa. ¿Era su hacker?

– Sí, Josette.

– Se había llevado usted el arma y el chaleco. «Volveré», había dicho al besarlas. Arma, besos y seguridades que indicaban su incertidumbre. ¿Antes de qué? Antes de un combate en el que se jugaba usted la cabeza. Con el juez, forzosamente. Y, para ello, no había más solución que exponerse a él, en su territorio. La vieja jugarreta del cebo.

– Del mosquito, eso es.

– Del cebo.

– Como usted quiera, Danglard.

– Donde el cebo, por lo general, es devorado. Paf, y estallido. Y usted lo sabía.

– Sí.

– Pero no lo deseaba, puesto que me avisó de ello. El sábado por la noche, comencé mi vigilancia desde el sótano del edificio de enfrente. Por el tragaluz, tenía una visión perfecta de la puerta de entrada. Pensé que el juez sólo llegaría de noche, eventualmente a partir de las once. Es un simbolista.

– ¿Por qué fue solo?

– Por la misma razón que usted. Nada de carnicería. Me equivoqué o confié en exceso en mí mismo. Le habríamos agarrado.

– No. Seis hombres no detienen a Fulgence.

– Retancourt le habría cerrado el paso.

– Eso es. Se habría lanzado y él la habría matado.

– No llevaba armas.

– Su bastón. Es un bastón-estoque. Un tercio del tridente. La habría empitonado.

– Es posible -dijo Danglard pasándose los dedos por el mentón.

Aquella mañana, Adamsberg le había legado la pomada de Ginette y el maxilar del capitán tenía un fulgor amarillo.

– Es cierto. No lamente nada -repitió Adamsberg.

– Abandoné el escondrijo a las cinco de la madrugada y volví a él la misma noche. El juez apareció a las once y trece. Con un gran desparpajo y tan grande, tan alto, tan viejo que no podía dejar de verlo. Me escondí detrás de su puerta, con el micrófono. Tengo su confesión grabada.

– Y la negación del crimen del sendero.

– También. Levantó el tono diciendo: «Yo no sigo a nadie, Adamsberg. Me adelanto». Lo aproveché para abrir la puerta.

– Y salvar al cebo. Le doy las gracias, Danglard.

– Usted me había llamado. Es mi curro.

– Como entregarme a la justicia canadiense. Es también su curro. Porque nos dirigimos a Roissy, ¿no es cierto?

– Sí.

– Donde me espera un jodido puerco quebequés. ¿Es eso, Danglard?

– Es eso.

Adamsberg se apoyó en el respaldo y cerró los ojos.

– Conduzca lentamente, capitán, con esa bruma…

LXII

Danglard arrastró a Adamsberg a uno de los numerosos cafés del aeropuerto y eligió una mesa apartada. Adamsberg se sentó, con el cuerpo ausente, los ojos estúpidamente fijos en aquel pompón recortado que coronaba la cabeza de su adjunto, como una figura risueña e impropia. Retancourt le habría agarrado en un cuerpo a cuerpo, le habría proyectado como una bala más allá de las fronteras, le habría lanzado a la huida. Era posible aún, pues Danglard había tenido la delicadeza de no ponerle las esposas. Podía aún dar un brinco y escapar, pues el capitán era incapaz de alcanzarle corriendo. Pero la idea de su brazo armado atravesando a Noëlla le arrebataba cualquier pulsión vital. ¿Para qué huir si no podía caminar, petrificado por el terror de golpear de nuevo, de encontrarse titubeando con un cadáver en el suelo? Mejor acabar aquí, en manos de Danglard, que bebía tristemente un carajillo. Centenares de viajeros pasaban ante sus ojos, a la llegada o a la salida, libres, con la conciencia tan limpia como un montón de ropa recién lavada y doblada. Mientras que su conciencia le repugnaba como un jirón de trapo endurecido y sanguinolento.

Danglard levantó de pronto un brazo en señal de bienvenida y Adamsberg no hizo ningún amago de moverse. El rostro vencedor del superintendente era lo último que deseaba ver. Dos grandes manos se cerraron sobre sus hombros.

– ¿No te dije que echaríamos mano a ese maldito? -escuchó.

Adamsberg se volvió para mirar el rostro del sargento Fernand Sanscartier. Se levantó y le estrechó, instintivamente, por los brazos. Dios mío, ¿por qué razón, de entre todos, Laliberté había designado a Sanscartier para encargarse de él?

– ¿Te han soltado, a ti, la misión? -preguntó Adamsberg, desolado.

– He seguido las órdenes -respondió Sanscartier sin abandonar su sonrisa de bueno-. Y tenemos mucho que charlar -añadió sentándose ante él.

Estrechó con fuerza la mano de Danglard.

– Buen trabajo, capitán. Y bienvenido. Criss, hace calor en su país -dijo quitándose la chaqueta forrada-. He aquí la copia del expediente -añadió sacándola de la bolsa-. Y he aquí la muestra.

Agitó una cajita ante los ojos de Danglard, que asintió con un gesto.

– Hemos procedido ya a los análisis. La comparación bastará para cerrar la acusación.

– ¿Muestra de qué? -preguntó Adamsberg.

Sanscartier arrancó un cabello de la cabeza del comisario.

– De esto -dijo-. Son traidores los cabellos. Caen como las hojas rojas. Pero ha sido necesario remover seis metros cúbicos de esa mierda de la hostia para encontrar alguno. ¿Te imaginas? Seis metros cúbicos por unos pocos pelos. Es como buscar una aguja en un pajar.

– No tenías necesidad de hacerlo. Mis huellas estaban en el cinturón.

– Pero no las suyas.

– ¿Qué suyas?

Sanscartier se volvió hacia Danglard, con las cejas fruncidas sobre sus ojos de bueno.

– ¿No está al corriente? -preguntó-. ¿Has dejado que fuera cociéndose?

– No podía decirle nada mientras no estuviéramos seguros. No me gustan las falsas esperanzas.

– ¡Pero ayer por la noche, criss! ¡Podías habérselo dicho!

– Ayer por la noche tuvimos una buena.

– ¿Y esta mañana?

– De acuerdo, he dejado que se cociera. Ocho horas.

– Eres un maldito -gruñó Sanscartier-. ¿Por qué le has soltado un cuento chino?

– Para que supiera lo que Raphaël vivió hasta lo más hondo. El espanto de uno mismo, el exilio y el mundo prohibido. Era necesario. Ocho horas, Sanscartier, no es la muerte para recuperar a un hermano.

Sanscartier se volvió hacia Adamsberg y golpeó la mesa con su caja de muestras.

– El pelo de tu diablo -dijo-. Que se debatía en seis metros cúbicos de hojas podridas.

Adamsberg comprendió al instante que Sanscartier estaba sacándole a la superficie, al aire libre, fuera de los limos inertes del lago Pink. Tras haber seguido las órdenes de Danglard y no las de Laliberté.

– No lo hice solo -dijo Sanscartier-, porque tenía que hacerlo todo fuera de la oficina. Al anochecer, por la noche o al amanecer. Y sin que el boss me agarrara. Tu capitán se hacía mala sangre, no podía tragarse ese asunto de piernas que se aflojaban, y justo después de la rama. Fui a ver el sendero y a buscar el lugar donde recibiste el trancazo. Caminé como tú desde La Esclusa, tanto tiempo como dijiste. Exploré un centenar de metros. Encontré ramitas recién rotas y algunas piedras que se habían movido, justo delante de la obra. Los tipos habían limpiado el campo pero estaba la plantación de arces.

– Te dije que era cerca de la obra -dijo Adamsberg, con la respiración agitada.

Se había cruzado de brazos, con los dedos contraídos sobre sus mangas y la atención centrada en las palabras del sargento.

– Pues bueno, no había ninguna rama baja por aquellos parajes, tíos. No fue eso lo que te hizo ver las estrellas. Después, tu capitán me pidió que buscara al vigilante nocturno. Era el único testigo posible, ¿comprendes?

– Comprendo, pero ¿lo encontraste? -preguntó Adamsberg, a quien, con los labios casi rígidos, le costaba articular.

Danglard llamó al camarero y pidió agua, cafés, cerveza y cruasanes.

– Criss, eso fue lo más duro. Alegué que estaba indispuesto para poder abandonar la GRC y correr a informarme en los servicios municipales. Imagínate. Eran los federales quienes se habían encargado. Tuve que llegar hasta Montreal para encontrar el nombre de la empresa. Puedo asegurarte que Laliberté estaba hasta las narices de mis repetidas enfermedades. Y tu capitán se ponía como un demonio por teléfono. Conseguí el nombre del vigilante. Estaba en una obra, aguas arriba del Outaouais. Pedí otro permiso para ir y creí que el superintendente iba a estallar.

– ¿Y allí estaba el vigilante? -preguntó Adamsberg vaciando de un trago su vaso de agua.

– No te preocupes, le agarré por los huevos en su pick-up. Pero soltarle la lengua fue otra cosa. Se mantenía erre que erre y me contó, primero, un montón de cuentos chinos. Entonces le agarré por las buenas y le amenacé con meterlo en la trena si seguía soltándome aquellas bobadas. Por negarse a cooperar y por ocultar pruebas. Me molesta contar el resto, Adrien. ¿No quieres decírselo tú?

– El vigilante, Jean-Gilles Boisvenu -prosiguió Danglard-, vio a un tipo que aguardaba en el sendero, abajo, el domingo por la noche. Tomó sus gemelos nocturnos y lo pescó.

– ¿Pescó?

– Boisvenu estaba seguro de que el tipo buscaba hombres y estaba esperando a su chorbo -explicó Sanscartier-. Ya sabes que el sendero de paso es un lugar de citas.

– Sí. El vigilante me preguntó si también yo buscaba hombres.

– Le interesaba mucho -prosiguió Danglard-. Estaba, pues, pegado a su parabrisas. Un testigo de excepción, de lo más atento. Se alegró de oír acercarse a otro tipo. Lo vio todo perfectamente con sus gemelos. Pero la cosa no fue como esperaba.

– ¿Cómo sabía que era la noche del 26?

– Porque era domingo y echaba pestes contra el vigilante de los fines de semana, que le había fallado. Vio al primer tipo, uno alto con el pelo blanco, golpeando al otro, en la cabeza, con una estaca. El otro tipo, usted, comisario, cayó al suelo. Boisvenu se encogió. El alto parecía malvado y él no quería mezclarse en una pelea doméstica. Pero siguió mirando.

– Pegado a su asiento.

– Exactamente. Pensaba, esperaba que la cosa se convirtiese en una escena de violación de una víctima sin sentido.

– ¿Comprendes? -dijo Sanscartier, con las mejillas enrojecidas.

– Y, en efecto, el alto comenzó a quitarle la bufanda al tipo que estaba en el suelo, y a abrir su chaqueta. Boisvenu se pegó más que nunca a sus gemelos y al parabrisas. El alto agarró sus dos manos y las apretó contra algo. Una correa, dijo Boisvenu.

– El cinturón -dijo Sanscartier.

– El cinturón. Pero el desnudo y los tocamientos se detuvieron ahí. El tipo le clavó una jeringa en el cuello, Boisvenu está seguro. Vio cómo la sacaba de su bolsillo y regulaba la presión.

– El temblor de piernas -dijo Adamsberg.

– Ya le dije que eso no me cuadraba -dijo Danglard inclinándose hacia él-. Hasta lo de la rama, caminaba usted normalmente, titubeando. Pero, al despertar, las piernas ya no aguantaban. Y a la mañana siguiente, tampoco. Conozco, con todos sus matices, las mezclas de alcohol y sus efectos. La amnesia está muy lejos de ser sistemática y, por lo que se refiere a las piernas de algodón, la cosa no encajaba. Necesitaba otro ingrediente.

– En su propio libro -precisó Sanscartier.

– Una droga, un medicamento -explicó Danglard-, para usted como para todos los demás culpables a los que sumió en una segura amnesia.

– Luego -prosiguió Sanscartier-, el tipo viejo se levantó dejándote en el suelo. Boisvenu quiso intervenir en aquel momento, a partir de la jeringa. No le faltan huevos, por eso es vigilante nocturno. Pero no pudo. ¿Puedes decirle por qué, Adrien?

– Porque estaba atrapado, con las piernas trabadas -explicó Danglard-. Se había preparado para el espectáculo, sentado en su asiento, con el mono de trabajo bajado hasta los tobillos.

– Boisvenu se había turbado al contarlo, parecía una gallina mojada -añadió Sanscartier-. Cuando hubo terminado de arreglarse los harapos, el viejo había puesto pies en polvorosa. El vigilante te encontró en la hojarasca, con la cara llena de sangre. Te llevó hasta su pick-up, te tendió dentro y te tapó con una manta. Y esperó.

– ¿Por qué? ¿Por qué no avisó a los puercos?

– No quería que le preguntaran por qué no se había movido. Le era imposible soltar la verdad, no la podía contar. Y si mentía diciendo que se había meado en las botas o echado un sueñecito, le costaría el curro. No contratan a los vigilantes para que se meen como un perro o duerman como un oso. Prefirió callarse la boca y subirte al pick-up.

– Podía haberme dejado allí y lavarse las manos.

– Ante la ley. Pero, a su modo de ver, pensaba que dios le soltaría un buen calvario si veía que dejaba reventar a un tipo, y quiso arreglar su metedura de pata. Con la escarcha que estaba cayendo, podías helarte como un témpano. Decidió ver cómo estabas, con aquel chichón en la frente y la jeringa en el cuerpo. Saber si era un somnífero o un veneno. Lo comprobaría enseguida. Y si la cosa se ponía fea, llamaría a los cops. Te vigiló durante más de dos horas y, puesto que dormías y el pulso era regular, se tranquilizó. Cuando empezaste a dar señales de que estabas despertando, puso en marcha el pick-up, tomó la carretera y te dejó a la salida del camino. Sabía que tú ibas por allí, te conocía.

– ¿Por qué me transportó?

– En el estado en el que estabas, se dijo que no podrías subir por el sendero y que caerías de cabeza al Outaouais helado.

– Un buen tío -dijo Adamsberg.

– Quedaba una gotita de sangre seca en la trasera de su pick-up. Tomé una muestra, ya conoces nuestros métodos. El tipo no se andaba con bobadas, era tu ADN, en efecto. Lo comparé con…

Sanscartier tropezó con la palabra.

– El esperma -completó Danglard-. De modo que entre las once y la una y media de la madrugada, usted no estaba en el sendero. Estaba en el pick-up de Jean-Gilles Boisvenu.

– ¿Y antes? -preguntó Adamsberg, frotándose los fríos labios-. ¿Entre las diez y media y las once?

– A las diez y cuarto, saliste de La Esclusa -dijo Sanscartier-. A y media, tomaste el sendero. No podías llegar a la obra y al tridente antes de las once, cuando Boisvenu te vio llegar. Y no agarraste el tridente. No faltaba ninguna herramienta. El juez llevaba su arma.

– ¿Comprada en el país?

– Eso es. Seguimos la pista. Sartonna se había encargado de la compra.

– Había tierra en las heridas.

– Tienes dura la mollera esta mañana -dijo Sanscartier, sonriendo-. Pero es que no te atreves a creerlo aún. Tu diablo se cargó a la muchacha en la piedra Champlain. Le había dado una cita de tu parte y la esperaba. La golpeó por detrás, luego la arrastró una decena de metros hasta el pequeño lago. Antes de ensartarla, tuvo que romper el hielo del lago lodoso, lleno de hojas. Eso ensució las puntas.

– Y mató a Noëlla -murmuró Adamsberg.

– Mucho antes de las once, tal vez a las diez y media. Sabía hacia qué hora tomabas tú el sendero. Le quitó el cinturón y hundió, luego, el cuerpo en el hielo. Más tarde, fue a sorprenderte.

– ¿Por qué no junto al cuerpo?

– Demasiado arriesgado si alguien pasaba y quería charlar. Del lado de la obra había grandes árboles, podía esconderse fácilmente. Te golpeó en la frente, te drogó y fue a dejar el cinturón junto al cuerpo. El capitán fue el que pensó en los cabellos. Porque nada probaba que había sido el juez, ¿me sigues? Danglard esperaba que hubiera perdido algunos cabellos en los pocos metros que separaban la piedra Champlain del pequeño lago, mientras arrastraba el cuerpo. Podía detenerse para respirar, pasarse la mano por el cráneo. Tomamos muestras de la superficie hasta la pulgada y media de grosor. Había vuelto a helar, después de tu huida. Había muchas posibilidades de que los cabellos no se hubieran dispersado en el hielo. Así me encontré con seis metros cúbicos de aquel montón de mierda, hojas y ramitas. Y eso -dijo Sanscartier señalando la caja-. Al parecer tienes algunos cabellos del juez.

– Encontrados en el Schloss, sí. Mierda, Danglard, ¿Michaël? Había escondido la bolsa en mi casa. En el armario de la cocina, con las botellas.

– Cogí la bolsa al mismo tiempo que los documentos sobre Raphaël. Michaël no sabía que existiese y no la buscó.

– ¿Y qué hacía usted en la alacena?

– Buscaba algo para reflexionar.

El comisario asintió con un gesto, satisfecho de que el capitán hubiera encontrado su ginebra.

– Se dejó también el abrigo en su casa -añadió Danglard-. Encontré dos cabellos en el cuello, mientras usted dormía.

– ¿No lo tiró? ¿Su abrigo negro?

– ¿Por qué? ¿Lo quiere?

– No sé. Es posible.

– Hubiera preferido tener al demonio más que su hábito.

– ¿Por qué me acusó de asesinato, Danglard?

– Para hacerle sufrir y, sobre todo, para que aceptara usted saltarse la tapa de los sesos.

Adamsberg inclinó la cabeza. La perversidad del diablo. Se volvió hacia el sargento.

– ¿No habrás revisado solo los seis metros cúbicos, Sanscartier?

– A partir de entonces, avisé a Laliberté. Tenía el testimonio del vigilante y el ADN de la gota de sangre. Criss, me soltó un buen rapapolvo por las mentiras que le había contado sobre mis enfermedades. Puedo asegurarte que me zurró la badana y me apretó las tuercas. Incluso me acusó de haber sido tu cómplice y haberte ayudado a darte el piro. Hay que decir que yo había puesto los pies en el cepo. Pero intenté hacerle razonar y conseguí que bajara el diapasón. Porque, ya sabes, con el boss el rigor es lo primero. De modo que se le enfrió la sangre y captó que había algo en todo aquello que no cuadraba. De pronto, lo puso todo patas arriba y autorizó la toma de muestras. Y levantó la acusación.

Adamsberg miraba, sucesivamente, a Danglard y Sanscartier. Dos hombres que no le habían abandonado en ningún momento.

– No busques las palabras -dijo Sanscartier-. Regresas de muy lejos.

El coche avanzaba penosamente por los atascos de la entrada a París. Adamsberg se había sentado detrás, medio tendido en el asiento, con la cabeza apoyada en el cristal, los ojos entornados, atento a un paisaje ya conocido que desfilaba ante él, atento a la nuca de los dos hombres que le habían sacado de aquello. Se acabó la huida de Raphaël. Y se acabó la suya. La novedad y la calma eran tales que le abrumaban con una incontenible fatiga.

– No puedo creer que hayas reconstruido esa historia de Mah-Jong -le dijo Sanscartier-. Laliberté estaba pasmado, dijo que era un curro de escuadra y cartabón. Te hablará de ello pasado mañana.

– ¿Viene?

– Es normal que lo hayas olvidado, pero pasado mañana ascienden a tu capitán. ¿Lo recuerdas? Tu pez gordo, Brézillon, invitó al superintendente, para colocar juntos las piezas que faltan.

A Adamsberg le costó creer que, si lo deseaba, podía entrar aquel mismo día en la Brigada. Caminar sin su gorro polar, empujar la puerta, decir buenos días. Estrechar manos. Comprar pan. Sentarse en el parapeto del Sena.

– Busco un modo de agradecértelo, Sanscartier, y no lo encuentro.

– No te preocupes, está resuelto. Vuelvo ahora a Toronto, Laliberté me ha nombrado inspector. Gracias a tu borrachera de la hostia.

– Pero el juez se ha evaporado -dijo Danglard, sombrío.

– Será condenado en rebeldía -dijo Adamsberg-. Vétilleux saldrá de la trena y los demás también, a fin de cuentas, eso es lo que vale.

– No -dijo Danglard moviendo la cabeza-. Está la decimocuarta víctima.

Adamsberg se incorporó y puso los codos en los respaldos de los asientos delanteros. Sanscartier exhalaba un perfume de leche de almendras.

– A la decimocuarta víctima, la he agarrado por la nariz -dijo sonriendo.

Danglard le echó una ojeada por el retrovisor. La primera sonrisa de verdad, observó, desde hacía más de seis semanas.

– La última ficha -dijo Adamsberg-, es el elemento importante. Sin ella nada se ha hecho, nada está decidido y nada tiene sentido. Determina la victoria de la mano de honores, soporta todo el juego.

– Es lógico -dijo Danglard.

– Y esa ficha fundamental y valiosa entre todas será un dragón blanco. Pero un dragón blanco supremo para la conclusión, el honor por excelencia. L’éclair, es decir, el relámpago, el rayo, la luz blanca. Será él mismo, Danglard. El Tridente uniéndose a su padre y a su madre en un trío perfecto, de tres fichas, una vez consumada la obra.

– ¿Va a empitonarse? ¿Con un tridente? -dijo Danglard frunciendo el ceño.

– No. Su muerte natural cerrará la mano por sí misma. Lo dijo en su confesión, Danglard. «Ni siquiera en la cárcel, ni siquiera en la tumba, se me escapará esa última ficha.»

– Pero debe matar a sus víctimas con el jodido tridente -objetó Danglard.

– Ésta no. El juez es el tridente.

Adamsberg se tumbó en los asientos traseros y se durmió de pronto. Sanscartier le lanzó una mirada pasmada.

– ¿Se duerme a menudo así, por las buenas?

– Sólo cuando se aburre o cuando está conmovido -explicó Danglard.

LXIII

Adamsberg saludó a dos policías desconocidos que custodiaban el rellano de Camille y les mostró su identificación, con el nombre de Denis Lamproie aún.

Pulsó el timbre. Había pasado la jornada de la víspera recuperándose en soledad y en un formidable aturdimiento, experimentando la dificultad de reanudar el contacto consigo mismo. Después de aquellas siete semanas pasadas en plena tormenta de vientos cardinales, se veía lanzado sobre la arena, vapuleado, empapado y con las heridas del Tridente ya cerradas. Y también atontado y sorprendido. Sabía, al menos, que debía decirle a Camille que él no había matado. Al menos eso. Y, si encontraba un modo, le haría saber que había descubierto al tipo de los perros. Se sentía incómodo con su gorra bajo el brazo, su pantalón con trencilla, su guerrera con charreteras bordadas en plata y la medalla en la solapa. La gorra cubría, al menos, los llamativos restos de su tonsura.

Camille abrió ante la mirada de ambos policías. Les hizo una señal para confirmar que conocía al visitante.

– Dos policías velan permanentemente por mí -dijo cerrando la puerta- y no consigo ponerme en contacto con Adrien.

– Danglard está en la prefectura. Está cerrando un caso monstruoso. Los polis te custodiarán durante dos meses, por lo menos.

Yendo y viniendo por el estudio, Adamsberg consiguió contar, más o menos, su historia, omitiendo lo de Noëlla, mezclando de nuevo los alvéolos. Interrumpió su relato a la mitad.

– Encontré también al tipo de los perros -dijo.

– Bueno -respondió lentamente Camille-. ¿Y qué te parece?

– Como el de antes.

– Está bien que te guste.

– Sí, así es más fácil. Podríamos darnos la mano.

– Por ejemplo.

– Decirnos algunas palabras, de hombre a hombre.

– También.

Adamsberg inclinó la cabeza y concluyó su relato, Raphaël, la huida, los dragones. Le devolvió el reglamento del juego antes de marcharse y cerró a sus espaldas, suavemente, la puerta. El leve chasquido le chocó. Cada uno a un lado de aquella tabla de madera, viviendo en zonas disociadas, con el cerrojo corrido por sus propias manos. Sus dos relojes, por lo menos, no se soltaban, entrechocando en un acoplamiento discreto en su muñeca izquierda.

LXIV

En la Brigada todo el mundo llevaba el uniforme reglamentario. Danglard paseaba una mirada satisfecha por el centenar de personas reunidas en la Sala del Concilio. Al fondo se había preparado un estrado para el discurso oficial del jefe de división, hoja de servicio, cumplidos, concesión de la nueva medalla. Seguiría su propio discurso, agradecimientos, alguna pizca de humor y emoción. Luego abrazos con todos los colegas, relajación general, manduca, bebida y ruido. Vigilar la puerta, esperando la entrada de Adamsberg. Era posible que el comisario renunciara a poner de nuevo los pies en la Brigada en un ambiente tan formal y festivo.

Allí estaba Clémentine, con su vestido de flores más hermoso, acompañada por Josette, con un traje sastre y zapatillas deportivas. Clémentine se sentía muy cómoda, con el cigarrillo en los labios, al haber encontrado de nuevo a su brigadier Gardon que, tan cortésmente, le había prestado, una vez, un juego de naipes que ella no había olvidado. La frágil hacker, la valiosa forajida sumergida en aquel mundo de pasmas, permanecía pegada a Clémentine, sujetando la copa con ambas manos. Danglard había velado por la excelencia de la calidad del champán y lo había encargado en exceso, como si hubiera querido que la velada fuese lo más intensa posible, llenándola de esas burbujas tan finas que corrían por allí como otras muchas partículas excepcionales. Para él, aquella ceremonia no era tanto la de su ascenso como la del final del tormento de Adamsberg.

El comisario hizo una discreta aparición en la puerta y, por unos segundos, Danglard se sintió contrariado al ver que ni siquiera se había puesto el uniforme. Rectificó de inmediato al ver al hombre avanzar, vacilando entre la multitud. Aquel tipo, de hermoso rostro moreno y rasgos huesudos, no era Jean-Baptiste sino Raphaël Adamsberg. El capitán comprendió cómo había podido funcionar el plan Retancourt a veinte pasos de los puercos de Gatineau. Se lo indicó con el dedo a Sanscartier.

– Él -dijo-. El hermano. El que está hablando con Violette Retancourt.

– Ahora entiendo que pudiera tomarles el pelo a los colegas -dijo Sanscartier sonriendo.

El comisario siguió de cerca a su hermano, con la gorra encasquetada en la tonsura. Clémentine le evaluó sin discreción.

– Ha ganado tres kilos, Josette mía -dijo con orgullo por la obra realizada-. Le sienta bien su uniforme azul, está guapo.

– Ahora que ya no hay filtros, no caminaremos más, juntos, por los subterráneos -dijo Josette lamentándolo.

– No te apenes. Los policías, por su profesión, no hacen más que recoger pejigueras. La cosa no ha terminado, puedes creerme.

Adamsberg estrechó los brazos de su hermano y lanzó una mirada a su alrededor. A fin de cuentas, aquel modo de reintegrarse en la Brigada, de pronto, frente a todos sus oficiales y brigadieres al completo, le convenía. En dos horas, todo habría acabado: reencuentros, preguntas, respuestas, emociones y agradecimientos. Mucho más simple que con un lento peregrinar de hombre a hombre, de despacho en despacho, entre charlas confidenciales. Soltó los brazos de Raphaël, hizo una señal de connivencia a Danglard y se reunió con la pareja oficial formada por Brézillon y Laliberté.

– Hey, man -le dijo Laliberté dándole una palmada en el hombro-. Metí la pata hasta la ingle. Meando fuera de tiesto. ¿Puedes aceptar mis excusas por haberte acosado como a un maldito killer?

– Todo te lo hacía creer -dijo Adamsberg sonriendo.

– Estaba hablando de muestras con tu boss. Vuestro laboratorio ha estado haciendo overtime para que todo estuviera listo esta tarde. Incluso los pelos, man. Los de tu diablo del carajo. No quise creerlo, pero tú andabas en la buena dirección. Un curro de escuadra y cartabón.

Desconcertado por la familiaridad de Laliberté, Brézillon, muy chapado a la antigua con su uniforme, estrechó rígidamente la mano a Adamsberg.

– Me satisface verle vivo, comisario.

– De todos modos nos la jugaste al largarte con aquellas pintas -interrumpió Laliberté sacudiendo vigorosamente a Adamsberg-. Para serte sincero, te aseguro que me subí por las paredes.

– Ya lo imagino, Aurèle. Tú no tienes puerta trasera.

– No te preocupes, no te lo reprocho. Right? Era el único modo de encontrar lo de tu rama. Tienes la cabeza bien puesta sobre los hombros para ser alguien que anda siempre en las nubes.

– Comisario -intervino Brézillon-. Favre ha sido trasladado a Saint-Étienne, bajo control. Sin consecuencias por lo que a usted se refiere. Insistí en lo de una simple intimidación. Aunque no sea lo que creo. El juez le había dado ya un repaso. ¿Me equivoco?

– No.

– Le pongo en guardia, pues, para el futuro.

Laliberté tomó a Brézillon del hombro.

– No te alarmes -le dijo-. No puede haber otro diablo como su demonio del carajo.

Molesto, Brézillon se libró de la manaza del superintendente y se excusó. El estrado le aguardaba.

– Aburrido como la muerte, tu boss -comentó Laliberté, haciendo una mueca-. Habla como un gran libro, rígido como si hubiera cagado una columna. ¿Siempre es así?

– No, a veces apaga su colilla con el pulgar.

Trabelmann se acercaba a él con paso decidido.

– Se acabó su recuerdo de infancia -dijo el comandante estrechándole la mano-. A veces los príncipes pueden escupir fuego.

– Los príncipes oscuros.

– Los príncipes oscuros, simplemente.

– Gracias por estar aquí, Trabelmann.

– Siento lo de la catedral de Estrasburgo. Sin duda estaba equivocado.

– No lamente nada, sobre todo. Me acompañó a lo largo de todo el viaje.

Adamsberg advirtió, examinando la catedral, que el zoo había abandonado el lugar, incluso el campanario, las altas ventanas, las ventanas bajas y el pórtico. Las bestias habían regresado a sus lugares habituales, Nessie a su lago, los dragones a los cuentos, los labradores a las fantasías, el pez a su lago rosa, el boss de las ocas marinas al Outaouais, y el tercio del comandante a su despacho. La catedral era de nuevo la pura joya del arte gótico que se elevaba libremente hacia las nubes, mucho más alta que él.

– Ciento cuarenta y dos metros -dijo Trabelmann tomando una copa de champán-. Nadie puede alcanzarlos. Ni usted ni yo.

Y Trabelmann soltó una carcajada.

– Salvo en los cuentos -añadió Adamsberg.

– Evidentemente, comisario, evidentemente.

Terminados los discursos y condecorado Danglard, la Sala del Concilio se llenó de efusiones, discusiones, voces y gritos realzados por el champán. Adamsberg fue a saludar a los veintiséis agentes de su brigada que, desde su huida, le habían estado esperando casi sin aliento durante veinte días, sin que ninguno se hubiera inclinado por la acusación. Escuchó la voz de Clémentine, que estaba rodeada por el brigadier Gardon, Josette, Retancourt, a quien Estalère pisaba los talones, y Danglard, que supervisaba el nivel de las copas para llenarlas en cuanto las consideraba en quiebra.

– Cuando decía que ese fantasma estaba bien agarrado, ¿no tenía yo razón? ¿De modo que es usted, niña mía -añadió Clémentine volviéndose hacia Retancourt-, la que se lo puso bajo las faldas, ante las narices de toda la pasma? ¿Y cuántos eran?

– Tres, en seis metros cuadrados.

– ¡Fue una suerte! Un hombre así puede levantarse como una pluma. Siempre he dicho que las ideas más sencillas son, a menudo, las mejores.

Adamsberg sonrió, Sanscartier se reunió con él.

– Criss, es un gusto ver todo esto -dijo Sanscartier-. Todo el mundo se ha vestido de veintiún botones, ¿no? Estás muy guapo con tu forty-five. ¿Qué son esas hojas de plata en tu charretera?

– No son de arce. Son de roble y de olivo.

– ¿Qué significan?

– La Sabiduría y la Paz.

– No me lo tomes en cuenta, pero yo no diría que eso te convenga. La inspiración sería mejor, y no lo digo para que te devanes las meninges. De todos modos, no hay hojas de árbol para representar eso.

Sanscartier entornó estudiosamente sus ojos de bueno en busca de un símbolo de la inspiración.

– Hierba -sugirió Adamsberg-. ¿Qué te parecería la hierba?

– ¿O los girasoles? Pero parecería bobo en los hombros de un puerco.

– Mi intuición es, a veces, pura mierda, como dirías tú. Mala hierba.

– ¿Es posible?

– Ya lo creo. Y a veces mete la pata hasta el fondo. Tengo un hijo de cinco meses, Sanscartier, y sólo lo comprendí hace tres días.

– Criss, ¿perdiste el tren?

– Por completo.

– ¿Fue ella la que te dio boleto?

– No, yo.

– ¿No estabas ya enamorado?

– Sí. No sé.

– Pero corrías detrás de las chicas.

– Sí.

– Entonces la engatusabas y la cosa dolía a tu rubia.

– Eso es.

– Y luego, en un momento dado, te cagaste en tu palabra y te diste el piro sin la menor cortesía.

– Nadie podría decirlo mejor.

– ¿Y por eso te agarraste aquella borrachera en La Esclusa?

– Entre otras cosas.

Sanscartier bebió de un trago su copa de champán.

– No te lo tomes como algo personal, pero si la cosa sigue saltando en tus tripas es que estás hecho un buen lío. ¿Vas siguiéndome?

– Muy bien.

– No soy adivino, pero yo diría que te agarraras con ambas manos a tu lógica y encendieras todas tus luces.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Ella me mantiene a distancia porque soy un peligro de la hostia.

– Bueno, si te apetece recuperar su confianza, siempre puedes probarlo.

– ¿Y cómo?

– Bueno, como en la obra. Arrancan los troncos muertos y plantan arces.

– ¿Cómo?

– Como acabo de decirte. Arrancan los troncos muertos y plantan arces.

Sanscartier dibujó con el dedo unos círculos en su sien, como para decir que la operación exigía reflexión.

– ¿Siéntate encima y dale vueltas? -le dijo Adamsberg sonriendo.

– Eso es, tío.

Raphaël y su hermano regresaron a pie a las dos de la madrugada, con el mismo paso, al mismo ritmo.

– Me voy al pueblo, Jean-Baptiste.

– Te sigo. Brézillon me ha concedido ocho días de vacaciones obligatorias. Al parecer estoy trastornado.

– ¿Crees que los chiquillos seguirán haciendo estallar sapos, allí, junto al lavadero?

– Sin duda, Raphaël.

LXV

Los ocho miembros de la misión de Quebec habían acompañado a Laliberté y Sanscartier hasta Roissy, al vuelo de las dieciséis cincuenta hacia Montreal. Era la sexta vez, en siete semanas, que Adamsberg se hallaba en aquel aeropuerto, y con seis estados de ánimo distintos. Al reunirse bajo el panel de las llegadas y las salidas, se sintió casi extrañado de no encontrar a Jean-Pierre Émile Roger Feuillet, a quien de buena gana habría estrechado la mano. Un buen tipo el tal Jean-Pierre.

Se había alejado unos metros del grupo con Sanscartier, que quería darle su chaqueta especial para la intemperie, con doce bolsillos.

– Pero cuidado -explicaba Sanscartier-. Es una chaqueta cojonuda, porque es reversible. Por el lado negro, estás bien abrigado, y la nieve y el agua te corren por encima sin que las sientas. Y por el lado azul, te ven muy bien en la nieve, pero no es impermeable. Puedes mojarte. De modo que, según tu humor, te la pones de un modo o del otro. No te lo tomes como algo personal, es como en la vida.

Adamsberg se pasó la mano por sus cortos cabellos.

– Comprendo -dijo.

– Tómala -prosiguió Sanscartier poniendo su chaqueta en los brazos de Adamsberg-. Así no me olvidarás.

– No hay ningún peligro -murmuró Adamsberg.

Sanscartier le golpeó el hombro.

– Enciende tus luces, toma tus esquís y sigue las huellas, tío. Y bienvenido.

– Saluda a la ardilla de guardia por mí.

– Criss, ¿te fijaste en ella? ¿En Gérald?

– ¿Así se llama?

– Sí. Por la noche, se cuela en el agujero del canalón, que está cubierto de antihielo. Astuto, ¿no te parece? Y de día quiere sernos útil. ¿Sabes que ha tenido algunas penas?

– No sé nada. También yo estaba en un agujero.

– ¿No te fijaste en que estaba con una rubia?

– Claro.

– Pues bien, la rubia, en un momento dado, abandonó la partida. Gérald se quedó hecho un trapo, se pasaba todo el día metido en el agujero. De modo que al anochecer, en casa, yo le machacaba unas avellanas y, por la mañana, se las ponía junto al canalón. Tres días después, acabó cediendo y salió a alimentarse. El boss preguntó gritando quién era el tonto que llevaba avellanas a Gérald, pero cerré la boca, como te puedes imaginar. Me llamaba de todo ya, con lo de tu asunto.

– ¿Y ahora?

– No estuvo mucho tiempo en el dique seco, volvió al curro y la rubia también regresó.

– ¿La misma?

– Ah, eso no lo sé. No es fácil distinguir a las ardillas. Salvo a Gérald, lo reconocería entre mil. ¿Tú no?

– Creo que sí.

Sanscartier le sacudió de nuevo el hombro y Adamsberg, lamentándolo, dejó que se alejara por la puerta de embarque.

– ¿Volverás? -le preguntó Laliberté estrechándole con fuerza la mano-. Estoy en deuda contigo y me complace decírtelo. Cuando te sientas bien ven a ver, de nuevo, las hojas rojas y el sendero. No es ya un maldito sendero, y puedes volver a pisarlo cuando quieras.

Laliberté sujetaba la mano de Adamsberg en su férreo puño. Por la mirada del superintendente, donde nunca había encontrado más que tres expresiones, la calidez, el rigor y la cólera, pasaba una neblina meditativa que transformaba su rostro. Siempre hay algo más bajo la superficie de las aguas, pensó recordando el lago Pink.

– ¿Quieres que te diga algo? -prosiguió Laliberté-. Tal vez también entre los cops haga falta gente que juegue con las nubes.

Soltó su mano y se retiró. Adamsberg siguió con la mirada su espalda maciza que se alejaba entre la multitud. Distinguía aún, a lo lejos, la cabeza de Sanscartier el Bueno. Le habría gustado tomar una muestra de su bondad, en una caja, para ponerla en un medallón de papel y, luego, en un alvéolo, e inyectárselo más tarde en las briznas de su ADN.

Los siete miembros de la brigada se dirigían a la salida. Escuchó la voz de Voisenet que le llamaba. Se volvió y se reunió con el grupo que caminaba con lentitud, llevando el abrigo con forro del sargento en sus hombros.

Toma tus esquís y sigue las huellas, amontonador de nubes.

Y siéntate encima, man.

Y da vueltas luego.

Notas

«Rigor, rigor y rigor, no conozco otro medio de tener éxito» se ha extraído de un anuncio televisivo de Quebec para la UQAM (Universidad de Quebec en Montreal), Quebec, 2001-2002.

El modo de operar y las formulaciones científicas referentes al tratamiento de las huellas genéticas en Canadá se han tomado de «El banco de datos genéticos de la GRC sirve de modelo mundial», en La Gazette, vol. 62, n.° 5/6, publicaciones de la Gendarmería Real de Canadá, 2000.

El Banco Nacional de Datos Genéticos de Canadá tiene su sede en la Dirección General de la GRC en Ottawa. La «delegación» situada en el parque federal del Gatineau es una invención de la autora.

Fred Vargas

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