Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

Francisco Umbral

Ramón Y Las Vanguardias

© 1978

PRÓLOGO

Lo que acontece es que, en España, llevamos bastantes años -como que pueden contarse por centurias- admitiendo la poesía a contrapelo, sin hallar la manera de que se le haga lugar en el cuadro de las profesiones honorables, salvo si, como antaño, se consume en panegíricos, porque, en tal caso, no suele haber inconveniente para hallarle acomodo en un rincón y destinarle unas migajas. Mas la edad de la alabanza ya ha pasado. Hoy, a la literatura, le da por la acidez y la crítica, por ver las cosas como son y no como conviene que sean, y cuando no se ven así, se dispara el escritor por las alturas y se pone a inventar por cuenta propia mundos, que no se entienden y que no sirven para nada. Y eso, como lo otro, es salirse del juego. De manera que, siendo al parecer inevitable que algunos ciudadanos con cédula de tales (aunque a veces sin ella), se les ocurra escribir, y como no siempre es posible ponerlos de patitas en la calle, léase en la frontera, o librarse de su presencia por cualquier otro medio expeditivo, pues hagámosles el menor caso posible y vivamos como si no existieran, que ya les llegará su hora, o, mejor dicho, la nuestra en relación con ellos. Se exceptúan, por supuesto, de estas medidas, todos los que de un modo u otro, con el verso o la prosa, cultiven el piropo en sus formas disimuladas o directas o, dicho de otra manera, se manifiesten de acuerdo con todo cuanto sostiene eso que los anglosajones llaman el establishment y que aquí se llamaría propiamente el cotarro. Y tanto mejor si, además de estar de acuerdo, lo ensalzan, lo defienden o lo sirven con palabras u obras; para ellos será el reino de los cielos, representado en este mundo por bicocas y otras clases de ganancias, por estatuas y otras clases de glorias. Los que no estén de acuerdo, pues, ya se sabe, a vegetar y a reconcomerse, a sacar los pies del plato si les da por ahí, a morirse de asco en ciertos casos, y a veces a cantar la palinodia a causa de las cornadas que da el hambre. Aunque los haya resistentes. La sociedad a que pertenecen, o que constituyen, tuvo en tiempos mucho de brillante y atractiva, pero sus luces se fueron apagando y ya no quedan más que los defectos: la envidia, la maledicencia, el navajazo, cuando no el dogmatismo, la intolerancia y la mediocridad instalada (al igual que los otros, sólo que al revés).

Pero a veces sucede que un escritor se recresta y dice que no. Ese tipo es impensable en Francia, donde se puede, ¡ya lo creo!, llevar la contraria a la sociedad, pero cuando se tiene detrás un sistema metafísico propio o una organización política, pues, de lo contrario, los improperios lo mismo que las extravagancias no saldrán de tu barrio. En cambio, en Inglaterra, se suele dar, porque tampoco allí el estatuto del escritor es satisfactorio: de ahí Bernard Shaw u Oscar Wilde. Pero no hay más que recordar el destino de este último para advertir cómo las gastan los ingleses cuando las paradojas de los paradojistas les llegan a lo vivo. Lo que sucede es que a los ingleses les queda siempre el recurso de emigrar. A poca suerte y talento que tengan, pueden vivir de la pluma, y la divisa nacional, aunque no mueve montañas, no ha perdido jamás la capacidad adquisitiva. El escritor español carece de ese recurso. Salvo excepciones, la pluma da para poco, y son escasos los que alcanzan un acomodo estable y digno más allá de las fronteras sin pérdida de la savia que asciende de la tierra propia. Hay que apencar con el país y con su sociedad. Y, entonces, se produce a veces el milagro de que un escritor la tome por montera, la desdeñe de manera evidente, conculque alguno de sus principios más queridos, practique la transgresión: ni más ni menos que algunos duques o algunas bailarinas con los que se empareja. Y lo asombroso es que la sociedad, a veces, lo tolera, y hasta llega a divertirse, si bien el escritor haya de andarse con cuidado, pues a la menor distracción, ¡zas!, caerá con todo el equipo.

Será cosa de poner unos ejemplos, a modo de ilustraciones. Varios, porque hay entre ellos diferencias importantes. Breves, sin embargo -menos uno, claro.

El primero es el de don Ramón del Valle-Inclán. Este logró mantenerse en sus trece gracias a su capacidad de resistencia al hambre, gracias a la inmensa capacidad de aguante que le dio la conciencia de sí mismo. Otro de su cuerda, sujeto de este libro, Ramón Gómez de la Serna, le llamó «la última máscara de a pie de la calle de Alcalá», con lo cual no sé si quiso hacer una greguería o definir a don Ramón. Se quedó a la mitad del camino, más bien, ya que únicamente lo definió en su aspecto físico. La facha de don Ramón no era más que el signo visible de su disconformidad y menosprecio de la sociedad a la que pertenecía, a la que insultó de palabra y con algún que otro corte de mangas, y, de obra, en bastantes de las suyas. Pero dejar su caso tan ligeramente despachado no es más que abreviar trámites y escurrir el bulto, pues lo tengo por bastante más complejo. En primer lugar, don Ramón no era una máscara ni mucho menos, y de su aspecto lo primero que conviene registrar es el atildamiento, realizado, sin embargo, de acuerdo con una estética no conformista y con un patrón personal, en el que concurrían algunos elementos tradicionales del dandi y otros del bohemio: Valle-Inclán realizó, en su aspecto, la conjunción de entrambos «tipos» en un momento, precisamente, en que parecían morir, pues los artistas y escritores del siglo veinte habían renunciado a cualquier señal externa, fuera de uniformidad o de extravagancia, de su dedicación: se distinguían, si acaso, por el uso y a veces el abuso de los atuendos más modernos, con lo cual resolvían, por las buenas, una cuestión que el siglo diecinueve había planteado; con la cual al mismo tiempo renunciaban, al menos de momento, a que su particular situación dentro de la nueva sociedad quedase suficientemente clara y formulada (lo que sólo duró unos años, pocos; las cosas cambiaron pronto). Valle-Inclán no consideró indispensable esta renuncia, y murió como había vivido: con un «no» ruidoso a la conducta y al atuendo de los burgueses. O, dicho de otra manera: no renunció jamás a su inicial posición de contemplador de la realidad desde una si-tuación superior, en la cual se cimentaron su estética lo mismo que su moral (que acaban, como es sabido, confundidas en una y la misma cosa). Para quien tan elevado se sitúa, resulta difícil establecer diferencias entre lo que le queda por debajo, y así, lo mide todo por el mismo rasero, sean los hombres, sean las palabras. Y como es hombre de trato profesional con estas últimas, escoge precisamente aquellas que le pueden servir para mostrar su desprecio por los hombres y por las cosas. La palabra esperpéntica es, por definición, definidora. A mi amigo Paco Umbral le gusta (y lo repite) citar en apoyo de su manipulación poética del lenguaje vulgar el ejemplo de Valle y alguno de los casos en que se muestra: la palabra «durandarte», por ejemplo, en vez de duro, lo cual apareció en las letras cargado de precedentes, y no ya el de Quevedo, que es otra cosa, sino el de Espronceda, muy leído por Valle: pues bien, «durandarte» define el duro y muestra la desestima en que le tiene Valle. Y se podían poner otros ejemplos; pero como no quiero repetirme, remito al lector a mi ensayo «Dilucidación del esperpento», publicado en el volumen Teatro español contemporáneo, segunda edición. Habrá que pedirlo en préstamo a un amigo, por estar agotado y por no darme la gana de reeditarlo, al menos de momento.

La conducta pública de Valle fue una polémica ininterrumpida contra la sociedad: inútil, por supuesto, como lo son siempre esta clase de batallas, pues a la sociedad no la suelen cambiar las sátiras literarias ni las prédicas morales: cambia sin darse cuenta con el tiempo y un palito, y, si llega a darse cuenta, ¡hay que ver cómo se pone, y las que arma! Saberlo parecería motivo suficiente para que el escritor renunciase al ejercicio del escalpelo, singularmente de lo que se endereza contra las poderosas e informes abstracciones. Pero el escritor no es de distinta pasta que el resto de los hombres, entre cuyas actividades podemos o podríamos señalar unas cuantas constantemente ejercidas y absolutamente inútiles: todas aquellas que tratan de combatir el mal en cualquiera de sus formas y muy especialmente las que se limitan a combatir la estupidez. Lo que sí sucede, en cambio, es que algunos artistas (de la palabra), sin renunciar a una clara visión de la realidad, la despojan de su contenido moral y, por supuesto, de toda intención modificadora. Deberían ser más de los que son, por cuanto su actitud tiene mucho de científica, o se asemeja a la del científico, que da testimonio de lo que ve y deja al técnico el resto. Pero acontece más veces de las que algunos desearan que los descubrimientos del científico, como los del escritor, no sirven absolutamente para nada, aunque, en algunos casos, al invento hayan acompañado esperanzas infinitas. ¿Qué consecuencias, en todos los órdenes de la actividad humana, no se le pronosticaron al evolucionismo darwiniano, tanto por los que lo propugnaban como por los que lo combatían? Ni tan siquiera la historia de Adán y Eva destruyó, por cuanto fue inmediatamente recuperada como mito, es decir, como símbolo y significante de un hecho desconocido, y restituida a su anterior posición en el sistema. A la postre, además, da igual que nos hayan precedido una larga evolución biológica o la operación artística de modelar unas pellas de barro. ¡Qué digo yo! Tratándose de Dios, que es razonable, parece más encajada y lógica la elección de un procedimiento racional y paulatino, como es el de la evolución, que el de un milagro demasiado rápido, como hubiera sido el del barro. Es cierto que el evolucionismo nos impide creer en la literalidad del texto bíblico; pero, cuando Darwin lo formuló, en ese texto ya no creía nadie con dos dedos de frente.

En fin, me he desviado, no sé por qué. Quería decir que ciertos escritores, poco inclinados a la sátira moral, pero menos aún al panegírico o a la literatura revolucionaria; incompatibles, sin embargo, con la sociedad y por tanto nada dispuestos a integrarse en ella, pero tampoco a repetir el talante de los bohemios, se limitaron a ejercer la visión objetiva en sus letras y la excentricidad en su conducta. ¿Queda, así, definido el caso de Gómez de la Serna? También es más complejo, creo yo; también excede a tan escuetas coordenadas. La objetividad de su visión del mundo sería una mitad, pero nos queda la otra, la de su conducta social y humana, que ni se ocultó en el anónimo ni se ejerció en el desplante, menos aún en el escándalo. Ramón Gómez de la Serna nunca podría ser definido como máscara de las de a pie, ya que nada de su facha o de su atuendo le enmascara: no es, sin embargo, corriente. ¿Cuál será el quid?

Veamos. Es un hombre de talla media que viste como todo el mundo (es lo que hacen los escritores de su generación); tirando a gordo, pero sin serlo. Con un cabello regularmente cortado, aunque con una onda que le cae sobre la frente. Se habla de un monóculo que escasas veces usó, y sólo en un principio. Se reúne en un café con algunos amigos, y tiene la suerte de que uno de ellos, pintor, haga un retrato de aquella peña con él -Ramón- como eje de la composición. Como ya es mayorcito para vivir en casa, alquila, en una calle cara de Madrid, el piso de una torre, y allí se rodea de sus cosas, que son todas las que va encontrando en su camino y que por algo le llaman la atención. La conjunción Madrid-piso-cachivaches le satisface por entero, le sirve de marco único para su «realización», puesto que la repite, o intenta repetirla, en Buenos Aires, en Nápoles y en Estoril. Pero sucede con bastante frecuencia que cualquier hombre, no precisamente un escritor, lo que busca y no siempre halla es un piso que le vaya bien y en el que meter sus cosas. De modo que la diferencia estribará en las cosas, y yo creo que la singularidad de Ramón consiste precisamente en su especial relación con ellas. ¿Es distinta a la de los demás hombres? Quizá. Nosotros, los corrientes, nos rodeamos de cosas útiles, de las que nos servimos, y de ciertos objetos inútiles, o que se tienen por tales porque no son indispensables para un modo de vivir esquemático, mínimo, según el criterio de los funcionarios de Hacienda, que en seguida las consideran como un lujo. Pero a la postre resulta que son útiles también, que a su usuario le sirven de algo o para algo, que no las posee y mantiene por irracional capricho. ¿Son de éstas las de Ramón? Cuadros, porcelanas, objetos decorativos; o bien colecciones de sellos, de pipas, de vitolas. No. Las de Ramón no son de éstas, sino, por ejemplo, el chuzo de un sereno (pronto habrá que explicar a la gente lo que fueron los serenos, lo que eran los chuzos), un maniquí femenino, varios espejos raros, globitos de colores, recortes de periódicos… Y todo lo que se quiera añadir de cuanto generalmente se arroja al cajón del polvo. ¿Será que Ramón tuvo alma de basurero? No es eso, no. Aunque a primera vista no sea fácil dilucidar para qué quiere estas cosas, qué hace con ellas, convendría esperar a una segunda visita para tomar posiciones. Y esa segunda visita tiene que partir de algunos supuestos. Por ejemplo, les hemos llamado «cosas». «Cosas» es la palabra comodín de que se valen el escritor y la gente cuando ignoran o les estorba el nombre de los objetos, pero también cuando éstos son sustraídos al orden, al sistema al que pertenecen y considerados en sí mismos. El agua de un sifón se inserta en el orden o sistema de las bebidas refrescantes, subclase de las carbónicas, y dentro de él encuentra su precisión, su definición y su sentido, aunque también los recibe en el orden de la química aplicada. Un pie humano, por su parte, se incluye en otro orden, el de los órganos, precisamente en los de la locomoción, al menos mientras el automóvil permanezca en su etapa prehistórica y no lo sustituya por completo: fuera de ellos, únicamente puede ser un resto macabro, el testimonio parcial de un crimen, la materia de una broma de mal gusto, el objeto de una adoración fetichista, un exvoto. Pero, véase bien, en cualquiera de esos casos ha adquirido distinta y nueva significación, se le ha sacado de su orden o sistema propios, se le ha incluido en otro que por naturaleza no es el suyo, pero al que puede pertenecer sin repugnancia racional. No es, pues, todavía «cosa». Para que sea cosa, repito, ha de quedarse en offside, o, como decimos aquí, a la luna de Valencia.

Recordemos así mismo, que de estos dos objetos, el agua de sifón y el pie humano, el que posee sabor, un sabor peculiar y conocido, es el primero; el pie, en todo caso, sabrá a carne humana, como el brazo o las nalgas (acaso me equivoque, pero no me repugna confesar mi incompleta experiencia de la antropofagia), pero es sabor que, en general, se ignora. Es conocida, en cambio, la sensación del pie cuando se duerme; quiero decir, cuando parece colmado de burbujas a causa de un incompleto o insuficiente riego sanguíneo: nunca parece el pie menos pie que en tales casos, jamás es menos apto para conducirnos y sostenernos. Pues bien: Ramón Gómez de la Serna escribe un día: «El agua de sifón sabe a pie dormido»: afirmación, desde luego, tan insólita como inesperada, para llegar a la cual han tenido que verificarse determinadas operaciones mentales: la una, la específicamente cosificadora, al extraer a estos objetos de sus sistemas, al dejarlos, como se dijo, «a la luna de Valencia», les ha privado de toda significación, les ha arrebatado un posible mensaje, les ha hecho aptos para ser cualquier cosa y significar cualquier cosa. El agua de sifón, rica hasta ahora en notas o cualidades, las ha perdido todas, aunque le haya quedado el soporte de una de ellas, algo así como el pedúnculo en que se asienta el sabor, por vacío de la nota misma; un pedúnculo a cuya extremidad, digamos semejante a una ventosa, puede adherirse algo no necesariamente sabroso, algo posiblemente insípido, pero que en seguida adquirirá sabor porque para eso está el pedúnculo ahí: lo imagino flotante con el rumbo perdido, como una de esas patas de moscas que vemos los miopes constantemente, que nunca van a ninguna parte, pero que jamás se aquietan. ¿Va a suceder que el tal pedúnculo transfiera el sabor del agua de sifón al primer objeto atrapado? Se acerca como consecuencia lógica, sobre todo si el objeto de la caza es insípido. Pues, no: sucede justamente lo contrario. Cuando el pedúnculo alcanza a rozar el pie dormido y se adhiere a él con terquedad de lapa, el agua sabe a pie. Claro que yo he intentado explicar la operación de manera sencilla y como quien dice por imágenes y movimientos elementales; pero si se le confía a un experto en retórica, ¡la de procesos metafóricos y metonímicos de que habrá que echar mano hasta dejar cubiertas y explicitadas sus delicadas etapas! En ella, en la explicación, sería necesario insistir en la palabra «sabe», que es la que actúa de pedúnculo, que es la que opera el milagro de aproximación y transfusión entre el agua y el pie, o, más exactamente, entre lo que caracteriza a aquélla como de «sifón» y a éste como «dormido», es, a saber, el cosquilleo y las burbujas. Pero no sería lo mismo decir que «el pie se parece al agua de sifón en que el cosquilleo es como una especie de burbujas», por ejemplo: esto no pasaría de vulgar comparación, cualquiera sería (y es) capaz de descubrirlo. Lo de Gómez de la Serna, lo que él hace, pertenece a un orden poético más elevado -por una parte-, y por otra des-cubre o revela una mente distinta, extraña, una mente especialmente capacitada para la invención y formulación adecuada de verdades inusuales, aunque impertinentes. Porque lo curioso de todo esto es que, como todo el mundo sabe, el agua de sifón sabe a pie dormido DE VERDAD, y en esta verdad consiste lo grave, lo transgresor, lo peligroso además de peliagudo. Porque el trato humano -o el contrato social, como se prefiera- autoriza el conocimiento y uso de ciertas verdades, mas no de todas, y decreta indecentes el uso y conocimiento de las restantes. Todo aquel a quien alguna vez se le ha dormido un pie y ha bebido del agua de un sifón, sabe que ésta sabe a pie dormido, pero se lo calla, no lo diría jamás por respeto a la convención general que rige el mundo. Contempla, por tanto, con desconfianza a quien se atreve a proclamarlo, y más aún a quien no se contenta con eso, sino que proclama también innumerables verdades del mismo orden, y, encima, las titula greguerías, que no quiere decir nada. Clara u oscuramente, el lector, aunque se divierta, intuye que el autor de aquellas frases que a veces tacha de rebuscadas se parece a su modo y coincide en bastantes aspectos (sobre todo en los peligrosos) con el introductor del materialismo dialéctico o con el descubridor del complejo de Edipo: gente toda que hace tambalear las mejor cimentadas estatuas de los foros y de las conciencias. Y lo menos que hace -el lector- es recibirlo de uñas, aunque las esconda. El autor, nuestro Ramón, sin embargo, si es peligroso (y eso habría que ponerlo en claro), no practica la estridencia, se porta de manera apacible, aunque excéntrica; inofensiva, aunque chocante. No se le ocurre, por ejemplo, denunciar (aunque sea sonriendo) la inmoralidad, como hace en su tiempo don Jacinto Benavente: él se detiene y entretiene con detectar cualidades menos aparatosas, como la cursilería, y no acusando, sino señalando y describiendo: Los cursis y las cursis, Los senos de la cursi, se diferencian de Lo cursi, de Benavente, como un tratado de anatomía de un catecismo de higiene.

(Y, a propósito, muy a propósito, no resisto a la tentación de consumir un excurso en el subtema de «Ramón y sus relaciones con la cursilería»; las cuales fueron muy sui géneris, quiero decir singulares y acaso también extravagantes. Por lo pronto, gozó de un especial olfato para descubrirla, como perro que husmea el gazapo, y en sacarla a relucir, como el mismo perro con el gazapo en las fauces. Después la excluye de sí mismo, pudoroso: de su persona, de su atuendo, de su manera de escribir; pero esto no puede hacerse de modo tan radical como él lo hizo, como lo hicieron otros, sin arrancarse «pedazos del corazón», porque son cursis muchas cosas amadas, familiares, personales, y el dolor que así resulta corre el riesgo de ser cursi también. Hay escritores que asumieron lo cursi, llámense Proust o Juan Ramón Jiménez; lo asumieron y asimilaron por medio de una operación estética que no le cambió la naturaleza a lo cursi, sino el lugar en el sistema. Otros, incapaces, buscaron soluciones tajantes. Joyce, por ejemplo, resolvió su problema particular reduciendo el Eros a grosería y cantando arias de ópera, que ya está bien: arias que no se aguantan ni a los profesionales. Ramón, por su parte, busca una solución menos dramática y nada espectacular, una solución inteligente: acumula en una persona del sexo opuesto, próxima a él, toda la cursilería entrañable, y para no excluirla del todo de su vida, por no objetivarla y dañarla [puesto que objetivar es negar el amor], mantiene un puesto por el que mana esa corriente sentimental y ese puente suele ser su corbata. Ramón usaba frecuentemente corbatas cursis, y ¿existe o ha existido algo que lo sea más que aquel maniquí en cuya intimidad vivía? Fue fotografiado varias veces, y es posible comprobarlo. Las mujeres que pasaron por la vida de Ramón, quizá adorables, no fueron menos cursis; pero él y su literatura quedaron incontaminados.)

Continúo: Lo cursi, de Benavente, detrás de su intención satírica, y como soporte de ella en el sentido de ser lo que la hace tolerable al público, mantiene la afirmación de que lo cursi coincide con lo virtuoso en una misma y sola cosa, y que sólo determinados intereses temporales, quiero decir más bien transitorios, lo convierten en risible, si bien una operación mixta de inteligencia y bondad baste por sí sola para restaurar el buen orden. Esta proposición (como otras muchas de idéntica estructura) tranquiliza inmediatamente al espectador, quien, por una parte, es cursi, ama lo cursi, vive en él sumergido, y no es capaz de detectarlo como tal, y, por la otra, acata las convenciones que decretan la ridiculez de la cursilería, las pone en práctica, y hace como si, obediente, se riera. Y todo va bien mientras subsisten, efectivas, las mencionadas convenciones, cuya formulación contiene, además, la lista de lo cursi (como de lo kitsch, o de lo in, o de lo que sea). Pero su vigencia, como la de ciertas leyes, es pasajera: nuevas formulaciones y nuevas enumeraciones sustituyen a la anterior, el ciclo se repite, el que no ha perdido la flexibilidad cambia de gustos, y a otra cosa: es decir, que todo va bien mientras no aparezca un catálogo ex-haustivo, no de lo que es cursi, kitsch o in temporalmente y por decreto, sino perennemente y por naturaleza. ¡Ay! Entonces, las taxinomias [1] se desmoronan, y un catador o connaisseur puede afirmar sin temor a equivocarse, a la vista de sus cejas depiladas y de algún que otro escritor menor, que Roland Barthes es cursi, por ejemplo: como sucedió cuando Thackeray publicó su Libro de los esnobs: que quedó claro quiénes lo eran y quiénes no, y el porqué, y que los había de naturaleza y de ocasión, y cómo hasta los duques podían serlo. Pues con los cursis, el libro de Ramón fue de efectos semejantes: los dejó virtualmente en pañales y sin manera de disimularse; como que ya hay quien ni se toma la molestia de intentarlo. ¡Y cómo proliferan! Si bien la mayor parte de ellos y de ellas se hayan refugiado en la pornografía, en el travestismo y en otras aguas revueltas. ¡Y cuánto cursi anda suelto por ese mundo del rock!

Yo no sé (de eso no entiendo), si esa perspicacia verdaderamente científica de Ramón obedece o le viene de su primitivismo. La tesis principal de este libro (y de su autor, por supuesto) es la de que Ramón fue, en cuanto artista, un primitivo. Bien. Bendito sea si le permitió ver las cosas como son, es decir, en cuanto cosas, en cuanto seres, y no en cuanto eslabones de una cadena o funciones de una estructura. Es importante imaginar (o sea, reconstruir mediante la imaginación) el paso de Ramón por la realidad, su convivencia con los objetos, su visión. ¿Nos atreveríamos a definir ese paso o paseo como cosificador? De buena gana lo haría si no fuese porque esa palabra corre ya con valor muy distinto, con el valor opuesto. Porque la cosificación operada por Gómez de la Serna es precisamente la contraria de la tan mencionada, ya que afirma y proclama lo que los objetos son y valen en sí mismos. ¿No consiste en eso, en tasarlas una a una y cada una en lo suyo, lo que hace cuando recorre el Rastro y recuenta sus cosas? La visita al Rastro complacía a Ramón: uno, porque le permitía descansar, ya que la realidad le daba hecho lo que él operaba (como se dijo) regularmente: iba al Rastro a descansar; y, dos, porque el Rastro le servía de demostración o prueba, ya que allí se amontonaban los ex objetos, hechos ya cosas por el destino y la vida, convertido el espejo de aguas desvaídas y verdosas en aquello mismo que Ramón había imaginado al con-templarlo en un salón velado con una gasa verde de añadidura. Hay quien piensa que su paso por el circo se asemejaba al que hizo por el Rastro, o viceversa, pero yo pienso que no, que había graves diferencias: porque las cosas del circo las veía como tales cosas, en efecto, pero recuperadas y convertidas en objetos de un mundo distinto, despojados él y ellos de toda utilidad: un mundo en que la fuerza bruta (otra vez Benavente) se disimula y transforma bajo las lentejuelas en fantasía rosada y espejeante que atraviesa el espacio con precisión de bala; en que la muerte esconde su mueca detrás de la geometría y de la física, y que sólo aparece cuando el problema sale mal.

Umbral asegura, y comparto su opinión, que Gómez de la Serna, biógrafo famoso y autobiógrafo, no acertó al cultivar esta clase de géneros. La razón es la misma de su error al acercarse a la novela: no contar con el destino. No contar con él como ingrediente capital de cualquier vida humana, y, por ende, de cualquier personaje literario. Ya sé que semejante afirmación no está de moda, y hasta es posible que las convenciones vigentes hayan decretado su condición de cursi o kitsch, que da igual para el caso; pero eso no le quita ni un adarme de su veracidad, y volveremos a darnos cuenta cuando, hartos de tanta palabrería como nos abruma e impide ver claro, recuperemos las grandes y elementales intuiciones, y ésta lo es. Ramón no la tuvo suficientemente en cuenta, no llegó a comprender que el hombre, que no es un objeto, jamás puede llegar a ser cosa, y, por tanto, sujeto de un proceso de greguerización. Ahora bien, lo que Ramón hace en sus biografías (o en sus novelas), es greguerizar a un hombre o a una imagen humana. ¿Y de qué le vale hacerlo, por ejemplo, con Baudelaire, si de ello no sacamos en limpio más que unas cuantas anécdotas? Que es lo que nos ocurre con la lectura de El doctor inverosímil -pongamos por caso de novela frustrada-: una serie fatigosa de extraños, a veces divertidos, y siempre insuficientes, fragmentos anecdóticos, cuyo valor reside en cada una de las unidades que componen la novela, no en su sistema, porque no existe. Con la unidad siempre precaria que presta un argumento elemental, con algo más de sistema, a las restantes novelas de Ramón las aqueja también la insuficiencia, si se exceptúan algunas de las cortas, como las Seis Falsas. Ramón o la incapacidad para el panteísmo, podría definirse, pues cada cosa se agota en sí misma, y se manifiesta en el desnudo aislamiento de lo irremediablemente individual; pues si un hombre es un cosmos, y eso dicen, Ramón no percibe su conjuro, menos aún su unidad, sino sólo las estrellas fugaces que a veces transitan por su cielo. Y es curioso cómo, al concebirse a sí mismo en Automoribundia (que es, por otra parte, un gran libro), no alcance a verse como tal cosmos, es decir, como algo que gira alrededor de un solo eje, sino que se podrían señalar tres o cuatro distintos, tres o cuatro sistemas, tres o cuatro Ramones.

Si todo esto que acabo de escribir es cierto, y yo lo considero tal, queda explicado por qué los españoles contemporáneos suyos experimentaron ante Gómez de la Serna la acostumbrada desconfianza, el desasosiego que la presencia de un intelectual suscita, más un plus de añadidura aconsejado por sus cualidades personales; ante todo, por esa profesión de descubridor de realidades, de perito en ellas, de navegante por sus mares. Pero Ramón no era hombre que sacase, de tal oficio, consecuencias ruidosas: jugaba con dinamita, pero conocía el secreto de evitar su estallido. Y, al ofrecer su juego, la dinamita, en otras manos, permanecía inalterable. ¡Pues menudo sistema anarquista se hubiera podido deducir de sus colecciones de greguerías! Nadie, sin embargo, lo formuló, y acaso ni él mismo, conservador a la postre, se haya dado cuenta. El caso es que las precauciones tomadas por los españoles no fueron las del grillo y la celda, sino las de la risa y la indiferencia. Una revista satírica de las derechas solía llamarle Román Gámez de la Sorna; un crítico de la misma cuerda dijo de él que su único defecto era el de escribir todo lo que pensaba y publicar todo lo que escribía. Cuando salió, en París, a la pista de un circo encaramado a la grupa de un elefante, aquí se comentó, como siempre: «Está loco.» Y si años más tarde se le ofreció alguna especie de homenaje, no fue por su talento, sino por aprovechar políticamente su madrileñismo, para lo cual fue necesario, primero, desvirtuarlo. ¿Qué tendrá que ver lo suyo con el casticismo de verbena?

A Ramón hacía tiempo que no se le dedicaba un libro. No lo hizo, ni se sabe que vaya a hacerlo, el último superviviente del cuadro de Solana y de los fundadores de Pombo, el gran escritor y hombre extraordinario José Bergamín, cuya prosa acostumbran a olvidar los que afirman que la generación del 27 no dio prosistas, los que juzgan la obra de aquel grupo de poetas por lo que dicen los periódicos y no por lo que valen los libros. Tampoco mi generación lo hizo, eso de escribir sobre Ramón, de estudiarlo, de revelarlo, probablemente porque, entonces, la ocasión no la pintaron calva. Y es ahora Francisco Umbral quien lo ofrece, separado de los míos por un cuarto de siglo, ese que tanto significa y que tanto transformó. Francisco Umbral, que probablemente acabará como epónimo de grupo, o de generación, comparece en este prólogo por dos razones: la primera, la más obvia, como autor del libro prologado; la segunda, porque, hasta ahora, hemos tratado de cierta casta de hombres, y Umbral pertenece a ella y la representa con más brillantez de la que pudiera esperarse en un tiempo tan poco apto como el que vivimos para el despliegue público de una personalidad literaria. Hemos tratado de Valle-Inclán y de Ramón; hubiéramos podido hacerlo también de Cela, por los mismos motivos, y por ser quien recogió, a su debido tiempo, una antorcha que, al cabo de cuarenta años, puede entregar cualquier día a su preconizado sucesor entre los escritores visibles. Cela, que vivió y escribió (sigue, por fortuna, viviendo y escribiendo) en los años de mayor hostilidad del cotarro español, se mantuvo en sus trece de aquí estoy yo que valgo más que vos, y se hizo acatar, y todavía en años recientes el glorioso episodio de Archidona le dio ocasión de ejercer esa preeminencia, o prevalencia, conquistada a fuerza de desplantes: más ruidoso, quizá, que sus predecesores: más, por supuesto, que Ramón. Francisco Umbral trae otra fisonomía, y es otra su conducta: como son muy distintas su estética y su prosa, y, por supuesto, los tiempos en que transcurre. Él viene de los años del hambre, que no ha olvidado, que no puede olvidar, que nos recuerda a todas horas, y de esa adolescencia que también nos ha contado, sin demasiados libros aunque con mujeres; hizo su aprendizaje de la vida literaria en un Madrid que ya no era, o empezaba a no ser, el de La Colmena, ese que describe en La noche que llegué al café Gijón. Fue testigo, por tanto, de la más feroz transformación de la sociedad española que se recuerda, de su conquista por la osada clase media baja, cargada de complejos y frustraciones, sedienta de exhibición y de ganancias: una clase dispuesta a ganar dinero y a que se le note, sin sentido de la medida y admiradora de grandiosidades filisteas, cuya más clara expresión estética es el rascacielos de treinta pisos, el rascacielos mediocre que destaca como un mástil en la capital de la provincia, donde aspira a ser uno y preeminente; la clase media de la posguerra y del consumo, presumida de coche y de querida, que destruye las ciudades y la lengua, capaz de todo para «realizarse», que es como se llama ahora al ejercicio conjunto de la injusticia, de la crueldad y del mal gusto. A Umbral, como a otros de su edad, se le abrieron los ojos ante ese espectáculo frenético, que yo no sé si alguna vez le habrá fascinado, pero ante el que, en algún momento de su vida, decidió detenerse y contemplarlo, para cuajar luego sus esencias en palabras, en artículos de periódico. Pero no se quedó en mero contemplador, sino que quiso ser actor sin abandonar su profesión; quiso ser el escritor-testigo al mismo tiempo que el escritor-castigo, y, para ello, lo primero que hizo fue sacar del desuso viejas fórmulas, no poéticas, sino sociales, como el dandismo y el esnobismo (que tan unidos suelen ir), y hacerlas suyas, armas anticuadas, dirían algunos, aunque él mostró que no lo son. Del dandismo tomó el cuidado de la facha y un atuendo, o, mejor dicho, unos principios para construirlo, en un momento en que la sociedad permisiva dejaba de preocuparse de cómo se visten los demás y de cómo se portan (al menos aparentemente), siempre y cuando lo hagan conforme a unas leyes muy precisas, promulgadas, precisamente, por quienes tienen a su cargo el cuidado de la comunidad: los fabricantes. En su virtud, puede usted llevar pantalones blue-jeans, pero no de terciopelo; con tal de que los use (los compre, los gaste, los sustituya), se le permite meter dentro a un anarquista o a un pasota. Umbral puede haber alabado alguna vez los blue-jeans, y de hecho lo hizo, pero en cuanto el símbolo de algunas liberaciones laterales, no de sumisión a la industria y al gusto que representan, menos aún como prenda personal, pues, como decía Ortega, los apartó de sí «con sacro horror de musageta» y se encasquetó un traje de terciopelo, que fue como echarse sobre la espalda una de las más gloriosas tradiciones europeas, aquella que estudió Barbey y entre cuyos componentes se cuenta la impertinencia: virtud que convendría reivindicar como necesaria para el equilibrio social, singularmente de sus estructuras morales. El dandi, pues a él me refiero, interrumpe, con su sola presencia, la satisfacción del filisteo, la complacencia que experimenta al contemplarse; le desquicia o saca de sus casillas como todo lo que no alcanza a comprender. En nuestro tiempo hemos sido testigos de un extraño fenómeno, nunca (que yo sepa) acontecido: todo un grupo social, los jóvenes, decide manifestar por medio de su vestimenta la hostilidad que siente hacia lo constituido; seriamente preocupado, el establishment hace lo posible por desvirtuar el fenómeno, y lo consigue, ¿quién lo duda? Pero, al margen, quienes se asustaron en un principio, al no ver ya peligro, dan salida y expresión a la admiración subyacente y se visten como los jóvenes. Es muy posible que en el hecho haya un componente mágico, algo de conjuro, pero de lo que no cabe duda es de que el pequeño burgués, el filisteo, se ha asimilado las formas (o su carencia) manipuladas por la juventud. Lo cual quiere decir que eran capaces de hacerlo. Pues con el dandismo nunca sucedió otro tanto, y los ensayos fueron siempre fracasos. En el amplio y pintoresco panorama de nuestra sociedad presente, las formas las cultivan los horteras: quiero decir aquellas que les son accesibles. Pero jamás las del dandismo. Umbral, que lo sabe, maneja el adjetivo hortera con precisión y propiedad. No ignora que los que se sientan aludidos son incapaces de vestirse un traje de terciopelo, por la única razón de que, para ello, es menester el ejercicio de un complicado acto de voluntad personal, no la secuacidad [2] a los decretos de un congreso de sastres llevados a la práctica por un consorcio de grandes almacenes. El traje de terciopelo de Paco Umbral es la primera de sus impertinencias, algo así como su proa, o el anuncio de las demás: que se pueden dividir en dos grupos, las sociales y las literarias, aunque siempre expresadas, unas y otras, literariamente. Sería menester, para dilucidar las primeras, averiguar previamente cuál es la ideología de Umbral al respecto, si de una ideología se trata, y no de una nostalgia. ¿Es, acaso, un ácrata? En todo caso, de rechazo y por reducción al absurdo. Para mí, y desde el momento mismo de su madurez intelectual, Paco Umbral echa de menos lo aristocrático, lo distinguido, y no sólo en cuanto a maneras, sino muy principalmente en cuanto a conducta. A Valle-Inclán, en el fondo, le pasaba otro tanto: son personajes que admiran la elegancia, que se rinden a ella. Este ideal, este esquema imposible, esta imagen de nada, permite aplicar a la gente raseros muy estrictos, y no se salva nadie, sea quien sea el sujeto y llámese como se llame. Francisco Umbral tiene en la mente su Oriana, ¿y qué mujer resistiría cualquier comparación? De donde se deriva una vena que lleva a Umbral a coincidir con su admirado Proust y a proclamarse, burla burlando, esnob. ¡Pues claro! Si el colmo de la belleza es la tal Oriana, ¿quién no la admirará? ¿Y quién, lamentablemente, será capaz de igualarla? Porque ambos sentimientos, el de admiración y el de impotencia imitativa, comporta el esnobismo. Si Lucifer es el esnob de Dios, como se viene diciendo por los entendidos, en su estela navega buena parte de la inteligentzia, con bastante frecuencia de manera menos confesa que la de Umbral: quien tiene por lo menos el valor de no ocultarlo. Y creo que de la misma raíz procede su segunda impertinencia, la literaria, de la cual lo que menos importa es que se las cante claras a mucha gente más o menos encastillada en una falsa idea de sí misma, sino ciertos aspectos, más sociales, de su escritura, y, ante todo, la pluralidad de sus voces, es decir, de sus lenguajes, que van, como saben sus lectores, de lo intelectual a lo «canalla». Y aquí hay que traer a colación el recuerdo de Quevedo y no dejarse despistar por la antes mentada admiración proclamada de Umbral hacia Proust. Quevedo, además de la Torre de Juan Abad, señoreó un lenguaje requintado, excesivamente aristocrático, y por eso, por haberlo manejado y hecho suyo, pudo apoderarse también, si no crear, el lenguaje «canalla» de su tiempo. (Proust, que no era hidalgo de solar montañés, que era un pequeño burgués desplazado hacia arriba, jamás se hubiera atrevido.) ¿Se ha pensado que Valle-Inclán, otro de los modelos remotos de Umbral, repite el esquema de Quevedo? Porque también él, Valle-Inclán, fue un hidalgo del Norte, y también recogió la expresión «canalla» después de haber derrochado el lenguaje discriminado y brillante. Pensemos ahora que ni Valle ni Quevedo fueron esnobs. ¿No será el esnobismo de Umbral un ardid o una máscara? Porque también él pasa, pasan sus voces, de un lenguaje a otro, de un ámbito a otro. En cualquier caso, lo mismo que sucedió con Quevedo y con Valle-Inclán, no son sus modos depurados sino los populares, los que se propagan y suscitan, con la admiración, la imitación: al lector de revistas y de diarios no le descubro ninguna novedad si me refiero al gran número de discípulos que le han salido a Umbral: los que repiten su vocabulario cheli o sus trucos sintácticos sin la sustancia que los anima.

Umbral fue uno de tantos españoles atraídos a la Corte por el centralismo cultural. La diferencia entre los asentados en la capital y los que vienen de provincias se reduce a una y muy importante cosa: aquéllos tienen casa, o sea, que están generalmente a cubierto de ciertas intemperies; pero, por lo demás, unos y otros trepan por la misma empinada cuesta y padecen de idénticos sudores. Es un camino de naufragios, es como ese maratón de siete mil corredores de los que sólo llegaron veinte, y aún me parecen muchos. De los que van quedando atrás, unos recaen en los carriles muertos, y otros se acomodan a lo que alcancen, plaza modesta, modus vivendi con ejercicio de la pluma, y dejan a los demás correr, entre envidiosos y tranquilos: como que pueden ejercitar la envidia con toda tranquilidad para el resto de sus vidas. Suelen evolucionar no obstante hacia el saco de bilis con las que amargan las escasas aguas potables del trayecto, y a los que habrán de escuchar, hasta el final de su vida, los triunfadores. Pero, y hecha excepción de estos frustrados y de su interminable cantinela (en prosa y en verso, en libro y en periódico), los que alcanzan el final, ¿viven realmente su triunfo? ¿O no es en esa meta apetecida en donde sobrevienen las mayores decepciones? Uno de los espejismos de quienes corren, uno de los señuelos, como más tarde se llega a ver, es el brillo de ese mundo superior que les fascina, ese gran mundo resplandeciente del que a veces Umbral se convierte en cronista más o menos ácido o zumbón. Visto de lejos, todo él es rayos de sol y estrellas de luz propia; cuando se le transita con el derecho innato de los campeones, o se es un poco tonto, o se advierte en seguida que el sol y las estrellas no pasan de lamparillas inducidas. Que esto venga aconteciendo desde antiguo, y ahí están para mostrarlo algunas novelas, no quiere decir que sus protagonistas hayan sido siempre así. Al mundo de Balzac se le podía acusar de inmoral, y lo era, pero mostraba otras cualidades, apreciables, igual que el de Julián Sorel. A Proust no le importó gran cosa la inmoralidad, fuese el mundo de Swan, fuese el de Guermantes, pero andaba por él como quien dice a la busca de los verdaderamente distinguidos, para discriminarlos de quienes no lo fueran: perito burgués en cualidades excelsas. El mundo de Paco Umbral ha decaído bastante en su antigua eminencia: habría que averiguar el pedigreé de la marquesa de los miércoles, y el resto lo componen, por lo general, rastacueros ostentosos y ostentados (galicismo utilísimo, este de rastacuero, a falta de palabra equivalente, pues las que conozco no lo son del todo, como la de advenedizo, quizá por designar otros fenómenos). La ira manifestada por Umbral contra ese mundo nace de su decepción, y es ira furibunda, y no ironía suave, porque cuando se es aún mancebo las decepciones duelen. Pero no deja de ser curiosa la consecuencia más visible, complementaria de la ira, quiero decir, la ternura y casi el mimo con que Umbral se aproxima a las clases populares, a su quiosquero y a su abrecoches, a sus vallecanos y a su Ramoncín. Que la ternura y el mimo sean sinceros, jamás lo he puesto en duda, de la au-tenticidad del abrecoches y del quiosquero me permito dudar, en un sentido claramente nominalista y antiplatónico, pues los tengo por figuras abstractas y significativas, mera literatura y trámites de un razonamiento que no suele formularse, más que por retratos. Pero ese es uno de los procedimientos que siempre hemos usado los escritores, y está bien.

De modo que resulta nada menos que nuestro personaje, viniendo de Valladolid, donde había tocado de cerca algo tan verdadero como la obra y la persona de su maestro Delibes, llegó a la Corte creyéndola de cal y canto y halló que no pasaba de cartón piedra, e improvisadas gentes, sin ton ni son profundo, sus cortesanos.

Cuando no sucede esto, el escritor se convierte en los Hermanos Quintero (caso de tener talento, por supuesto); en quien ve el mundo de rositas y por eso lo alaba. Pero el de ahora trae los ojos abiertos, o se los abren en seguida, y, como decía al principio, o sale crítico, o burlón, o soñador e inventor de mundos inexistentes. El Umbral de la pluma que hiere ya queda, pues, explicado con esta rápida mención del desencanto. Pero cuando se ha amado y esperado, a nadie puede satisfacer el ejercicio en exclusiva de la acusación, y de esa insatisfacción viene este otro Umbral, especie de renacido, que traía en su bagaje admiraciones y que desea, quizá secretamente, seguir ejercitándolas: este libro acerca de Ramón se me antoja muestra y prueba a la vez de un corazón generoso, ¡tan escaso, ay, entre nosotros! Porque, aquí, cuando un escritor estudia a otro o trata de él de alguna manera, solemos preguntarnos ante todo que contra quién lo hace. Pues yo desafío al lector a que encuentre en estas páginas un destinatario innominado y aludido al que se pretendía lastimar. El texto es mero estudio y comentario, es opinión e idea, jamás diatriba. Toma el caso de un gran artista al que el ir y venir de las modas no recuerda con suficiencia, ya que no con justicia, y lo saca a la luz, como quien dice. No con talante de crítico profesional, aquí estoy yo para poner el mingo, menos aún de técnico o profesor, sino desde su particular situación, que es también la de escritor, en algún modo la de sucesor o secuaz. Ramón ha sido como un tesoro oculto del que se beneficiaron clandestinamente los que estaban en el ajo, un enorme edificio cuyos sillares robó quien pudo hacerlo. Umbral nos dice: velahí uno de los míos a quien conozco bien, a quien tengo estudiado; el que vea mi prosa advertirá lo que le debo, aunque no gran cosa: cómo que es uno de mis maestros, como que algo aprendí en sus páginas: a contemplar y comprender la realidad. No el único por supuesto. ¡Desdichado el escritor de un solo maestro, porque suyo será el plagio! Otros tuve, como cada quisque [3], no hay más que leerme, otros, pero sobre todo aprendí de lo que me rodea, del lenguaje que hablan, de las palabras que me llegan, de la vida, en fin. Porque fuera de ciertos matices, lo que Umbral recibió de sus maestros fue más un modo de ganar que la ganancia misma, y de esto algo dije antes. El libro sobre Ramón tiene para nosotros, además, otro valor que el meramente recordativo, pues nos propone, al mismo tiempo de lo ya dicho, el tema de las vanguardias, que es tan de nuestra actualidad: no las de ahora, sino precisamente aquellas de nuestro antaño, que se parecen, pues empiezan a repetirse, y es tan de hoy lo que dice Ramón acerca de ellas porque hemos llegado al lugar donde la cola de la serpiente muestra la mordedura, y la cabezazos dientes: ese recorrido circular de las artes durante casi un siglo y que ahora vuelven al punto de partida, o escapan hacia un romanticismo aún más antiguo. De ahí el asombro con que se ven ciertos cuadros de hacia 1907, o que se leen ciertos poemas de hacia 1915: que parecen de hoy. ¿Por qué no citar la Oda marítima? Ramón la desconoció, ¡qué lástima!, a pesar de su afición portuguesa: pues ya estaba escrita cuando él andaba por su Estoril, y Almada Negreiros era quizá su amigo.

Me parece que ya he saltado bastante de una materia a otra en este prólogo abigarrado y caótico. Acaso hubiera sido más propio informar al lector de las cualidades de la prosa de Umbral según la lingüística moderna, pero para eso ya hay profesores nacionales y extranjeros que se disponen a hacerlo. ¡Dios les dé la pluma bien cortada, y, sobre todo, la prosa clara! Yo escribo acerca de él como mero lector suyo, como uno de los muchos que abren el diario por la página donde vienen sus palabras, y las lee con avidez, y queda generalmente complacido, a veces asombrado, otras con miedo, algunas irritado. ¿Se ha pensado en las razones por las que continúa leyendo a un escritor que asombra, que da miedo, que irrita? Me parece que no hay más que una respuesta: porque irritar, asombrar, causar miedo, e incluso divertir, son funciones del escritor importante. Los que no lo son, aburren.

GONZALO TORRENTE BALLESTER

RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS

La palabra no es una etimología, sino

un puro milagro.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

El nombre de Ramón Gómez de la Serna era un nombre vago y sugestivo que andaba en mi cultura de oídas, cuando niño, hasta que una mañana, en una librería de Valladolid, me compré El gran hotel, novela de Ramón, en la colección Novelas y Cuentos, que tenía forma: de revista, por una peseta o una cincuenta. Este descubrimiento, hecho a los catorce o quince años de edad, cuando mis lecturas eran todavía imprecisas y mezcladas, me llevó a hacer inmediatamente ramonismo, en mis cuadernos de entonces, en eso que Juan Ramón Jiménez llamaba «borradores silvestres». Ya entonces comprendí yo que aquél era uno de los descubrimientos fundamentales de mi vida literaria, porque yo contaba con tener una vida literaria.

Durante toda la vida he leído a Ramón, con alternativas, con rechazos, con regresos, y en cada edad le he hecho, naturalmente, lecturas distintas. Asimismo, ha habido épocas en que he sufrido su influencia, otras en que la he forzado deliberadamente y muchas otras, en fin, durante las cuales Ramón sólo ha sido un recuerdo. Ahora, cuando ya me queda poco por escribir -o pocas ganas de escribir-, quisiera hacer una última lectura de Ramón, o penúltima, esa lectura mejor que es la que consiste en escribir sobre lo escrito, sobre lo leído. Espero tener las claves, no de lo que sea Ramón, sino de lo que es o ha sido para mí -y para otros que no lo han sabido o confesado-, y espero asimismo que esas claves se me aclaren aclarándolas yo para el lector.

Ahora es cuando presiento que, efectivamente, Ramón me ha dado algo, no sólo como escritor, sino como hombre, me ha facilitado una óptica del mundo, que es la suya -y quizá la mía-, y nos ha aportado a todos, una vez más, uno de esos viejos sueños de la humanidad que retornan periódicamente, repristinados, gracias a la literatura y el arte.

Porque puede que la literatura y el arte no sean sino retorno, repristinación incesante de viejas visiones de la humanidad, que afloran personalizadas en un creador. Ramón ha sido uno de los más potentes iluminadores de la vida diaria y del lenguaje diario en la cultura española. El que hoy esté olvidado por nuestra pintoresca, escindida y tribal sociedad literaria, no debe sernos motivo de indignación, sino resignada constatación de que el hombre necesita cegar sus fuentes y borrar sus huellas. Ramón es insólito en toda la literatura española no sólo porque escribe diferente, que al fin y al cabo hay antecedentes de su escritura -de todo hay antecedentes-, sino porque siente y piensa diferente.

Frente al energumenismo de la muerte, que es el energumenismo español, Ramón levantó el energumenismo bondadoso de la vida. Esta es la primera originalidad de un ser tan original. Por eso su línea se quiebra en él mismo: porque somos un pueblo de odiadores de la vida, o sea un pueblo reli-gioso en el peor sentido del concepto (y casi todos son malos).

Ramón, este incesante donador de vida, a mí me ha dado mucha vida literaria, y aclarándole a él y su herencia, espero aclararme yo mismo un poco, una vez más.

1. RAMÓN Y EL 98

Lo que menos hay que tener en cuenta, en Ramón, son sus orígenes. Sus orígenes le niegan. Ramón nace a la vida literaria siendo terrible, como casi todos los escritores, de modo que lo que viene después es la conquista de la apacibilidad. Es el primer escritor apacible de nuestra literatura, o quizá el único, lo que le ha valido, en esta tierra de bárbaros ensangrentados de sangre de Cristo o de la patria, que le llamasen payaso cuando y donde no lo era, que a veces lo fue, quiso serlo y lo logró genialmente.

Lo que hay detrás de Ramón, en la historia literaria española, es el 98, y el 98 es un coro enlutado de graves varones que cantan el desastre de la patria o, a partir de ese desastre, se lanzan, con igual severidad, a descubrir una patria llena de cementerios, lo que España tiene, según Unamuno, de corral de muertos. La originalidad de Ramón es que -salvado su terribilismo ácrata de Entrando en fuego y sus primeras revistas- no le importa nada el Desastre, la Historia, las colonias, el sentimiento trágico de la vida, la agonía del cristianismo ni ninguna de aquellas jeremiadas que aturdían literariamente al pueblo entre los dos siglos. La literatura del 98 se nutre de la Historia y la literatura de Ramón se nutre de la vida. Más tarde vendrían los grandes despreciadores de la Historia, los ahistóricos del 27 (que lo fueron al menos durante algún tiempo). También en eso Ramón había sido su precursor, su clásico -tantas veces inconfesado-, como lo fue de modo más expreso en las maneras literarias de algunos de ellos: primer Lorca, primer Gerardo, etc.

Casi desde el primer momento, Ramón ignora la Historia y canta la vida. Esta decisión de ponerse al margen de la España crucial de su tiempo (como Joyce en el mundo anglosajón, como Proust en Francia), no es seguramente una decisión razonada, sino natural, espontánea, y espontáneamente viene a coincidir con un movimiento general europeo de años más tarde. La actitud de Ramón frente al 98 la conocemos por sus biografías de Azorín y Valle. Son biografías estéticas y estetizantes -como todas las de Ramón, por otra parte-, donde se va trabajando al personaje como un objeto, hasta darnos la asombrosa miniatura de su rostro y de su alma, pero donde las preocupaciones morales, políticas, históricas, de estos escritores, apenas cuentan.

Otro tanto hace Ramón con Quevedo, su más claro antecedente literario: Ramón explora y explota el lujo barroco de la figura quevedesca, casi siempre al margen de las connotaciones morales de aquel gran moralista que fue -dicen- don Francisco de Quevedo. De modo que Ramón no podía o no quería entender en ningún momento la problemática pública, cívica, de sus personajes, porque él busca otra cosa: busca el ser del personaje para hacer de él un objeto, y busca el personaje-objeto para psicoanalizarle como psicoanaliza una lámpara o un sofá del Rastro. «Psicólogo de las cosas», le llamó Azorín. Y lo que hay en esto, en este amor por las cosas, en esta cosificación de las personas biografiadas o los personajes de sus novelas, es una incapacidad para todo lo que no sea el pensamiento plástico, que es el pensamiento original, primitivo, heraclitano.

Ramón hereda del 98 la devoción por Larra. En la foto, su homenaje colectivo a Fígaro

Ramón, sí, es un primitivo, y eso es lo que quieren decir muchos, sin acertar a decirlo, cuando hablan de Ramón-niño, Ramón-payaso, Ramón-travieso. Ramón es el pensamiento natural, el pensamiento plástico y fluido, que alcanza su cumbre en Heráclito y los presocráticos y luego se pervierte en Platón, sustituye la imagen por la idea (que no es sino una imagen hipostasiada y vergonzante).

Platón ha impuesto su forma de pensar a Occidente, pero no por eso ha dejado de correr, paralela o subterránea, la corriente de pensamiento plástico, imaginativo, figurativo, irracional, que es la que origina el Barroco, por ejemplo, el Romanticismo en buena medida, y el surrealismo en nuestro siglo. Él pensamiento español siempre ha sido de esa naturaleza y España apenas ha dado un pensador abstracto (a esto le llaman nuestra tradicional incapacidad para la filosofía), pero la originalidad de Ramón está en que no se encarniza con imágenes terribles ni hace de la imagen un símbolo, sino que deja la imagen en su órbita poética, y a ser posible plácida.

En esto ya no es un primitivo, Ramón -como lo es casi todo el pensamiento español, y en buena medida el 98-, porque lo característico del pensamiento primitivo, aunque sea reciente (el pensamiento militar, por ejemplo), es trocar la imagen en símbolo, militarizar la imagen natural que ha formado la mente. Pensemos, por ejemplo, cómo ha sido militarizada esa imagen hoy tópica de España como piel de toro: es ya una imagen beligerante, o casi. Pues bien, si Ramón ve una piel de toro en el mapa de España (que solía ver cosas más originales), nunca derivará de eso una idea guerrera de la patria, sino que se quedará en la equivalencia toro/tierra, toro/pasto(mar), toro/tiempo, sin desbordar jamás la imagen fuera de su órbita lírica.

Este ejemplo simple que acabamos de poner es lo que diferencia a Ramón del 98. Ramón contiene lo lírico dentro de sus límites, potenciándolo así, y sin hipostasiarlo jamás en épico o mítico. Nunca había ocurrido tal ni siquiera en Quevedo, y por eso Ramón, siendo un primitivo, es el más civilizado de nuestros escritores en prosa, el que más fiel se mantiene a la revelación lírica del mundo.

En otros capítulos de este libro trataremos de la relación de Ramón con algunos miembros del 98, y de las biografías que les hizo. Como contraste general, digamos ahora que el 98 es el horizonte que cierra por detrás, poderosamente, la vida de Ramón, un poliedro de sistemas, un nudo de problemas contra todos los cuales levanta Ramón la originalísima revolución de la indiferencia.

Esto, en algún momento -largo momento-, se ha visto como escapismo, arte por el arte, juego e inconsciencia. Y le ha costado a Ramón, en buena medida, el lazareto del olvido. Hoy, con perspectivas culturales e históricas mucho más anchas, sabemos que el hombre que está cavando en di-rección hacia la luz es el que hace mejor tarea. Ramón viene a valorar y sobrevalorar la vida cotidiana, las palabras menores de la existencia, que son las que la constituyen, mejor que las grandes mayúsculas. En aquel momento empecinado de España, Ramón iba a ser algo así como el escritor de los despreocupados, un filósofo de domingo, y lo que quisiéramos en este libro es llegar hasta las razones personales que dan esta original flor literaria y, por otra parte, hasta los planteamientos generales que nos permiten hoy salvar y valorar, por encima de todas las cosas, al artista que trabaja en su arte, enriqueciendo así la vida.

Los escritores del 98 más afines a Ramón, como veremos luego, son Valle y Azorín, y no en vano dedica a cada uno de ellos un libro. Con Valle le emparenta la pasión de la palabra barroca y con Azorín la actitud vital de escritor puro y sin género, de hombre que observa la vida y la transforma, la condición de escritor estático que narra mejor lo quieto que lo fluyente. Pero Valle va haciendo de su palabra instrumento de lucha al servicio de distintas causas, y Azorín, en medida más cauta, también. Ramón jamás entrará en eso, hasta muy vencido de vida y obra, y cuando entra fracasa, porque sus ideales éticos son anteriores a la ética formulada y a la política, son los ideales de un primitivo. Y fracasa, sobre todo, en la expresión, porque nadie menos dotado que él para el lenguaje conceptuoso o abstracto. Ramón nunca mueve ideas, sino imágenes, y le va como a nadie aquella sentencia de Francis Ponge, el poeta francés: «El poeta no debe dar nunca una idea, sino una cosa.»

Cabalmente, no hay otra forma de distinguir al poeta del que no lo es: poeta es el que se expresa mediante imágenes incluso allí donde no las hay. Ramón se despega del friso negro del 98 y hace la revolución del optimismo. Pero primero pasa por la anarquía.

En la prehistoria literaria de Ramón -Entrando en fuego, Morbideces, etc.- hay un libro, El libro mudo, que es un borrador ingente, silvestre y adolescente de toda la posterior obra ramoniana, y en el que su anarquismo, vagamente nietzscheano (de un raro nietzscheanismo conformista) queda absolutamente explayado y se amansa a sí mismo a fuerza de palabras. El libro está dedicado a Silverio Lanza, «el hombre raro de Getafe», que es uno de tantos Nietzsches menores como dio España -y Europa- en aquellos años.

2. RAMÓN Y EL ANARQUISMO

En un pasaje muy cuajado de su Automoribundia, Ramón habla de los anarquistas juveniles con que se junta siendo casi un chico. Un incidente de adolescencia y una bronca familiar bastan a separarle para siempre de aquel anarquismo hirsuto de los primeros años del siglo, tan remoto aún de la acracia pacifista y lírica del fin de siglo que estamos viviendo.

No hay que pensar que Ramón fuese especialmente pusilánime ante sus padres, sino, más bien, que aquello no le iba, que era un camino falso, pues el anarquismo de Ramón era pacífico y poético, y en esto hay que considerarle precursor de las actuales acracias juveniles. Porque Ramón sigue siendo un anarquista hasta la muerte. Anarquista porque no conoce autoridad y porque cree en la bondad natural del hombre y el mundo. Está muy cerca de suponer que todo marcharía bien por sí solo. No es el anarquista que quiere dinamitar ideas, sino el que lo dejaría todo a su aire, confiando en el curso sensato de las cosas.

¿Anarquista de derechas, como dijo un crítico francés de otro escritor español? No exactamente. Ramón nos ofrece la versión del anarquista que considera que el mundo ya está resuelto y no hay más que dejarle hacer. Ramón vivió su infancia cerca del Palacio Real y ha evocado grandes fastos monárquicos a los que asistió desde su balcón. Incluso llega en algún momento a declararse monárquico. Su monarquismo ni siquiera es estético, como el carlismo de Valle, sino sentimental, rememorativo. Pero todas estas cuestiones son en él ociosas, ya que nunca las plantea de verdad. Ramón se inicia en un anarquismo literario y violento, siendo muy joven, y rectifica en seguida para tomar el camino de la anarquía pacífica, del hombre marginal que no cree en las instituciones de los hombres. Para él, quizá, las únicas instituciones serias de la sociedad autoritaria son el café, los toros y el circo.

No formula nunca su anarquismo de manera violenta ni contra nada -o rara vez-, sino que llega a la fórmula más implacable de ignorar directamente todo lo que no le gusta. Una fórmula casi infantil, una fórmula de primitivo. Canta repetidamente la bohemia -que, en la versión juvenil de la actualidad, se ha convertido en vagabundaje internacional-, y la bohemia, ese viejo tópico, es el reino en que se aísla para no participar en el mundo de los adultos y sus transferencias.

El café, los toros, el circo, la bohemia, la noche. Mundos cerrados y marginales, mundos parásitos que son su mundo. Todo lo ocioso, lo venial y lo consentido. El café, que supone la conversación inútil. Los toros, que suponen la muerte inútil, la tragedia de la vida suplantada por la tragedia ritual y estética en la que muere un toro, o sea nadie. El circo, un espectáculo primario para un primitivo, la entronización del juego. Y, como programas vitales, la bohemia y la noche. La bohemia, que es una forma zigzagueante de caminar por la vida, eludiendo los obstáculos de «ese realismo que descalabra», como diría él. La noche, que es el tiempo en que pierden vigencia todas las instituciones represivas: la hora en que cierran los bancos, los ministerios, los juzgados. (Siempre queda un juzgado de guardia, pero Ramón se defiende mediante el café de guardia.)

Dedica un libro al café, otro libro a los toros -El torero Caracho-, otro al circo, e incluso dedica un libro a la noche: El Alba.

Ramón, que parece tan confortablemente instalado en el existir, con su humanidad de gordo, es en realidad un tránsfuga de todos estos mundos marginales, que va de unos en otros, huyendo siempre del mundo adulto de los adultos. Uno de sus grandes primeros libros es el que dedica al Rastro madrileño. El Rastro es precisamente el revés de ese mundo serio que él repudia. El Rastro es ese mundo, pero ya vencido, caducado, revestido de poesía por la ruina y el tiempo.

Mejor que el mundo abrupto de los negocios y la política, Ramón entiende la decadencia de ese mundo, toma el negro animal cuando ya es inofensivo, en su agonía de tapices y flecos, en el Rastro. Y, ya en el ápice de la gratuidad, dedica un libro a los senos de las mujeres -Senos-, no para dra-matizarlos ni desearlos en exceso, sino para revelarnos lo que los senos tienen de superfluo, de lujo y gracia naturales, de exceso cordial de la naturaleza femenina.

Le fascina, en fin, a Ramón, el reborde gratuito de la vida, eso que hemos dado en considerar vano o banal, eso que aceptamos con cierta condescendencia y nada más. Ha descubierto muy pronto que por ahí discurre la vida verdadera y natural, que lo otro es competitividad, agresividad, superestructura y voluntad de poder. Ramón formula su anarquismo repetidamente, aunque pocas veces pronuncie o escriba la palabra clave. Pero lo hace siempre sin programas, sin pandectas (como diría él), sino metaforizando, jugando, cuajando en greguerías, como Heráclito en fragmentos cortos, su vocación por lo marginal, que no es sino la vida misma, que nosotros hemos marginado en nombre de los negocios y la moral. Por eso cuando Ramón se pone moralista, hacia el final de su vida, le sale una mala moralina pequeñoburguesa, porque su gran moral, la otra, la verdadera, está en su prosa lírica, en greguerías y metáforas. Es la moral de un anarquista. 

3. RAMÓN Y LA CIRCUNFERENCIA

El anarquismo de Ramón, profundo y lírico, es lo que le impide ser novelista. Bueno, hay una acumulación de capacidades -no de incapacidades- que impide a Ramón hacer buenas novelas. Es demasiado escritor para ser buen novelista. Tiene demasiado que decir sobre un rostro, un bargueño o una fruta. Se le obtura la novela por exceso de material. (Algo así le iba a pasar a Proust o le había pasado no muchos años antes, pero Proust encontraría la fórmula genial para dar fluidez a su espesa materia de escritor.)

Aparte estas incapacidades digamos técnicas, nacidas de un exceso de capacidad, Ramón no puede ser novelista porque no cree en los conflictos humanos, en la charcutería psicologista que acababa de alumbrar el psicoanálisis, y sin duda le cansa y aburre la monotonía del corazón humano, que es el más reiterativo de todos los relojes. Así, los argumentos de sus novelas son siempre caprichosos y marginales. La novela ha sido tradicionalmente un género que, en el fondo, se ha limitado a estudiar la lucha del hombre contra las instituciones, del mismo modo que la tragedia griega reflejaba la lucha del hombre contra los dioses. La novela ha llegado a ser una institución que denuncia las instituciones o las refuerza. Madame Bovary lucha contra la institución del matrimonio y los héroes de Balzac luchan contra la institución de las finanzas. Ramón no cree en las instituciones, las ignora, le aburren como a un niño, y por lo tanto no puede hacer buenas novelas, grandes novelas, ya que jamás partirá de los grandes temas clásicos de la novela.

Los temas de Ramón son una mujer de ámbar, el acueducto de Segovia, la vida de un gran hotel de Suiza, o sea la no-vida, el ocio. Temas marginales, temas caprichosos, temas que dan para un cuento, pero no para una novela. Y así vemos cómo las novelas de Ramón, que ya de por sí son cortas, se le van muriendo entre las manos a partir de la mitad. Más adelante completaremos estas ideas sobre Ramón y la novela. Hay temas de Ramón que preconizan a Borges o Cortázar: temas de cuento.

Ramón, el anarquista que no hace buenas novelas porque no cree en las instituciones -ni siquiera, como veremos, en la institución de la novela-, se aísla de las instituciones y del mundo convencional de los negocios y la política mediante circunferencias. Ramón es el hombre que tiende a trazar una circunferencia en torno suyo, allí donde está, y no tanto para exaltarse como para defenderse.

Los toros, el circo, el velador redondo del café son circunferencias efectivas en la vida de Ramón. La Puerta del Sol, a la que dedica un libro erudito, es casi oblonga, y lo oblongo es una circunferencia fracasada. Circular o no, Ramón tiende a cerrar un ámbito para defenderse de él. Vive en un torreón de la madrileña calle de Velázquez, y el torreón también nos sugiere una idea de circularidad. No quiero hacer ningún juego geométrico-ingenioso, sino expresar plásticamente que esa circularidad que nos da ya la persona de Ramón -gordo prematuro- es la que él impone a todo. Juan Ramón Jiménez se definió a sí mismo como «el andarín de su órbita». Ramón también es un andarín de órbitas que previamente ha diseñado. De cada ciudad que habita hace una órbita cerrada que luego recorre incansablemente, gran andariego como era (muchos gordos lo son), Madrid, Segovia, Lisboa, París, Nápoles, Buenos Aires. Va dejando cerradas y circulares todas las ciudades que habita, a fuerza de pasearlas y repensarlas.

Circular o no, el ámbito de Ramón -la noche o Ginebra-: es siempre un ámbito que él cierra, con mentalidad de primitivo. Seguramente tiene horror, como los primitivos, al espacio abierto. Más que un niño -que es lo que se ha dicho de él:-, Ramón es un primitivo fundamental, como vemos, por el horror al vacío, por la escritura ideográfica -¿qué otra cosa son las greguerías?-y por el amor a la circunferencia. Se ha dicho banalmente -él mismo lo dijo- que en alguna de sus novelas está prevista la desintegración del átomo. Esto es un hallazgo plástico de un hombre que lo pensó plásticamente casi todo, pero a Ramón, como buen barroco, no acaba de irle la relatividad einsteniana, el Universo abierto. El universo de Ramón, como el de su fraternal Pablo Neruda, es el universo cerrado, poblado y complicado de los barrocos. Un universo circular.

Dijo Ortega en alguna ocasión que él se había cuidado siempre minuciosamente de permanecer al margen de lo oficial o institucional. Ramón no sólo se cuida de eso, sino que lo ignora, ignora instituciones y oficialidades, y ahí está su odio repetido, cejijunto y sincero a la Real Academia Española, que debía ser la única institución visible para su mirada de escritor. De muy joven se ha comprado una moto con sidecar para llevar las colaboraciones a los periódicos, y él mismo dice de sí, que «se me veía pasar veloz». Poco más adelante se echa por las calles con el fotógrafo Alfonso para captar greguerías fotográficas, ponerles un pie literario y llevarlas al periódico. Ramón parece, así, el escritor más arrojado, el hombre que ha elegido la calle y la bohemia, la pura intemperie de los románticos y los malditos. Y, sin embargo, lo que está haciendo es resguardarse de las instituciones que no entiende, vivir en la circularidad de sus mundos gratuitos y marginales: el circo, la Puerta del Sol, el torreón de Velázquez. Es el literato puro que jamás entró en la vida, que murió virgen de contacto con el mundo. No vio nada o todo lo vio literariamente. Entre la realidad y él estaba siempre el cristal de la literatura, que naturalmente no es un cristal, una separación, sino un revés, un ver lo que no ven. Jamás salió Ramón de la literatura y entró en el mundo. No nació nunca. Tan acrisolado y singular caso de ente literario se ha dado poco en las literaturas y poco en la nuestra: quizá Juan Ramón Jiménez es el único que vivió tan preservado como Ramón.

Todos los demás, incluso los más geniales, han sido genios a ratos, y otros ratos han sido señores que iban a la oficina, al parlamento o a la cátedra. Podríamos decir que la literatura es una circunferencia que el escritor traza en torno de sí para singularizarse y, al mismo tiempo, aislarse del mundo. Toda la obra de un escritor no es sino un sistema de señales para dar fe de sí y perpetuar su distancia con el mundo. Claro que el escritor no es sino un caso límite de la humanidad. Todo hombre, quizá en la infancia, quizá en la adolescencia, traza ya esa circunferencia alrededor para quedarse dentro, para saberse distinto y protegido. El redondel se decora luego con títulos, triunfos, éxitos, diplomas, monedas o mujeres, pero la cerca ha sido alzada mucho antes, el foso ha sido cavado en una noche de infancia. Lo que pasa es que el hombre no escritor tiene que levantar su empalizada con materiales tomados al mundo. Se defiende del mundo con lo que del mundo toma, y por eso vive inevitablemente en comercio y mundanidad. El escritor no hace su cerca con cosas del mundo porque no la hace con nada: o sea que la hace con palabras.

El escritor es el más aislado de los hombres-isla (todos lo somos), porque no necesita nada de los demás para establecer su diferencia. La establece a base de sí mismo. Su circunferencia de escritura es más sólida que las férreas circunferencias de dólares o poderes que trazan los demás. El escritor perpetúa su distancia del mundo con palabras, y Ramón es un caso límite de escritor límite, porque mantiene su palabra especialmente pura, limpia, virgen de connotaciones comerciales, diplomáticas, políticas. Cuida como nadie la pureza del discurso para no caer en discurseador, y este cuidado llega hasta el descuido, como él quiere y confiesa en una de sus noches de confidencia: «Cuánto trabajo para que todo quede un poco deshecho.» En la decantación llega hasta la destrucción, hasta obtener a veces una torpeza de primitivo. Así, su manera característica de hilvanar unas oraciones a otras mediante el gerundio, con una sintaxis directamente infantil. No quiere escribir demasiado bien.

Ramón o el primitivo dentro de su circunferencia. La humanidad tardó muchos siglos en imaginar la rueda y ha tardado otros tantos en destruirla. Ramón, puro y primitivo, es quizá el único escritor que no salió jamás de la circunferencia.

(Cuando formulé para mí mismo esta idea de Ramón y la circunferencia, mucho antes de escribir este libro, aún no conocía El libro mudo, donde Ramón, haciéndose llamar Tristán -año once-, se presenta a sí mismo y explica ya esta teoría sobre su persona o su doble. La coincidencia, no sé si obvia o asombrosa, me confirmó que estaba en el buen camino de hacer un libro medianamente certero y veraz sobre el escritor.)

4. RAMÓN Y EL MOZO DE CUERDA

De la repugnancia por la realidad mostrenca se sigue la repugnancia por el realismo. «El realismo que descalabra», con frase de Ramón que ya he citado. El realismo que descalabra está en Galdós. Ramón dice que Galdós es ese paño de café que usan los camareros para limpiar los veladores, un paño que rezuma grasa y recuelo.

Valle y los modernistas habían llamado «garbancero» a Galdós. Cuando Ramón nace a la literatura, la literatura todavía es Galdós, en España. Ramón no tiene mucho que ver con los modernistas, pero aún tiene menos que ver con aquel viejo que acumula sucedidos de portería y de palacio en una prosa vulgar y nada creadora. La rebelión inicial de Ramón y su anarquismo literario se justifican en principio como lucha contra el realismo decimonónico que domina España: Galdós en la novela y Benavente en el teatro. Ramón, como Valle, blasfema contra Galdós. Muchos años más tarde, Alejo Carpentier y Julio Cortázar vendrán a ratificar estas blasfemias. El heredero de aquel realismo, por el momento, era Baroja. Ramón llama a Baroja «el mozo de cuerda de la novela».

Ramón escribe una página genial sobre el ingreso de Baroja en la Academia. En aquel acto, en aquella tarde de domingo, en aquella página coinciden dos odios fundamentales y fundacionales de Ramón: el odio a Baroja y el odio a la Academia. Incluso puede que un tercer odio, el odio a un denostado doctor que es Marañón. Ramón fija ese momento en que la luz filtrada de la tarde se mezcla en la Academia con la luz eléctrica, y ya lo encuentra todo sucio a aquella luz mezclada. De Baroja le repugna el gusto por la acumulación en mala prosa de sucedidos de la vida y los periódicos, y le imagina en París recortando y pegando sucesos de los periódicos con técnica de folletín. En su biografía de Valle cuenta que Baroja, tan ácrata aparentemente, paró un día a Valle-Inclán en la calle de Alcalá para mostrarle su árbol genealógico, que venía de recoger, y añade más o menos que Valle mandó a Baroja a la mierda.

Galdós y Baroja gravitan sobre Ramón, rechazándole, echándole fuera del reino de la novela, marginándole para siempre. Si aquello es novela, Ramón no es novelista y habrá de crearse su propio género, sus géneros. No sólo Baroja, sino todo el realismo es el mozo de cuerda de la novela, el mozo de cuerda de la vida, que acarrea inútilmente inútiles bultos de realidad, en una repetición innecesaria de vida mostrenca e inmediata. Ramón está más cerca de Valle, por el lenguaje y porque Valle supera la realidad mediante la acumulación, exaspera la realidad. Lucha por escapar al realismo de barrio galdosiano. Pero nunca llega al surrealismo, y Ramón se lo reprocha repetida y delicadamente en su biografía. Cuando Valle-Inclán crea el esperpento, Ramón comprende que el maestro del 98 y el modernismo ha tocado techo, ha forzado la realidad hasta sus límites últimos y acezantes. Pero sigue en la realidad. Ramón, secretamente, le exige más.

Le exige lo que está intentando él. Ver otras realidades en la realidad y transparentarlas en la escritura. Ramón no quiere ser el mozo de cuerda de la novela, de la literatura.

Aquí rompe con la gran tradición burguesa, que es el realismo. Aquí se inscribe ya en la nómina de los rebeldes, de los que, sin haber consumado una revolución histórica o masiva, mantienen su rebeldía personal frente al espíritu positivista burgués, que traducido a la literatura y el arte da el realismo.

Ramón no es un maldito porque es un genio del bien, y le lleva la contraria a Gide, demostrando que con buenos sentimientos se puede hacer, si no buenas novelas, sí buena literatura. Ramón no es un maldito, pero escribirá mucho sobre Baudelaire, Lautréamont, Cocteau, Poe, Oscar Wilde, etc. Dijo Lawrence Durrell sobre la obra de Proust que es una anarquía con buenos modales. Esto es aplicable a Ramón, un anarquista que jamás pierde, no los buenos modales, puesto que él no era un salonnier, pero tampoco los buenos sentimientos ni la facundia que llena su vida y su obra. Ramón es un romántico al que no inspira el pesimismo, como a todos los románticos, sino el optimismo. Bueno, lo que pasa realmente es que Ramón no es un romántico, y su emparentamiento [4] con los poetas del mal se queda en los límites que hemos señalado, de ruptura con la sociedad burguesa, sus costumbres y su estética. Ramón es un barroco, un epicúreo, un hedonista, un anacreóntico, y en esto se va a diferenciar también de los surrealistas, que son pensamiento figurativo obtenido de la muerte y el sueño, mientras que el pensamiento figurativo de Ramón es obtenido siempre de la vida.

De quien más cerca está -ya lo sabíamos- es de las otras vanguardias, de Apollinaire, de Revedy, del arte por el arte, del arte gratuito, de todo aquel optimismo cosmopolita nacido en la Europa de entreguerras, que vive la fascinación de las máquinas, de los automóviles, de los grandes hoteles, de las armas modernas, incluso, y que se hará exaltado y agresivo en Marinetti. En España, la generación del 27 está muy cerca de eso en dos cosas: es una generación fundamentalmente recorrida por el optimismo, al menos en su principio, y por la fascinación cosmopolita, que se había iniciado siniestramente en Las flores del mal y se vuelve solar y sonriente con Apollinaire, que ve otro París, un París matinal:

Torre Eiffel, pastora,

el rebaño de los puentes bala esta mañana…

El realismo, el viejo mozo de cuerda era fundamentalmente sombrío y pesimista. Había pasado de la miniatura complaciente de Valera y Pereda al documento social, al testimonio, al episodio nacional y al nihilismo pseudonietzscheano de Baroja. El realismo, que la burguesía había patrocinado como fórmula digerible y practicable de cultura, se vuelve antiburgués al contagiarse de Zola y socialismo. El instrumento estético burgués por excelencia se vuelve contra la burguesía, se politiza. Pero ya Baudelaire había intuido que no se puede combatir a la burguesía con su mismo lenguaje -el realismo-, y de ahí surge la eclosión de los mil lenguajes nuevos de nuestro tiempo: simbolismo, modernismo, parnasianismo, vanguardismo, surrealismo, cubismo, ultraísmo, creacionismo, etc. Casi todos tienen su germen en el siglo anterior -Rimbaud y Lautréamont-, pero se secularizan en éste.

Hay un realismo pesimista de izquierdas y un realismo pesimista de derechas. El milenarismo catastrofista de la derecha se expresa también mediante el realismo, pues que la derecha no tiene otro lenguaje (desconfía de todo lo que no sea verificable), y contra ese realismo pesimista de derechas o de izquierdas se produce la revolución del optimismo en toda Europa, dando malditos inversos, malditos sonrientes que aman la vida, como Gide, Apollinaire o Cocteau. La versión española de esta revolución optimista -que no siempre coincide exactamente con el consabido optimismo revolucionario dogmático-, está en la generación del 27 y en Ramón.

En Francia y España, unos grupos de escritores procedentes de la burguesía, naturalmente, comprenden de pronto todo lo que la burguesía progresista se ha quitado de encima con la Grand Guerre europea y el progreso científico y técnico: tabúes morales y religiosos, costumbres medievales, represiones y escaseces. El siglo XIX termina cuando termina la guerra europea o Grand Guerre. Se liquida definitivamente una moral y de esa liquidación nace el optimismo insólito de unas minorías estéticas que hacen el arte más solar que había conocido Europa desde el Renacimiento: los desnudos de Picasso, los poemas de Apollinaire, la música de Debussy, la prosa de Paul Morand, el surrealismo feliz de Chagall. Y, en España, los libros de Ramón y los versos del 27.

Eso es lo que conmemora el optimismo generacional que recorre Europa en los años veinte, y un poco antes: el final de otra Edad Media, un nuevo Renacimiento moral y estético. Ramón, por primerizo, no puede decirse que se contagie de ese movimiento europeo o sea su epígono, sino que conecta con todo ello sin saberlo -luego lo sabrá-, gracias al clima de época. En los poetas del 27, un poco más jóvenes que él, sí es posible rastrear ya las influencias y mimetismos franceses desde el principio, como antes en los modernistas.

El realismo, el viejo mozo de cuerda, seguía sin enterarse. Ortega es un filósofo del optimismo, Guillén es el poeta del optimismo, Ramón es el genio del optimismo, hace la prosa más optimista de Europa. Jardiel hará por primera vez en España un teatro optimista. Pero el realismo se mantiene cejijunto. Los escritores realistas son sombríos, de Baroja a Sender, porque el realismo está abrumado por la herencia del siglo XIX, que es el pesimismo. Claro que el optimismo histórico de estos hombres que hemos citado y de otros sería bien pronto desmentido por la Historia, pero esto no hace sino ratificar que efectivamente algo nacía en Europa, una vez más, y que un nuevo medievalismo -esta vez el fascismo inquisitorial- vendría a sepultarlo.

Antes que nadie y al margen de todos, Ramón mantiene su lucha juvenil contra el mozo de cuerda del realismo, contra el realismo sombrío y repetitivo, que ya no es de derechas ni de izquierdas, sino pesimismo indiscriminado y nihilista, como en El árbol de la ciencia de Baroja. Ramón no hace greguerías por capricho. Cada greguería es una bomba de mano, una granada de imaginación que él lanza contra la fortaleza berroqueña del viejo realismo galdobarojiano. En cada greguería, como en cada Picasso, nace el siglo XX.

5. RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS

Dos constantes, pues, caracterizan a la vanguardia artística y literaria del primer cuarto de siglo en Europa: experimentación y alegría. Todas las artes experimentan y todas lo hacen con alegría. Alegría que es ironía en Duchamp y paranoia en Dalí, y que sólo en los surrealistas se entenebrece, sobre todo en Breton, quizá por la propia naturaleza dogmática y premonitoria del poeta. Ramón es experimentación y alegría.

Ramón mantiene muy tempranos contactos con los vanguardistas franceses, viaja a París, prologa un libro de Apollinaire, es amigo personal de Pitigrilli, gran revolucionario del humor, y forma parte de un reducido club de humoristas con Charles Chaplin. Ramón, en sus Retratos contemporáneos y Nuevos retratos contemporáneos, traza la biografía y la imagen de Picasso, Giacometti, Rivera, Apollinaire, Archipenko y tantos otros. En su libro Ismos va estudiando todos los que navegan por Europa y América en aquellos años, e incluso otros que él se inventa, como el botellismo. A los vanguardistas españoles los retrata, estudia y define en Pombo y otros libros y escritos. Mantiene estrecho contacto literario y humano con los vanguardistas de Amé-rica: Borges, Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, el ya citado Rivera y otros pintores americanos. Es el viajante de comercio del vanguardismo, que trae a España las últimas cosas, la última moda, y sale por el mundo a repartir una forma de vanguardismo español.

Se ha hecho recientemente una antología de vanguardistas españoles que es de todo punto lamentable por la limitación y monotonía de textos y autores, y, sobre todo, por el reducido y equivocado papel que en esta antología tiene Ramón Gómez de la Serna. Quienes hoy entienden vanguardia como revolución política, referidos ambos conceptos a los años veinte, están desprestigiadamente equivocados. Plantean mal la cuestión. Las vanguardias fueron la revolución del optimismo, frente al pesimismo y el milenarismo catas- trofista del realismo burgués. Algo tenían que ver, efectivamente, con el optimismo revolucionario ortodoxo, pero no por dogma, sino por parecido de época y aire de los tiempos. Cuando, efectivamente, el optimismo vanguardista trata de secularizarse como optimismo revolucionario, fracasan ambos optimismos en un sombrío pesimismo y malentendido: el mejor ejemplo de esto es la polémica entre los surrealistas y Moscú, ampliamente narrada por el propio Bretón y por otros surrealistas, entre ellos Aragón.

En estos días en que escribo acaba de morir Bloch, el filósofo de la esperanza marxista y el optimismo en general. Con él muere, quizá, algo que ya estaba muerto: la fe en la utopía. Pero es importante, para entender las vanguardias, contar con esta idea del optimismo, que en política toma la forma del marxismo y en arte la forma de juego. Ambas formas parecieron conciliables en un principio (se lo parecieron a los artistas). Luego se vio que no. Después de la guerra atómica, las vanguardias se han hecho experimentalistas y sombrías, desde el existencialismo de posguerra al barroquismo hispanoamericano de las novelas de hace pocos años, y es ahora mismo cuando la contracultura y el underground, desde Estados Unidos, difunden al mundo una forma de vanguardia optimista, un nuevo optimismo que es ya mucho más anarquista que marxista.

Hemos explicado anteriormente que el optimismo de aquellas vanguardias es de doble signo: aleluya a la superación de la guerra y el progreso técnico y científico; respuesta al realismo pesimista del XIX. Podría establecerse una ecuación realismo = pesimismo. El realismo es una fórmula que vitalmente da, como mucho, para el conformismo, más que para el optimismo. Poco importa que el realismo de derechas sea conformista y el realismo de izquierdas o de denuncia sea pesimista. Hay algo más profundo, y es que el realismo nace limitado, resignado, corto de posibilidades. De entrada, el realismo renuncia a la imaginación, acorta sus distancias y no quiere ver más allá de lo que hay, cuando, realmente, lo que hay está siempre más allá. Optar por el realismo es ya una opción pesimista, un dar por supuesto que el mundo es su superficie, que la realidad es lo que vemos. Una negativa de todas las otras percepciones y, sobre todo, una autocastración que nos somete a lo externo y nos impone la renuncia a nosotros mismos, a lo que nosotros ponemos en las cosas.

Vemos, pues, cómo más allá de la desinencia izquierda/derecha el realismo es siempre pesimismo (siempre derecha, diría yo), y frente al realismo de la picaresca se levanta la imaginación del Quijote o levanta Quevedo sus Sueños. Frente al realismo neoclásico y pseudorracionalista del XVIII y el XIX, levanta el Romanticismo su imaginación atormentada y también pesimista, pero redentora. El realismo, que es escolasticismo en filosofía y campoamorismo mostrenco en la lírica española, ha vuelto una y otra vez a lo largo de nuestra Historia. El arte de España tiene fama tópica de realista, aunque casi nunca lo sea, y este supuesto realismo viene dado, como digo, por la escolástica y por una suerte de ascetismo secreto que se ejerce también sobre el mundo de la creación: el español no ha de renunciar solamente a su cuerpo, sino también a su imaginación. La imaginación es pecado. El artista usará los sentidos, naturalmente, pero los usará atenidos a la evidencia óptica y física que ellos captan. Prohibida la sinestesia como pecado mortal contra el realismo.

El realismo, en fin, es una suerte de puritanismo que abruma a Europa a lo largo de todo el siglo XIX, como herencia degradada del racionalismo del XVIII. Ya hemos anotado que, aparte la revolución romántica, Baudelaire es el primero que da la consigna efectiva de luchas contra la conjunción realismo-burguesía-pesimismo mediante un lenguaje no realista ni burgués. Baudelaire va más allá del pesimismo burgués. Y entonces es cuando da en el satanismo. El satanismo puede que sea la opción última y única de quien, no estando dotado para el optimismo, tampoco quiere quedarse en el provinciano pesimismo burgués.

Y de Baudelaire, en fin, nacen todos los lenguajes nuevos del siglo XX, también en pintura (no hace falta recordar al Baudelaire crítico de arte, primer avizor de Goya). Estos lenguajes, recorridos por el optimismo político, social, científico de los años veinte, son los que dan la respuesta definitiva al viejo realismo y constituyen las vanguardias. La poderosa intuición literaria de Ramón Gómez de la Serna, hijo del siglo como ningún otro, le lleva a coincidir con todo eso desde su Madrid provinciano y casticista (al que siempre será fiel, por otra parte). Huye Ramón de lo que tiene cerca, el realismo pesimista de Galdós y el 98, y empieza a hacer contestación, experimentación, optimismo, arte por el arte.

En principio no hay influencias ni mimetismos. Lo abultado del fenómeno vanguardista en Europa y lo abultado del fenómeno Ramón -del ramonismo- acaban por tocarse. Es una cuestión de magnitudes. Las vanguardias españolas dan en poesía una generación espléndida. En prosa fracasan puerilmente, y no hay más que leer los textos de época de Giménez Caballero, Antonio de Obregón o Francisco Ayala, escritores todos que acabarían tirando por otros caminos. La única gran prosa de vanguardia la hace Ramón. Ramón es, él solo, todas las vanguardias españolas.

6. APOLLINAIRE

«Estás cansado de vivir en la antigüedad griega y romana», dice Apollinaire. «Incluso los automóviles tienen un aire antiguo.» Apollinaire, padre de vanguardias, mantiene sobre sí la luz del mundo clásico. Las vanguardias son un clasicismo en cuanto que quieren exaltar el mundo de las formas, vivir a plena luz. Las vanguardias vienen a romper con el mundo burgués, pero eso supone siempre empalmar con el mundo clásico una vez más.

No hay otra opción. Atenas o la ciudadela medieval. El hombre elige vivir en este mundo o vivir en el otro, según las épocas. Vivir en clásico o vivir en romántico/medieval. Sólo el surrealismo (al que hay que poner tan aparte de las vanguardias generales como luego veremos) evita la luz y hace carrera en la sombra. Apollinaire quería luz, más luz, como Goethe. Breton consume oscuridad, Apollinaire hace una exaltación esteticista y lírica de la Iglesia católica, que, con otros rasgos, prefigura en él un vago prefascismo, como por otros caminos en D'Annunzio.

Dice que ha visto por la mañana una calle nueva y limpia que «era el clarín del sol». Hay que leer a Apollinaire persiguiendo la imagen, la metáfora, la greguería. Cada revolución creadora pone el énfasis en un aspecto de la creación total: la imagen, el pensamiento, el sentimiento, el clima, la música, la vaguedad, la precisión. No hace falta darle nombre de persona a cada una de estas opciones. Una nueva escuela no es sino la consagración de un rasgo a costa de los demás. El Romanticismo consagra el acento, el Modernismo la música, las vanguardias, casi unánimemente, la imagen.

«Estamos hechos de la materia de nuestros sueños.» Borges estudia todos los posibles sentidos que esta frase podría tener para Shakespeare. Al fin se queda con la hipótesis más modesta y más verosímil: esto no era para Shakespeare más que un acierto fricativo, un roce y un gozo de palabras. Los vanguardistas deciden que la poesía no es más que una libérrima creación de imágenes. Ramón Gómez de la Serna ni siquiera encadena más o menos ingeniosamente las metáforas en el collar de un poema: las da sueltas y las llama greguerías. La greguería es, en principio, el hecho funcional de sacar una metáfora de su contexto.

Así, Apollinaire está lleno de greguerías. Ha fingido una organización para ese sistema de imágenes. Ramón no sólo rompe el discurso en prosa, sino también el discurso en verso. La metáfora sola, suelta, queda mucho más injustificada y desvalida. Es una cosa. Algo que se ofrece inmotivadamente a nuestra atención. Está en la sensibilidad y la estrategia de Duchamp.

«Es Cristo que sube al cielo mejor que los aviadores.» La frase es pueril, como otras de Apollinaire. La vanguardia optimista -Ramón, Apollinaire- no renuncia a lo fácil, a lo pueril. Los simbolistas dan a lo sagrado un tratamiento blasfemo. Los vanguardistas, un tratamiento mecánico. Actualizan ingenuamente las viejas imágenes religiosas.

«Siglos colgados», dice el poeta de pronto. García Lorca hablará de los toros de Guisando «como dos siglos de piedra hartos de pisar la tierra». La vanguardia maneja las magnitudes históricas con desenfado, con desenvoltura. Esa es otra de sus constantes, lo que le da mayor aire de modernidad. Cristo sube más que un avión y los toros de Guisando son siglos de piedra. La cultura ha sido tratada siempre por la cultura de una manera reverencial. Incluso en los supuestos críticos. Sobre todo en los supuestos críticos. Dadá, las vanguardias y el surrealismo quieren hacer iconoclastia y tratar la cultura anterior de una forma festiva o destructiva. En el mejor de los casos, de una manera esteticista, haciendo de un mito un objeto, nunca una enseñanza.

Se trata evidentemente de una revolución cultural. Pero de una revolución menor. Con toda su virulencia ocasional, Dadá y el surrealismo han sido fácilmente integrables. Apollinaire tiene un fondo optimista y burgués -de burgués exaltado- que le hace el más integrable de todos.

Ramón Gómez de la Serna, muy poco radical, salvo en los primeros tiempos, ejemplifica bien el desprecio por la tradición cultural. Le basta con la ignorancia. No habla de la mitología para bien ni para mal. Sitúa al hombre en la vida cotidiana. Le emparenta con su general familia costumbrista o estética, pero nunca con los dioses. Ve la humanidad por vetas: los tristes, los gordos, los tocadores de flauta, los enterradores, los artistas de circo. Ramón es más actual que todos los modernos demoledores de estatuas. Él ni siquiera ve las estatuas, al pasar, o las ve como cosas. Una estatua puede ser para él un tintero grande. Raramente denostará o cantará al estatuado. Apollinaire tiene una piqueta de luz para demoler los monumentos de la Historia. Ramón se sienta en ellos a comer tortilla. No necesita borrar la Historia, porque ni aún la considera.

«Escribo únicamente para exaltaros, oh sentidos, oh queridos sentidos, enemigos del recuerdo, enemigos del deseo.» Con estos versos, Apollinaire está explicitando lo que es la ética y la estética de las vanguardias, que nacen de él en buena medida. Un instalarse en los sentidos, vivir en ellos y desde ellos. Los sentidos nos dan imágenes, metáforas a punto. Los sentidos son «enemigos del recuerdo y del deseo». Se ejercen sobre el puro presente. El poeta de los sentidos es el poeta de presa que está siempre al acecho, cazando hermosas piezas de luz, metáforas. La vanguardia viene a abolir todo el sentimentalismo romántico/burgués, la poesía de los sentimientos, de las nostalgias, de los recuerdos. Ya sólo queda Apollinaire, con su poesía plástica que dibuja el presente, y Valéry, con su poesía de la inteligencia, de donde nacerá la llamada poesía pura (pura de excrecencias sentimentales). Este radicalismo tiene en Apollinaire una connotación de crueldad solar. Ramón Gómez de la Serna, sin caer en psicologismos ni sentimentalismos, lo irá atenuando con la humildad de la vida cotidiana. Ramón le quita soberbia a las vanguardias.

«Del rojo al verde todo el amarillo se muere.» Apollinaire ve cosas, y más cosas dentro de las cosas, más colores dentro de los colores. Juan Ramón Jiménez escribiría poco más adelante aquello de «un incoloro casi verde». «Hay un poema que hacer sobre el pájaro que no tiene más que un ala.» Apollinaire utiliza a lo largo de su obra, como una recurrencia, esta imagen real del pájaro unialado. Las cosas raras, los caprichos de la naturaleza le fascinan como a Ramón y a toda la vanguardia. Porque vanguardia era mirar lo cotidiano como insólito, pero cuando lo insólito se presenta por sí mismo, en la vida -pájaro de una sola ala-, la vanguardia se encuentra (por decirlo de una manera vulgar) con la horma de su zapato. Y entonces utiliza directamente, como si fuese una creación poética más, esa imagen que le brinda el mundo.

Ramón ha mirado lo cotidiano como insólito, y esa es una de sus mayores grandezas, como vamos o iremos viendo en este libro. Pero al mismo tiempo busca lo insólito en la vida y en las cosas, busca pájaros de una sola ala y chimeneas de latón derribadas por el viento, que recoge y lleva a casa «como la armadura de un caballero medieval, quizá de Garcilaso». Para Ramón, para Apollinaire, para la vanguardia, no hay objetos sólitos e insólitos, como para el poeta no hay palabras nobles e innobles: todas son nobles e innobles, todas son palabras.

Si vuelven insólito lo cotidiano, las vanguardias también cotidianizan lo insólito. Una insólita chimenea en el suelo no es más que la coraza perdida de un caballero medieval, seguramente herido en la noche. Lo insólito se explica por elevación, llevándolo a otro plano. Apollinaire desearía que todos los pájaros tuviesen un ala, y entonces buscaría por el mundo el ave de dos alas. Ramón desearía encontrarse, en sus nocturnas paseatas madrileñas, caballeros con armadura, del siglo XVI, para tenderles naturalmente una mano y llevárselos a Pombo a reponer fuerzas.

Hemos dicho en este capítulo que la vanguardia maneja con desenfado las magnitudes históricas. La abolición del tiempo es ante todo una abolición de la muerte, y la vanguardia necesita esto para alimentar su optimismo.

«París Vancouver Hyéres Maintenon Nueva York y las Antillas.» El cosmopolitismo de los vanguardistas, del que nos ocupamos en este libro, nace de versos como el ahora citado, que pertenece al poema «Las Ventanas», de Apollinaire. Unamuno -ruralismo, casticismo- enlazaba nombres de pueblos españoles. Apollinaire hilvana sin puntos ni comas sugestivos nombres del mundo. Ciudades e islas. Proust dice que el ensueño de la palabra Venecia es siempre superior y más rico que la Venecia conocida luego, en los viajes. Cuando el mundo empezaba a ser la aldea planetaria, Proust y Apollinaire se deslumbran con la cercanía/lejanía de unas ciudades que los nuevos medios de comunicación ponen a su alcance con facilidad casi obscena. Ramón, más cazurro, socarrón y madrileño, dirá que «el mundo no es tan mundo como parece». Pierde pronto la fascinación de las ciudades. Su vanguardismo es menos cosmopolita que el de Apollinaire, aunque él viajó mucho. Lo que Apollinaire tiene de maestro disperso, hipotético, casual y simultáneo de Ramón, simultáneo del supuesto discípulo, queda compensado -¿y superado?- por el acendramiento ramoniano, que como hemos visto y veremos en este libro, se concentra en círculos de existencia muy cerrados y dibujados, para ser una y otra vez «el andarín de su órbita». Una vez más -como pasa siempre con todo- su limitación, su españolismo (no absoluto ni cerrado, como sabemos) es la contrapartida de su amonedamiento, de su autenticidad, de su pro- fundización en algo que de verdad le importaba e iluminaba más que lo insólito: o sea lo cotidiano.

7. AZORÍN Y RAMÓN

Ya nos hemos referido a la afinidad literaria entre Ramón y Valle. En su biografía de Valle, Ramón dice que don Ramón le había elegido a él para hacerla. En principio parecen muy afines. Su afinidad es la pasión por la palabra barroca, el talante de construcción verbal que ofrecen sus obras res-pectivas. Pero don Ramón es ante todo un gran fabulador, un enérgico impulsor de mitos, leyendas e historias. Valle-Inclán es, por decirlo de alguna forma, un escritor de acción.

Ramón es un contemplativo. Por eso su gran afín resulta ser otro contemplativo, como luego descubrimos: Azorín. Azorín y Ramón son las dos actitudes literarias más semejantes del siglo. Dos escritores que sólo se proponen mirar la vida y escribirla. «Vivir es ver volver», dice Azorín. «Ay cuando las cosas empiezan a dar la vuelta», dice Ramón. Son dos casos máximos de escritor puro, de escritor-escritor, de escritor que incluso, a veces, no tiene nada que decir, pero sigue escribiendo, según el chiste de Julio Camba. Y yo diría que ahí, cuando ya no tienen nada que decir, en el puro reborde del oficio, en el bisel literario de la prosa, es donde mejor se les conoce como escritores. Escritor es el que lo es más allá de sus temas. El que sólo escribe cuando tiene algo que decir, es un señor que dice cosas, pero no necesariamente un escritor. Esta actitud del escritor puro ante la vida puede parecer en principio una incapacidad. Lo parece sobre todo en Azorín, pues que Ramón llena mejor la espera de temas y géneros con la profusión puramente verbal. Azorín finge que hace novelas, ensayos, obras de teatro. Azorín o los géneros fingidos. No sólo fingidos porque no los hace bien, sino porque prefiere fingirlos. «Novela fingida», habría que subtitular algunas de Azorín, de Ramón, de Unamuno incluso.

Pero me importa esta distinción: si ellos hubieran sido escritores mediocres, se habrían limitado a hacer malas novelas, a hacer mal los géneros. Como son grandes escritores, parecen proponerse ya de entrada fingir una novela, fingir un drama. Es la manera genial que tienen de superar su incapacidad para hacer una gran novela, un gran drama. Ramón, como es sabido, llega incluso a titular «falsas novelas» algunas de las suyas. Unamuno hacía ensayos novelados. Azorín hacía estampas noveladas. Ramón hace greguerías noveladas.

Aparte el caso de Unamuno, que nos queda muy distante ahora, Azorín y Ramón adolecen, efectivamente, de una cierta incapacidad para los géneros, pero no diría yo que esto sea malo, pues que a partir de esa incapacidad ingenian ellos otros géneros nuevos o «fingen» los viejos, y ese fingimiento supone ya una renovación del género. Proust es incapaz de escribir La comedia humana, y a partir de esa incapacidad ha de crear una manera nueva de novela. De estar mejor dotado para lo balzaciano, no habría hecho sino repetir inútilmente a Balzac.

El caso del escritor sin género es sumamente interesante y atractivo. El más ilustre escritor sin género puede que sea Montaigne. A Montaigne le falta estructura mental para ser un filósofo sistemático. (Azorín quiere ser un pequeño Montaigne, aunque nunca se confiese escritor sin género.) De la incapacidad de Montaigne para hacer filosofía sistemática, de su incapacidad para el género nace un género nuevo: el ensayo. El más moderno y sugestivo género de la cultura europea.

Azorín finge géneros y crea bellas ficciones de géneros, a veces, bellas ficciones de novela que son bellas como tales ficciones más que como tales novelas. Pero al fin acabará inventando el azorinismo -que lo tenía ya inventado-, acabará haciendo mero azorinismo, que es una mezcla de reflexión, erudición, observación lírica y timidez literaria. Otro tanto le pasa a Ramón. Después de fingir bellamente todos los bellos géneros, después de crear bellas ficciones de novela, más que bellas novelas, descubre al fin el ramonismo, descubre, como Azorín, como Unamuno, como Montaigne, que el género es él.

Y cuando digo «después» no quiero decir que este descubrimiento sea posterior en el tiempo y en la obra, sino que, sin duda, el escritor ha tenido que pasar por la experiencia y el fracaso de los géneros -¿fracaso?-, para quedarse luego en sí mismo, aunque vuelva a incurrir en género una y otra vez, que, como dice el norteamericano Norman Mailer, «la novela es la gran puta que te atrapa», y cuando a uno le ha atrapado la novela, no tiene más remedio que escribir una novela, aunque ya no crea en ellas.

El escritor sin género, lejos de ser un impotente, es el caso más puro de escritor puro, es pura disponibilidad de la que pueden nacer mil géneros nuevos, y es, sobre todo, el hombre convertido en género, la más hermosa donación de lo humano a lo literario. Me parece que Ramón lleva esto mucho más lejos que Azorín, y de modo más emocionante, pero es un caso de capacidades literarias. La actitud, en el origen, es la misma. Son dos expectantes que lo tienen todo delante y no saben cómo ordenarlo en género, hasta que rompen a escribir directamente y por las buenas, porque el escritor sin género supone el cuerpo a cuerpo de la literatura con la vida, al margen de toda ficcionalización. Hoy, cuando los géneros se confunden, se borran, desaparecen, comprendemos que el escritor sin género era la más moderna figura de escritor. La filosofía ha dejado por fin de ser sistemática, retomando así a Montaigne, y la novela ha dejado de ser canónica. Lo cual no absuelve a Azorín ni a Ramón de sus novelas fingidas, que a veces son bellos fingimientos, como hemos dicho, pero alguna vez son novelas fracasadas, por las buenas.

Homenaje a Azorín organizado por Ramón. Entre los asistentes, Eugenio d'Ors, Sassone, etc.

Lo que distancia sideralmente entre sí a Azorín y Ramón es el estilo, naturalmente. Azorín utiliza un estilo implícito donde todo queda solamente apuntado. Ramón utiliza un estilo explícito que tiene, no sólo que decirlo todo, sino crearlo todo en la escritura y mediante la escritura. Pero la actitud literaria ante la vida es la misma en los dos escritores. Es el planteamiento del escritor que sólo quiere escribir, hacerle una lectura literaria al mundo, no sin cierta repugnancia por los géneros, que al fin y al cabo vienen a interponerse entre el escritor y el universo.

No en vano dedica Ramón a Azorín un extenso libro, una de sus más bellas biografías, donde llega muy hasta el final de la actitud vital azoriniana, que al fin y al cabo es la suya. Un pícnico y un asténico que tienen el mismo programa esencial: pasearse, mirar y escribir. Este programa, a mí me parece que en Azorín falla secretamente por falta de recursos literarios. Hay momentos en que la contemplación azoriniana se queda en lo fotográfico, en lo retiniano. La palabra de Azorín no es creadora y ha de apelar frecuentemente al arcaísmo, a la erudición, al argot artesanal, etc. Un escritor sin género necesita como ningún otro de la palabra. Ha de hacer sólo con palabras lo que los demás hacen con técnicas. Y esta suplencia de la técnica por la palabra me parece a mí que se realiza mucho mejor en Ramón, pues la palabra ramoniana es abundante, creadora y autónoma.

Escritor sin género, Ramón es el creador de todos los géneros fingidos, hasta que se encuentra a sí mismo en el ramonismo y en sus biografías (que también son biografías fingidas). Sus grandes libros son los inclasificables: El circo, Senos, Pombo, Elucidario de Madrid, El alba, El Rastro, que no son historia ni erudición ni crónica ni reflexión ni ensayo, sino todo eso y algo más, o sea el ramonismo. Y su Automoribundia, claro, que se inscribe en el género de las memorias, pues las memorias y los diarios íntimos suelen ser los géneros-refugio del escritor sin género.

8. LOS GÉNEROS FINGIDOS

Escritor sin género, veamos cómo Ramón va fingiendo novelas, comedias, biografías. Sus novelas son novelas fingidas, ya de entrada, porque no nacen de una idea novelesca, sino de una idea poética. Idea poética que él va tratando de novelizar a lo largo de páginas y páginas. Esa es la clave de la novelística ramoniana, clave que nadie ha visto quizá porque esa novelística interesa poco (y en buena medida con razón).

El esfuerzo por novelar una idea que no es novelesca. La lucha de lo dramático contra lo lírico. Así, en La mujer de ámbar. El título ya es un enunciado poético, que el autor puebla de sucedidos dramáticos e incluso melodramáticos, sin conseguir nunca evitarnos la impresión de que estamos estudiando una filigrana, no una novela. Así, en Rebeca, que es la busca de la mujer ideal, o cosa por el estilo, a través de mujeres todas ellas irreales, e incluso inexistentes, en algunos casos, porque el autor no consigue darles vida ni construirles una existencia sólo a base de greguerías. Así en Las tres gracias, «novela madrileña de invierno», donde el verdadero protagonista es el frío de Madrid, aparte la historia de tres hermanas desgraciadas que van pasando a través de un hombre nefasto. La mujer, en estas novelas, es siempre una metáfora de mujer, y el hombre es un vago trasunto del autor o es su oponente odioso. En El gran hotel se hace la no-novela, la novela del ocio de un español -significativamente apellidado Quevedo, y al que las francesas llaman Quevedó-, de un madrileño que ha recibido una herencia y decide gastarla viviendo como un gran millonario, durante un año, en un gran hotel de Ginebra. Lo que hace este protagonista-autor es observar, poetizar la vida del hotel y mantener algunos amores de chambre con las enigmáticas y bellas inquilinas.

En El gran hotel asoma algo muy caro a Ramón y a todas las vanguardias que le son afines: el cosmopolitismo, del que luego hablaremos. En El gran hotel encontramos asimismo la idea ramoniana -quizá poco expresada por él- de la circunferencia, del espacio acotado por cuya órbita pasea una y otra vez el observador, el andarín. Llega a definir el balcón de una de las bellas inquilinas como «un nido de mujer en el árbol del hotel». Aquí se nos descubre que está viviendo el hotel como una redonda copa de árbol. Su última novela, la última de su vida, escrita en Buenos Aires con nostalgias madrileñas, se titula Piso bajo y repite la obsesión ramoniana del espacio acotado, cerrado, entrañable y completo, pues sucede en la plaza del Dos de Mayo, que es una de las plazas más recoletas y herméticas de Madrid, aún hoy. Piso bajo es también una novela fingida por cuanto desarrolla un conflicto estático padre-hija. La nardo, quizá la más famosa de las novelas de Ramón, no es ni siquiera de las mejores entre las suyas. En La nardo hay mucho diálogo, y Ramón sólo sabe hacer hablar a los personajes en greguerías, lo cual resulta irritante en el contexto realista-poético del libro. El torero Caracho recoge el mundo tópico de los toros, con una tragedia tópica, pero el clima, el fondo narrativo, el ambiente del Madrid taurino llega a tener un espesor literario asombroso en algunos pasajes. El torero Caracho es el extremo opuesto de El gran hotel, por cuanto representa el esfuerzo de la escritura vanguardista aplicada a un tema costumbrista, casticista, y no al mundo cosmopolita que les era propio a las vanguardias. Poéticas o madrileñis- tas, metafóricas o cosmopolitas, las novelas de Ramón son todas ellas novelas fingidas por cuanto vemos que el autor está haciendo como que hace una novela, cuando lo que en realidad le importa es hacer literatura y puede que no haya nada más opuesto a hacer una novela que hacer literatura.

La novela poética, o que nace de una idea poética y no novelesca, es la que mejor le va a Ramón, y La mujer de ámbar puede ser el modelo al respecto. Las novelas madrileñistas comportan inevitablemente una dosis de realismo costumbrista que Ramón resuelve líricamente en las descripciones, pero que se desajustan escandalosamente en los diálogos y en los sucedidos, que muchas veces, como vengo repitiendo, no son sino una idea lírica dramatizada. La nardo y El torero Caracho pueden ser el modelo de esta serie. Como El gran hotel es, obviamente, el modelo de novela cosmopolita, aquella novela que se hizo mucho y mal en España, por influencia de Paul Morand, y que los autores del género ínfimo o verde, como Insúa o Zamacois (salvadas las distancias de calidad literaria, que no son muchas para un lector de hoy), explotaron al máximo. Ramón tiene el acierto, natural en él, de ver el cosmopolitismo desde el punto de vista palurdo de un madrileño casualmente incrustado en el gran mundo de los años veinte. Este punto de vista le da ya continua ocasión de ironía, ironiza toda la novela, y salva de exotismos pueriles la narración. Sin embargo, Ramón no deja de glosar en infinitas greguerías, con fervor vanguardista, lo que hoy llamaríamos con guasa los adelantos de la vida moderna. Y se anticipa a la novela collage, en El gran hotel, intercalando de vez en cuando, en la narración, la carta completa del comedor, en francés.

La novela supone deliberación y Ramón es el menos deliberado de los escritores. Lo suyo es ponerse a escribir a lo que salga. De ahí que sus novelas, aparte de fingidas, le queden desiguales, irregulares y a veces descuidadas. Es siempre el escritor que hace como que hace una novela. Fatalmente, llegaría a escribir El novelista, que es la novela de unas novelas.

Queda, pues, de toda su novelística, el empeño bello y torpe por dramatizar una idea poética. La impotencia del poeta para narrar. Ramón sabía que la novela no podía seguir siendo escrita por mozos de cuerda, y estaba en lo cierto, pero quizá no leyó a tiempo a Proust ni Joyce. Buscaba la fórmula y no la encontró. Hay una fundamental disociación entre él y el género novelesco. Son irreconciliables. No nos preguntemos cómo no vio esto Ramón, porque nadie conoce sus límites, y ya escribió Eugenio d'Ors aquello de que «mis límites son mi riqueza». Pero es casi imposible encontrar esa riqueza.

El escritor sin género se acoge a la novela porque en la novela todo vale, y tardará en aprender -quizá no lo aprenda nunca- que eso no es verdad, que en la novela vale todo a condición de no querer hacer una novela. Es el empeño por redondear una novela de alguna manera tradicional lo que lleva al fracaso. Es el fracaso de lo lírico frente a lo dramático. En el teatro español de vanguardia de los años treinta, este fracaso se daría en Casona. Ramón, en el teatro, también hace comedias fingidas. Los medios seres, su comedia más famosa, nace de un hallazgo poético-plástico: Ramón pinta a los actores verticalmente de negro, medio cuerpo y medio rostro. Luego no sabe qué hacer con ellos y con este hallazgo. La obra fracasa frente al abrupto público madrileño y Ramón huye de España. Ramón cree que está innovando géneros, pero está fingiendo géneros. Como Azorín.

En los cuentos es donde la narrativa de Ramón queda más cuajada, porque el cuento participa mucho de lo lírico y porque a partir de una idea poética puede desarrollarse un cuento, pero no una novela. Aunque no por eso dejan de tener los cuentos de Ramón, asimismo, algo de cuentos fingidos. Y es que la cuestión no está sólo en la capacidad o incapacidad, sino que hay escritores nacidos para fingir que hacen lo que otros hacen de verdad, como ese imitador de cabaret que finge prodigiosamente a Chevalier, pero nunca será Chevalier. Los géneros fingidos nacen, no sólo del escritor equivocado, sino del escritor encerrado en su circunferencia, que jamás ha salido ni saldrá de ella. Ramón es él y su circunferencia, y por eso le saldrán siempre los géneros fingidos, porque no ha nacido jamás a la vida. Lo suyo es andar y andar la circunferencia, recorrerla y contárnosla. Ahí está su genialidad circular y, por lo tanto, limitada: y, por lo tanto, infinita.

9. BIOGRAFÍAS, MONOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS

Cuenta Eugenio d'Ors que, buscando una vez documentación sobre el escultor Archipenko, sólo la encontró en el libro Ismos, de Ramón. Y añade que esto no le sirvió de nada, porque Ramón da unas definiciones de Archipenko que son aplicables a cualquier otro, pues, según D'Ors, Ramón Gómez de la Serna, cuando escribe de los demás, escribe siempre de sí mismo, desde sí mismo, aplicando su fórmula indiscriminadamente a todo el mundo.

Este juicio de D'Ors tiene una explicación banal y en parte mezquina. Cuando D'Ors llega a Madrid, expulsado de su Cataluña novecentista, más o menos, Ramón le traza una imagen irónica, una caricatura literaria que a D'Ors le hirió, sin duda. Pero en lo que D'Ors dice hay una parte de verdad, como la hay en lo que Ramón dice de D'Ors. Esa parte de verdad que podría volverse contra el propio Eugenio d'Ors y contra todo escritor: estamos condenados a ser nosotros mismos. ¿No es cierto que todo lo que toca D'Ors, en su cultura informe y multiforme, acaba siendo mundo dorsiano, incorporándose a D'Ors? Eso es, precisamente, ser escritor: tener una óptica personal del mundo y difundirla. Asumir y consumir en uno todo lo que no es uno. El escritor no está para explicar el mundo -filósofo o novelista-, sino para explicarse él al mundo. En todo caso, para explicarse el mundo a sí mismo. Que viene a ser lo mismo. Pura subjetividad. El escritor es el que objetiviza el subconsciente colectivo en la misma medida que subjetiviza el mundo, lo objetivo. Esta dialéctica es lo fecundo en el escritor. El escritor no es una guía Michelín para vivir. Es en todo caso la guía Michelín de sí mismo y nada más.

El escritor no aporta nada a la objetividad general mostrenca establecida porque no hay objetividad. Más que sumar, lo que hace el escritor, el pensador, el artista, es restar. No suma sentido común al sentido común de todos, sino que resta sentido común, roe y merma el acervo general, apropiándose buenas porciones de mundo y dejando en su lugar un hueco de duda e incertidumbre.

Lo que Ramón dice sobre Archipenko -y sobre cualquiera- no es la verdad de Archipenko, sino la verdad de Ramón. Como lo que dice Platón sobre Sócrates o lo que dice Sartre sobre Baudelaire. Quizá esto suponga un equívoco, pero ese equívoco es la Cultura con mayúscula: No hay otra. Aparte de que Ramón dice sobre Archipenko, entre otras cosas, que es como si hiciera las esculturas con los muebles de su casa, y esto no lo dice todo el mundo ni es aplicable a todo el mundo. Pero la parte de razón que tiene D'Ors en el caso Ramón-Archipenko es la que nos ayuda a comprender que Ramón hace también biografías fingidas. Finge el género de la biografía. No es que diga las mismas cosas de todo el mundo, como exagera D'Ors (él también lo hacía, repito, y quién no), sino que a través de todo el mundo se expresa y dice sus cosas.

Más que hacer una biografía de alguien, le interesa biografiarse él a través de ese alguien -no otra cosa hace el novelista- y por eso le salen también biografías fingidas, que son a fin de cuentas las grandes biografías. Un día leemos en Ortega que El Escorial es el monumento al esfuerzo por el esfuerzo, y esto nos parece bien, pero otro día leemos también en Ortega que Proust es el recuerdo por el recuerdo homenajeándose a sí mismo, y entonces ya comprendemos que Ortega está utilizando una fórmula, su fórmula, diciendo la misma cosa del Escorial que de Proust, lo cual no obsta para que ambos juicios sean válidos. Pero son, sobre todo, orteguianos. Son Ortega.

Así, los juicios de Ramón son naturalmente ramonianos, y los de D'Ors son dorsianos, y los juicios más sensatos, ecuánimes y objetivos no son de nadie. La ecuanimidad no es de nadie. La ecuanimidad, en arte, no interesa. Lo que pasa es que Ramón exaspera este pecado original del artista y por eso la biografía -género en hipótesis más objetivo que la novela- le queda también fingida, sobre todo las biografías de los clásicos, de los muertos, de las gentes que no ha conocido. Luego hablaremos de eso. También las biografías de los contemporáneos le quedan a veces fingidas, pero la temperatura de realidad y cordialidad es mucho más alta en este caso.

Por todo lo que venimos viendo, es natural que lo que mejor le salga a Ramón sea la monografía. Yo, que he dicho que Ramón es un escritor sin género, diría ahora que su género es la monografía. La monografía como género literario. Eso es Ramón. Ramón se propone un tema y lo desarrolla en un libro o un ensayo: el circo, el Rastro, los senos de la mujer, la muerte (en Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías), Madrid, Buenos Aires, el alba, etc. (Él decía que no hay que escribir nunca etcétera, y tenía razón: esto es una pereza mental, falta de imaginación o de información, pero con Ramón, queramos o no, queda siempre un etcétera.) Sus grandes libros, pues, son las monografías. La monografía es en él el género no fingido. En el que más a gusto se encuentra con su despatarramiento de gordo.

El planteamiento de la monografía ramoniana es en cierto modo nuevo y en todo caso fascinante. Acota un tema, lo encierra en una circunferencia y empieza a darle vueltas, a pasear por él, a recorrer la circunferencia. Es el reino de la libertad absoluta. El escritor escribiendo a pierna suelta, sin el convencionalismo de los géneros (que al fin y al cabo son eso, una convención burguesa, puritana y represiva, la necesidad de ponerle puertas al campo de la imaginación).

Cubierta de la edición publicada por Ediciones Oriente en 1929 La primera apareció en 1923. A la peculiar interpretación del género biográfico de Ramón se suma en este libro la aportación erudita

Se le ve pasar y repasar, en esos libros, volver donde ya había estado, ensayar una variante, repetir mejor o peor lo que ya había dicho, perdido en la riqueza de su creación. Como decía él -lo hemos recordado antes- que se le veía pasar por Madrid en su moto llevando colaboraciones a los periódicos. Las golondrinas, los muertos, las muertas, los payasos, lo cursi, lo que sea. Ramón elige anárquicamente un tema y anárquicamente lo desarrolla a tropezones de erudición, ingenio, metáfora, hallazgo, genialidad, barroquismo y descripción. Lo apasionante de este espectáculo es que estamos asistiendo a la creación pura, a la actividad del artista mientras hace su obra, a lo febril de sus talleres interiores. Ramón nos da lo que otros nos velan: el espectáculo de su trabajo. Los demás escritores guardan las formas, nos ofrecen una obra ya terminada, completa, un ensayo peinado o una novela de agrimensor. Ramón, el hombre de los géneros fingidos, es el que menos finge y vamos viendo cómo va haciendo su libro, cómo acierta y se equivoca. La obra, en fin, nace ante nosotros y queda por siempre hecha y deshecha. Es la obra de un anarquista que no ha querido componerla ante la posteridad ni aceptar la convención artista-público, esa urbanidad del arte que son los géneros bien respetados.

La monografía, como la entiende Ramón, no compromete a nada. Es el espectáculo de la libertad absoluta, algo que, como hemos dicho, estaba ya en Montaigne. Un hombre que escribe con la misma libertad que camina o hace el amor. 

Porque de qué vale huir de todos los preceptos burgueses para luego encerrarse en la preceptiva de un género, que es lo que hacen casi todos los escritores. Ramón o la escritura en libertad. Ramón es quizá la escritura más libre que se haya hecho nunca en España.

Ramón es el representante en nuestro país del optimismo europeo de su época. Y el agente de la libertad que informaba ese optimismo y todas las vanguardias. Hombre tan libre no podía sino estar encerrado en sí mismo. Y por eso hay que decir una cosa obvia: que todo lo que escribe es autobiografía. Pero algunos libros lo son expresamente, como Pombo o la gran Automoribundia. La autobiografía y la monografía ya no son géneros fingidos, en Ramón, o lo son de otra forma: en la medida en que él sólo puede verse a sí mismo literariamente. En la medida en que está desdoblado, como Baudelaire y Hamlet, como todo hombre moderno, y se ve vivir. En la medida en que, más que explicarse, se glosa. Mas hemos empezado este capítulo con D'Ors y lo terminaremos con él: «El énfasis es natural en las naturalezas enfáticas.» Lo literario es natural en las naturalezas literarias. Así hemos llegado a una de las conclusiones de este libro: la literatura, en Ramón, es naturaleza. Dice Sartre que Baudelaire había elegido no ser naturaleza. Ramón había elegido ser literatura.

10. RAMÓN Y LOS CLÁSICOS

Ramón escribe la biografía de dos clásicos españoles: Quevedo y Lope. Ya en la biografía de Quevedo nos advierte que Quevedo no es el que es, sino el que quisiéramos que fuese. O sea que hay una imagen de Quevedo -como de Lope y de otros clásicos- que no se corresponde exactamente con la realidad. En el clisé culturalista que nosotros hemos forjado. Ramón denuncia así, sencillamente, sin énfasis algo que nadie se atreve a confesar: que los clásicos casi siempre decepcionan, que el tiempo los torna ingenuos o primitivos. Claro que aquí habría que recordar la frase de Eliot: «Lo que nosotros tenemos sobre los griegos son precisamente los griegos.»

Ramón dice que Quevedo no escribió los libros que habría tenido que escribir, los que le corresponden en una imagen ideal culturalista, y es verdad. Pero, una vez enunciada esta verdad, Ramón ya tiene patente para lanzarse a inventar un Quevedo, pues que el Quevedo real nos decepciona un poco, no está a la altura de sí mismo en todo momento. Un clásico no pudo preverse clásico en vida, no pudo ocuparse de llenar el gran espacio cultural que luego le atribuye un país. Un clásico no sabe que va a ser una institución. Y por eso no siempre está a su propia altura. Lo que ocurre, naturalmente, es que al clásico le estamos exigiendo, no lo que él era y daba, sino lo que de él hemos hecho, y el clásico no siempre responde.

Entre el clisé cultural o la realidad erudita, Ramón elige una tercera vía: se inventa su Quevedo o su Lope. Con materiales de la erudición y del tópico, con intuiciones personales, con lecturas muy nuevas de la obra del clásico, Ramón hace, no el Quevedo que fue, sino el que hubiera debido ser. Tenemos que aceptar de entrada este juego y comprender que estamos también ante una biografía fingida.

Fingida, en este caso, porque Ramón no va a investigar ni hagiografiar al personaje, sino que va a repensarlo, a sentirlo y presentirlo, a intuirle. Sus biografías de Quevedo y Lope son bellísimas porque él sí que hace vivir a los clásicos -mucho más y mejor que Azorín-, y porque sabe meter dentro del muñeco erudito un hombre actual con emociones actuales. Ramón está muy cerca de Quevedo en la herencia barroca, y también se le ha relacionado con Lope por la fecundidad. Hace de ambos unas magistrales biografías fingidas que nos aproximan, no al clásico tal y como fue -cosa problemática o imposible-, sino tal y como podemos presentirlo hoy.

La biografía de Quevedo presenta, naturalmente, mayor interés, pues que las afinidades entre biografiado y biógrafo son enormes. En ella, Ramón continúa la lista quevedesca de los modorros con la suya personal de los ceporros, o bien nos dice que Quevedo era un caballero «que trasnochaba de día». De los caballeros de capa y espada que mueve Lope en su teatro, dice que abrían una puerta «como sacando una espada». Con un solo rasgo vivificante -una greguería-, Ramón pone en pie el mundo del clásico. Sería fácil decir que hay greguerías en Quevedo (más adelante formularemos nuestro análisis de la greguería). Claro que las hay. Porque la greguería no es sino una metáfora barroca, una metáfora que cierra completamente su voluta -obsesión ramoniana de la circunferencia-, sin dejarla en el aire, como lo haría, por ejemplo, Bécquer.

La puesta al día de Quevedo mediante las vanguardias europeas de principios de siglo da como resultado a Ramón, Quevedo, Vélez de Guevara, Torres Villarroel, Larra, Valle-Inclán y Gómez de la Serna establecen una línea muy enérgica de continuidad dentro del castellano más creador, exasperado y fecundo. Son la línea rebelde del castellano que se innova siempre a sí mismo, línea que corre paralela a la otra más serena, conservadora y fría de Cervantes, Feijoo, Valera, Azorín. La alternancia armónica de estas dos corrientes del castellano sólo se rompe, en nuestra literatura, con la irrupción «garbancera» de Galdós o él realismo descalabrante de Baroja.

Ramón se trabaja al clásico como un objeto. Como un objeto del Rastro. La biografía de un clásico es su biografía ideal porque es una biografía fingida. Nunca puede ser de otro modo con un muerto. Así que Ramón va estofando de anécdotas, imágenes, metáforas y colores las figuras de Quevedo y Lope. Se ve que lo que realmente le fascina de los clásicos no es lo que tienen de clásicos, sino lo que tienen de actuales, y les incorpora emociones y sucesos del Madrid de hoy. Por una parte, el clásico se va transformando, como decimos, en un bello objeto, en una especie de candelabro literario, y por otra se nos acerca con inmediatez de contemporáneo. Este desnivel es muy del descuido ramoniano.

Lo genial, en Ramón, es que consigue conjugar ambos niveles y que le aceptemos al Quevedo recamado de literatura y al Quevedo que es casi un socio elegante y golfo del Círculo de Bellas Artes paseándose por la Gran Vía. Ramón sabe, en el fondo, lo que sólo saben los poetas: que el tiempo es siempre igual y que las emociones son siempre las mismas. Prescinde, pues, de la distancia, y no queriendo enterarse mucho de erudiciones, se afana por intuir lo que les pasaba a Quevedo o a Lope en aquel Madrid que era un corralón empedrado con algunos adoquines de oro. Aquí tocaríamos una de las cuerdas privilegiadas de la sensibilidad ramoniana: la emoción del tiempo, esa emoción que está en Azorín, pero ya muy enfriada. Ramón, hombre primitivo, hombre en su circunferencia, tiene la intuición general de que el tiempo está quieto, de que el tiempo se abolsa en pozos secretos, como el petróleo, y toda su tarea de escritor consiste en ir descubriendo esos pozos.

El tema de los clásicos, para Ramón -como para Azorín-, es realmente el tema del tiempo. Esa fantasía realísima y desconcertante de imaginar a un hombre viviendo hace tres siglos. O cincuenta siglos. ¿Qué es el tiempo, cómo era el pasado cuando el pasado era actualidad radiante? Huyendo del tiempo cotidiano que fluye, Ramón conecta de vez en cuando con esa otra corriente de tiempo que no es corriente, sino enlagunamiento, tiempo parado, intemporali- dad. Cuando se ha tocado ahí, ya es fácil ver vivir a Quevedo, a Lope, a los románticos, a los clásicos griegos. Lo que creemos el tiempo no es sino nuestra impaciencia. Toda la obra de Ramón es una lucha contra la impaciencia, una lucha por conquistar su calma de gordo, su intemporalidad, el presente absoluto en que para él se mueven las cosas. Cuando realmente toca la calma (que no es muerte, como en Freud, sino presente total), es cuando mejor nos comunica esa placidez que es el aura de toda su obra, un aroma de vagancia al sol que le emparenta una vez más con Heráclito. Todo fluye, sí, pero esa fluencia no es sino la condición dinámica de la quietud, puesto que todo fluye hacia ninguna parte.

Ramón busca corralones de tiempo donde estacionarse, y ahí es donde se encuentra con Quevedo y Lope, en su Madrid, de modo que las biografías le nacen también de una motivación lírica, como las novelas, y no de una motivación histórica. Le nacen de la emoción del tiempo.

La biografía se escribe a partir de una motivación histórica, como la novela a partir de una motivación épica -la lucha del hombre contra las instituciones- y la comedia a partir de una motivación dramática. Pero Ramón escribe sólo a partir de motivaciones líricas. No hace sus biografías desde la Historia, sino desde la lírica. Lo lírico no es otra cosa que la emoción del tiempo. Ramón, en sus biografías de clásicos y románticos, nos da lo que no nos dan historiadores, eruditos ni biógrafos de profesión: una intuición y un bloque áureo de tiempo sorprendido.

11. RAMÓN Y LOS ROMÁNTICOS

Ramón -ya lo hemos dicho- no es un romántico ni un clásico. Es un anacreóntico y, en todo caso, un primitivo. El primitivo que descubre la rueda trazando un círculo mágico en torno de sí mismo, como cuenta él que lo ha trazado al escribir su Automoribundia, círculo que compara con el que hace el que está sentado «en el banco tumbal del parque con su bastón». Pero Ramón recibe de lleno en el pecho la herencia reciente del Romanticismo, pues, como él mismo dice, «de qué lejanos tiempos va resultando que soy».

Romántico es el clásico que se queda en mitad de la calle, desasistido del egoísmo burgués. El que, como hemos escrito otras veces, al perder la protección de los príncipes, se erige él en príncipe de sí mismo. El hombre moderno es romántico para siempre, desde Hamlet, porque ha perdido la fe en la armonía de las esferas y se sabe librado a sí mismo. El clasicismo había tratado de ordenar el mundo durante siglos. El romanticismo trata de revolucionarlo. De desordenarlo. Todas las doctrinas políticas posteriores, de derechas y de izquierdas, no han sido sino vanos intentos de devolver al hombre la confianza colectiva en sí mismo y en el mundo. Pero la eclosión romántica vuelve una y otra vez con el surrealismo, con el existencialismo, con los movimientos juveniles y contraculturales de hoy. El hombre, definitivamente, ha renunciado a las dos opciones tranquilizadoras de la anti-güedad: el mundo está bien hecho o el mundo está mal hecho (pero tutelado por Dios). La opción moderna es que el mundo, sencillamente, está por hacer. Tiene que hacerlo personalmente cada hombre (no colectivamente, que eso es otra cosa). Así, Sartre habla de la vida como proyecto, Rilke del Dios futuro hecho por los hombres y Heidegger del proceso de individuación. Cada hombre nuevo tiene que hacerse el universo completo, y eso es romanticismo. En el underground y la contracultura, en la acracia y la psicodelia, los jóvenes de hoy extreman el romanticismo hasta sus últimas consecuencias. Están tratando de salvar su individualidad frente a las colectivizaciones socialista y capitalista. Es la respuesta del hombre concreto al Estado absoluto.

Skinner y los conductistas hablan del Ambiente Absoluto como codificador de la conducta total del hombre, pero el hombre quiere ya ser irregular respecto de los demás y de sí mismo, quiere significar y significarse, como los átomos observados por Einstein pegan saltos inesperados y contradicen sus propias leyes. Ramón es un romántico en la medida en que prolonga y mantiene la rebeldía de los románticos frente a las instituciones, las ignora y se dedica día a día, durante toda la vida, a constituir su individualidad.

Hemos vivido una época en que ser diferente era pecado, pero hoy ya sabemos que la masificación de uno u otro signo sólo lleva a la burocracia y el consumo, cuando no a la masacre. La masificación político-comercial ha resultado tan culpable como el elitismo anterior a las revoluciones. En los treinta y seis años de vida española que Ramón vive plenamente, tanto el fascismo como el socialismo amenazan con colectivizar al individuo y sus repentizaciones, y contra eso se defiende Ramón, intuyéndolo como un primitivo, a veces, y a veces como un romántico. Su torreón de la calle de Ve- lázquez, con un techo de globos -siempre la circunferencia- le defiende contra eso. Ramón, que no es jamás un pensador en abstracto, sino que sólo cuenta con el pensamiento plástico de los primitivos, ve que la vida española se va llenando de odio, por un lado, y de multitud por otro.

Por eso añora a los románticos y a los malditos, a los primeros que levantaron una bandera o un poema contra el imperio de las burocracias de derechas o de izquierdas. Ramón mantiene intenso contacto y comercio con románticos y malditos mediante lo que lee y escribe de ellos. Del mismo modo que Quevedo, vive en conversación con los difuntos y escucha con sus ojos a los muertos. Baudelaire, Lautréamont, Nerval, Poe, Villiers de L'Isle Adam, Barbey D'Aurevilly, Larra. Nunca escribe un libro sobre Larra, pero sí un largo prólogo para el Fígaro minutísimo de Carmen de Burgos. (Sin duda, por deferencia al libro de su amante, no hace él su Larra.) De todos éstos y de tantos otros -también de Oscar Wilde- se ocupa Ramón en biografías, retratos, prólogos o artículos. Le interesan unos escritores que entonces no interesaban en España, y que sólo hoy, a finales del siglo que él inaugurara, empiezan a ser descubiertos por la juventud española.

Claro que Ramón no es un maldito, o en todo caso es un maldito del bien. Como ya hemos dicho en otro momento de este libro, a él no le recorre el viento del pesimismo, sino el del optimismo, de modo que su romanticismo optimista resulta una cosa anacreóntica y difícilmente definible. Ha optado por la marginalidad, como los románticos y los maudits, pero en su opción no hay dramatismo ni gesto, sino una sonrisa con pipa, un confort de humo de pipa.

Si a los clásicos le lleva la fascinación del tiempo, esta urna de lo distante que es un clásico, a los románticos le acerca la fascinación de la libertad, el sentirse pariente de unos hombres que tampoco querían ser burgueses de derechas, ni mucho menos burgueses de izquierdas. Pero en la bohemia, en el romanticismo e incluso en el satanismo, Ramón es siempre un maudit bonancible que sólo se droga con tabaco de pipa.

No hay satanismo en Ramón, realmente, y lo poco que hay lo absuelve él a última hora por pueriles prejuicios religiosos de hombre sin capacidad para pensar lo abstracto, que se acoge en la vejez a un vago cristianismo apenas formulado. Así, de una selección de greguerías manda suprimir aquella que dice: «El murciélago es el Espíritu Santo del demonio.»

El satanismo de los maudits franceses y españoles nunca tentó a Ramón. En el prólogo de su Automoribundia dice haber suprimido del libro todo lo blasfematorio, pero las blasfemias de Ramón nunca sonaban a tales, sino a broma de humorista o a hallazgo puramente estético, como en la greguería del murciélago que acabamos de reproducir.

Quizá hacia el final de este libro trataremos brevemente de la difusa religiosidad tardía de Ramón, pero hay que anticipar aquí que su actitud ante lo religioso, cuando estaba en pleno ejercicio de sus capacidades literarias y humanas, es de absoluta indiferencia e inocente ignorancia. Una conducta pura de niño que es la que había observado respecto de las otras instituciones: las civiles, jurídicas, militares, sociales y políticas. Los modernistas, que no eran sino unos románticos rezagados, en buena medida, usaron y abusaron mucho de lo blasfematorio como motivo estético o motivo de escándalo: Valle-Inclán y el primer Lorca, Rubén Darío y otros tienen mucho de esto (otra secuela tardía de Baudelaire). Pero la actitud de Ramón no sólo no se contagia de la moda blasfematoria, sino que la ignora en absoluto, como ignora la vida piadosa. Sacrilegio y dramatismo, que son las dos constantes del romanticismo, o mejor del posromanticismo -más cercano a Ramón-, no tocan para nada a este romántico feliz que del romanticismo ha tomado la pasión por la libertad y la marginalidad, pero sin gestos.

Ramón biografía a románticos y malditos repetidamente, a unos con más fortuna y a otros con menos -su libro de Allan Poe es decididamente malo-, y, aparte los hallazgos estéticos consabidos, conecta en muchos momentos con esa mística de intemperie que es la mística romántica. Pero Ramón borra todo el romanticismo con una sonrisa. Era demasiado gordo para romántico. Él es, al fin y al cabo, un hijo preclaro y primero del siglo y de la alegría inicial que recorre el siglo. Toda su obra es una consecuencia del optimismo generacional de su época. Con proclividades estético-literarias de romántico, a Ramón acaba traicionándole siempre el hombre de su tiempo que él es. Su optimismo natural de pícnico encuentra expresión en el optimismo de todas las vanguardias. Los románticos y los maudits fueron los abuelos sombríos de un siglo que se proponía -ay- ser alegre.

12. RAMÓN Y LOS CONTEMPORÁNEOS

Ramón trata a los clásicos como contemporáneos y a los contemporáneos como clásicos. Él mismo ha dicho, mirando un río castellano, que siempre ha tenido la virtud de ver los dos tiempos, el pasado y el presente, «y ese gran acontecimiento de que pasado y presente estén ocurriendo al mismo tiempo».

Ramón humaniza al clásico actualizándole y eterniza al contemporáneo, lo trata ya, en sus retratos y biografías, como para la eternidad. Lo cual no quiere decir que sus retratos de contemporáneos estén fijos, muertos, sino todo lo contrario, ya que otra fecunda contradicción del escritor es que, así como parece indotado para la novela de acción, en cambio noveliza muy eficazmente a los seres reales.

Escribe biografías largas de varios contemporáneos: Azorín, Solana y Valle-Inclán. Escribe retratos de casi todo el mundo, desde Picasso a Gerardo Diego y desde Giacometti a Gabriel Miró. Escribe de todo el que ha conocido. Nunca de memoria. De memoria escribe sólo sobre los muertos, y efectivamente parece conservar memoria fresca de Quevedo o Baudelaire. En Pombo, en Automoribundia y en otros libros hay asimismo muchas semblanzas al paso. Este interés de Ramón por los contemporáneos nos descubre, en principio, al hombre que es cronista antes que novelista, al escritor que novela mejor un ser real, la vida de un amigo, que un ser novelesco. Así como en el clásico le fascina el tiempo total que el clásico cuaja, en el contemporáneo le fascina el tiempo fluyente, la vida de su tiempo, y eso hace de él un cronista nato.

Dice Hegel que una filosofía no es sino la época en que fue escrita, condensada en pensamientos. De modo que si incluso la filosofía es crónica, y lo es incluso para Hegel, qué no diremos de los demás géneros. Los grandes libros, desde la Divina Comedia hasta las sagas de Balzac o Proust, no son sino crónicas de su tiempo, sólo que hay un tipo de escritor -el cronista puro- que prescinde del artificio novelesco para narrarnos la vida directamente. Stendhal es tan gran escritor -y para mí mucho más interesante- en Recuerdos de egotismo como en sus novelas. No se ha estudiado bien el carácter apasionante de las memorias, los diarios íntimos y las crónicas de época, al margen del interés documental e histórico. No se ha estudiado, digo, su carácter apasionante de género literario. Porque el cronista, el memorialista, procede al contrario que el fabulador.

El fabulador crea una estructura, compone una máquina y dentro mete la vida como un aceite que va a lubricar su invento. El novelista noveliza la vida, le da una estructura falsa que la vida no tiene, mientras que el cronista nos va dejando ver cómo la vida desnuda se noveliza a sí misma, se estructura, se explica. La crónica es una fenomenología del espíritu y la novela es una dictadura. Aparte otras distinciones profesionales que pudiéramos hacer ahora, me interesa reseñar este carácter último y apasionante de la crónica y las memorias, que no son sino la lectura que un hombre le hace a la vida, mientras que la novela es lo que un hombre habilidoso hace con la vida.

Aprendo más del curso de un río que de la geometría de un estanque. En la gran crónica seguimos el curso libre y fluvial de la vida, mientras que la novela es vida estancada, vida a la que el novelista ha impuesto una estructura previa. Quizá en este sentido dice el gran José Plá -excepcional cronista y memorialista- que el hombre que lee novelas después de los treinta años es un cretino.

La novela es lectura de adolescencia (y perdón por estas generalidades, que quizá no lo son tanto) porque el adolescente prefiere soñar la vida a descifrarla y cree todavía que la vida es reducible a novela. El adolescente necesita soluciones, la juventud es impaciente, y la novela da vida resuelta: mal o bien, feliz o infelizmente, pero resuelta. El hombre que va pasando de la juventud a la madurez es el que descubre esa cosa obvia y difícil de que la vida es muy peculiar, muy curiosa, muy inaprehensible, y le interesa más el curso de la vida que el curso de una novela. La novela es el género burgués por excelencia -aparte su carácter realista, de que ya hemos hablado- porque la novela da resuelto el problema de la vida, para bien o para mal, da vida conclusa, explicada, y lo que la burguesía no quiere son incertidumbres.

La novela tradicional equivale a los sistemas filosóficos cerrados. Tranquiliza al lector con su simetría, que se supone reflejo y prueba de la tan deseada simetría del mundo. Al percatarse de esta servidumbre burguesa de la novela, los novelistas se han creado el truco de la novela abierta, por pudor intelectual, pero una novela nunca es abierta, puesto que su apertura depende de la voluntad del autor. El broche de la novela, aunque sea abierta, es siempre el autor, como el broche del universo es Dios, para el buen creyente, para el buen lector de novelas.

Consciente o inconsciente de todo esto, Ramón trata, por una parte, de hacer novelas diferentes, como ya hemos visto -y seguiremos viendo más adelante-, y por otra (aquí sí que pone fervor y acendramiento) trata de atender a la novela viva de la vida que le rodea, a la historia de su tiempo. Literato tan literato, ve siempre el presente como una novela, y prueba de ello es un diario novelesco que escribió para los periódicos, durante algún tiempo, con el trenzado de las noticias de cada día. Mejor que escribir novelas, Ramón prefiere leer cada día la novela de la calle o de la Puerta del Sol, y dice que estar en la Puerta del Sol (circunferencia frustrada) «es el colmo del vivir». Con todo esto me parece que se explica la pasión del escritor por sus contemporáneos, y se explica otro género natural de Ramón, el escritor sin géneros, que en realidad tiene mil: la crónica.

La crónica tiene una connotación histórica o periodística que la ha convertido en género menor o auxiliar, pero a partir de Quevedo y Torres Villarroel, a partir de Larra en el XIX, la gran crónica de España está hecha por grandes escritores que no son cronistas de profesión, quizá, y que desde luego no son novelistas. Nuestro siglo XX ha tenido grandes cronistas, desde Azorín a Ramón, pasando por Ortega.

No obsta que estos escritores, además, hayan sido otras cosas. Tenían el sentido de la crónica y en todo lo que hacían estaban haciendo crónica de España, crónica de su tiempo, como quería Hegel. En el fondo de la filosofía orteguiana y del lirismo ramoniano hay crónica pululante de España. Quevedo en el XVII, Torres en el XVIII, Larra en el XIX, Ortega o Ramón en el XX, son los grandes cronistas de su tiempo y del tiempo español. No importa que en ellos haya menos datos o precisiones que en otros. En ellos está como en nadie -para eso son mayores escritores- lo que otro gran cronista, Eugenio d'Ors, llamó «las palpitaciones de los tiempos». La crónica, el único género que toma su nombre del nombre mismo del tiempo, es un supergénero o intragénero que no hay que confundir con la crónica de toros o de política. Ramón no hizo otra cosa que monografía y crónica.

Con una cita suya hemos explicado al principio de este capítulo cómo era consciente de asistir al pasado y al presente conjuntamente, pues que conjuntamente está aconteciendo. Y si del clásico obtiene el tiempo absoluto que se identifica ya con la luz, del contemporáneo obtiene el calambre del tiempo inmediato, reciente y fluyente. Esto podría explicar, quizá, la facundia de Ramón, su comunicatividad, su estar con todo el mundo y en todas partes. Un hombre, para él, era una acumulación de presentes, y así entiende y nos transmite siempre a sus retratados, desde Dalí a Silverio Lanza. Ramón es el cronista lírico de casi medio siglo de vida española. Nadie ha hecho un labor tan ancha de documento y puntualidad. Y si esa labor es hoy ignorada u olvidada, esto se debe a que Ramón no se entremetió casi nunca en las lobregueces políticas o financieras de que gustan los comadreadores del pasado, sino que de su tiempo y de los hombres de su tiempo tomó lo más fluyente y verdadero: el tiempo mismo.

13. EL MUSEO SONÁMBULO

En su trajín periodístico, Ramón decide una noche meterse en el Museo del Prado, ir descubriendo los cuadros -retazos de cuadros- a la luz de un farol que lleva en la mano, y escribir con la experiencia un reportaje.

La idea es muy ramoniana y nos descubre por vía de anécdota la manera que tenía Ramón de vivir y gustar el arte. Puede decirse que siempre lo vio así: a farolazos. A golpes de intuición. Escribe libros sobre el Greco, Goya y Solana, e innumerables retratos de artistas modernos, muchos de los cuales se repiten en Ismos. Ramón había obtenido en aquella noche periodística un museo sonámbulo y personal, un museo en movimiento, vivo y azaroso. Había obtenido, sobre todo, una victoria contra el realismo. A golpes de luz, como a golpes de espátula, destruye la coherencia, composición y asunto de la mayoría de los cuadros. Hace a su manera una lectura picassiana de los clásicos: los desbarata.

Lo que aquella noche estaba destruyendo Ramón -aunque quizá no lo entendieran así sus lectores de periódico- era nada menos que el realismo. Los pintores que elige para sus biografías mayores son tres grandes negadores del realismo. Ramón, hombre moderno y posbaudeleriano, sabe que la realidad ha caducado. Sabe, con André Gide, que la piel es lo más profundo, pero todo consiste, precisamente, en profundizar la piel. El realismo se quedaba en la piel de la Historia -los hechos, según dijo Ortega-, y en la piel de los seres. Hay que exigirle a la realidad más de lo que puede dar.

Ramón es puro pensamiento plástico, es un primitivo que jamás ha pensado en abstracto -y cuando lo intenta por escritorios resultados son muy pobres-, de modo que el pensamiento plástico de Ramón, enfrentado al pensamiento plástico que es la pintura, entabla una correspondencia dialéctica de entrevisiones que nunca es geométrica como un juego de espejos, sino enriquecedora por acumulación, iluminadora por abrumación.

Ramón ha definido siempre a un hombre por su cara, más que por su obra. Negar la validez de esta lectura sería negar el arte todo, pues el arte no es otra cosa que lectura de la piel, una lectura del mundo tan válida y profunda como cualquier otra, empero. La pintura, precisamente, legitima el hacer de Ramón, esa fe ciega en que el mundo es un museo sonámbulo -como el Prado en aquella noche de su incursión- donde las almas van asomadas a los rostros. La pintura es cosa mentale, efectivamente, pensamiento del mundo, pero pensamiento plástico.

Ya hemos apuntado en otros momentos de este libro el origen del fanatismo realista, que está en el aristotelismo, el escolasticismo y el positivismo. Contra ese fanatismo se levanta periódicamente la imaginación. El Greco, en una España todavía medieval, comprende que lo que se pinta es siempre la imaginación del pintor, de uno mismo. Han sido grandes pintores los que han pintado su propia imaginación y han sido menos grandes los que creían pintar la realidad. Pues si bien la piel es lo más profundo, el realismo es creer que la piel es la piel. Puesto que lo que se pinta, en último término, es la visión interior, y no la exterior, el Greco decide reducir al mínimo su sumisión convencional al mundo exterior, y pinta los ángeles y los santos como él puede imaginarlos, crea o no en ellos. Deja de pintar anatomías con alas, que es lo que hacía la pintura religiosa. La pintura religiosa está llena de atletas voladores y mozas consagradas como la Virgen. Yo diría que el Greco pinta por primera vez un ángel, no sólo en la historia de la pintura, sino en la historia del cielo. Porque pinta su imaginación y en la imaginación es donde viven los ángeles.

Goya pinta brujas, y también pinta las primeras brujas, más que las de Brueghel o las del Bosco, porque no pinta las brujas de la mitología ni de la tradición, sino las brujas de su mente, las únicas brujas reales. La bruja goyesca es la coartada para dejar de pintar el mundo o sus imitaciones y empezar a pintar la propia imaginación. Hemos dicho que la pintura es una lectura del mundo que hace el pensamiento plástico, y esto parece contradecirse con la otra idea de que la pintura sólo se pinta a sí misma, sólo pinta la imaginación del pintor. En realidad es la misma cosa: la pintura no es el mundo -como se ha creído y se ha querido durante siglos-, sino una lectura del mundo, y la lectura la hace siempre un hombre, una imaginación.

El Greco y Goya escapan a la realidad sublimándola a fuerza de dotes y originalidad artística. Solana, el tercer gran pintor ramoniano, escapa al realismo por el camino opuesto: degradándolo. Todo el arte moderno está hecho a medias entre exquisitos y analfabetos. Picasso es el primer exquisito. Solana uno de los grandes analfabetos. Quien no hace ya el arte -afortunadamente- son los académicos. Solana parece anterior al dibujo, y su torpeza fingida, deliberada o natural, degrada la realidad como nada y nos revela que no es tal realidad. El Greco y Goya escapan al realismo por exceso de dotes y Solana -digámoslo así- por falta de dotes. Qué gran mal pintor. 

Estos son los pintores de Ramón, los que interesan a Ramón, los que biografía y trata. Diríamos que al Greco y Goya los ha tratado también, pero con quien efectivamente toma café en Pombo es con Solana. Solana es, como Ramón, un primitivo. La manera que tiene Ramón de entrar en la pintura del Greco y Goya es, digamos, una subliminación por degradación. De los ángeles del Greco dice que tienen pantorrillas de moza toledana, y de los amarillos de Goya que son «amarillos de tortilla de patata». Esto no es sólo una manera peculiar que tiene Ramón de entenderse con la pintura, sino de entenderse con el mundo. En la inmensa mayoría de sus greguerías, definiciones, descripciones y prosas, hay un último rasgo de realismo menudo, de referencia a la cotidianidad, que siendo lo que rebaja el conjunto, es lo que le da su soporte y levadura de realidad. Ramón, que empieza a escribir, ya de partida, más allá del realismo, sabe que un detalle realista y bien observado es la levadura que anima y enriquece todo el conjunto. El detalle prosaico -que ya trataremos más detenidamente al tratar la greguería y el estilo de Ramón en general-, no es sólo la nota de un observador eterno de la vida, sino el resorte sabio de un sabio del oficio, consciente, al fin y al cabo, de que la imaginación trabaja siempre a partir de algo muy real, muy pequeño y muy concreto. Por eso se le agradece tanto el anclaje en la realidad que nos ofrece siempre finalmente, de regreso de sus lirismos, como se le agradece al filósofo el ejemplo concreto con que ilustra la lección.

Espero no tener que aclarar que esta levadura de realismo y cotidianidad que Ramón mete en todo -incluso en las sublimidades del Greco- no contradice nuestra teoría -nada nueva por otra parte-de Ramón como superrealista, sino que la completa y da sensatez.

Por algo elige Ramón a sus pintores. Qué pintores los de Ramón. Y por algo no elige otros. El realismo de Velázquez, por ejemplo, no parece haberle tentado nunca. Dice Ortega que Velázquez pintaba en prosa, y Ramón no tolera la prosa, aunque parezca que ha escrito kilos y kilos de prosa. En cuanto a Solana, con él no hay caso, pues está tan cerca de Ramón en vida y obra que son dos primitivos y se entienden entre sí de una manera primitiva, pasándose longaniza y palabras gruesas. De entre todos los retratos y biografías de pintores y escultores que hace Ramón, lo de Solana es lo mejor, naturalmente, pues que Solana es como un hermano pictórico y palurdo del escritor.

Con Solana no tiene que recurrir a su fórmula de la sublimación por degradación, ya que Solana lo degrada todo previamente con su mal dibujo genial y su genial mal gusto. Solana es, digamos, la versión infame de Goya y de mucha pintura española, la sublimación inversa de la realidad, lo que Ramón mismo hubiera querido hacer. Es la prosa de Ramón al óleo. Recordemos aquella frase ramoniana: «Cuánto trabajo para que todo quede un poco deshecho.» Eso es lo que hay en Solana. Un gran esfuerzo para que todo quede deshecho, mal hecho. Solana desborda la realidad por abajo como el Greco la desborda por arriba. Están, pues, en el mismo límite. Para Ramón, pasear con Solana y beber su vino es como pasear con el Greco. Si ha visto lo que los ángeles del Greco tienen de mozas toledanas, poco le cuesta ver lo que las mozas de Solana tienen de angélico.

14. RAMÓN Y OTROS ISMOS

La aventura de Ramón en el Museo del Prado es, pues, mucho más que un gesto simbólico. Tiene algo de la aventura de don Quijote alanceando molinos o acuchillando odres. Es una aventura dadaísta. De haberse producido este gesto en el corazón de Europa, hoy estaría en todas las historias del dadaísmo y el surrealismo. Como se produjo en Madrid, sólo quedó como una gracia ramoniana para los lectores del periódico, que la olvidaron al día siguiente.

Innovar en España sí que es llorar. Digo que el gesto de Ramón es mucho más que un símbolo porque es ya vanguardia en acto. El Prado es la catedral del realismo, y Ramón, fragmentando ese realismo de todas las épocas, y todas las escuelas, a hachazos de linterna, está haciendo una especie de carnicería que ahora nos recuerda, no sé por qué, el Guernica de Picasso, que entonces aún no se había pintado. Ramón, en fin, destruye el contexto realista de todo el arte museal para obtener fragmentos de pintura pura, gratuita. Somete cada cuadro al azar de un linternazo, y esa prueba, ese contraste no se le había hecho a ningún clásico.

Como él dice, «los clásicos querían ser de su tiempo y además de todos los tiempos. El moderno sólo quiere ser moderno». Y en este desprecio por la cuquería eternista ve Ramón la mayor autenticidad y novedad de la vanguardia. Los clásicos, sometidos a su experiencia de la linterna, saltan de su contexto histórico general y del contexto determinado del cuadro para quedar en pintura sola, mala o buena, expresiva o muerta.

Ramón, que como hemos dicho es pensamiento figurativo en estado puro, o sea un presocrático, en cierto modo, cuando se enfrenta con este pensamiento figurativo y figurado que es la pintura, consigue, como hemos dicho, ricas correspondencias en la glosa, pero hay veces que consigue -lo que es más curioso- acceder al pensamiento teórico, ya que no abstracto. Sólo puede expresar lo abstracto mediante lo concreto, como los primitivos y como algunos contemporáneos suyos (Valle-Inclán), pero de pronto se enfrenta a lo concreto absoluto, a la pintura, y su pensamiento reacciona vigorosamente y se vuelve teórico, como veremos ahora.

Para el idealismo todo está en la mente y para el positivismo todo está en las cosas. Para el hombre moderno, todo está en la mente, pero en forma de cosas. Hay una suspicacia general, histórica, generacional de varias generaciones, sobre el pensamiento abstracto, a la que Ramón se anticipa no planteándola siquiera como suspicacia, lanzándose directamente a pensar en imágenes. Pero el revés de esto, que ya hemos apuntado, está en el prólogo de Ismos y en el estudio sobre el cubismo que contiene dicho libro. Ramón, que a veces abunda en prólogos teorizantes y pueriles (como Valle en su Lámpara maravillosa), le pone a Ismos, como prólogo, uno de sus pocos textos teóricos conseguidos. Muy conseguido. Un texto que es un manifiesto vanguardista y libertario mucho más expresivo y definitorio que casi todos los que escribieran los surrealistas franceses y los futuristas italianos. «Libertario», hemos dicho. Esa es la palabra que no había salido hasta ahora y que más y mejor nos dice de Ramón. Ramón es un libertario sin energumenismo. No me gusta hacer un libro con remiendos de otros libros, y por eso no doy aquí muchos textos de Ramón, pero en el prólogo de Ismos, hay cosas que son insoslayables:

«Yo diría que no se está preparando arte alguno, sino la libertad del hombre y su monstruosidad última, cosas que si quizá no podrá vivir nunca en vida declarada, las podrá vivir en la mente. Llegaría hasta decir: se está preparando la libertad idiota, que, después de todo, bien mirado, es el colmo de la libertad. Claro que toda la historia de la política, de las religiones, de la filosofía, de la estética, de la retórica, ha sido evitar la eclosión de esa libertad, y se inventaron todas las maneras de contemporización para evitar esa libertad suprema, protuberante, empedernida. Debemos adelantar los tiempos en nuestros corazones. Quien no haga esto no es nadie.»

Y nadie ha luchado en España como Ramón, en aquella época -qué atroz época para eso y para todo- por la libertad total del hombre creador, de lo creador que hay en el hombre. Del cubismo dice Ramón: «Se trata de una de las más bellas rebeliones del hombre contra las apariencias.» En otro momento de este ensayo dirá que «todo lo que colinda con lo fotográfico es repugnante». Y sobre todo, esto: «El principal problema que se propuso el cubismo fue el terrible de la animación de una superficie plana, estrechando su conciencia hasta utilizar las leyes de la perspectiva en relación a esa superficie y no aplicándose sobre ella para proyectar la representación que pudiera espejear. Para el cubista la tela fue negra y sobre ella se exigió el elevar las figuras y las demostraciones como teoremas que, por primera vez, no contaron con lo que pudiera tener de luna azogada el cuadro.»

En Ismos se va desde Apollinaire a Rivera pasando por Picasso, Marinetti, el arte negro (su moda occidental), Charlot, Léger, el jazz, Tristán Tzara, los surrealistas y otros muchos nombres e ismos. En el prólogo, Ramón se cuenta amigo o hermano desconocido de Apollinaire -a quien llegó a tratar-, Max Jacob, etc. Delaunay le llama «el Apollinaire español», y de Max Jacob dice él mismo que es «su mejillón desconocido».

Una de las primeras ediciones de Ismos

De la destrucción a farolazos de la catedral del realismo -el Prado- en una noche periodística, parece que le ha brotado a Ramón toda esta riqueza de ismos, formas, amigos e imaginación. La mezquindad nacional empieza pronto a emparentarle con escritores europeos (de los que sólo se sabía aquí gracias a Ramón, como de los filósofos sólo se sabía gracias a Ortega). Pero ya hemos visto que lo que le une a las vanguardias es mucho más que un mimetismo o una moda: es un viento generacional que se llama optimismo. Ramón es simultáneo a todo lo nuevo.

La revolución de las vanguardias, tanto como revolución contra la economía burguesa (que al fin y al cabo admiran en sus realizaciones futuristas y espectaculares, como el avión, por ejemplo), es revolución contra el pensamiento burgués. Pero no contra el pequeño pensamiento de la pequeña burguesía, sino contra el gran pensamiento filosófico. El eterno divorcio entre filosofía e Historia, la insistencia del mundo en escapar a los grandes esquemas de pensamiento -Hegel, Kant- e incluso contradecirlos, hace que el hombre del siglo XX se decida a ser libre, se lance a explorar su propia libertad, sin esperar a que nadie le diga quién es él, qué es él, aunque ese nadie sea Descartes, Heidegger o Bergson. Las vanguardias artísticas, estéticas, literarias, de los años veinte, son la ruptura con el pensamiento sistemático, que no ha conseguido sistematizar el mundo en más de veinte siglos. Luego, los propios filósofos romperían con la filosofía.

Digamos que la ruptura se produce primero en la calle, y el fenómeno fue detectado por muchos, desde la izquierda y desde la derecha. Ortega lo llamó «la rebelión de las masas» y Spengler, «la decadencia de Occidente». Quien antes recoge el malestar cultural de la calle es el arte y la literatura, más sensible que la filosofía a «las palpitaciones de los tiempos». Y esto son las vanguardias. Finalmente, en nuestros días, vemos cómo Adorno hace filosofía a partir de la imposibilidad de hacer filosofía.

De modo que las vanguardias son una vuelta a Heráclito y los presocráticos, al pensamiento figurativo y libre, aunque, inevitablemente, las vanguardias se academizan, y ya Ramón nos previene contra eso: «El que se haya industrializado y hecho comercial parece que la compromete; pero no, en seguida realiza de nuevo su soledad, su impavidez, y espera el mañana con tan virgen esperanza como siempre.»

Aquella revolución estética ha resultado irreversible. Pronto fue secundada por la filosofía e incluso por el pensamiento político más avanzado. Desde entonces, el racionalismo ha quedado en entredicho para siempre y el dogmatismo desacreditado. El realismo, la expresión más banal del racionalismo estético, reaparece hoy como hiperrealismo, con una connotación plenamente irónica, experimental. Como algo en lo que ya no se cree. Como una investigación más. Ramón es protagonista en España y partícipe en Europa de unos movimientos que utilizan incluso la intrascendencia -sobre todo la intrascendencia- para negar el trascendentalismo fanático y sanguinario de la cultura tradicional. Ramón, el primitivo, el enredado, el irracionalista, es clarividente de todo esto y lo deja dicho: «Estamos saliendo de una época y hay que dejar explicado nuestro tiempo.»

15. LOS ISMOS EN ESPAÑA

No hay más remedio que repetir lo ya dicho en este libro, y en tantos otros por tanta gente: las vanguardias de los años veinte, en España, fueron más fecundas en la poesía que en la prosa. Pero en España se hizo mucha prosa vanguardista y el fracaso general de esta prosa es lo que ha desacreditado a la larga el vanguardismo español. Una generación, una moda estética, una escuela, es siempre un señor y unos amigos. Los amigos se mueren irremisiblemente y el señor queda vivo para siempre.

Vivo, aunque muy olvidado, como es el caso de Ramón y de tantos otros. No es sólo que Ramón sea toda la vanguardia en España, sino que casi todos los vanguardistas son ramonianos, de Valentín Andres Álvarez a Francisco Vighi. Hay vanguardistas periféricos, como Arconada a Armeiruiz, vanguardistas erráticos, como Max Aub. Francisco Ayala, al que ya hemos citado, y que hizo el vanguardismo con la dignidad natural de toda su obra, emigra pronto hacia otros géneros más tradicionales. Bacarisse es un vanguardista delineado. Buñuel y Dalí se internacionalizan en seguida con el cine y la pintura. Domenchina no madura como vanguardista. Antonio Espina mantiene siempre su recia prosa castiza, incluso en la incursión vanguardista. Giménez Caballero ha hecho toda su vida un ramonismo de colegio, una especie de imitación desesperada e impotente de Ramón, pero en su Gaceta Literaria dio mucha vida al movimiento.

La evolución de Giménez Caballero hacia el fascismo (Ridruejo le llama el primer fascista español) no es casual, y ya alguien ha señalado que el vanguardismo degenera fácilmente en reaccionarismo, aunque las vanguardias de esta última parte del siglo tengan siempre un matiz de izquierdas. Lo que pasa, en puridad, es que la vanguardia, mal secundada por los movimientos políticos, acaba siempre por quedarse sola y un poco desorientada, y cuando languidece estéticamente, busca ese moridero de elefantes que es la cultura de derechas, para fallecer en paz.

Giménez Caballero, en el año treinta, monta su famosa encuesta sobre la vanguardia, encuesta realizada por Miguel Pérez-Ferrero en Gaceta Literaria. La inclusión del joven fascista Ramiro Ledesma Ramos, entre los encuestados nos da ya una idea de los novifascismos en que andaba metido el director de la publicación. Ledesma Ramos niega a los vanguardistas de golpe, con lo que se carga en un párrafo a la generación del 27, a los novelistas de la Revista de Occidente y a Ramón, seguramente ignorándolo todo ello y a todos ellos. Sus argumentos son los característicos argumentos fascistas: inculpar a los liberales y demócratas de conservadores, no desde la extrema izquierda, sino desde la extrema derecha. Para Ledesma Ramos, su amigo Giménez Caballero, recién afiliado al fascismo español, es el único vanguardista a considerar (no cita a ningún otro).

Seguramente ignoraba el joven y malogrado fascista que Giménez Caballero no era sino una imitación colegial, exasperada e impotente de un gran escritor español llamado Ramón Gómez de la Serna, que naturalmente no iba por entonces a apuntarse a ningún fascismo, y sólo muchos años más tarde -ya de puro viejo- se confesaría conservador (con toda inocencia política, como siempre). Jardiel Poncela hace un humor más evidente y popular que el de Ramón y su teatro y sus novelas son pura vanguardia y puro espíritu de los felices veinte, que, como se ha dicho con demagogia fácil, fueron felices para cuatro, pero que encuentran su justificación histórica como happies en el optimismo de época que ya hemos explicado.

Autógrafo ramoniano con el timbre de Prometeo, su revista de vanguardia

Benjamin James ha quedado como el prosista más consistente de la novela intelectual de la época, pero en realidad está más cerca del intelectualismo de la Revista de Occidente que de la alegre inconsecuencia -tan justificada históricamente- de la pura vanguardia.

Neville, con Jardiel y luego Tono y Mihura, ya en los años treinta, son la herencia española del humor italiano de vanguardia de Pitigrilli. Jardiel es quien primero descubre a Pitigrilli, rompiendo a la vuelta de un viaje todo lo que tenía escrito. Obregón y Robles se mueven también en la órbita del ramonismo. Samuel Ros es una escritor sensible siempre, y su vanguardismo está más en los temas y el planteamiento que en la dinámica de la prosa. El mexicano Torres Bodet convive un tiempo con los vanguardistas españoles y logra una prosa de vanguardia muy molturada. Ximénez de Sandoval se pasaría también al fascismo, en los años treinta, confirmando de modo alarmante la proclividad de la vanguardia hacia la derecha (pensemos asimismo en el entonces vanguardista Eugenio Montes). Pero esta proclividad está sobradamente compensada con la nómina de los vanguardistas que acabaron en el puro marxismo, con lo que el resumen viene a ser el de antes: que el hombre embarcado en una aventura estética arriesgada se queda siempre más corto que la propia aventura, porque la vida suele durar más que la obra -ay-, y uno acaba acogiéndose a cualquier tipo de clasicismo, que siempre ofrece un simulacro de inmortalidad o respetabilidad. 

Ramón Gómez de la Serna, que se proclama vanguardista para siempre en la ya citada encuesta del año treinta, ha pagado eso con un sabor de época que a ratos le envejece mucho el estilo. Otros alternan de por vida experimentación (ya muy estereotipada) con formalismos, como Gerardo Diego, y alguno quiere repetir el milagro picassiano de estar en todas las vanguardias, de ser él la vanguardia permanente.

Tras cualquier repaso a los vanguardistas españoles, a la prosa española de vanguardia de los años veinte, nos queda siempre la impresión de que los vanguardistas fueron un poco paletos del mundo, paletos de Nueva York, concretamente, así como los modernistas habían sido paletos de París. Esto concierne también a los vanguardistas europeos. Incluso García Lorca incurre en el rito del viaje a Nueva York y el libro subsiguiente, pero en Poeta en Nueva York, de Lorca, ya no hay optimismo de época, sino pesimismo y crítica -ese es su acierto-, porque el libro pertenece al vanguardismo y el surrealismo tardío.

En los prosistas españoles de vanguardia hay una continua alusión al cine, que llaman cinematógrafo. Todos incurren en la palabra film antes o después. «Yo nací, respetadme, con el cine», me parece que dice, más o menos, un verso de Alberti. Todos están fascinados por la gran ciudad, por los nuevos medios de comunicación, por el telegrama y el aeroplano, y según el talento de cada cual hacen un uso irónico o no de estas cosas. Hay una relación clara entre cosmopolitismo y vanguardia. A la vanguardia europea y española la mueve una razón romántica, el progreso, y una razón antirromántica: el internacionalismo. Con las vanguardias mueren los nacionalismos románticos. El vanguardista quiere ser de todas partes.

Este cosmopolitismo pueril, que estaba ya en D'Annunzio y que está en Paul Morand, en toda la novela galante de la época e incluso en la poesía, es el aspecto degradado de un internacionalismo que es lo que más hermana a los vanguardistas con los comunistas, una especie de libertad en acto, cuando los nuevos escritores que se creen ya libres confunden aun libertad con velocidad. Creen que son más libres, pero sólo son más veloces. Tardarían muchos años en darse cuenta de esta cosa tan sencilla.

Con este cosmopolitismo de los vanguardistas españoles, franceses, etc. (las novelas de Jardiel hacen burla de eso, sin dejar de estar fascinadas por los Grandes Expresos Europeos y la Torre Eiffel), contrasta el madrileñismo de Ramón. Ramón, que es un internacionalista que viaja mucho, un madrileñista acérrimo que se está escapando siempre de Madrid, sabe de alguna forma que sus mejores páginas las consigue siempre con el tema local, nacional, madrileño, español en suma. Y tiene casi siempre acierto -tan patente en novelas como El gran hotel- de adoptar el punto de vista del palurdo español cuando se enfrenta con el gran mundo. La vanguardia es cosmopolita por reacción contra los cerrados nacionalismos del XIX. Ramón hace cosmopolitismo irónico, por si acaso, y sabe que, en último extremo, la novedad -y la perennidad- no la da el avión, sino el estilo.

16. LITERATURA DE LA LITERATURA

Para salvar el estrecho localismo, unos vanguardistas deciden ser de todas partes, como ya hemos dicho: de París, de Nueva York, de Buenos Aires. Otros, más cautos, deciden no ser de parte alguna, y es el caso de toda la generación del 27, en España. Se ha llamado poesía pura, en realidad, no a la desprovista de sentimientos, que eso es imposible, sino a la desprovista de toponímicos. Entre ser de todas partes o no ser de ninguna, Ramón acierta muy sencillamente, como siempre, siendo de donde es: de Madrid.

Pero la tentación cosmopolita de la vanguardia fueron dos tentaciones: la tentación de los viajes y la tentación de la cultura. El cosmopolitismo de las metrópolis y el cosmopolitismo de los libros. La fascinación por la gran ciudad, ya lo hemos dicho, viene de Baudelaire y Las flores del mal, se continúa en nuestro siglo con Manhattan Transfer, de Dos Passos, y el film Metrópolis, de Friz Lang. La fascinación por la literatura dentro de la literatura viene de mucho más atrás, claro.

El Renacimiento está lleno de referencias a la mitología griega, y el Romanticismo lleno de referencias a la mitología medieval y a la leyenda. Los simbolistas, los modernistas, los parnasianos, rescatan también todo un avituallamiento cultural para sus versos y prosas, y esta munición se hace especialmente recargada en D'Annunzio. Las vanguardias de la década de los veinte toman a su vez la referencia culta y la recurrencia sobreliteraria de todo el acervo cultural puesto en movimiento, circulación y reanimación por Baudelaire. Las principales recurrencias literarias de nuestro siglo, y sobre todo de la época ahora estudiada, son el exotismo, el orientalismo, el americanismo (Nueva York), el inmediato cine, que nace ya con carisma, y la magia y el ocultismo para los surrealistas. A estas referencias literarias dentro de la literatura es a lo que la ensayista norteamericana Susan Sontag ha llamado kitsch ya en los años sesenta.

Susan Sontag denuncia el kitsch cultural tanto en Ray Bradbury como en Françoise Sagan, y lo define como la sustitución de una frase creadora por la referencia a algo ya creado. Pongamos un ejemplo: si alguien, para describir el rumor del agua en un relato, dice que suena como la música de Debussy, está haciendo kitsch, pastiche literario, pues su obligación es crear con la prosa y con el verso la sensación de agua, no sustituir esa sensación y ahorrarse ese trabajo mediante una sensación prefabricada, anterior, mediante Una referencia cultural.

El lector suele aceptar de buen grado el kitsch puesto que supone un guiño culto que el autor le está haciendo. Lo que Susan Sontag apenas dice -creo recordar- es que kitsch ha habido siempre, como acabamos de apuntar: hay kitsch griego en el Renacimiento, kitsch medieval en el Romanticismo e incluso kitsch cinematográfico en la novela actual. ¿Quién no ha escrito ya, a estas alturas, que el protagonista cerró los ojos para ver mentalmente el film de su vida?

Antes de existir el cine ¿cómo se explicaba la película del pensamiento, en literatura, el film de los recuerdos? Las vanguardias de los años veinte incurren con frecuencia en el kitsch cultural, y hay, sobre todo, un ejemplo de novela kitsch, de literatura de la literatura, que voy a reseñar por la importancia que tuvo en su momento, por el alto ejemplo que supone y por cómo explica la novelística Ramón Gómez de la Serna: me refiero a Les enfants terribles, de Jean Cocteau, publicada en 1929. Se trata de una bellísima novela fingida por cuanto el autor, a ratos, en lugar de dejar que la narración se desarrolle libremente ante nuestros ojos -como hace el verdadero novelista-, es él quien glosa la narración. No tiene esto nada que ver con el problema flaubertiano de la desaparición del narrador. En primera o en tercera persona -Proust o Flaubert-, el narrador nato sabe hacer que la acción fluya libre y natural. El escritor que no es narrador nato, que es más bien poeta o glosador, recurre con frecuencia a glosar una escena, mejor que a describirla. Más que hacer una novela, parece que está haciendo la glosa de la novela de otro.

Les enfants es un libro lleno de estas glosas. Por impaciencia o por el tirón lírico, el poeta, cuando narra, tiende a glosar, a extasiarse con su propia narración. El mismo Proust incurre en esto a veces, aunque de manera excelsa y con tanta demora que consigue fluidificar en la novela la propia glosa de la novela. Bueno, esto es kitsch. La forma más inevitable del kitsch. La otra, la que denuncia sobre todo Susan Sontag, es, ya lo hemos dicho, la referencia cultural directa o prefabricada. De esta forma inmediata de kitsch también está lleno el libro de Cocteau. Así, cuando el protagonista es «como un joven cristiano de Antinoé». La referencia culta y la autoglosa de lo que se está narrando convierten en género fingido y en kitsch una novela. Proust ha podido ser el gran iniciador de eso en la novela moderna, pero sus defectos, en caso de serlo, los lleva a tal exceso que llegan a ser grandiosos y se aceptan porque entonces resulta que todo el conjunto es kitsch. Precisamente, Cocteau dijo algo aproximado sobre la obra proustiana: «Es una inmensa miniatura.» Después de D'Annunzio y otros autores, ya en el corazón de las novelas vanguardistas, Cocteau es el que arranca con la novela kitsch, con el gran género fingido, con la literatura de la literatura. Les enfants fue una revolución en su época y dio lugar a una nueva forma de novela que luego se frustraría, porque la renovación del género iba a marchar por otros caminos. Cocteau rompe con el realismo de Roger Martin du Gard iniciando un tipo de novela lírica que es el mismo que intenta Ramón en España.

No vamos a entrar ahora en la ociosa y enojosa cuestión de si Cocteau es antes que Ramón o a la inversa. Lo cierto es que la novela kitsch, la novela-glosa, la literatura de la literatura nacía entonces con fuerza, aunque murió pronto. Era un camino brillante, pero falso. De este cosmopolitismo cultural no se salva Ramón tan fácilmente como del cosmopolitismo viajero, y no porque sus novelas abunden en citas literarias, que no hay tal cosa, sino porque todas ellas son literatura, y ya hemos dicho en el capítulo correspondiente que quizá no haya nada más contrario a hacer novela que hacer literatura.

Lo que queríamos decir con esa frase era esto: que todo novelista que no lo es de nacimiento tiende a glosarse, a ir glosando la acción a medida que se produce, impidiendo así que se produzca. Les enfants es el más brillante ejemplo de falsa novela, de género fingido, de novela-glosa, dentro de las vanguardias europeas de los años veinte. Se inicia con el golpe de una bola de nieve en el pecho del protagonista, «como el puñetazo de una estatua». Los efectos estéticos van sustituyendo así, hasta el final, a los efectos dramáticos, y esto es el puro kitsch literario, mucho más grave que todos los otros. Lo que con referencia a Ramón hemos llamado la lucha de lo lírico contra lo épico. La lucha por dramatizar una idea lírica. O todo lo contrario: la lucha por poetizar una situación dramática.

Les enfants parte de una idea poética, como las novelas de Ramón, y no de una idea novelesca. Una idea poética que, por lo tanto, es estática: el incesto platónico de dos hermanos. Cocteau lucha por desarrollar en el tiempo esta idea estática, estética, lírica, y sólo lo consigue a fuerza de lirismo, pues la mera mecánica novelística la suple casi siempre por la glosa brillante y afortunada. La novela está mucho mejor cuadrada que las de Ramón y por eso es el más alto ejemplo de un tipo de novela que nacía entonces en Europa, con mucha brillantez y poco porvenir. La literatura de la literatura es algo en lo que incurre Ramón en todas sus novelas -hermanas conocidas o desconocidas de las de Cocteau-, recurriendo a la glosa en cada página, sustituyendo con la glosa la narración, pecado nefasto del novelista. La famosa novela de Cocteau ilumina bien lo que quería ser por entonces la novela de vanguardia, y, sobre todo, lo que querían ser las novelas de Ramón. Tanto Ramón como Cocteau, glosadores natos, se salvan de eso cuando, renunciando a la novela, hacen literatura de la literatura o de la vida, pero no de la novela, que, como hemos dicho y repetido, es, en un sentido profundo y paradójico, todo lo contrario de la literatura.

17. MADRID

Ramón, sí, se salva del paletismo cosmopolita mediante su madrileñismo paleto, como ya hemos dicho, pero Ramón es el madrileño ideal que en realidad está huyendo siempre de Madrid: hacia París, hacia Lisboa, hacia Nápoles, hacia América. Fracasan sus diversos intentos de fijación en París, Estoril o Nápoles, de modo que es el madrileño empedernido, pero a la fuerza. Cada vez que vuelve del extranjero, no deja de constatar el carácter cavernario, agreste, duro y aislado de la vida madrileña. Naturalmente, le sobran recursos literarios para hacer de este refugio madrileño un paraíso o una ergástula, pero la verdad biográfica es que Ramón llegó a tener una cierta popularidad en París o Nápoles, y que de mala gana renuncia a su condición de escritor europeo para quedarse en madrileño.

La segunda mitad de su vida la pasa casi entera en Buenos Aires. El cosmopolitismo que, como hemos visto, es connotación fundamental de aquella vanguardia, Ramón, más que dejarlo en literatura, prefiere realizarlo siendo un escritor de dimensión europea y asistiendo a las reuniones de humoristas de Bontempelli, Pitigrilli y Charles Chaplin. Ramón ha tratado de hacer una circunferencia más ancha en torno de sí, pero aquello es una moda, y esa circunferencia que iba a ser toda Europa, se le borra pronto. Nada más banal que el mito de la perennidad del arte. El arte y la literatura funcionan por modas, y esa es su dialéctica, de modo que tampoco es malo que sea así. La filosofía y la ciencia también se mueven por corrientes de moda o modernidad. El hombre está sujeto a modas como el animal está sujeto a ciclos. Las modas son los ciclos de la cultura, algo que viene a recordarnos, en su movimiento profundo, el carácter rotatorio de la línea recta. En Europa se pasa pronto la moda Ramón como pasa la moda Pasteur, la moda Breton, la moda Chagall o la moda Isadora Duncan. Ramón lo ha dicho bien: «El mundo no es tan mundo como parece.» Y con esta su sabiduría de primitivo, se entremete de nuevo en su gruta de Pombo, dentro de la gruta cuaternaria que es Madrid, a seguir siendo él. Ramón es el escritor más tentadoramente citable de toda la literatura. Toda su obra es una pura cita. Ramón, escritor sin género, tiene mil géneros, como ya hemos visto, y la cita asciende en él a género literario: la greguería. De modo que por eso mismo he elegido citarle lo menos posible en este libro, porque podría hacerse un libro sobre Ramón como una alfombra de nudos, hilvanando greguerías o frases certeras, que las tiene para todo. No citaré, pues, todo lo que se podría citar, que sería interminable -y eso sin mirar libros- sobre el madrileñismo de Ramón o el ramonismo de Madrid, que ya viene a ser lo mismo.

Sólo diremos lo esencial: que Madrid es la circunferencia real y natural que el escritor traza en torno de sí, o se encuentra ya trazada al nacer, y él mismo dirá que Madrid es una ciudad de círculos concéntricos, y que el más estrecho de todos viene a coincidir con el pitorro de determinada fuente. (Ya hemos incurrido en cita.)

La novela del crimen y de la Ciudad Lineal. Cubierta de la primera edición

Otros círculos mayores o menores -Europa, Pombo-, resultan en él más deliberados, más forzados, más sostenidos y ensanchados a pulso, pero Madrid es el coso natural de su vida y su obra. El que huya de Madrid, buscando la gloria de Europa, la paz de Estoril o el mero alejamiento del triba- lismo madrileño, no hace sino confirmar lo que Madrid, ciudad circular, tiene de inexorable y consustancial para Ramón.

Visto todo esto a la luz dorada de aquellos años veinte de la vanguardia y el cosmopolitismo, es cuando se comprende mejor el milagro de equilibrio que supone Ramón -tan desequilibrado y desfachatado a veces-, ya que su madridismo no cae nunca en madrileñismo y su vanguardismo europeísta no llega a disminuirse nunca en lo local del tema.

Ramón escribe un Elucitario de Madrid y otros muchos libros y artículos sobre Madrid, desde Pombo hasta El Rastro o el libro en torno a la Puerta del Sol. Pero Madrid, sobre todo, está en el fondo nutriente de casi todo lo que escribe sobre Goya, Solana, Valle, en el fondo de la mayoría de sus novelas y en casi toda su poética de la vida cotidiana, que es vida observada en Madrid, y eso se nota aunque no lo diga. Madrid es la gran monografía de Ramón, el tema recurrente de toda su vida. Madrid le vuelve monotemático.

En principio, es bueno que sea así. La universalidad literaria no existe, salvo a niveles de símbolos, y el símbolo está ya muy desacreditado en literatura. La única universalidad posible consiste en universalizar sitios muy concretos. Proust habla de París, Joyce habla de Dublín, Ramón habla de Madrid. El escritor -incluso el filósofo, como sería fácil demostrar- es más auténtico en la medida en que esté más incardinado en un núcleo humano y obtenga sus verdades generales de fuentes más particulares. De ahí el peligro que el exilio, el desarraigo, la trashumancia, el nomadismo internacionalista y todo eso suponen para cualquier escritor, como se aprende hoy recordando el caso de Paul Morand, Hemingway o Blasco Ibáñez, de tan dudoso recuerdo para el lector actual.

El hombre es infinito a condición de que se limite y Voltaire es más infinito que nunca cuando se decide a cultivar su huerto, como Montaigne lo es desde su pueblo. Con el escritor internacionalista de verdad, como pudiera ser el caso de Malraux, ocurre, sencillamente, que ha hecho del mundo su pueblo. Universal es todo lo contrario de internacional.

Claro que el revés o la perversión de cualquier raigambre literaria y humana es el localismo, el costumbrismo, el pintoresquismo. Si universal es todo lo contrario de internacional, autenticidad es todo lo contrario de color local. Joyce sabe que observando a los dublineses está observando a la humanidad. El costumbrista, por el contrario, cree que debe observar a la gente de su pueblo porque su pueblo es superior a toda la humanidad. Como la gloria es siempre un equívoco, Ramón ha caído en poder de los madrileñistas, como Lorca cayó en manos de los andalucistas. Estos equívocos son inevitables, aparte de ser la gloria, ya digo, y son incluso convenientes, pues suponen un correctivo para quienes creen en la gloria.

Pero en la obra de Ramón no hay madrileñismo ni casticismo ni costumbrismo ni localismo. El Madrid de Ramón son dos Madrid: el Madrid energuménico y singular del mundo literario y el Madrid cotidiano, el Madrid de la vida cotidiana, que Ramón ha observado y poetizado como nadie, e incluso ha universalizado, pues en él se ve que la vida cotidiana de Madrid es vida de cualquier parte, sin dejar de ser madrileña. No otra es la fórmula de la universalidad o universalización de un tema.

A la muerte de Ramón, en el año 1963, el escritor catalán José Plá escribió un cruel e injustificado artículo sobre Ramón, doblemente injustificado, pues que, bien visto, son escritores de la misma raza, escritores sin género, glosadores y memorialistas y en ese artículo decía con burla que Ramón había encontrado muy fácilmente el secreto de Madrid. No, Ramón no había encontrado ni buscado el secreto de Madrid, ni creía probablemente que Madrid tuviese ningún secreto, ni que lo tenga ninguna ciudad del mundo, que eso del secreto de las ciudades es un mito romántico y superado. Lo que hace Ramón es observar prodigiosamente la vida cotidiana de Madrid, de Nápoles, de París, de Buenos Aires, del pueblecito castellano Paredes de Nava, anotar y poetizar la vida cotidiana como signo más evidente, rico y revelador de la condición del hombre sobre la tierra y del carácter a medias paradisiaco y a medias artesanal de esa condición. Lo mismo que Plá, a fin de cuentas.

Cuando Ramón dice «Madrid» debemos entender que está diciendo la ciudad, las ciudades, la humanidad, la gente, la vida cotidiana universal, la palpitación universal cotidiana de la vida, que hace que la luz de las mañanas sea igual, entre las madres atareadas y los hijos que juegan, en una aldea lapona que en un barrio de París. Ramón jamás hace madrileñismo, sino que Madrid hace ramonismo, como toda ciudad: o sea, un poético trenzado de ocio y trabajo, de alegría y resignación, de carácter y tiempo.

18. LA VIDA COTIDIANA

Hemos dicho en otro momento que Ramón es fundamentalmente cronista, el cronista lírico de una época. Esta función de cronista se le desdobla en dos: Ramón es el cronista preciso de las figuras de su tiempo, del Madrid literario, de la Europa vanguardista, y es el cronista poético de la vida cotidiana, el cronista anónimo de lo anónimo, el cronista intemporal de lo intemporal.

Del Ramón cronista-historiador hemos hablado más o menos en algún capítulo anterior. El Ramón cronista de la vida cotidiana es el más verdadero Ramón. Ramón aplica su molde a Madrid y Madrid le aplica su molde a Ramón, de modo que luego, cuando nos hable de otras ciudades -Nápoles, Lisboa, París, Buenos Aires-, siempre las encontraremos un poco madrileñas, es decir, un poco ramonianas. Entre el colosalismo de Buenos Aires, encuentra Ramón este letrerito: «Se forran botones.»

Sólo él podía haberlo visto. Es una observación madrileña, diríamos de primera intención. Ramón ve ante todo lo madrileño de toda ciudad, como confiesa haber visto pronto lo que de segoviano tiene Madrid. Va, pues, sacando unas ciudades de otras, como en el juego de las cajas chinas, puesto que lo que hace es remitirse y remitirnos siempre a ese milagro de la vida cotidiana -hoy revalorizada por los sociólogos, a partir de Lefebvre-, que se da igual y distinto en todas partes.

Para entender Buenos Aires tiene que referirse a lo que Buenos Aires pueda tener de Madrid (no por madrileñismo, claro). Es un remitirse a lo menor y más conocido, en labor de síntesis. Reduce Buenos Aires a las dimensiones de Madrid como reduce Madrid a las dimensiones de Segovia. Es la misma tarea intelectual del paleto viajero que lo compara todo con su pueblo. Sólo que el paleto lo hace por paletismo y Ramón lo hace por universalismo. Busca el comienzo esencial, roqueño, tribal y cotidiano de la humanidad en todas partes, busca y encuentra esa necesidad urgente y mansa de felicidad que hay en el hombre que trabaja y juega. Ramón, que no cree en la política, confiesa creer en una política que garantice al hombre esa tranquilidad de trabajar y jugar al sol de los días sin competitividad ni alarde.

Es socialista sin saberlo.

Así, este capítulo tendría que titularse Las ciudades e ir dando la visión y pericia de Ramón en cada ciudad del mundo que habita o visita. Eso sería una biografía bien hecha. Pero esto no es una biografía, y mucho menos una biografía bien hecha. Titulo este capítulo de las ciudades La vida cotidiana porque Ramón descubre siempre, en cualquier parte del mundo, la emoción sencilla de lo cotidiano universal, que es lo que más le conmueve. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que sea tonto para los matices y las peculiaridades. Los capta y describe mejor que nadie con su talento retiniano y su curiosidad de hombre optimista, pero de pronto llega a lo que de verdad le importa y nos importa, que es la condición unánime, general y caediza del hombre en todas partes, ya resumida en una frase que hemos citado en capítulos anteriores: «El mundo no es tan mundo como parece.»

Ramón, por ejemplo, ha cogido muy bien el clima de París (las ciudades se le dan literariamente, como las personas, como todo lo concreto), pero de pronto nos dice: «París no le va convirtiendo a uno en un viejo, sino en una vieja.» Y ahí ha tocado ya fondo y tiempo universales, porque eso ocurre en París y en todas partes. Es condición de la vejez la borrosidad de los sexos, estudiada incluso científicamente.

En el Jardín Botánico de Nápoles descubre una cabra que tira de un vehículo infantil colectivo, y dice que es como si el mundo antiguo tirase del mundo nuevo. Después de habernos dado de mano maestra el color, el sabor y el olor de Nápoles, en este juego de la cabra y los niños ha vuelto a reimplantar el tiempo absoluto y sin tiempo que es la circunferencia en que él vive.

Ramón, pues, no tiene nada que ver con los madrileñistas de capa -aunque él vistiese capa alguna vez, cuando eso no significaba nada, sino ir abrigado-, pero que ha encontrado en Madrid, no el secreto de la ciudad, como pretendía Plá malévolamente, sino el secreto sencillo de la humanidad, que se lee en la vida cotidiana. Igual lo habría encontrado en otro sitio, porque era clarividente para eso. Ya de chico, en un pueblo castellano, dice haber descubierto (lo hemos citado en otro momento) «el gran acontecimiento de que el pasado y el presente estén sucediendo al mismo tiempo». Es la imagen de la cabra y los niños en Nápoles, el mundo antiguo y el mundo nuevo.

Aquí el viejo reproche de D'Ors, que también hemos comentado ya: todos los retratados por Ramón se parecen entre sí. Claro, y todos los retratados por Velázquez. Esa sucesión de parecidos es Velázquez, es Ramón, es una personalidad artística. Todas las ciudades vistas por Ramón se parecen. Y el caso es que Ramón ha estado muy atento a la personalidad de cada sitio, al cardenillo de siglos de cada ciudad. Pero el parecido viene determinado por dos cosas: la óptica ramoniana, que naturalmente se impone a todo, y el que, en el fondo, todos los sitios son iguales «y el mundo no es tan mundo (tan grande y variado) como parece». Lo que queda, pues, de la literatura viajera de Ramón, como de su literatura madrileña, es el descubrimiento casi geológico de la vida cotidiana, eso que el progreso, la vida moderna e incluso el arte de nuestro tiempo han ido tapando y escondiendo. Cuando Ramón hace su hallazgo definitivo de la vida cotidiana, que va fijando en libros, artículos y greguerías, la Historia y la cultura iban por otros caminos: el internacionalismo, el progreso capitalista o socialista, la rebelión de las masas. Hoy son las místicas de izquierdas las que vuelven a la valoración de la vida cotidiana, a la mejora de «la calidad de la vida», que durante unos años había quedado en manos de costumbristas y redichos.

Pero el milagro específicamente literario es, ya lo hemos apuntado, cómo consigue Ramón embutir de cotidianidad y madridismo una prosa vanguardista que parecía hecha para narrar lo insólito. Otros escritores lo consiguen en otros ámbitos: Apollinaire y Cocteau hacen cosa semejante con París. Pero la clave misma del ramonismo, del estilo ramoniano (un estilo es siempre un acento, no una sintaxis), es esa conseguida síntesis de vida cotidiana expresada mediante el lenguaje insólito, de vida madrileña contenida en un lenguaje europeo de vanguardia.

Del madrileñismo le salva en primer lugar su hallazgo de lo cotidiano universal y en segundo e importante lugar la calidad de la prosa, que remonta siempre la referencia local mediante la imagen de rasgo universal, que entonces sonaba a lo último y hoy suena a lo último de entonces, todavía. El realismo galdobarojiano había hecho de la vida cotidiana madrileña un folletín. Luego viene Azorín -hermano tan dispar de Ramón-, reteniendo con mejor pulso la vida cotidiana, pero paralizándola y arcaizándola en exceso. Son Ramón en Madrid y precisamente Plá en Cataluña quienes más y mejor hacen el hallazgo directo de la verdad cotidiana de la vida local, y luego en sus viajes -los dos son muy viajeros- de la vida universal.

La escritura insólita de las vanguardias europeas de los años veinte parecía hecha, en efecto, para explicar lo insólito, como ya hemos dicho. Así lo entendieron los vanguardistas de toda Europa, y nada digamos de los españoles, que ya hemos reseñado. Ramón también cumple con eso: nos explica el circo, el átomo, las muertas, lo insólito mediante imágenes insólitas. Pero su mayor y mejor acierto, lo que es puro ramonismo (aunque como ramonismo tópico haya quedado lo otro) es explicar lo cotidiano mediante lo insólito -la greguería-, tan acertadamente que hoy, cuando la greguería nada tiene de insólito, la prosa de Ramón nos parece la expresión original de Madrid y la expresión natural de la vida cotidiana en el mundo.

19. EL JUEGO Y EL RITO

¿Cómo consigue Ramón expresar lo cotidiano mediante lo insólito? Algo hemos apuntado al tratar de su visión de la pintura. Ramón, ferviente enemigo del realismo, no olvida nunca depositar una levadura de realidad entre sus más elevados lirismos. Así nos aproxima lo puramente literario y ancla la palabra en la vida. A la inversa, entre la mera referencia cotidiana de lo que pasa, hace estallar bengalas verbales.

La cuestión, en puridad, viene de más atrás. Viene de la distinción de la preceptiva entre palabras nobles y palabras que no lo son. Unas palabras para el poeta y otras para el prosista. Ramón es el primero en descubrir que poesía no es una palabra poética, sino -como luego diría Lorca- una palabra a tiempo. Hay una frase de Ramón que hemos puesto como cita liminar de este libro: «La palabra no es una etimología, sino un puro milagro.» La palabra se revela como milagro poético en cuanto se la extrae de su contexto habitual y gramatical, en cuanto se la desprovee de utilidad. Una palabra, como un objeto, se torna bella en cuanto deja de ser útil. Es la imagen, tan cara a los surrealistas, del paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de operaciones.

Este hallazgo que el surrealismo haría suyo, está ya en Ramón sin teorías. Lo que importa de la palabra no es el sentido, sino el milagro. Ramón no hace su prosa poética con palabras selectas -como, por ejemplo, Juan Ramón-, sino con palabras cotidianas en función poética. Así cuando dice: «Estaba yo metido en carbonerías de mayor desesperación.»

Siempre nos da una cosa mejor que una idea, como ya hemos dicho en este libro, pero además nos da, si es posible, una cosa vulgar, corriente, cotidiana, baja. De la negrura de la desesperación ha hecho una carbonería. Y todos hemos estado un poco desesperados en una carbonería, esperando el carbón.

Desaparece, pues, con Ramón, por primera vez en la literatura española, la distinción elitista entre palabras nobles e innobles. Todas las palabras son poéticas en cuanto dejan de ser mostrencas. En cuanto se las desmonta del aparato inerte del idioma hecho. Así, Ramón atenta contra el discurso tra-dicional, pero no para construir un nuevo discurso, como Azorín, sino para negarse de por vida al discurso.

El discurso introduce el rito en la literatura. El discurso supone coherencia, consecuencia, continuidad. El discurso es la ritualización del pensamiento libre, primitivo, azaroso, figurativo, genial. De modo que Ramón escribe siempre con párrafos cortos y muchos puntos y aparte. Está empezando siempre el tema, aunque el libro sea largo, por ejemplo, una de sus famosas biografías. En esas biografías no hay continuidad ni desarrollo coherente de unas ideas, sino un empezar a cada paso, una acumulación de imágenes que al final compone un todo asombroso y desconcertante. Al final del libro, el discurso ni siquiera ha empezado. De este continuo estar empezando proviene cierto cansancio que Ramón comunica al lector ingenuo, cuando éste dice: «Sí, está muy bien, pero cansa un poco.» Y creen que es por la acumulación de imágenes. No. Es porque con Ramón hay que estar empezando a cada momento, porque él no nos lleva de principio a fin, como otros autores. Cuánto agradece el lector que le lleven. Era lo que más le agradecían a Ortega, por ejemplo. Pero Ramón, por primitivo y por vanguardista, está mucho más allá de eso, ha roto el discurso para siempre.

Del mismo modo que rechaza el rito en la existencia -títulos, honores, academias, sacramentos- lo rechaza en la obra. Lo que ritualiza la obra es el discurso, la ceremonia de la continuidad y la coherencia. Ramón no quiere ritualizar, sino jugar. Su prosa no se compromete a nada. Empieza a cada paso y puede permitirse la libertad de decir todo lo contrario de lo que ha dicho (por lo cual no incurre nunca en contradicción).

El juego es la crítica del rito. En la vida cotidiana, tan bien descubierta y observada por Ramón (a mí me interesa más el Ramón de lo cotidiano que el Ramón de lo excepcional), el hombre pasa del trabajo al juego y del juego al trabajo sin solución de continuidad. El rito es lo que viene a romper la curva de los días, a violentarla y solemnizarla: la política, la vía civil y pública, la conmemoración, la religión. La vida cotidiana es un trenzado artesanal de juego y trabajo que fascina a Ramón y a otros escritores de la época. (Recuérdese la teoría del hombre que trabaja y juega, el origen deportivo del Estado, etc.) El rito es la prótesis impuesta por el Poder.

Ramón, el bohemio que huye siempre, como un gato, de la ritualización de la vida, no lo hace para luego incurrir incoherentemente en el ritual literario, como tantos otros, sino que lleva su libertad a la literatura, trabaja escribiendo lo que se le ocurre en cada momento, sin más continuidad con la anterior que la que se produce naturalmente, porque ya Julián Marías nos advierte que el acto de pensar (pensar en línea recta y en proceso) es antinatural. Es una violencia que se le hace a la imaginación libre y asociativa.

El juego es la crítica del rito en el sentido de que por la verdad del juego vemos la mentira del rito. El rito ritualiza el juego, lo fanatiza, le da un contenido guerrero, religioso o práctico.

Los hombres jugando ociosos o trabajando en su trabajo libremente aceptado (ideal de todos los socialismos) resultan mucho más verdaderos y nobles que los hombres practicando el rito social, trascendental, militar o galante. La rara dignidad de los salvajes, los primitivos, los negros, los gitanos, les viene de que no han ritualizado su existencia común o individual, sino que conservan pura la continuidad juego-trabajo, alegría-esfuerzo. Al menos en contraste con el hombre blanco civilizado y tecnificado.

El rito es algo así como la militarización del juego, porque en principio fue el juego, claro. Ramón, sin plantearse seguramente nada de esto, juega como un primitivo y como un niño. Habla mucho de su trabajo y de lo que le cuesta, pero la verdad es que toda su obra tiene un planteamiento de juego, y de ahí le viene el fondo más verdadero de humorismo y de eso que los asnos solemnes llaman trivialidad, mucho más que de sus chistes y anécdotas, que no son sino la exteriorización más banal de su alma lúdica. Naturalmente que Ramón trabajó mucho durante toda su vida, pero lo que hace un juego de su obra es el carácter informal que siempre le imprimió, ese estar empezando y como diciendo a cada paso lo que se le va ocurriendo, sin premeditación ni deliberación. Ya he dicho, a propósito de Ramón y la novela, que la novela es deliberación (premeditación) y Ramón es el escritor menos deliberado del mundo.

Permanece fiel a su hallazgo de la vida cotidiana, y su escritura, aunque insólita, es, como vemos, la que mejor se corresponde con esa vida cotidiana, puesto que es escritura lúdica que jamás se constituye en discurso, jamás se ritualiza ni ritualiza la vida.

Esto tiene una consecuencia, y es el que parece que Ramón es un escritor sin intimidad ni dramas, que todo lo que dice, incluso lo más grave, lo dice tan bien que queda como no dicho, hieratizado por la belleza. De eso vamos a tratar ahora.

20. INTIMIDAD Y DRAMA

Ramón escapa siempre al discurso, mas para caer siempre en la metáfora.

Es como el niño que huye del bosque para venir a dar en manos del hada que le transformará en otra cosa. Así, se ha pasado la vida hablando y escribiendo sobre sí mismo, pero parece un escritor sin intimidad. Hace años escribí algo parecido del poeta Pablo Neruda, tan ramoniano, tan amigo de Ramón, al que dedicó una oda bella y noble, con gesto que no han tenido los poetas españoles contemporáneos de Ramón y tan antípodas de él políticamente como lo era Neruda.

Neruda, poeta sin intimidad, dije yo una vez. Pero el caso es que Neruda también habla mucho de sí mismo. El fenómeno es idéntico en Neruda, en Ramón y en tantos otros: la belleza congela todo lo que dicen, de modo que la emoción estética suplanta en el lector a la emoción humana.

No en vano las vanguardias son hijas naturales de Baudelaire, y han tomado de él el dandismo de decirlo todo cínicamente, pero de decirlo con tanta belleza que la estética sustituye al pudor burgués. «Hay que ser sublime sin interrupción -dice Baudelaire-, el dandi debe vivir y morir frente al espejo.» La escritura vanguardista quiere ser sublime sin interrupción, contra la vulgaridad del realismo decimonónico. El espejo baudeleriano congela la imagen de todos sus herederos, entre ellos Ramón. Ya hemos visto cómo la novela de Cocteau se le congela de belleza y por eso es una novela fingida.

De modo que Ramón se pasa la vida escribiendo de sí, y culmina esta confesión perpetua con su catedralicia Automoribundia, pero siempre nos deja la impresión de un pícnico extravertido que vive en sociedad, habla de los demás y de lo que le rodea y no tiene intimidad.

Y no es que no la tenga porque la exhiba, claro, sino porque lo que exhibe es una intimidad estética, prefabricada, de muñeca de cera y bolas de cristal, y, sobre todo, porque la más dolorosa confesión se la hiela inmediatamente la nieve de greguerías que nieva siempre sobre su prosa.

El tormento de este tipo de escritores confesionales es que no llegan a confesarse jamás. Hace pocos años di a leer a Ramón a un joven y patético escritor español, kafkiano. Yo siempre en mi vergonzoso misoneísmo ramoniano.

– Es apasionante -me dijo-. Pero me gusta más cuando se confiesa sencillamente que cuando está brillante.

El joven escritor ignoraba a Ramón, como es norma entre los jóvenes escritores españoles, mucho más preocupados de descubrir un último poeta mediocre y esnob de la cuenca del Amazonas. Y lo que más le llegó del ramonismo fue, naturalmente, lo que conectaba con su Kafka en carne viva: el Ramón tardío del Diario póstumo y las Páginas de mi vida y Nuevas páginas de mi vida. Tenía toda la razón el joven escritor kafkiano, desde el punto de vista de hoy. En esos libros finales, Ramón, convertido en monografía de sí mismo, atiende a los síntomas de su enfermedad, de la vejez y la muerte que le van habitando, cuenta la soledad de un viejo desterrado, pobre, triste. Y cuando no hace greguerías, llega a su alucinante precisión en lo pequeño, en lo minutísimo. Y se sabe que sólo lo diminuto y concreto despierta y comunica emoción verdadera.

Ramón no es un escritor sin intimidad, sino un escritor que inmediatamente hace una metáfora de su emoción más secreta. Y la publica. Hay que haber leído mucho a Ramón para pasar de la emoción estética a la emoción humana, para saber que aquel fabricante de belleza es un primitivo que está expresando en su lenguaje estético -el único que tiene- todo lo que le pasa. Porque el fondo de la cuestión está aquí: no en que Ramón tenga un lenguaje demasiado literario, sino en que no tiene otro.

Visto esto así, ya no es Ramón el ser millonario y superdotado que nos abruma con su riqueza de palabra e imágenes, sino el ser indigente que no tiene más que un dialecto -el de la belleza- para explicar el atardecer o el dolor de hígado. Ramón es un escritor dialectal -lo cual le subraya como primitivo-, puesto que sólo puede escribir de una forma, y esto se ve claro cuando trata de que hablen sus personajes, en el teatro o la novela, y todos se expresan en greguería, lo cual, aparte de irritación, produce angustia, ahogo, porque entonces comprendemos que el autor está confinado en sus tesoros y los arrastra como cadenas de oro, no puede deshacerse de ellos.

Todo estilo literario propio es un dialecto del idioma en que está hecho. Pero esto en Ramón llega a ser angustioso, ya digo. De ahí también el cansancio que comunica al lector no incondicional. Nada más contrario al tópico del Ramón proteico. Ramón es siempre el mismo y hace siempre lo mismo. Además de monográfico y monotemático, como hemos dicho, es monocorde y a veces monótono, y esa monotonía es su genialidad.

La genialidad es siempre una monotonía, un ser uno igual a sí mismo.

Cuando hemos comprendido esto, que Ramón no es un apóstol con la lengua de fuego sobre la cabeza, sino un tartamudo genial que de esa tartamudez hace su estilo egregio, es cuando abarcamos su riquísima limitación y entonces ya consideramos la intimidad y el drama de su vida como tal in-timidad y tal drama, con toda su problematicidad humana.

No es un esteticista, sino un hombre que está diciéndonos con su media lengua de trapo -de oro-, como un niño, todo lo terrible que le pasa. Ramón hizo una estética de su intimidad, como todos sus queridos dandis a los que tanto admiraba y biografiaba (con frustración de gordo, quizá), pero por debajo de eso está la intimidad y el drama del hombre que no sabe ni puede ni quiere expresarse sino mediante la estética.

En su Automoribundia y en sus citados libros tardíos nos da el drama del vivir, de la pobreza, de la soledad, de la vejez, y la expresión es más desnuda en la medida en que la edad le va transformando, le va agotando, y se vuelve lacónico como los enfermos. Pero hay casi siempre un sobredorado de belleza, un estofado de imágenes en todo lo que escribe. Lejos de mí considerar esto un adorno, pues sé que el adorno es la literatura misma, que no hay más literatura que la de adorno, porque para decir las cosas fundamentales y urgentes ya están los discursos de los políticos y los telegramas. El escritor llega a decir su verdad mediante la palabra certera e insólita, constituye su verdad o su dolor en la palabra, y no se le pueden exigir lugares comunes en nombre de la autenticidad. Su autenticidad es no ser común.

Ahora bien, ¿cómo es la intimidad y el drama de la vida de Ramón? Eso interesaría más en una biografía estricta. Ramón es un hombre de metal optimista, que se propone ser feliz y no entrar en el rito de los adultos. Todos los traumas y dramas de su intimidad nacen del encuentro de ese propósito con la realidad cerril -«el realismo que descalabra»- que le obliga a replegarse, a huir o a transformar la frustración en literatura. Al margen de familias, amores, éxitos y fracasos que él mismo ha contado mucho y que no son de este libro, él conflicto existencial de Ramón es que no le dejen ser feliz. ¿Es este el conflicto de cualquiera? No, porque la singularidad de Ramón es que él sí había nacido para ser feliz.

21. MINUCIA Y BAGATELA

Ortega lo diagnosticó certeramente al decir que Joyce, Proust y Ramón estaban descubriendo lo microscópico en literatura. Su hallazgo de la vida cotidiana lo hace Ramón muy sencillamente mediante su capacidad para la minucia. La greguería es la atomización del discurso y la entronización de la minucia. Proust había lentificado la literatura para siempre, parando el ritmo histérico de la acción que domina en Balzac. Proust, mirando el mar a través de un rosal, descubre el tiempo infinito que tarda un barco en lontananza en pasar de una rosa a otra. Esta imagen me parece tan representativa de Proust como la del té, o mucho más. La imagen del té nos da la dimensión de Proust hacia el pasado. La imagen del barco y la rosa nos da la dimensión de Proust viviendo el presente, su capacidad de lentificar el tiempo que está fluyendo. Se ha insistido mucho en el descubrimiento del pasado y la memoria por parte de Proust. Habría que señalar su otra dimensión magna, mucho más aprovechada por la literatura posterior: la facultad de parar el tiempo novelesco.

Joyce llena páginas y páginas para contarnos un solo día en la vida de Dublín y los dublineses. La novela moderna es un gran frenazo de trenes, un parón genial a la novela tradicional, en la que siempre tenían que estar pasando cosas. Después de los dos grandes nombres, vienen Musil, Faulkner y tantos otros, donde las cosas ocurren ya con infinita lentitud, o no ocurren nunca, porque, como dice Sartre de Faulkner, no le interesa la acción, sino la preparación y el recuerdo de la acción.

Ramón Gómez de la Serna, contemporáneo a todo esto, y que naturalmente lo ignora, ha acertado por las mismas fechas a lentificar la acción y la vida misma, como Azorín. La lentificación supone, naturalmente, el culto de la minucia, de lo microscópico, de lo minutísimo, que diría el citado Azorín. Más que narrar el mundo, el escritor se dedica a describirlo y a observarlo. La pérdida de la fe en la acción no es una cosa que se produzca porque sí. El desprestigio de la acción supone, en último término, el desprestigio de los valores. La acción sólo podía estar sostenida por pasiones fuertes y urgentes. El hijo del siglo deja de creer en las grandes cosas, en las grandes palabras, en los valores sociales, religiosos, aristocráticos, familiares, y se vuelve hacia la vida, hacia lo infinitamente pequeño, que es donde está su realidad.

Ya Bergson había explicado por entonces cómo una circunferencia se descompone en puntos independientes. Proust es un infinito escéptico que narra su encandilamiento infantil hacia el gran mundo y, en seguida, la ruina de ese encandilamiento e incluso la ruina física de ese gran mundo. De Joyce ha dicho Borges que el Ulysses es una cebolla literaria debajo de cuyas infinitas capas no hay nada. Ramón renuncia muy temprano -ya lo hemos visto- a entrar en la vida seria de los adultos, a comulgar con el rito, para dedicarse a la bagatela.

La parte más avanzada del 98 había dado ya el grito de «Viva la bagatela». No es sólo que la Historia de España haya decepcionado a nuestros escritores. Es que el hombre moderno y posbaudeleriano, el hijo del siglo, ha dejado de mirar al cielo para descubrir lo que tiene a sus pies, en torno. La armonía de las esferas ya no regala nada. Bajemos a la vida cotidiana. Es Ortega, ya digo, quien empareja intuitivamente a Ramón con Proust y Joyce.

No vamos a hacer de ese emparentamiento un timbre de gloria para Ramón. Ramón no es Proust ni Joyce porque no ha escrito esos libros que escribieron ellos, no es una genialidad sintetizada, sino una genialidad dispersa. La sensibilidad es la misma. Es el gusto del hombre irónico por la bagatela y la minucia, la crítica del rito mediante el juego.

Ramón, ya lo sabemos, está más cerca de Apollinaire y Reverdy. Luego veremos cómo pertenece a esta vanguardia y no a la surrealista. Casi nunca ha hecho surrealismo, quizá nunca, aunque él lo diga a veces. El hallazgo de la vida cotidiana le lleva al culto de la minucia y el gusto por la bagatela le lleva al circo y a escribir, por ejemplo, un tratado de lo que él llama la clavazón, el arte de clavar clavo, completamente en serio y, por lo tanto, con un humor irreprochable.

Lo que caracteriza a Ramón como primitivo es que pasa del juego al trabajo sin transición, del drama a la broma sin solución de continuidad. Para él todo es lo mismo, como para los niños y los gatos. Hemos dicho que Ramón hace mediante el juego la crítica del rito, o sea que es consciente de su desprecio y burla de lo grave. Pero igualmente cierto es que Ramón no distingue entre lo grave y lo ligero. Por eso es un primitivo. En la segunda parte de Automoribundia nos está contando su abandono del torreón de Velázquez, su ruina, y el avituallamiento de la nueva casa, interior y más modesta, que está poniendo. Y, con motivo de esto, nos habla de los cuadros que clava y pasa al decálogo de la clavazón, que es una de sus mejores páginas de humor, y donde dice, por ejemplo, que la fuerza del martillo viene de atrás hacia adelante, que la inteligencia del martillo es occipital.

Se pasa la vida observando minucias y articulando bagatelas. Ha descubierto eso tan sencillo de que la evidencia de las cosas no está en lo grande, sino en lo pequeño. Sobre todo la evidencia de las cosas grandes. Y ha descubierto que el juego y la bagatela son más importantes que el rito, porque se burlan de él y porque en la bagatela se libera el hombre, mientras que en el rito se somete.

Su atomización del discurso no es sólo un gesto literario, sino un gesto biográfico, humano. Va a ser para siempre el que observa la vida cotidiana, la minucia de la vida, el que observa al hombre en sus bagatelas y las comparte, y por eso sabe más de todo y de todos que los políticos y los pensadores que sólo viven o fingen vivir en lo mayúsculo. Joyce y Proust derriban al héroe para siempre. Ramón es el antihéroe que se pasea por Madrid buscando lo no demasiado viejo ni demasiado nuevo ni demasiado histórico ni demasiado ahis- tórico: buscando la vida cotidiana. Hay un pasaje de Proust en que, alojado en una habitación desconocida, donde ha de pasar la noche, empieza a humanizar la habitación, a convertirla en un ser vivo mediante frases que no son sino greguerías.

Escritores de lupa, escritores de lo microscópico, como luego Virginia Woolf y tantos otros, han aprendido que la vida se compone de pequeñas cosas y no de grandes gestos. Ya un glosador del cine dijo que en una película sobre tema de Shakespeare tendría importancia el pañuelo de Desdémona. El cine es el arte del siglo no sólo como consecuencia de una depuración técnica, sino porque la retina del cine nos acerca lo infinitamente pequeño, define lo grande por la minucia, convierte en buen observador a todo el mundo, y esta era la estética que estaban inventando los nuevos escritores.

Librado a la minucia y la bagatela, Ramón no es un coleccionista de cosas raras, aunque este aspecto sea el más glosado en él, sino un coleccionista de lo cotidiano. Cambia la óptica de la literatura española, que sólo había visto el trazo grueso de almagre o de sangre, antes de él, y desgraciadamente no se le hereda lo suficiente. Se instala para siempre en la bagatela, en el juego, sin duda ni titubeo, con fe de primitivo, con elección de hombre puro, y sabe que el decálogo de la clavazón es mucho más importante y verdadero que el decálogo de Moisés, el cual directamente ignora. Sabe, en fin, aunque no lo diga, que el hombre cabe entero en su decálogo y que clavar bien un clavo es realizarse y definirse absolutamente. Y que además es un gesto humorístico.

22. RAMÓN Y EL SURREALISMO

Me parece que ha ido quedando claro, hasta ahora, el parentesco de Ramón con la vanguardia apollineriana, pero no tan claro el parentesco de Ramón con el surrealismo, por-que, efectivamente, yo no veo claro este parentesco, aunque de forma grosera se haya llamado a Ramón surrealista muchas veces, y él mismo lo haya aceptado y propagado así. Veamos.

Habría que hacer una primera distinción entre surrealismo y vanguardia, aunque el surrealismo sea una de las vanguardias. Como hipótesis de trabajo no tenemos más remedio que enfrentar vanguardia y surrealismo, dándole a este enfrentamiento el nombre de cisma, bipolaridad o como ustedes prefieran. El surrealismo, a fin de cuentas, viene de Freud, hereda la conflictividad freudiana, la culpabilidad judeocristiana que ha pasado al psicoanálisis a través de Freud. El surrealismo es judío, freudiano y pesimista, para entendernos. La vanguardia es latina, apollineriana y optimista. Esto son simplificaciones, pero no dejan de tener un sentido y, sobre todo, una utilidad a efectos de lo que queremos decir.

El surrealismo libera al hombre del discurso racional, pero le introduce en el discurso onírico, que a la postre resulta tanto o más alienante. Porque de poco vale que ahora seamos libres, gracias al surrealismo, de encadenar nuestras visiones o explorar nuestros sueños, si el argumento de todo eso sigue siendo la culpabilidad, el pesimismo, el terror o la muerte. André Breton acabaría teniendo una cosa de echadora de cartas parisina, por una parte, y un algo de pontífice dogmático, por otra, en sus últimos tiempos. El surrealismo ha durado demasiado y ha sido demasiado importante como para no acabar dogmatizándose.

Las otras vanguardias, Dadá, Tristán Tzara, Apollinaire, duraron menos, se difundieron menos, y quizá por eso no llegaron a constituirse en Iglesia. El surrealismo libera al hombre, pero no para la vida, sino para la muerte. La herencia del psicoanálisis es demasiado intensa en el surrealismo ortodoxo. Y el psicoanálisis supone un retorno de la culpa, una vuelta del pecado original con el nuevo nombre de complejo de Edipo o cualquier otro. No ya en la infancia de la humanidad, pero en la infancia del individuo, sitúa Freud la culpa.

El cisma del surrealismo frente a las vanguardias de la época es el cisma del pesimismo, del sueño como puerta de la muerte. Es, en el fondo, un cisma puritano, casi religioso, que se denuncia en cosas como el culto de Breton a una sola mujer (culto este un tanto teórico y raramente sostenido por los surrealistas, pero que sólo en su enunciado descubre ya el secreto espartanismo de los surrealistas o, al menos, de su fundador).

Seguramente la Historia le da la razón al surrealismo. El hombre es indefinidamente siniestro y el hombre de nuestro siglo ha demostrado serlo muy en particular. Pero había un optimismo histórico de época, del que ya hemos hablado, y cuyas razones son sobradamente conocidas: el progreso, el nuevo siglo, la supuesta paz eterna, el bienestar que de hecho conquistaron Europa y América hasta el crac del 29. Y de este optimismo histórico nacen las vanguardias estéticas como ruptura con el academicismo, el tenebrismo, el pesimismo y el fatalismo burgués del siglo XIX. El origen del surrealismo y la vanguardia -las otras vanguardias- es común.

Está en la caída de los valores tradicionales y los convencionalismos artísticos. Está, sobre todo, en la defunción de la realidad, el positivismo y el racionalismo. La realidad ha caducado para siempre, como ya hemos dicho en otros capítulos de este libro. La realidad como autoridad obvia y visual ha perdido todo prestigio. La realidad no es la realidad, sino, justamente, el límite detrás del cual empieza la realidad. Realidad realista y verdad se disocian definitivamente. A todas las vanguardias les es común la ruptura del discurso y la libre asociación de imágenes. El triunfo del pensamiento irracional, después de siglos de racionalismo beato, autosuficiente y, por lo tanto, insuficiente. Es el aire de familia que tienen las vanguardias y el surrealismo, y lo que Ramón tiene de común con el surrealismo, aunque nunca haya practicado la escritura automática.

Hay juegos surrealistas que nos parecen muy ramonianos. Por ejemplo, «el juego de lo uno en lo otro», que consiste en elegir dos objetos dispares e irles encontrando analogías. Así, la cerveza y una escalera. La imaginación poética empieza a trabajar en seguida: los peldaños de alcohol del que va subiendo la escalera de la embriaguez. Y lo que se quiera. El vértigo del alcohol y el vértigo de la altura, de la escalera. Unas veces, estos juegos descubren efectivamente que el mundo es uno, que todo está en comunicación con todo y otras veces nos descubren, sencillamente, que la imaginación del hombre puede trabajar en todas las direcciones y relacionarlo todo, desde el momento en que ha decidido liberarse y borrar diferencias entre objetos poéticos y objetos no poéticos, como decíamos de las palabras en capítulos anteriores. Pensamiento irracional y pensamiento figurativo son los dos instrumentos que utilizan en común todas las vanguardias, desde Breton a Apollinaire pasando por Ramón.

En su libro Ismos, Ramón acaba diciendo de los surrealistas «que estaban hartos de París». No deja de ver Ramón lo que el surrealismo tiene de culto al espanto, a lo negro, y al final aclara eso con una referencia a lo cotidiano, como siempre (ya sabemos que le gusta explicar lo sublime por lo usual, y suele acertar), cuando deduce que toda la desesperación de los surrealistas la da el gris burgués de París.

Deslumbrado por los hallazgos metafóricos del surrealismo, y concretamente por algunas prosas de Breton, recuerda asimismo que el nombre del movimiento lo dio Apollinaire, insiste en el pesimismo de los surrealistas y, aunque ensaya un intento de relato surrealista, no dejamos de verle un tanto distante de todo aquello, dado que sus desesperaciones son siempre más estéticas que otra cosa, como hemos visto en el capítulo «Intimidad y drama». O quedan congeladas por la estética, que para el caso es lo mismo. Del surrealismo aprende Ramón mayores libertades asociativas, pero ni el ocultismo ni el automatismo que vienen a dar sustancia a la escritura surrealista (por reacción contra el racionalismo) tienen mucho que ver con Ramón.

Las equivalencias y asociaciones poéticas del surrealismo están tomadas del sueño o son sueños fingidos. El sueño es el verdadero género literario de los surrealistas, no sólo porque escribían sus sueños, sino -lo que es más importante y verdadero- porque se inventan sueños escribiendo, escriben con técnicas de sueño, imitan a la perfección la sintaxis de lo onírico. De ahí les viene a Aragón, a Éluard, a todos ellos, una mayor libertad asociativa. Ramón, por el contrario, es el primitivo que traza sus imágenes bajo la luz del mediodía, como signos del vivir. Sus asociaciones son asociaciones de la luz, no de la sombra. Mantiene siempre una última coherencia, una lógica plástica, una explicación hipotética, en el fondo de todo lo que dice. No llega jamás al absurdo y por eso ya no es rigurosamente contemporáneo.

Hay siempre una última correlación lógica entre dos cosas dispares, emparentadas poéticamente. Esa correlación, ese eslabón último es lo que tratan de romper los surrealistas, falseando a veces su juego, volviéndolo del revés, pues no se trata ya de capturar el azar, sino de imponerlo o prefabricado. Ramón no se atrevió a jugar ese juego último, no quiso, no supo o no pudo. Para él, el mundo seguía siendo redondo. O sea seguía estando intercomunicado. Los vasos comunicantes de Aragón son en él mucho más explícitos. Después del surrealismo vendría el absurdo puro, con Beckett, pero hoy vemos y sabemos, con la perspectiva imprescindible, que el hombre está condenado a la coherencia, aunque haya roto en buena hora con el viejo realismo coherente. Ramón, sencillamente, supo mantenerse en los límites justos, en el borde mismo del no-decir, y todavía quiso decir lo indecible. Después vendrían los amanuenses del silencio.

23. POMBO Y EL RASTRO

Pombo es una de las circunferencias que Ramón traza en torno de su vida, para quedarse dentro. La vida de Ramón nos recuerda un poco aquel juego de la infancia -me parece que era el marro- en el que había que saltar de círculo de tiza en círculo de tiza, para salvarse.

El español va o ha ido al café huyendo de un hogar poco acogedor, por lo general, y buscando la realización verbal de sus frustraciones vitales. Todo el mundo es autoridad o la tiene en el café. El café es la conversación y la teoría que no compromete a nada. Vale empezar un tratado de filosofía verbal o de derecho político, delante de los contertulios, e interrumpirlo para siempre, dejarlo en el aire cuando uno se ha cansado del tema o se le ha hecho hora de irse. Los cafés no han muerto, porque los ha restablecido la cafetería. Los cafés se han puesto en pie, en todo caso, y ahora la función del café la suple el cóctel de cada tarde, donde también el español vive en público, vive por los demás y para los demás, entre los demás, como ha sido siempre su vocación.

El español es torero no porque estemos en tierra de toros bravos ni porque lo lleve en el alma, como creen los turistas, sino que es torero porque necesita en torno la circunferencia de paisanos, «el valle de caras», que dijo un poeta, para sentirse seguro y triunfador.

Ser eminentemente social y eminentemente triunfal, el español es coro, en el café, del éxito verbal de los demás, a condición de que los demás lo sean del suyo.

El español necesita vivir en multitud, en olor de multitud, aunque sea olor de café, no porque sea extravertido, sino porque es introvertido hacia afuera, ya que lo que el español lleva siempre al café, a la tertulia, a la reunión, al cóctel, no son banalidades, como el francés o el inglés, sino cuestiones tremendas: la guerra, la honra, el alma, la muerte. O cuestiones tremendizadas, como los toros.

Y si no, ahí está ese español tipo, don Miguel de Unamuno, debatiendo en el café nada menos que la inmortalidad de su alma. El español no ya al café a solazarse, como el inglés al club, sino a jugarse la vida, la inmortalidad o el triunfo de su torero. Café ha sido la famosa cacharrería del Ateneo madrileño y café es casi todo para el español que se sienta -el clásico habló de «la cólera del español sentado»- a arreglar el mundo mientras toma café.

El escritor en su rincón de Pombo

Otro español-tipo, como Unamuno, pero todo lo contrario, es Ramón Gómez de la Serna, que no va al café a debatir cuestiones tremendas, pues sabemos que ha renunciado a ellas, pero sí a jugarse cada noche de sábado su genio y su figura en el café. Habló Oscar Wilde de hacer de la propia vida una obra de arte, como habló Baudelaire de ser sublime sin interrupción. Heredero de estas posturas románticas, romántico todavía en eso, Ramón tiene conciencia de su vida literaria, de lo literario de su vida, y el espejo baudeleriano ante el que quiere vivir y morir es el espejo de Pombo o el cuadro de Solana, que fue espejo eterno para todos los contertulios. El café, que ya hemos visto lo que supone para el español medio, es para el español egregio ese sitio donde encontrarse con su propia gloria, mejor que en la gacetilla fría de los periódicos. En el café cada uno ejerce de sí mismo y Ramón, después de haber demostrado en libros y artículos que era Ramón, tienen que demostrarlo en el café.

Otro ingenio al que hemos citado bastante en este libro, porque no está tan lejos de Ramón como ambos creían -y me refiero a Eugenio d'Ors-, repetía oralmente en el café su glosa del periódico de la mañana porque, como él decía: «Tengo conciencia de que no se me lee.»

En este país de cultura poco sólida y de prestigios sometidos periódicamente a iconoclastia, el hombre público necesita ir al café a tomar la temperatura de su fama. Cosas semejantes me parece haber escrito hace años en un libro sobre Valle-Inclán. Hemos dicho que el español no es extravertido, sino introvertido hacia afuera, ya que lo que hace es dejar las entrañas sobre el mármol del café, y de esto no se salva el hombre público, el hombre famoso, el escritor.

No es fácil imaginarse a un grupo de escritores ingleses o daneses dejando su vida, su talento y su obra en los cafés, como nuestro 98. Ramón, que tiene la atención de las vanguardias europeas y la expectación -a veces malévola- de España, necesita ir al viejo café de la calle de Carretas a igualar con la vida el pensamiento.

Para el hombre de la calle, el café es la más alta ocasión de lucimiento, quizá la única. Para el hombre famoso, el café es una corroboración necesaria en la vida española. Para Ramón y los escritores de su raza, dispuestos a hacer de su biografía una obra de arte, el café es el sitio donde coinciden vida y obra, porque el cuarto de trabajo o la alcoba de la amante son ámbitos mágicos, pero irreconciliables. El café es el ámbito donde vida y obra se encuentran delante de un espejo, delante de un pintor. Donde vida y obra se dan cita. Este me parece que es el sentido de Pombo en Ramón.

El Rastro es otro redondel que traza Ramón dentro del gran redondel madrileño. Otro mundo en el que salvarse. 

Hay dos dimensiones fundamentales del Rastro ramoniano, del Rastro visto por Ramón. El Rastro, mundo al que dedica uno de sus más hermosos y originales libros.

El Rastro, en primer lugar, es surrealismo en acto. Es aquello de Lautréamont, el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de operaciones. Los objetos cotidianos o insólitos, salvados de su contexto y ascendidos a categoría poética por ese mismo rescate. Seguramente Lautréamont formula su receta después de haber visto algo parecido en el mercado de las Pulgas u otro mercado parisino. Lo que Ramón tiene de surrealista -y ya hemos visto en el capítulo anterior que es mucho y poco-, encuentra en el Rastro la fascinación del mundo entendido de otra forma, el mundo de los negocios, el lujo y las costumbres ofreciendo una lectura insólita bajo la luz barriobajera de aquel Madrid.

El Rastro nos da realizadas todas las metáforas surrealistas. Todos los emparentamientos. Ramón no tuvo más que glosar eso. Así es como el Rastro nutre al Ramón debelador de lo insólito. Y luego está el debelador de lo cotidiano. El Rastro es cotidianidad extinguida, cotidianidad redimida, convertida en poesía o en nostalgia por la inutilidad y el tiempo. Habiendo visto el cementerio de cosas que es el Rastro, Ramón comprende mejor la utilidad e inutilidad de las cosas que aún están vigentes. Ve venir la cotidianidad en oleadas de catástrofe mansa, a despeñarse por la cuesta del Rastro, por la Ribera de Curtidores.

Finalmente, hay algo que ya hemos apuntado en uno de los primeros capítulos: Ramón, que odia y teme el mundo de los adultos, el rito, el negocio, la política, retoma todo eso ya caduco, en el Rastro.

Las ropas chapadas por las que se preguntaba Manrique, están aquí, en el Rastro. Ramón, que nunca ha creído en la seriedad de los negocios ni las políticas, encuentra en el Rastro la confirmación de su escepticismo. Todo para en chamarilería y compraventa. En uno de los primeros capítulos de su Automoribundia se dedica al juego delicioso de explicarnos que él era realmente adulto cuando niño, adulto por dentro, lleno de fe en las cosas de los adultos, lo que supone que luego ha dejado de serlo. «Qué caballero de Fornos era yo entonces», dice. A los siete años de edad o así. El niño que se soñó caballero de sombrero y barba, como todos los niños, con fe fanática en la madurez, no quiere ni cree luego nada de eso, se salva en la bagatela y la minucia, en el juego, en los primores de lo vulgar, que dijo Ortega del arte de Azorín.

Pero ese mundo no deseado tiene una última versión lírica cuando ha perdido vigencia. Le llega ya amansado a Ramón, viene a lamerle las manos de comprador y coleccionista en el Rastro. Las cosas ya no son hirientes ni agresivas ni representan nada ni sirven al rito, en el Rastro. Son otra cosa, son tiempo ardido, y ahí es donde Ramón se toma venganza lírica y pacífica del mundo ritualizado y agresivo. Si a Pombo va a saber que tiene razón entre los suyos, al Rastro va para saber que tiene razón frente a los otros, frente a todos los que no son los suyos: frente al mundo.

24. RAMÓN Y LO CURSI

El Rastro, que es la muerte y resurrección de la vida cotidiana, es también la apoteosis de lo cursi. Lo cursi, que luego se ha llamado camp, también por iniciativa de Susan Sontag, es la vida cotidiana endomingada.

Lo cursi es la mediocridad que se cree sublime. Cuenta Julián Marías que en los años cuarenta, a la vuelta de Ortega, fue con el maestro a visitar una sala de conferencias donde éste tenía que hablar aquella tarde. Se quedaron desolados por lo cursi del local, hasta que Ortega reaccionó diciendo:

– Bueno, lo cursi abriga.

La frase es de Ramón, buen amigo de Ortega, y está ampliamente desarrollada en su ensayo sobre lo cursi, publicado en Cruz y Raya. Hasta el punto de que es la tesis, pudiéramos decir, de dicho ensayo. Ramón ve lo cursi como la superación de lo cotidiano. Lo cursi es cursi porque es mediocridad trascendida o prevaricada. Y en el Rastro se ve bien lo cursi que somos, que hemos sido siempre, porque unos objetos, al perder función ganan poesía, pero otros, al perder poesía (lo que en su tiempo se consideró poesía), quedan sencillamente cursis.

Ramón es partidario de lo cursi porque en lo cursi hay una adhesión a la vida, un entusiasmo cándido por vivir, por embellecer los días, por decorarlo todo hasta la saturación, por tapar todas las rendijas de intemperie con burletes de intimidad y felicidad. Lo cursi, en fin, abriga. Es un exceso de confort, de supuesta belleza, que se le pone a la vida. Lo cursi nace, pues, de un temor a la muerte, al paso del tiempo. Temor no asumido, no enfrentado, sino ahuyentado mediante la beatería del adorno.

Lo cursi es una voluntad de que la vida sea bella por encima de todo. El lazo que se le pone a la plancha para decorar la dura tarea de planchar la ropa, es cursi porque supone una resignada ilusión, una ilusionada resignación, unas ganas de vivir no resueltas. Ramón, que es de naturaleza optimista y se nutre de optimismos para vivir, comprende bien el anhelo cursi de los seres infelices. Lo que pasa es que lo cursi supone un anhelo de felicidad malogrado estéticamente. Lo cursi es el equivalente del barroco, un equivalente menestral y frustrado, porque también el barroquismo -todos los barroquismos- quiere llenar huecos, siente horror del vacío y corrobora la vida con más vida para negar la muerte.

Es lo cursi un barroco doméstico. Nace del mismo impulso que el barroco, pero se malversa estéticamente, sustituye con purpurina los oros barrocos. Ramón, que es un gran barroco, reconoce en lo cursi al primo endomingado del barroquismo. Lo cursi es cursi porque insiste demasiado en la felicidad de la vida, y todo se queda cursi en el Rastro, con el tiempo, porque la muerte ha dejado fuera de época esa felicidad.

Con qué afán quisieron ser felices los muertos. Su fe en la vida nos resulta hoy cursi. Es lo que le conmueve a Ramón de la cursilería. Es lo que le hace ver cursi el mundo. Los cursis adornaron demasiado la vida, y ahora ya están muertos. Claro que la cursilería entra también en la muerte -ahí están los cementerios-, y de eso hablaremos al hablar del libro de Ramón sobre los muertos y las muertas. Lo cursi, histórica y estéticamente, es una herencia pervertida del XVIII y el XIX.

Lo cursi, en esencia, es lo mismo que el gran arte. Se mueve frente a la muerte, trata de borrar la muerte con la creación y el adorno. Pero lo cursi no tiene armas, se nutre de materiales de segunda mano, y por eso es conmovedor. Es la aventura estética de los mediocres.

Ramón ama lo cursi porque ama la vida cotidiana, y lo cursi es vida cotidiana pervertida en belleza, en supuesta belleza. Si en la vida cotidiana ha sabido ver Ramón como nadie la dulce incertidumbre del ser humano, su anhelo tímido de felicidad, en lo cursi asiste al ensoberbecimiento de ese anhelo. Lo cursi es la importancia de crear cuando esa impotencia se vuelve creadora. Estas cosas, muy de otra forma, son las que viene a decir Ramón en su ensayo sobre lo cursi, uno de los más bellos y ramonianos que escribiera. El hombre que hizo el gran hallazgo silencioso de la vida cotidiana, entre el folletín del realismo y el cosmopolitismo de las vanguardias, no podía ignorar la otra cara de la existencia vulgar, la cara supuestamente sublime de lo usual.

Insiste Ramón, con muy diversas palabras, en que lo cursi abriga, porque lo cursi es recargado, defiende de los fríos de la muerte y del invierno. Lo cursi es siempre un exceso, algo que sobra, y ese sobrante se ha colocado ahí, no sólo por voluntad de estilo, sino por miedo a la muerte. Toda corroboración de la vida viene de un miedo de morir.

Y lo cursi corrobora la vida como nada. El gran arte, en general, pone en cuestión la vida y la muerte (aunque con su solo nacimiento esté tomando parte por la vida). Lo cursi es cursi porque no pone nada en cuestión, sino que da por supuesto que la vida es bella, que la belleza es bella. Esto diferencia el arte cursi del que no lo es: que el arte es una pregunta por el mundo, una lectura del mundo, como hemos dicho en otro momento de este libro. El arte es una incerti- dumbre, aunque por momentos sea una incertidumbre gloriosa y afirmativa. El arte sin incertidumbre se vuelve cursi. Hemos dicho que Ramón se propone ser feliz en vida y obra, y esta es su genialidad, pero Ramón hace este proyecto existencial contando con la muerte, integrándola en su programa, sabiendo que siempre se es feliz a pesar de la muerte. A pesar de. Lo cursi no cuenta con la muerte, no pone nada en cuestión. Por eso todo arte entusiasta acaba resultando cursi, con el tiempo, aparte su calidad.

Lo que salva a Ramón de ser un cursi, siendo como es un profesional del optimismo, un corroborador de la vida, es que se le ve vivir, asistimos a la frustración constante de su proyecto de felicidad. Ramón es feliz al precio de una resignación, como todo el que es o se cree feliz.

Ramón elige la pobreza, la marginación, la bohemia, la soledad, la noche. Ramón sabe lo difícil que es esa cosa sencilla de ser feliz. Ya hemos citado la famosa frase de Gide según la cual no es posible hacer buenas novelas con los buenos sentimientos. Puede valer como otra definición de lo cursi. Los buenos sentimientos suponen una caritativa ignorancia de la muerte y el mal, y la caridad no es un género literario. Si Ramón hace buena literatura -no buenas novelas- con los buenos sentimientos, es porque sabe en todo momento lo que le cuestan, lo que le traicionan. La bondad es cursi en la medida en que quiere ignorar el mal. Ramón no ignora el mal, sino que lo margina en la mayor parte de su obra. O, más bien, lo hieratiza, lo congela, lo deja en estética, como ya hemos visto en «Intimidad y drama» y otros capítulos. Ramón, primitivo y lúcido, clarividente e intuitivo, siente una infinita e irónica nostalgia por lo cursi, pues que lo cursi es la ignorancia del mal, la incultura, y él lleva toda la vida fingiendo esa ignorancia, imposible para su genialidad. 

Canta lo cursi como lo que resguarda en la vida, porque lo cursi es el camino que él habría tomado si fuese tonto. No hace falta citar ejemplos de poetas, escritores y artistas cursis, porque son obvios. Aparte su mayor o menor calidad estética, el cursi es cursi porque se propone corroborar la vida con un entusiasmo excesivo. Adornar la vida. El adorno es corroboración. Ramón parece haber encontrado una huella de la felicidad posible en la vida cotidiana, pero siempre hay incertidumbre, resignación, paso del tiempo que no pasa, en sus visiones de la felicidad sencilla.

La diferencia es esta: Ramón nos da la vida y lo cursi nos da la corroboración de la vida. Una suplantación. Palomas con lentejuelas, sillas con lazo, amantes con rubor de manzana, orinales con lunares. Ramón ama lo cursi porque en los nidos de la cursilería se refugia la existencia, se almacena el tiempo, pero su amor por lo cursi es irónico y enternecido porque sabe que tanta porcelana y tanto tisú no sirven de nada a la hora de parar la muerte. Ramón ama lo cursi porque sabe que él es, precisamente, el que se ha salvado de la cursilería.

25. RAMÓN Y LOS PAYASOS

Pombo, el Rastro, el circo. Ramón va buscando círculos cerrados, como ya hemos dicho, pero va buscando también sociedades abiertas, formas más libres de convivencia que las impuestas por el rito burgués, militar o clerical.

El café supone la convivencia abierta donde uno entra y sale cuando quiere. Nadie le pide cuentas a nadie. El Rastro, igualmente, es la asociación fortuita, azarosa y poética de los objetos, liberados ya de su utilidad y de la escala de valores que les da el rito. El circo, en fin, es rito puro, ritual consumado, pero consumado como juego.

El circo es la entronización del juego, un falso rito en el que todo es posible, y en cuyo redondel, como en el de los toros, se sustituye la tragedia de la vida por la tragedia posible, por la muerte siempre en albur del torero, el trapecista o el domador. Si alguno de ellos muere, morirá jugando, que es otra forma de morir. La única alternativa posible a la muerte. Entre el cáncer y el suicidio, sólo hay una tercera puerta, más digna y más irónica, que es la muerte del que juega, la muerte del torero, del domador, del equilibrista.

Ramón va al circo a vivir la apoteosis del juego, a compartir una forma de sociedad en la que un hombre puede pasearse vestido de lentejuelas y otro con una cebra de la mano. Ramón no se resigna a la sociedad civil, ritualizada, y buscará siempre estas otras formas de asociación humana más libre e incluso insólita. Y cuando esto falta en la vida, es él quien lo aporta, y en este sentido puede entenderse a Byron, a Wilde, a Apollinaire, al propio Ramón. Quisieron hacer de su vida una obra de arte también por esta razón: porque siendo ellos la fiesta, se aseguraban la fiesta para siempre.

No hay que ver sólo imposición del yo, esnobismo o soberbia en el que hace de su vida una obra de arte, de su persona una fiesta, sino precisamente un sentido festival de la existencia. Ramón ha de romper siempre el contexto bur-gués, cuando no tenga más remedio que compartirlo. Él mismo cuenta que es el que ha hecho las grandes boutades y las grandes audacias en las cenas, para liberarse de ellas. Claro que todo esto está hace mucho tiempo diagnosticado como bufonismo por los profesionales de la revolución. Como una manera de burguesía residual. Esto sería así, en el caso de Ramón, si su sentido del juego no le hubiera mantenido marginado de los negocios burgueses hasta el límite del hambre. Por otra parte, hay que ver con qué elegante facilidad se integran en el juego de lo establecido los revolucionarios de todas las revoluciones, cuando llega el caso. En Ramón, nada de lo que hacía era premeditación política, sino una conducta pura de primitivo que se niega al rito porque no lo entiende. La acusación de bufonismo hacia el artista, hecha desde la revolución, es ya tópica y está desacreditada. Pero, sobre todo, es inaplicable en el caso de Ramón o Valle, grandes hambreados de la literatura española de este siglo.

Ya es sabido que Ramón llega a escribir un libro sobre el circo y recibe un homenaje circense en París, y da una conferencia subido en un elefante. Todo esto pertenece al Ramón insólito, que está muy dentro de una especie de dadá alegre, que era lo de la época. Y he confesado que prefiero el Ramón de lo cotidiano al Ramón de lo insólito, pero es que, además, habría que averiguar qué le pasa al hombre cotidiano cuando aborda lo insólito, en qué medida está realizando o aboliendo su cotidianidad. Ramón mismo nos cuenta que después del homenaje luminoso del circo se encuentra en seguida solo en la noche de París.

Vuelve a ser un palurdo español. Lo insólito es una existencia que dura poco.

Más importante que la afición de Ramón a los payasos es el propio payasismo ramoniano, el payasismo que hay en su vida, lo que él tiene de payaso deliberado, intelectual y rompedor. Ya lo hemos comentado: la propia vida como obra de arte, de los románticos y de Oscar Wilde. Ramón no quiere ser sublime sin interrupción, como Baudelaire, pero sí ser ingenioso sin interrupción, ser divertido sin interrupción, ser popular sin interrupción. Ser Ramón sin interrupción.

De muy joven ya comete algunos excesos anarquistas. En seguida se compone una cabeza con las patillas de torero y la pipa. Luego cruza Madrid en moto. Se sabe feo y poco agraciado de figura, de modo que ejerce el antidandismo de su llaneza, de su facundia, de sus pantalones arrugados. Está a gusto en la vida como sólo están los feos. 

En una película de Giménez Caballero, titulada Esencia de verbena, aparece Ramón matando un toro de madera. Siempre hizo espectáculo de sí mismo, de sus bolas de cristal, de su muñeca de cera, que era ya como una burla del matrimonio burgués. Dio conferencias sacando cacharros de una maleta e improvisando sobre ellos. Algunas las iniciaba rompiendo un objeto de mal gusto con un martillo. Daba una conferencia sobre el Greco con una reproducción del caballero de la mano al pecho, y al final de la conferencia, al caballero se le caía la mano.

Está todo esto entre el puro dadá y la broma española de siempre. El payasismo de Ramón, sostenido en unas ocasiones con más fortuna que en otras, es el espectáculo de un introvertido hacia afuera que ha decidido hacer la crítica del rito mediante el juego. Seguramente no le entendían. Parece que en sus últimos tiempos, en su piso de Buenos Aires, se empeñaba en explicar a los visitantes el moderno fenómeno de la alegría como la venganza del polvo contra un mundo demasiado aséptico.

Con esta página comienza uno de los libros más entrañables, regocijantes y luminosos de Ramón: El circo

Hizo payasismo casi hasta la muerte.

Preferimos, sí, al Ramón paseante de la vida que va como uno más entre las gentes de Madrid o del mundo, observando cómo la felicidad está en mitad de la calle, sin que nadie se detenga a cogerla. Preferimos el hombre que trabaja toda la noche en su casa, que escribe hasta el alba, que podría exclamar, como el otro:

– Y me moriré sin haber expresado el grito de las gaviotas.

Porque esta era la cuestión: expresarlo todo. Necesitaba expresar el mundo. Hay escritores que necesitan expresarse ellos, decir lo que piensan, imponer su opinión. Hay escritores que necesitan crear complicadas tramas de sentimientos que vienen a repetir inútilmente el folletín de la vida. Pero hay una raza de escritores que lo que necesitan es eso, expresarlo todo, convertirlo todo en literatura: el grito de las gaviotas, la soledad de las habitaciones donde no hay nadie, el luto de los viejos, la luz de las muchachas, el olor del té de los enfermos, el cansancio de los espejos, la unamidad de las calles. La transformación del mundo entero en literatura es una especie de monstruosa deglución a la que se entregan algunos escritores. ¿De dónde viene esta necesidad? Es la vieja necesidad de apropiarse el mundo, que cada cual realiza de una forma. En este caso, el menester del escritor es gozoso y angustioso. Quizá se trate de una variante de la imposición de la personalidad. Pero es, en todo caso, una variante noble, neurótica y profesionalmente deformada. Existe, sí, esa necesidad de traducirlo todo a literatura, de encontrarle a todo su equivalencia literaria. No se sabe bien si es una exigencia del idioma o una exigencia del mundo.

Y eso es lo que hizo Ramón como nadie, gran amanuense de esa exigencia. Pero, además, llenó la vida de payasismo, de la misma manera que algunos de sus contemporáneos, porque era el único recurso que tenía para implantar el reino de la libertad y el juego en mitad del rito.

Lo que más admira Ramón del circo son probablemente los payasos. Quiso meter incongruencia en la vida y en la literatura, no por hacerse notar ni porque no sirviera para otra cosa, sino porque el orden establecido se le hacía invisible o se le hacía de hierro, alternativamente, como a Rimbaud o a Dylan Thomas, y entonces tenía que crearse su propio orden, que nacía del juego. Ramón disfruta una popularidad agresiva, en los años veinte. Hace payasismo y ramonismo en la calle. En la escritura destruye el discurso y en la vida destruye el rito. Entre el payaso y el dandi, elige el tipo del payaso porque para dandi no sirve. Lo que hay en su payasismo, quizá, es un dandismo frustrado.

26. RAMÓN Y LAS MUERTAS

Cuando Ramón, el profesional del optimismo, decide enfrentarse al tema crucial, al tema de la muerte, escribe Los muertos y las muertas. El libro tiene algo del culto romántico a los cementerios, pero poco, ya. Ramón anda siempre por la vida buscando monografías para hacer sus libros, como hemos visto. Hay que suponer que, más o menos desengañado de la novela, insiste en la monografía, que es lo suyo, y qué mejor tema monográfico que la muerte.

Los muertos y las muertas está hecho con un gran acopio de citas fúnebres, lápidas y anécdotas de cementerio, así como apelaciones frecuentes a los clásicos. En otro libro de Ramón, Senos, hay un capítulo dedicado a los senos de las muertas, capítulo que debiera figurar en el libro de la muerte, y que es de un lirismo espeso, logrado y sonriente.

El interés de Los muertos y las muertas está en que nos presenta a Ramón, el profesional del optimismo, frente a la verdad decisiva y negra de la vida, frente a la muerte. Pero no hay que esperar que Ramón vaya a cambiar de postura ni de filosofía por eso. Ramón es un irredento en su optimismo. Del mismo modo que se le congela la tragedia de la novela mediante la expresión altamente estética, como ya hemos visto anteriormente, se le congela el tema de la muerte en un repertorio de bellezas o bromas que están muy lejos de las meditaciones unamunianas o de los místicos españoles.

Ya al principio del libro dice Ramón una cosa definitiva: «Hoy día no hay muerte; sólo hay sepelios.» O sea que va a hablarnos de la muerte desde la vida, va a ver el aspecto costumbrista de la muerte. Esto no quiere decir que no pase más allá, pues es muy escritor para quedarse en eso.

Sabe que es inevitable escribir de la muerte desde la vida, y trata repetidamente de darnos la muerte desde la muerte, pero así como ha sido captador impar de la vida cotidiana, lo es de la muerte cotidiana. Cotidianiza la muerte, y no sólo porque haga costumbrismo mortuorio, sino porque llega a reducir la muerte a un estado de reposo en el que nadie reposa, a una beatitud sin beato. En este enfrentamiento muerte/optimismo, la muerte sale optimizada por Ramón, naturalmente, y de tan vario, rico y desordenado libro se saca la consecuencia de que morirse no es una tragedia ni un tránsito, sino un gesto más de la vida.

Ramón se ha planteado la muerte muy en serio y muy de frente, incluso su propia muerte, claro (sólo puede empezar a entenderse la muerte a través de la idea de la propia muerte). Pero hay dos cosas que le impiden hacer de la muerte una meditación trascendental: la estética y el optimismo. El esteticismo ramoniano, su plasticismo, su pensamiento figurativo sólo puede entender la muerte como una figura o una teoría de figuras. La muerte, para él, no puede ser una abstracción. Tiene que ser una cosa, un estado, una conducta, y por eso se le representa siempre la muerte como una variante de la vida. Luego, su optimismo, al que está condenado, no le permite entender la muerte sino como un estado placentero. En Ramón no hay metafísica ni religión de la muerte, al menos en este libro. Hay hallazgos luminosos de lo que es la muerte para los vivos. Ramón consigue, mediante sensaciones plásticas que sólo él puede madurar, transmitirnos lo que tiene que ser para un vivo prescindir de la vida. Pero eso no es exactamente la muerte.

Quiere decirse, en fin, que el gran optimista -el escritor más optimista de nuestra literatura, el más confortablemente instalado en la existencia- no le ha tenido miedo al enfrentamiento literario con la muerte, ya que este enfrentamiento tiene mucho de humorístico, aunque él no lo diga. Es un paseo por los cementerios del hombre saludable y con pipa que quiere disfrutar el pintoresquismo de la muerte. Tiene la honradez intelectual, naturalmente, de plantearse la idea de la muerte y del no-ser muy frontalmente, pero su pensamiento figurativo, ya digo, y su optimismo natural le dan de la muerte una imagen entre lírica y melancólica, a lo sumo. En último extremo, Ramón, que ha ignorado siempre la muerte, la ignora más que nunca en su libro sobre la muerte, porque ahí es donde la ha cazado como mariposa negra, como motivo estético.

Está incapacitado para pensar la muerte, como los primitivos y los niños, como los animales. La vivencia de la muerte es un hecho cultural y antinatural a que el hombre ha llegado a través de los siglos. La muerte ha sido el otro lado de la vida para todas las religiones y todas las culturas. La muerte está amueblada de cosas humanas en todas las civilizaciones. La muerte está colonizada por la fantasía del hombre. Sólo algunos filósofos orientales y occidentales han llegado a decantar la idea de muerte sin fantasías. Pero esto es muy posterior, muy actual, muy de nuestro tiempo. El hombre ha tardado siglos en pensar en la muerte. Antes, solamente la dibujaba, la ponía en escena, la representaba. Ramón, anterior a la idea abstracta de la muerte (anterior como ser humano, que esto nada tiene que ver con la cronología), tampoco va a darnos ya de la muerte una idea romántica y carnavalesca, sino que vuelve a incurrir en lo suyo y entiende la muerte a su manera, como todo: como una cosa cotidiana. La muerte, para Ramón, también es vida cotidiana.

De modo que su libro sobre la muerte se alterna en dos libros, en dos visiones, como todo Ramón: de una parte, la muerte como vida cotidiana, ya está dicho, y de otra, la muerte como fantasmagoría. (En su última edición, el libro que venimos comentando se titula Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías.) La muerte, con sus fosos negros y desconocidos, permite a Ramón hacer ramonismo, o sea, un entreverado de surrealismo, vanguardismo, lirismo y humorismo. De este juego salen adivinaciones poéticas definitivas. Pero no sale la idea de la muerte.

Con la muñeca de cera que fue su muñeca-fetiche

La muerte como acontecimiento cotidiano y la muerte como acontecimiento lírico son las dos ideas de la muerte que nos da Ramón. Las que él puede darnos. Se ha sometido voluntariamente a la prueba de fuego de enfrentar su optimismo y su frivolidad con la muerte, y no ha salido ni triunfante ni cambiado. Ha salido el que era.

La muerte, como la música, como el mar, como las golondrinas, como cualquier otra cosa, no hace sino poner en marcha sus facultades poéticas e irónicas. Esto es lo que le ocurre a todo escritor y a todo pensador cuando se enfrenta a un tema, sólo que Ramón, por primitivo, deja más al descubierto su juego. Nunca escribimos sobre lo que creemos escribir, sino sobre nosotros mismos. Platón despliega su elocuencia antes que una idea del mundo, y Shakespeare su retórica antes que una idea de los reyes. La muerte, para Ramón, es impensable, y sobre todo en este libro donde se dedica a pensarla.

Lo que más nos descubre cómo Ramón se ha dedicado a humanizar la muerte, e incluso a erotizarla, es lo que escribe sobre las muertas, y más que nada ese capítulo de Senos que, como digo, parece un capítulo perdido de Los muertos y las muertas. Para Ramón, la muerta no es una muerta, sino una atractiva y poética variante de la vida, de las vivas, de tantas como ha conocido, pero en este juego vida/muerte, tan gustado por los poetas de todos los tiempos, llega a hallazgos a los que pocas veces se ha llegado. La muerte ha sido siempre para los escritores una cámara oscura desde la que fotografiar mejor la vida.

En su biografía de Quevedo también ha dedicado Ramón un capítulo a la muerte. Quevedo es otro barroco español que habló mucho de la muerte, pero que sólo muy a última hora -como Ramón- llega a comunicarnos la cercanía mortal, cuando realmente le alcanza en la carne.

«Después de todo, la muerte es morirse», define Ramón en este libro. Es una de las cosas más sencillas y verdaderas que nos dice sobre el tema. Es una visión existencial de la muerte. Es, como ya hemos señalado, la integración de la muerte en la vida cotidiana. La muerte no es una abstracción ni una trascendencia ni una intuición ni un rito. La muerte es morirse. No hay inmanencia. No la cosa, sino el acto. Sólo existe lo que se pone en acto, lo que ocurre. La muerte es un gesto de la vida. La muerte es algo que le ocurre al muerto. Ramón no ha pensado en ningún momento la muerte como abstracción, y ha acertado. Su vitalismo sólo entiende la muerte como algo que hace la vida, como algo que le pasa a la vida. Para el optimismo ramoniano, la muerte está, pues, dentro de la vida. Así, es él el optimista definitivo.

27. RAMÓN Y LAS VIVAS

Ya de muy niño, Ramón tuvo de novia a la hija de una portera. Nos confesará en seguida su pasión por las mujeres, por la mujer, e incluso su pasión concreta por las hijas de las porteras. Siendo adolescente entra en relación con Carmen de Burgos, escritora mayor que él, mujer de izquierdas, y cabe pensar incluso, por lo que Ramón entreconfiesa, que andando el tiempo tuvo relaciones también con la hija de Carmen de Burgos.

Hay un momento de su vida en el torreón de Velázquez en que cuenta que le visitan tres mujeres por semana, en días alternos, dejando los días de en medio para que limpie la criada. Los domingos se los dedica a Carmen de Burgos, a la que visita ya vieja, y a la que seguiría visitando incluso, hasta la muerte, después ya de casado, instalado en Madrid con Luisa Sofovich. Un domingo, Carmen de Burgos le dice que ha estado muy inquieto todo el día el pájaro que tiene con ella en su habitación de enferma. En seguida le comuni-carían a Ramón la muerte de Carmen de Burgos.

En otro momento confesional, Ramón nos dice que todas las noches de su vida ha reposado la mano en ese arco que es la cadera de la mujer dormida. Ramón escribe mucho sobre la mujer, pero sólo dedica un libro a una mujer concreta: es una biografía de su tía Carolina Coronado, que por cierto vio muy mal los comienzos literarios del sobrino, comienzos que ella alcanzó en plena vejez. Sí dedica Ramón un libro entero a la mujer en general, y ese libro es Senos, que ya hemos citado.

Entre las muchas definiciones que ha hecho Ramón de la mujer, como de casi todo, figura ésta de un radicalismo esquemático y expresivo: «La mujer es un triángulo hirsuto.» La mujer es literariamente para Ramón lo que ha sido ya para toda la literatura de nuestro siglo: mujer-metáfora.

La mujer, en la literatura, lo ha sido todo, como sabemos: diosa y esclava, el Ideal y la musa, la Virgen y la serpiente. Todo, menos un ser humano. El hombre, inevitablemente, ha malentendido a la mujer, a la hora de escribir, porque la relación hombre/mujer ha estado y estará siempre sugestionada por el trámite sexual. El escritor, que no es sino una exageración del individuo, una forma exagerada de vivir y de sentir, ha combatido y exaltado a la mujer como toda la humanidad masculina. El psicoanálisis y la sociología han dejado ya suficientemente claro, hasta dar en el tópico, el complejo colectivo e individual del hombre frente a la mujer. Freud dice que la mujer es enigmática porque tiene los órganos sexuales en el interior del cuerpo, invisibles.

La política y la sociología han intentado corregir en buena medida los abusos y explotaciones a que se ha sometido a la mujer por vía de humillación o por vía de exaltación, desde la diosa a la esclava. La relación hombre/mujer está sin resolver, y de esa irresolución han hecho explotación las sociedades de todos los tiempos. En cuanto a la cultura, ha colaborado, por una parte, a la perpetuación de la mujer-objeto, aunque fuese a veces un objeto divino o sacro. Y, por otra parte, ha reflejado los sentimientos personales del artista, del poeta, frente a la mujer: un complejo compacto de miedo, atracción, odio, inseguridad, fascinación, sentido de la propiedad, sentido de la posesión, etc. Todo ello es muy conocido y debatido en nuestro tiempo de grandes luchas feministas. La literatura moderna, superada la mujer sin alma de los griegos, la mujer diosa de Berceo, la mujer maligna de los románticos, ha entendido a la mujer como metáfora, como ser metafórico.

Busto de mujer, en madera, del automuseo ramoniano

Contra esto se levanta Simone de Beauvoir, denunciando que el trato que dan a la mujer los surrealistas-Breton, Éluard y otros grandes cultores de la mujer- es también alienante, tanto como el trato cosificador del pasado, porque la mujer no es un objeto poético, sino un ser humano.

Tiene toda la razón Simone de Beauvoir, pero, en su radicalismo político y feminista, olvida los factores irracionales que funcionan siempre en la relación hombre/mujer. No debe repetirse ni perpetuarse la secular explotación material o psicológica de la mujer, pero es muy difícil -y quizá contraproducente- llegar a una relación de-hombre-a-hombre entre el hombre y la mujer. Esto supondría la deserotización absoluta de la vida. Y por lo tanto la interrupción de la vida.

Ciertos positivismos de izquierdas han llegado a propugnar una relación hombre/mujer a nivel de camaradería y zoología, libre de connotaciones eróticas o de sugestión personal, cosas siempre irracionales. Esto viene a ser, por el otro extremo, lo mismo que antaño se proponía la religión, fundando el matrimonio en la reproducción y condenando toda forma de seducción o placer gratuitos, marginales. La pareja como factoría reproductora de la vida puede llegar a ser un ideal de todas las Iglesias de derechas y de izquierdas, pero la relación hombre/mujer seguirá estando regida e iluminada por el erotismo, como en ciertas especies animales, incluso, y el erotismo es sexualidad sobrante, suntuosidad de la vida, exceso y lujo de la naturaleza.

Este alrededor suntuario de lo sexual es lo que ha cantado la literatura de diversas formas en las diversas épocas, y es lo que en nuestro tiempo acuña la mujer-metáfora, que nace con el surrealismo y que no es ya la diosa de los orientales, la Virgen de los católicos, la dama de los caballeros ni la amada ideal de los románticos.

Se diría que la mujer viene librando una lucha, a través de las literaturas, por escapar a las distintas alienaciones por sublimación en que se la viene capturando. Lo último, lo de nuestro tiempo, como decimos, es la mujer-metáfora, desprovista ya de connotaciones morales positivas o negativas, porque el arte en general se ha liberado de esas connotaciones.

La mujer ha dejado de ser un ejemplo del bien o un ejemplo del mal -Virgen o serpiente- en la literatura moderna. Ha dejado de ser un símbolo para ser una metáfora. Ha sido nuevamente capturada, sublimizada, alienada. La mujer, en toda la poesía moderna posterior a Baudelaire, es ya un ente mágico o metafórico, una metáfora del mundo y, sobre todo, una metáfora de sí misma. Liberada de la cristalización moral, ahora cae sobre ella la cristalización estética. Y de esta última prisión le será más difícil liberarse, pues que está más cerca de la realidad, de lo que toda mujer es para el hombre que la ama o la desea: metáfora.

¿Metáfora del mundo, de la belleza, de la vida? Sí, y sobre todo, metáfora de sí misma. El que desea a una mujer no ve la mujer que ve, sino la que cree ver. El poeta escribe siempre en celo y crea una mujer metafórica que sólo de-viene cotidiana después del orgasmo. Aquí una cita de Jules Laforgue -aquel pequeño Baudelaire- que hemos utilizado mucho: «La mujer, en el fondo, es un ser usual.» Pero quizá nunca llegará la mujer a ser un ser usual para el hombre, y menos para el poeta. Nuestro tiempo participa plenamente del mito de la mujer-metáfora, degradada comercialmente en mujer-objeto mediante el erotismo de masas. La mujer puede y debe redimirse en todos los aspectos sociales y económicos, pero en la relación sexual -de la que nace el arte y la literatura- seguirá portando una aureola extraña, como el hombre para la mujer, que no es sino la captación torpe que tienen aún nuestros sentidos de las descargas magnéticas del sexo.

Ramón participa del mito de la mujer-metáfora, que nace de los surrealistas, como ya hemos dicho, y que no ha sido sustituido en lo que va de siglo, salvo las degradaciones comerciales o los nuevos naturalismos literarios que explican el erotismo como una anatomía de matadero.

Ramón metaforiza siempre a la mujer, la pone en conexión con el mundo, hace de ella el lugar de todas las transformaciones y todas las relaciones de las cosas. La mujer, en la literatura moderna, es siempre un poco como la famosa novia de Duchamp, «desnudada por sus solteros». La mujer, para Ramón, es metáfora de sí misma, y no hablemos ya de la irrealidad de sus mujeres de novela. Pero hay otra vía más viva por la que Ramón llegará a la mujer viva no metafórica ni metaforizada: la vía de la cotidianidad, como siempre. En Senos, uno de los breves capítulos se titula «Los senos de la que va por café». Al principio hemos reseñado la pasión ramoniana por las hijas de las porteras. Ramón, el hombre que se ha propuesto ser feliz, como proyecto vital, y serlo a nivel de cotidianidad, sin alardes, excesos ni riquezas, encuentra en la mujer el único paraíso natural posible y perdido que nos queda.

Esas mujeres cotidianas de Ramón, que van a por café, que asoman sus senos a la ventana, que tienen senos de nadadora o senos de hastío, que son niñas de Conservatorio, que tienen senos de viuda o senos endomingados o senos de enferma grave, las criadas, las ennoviadas, las madres, las tenderas, las tontas, las cursis, las amantes del escritor, en fin, son las mujeres de verdad, son la mujer, la otra mitad de la vida, lo que él ha descubierto como circunferencia preferida -la mujer sí que es una circunferencia- para estar dentro del tiempo. Por debajo del mito literario de su época, por debajo de la mujer-metáfora, Ramón, con su sentido de lo cotidiano, encuentra la mujer real, la compañera, el ámbito único de todos los asentimientos, que es el cuerpo femenino. Lo otro, la mujer-metáfora de los surrealistas, se le queda en mujer de cera. La muñeca de cera con la que irónicamente convivió unos años.

28. EL ORIGEN PEQUEÑOBURGUÉS

De todo lo que llevamos escrito en este libro me parece que se deduce una bipolaridad en la vida de Ramón: el tirón de lo insólito y el tirón de lo cotidiano. ¿Vivir en lo insólito, vivir en lo cotidiano, vivir en lo alto de un elefante, vivir en un piso bajo de la madrileña plaza del Dos de Mayo?

El origen de esta bipolaridad habría que buscarlo en la infancia pequeñoburguesa del escritor. El payasismo de Ramón, del que ya hemos hablado, quedará explicado así a otra luz, aún. Y su sentido de lo cursi, también. Antes payaso que cursi. Porque en aquel hogar pequeñoburgués en que nace y crece el niño Ramón, lo cursi ronda de cerca y deja con frecuencia su perfume triste. Ramón viene al mundo en la madrileña calle de las Rejas, en 1888, como hijo mayor de un matrimonio en que el marido, el padre, se va a mover tímidamente hacia la política, desde la abogacía, como tantos otros españoles, con poca fortuna, con más pena que gloria.

Destinos a provincias, cambios de piso en Madrid, siempre en ese descenso escalonado hacia la mediocridad que se signaba antaño por la calidad, progresivamente inferior, de las casas y de los barrios. Era patético seguir la historia de una familia por la historia de sus pisos y de sus barrios, el lento desplazamiento desde las zonas de la alta burguesía a los reinos de lo menestral. El fácil alquiler de los muchos pisos vacíos daba mejor que nada esta movilidad en uno u otro sentido que iba situando gráficamente a las familias en una u otra clase. El niño Ramón observa que sus padres mantienen con esfuerzo un medio abono a la Ópera, y reflexiona: «Los pobres padres aún querían ser lo que habían soñado ser.»

Los tíos, las abuelas, las primas, todo el coro triste y largo de las familias burguesas, las infinitas ramificaciones de la pobreza, esa viuda en cuya casa juega el niño algunas tardes, entretenido con las cruces y medallas del difunto. Ramón, asomado durante toda la infancia a balcones altos y populares -«yo era pescador de balcón»-, ve los mansos ríos de la vida madrileña transcurrir por las calles, y siente a su espalda esos interiores de sombra y escasez que dejan escalofriado para siempre al chico de clase media.

Ha tomado conciencia, como todos los españoles de su clase y su edad, de que la vida familiar es triste, monótona, mentida. De que la pequeña burguesía es una clase que vive de anhelos y resignaciones. De esta conciencia de clase media han salido todos los rebeldes, todos los revolucionarios de derechas y de izquierdas, y la mayoría de los genios, porque lo que se propone el adolescente, si tiene una mínima capacidad de reacción, es abolir eso para siempre, luchar, salvarse, suprimir en su vida, y a ser posible en la vida, esa farsa de la pobreza que se cree o se quiere sublime, y da en cursi, porque lo cursi, como ya hemos apuntado en otro capítulo, es la miseria que se piensa sublime, así como lo canalla es la miseria que se piensa fascinante.

Ramón, carente de instinto político, decide quizá vivir en lo insólito, y toda la abundante e inédita producción teatral en que rompe a escribir, y que es prácticamente teatro de infancia, está llena de crímenes insólitos y movida inconscientemente, sin duda, por el sueño de la gloria y el dinero del teatro, que era uno de los señuelos de la época. Antes payaso que cursi, ya lo hemos dicho. Ramón se habrá sentido cursi muchas veces, habrá advertido con desencanto la cursilería de sus padres, y decide muy pronto marginarse, «entrar en fuego», según el título de su primer libro, hacer anarquismo, bohemia, lo que sea. Unos escapan hacia la política y otros hacia la literatura. La cuestión es huir de prisa de la sordidez de unos hogares intransitables del perfume antiguo de la frustración.

Pero también ha aprendido Ramón, en la minucia de la vida pequeñoburguesa, a observar lo cotidiano del vivir, de modo que será para siempre un indeciso entre lo insólito y lo cotidiano, entre la liberación por la imaginación, que le es la única posible, y la sumisión dulce en poder de lo sabido. Tardará muchos años en madurar en él aquella frase que ya hemos citado y que ahora da toda su hondura: «Lo cursi abriga.»

Hemos dicho que será el indeciso entre lo insólito y lo cotidiano, pero la indecisión no es ramoniana, y él, extravertido y pícnico, o introvertido hacia afuera, resuelve la indecisión poniéndola en agua, pasando sin solución de continuidad de lo insólito a lo cotidiano y viceversa. Su virtud de primitivo también le ayuda aquí a cambiar de nivel sencillamente, sin transiciones. Toda su vida persigue y cultiva lo insólito, para salvarse sin duda de la mediocridad pequeñoburguesa, pero toda su vida es sensible y receptivo a las dichas menores de lo cotidiano.

En algún momento de este libro he dejado escrito que prefiero el Ramón de lo cotidiano al Ramón de lo insólito. Él, sin duda, se creía muy dotado para lo insólito, y, efectivamente, tiene hallazgos en vida y obra que le acreditan como un genio de lo insólito. Por ejemplo, la anécdota y el reportaje de la visita nocturna al Museo del Prado, que ya hemos descrito. Pero muchas veces, en Ramón la ideación insólita da en pueril o está resuelta sin convicción, y esta es otra de las debilidades de su novelística. En cuanto al payasismo de su vida, tampoco es siempre afortunado. El payaso viene del bufón como el dandi viene del príncipe. Son los parásitos de dos parásitos. Charles Chaplin, en tiempos de Ramón, supo reunir en una sola imagen al dandi y al payaso. Tanto el uno como el otro son opciones para huir de la mediocridad pequeñoburguesa.

En el cine de Chaplin vemos bien a ese pobre tipo -tan universal- que ensaya la opción del dandismo o la opción del payasismo, alternativamente, para sublimar su condición pequeñoburguesa. Hitler, personaje de la misma época, sublima esa condición, en sí y en millones de alemanes, por la vía de la milicia. (El dandismo tiene algo de la austeridad de la milicia, según Baudelaire.)

La gran burguesía industrial y el proletariado subsecuente han dejado en medio esa zona ancha, gris y lamentable de la pequeña burguesía que vive de pequeños empleos, con modestas ilusiones políticas o sociales. Es lo que años más tarde se llamaría sociedad de consumo y, a nivel de individuo, hombre unidimensional, en palabras de Marcuse.

Sólo muy vencido el siglo XX, pues, la pequeña burguesía se ve falsamente redimida por el consumo, y tiene la ilusión de haber salido de su mediocridad sin hacer la revolución social o política. Pero en la infancia y juventud de Ramón, de Chaplin, de Hitler, no había otras opciones que la revuelta política o la imaginación. Millones de jóvenes, en toda Europa, optaron por la revolución de izquierdas, por el marxismo. Hitler y sus alemanes optaron por la revolución de derechas, por el nazismo. En el encarnizamiento de Hitler y sus servidores contra los judíos, puede que hubiese mucho de un resentimiento pequeñoburgués contra el prestamista y el comerciante que había empobrecido a las familias de la burguesía alemana. De una manera simplista y gráfica, era fácil ver como culpable de la mediocridad familiar -siempre hace falta un culpable, y casi siempre lo hay- a la figura enlutada y sigilosa del prestamista judío.

Ramón y Chaplin optan por la imaginación (Chaplin, además de eso, se haría comunista). Chaplin viene de la miseria directamente, ya lo sabemos, pero conoce la mediocridad de un hogar de cómicos pobres y borrachos. El que Ramón y Chaplin coincidan algunos años más tarde como miembros de un club internacional de humoristas, es la corroboración anecdótica de lo que venimos diciendo: ambos huyen de la sombra fría de un hogar pequeñoburgués sin más alternativas que la cursilería.

Es fácil emparentar a Ramón con Chaplin. Se ha hecho muchas veces de manera banal. De modo que huiremos de ese emparentamiento. Chaplin acertó a ser el dandi y el payaso, o mejor la frustración de un dandi y la frustración de un payaso en una sola frustración. Ramón intenta el payasismo, pero nos atreveríamos a decir que en todo payaso hay un dandi frustrado (ya lo dijimos al final del capítulo correspondiente), como toda cosa comprende su contrario. Ramón intenta lo insólito con varia fortuna, y la exasperación de lo insólito es en él el payasismo. Pero está, como una constante en su vida, el tirón de lo cotidiano, el encanto manso y dulce de la vida vulgar, que aprendió a observar de niño en los interiores pequeñoburgueses en que transcurrió su infancia. Ramón se libera del origen pequeñoburgués, y lo sublima, más que cuando huye hacia lo insólito cuando mete lo insólito en lo cotidiano, cuando canta la vida pequeña y fluyente de todos los días como sabemos que no es: con una precisión y una luz que sólo él podía darle.

29. SEÑORITO MADRILEÑO

Del origen pequeñoburgués le viene a Ramón su distintivo incorregible de señorito madrileño. Hemos repasado lo que en Ramón hay de bohemio, de vagabundo de la ciudad, de anarquista y noctámbulo, y quizá todo eso se resumiría peyorativamente en una sola palabra: señoritismo. Que para mí no es peyorativa en este caso. Dijo José Antonio Primo de Rivera, cuando nacía el fascismo español, que «el señorito es la degeneración del señor». Pura demagogia, porque ellos iban a hacer una contrarrevolución de señoritos.

Ramón es señorito madrileño, ese señorito sin posibles, de origen burgués o pequeñoburgués, que renuncia a los mermados privilegios de clase, pero tampoco llega a militar en ninguna guerra contra los señoritos. Ramón, sencillamente, gusta de pasear al sol de Madrid, limpiarse los zapatos en los limpiabotas, «que es una cosa muy de domingo», como dijo otro escritor, tomar vermuts y aperitivos, cenar toda su vida fuera de casa, andar mucho de cafés, ser amigo de todos los buenos taberneros de la ciudad y de algunas cómicas, ir a los toros siempre que hay toros y al teatro, a reventar estrenos, siempre que hay un estreno.

Aunque este libro no es para nada una biografía, no quisiera que quedase sólo en él el análisis del escritor y sus razones, la inevitable estilización ensayística de su figura, descuidando lo que Ramón tenía, claro, de señor corriente, muy referido siempre a los usos y costumbres de su clase social, por más que en buena medida fuese un desclasado sin violencia, un tránsfuga de lo cotidiano a lo insólito.

El señoritismo madrileño es una cosa que ahora va desapareciendo por cuanto los señoritos se han vuelto cosmopolitas y ya casi nunca están en Madrid, mientras que los horteras han ascendido a la condición real o fingida de señoritos. Pero en los tiempos de Ramón el señorito estaba todo el día dando vueltas por la ciudad, entre el café y el Casino, entre el juego y el lupanar. El que nacía señorito, era señorito para toda la vida, y se moría de viejo y de señorito. Acertaban los abrecoches y las floristas llamando señorito al señor de ochenta años, porque lo que le tenía en pie era un señoritismo bien o mal llevado.

Había alguien que, por razones políticas o sociales, se hacía llamar señor, pero a todos les iba mejor lo de señorito, porque el diminutivo implica como una cierta juvenilidad ociosa, y realmente aquellos hombres vivían en diminutivo, vivían en petimetres, en pisaverdes, hasta la muerte longeva. El señorito no es la degeneración del señor, sino el que no ha querido llegar nunca a señor, el que ha preferido quedarse toda la vida de señorito, sin hacer nada, gastando el dinero de papá y bebiéndose su coñac.

Nada de esto va por Ramón, naturalmente, en cuanto que es un hombre que en seguida empieza a trabajar en lo suyo, y no presenta ningún odioso rasgo de prepotencia de clase en su trato con el pueblo de Madrid.

Para interpretar aproximadamente y vagamente definir a Ramón como escritor estoy escribiendo este libro. Para definirle como hombre me bastaría con dos palabras: señorito madrileño. Si Ramón no hubiese escrito lo que escribió, nos quedaría de él un señorito madrileño que usa capa en invierno y sombrero de paja en verano. Ramón vive hasta muy tarde del dinero de su padre, pues el periodismo de colaboración que él hace, por entonces no se pagaba a los noveles, y menos un periodismo tan literario y de lujo.

Pasa mucho tiempo hasta que Ramón empieza a vivir de lo que escribe. Pero, aparte este parasitismo económico, tan característico del señorito, Ramón no pierde nunca ese aire ocioso del madrileño de clase media que no tiene nada que hacer. Lo suyo, quizá, todo lo suyo, visto a esta luz, no es sino un señoritismo sublimado, como al fin y al cabo es lo de Proust.

Señoritos que se propusieron el señoritismo como proyectos de vida. Y menos mal que Ramón tiene algo popular y ancho en su facunda humanidad, que con un poco más de dandismo habría quedado señorito en absoluto. Pensemos, a la luz de esta idea, que toda su obra nace del ocio, de la observación del paseo, de los dones del que no tiene nada que hacer o se ha propuesto no hacer nada. Entender este capítulo que estoy escribiendo como peyorativo sería malentenderlo. Aplicarle ahora a Proust, por ejemplo, una mística del trabajo, quedaría cómico. Pero creo que he insistido bastante, a lo largo de estas páginas, y quizá seguiré insistiendo, en el carácter lúdico y hedonista de la obra de Ramón. Esto nace de su voluntario o involuntario proyecto de felicidad, pero nace, más sencillamente, si le aplicamos una especie de interpretación materialista de la Historia, de que Ramón no tiene nada que hacer.

Su musa es el ocio. Ramón es ocioso. Su encanto es el ocio, ahora lo comprendemos. Se propuso siempre jugar, creo que he dicho. Pero la forma de circunferencia que da a su vida no es sino la forma del ocio. El atractivo último o primero de todo lo que escribe está en que nos viene de un fondo de ocio. Es el tío que no está haciendo nada, que pierde el tiempo con las musarañas, y a las musarañas les llama greguerías.

Señorito madrileño, escribe mucho más de los quehaceres ociosos que de los otros, no sólo porque se ha marginado de las estructuras sociales, sino porque sabe que la verdad del hombre está más en el juego voluntario que en el trabajo impuesto.

Parásito como Baudelaire, que tenía una renta, Ramón, incluso cuando tiene que pasarse la noche escribiendo para ganar unos duros, no pierde nunca el aire señorito del que vive Madrid como una fiesta. En el capítulo «Madrid» he dicho que Ramón no hace madrileñismo ni costumbrismo ni localismo ni casticismo, porque su hallazgo es más profundo, es el hallazgo de lo cotidiano universal. Tampoco en su vida diaria condesciende Ramón a ninguna de esas cosas, pero no deja de haber en él un beber los vientos de la calle con alegría y ocio de señorito.

El señoritismo es, a fin de cuentas, una manera de estar en el mundo, y hoy el señorito ha ascendido a mayores paraísos, ha tomado yates y aviones, o ha tenido que descender y condescender al trabajo, pero hubo unos años en que el ser señorito le servía a uno como patente para no hacer nada. Ramón no cumple el servicio militar, por ejemplo, y esto es una característica de los señoritos del principio de siglo, que se libraban mediante privilegios económicos, políticos o de clase, de tan dura obligación.

El señoritismo es una mala manera de entender el ocio, pero el ocio es la posibilidad de la contemplación, la observación y la meditación. En Ortega y en otros egregios madrileños de la época también hay señoritismo. Digamos que todos ellos, o algunos de ellos, como Ramón, se salvan del señoritismo gracias a su voluntad de trabajo, a su talento y a que deciden hacer del ocio una obra de arte.

Esto es especialmente claro en Ramón. Quizá toda su obra es eso, además de tantas cosas: la remodelación en arte de un largo ocio. Lo cual supone, excusado es decirlo, mucho trabajo.

Darle forma, estructura y argumento a su ocio de señorito es lo que hace Ramón en la primera parte de su vida. Luego descubrirá, demasiado tarde, que el ocio le ha convertido en un gran trabajador. Pero el fondo inicial de ocio es lo que informa y hermosea toda su escritura.

30. LA AVENTURA EUROPEA

Si Ramón se salva de lo pequeñoburgués y lo cursi mediante lo insólito, se salva de lo local mediante lo europeo. La tristeza mediocre de la familia era la tristeza de todo Madrid, de modo que Ramón inicia en seguida contactos con los escritores europeos de vanguardia y recibe y publica los primeros manifiestos de Marinetti. Luego viaja mucho a Europa.

Europa ha sido el sueño y la salvación -a veces la condena y el exilio- de todos los intelectuales españoles que han experimentado el ahogo y la angostura de España. Ahora y siempre. Ramón, tan español, tan madrileño, huye del realismo galdobarojiano porque ha descubierto algo más importante que el realismo: la realidad. La realidad es algo que está ocurriendo más allá de las fronteras, en Francia y en Italia. Ramón vive su aventura europea de diversas maneras: como visitante pobre y desconocido, como escritor famoso, como tránsfuga. Consigue una notable popularidad entre las minorías literarias de Francia e Italia. Visita Alemania y Suiza. Descubre eso de que el mundo no es tan mundo como parece.

Valéry-Larbaud inicia a los de la N.R.F. en la lectura de Ramón, que no les interesa demasiado. (También se equivocaron durante mucho tiempo con Proust: es lo que les pasa casi siempre a los exquisitos de lo exquisito.) Hay libros de Ramón traducidos a numerosos idiomas y casi todas las traducciones son de la misma época: la época de europeo de Ramón.

Ramón, pues, triunfa en Europa, y, dentro de Europa, en lo más europeo del momento: en la vanguardia. Pero ya hemos hablado en otra página de este libro de que la gloria internacional de un escritor es siempre una moda y, por lo tanto, una cosa ficticia, dentro de lo ficticia que es la gloria en sí.

Más importante que el éxito editorial de Ramón en determinado momento parisino o italiano, es la impregnación europea que eso le dará siempre a su obra, y aquí tocamos una de las claves del estilo ramoniano, que en otro momento de este libro creo haber rozado, pero sólo rozado. ¿Cómo Ramón, resultando tan español, tan quevedesco, resulta tan escritor europeo de una época y a la inversa? Ramón armoniza a Quevedo con Apollinaire, en su estética, entre otras cosas porque Quevedo y Apollinaire no son tan distantes uno de otro: son ambos puro talento verbal, ante todo.

Ramón utiliza la mecánica vanguardista de la imagen, pero servida por un castellano muy castizo, muy enraizado, lleno de neologismos que él crea como nadie, pero que no son neologismos extranjerizantes, sino volutas y virutas que le saca al castellano más recio y rancio. Así es como consigue Ramón la rara síntesis y el inconfundible acento de su prosa, sin recurrir a la escritura extravagante de los otros vanguardistas españoles, que usan y abusan de la frase corta y el punto y aparte, y que había hecho del laconismo una mística y del telegrama una estética casi siempre risible.

Ya hemos dicho en otro momento que Ramón es el madrileño empedernido que está huyendo siempre de Madrid. Es el supermadrileño a la fuerza. Gracias a eso hizo lo más auténtico de su obra, que es siempre lo enraizado, pero sus escapadas europeas -a Lisboa, a París, a Berlín, a Nápoles, a Suiza- le ponen en contacto con la vanguardia de su tiempo, desde Max Jacob a Reverdy, desde Bontempelli a Picasso (ya afrancesado) y le dejan para siempre la pátina de escritor europeo que, sin caer jamás en pose de cosmopolitismo -otra forma de cursilería-, se salva, como queda dicho y redicho, del realismo galdobarojiano, benaventino en el teatro, que lo impregna todo por entonces en la cultura española.

La realidad, sí, en lugar del realismo. Ese es el gran hallazgo de Ramón en su adolescencia, del primer Ramón. El realismo era una devoción de la época, y Ramón descubre la realidad sin realismo, la realidad inefable, y se propone decirla. Y la dice. El invento es así de sencillo. Nuestros compatriotas habían llegado a confundir realidad con realismo literario. Ramón ve por primera vez que la realidad está un poco más allá del realismo.

Y digo Ramón porque los otros escritores que innovan por entonces en España -Valle, Azorín, Juan Ramón Jiménez- no se quedan tan en la realidad como Ramón. Valle exaspera la realidad en esperpento, Azorín la estiliza hasta amanerarla, Juan Ramón la trasciende de lirismo. El único que no renuncia a la referencia concreta y cotidiana, el único que deja la vida como está, sin violentarla para bien ni para mal, pero sin hacer realismo galdobarojiano, es Ramón Gómez de la Serna.

De Berlín nos dice Ramón que tiene una arquitectura de hombros cuadrados. Nápoles le inspira una novela -La mujer de ámbar, ya aludida aquí-, y Ginebra otra, El gran hotel. Sobre París escribe muchas páginas, aunque casi todas autobiográficas. Ramón ha buscado en Europa, como el intelectual y el artista español de todos los tiempos, una verdad y una variedad cultural de que España ha carecido casi siempre.

Luego, cuando vuelve a España, después de cada uno de sus viajes, la sensación siempre es la misma: sensación de choque contra la realidad española endurecida de realismo. El realismo que descalabra. Una realidad berroqueña, una vida social y cultural estrecha y envenenada. Pero el escritor va tomando conciencia de que esto es lo suyo, aprende esa cosa elemental de que sólo se es alguien en lo de uno.

La gloria del mundo es una moda editorial o una vaga noción cultural. A quien uno tiene que decirle algo es a sus paisanos. Y esto no supone provincianismo, sino reacción contra el cosmopolitismo. La universalización de la palabra es algo que se produce a veces, con ventaja para todos, pero la palabra que más se ha universalizado siempre ha sido la más dialectal, la que iba directa a una tribu concreta. No hace falta insistir ahora en el localismo de Cervantes, de García Lorca, de los pocos escritores españoles universalizados, ni hace falta distinguir este localismo en profundidad del localismo sainetero de los localistas.

Claro que, como ya hemos dicho, la gloria europea de Ramón se va a apagar pronto, porque él es ante todo escritor de época, un escritor de una época, está muy ligado a las vanguardias de los años veinte y pasa con ellas, pese a ser un vanguardista excepcional. Escritor de época, sí, es Ramón antes que nada, pero luego es escritor de siempre. Si el sabor de época es lo que le ha envejecido -de eso no se salva nadie-, el sabor absoluto de escritor vivo es lo que le mantiene vigente para nosotros, secretamente vigente para el futuro. En una prosa muy de la época, Ramón puso la verdad de siempre.

Hemos dicho que una de las claves de su estilo es la fusión de vanguardia europea y barroco español. O lo decimos ahora. Otra clave pudiera ser, en el orden temporal -e1 lenguaje tiene muchas claves temporales-, la fusión del sabor de época con el sabor de eternidad, si se me perdona la ex-presión un poco cursi. Ramón acierta a darnos la vida de siempre, la luz perenne en un lenguaje que es casi el argot culto de una época. Así que por un lado queda demodé, leído hoy, y por el otro nos deslumbra continuamente con iluminaciones sobre la vida, sobre la muerte, sobre el hombre, sobre esas minucias en que ha consistido siempre la literatura, ya que no hay otras.

Muy europeo y muy de la Puerta del Sol, muy de los felices veinte y muy de la prosa legendaria de Castilla, Ramón opera, una serie de síntesis que no siempre se logran, naturalmente, pero que se logran más en él que en otros, me parece a mí. Estas síntesis no responden a ninguna fórmula concreta -podrían estudiarse muchas-, sino al mero talento literario. Ramón, leído hoy, nos suena a la Europa de los veinte. Y este arcaísmo no es el menor de sus encantos ni la menor de sus voces. La otra voz, más duradera y valedera, es la que le hace escritor de siempre. Acierta a realizar en el castellano una revolución de prosa europeísta mucho mejor que Azorín o los modernistas, mucho mejor que los naturalistas traductores de Zola. Es en este siglo el primer escritor español de aventura europea que resulta más que aventura.

31. RAMÓN Y EL PERIODISMO

Escritor de época, hemos llamado a Ramón en el capítulo anterior. Es una definición entre tantas. El escritor de época por antonomasia es el escritor de periódicos, el que ha de estar atento a su época y escribir sobre ella, porque resulta enojoso escribir en los periódicos sobre el pasado o sobre lo eterno. Lo eterno no es noticia. Ramón escribió mucho en periódicos.

Lo primero que lleva al escritor al periódico, en España, es la necesidad económica. El que de verdad es escritor, tanto como el instinto literario tiene el instinto de la supervivencia literaria, y ve en seguida que no va a poder vivir de los libros en un país donde el libro no se vende, no se lee y se cobra mal. Si uno no es catedrático, abogado o rico por su casa, tendrá que escribir en los periódicos. Esta pobreza nacional ha permitido, paradójicamente, que España tenga siempre en sus periódicos el lujo literario de uno o varios escritores. Cosa parecida ocurre en Francia, aunque por otras razones. Después de la motivación económica está la motivación puramente literaria: en un país que no lee libros, hay que escribir en los periódicos si uno quiere que le lean.

Es ya tópico el ejemplo del 98, cuyos miembros hicieron buena parte de sus libros en el periódico, como luego Ortega. De la necesidad se hace virtud y resulta que los libros así hechos -D'Ors es otro caso egregio- no resultan frag-mentarios, sino raramente unitarios y más vivos que el grueso tomo escrito fuera del tiempo y del espacio, en un despacho de escritor. No es que sea la norma, pero escribir en los periódicos no es absolutamente malo para el escritor. Dicen que el periódico quema, pero yo creo que sólo quema al que es excesivamente combustible, al que de todos modos se iba a quemar. Aparte de que en algo hay que quemarse.

Lo que pasa es que Ramón, al que hemos definido como literato puro al principio de este libro, es muy poco periodista, en el sentido estrecho de la palabra. A Ramón no le interesa mucho la actualidad como tal, pues hemos señalado repetidamente en estas páginas que es hombre que ha roto con las instituciones. Ni siquiera ha roto: las ha ignorado por principio y desde el principio.

¿Cómo puede hacer periodismo un hombre que se obstina en ignorar las fuentes de la noticia, o sea la política, las finanzas, la guerra? Porque Ramón toca los temas más actuales -la moda, la vida, los sucesos, la calle-, pero los intemporaliza, los congela de belleza, como congela el drama novelesco o el drama personal, según hemos visto.

Pero precisamente por ahí accedemos a la raíz del periodismo ramoniano, que tuvo mucho éxito en su tiempo: Ramón conecta, no con el tiempo urgente de la noticia, sino con el tiempo intemporal que a todos afecta y que todos entendemos. Traslada inmediatamente el caso del día a la perennidad conmovedora del vivir. Es, de otro modo, el lema dorsiano de elevar la anécdota a categoría, coartada filosófica de D'Ors para hacer filosofía en los periódicos. Ramón eleva la anécdota a estética.

Algunos lerdos y redactores-jefes han dicho siempre que eso no era periodismo, que había que huir de la literatura en el periodismo, que no resultaba funcional. Pero la práctica demuestra, desde los tiempos de Larra hasta los actuales, pasando por el 98, Ortega, Ramón, etc., que el escritor es mucho más leído en el periódico que el periodista, siempre que sea escritor de periódicos y no una incrustación plomiza y enteriza, que las hay, y en abundancia. Larra y el 98 hacen periodismo crítico o ideológico, naturalmente. La literatura en estado puro entra en el periodismo español con Ramón, y el éxito es tal que tendrá muchos e importantes continuadores, antes y después de la guerra, siendo César González-Ruano el más cualificado de todos ellos, algo así como el delfín del ramonismo.

Es menospreciar al lector suponer que sólo busca en el periódico crímenes y consejos de ministros. El lector de la calle es el que primero detecta y valora en el periódico la calidad literaria. El lector español, apresurado, hombre que vive en la calle y lee pocos libros, consume muy bien esa literatura en pequeñas dosis que le da el artículo. Ramón tuvo la valentía y la originalidad de hacer sólo literatura en los periódicos y precisamente por eso -la valentía y la originalidad siempre se recompensan-, llegó a gozar de una notoria popularidad como periodista.

No hace falta hablar ahora de algo mostrenco: la literatura en el periódico sí que es funcional porque educa la sensibilidad del lector. Y porque dignifica la hoja impresa. Ha habido épocas -como nuestros cuarenta años de dictadura- en que se ha recurrido al periodismo literario para animar los periódicos, exangües de vida política, hipertrofiados de propaganda ideológica o pseudoideológica. Pero, aparte estas contingencias históricas, el periodismo literario ha tenido siempre muchos lectores, y sólo un raro rencor de ciertos redactores-jefes explica la exclusión sistemática de esta clase de periodismo, que ahora vuelve en el mundo entero, después de la asepsia y el impersonalismo del periodismo yanqui.

Incluso en los Estados Unidos, mediada la década de los sesenta, Tom Wolfe y otros innovadores inauguran el nuevo periodismo norteamericano, que es personalista, subjetivo, literario, experimental incluso, y que rompe para siempre con los letárgicos dossiers y reportajes-informe, inalterables y sin firma, de la gran prensa americana.

Naturalmente, el periodismo madrileño de los años veinte era mucho más pintoresco que el actual y admitía bien toda clase de colaboradores, incluso a Ramón con sus poemas en prosa y sus greguerías. Lo que hace Ramón, más que periodismo, es literatura de la calle.

Su hallazgo y valoración de la vida cotidiana tienen buena acogida en el periódico, porque a la gente le gusta verse retratada y trascendida, iluminada por luces que ellos nunca hubieran sabido encender.

Ramón, en su periodismo, juega a encontrar lo insólito en lo cotidiano y la cotidianidad de lo insólito, no sólo elevando la anécdota, cosa que el lector de periódicos entiende mejor y agradece más. El ya citado reportaje de la visita nocturna de Ramón al Museo del Prado, a la luz de un farol, es buena prueba del periodismo vivo y estetizante que nuestro escritor hizo siempre. Una experiencia periodística, ésta del Museo, que no habrían despreciado los pioneros y maestros del nuevo periodismo americano de ahora mismo.

Ramón, cuyos libros nunca se vendieron mucho, llega a mayor popularidad gracias al periódico y también a la radio, aparte su actividad literaria personal, lo que hemos definido como payasismo. Se ha dicho que Ortega educó a varias generaciones de españoles. Ramón también educa la sensibilidad estética de varias generaciones con sus greguerías y sus artículos. Enseña a mirar y ver la realidad de otra forma.

Si encuentra que en la sección de anuncios del periódico se venden y compran muchos pianos verticales, eso le sirve para hacer un delicioso artículo sobre la clase media filarmónica, tema que viene a dar en el tan querido por él de lo cursi. Hace costumbrismo, sí, pero un costumbrismo lírico, trascendido siempre por el lenguaje y el sentido literario, que nada tiene que ver con los costumbristas.

Perseguidor como es de la vida cotidiana en sus mil matices reveladores, el periódico, con su conglomerado de anuncios, pequeñas noticias y variados sucesos se le ofrece como una ventana desde la que observar y glosar la calle, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.

Ramón no hace sino exacerbar en el periodismo su sensibilidad particular para obtener el tiempo en estado puro, tal y como se encuentra en la vida cotidiana. (El tiempo en estado puro era lo único que quería encontrar Proust.) Ramón colabora en El Sol y en otros periódicos y revistas de la época, protegido por Ortega y por Urgoiti. Nunca dejó de escribir en la prensa española y americana. El Arriba madrileño publicaba dominicalmente sus greguerías ilustradas con fotos insólitas y surrealistas, hasta que un director excesivamente falangista le escribió a Buenos Aires que más greguerías no. Ramón le contestó: «Greguerías hasta la muerte.» Y siguió publicándolas en ABC, también dominicalmente, bien ilustradas con dibujos. Hasta la muerte, efectivamente.

32. LA AVENTURA AMERICANA

Hemos visto en el capítulo anterior lo que Ramón aporta al periodismo: literatura. Pudiéramos considerar, a la inversa, lo que la literatura de Ramón tiene de periodística. Y es, ya lo hemos dicho en otro capítulo, lo que Ramón tiene de cronista. Cronista del tiempo y cronista de su tiempo.

Cronista del tiempo, como Proust, como Azorín en España, porque el tiempo es lo único que realmente le importa y emociona, como a todo lírico. La emoción que no sea afectiva, dramática, visceral, es emoción del tiempo. La pura emoción poética y la poesía pura puede que no sean sino la emoción del tiempo. Y cronista de su tiempo, Ramón, porque, como ya hemos visto, está atento a todo lo que pasa en su época, desde los ismos hasta las modas femeninas, desde los sucesos hasta la calle, y, por supuesto, la fisonomía per-sonal e intrapersonal de casi todos sus contemporáneos, que le lleva, en último extremo, a una especie de industrialización de la biografía y el retrato literario.

Pero cronista de su tiempo, sobre todo -escritor de época le hemos llamado-, porque acierta a darnos el sabor y el perfume de unos años, la luz de unos días, sin demasiadas referencias a lo anecdótico periodístico, sino mediante una sutil combinación temporalidad/intemporalidad que quizá sea la clave última de todo su estilo.

El periodismo, en fin, es lo que permite a Ramón consolidar su aventura americana. Ramón va a América en 1931, por primera vez, y ya en este viaje, que hace como conferenciante, conoce a Luisa Sofovich, judía, que será su mujer y sobre la qué tanto escribió. Ramón se aficiona a la Argentina y a otros países americanos, como Chile. En 1936, estando sentado en un café de la madrileña calle de Alcalá, ve pasar a un viejo bohemio literario y frustrado, que se ha cruzado de cartucheras y escopetas, y entonces comprende que hay que irse y vuelve a América.

Ramón, carente del instinto político hasta extremos alarmantes, sólo visualiza la inminencia de la guerra cuando ve al viejo bohemio armado y amenazador. Necesita una imagen, como siempre, para hacerse una idea de las ideas, y la imagen se la da aquel energúmeno. (Sobraron muchos por Madrid, falseando y perjudicando la imagen de la República.) Ramón vuelve a Buenos Aires con su mujer y ya se quedaría allí hasta la muerte, salvo una visita fugaz a Madrid, en los años cuarenta, en la que le rinde homenaje la intelectualidad franquista. (Qué difícil que un apolítico no acabe en poder de la derecha.)

Dibujo de Rivero Gil para la primera edición (1932) de Policéfalo y señora

En Buenos Aires le visita su viejo amigo Pitigrilli, compañero de la aventura vanguardista y humorística de los felices veinte en Europa. Allí se le ve por las esquinas de la ciudad, diciendo a los que se encuentra y le preguntan qué hace:

– Aquí, esperando mi cáncer.

El cáncer le llegaría en 1963. Escribe un ensayo sobre el tango, un libro de artículos que se titula Explicación de Buenos Aires y una novela ambientada en el suburbio cosmopolita de la gran ciudad, suburbio tramado por el cruce de razas. Es una de sus mejores novelas. Colabora en La Nación de Buenos Aires casi de toda la vida. Ramón tiene en Argentina dos hermanos literarios: Macedonio Fernández y Oliverio Girondo. Con ambos mantiene amistad y co-rrespondencia durante mucho tiempo. En su piso de Buenos Aires escribe de todo, incluso solapas para libros, y en su Automoribundia hay un capítulo magistral dedicado a su profesión de solapista, que, según él, le emparenta con las costureras que hacen solapas a las chaquetas. Él se las hace a los libros.

Un escritor genial, uno de los primeros del siglo en lengua castellana, se gana la vida humildemente, trabajosamente, haciendo solapas de libros, ya muy entrado en la edad y en la gloria, pero en lugar de dramatizar con esto, escribe una prosa entrañable y emocionante sobre la humildad de su menester. Aquí sí que asoma el dandismo, por debajo del payasismo.

En su piso de Buenos Aires, como en los de Madrid, tiene Ramón lo que él llama su estampario, que es una colección impresionante de fotos, grabados, postales e imágenes recortados de todas partes, y con los cuales gustaba de empapelar sus casas, incluidos el techo y las puertas. Sobre el estampario -cuyos restos yo he visitado en el olvidado Museo de Ramón que hay en la Plaza Mayor de Madrid, en las oficinas municipales-, también escribe Ramón páginas admirables, de las que deducimos una vez más que el mundo, para él, tiene que entrar por los ojos, que sólo entiende las ideas mediante imágenes y que es un primitivo y, por lo tanto, como los primitivos y los niños, un animista.

Sobre el animismo de Ramón escribiremos algo a propósito de las greguerías, más adelante.

Si la aventura europea fue para Ramón ocasión de gloria, apogeo de las vanguardias y ensanchamiento de su óptica de escritor, la aventura americana complementa eso en su primera etapa, y se convierte luego en confinamiento, a raíz de la guerra española, cuando Ramón es ya un exiliado voluntario.

He escrito alguna vez que el exilio seca al escritor, o lo paraliza o lo transforma. Hay escritores que, trasplantados de su origen, no vuelven a escribir. Hay escritores que se adaptan, se transforman y se convierten en un híbrido más o menos afortunado. Y hay, finalmente, escritores que se paran en la hora de su exilio, se convierten en la mujer de Lot, se repiten a sí mismos interminablemente, por cuanto la lengua es una cosa viva y ellos han de escribir en la lengua ya muerta que es la de su partida.

Esto último cuenta igualmente para el que emigra a un país de su misma lengua, como es el caso de Ramón, porque el castellano que se habla en Argentina, y concretamente el porteño, poco tiene que ver con el castellano de Madrid.

Ramón es el escritor que no se seca ni se transforma, que sigue escribiendo como había escrito siempre (con leves influencias del porteño), y esta detención de su estilo también contribuye al sabor de época que hoy encontramos en él como arcaísmo. Ramón, en una España cotidiana y continuada, habría hecho evolucionar su castellano y su estilo, aunque lo suyo es casi un dialecto, como ya hemos dicho de todo estilo literario muy peculiar.

De modo que la aventura americana deja de ser aventura, se convierte en la situación estable de su vida, y Ramón, sin otra salida que ser fiel a sí mismo, escribe y escribe, unas veces inspirado en la nostalgia española -un libro suyo se ha titulado Nostalgias madrileñas-, y otras en la realidad americana que le circunda o en la pura intimidad, que a fin de cuentas es lo suyo y es igual en todas partes.

Hace su gran Automoribundia. Escribe durante toda la noche. Acecha el alba de Buenos Aires, como ha acechado siempre el alba de las ciudades. Qué urbano es Ramón, qué escritor de ciudad y de ciudades, qué poco campestre. Ya hemos dicho en otro momento que, si Baudelaire eligió no ser naturaleza, Ramón eligió ser literatura. Eligió también no ser naturaleza. Hay que entender a Ramón como escritor de capital, como hombre de ciudad, y de esto ya hemos hablado en otro momento. El hombre que necesita vivir dentro de un círculo, trazar siempre un círculo en torno suyo, se aviene mal con el campo, donde es más difícil trazar círculos. Toda la literatura de Ramón es eminentemente capitalina. Como lo fueron las vanguardias, que se proponían cantar los avan-ces de la ciencia y la técnica, ignorando el bucolismo de la poesía tradicional.

La aventura americana, en fin, ya sabemos cómo termina. Termina con la muerte. Ramón, en Buenos Aires, se mueve dentro de tres círculos concéntricos. El más amplio es la propia ciudad de Buenos Aires, sobre la que escribe cosas muy certeras, siempre según la fórmula -que ya hemos estudiado- de reducir lo uno a lo otro, de entender Buenos Aires como un Madrid y Madrid como una Segovia, para encontrar lo esencial aldeano de cada ciudad. Hay un círculo más reducido, que es el de la nostalgia española, desde la cual escribe memorias, novelas, artículos. Y, finalmente, el círculo puramente intimista, el que va manuscribiendo entre la ironía de vivir y la tragedia de morir, en un Diario que se publicaría como póstumo -y muy mutilado-, para el cual utiliza un libro mayor de contabilidad comercial.

33. RAMÓN Y LA CANTIDAD

A esta altura del libro, cuando va quedando claro algo que ya se sabía, o sea la fecundidad ramoniana, pienso que el lector más distante al ramonismo, incluso, tiene ya una idea aproximada del perímetro creador de Ramón, de la vastedad y diversidad (diversidad aparente) de su obra. De modo que sería el momento de reflexionar sobre Ramón y la cantidad.

Porque Ramón, aparte de un fenómeno cualitativo, es un fenómeno cuantitativo, y ya sabemos que el salto de uno a lo otro se da en cualquier momento, tanto en la ciencia como en la creación o el arte. Ramón, que tituló un libro suyo El Libro Mudo, jamás deja de hablar, en realidad, jamás deja de escribir. Cuando muere, tenía en proyecto, entre otras cosas, un libro sobre Dalí, que luego se ha publicado, incompleto como lo dejó. ¿Por qué escribe tanto Ramón Gómez de la Serna, por qué escribe sin parar? Hemos hablado en algún momento de la necesidad de expresarlo todo, de expresar el mundo, como si el mundo no se expresase por sí mismo. Esto es una especie de paranoia creadora que ha aquejado a algunos grandes y pequeños escritores.

Hay que suponer que la escritura es, para el que escribe tanto, una afirmación continua de la personalidad, no ante los demás, sino ante sí mismo, porque a medida que a uno se le van ocurriendo cosas, uno va tomando conciencia de su importancia, de su existencia, de su personalidad.

Ramón, siempre asediado (nunca abrumado) por la cantidad

Más que el «pienso, luego existo», está el «invento, luego existo». Quiero decir que no hay dato más inmediato y evidente de la conciencia que la sorpresa que uno se da a sí mismo cuando se le ocurre una cosa, una idea, una imagen. Es el encuentro espontáneo y puro con uno mismo. Eso sí que nos da la idea de estar vivos.

El hallazgo, la inspiración, como se decía antes, es una corroboración de nosotros mismos, antes que nada. Se ve que el escritor escribe y el pintor pinta buscando lo insospechado. El oficio no es más que el largo rodeo hacia la sor-presa. Lo que se busca es la sorpresa, no por el afán banal de sorprender a los demás -que eso existe, pero no nos interesa por obvio-, sino por el afán de sorprenderse uno a sí mismo, ya que la sorpresa le corrobora como vivo. Dice Huizinga que el juego es ante todo una actividad libre. Ramón escribe porque juega y jugando se siente libre. Pero interior al deseo de libertad está el deseo de identidad. Y la identidad -esa cosa siempre en el aire, siempre discutible-, sólo nos la da el hallazgo, la autosorpresa.

El creador no es él, sino su oficio; el pensador no es él, sino toda la humanidad que ha pensado antes que él, hasta que a uno y a otro se les ocurre una cosa, les sorprende una idea con la que no contaban, algo que ni siquiera les parece suyo. La literatura es, en este sentido, una identificación, una autoidentificación. Yo soy yo y lo que se me ocurre. Si no se me ocurre nada, está en duda que sea yo.

Decía Marcuse que el hombre unidimensional se reconoce en sus objetos. El hombre completo se reconocería en su trabajo, y por supuesto el hombre creador se reconoce en sus hallazgos. Es decir, se reconoce allí donde no se reconoce. Las ideas que no sabe de dónde le han venido son las más gratificantes, porque son como mensajes de un yo ignorado y libre.

El que sólo tiene inteligencia, constancia, cultura, ha de hacer un trabajo en el que nunca aflora la sorpresa, y se reconoce en su trabajo, pero es un reconocimiento de segundo orden, gris, resignado y a medias. Es el trabajo que hace el yo consciente de acuerdo consigo mismo. El inconsciente no aporta nada. La gran locura, la gran hermosura surrealista fue el remitir al hombre a su inconsciente continuo, según la idea de Freud (Freud nunca tomó muy en serio a Breton y los surrealistas). Pero el inconsciente, con ser lo más puro, o precisamente por eso, no puede estar siempre de guardia.

El exceso surrealista, como el exceso del psicoanálisis, es pretender que el subconsciente esté ahí siempre, presente en todo lo que hacemos. Cultivan y persiguen de tal manera al gran desconocido que llegan a hacerle habitual, o sea a matarle. Breton mediante la escritura automática y Ramón mediante la escritura constante (y en este sentido sí que también automática), pretenden que el gran desconocido, el inconsciente, dé sus frutos luminosos e irracionales a toda hora.

He ahí la clave de la laboriosidad de Ramón, a mi modo de ver. Alguien ha escrito, malentendiendo a Ramón, que hay que leerle durante páginas y páginas insoportables hasta dar con un hallazgo único. No. En Ramón funciona siempre el oficio, el dialecto fructuoso de su estilo, y no es que no se le ocurra nada, sino que está esperando a que se le ocurra, y sólo se espera escribiendo, en el mismo sentido que dijo el otro aquello de que la inspiración ha de cogernos trabajando.

Ramón dice un día que cuando trazó la primera circunferencia escolar en el encerado comprendió que había encerrado su destino. Ya hemos hablado de su sentido de la circunferencia. La escritura es en él y para él una circunfe-rencia a la que le da vueltas y vueltas.

Y en ese trabajo de Sísifo, de pronto resulta que no era inútil ir y venir con la piedra. De pronto irrumpe el subconsciente y ayuda, ilumina con una idea o una imagen que nunca habría conseguido el trabajo. Rimbaud, naturalmente, lo llamó iluminaciones.

Aparte la identificación profunda que se consigue cuando uno ha suscitado su subconsciente y le ha hecho irrumpir con una imagen que jamás habría dado el consciente, Ramón escribe y escribe porque, como acabamos de decir con palabras de Huizinga, el juego es una actividad libre, quizá la única, y para Ramón escribir es jugar, y jugar es sentirse libre. Realiza así su libertad, que presiente amenazada por la vida, por los otros, por la civilización, por el rito.

Hay que tener en cuenta su necesidad biográfica de escribir para comer, pero sólo decide ganarse la vida escribiendo el que además, con eso, se gana otra cosa: se gana a sí mismo. Ramón, que evoluciona difícilmente del anarquismo vital o literario de juventud hacia un conservadurismo de ex vanguardista viejo y arruinado, Ramón, que es siempre de una indigencia absoluta a la hora de teorizar todo esto, está, quizá sin saberlo, realizando su libertad indeclinable cuando juega, cuando escribe, o sea constantemente. No creo que le costase escribir. Sólo escribe tanto el que escribe fácil. Facilidad y fecundidad hacen de su escritura una fornicación gozosa y constante con el universo. Copula con las cosas y éstas le dan otras cosas y le dan, sobre todo, el fruto lúcido de las cosas, que es la imagen (y no el símbolo, como se ha pretendido durante siglos).

Azorín, al que en cierto modo hemos emparentado aquí con Ramón, se hace un día esta pregunta cursi e ingenua: «¿Tienen alma las cosas?» Ramón, mucho más puro, humorista y primitivo, ha decidido ya de entrada que las cosas tienen alma, ánima -hablaremos ahora de su animismo-, y esta decisión, este tratar a las cosas como si estuvieran vivas, sabiendo que no lo están, es toda la clave de su humorismo y su lirismo, porque Ramón no mantiene con las cosas el comercio fetichista de Azorín, sino el comercio irónico del payaso (payaso esencial Ramón) con su silla, cuando finge ante los niños del circo que la silla está viva y se mueve y le hace jugarretas. Y sólo porque él finge que la silla está viva, la silla lo está. Este número del payaso es toda la literatura de Ramón, su prodigioso comercio con el universo de las cosas, lo que le hace caer y recaer en la cantidad, en el mucho escribir, porque las cosas le sonríen como dijo el poeta francés que «los líquidos sonríen a los niños».

34. ANIMISMO Y GREGUERÍA

He ahí la profunda docencia del payaso, el hombre que hace ver a los niños que las sillas están vivas y no lo están, que con lo que él tropieza no es con su silla, sino con su propia imaginación. Como el hombre durante toda la vida.

Según la psiquiatría infantil, el niño, hasta los cinco años, funciona mediante el pensamiento mágico. Para él, la piedra se cae porque está cansada y la pelota se esconde por propia voluntad debajo del armario. El niño es animista. El niño ve las cosas como animadas, dotadas de ánima y de ánimo. En el circo, el niño aprende quizá que no, que las sillas no dan patadas a los payasos, sino que es el payaso -el hombre- el que se enreda siempre en su propia fantasía.

Es posible que los niños salgan del circo sin saber ya nunca si las sillas se mueven o no. Es una duda que la humanidad no ha resuelto. A las sillas, al mundo, los mueve nuestra fantasía. ¿No es el tiempo una fantasía de la humanidad? Pero a ver con qué fantasías se explica la fantasía. Ramón Gómez de la Serna funciona, como los niños y como los primitivos, mediante el pensamiento mágico y el animismo. Ha decidido de entrada, como tenemos dicho, que las sillas se mueven, que todas las cosas viven por sí solas, por sí mismas.

La greguería es un animismo; confiere ánima a las cosas. Ramón entre las cosas del Rastro

Pero Ramón sabe, como el payaso, que si la silla le da patadas es porque él ha hecho vivir a la silla. Hace como que lo sabe o hace como que no lo sabe, según el caso, y de ahí la raíz humorística, circense, payasística, de toda su obra. Ramón humorista. ¿Dónde está el humorismo de Ramón, aparte su enfrentamiento plácido a la vida? En el equívoco permanente en que ha decidido vivir, no aclarándonos nunca si realmente cree o no cree que las cosas viven, como él las hace vivir en cada greguería.

Ramón define la greguería como poesía más humor, y la definición es un tanto insuficiente, como toda teorización ramoniana. Lo que hace Ramón, en cada greguería, es darle una patada cariñosa a las cosas -a la cosa de que se trate-, y persuadirnos de que la cosa le ha dado la patada a él. Es el suyo un animismo irónico, naturalmente, de hombre moderno, posbaudeleriano. La greguería, que es lo que ha popularizado a Ramón, no es lo que a mí más me gusta de su escritura, porque la greguería, en su aislamiento, en su brevedad, corre el peligro de mecanización, de funcionar por resorte, que es lo que de hecho le ocurre muchas veces. Más importante es la greguería general, diluida o encadenada, que supone todo un libro de Ramón, cualquiera de sus libros. La greguería informa y nutre su estilo, su poética, pero la greguería aislada puede dar en muchas ocasiones esa sensación de resorte automático que llega a hacerla fatigante. No se pueden leer muchas greguerías seguidas como no se pueden leer veinte sonetos de golpe. El automatismo del género, que en principio deslumbra, en seguida fatiga. Pero la greguería, en todo caso, es el núcleo, el átomo del estilo ramoniano, y por eso no tenemos más remedio ni más gozo -que es mucho- que estudiar la poética de Ramón en la greguería, a partir de ella y sólo en ella, pues que, por otra parte, y como ya hemos dejado escrito, Ramón, mediante la greguería, destruye el discurso literario.

Ramón, que escribió Los medios seres, es un caso límite de medio ser literario, de escritor exclusivamente plástico, de pensamiento figurativo, absolutamente negado para otro tipo de pensamiento moral o abstracto, como se ve en sus frecuentes e indigentes teorizaciones. Esta limitación es su grandeza, es lo que le hace un raro, un ser aparte, un escritor impar. En nadie se ha dado tan radicalmente la mutilación de una mitad del pensamiento. Ramón, cuando la vida le obliga a pensar como veremos en sus Diarios últimos, cae inevitablemente en el conservadurismo y la reacción religiosa y social, no por ninguna clase de oportunismo -le fue mal con todos-, sino porque la indigencia de su pensamiento abstracto se acoge sin remedio a los grandes y pequeños tópicos de la derecha. Es un primitivo obligado a pensar el mundo moderno, y naturalmente se equivoca y no lo entiende, incurriendo en un anticomunismo ingenuo, por ejemplo, y otros males peores, como su antiexistencialismo sencillamente ignorante. Medio ser absoluto, pues, que sólo se mueve mediante imágenes, esta es su pureza y su grandeza.

Quiso descubrir el Museo de noche, a la luz de un farol, y esto, aunque tiene un precedente en cierta exposición surrealista que había que visitar con linterna, nos revela la dirección del pensamiento ramoniano, que no va a teorizar y hacerse una idea general del Museo, sino a fragmentarle en iluminaciones instantáneas, en greguerías visuales.

Las greguerías, con ser infinitas, pueden clasificarse en unos cuantos apartados: greguerías de la intuición, greguerías de la observación, greguerías del ingenio. Ya hemos visto, como principio general, que a todas las informa el animismo, un animismo irónico que no nos deja saber definitivamente si las cosas tienen ánima o no la tienen.

El mejor Ramón está, naturalmente, en las greguerías de la intuición, aunque el más celebrado sea el de las greguerías del ingenio, que suelen ser las más visuales y mecánicas. He aquí una greguería del ingenio: «Qué ágil un esqueleto si cogiese una bicicleta por su cuenta.» Ramón, con su fabulosa e incesante capacidad de asociación plástica, ha establecido la equivalencia entre el esquematismo del esqueleto y el de la bicicleta, ha visto lo que el esqueleto tiene de bicicleta interior del hombre, lo que el hombre tiene de bicicleta -aquí el humor-, y a la inversa ha visto que la bicicleta es esquelética.

Ramón cuenta una vez que si le obligasen a establecer equivalencias entre un reloj y una regadera, en seguida diría que por la regadera salen los minutos del agua. Es el viejo juego de lo uno en lo otro, tan practicado por los surrealistas. Otra greguería del ingenio que emparenta la pequeñez y frecuencia de los minutos con las gotas de agua, con la lluvia de la regadera. Veamos una greguería costumbrista: «Las almas de los sablistas muertos flotan en la Puerta del Sol.» Esta es una buena greguería de la intuición, tocada de costumbrismo madrileño. A principios del siglo, los sablistas, los que vivían de pedir dinero a los demás, estaban todos en la Puerta del Sol, que es donde podía uno encontrarse a todo el mundo. Por esa fijeza del sablista en su lugar de trabajo -o de presa-, Ramón deduce poéticamente que el alma del sablista, cuando el sablista muere, se queda flotando en dicha plaza. Por otra parte, la greguería alude claramente a lo que el sablista, aun de vivo, tiene de alma en pena, de alma errante. Los que flotan por la Puerta del Sol, ya como almas, espiritualizados por la escasez y el hambre, son los sablistas vivos.

Esta greguería, que nace de una poderosa intuición, es también greguería de la observación, en lo que comporta de costumbrismo trascendido, poetizado, como ya hemos escrito anteriormente que Ramón trasciende siempre el cos- tumbrismo. Otra greguería: «La araña es la zurcidora del aire.» El plasticismo de Ramón, la subconsciencia en él de la vida cotidiana -la zurcidora- y la intuición poética que supone zurcir el aire -el aire como tejido-, dan toda su riqueza a esta greguería. Vemos, pues, que intuición, observación e ingenio se conglomeran con frecuencia en una sola greguería. La greguería no es sólo poesía más humor, como él simplificaba. La araña convertida en zurcidora es ya una araña con ánima, humanizada. El greguerismo y el ramonismo son siempre un animismo, el animismo de un primitivo posbaudeleriano, paradójico, y por lo tanto irónico. Ramón toca cada cosa en una greguería y la deja moviéndose. Nunca sabremos si la cosa tiene vida o no, si la silla le da pataditas o se las da él a la silla, al mundo. Nunca nos lo dirá. Es humorista hasta las últimas consecuencias.

35. RAMÓN TARDÍO

Los últimos libros de Ramón, escritos en Buenos Aires, son el ya citado sobre Dalí, que queda interrumpido por la muerte, Páginas de mi vida y Nuevas páginas de mi vida. El autor se proponía escribir un libro titulado Lo que no conté en la Automoribundia, y otro posterior: Lo que no conté en «Lo que no conté en la Automoribundia».

En Páginas de mi vida y Nuevas páginas de mi vida encontramos ya una especie de diario íntimo donde el autor va glosando su vejez, su enfermedad, su destrucción, y aquí sí que el patetismo empieza ya a ganar a la estética, pues aunque él escribe con la técnica y el estilo de siempre, la fuerza inmediata del dolor se comunica inevitablemente.

Claro que Ramón alterna estas autoglosas con greguerías que tienen la luz optimista de siempre. A Ramón, ya de viejo, le confina la vida en su género único y verdadero, que es la introspección (aunque esa introspección la haga siempre mediante imágenes, y cuando la hace de otra forma, fracasa). Así, llega a iluminarse interiormente a linternazos de imágenes, como iluminó aquella noche el Museo del Prado.

Se ha convertido en un escritor viejo, asustado, desterrado, con poco dinero y mucho trabajo, aprensivo y enfermo. Su proyecto de felicidad ha fracasado en lo gris. Su literatura pura tiene poco interés en un mundo muy politizado. Las vanguardias optimistas de principios de siglo están muy lejos.

Pitigrilli, compañero juvenil de audacias, le visita una vez -ya lo hemos dicho-, y queda entre ambos como una sombra, como un vacío, como una duda. Pitigrilli, Dino Segre, ha triunfado por una vía mondaine y burguesa. Ramón ni eso. Se mantiene más puro y más pobre. Equivocado respecto del mundo, como lo estuvo siempre, sólo que antes su equivocación valía más que el mundo mismo. Y ahora ya no.

Ramón es humorista hasta la muerte, pero la vida cotidiana se le acidula y el mundo insólito se le fatiga. Sus libros últimos se van llenando de una gracia negativa y crítica, de una ironía a veces negra, aparte los desahogos ingenuos contra la política o a favor de la religión.

En 1972 se publica en España, como Diario póstumo de Ramón, un libro cuyas últimas anotaciones son de 1956. Parece que se trataba de dos Diarios (escritos, como ya hemos dicho, en los grandes libros Diarios de la contabilidad). El primero de ellos lo destruyó Ramón en gran parte por toda clase de prejuicios y miedos: religiosos, políticos, familiares. El segundo lo mutila su mujer, Luisa Sofovich, por ser demasiado Diario, demasiado íntimo, demasiado auténtico.

Desarbolados estos libros de su contenido confidencial, nos queda poco más que una serie de greguerías, que quizá Ramón utilizó como punto y aparte en su Diario. Pero no deja de transparecer por eso la amargura y el desencanto que informa ya la prosa del escritor. Su proyecto de felicidad sencilla o vida insólita, proyecto doble y nunca resuelto ni armonizado, está ya lejos.

Ramón, con la misma técnica literaria de siempre, nos da ahora las equivalencias tétricas entre las cosas. Contrasta el tono de estos últimos libros ramonianos con el de sus colaboraciones de prensa de la misma época, pues sin duda mantenía en el trabajo público la inercia y la imagen del hombre que trabaja y juega, mientras que se desahogaba en los Diarios íntimos. Aparte de colaboraciones de prensa, yo no conozco casi nada de lo que escribiera Ramón entre 1956 -última anotación de lo que se ha llamado su Diario póstumo- y 1963, fecha de su muerte. Son siete u ocho años en blanco, al menos para mí.

Nos habla Ramón de sus enfermedades y de las medicinas que toma. Nos habla del cáncer como una fácil premonición, cuando aún no tenía síntomas de él. «Mientras, cada cual está cuidando su cáncer, mimándole, llevándole al teatro, dándole pan…» El cáncer, que en sí es una cosa viva, sinies-tramente viva, queda aquí animizado por Ramón, convertido en un animal maligno que cuidamos inocentemente.

Fiel a la greguería, aún escribe algunas que son puro juego verbal: «Catalejo: aparato para ver un conejo.» Habla mucho de su mujer, en estos libros, y casi siempre con cariño, pero luego hay otras observaciones sobre la mujer en general que son negativas, lo que hace suponer que algunos fragmentos del Diario los arrancó la mano de la venganza. En todo caso, la mujer-metáfora se ha venido abajo. La mujer es ya un ser usual, como en Laforgue, que acompaña, ayuda, traiciona y, como cualquier otro ser con el que se conviva, nos recuerda la muerte, pues nuestra propia muerte siempre se hace más evidente en el espejo de otra cara.

Ramón habla a veces de tiros en la noche, reflejando vagamente el Buenos Aires del peronismo. Una variante que ensaya mucho, inspirado sin duda por la especial característica de los libros en que escribe, es la contabilidad poética: «Esperanzas perdidas, 2.000.000 de pesos. Esperanzas nuevas, 10.000 pesos.» Habla bastante de Dios, metido y comprometido en un pietismo absurdo de viejo con miedo a la muerte. Recuerda libremente cosas de la infancia, como el palentino Cristo del Otero. De pronto se le estropea la pluma con que está trabajando y así lo anota. Habla mucho de las plumas, en un volverse sobre sí mismo que es muy ramoniano y singular. Es como si el pintor pintase el pincel con que está pintando. Nos describe cómo es cada pluma, las dificultades que tienen. Y suelta tacos que sin duda abundaban más en el original, y que nos devuelven al madrileño malhablado: «Las plumas son unas hijas de puta.»

Este escribir sobre la pluma con que está escribiendo me parece a mí la culminación del ramonismo, el momento en que el escritor se reúne consigo mismo definitivamente, algo que sólo podía ocurrirle en la madurez ya muy entrada. Los filósofos existencialistas hablan del proceso de individuación o identificación de uno consigo mismo. Ramón, cuando ya por fin ha expresado el mundo -su locura literaria de expresarlo todo- y cuando por otra parte el mundo le ha decepcionado y en buena parte abandonado, se pone a escribir de la pluma con que escribe, porque ya no tiene de qué escribir ni seguramente le importa nada. Es la locura literaria llevada a sus últimas consecuencias, una identificación de vida y obra, de menester e instrumento, que roza ya el absurdo y nos pone frente a la gratuidad absoluta del escribir.

Sabemos que todo está dicho y todo está por decir. La escritura no es sino un silencio casi elocuente. El hombre que escribe sobre la pluma con que está escribiendo cierra totalmente el círculo de la gratuidad. No es más trascendente escribir sobre Dios o sobre la Historia. Escribir es un acto que termina en sí mismo y el mundo podría pasarse igual sin la cultura. El Ramón tardío llega a esta perfección última que era su destino -perfección del absurdo- de escribir sobre la pluma que escribe. El idioma no dice nada sino que se dice a sí mismo, como más o menos ha deducido la moderna ciencia lingüística. Ramón, el hombre que más ha escrito, escribe sobre lo que está escribiendo. Su pluma, como el lenguaje humano entero, sólo se dice a sí misma.

36. DIARIO PÓSTUMO

En la Nochebuena de 1952, se queja Ramón de estar sin dinero. Espera ocho mil pesetas de España que no le llegan. España, su gran tema, se ha quedado reducida para él a una referencia bancaria: «España no paga.»

También espera lo que él llama el Nobel español, que era un premio de quinientas mil pesetas -mucho para entonces- que daba el banquero Juan March. Al fin, el dinero se lo dan a Azorín, contra el que ya venía escribiendo Ramón de vez en cuando, y al que llama «chufero valenciano». Azorín, al que ha dedicado una de sus más logradas biografías -y por supuesto el mejor libro que se ha hecho sobre el alicantino-, se le torna ruin y oportunista en la hora de los desencantos. De estas rectificaciones está llena la historia chismosa de la literatura, pero no por eso deja de ser significativa la caída de los valores en el mundo de Ramón. Ha visto con el tiempo que Azorín fue siempre un oportunista, un hombre que supo aprovechar lo que él no supo ni quiso aprovechar. Y lo dice.

Con la caída del mito azoriniano, cae para Ramón, quizá sin que él lo sepa, el ideal contemplativo, el «ver volver», porque la vida empieza a ser tediosa y porque el tiempo está lleno de traiciones. No sólo ha fallado su proyecto vital de ser feliz, sino que le han fallado los modelos de vida y escritura: Azorín.

El 14 de abril de 1953, su mujer le regala unos guantes amarillos para que no se le enfríen las manos. Asiste de lejos a la muerte de su hermano Pepe, que está en Chile. Su hermano era masón. Confiesa que ambos fueron «desgraciados y huérfanos» en el colegio palentino de infancia, aunque no es esa la versión de aquella remota época infantil que nos da en su Automoribundia. Ramón, que ha hecho toda la vida un sonriente esfuerzo por conseguir que la vida se optimice, incluido el pasado, está entrando ya en esa sinceridad seca de la vejez y el desencanto. En noviembre del 53 pierde sus colaboraciones de Venezuela y se va dando cuenta, al fin, de que su periodismo ya no interesa, de que la literatura por la literatura ha pasado. Ha pasado del periodismo, claro, que es lo que a él le da de vivir.

Nos descubre de pronto, en una anotación del Diario, su admiración por Anatole France: «Hubo un momento en que todo un principio de generación quiso robarle a Anatole France su calidad de novelista, pero pasó esa cola de generación y Anatole France volvió a conseguir su gran condición de novelista. Vio pausada e irónicamente la vida, a un ralentí especial, y así queda palpable a través del tiempo lo que parece que se tornó impalpable. Detuvo la vida en una ilusión de novelista y de espectador, y por eso la hizo inmortal como lo es todo lo que logra ser incorruptible.»

Hemos hablado, en el capítulo «Literatura de la literatura», de lo que Ramón le debe -como préstamo personal o de época- a Cocteau y, en consecuencia, a Proust. Es lo que Proust le debe a France, al que admiraba notoriamente y hace aparecer en sus libros, como sabe cualquiera, con nombre falso y verdadero. Hemos dicho que Proust ralentiza la vida, y esa ralentización viene de France, pero France, el maestro, es superado y anulado por Proust, el discípulo, como tantas veces ocurre. France y Cocteau están hoy más cerca del kitsch que Proust, al que salva sencillamente el genio.

Ramón, que se ocupa raramente de Proust -extraño vacío en su cultura y su obra-, acierta a decir que Anatole France detuvo la vida, detuvo la novela, y todavía le recuerda en la segunda mitad del siglo.

Quizá, cuando Ramón hacía sus novelas, creía estar haciendo anatolismo, pero ya hemos visto que está más cerca de Cocteau que de ningún otro modelo. E insisto en que no sé si se trata de un préstamo personal o un préstamo de época, de una imitación o un aire generacional. Ahora ya sabemos, por propia confesión del autor, que su modelo secreto era Anatole France, un France pasado por la alegre escritura vanguardista. No es necesario decir que a Ramón no le salió el experimento, o sólo le salió a medias. Él no es que ralentice la vida, como France, sino que la vida se le muere entre las manos, en cada novela, por abrumación de greguerías y falta de movilidad novelesca.

Es reveladora esta pequeña nota de Ramón sobre France, al que casi nunca había citado, y por ella comprendemos que el hombre que quiso ser como Anatole France sólo consiguió parecerse a Cocteau, en cuanto novelista. Su genio estaba en otra parte.

En 1953 se le diagnostica de heredodiabético, pero después de un régimen riguroso le desaparecen todos los síntomas en los análisis. Se hace a sí mismo promesas de trabajar despacio, de llevar las colaboraciones -que todavía son muchas- con calma, y de trabajar en sus libros pausadamente. Es esa ilusión de trabajo tranquilo que se hace el escritor español, sabiendo en realidad que reventará sobre las cuartillas. Se pasa una noche arreglando una pluma.

De pronto anota una frase de Leonardo da Vinci: «Un objeto viene a nosotros en forma de pirámide. La punta está en nuestro ojo. La base, en el objeto.» Es casi una greguería. Ramón ha tenido siempre mucha sensibilidad para detectar greguerías en los demás, incluso en un hombre tan remoto como Leonardo. En Quevedo había descubierto muchísimas.

Y otro desgarro de tío de café, de escritor callejero (debía haber muchos en el original): «Te vas a morir de encoñado que estás.»

En el 54, cuando agoniza Benavente, deja constancia en su Diario de lo poco que le ha interesado siempre este dramaturgo. Una vez había sostenido que Benavente le robó, siendo él muy joven, la idea de su Cuento de Calleja. De Benavente dice ahora que «lo suyo no era arte, sino suscripción». En efecto, la sociedad española estaba como suscrita a Benavente, a sus frases y sus comedias.

A Benavente le había hecho un acertado retrato, llamándole «doctorcito», años atrás.

De pronto nos sorprende con un exabrupto: «Todo Juan Ramón Jiménez es una filfa.» El hombre que más generosamente ha retratado y biografiado a sus contemporáneos, dice a última hora la verdad amarga del desencanto. No es que lo otro fuera mentira, sino que su proyecto de optimismo ha fracasado y todo fracasa con él. Ya había escrito hacía muchos años, en pleno optimismo: «Ay cuando las cosas empiezan a dar la vuelta.» Este Diario que se ha llamado póstumo es el volver de las cosas con su otra cara, con su careta ya mortal, como en El tiempo recobrado, y por eso nos detenemos en su examen. Es el único documento con que contamos -aunque tan maltrecho- del revés ramoniano, del Ramón tardío que sobrevive patéticamente a su proyecto de optimismo, al optimismo como proyecto, que es lo que hemos estudiado en todo este libro.

37. DESENCANTO

Dice una greguería del Diario póstumo: «En los ojos del gato hay la tristeza de no poder ser más que ojos de gato.» Se repiten en todo el libro estas antigreguerías. Y las llamo así porque, aunque tengan la apariencia de la eterna greguería ramoniana, son en realidad su negación. La greguería, como la metáfora, no hace sino relacionar unas cosas con otras, animar una imagen poniéndola en contacto eléctrico con otra imagen. Pero los ojos del gato, de pronto, ya no son relacionables con nada, sino que se quedan en ojos de gato, y esa es su tristeza y ése su único mensaje.

Elijo esta greguería porque da tono a todo el libro. A Ramón se le han cortado las relaciones entre las cosas, los puentes de la imaginación. El mundo ha dejado de ser para él una cinta infinita en la que todo se relaciona con todo. Ha perdido la idea de continuidad y contigüidad, y por lo tanto ha perdido la idea de circunferencia. Las cosas y los gatos ya sólo remiten a su propia limitación. La imaginación ramoniana, en vez de relacionar, ahora aísla. Es una imaginación que se está volviendo analítica, o sea que se está secando. Dice en otra observación intimista de este libro, al oír el ascensor de la casa que sube con un vecino: «Otro que se salva de la calle.» La calle se le ha vuelto -a él, tan callejero- peligrosa y adversa. Y no sólo, naturalmente, por razones políticas, sino por razones vitales. Con su ya comentada y estudiada sensibilidad para lo cotidiano, experimenta ahora el alivio que debe experimentar ese vecino -a lo mejor el vecino no lo experimenta- al subir en el ascensor que le posa blandamente en un hogar cálido.

Ramón anota de pronto el número de la funeraria de Buenos Aires: 888888. El 17 de julio de 1955 deja de fumar. El 11 de septiembre cumple cincuenta años su mujer. En febrero del 56 habla de enfermedades y medicinas. El 10 de junio del 56 hay tiros en la noche y Ramón atranca su puerta con el Diccionario Enciclopédico. Tiene miedo de que vaya a desencadenarse una guerra como la que le echó de España. Se ha comprado un juego de café y «un gato baudeleriano de porcelana» y experimenta la inquietud de que la política o la guerra pueden truncarle estos amagos de felicidad doméstica. La Historia, pues, tampoco consigue arrastrarle. Será así hasta la muerte y desde que, muy joven, se propuso -quizá sin proponérselo- vivir en la vida y no en la Historia, vivir en lo cotidiano y no en los acontecimientos. La última anotación del libro es del 24 de septiembre y dice: «El inmenso Dios que llena lo inconcebible.» La expresión es buena y está por encima de su pietismo habitual de viejo. Poco antes había anotado: «Pero el Manzanares sigue creciendo.» Quiere decirse que España está presente en su nostalgia continuamente (las referencias son frecuentes en este Diario), de acuerdo con la teoría de los tres círculos concéntricos que ya hemos expuesto, y en los cuales se mueve hasta la muerte. En algún rincón perdido del libro ha escrito: «Hay mortales que tienen cáncer.» Es una de sus últimas y macabras ironías. Además de ser uno mortal por naturaleza, tiene cáncer.

Le preocupa a Ramón el exceso de almidón que tiene el pan. Le preocupa su salud. Se divierte Ramón resucitando viejas palabras españolas: lucidura. «Dio una lucidura a la pared.» Parece que no se entera de nada, pero sí que se entera: «América tiende a quedarse paralizada en una arregostada buena vida.» Toda una profecía. Está llegando a las grandes síntesis de su escritura. De pronto, por ejemplo, escribe el nombre de Goethe, sólo, aislado, sin más. El comentario lo pone el blanco del papel.

Su humorismo se hace esquemático: «La hache traslaticia.» Juega, en fin, y sigue descubriendo posibilidades expresivas. Todo este Diario póstumo es un entrecruce de juego y muerte. El hombre que está en casa esperando la muerte o la enfermedad mortal, pero en el que de vez en cuando despunta el niño, él primitivo, el jugador nato. Este Ramón tardío, en fin, es el hombre del desencanto, el escritor lúdico por antonomasia al que el juego se le ha paralizado en expectativa de la muerte. La vida le regaló millones de imágenes y la muerte le llega también en imágenes. No podía ser de otro modo puesto que otro lenguaje no tiene él ni lo puede tener el mundo para con él. Pero su sistema era el optimismo y el optimismo ha muerto para siempre. Por eso lo que escribe es fragmentario. Y resulta patético decir que es fragmentario tratándose precisamente de Ramón, el hombre que, como Heráclito, sólo escribió fragmentos.

Aquel juego de fragmentos que eran sus libros, se ha quedado ahora en una fragmentación sin juego, sin alegría, donde a veces asoma una greguería luminosa, pero nada más. Adivinamos que el sistema se ha roto. Ramón, con su libro de contabilidad abierto toda la noche, escribiendo en él con letra grande y plumas variadas, es un viejo jugando a niño, es el niño que no sabe ser viejo. Sería tonto e insufrible deducir de aquí enseñanzas morales: ¿acaso es más confortable intelectualmente la vejez del escritor que se ha enfrentado a la vida con rigor de pensamiento, con un sistema ideológico compacto, con una consecuencia mayor? La vida acaba quitándole siempre la razón al escritor, sea su sistema optimista o pesimista, y de nada les sirve a Kant o Hegel haber puesto el universo en orden. El hecho crudo y montaraz de la vejez y la muerte les convierte en absurdo frente a su propio sistema. La ironía ramoniana queda tan desairada, a última hora, como el imperativo categórico.

El humorista, en su juego, queda casi más airoso que el poeta en su poesía o el filósofo en su sistema, a la hora de la muerte. Porque el humorista es el único que ha contado con la muerte en cada palabra que ha escrito. Los otros, aunque escriban de la muerte, están alzando frente a ella la soberbia de la vida. Humorista es el que se ha resistido a construir nada, porque sabe que no hay nada que construir.

Hemos dicho en este libro que Ramón cree en la vida, es el gran optimista e incluso integra la muerte en la vida por vía de cotidianidad: la cotidianiza. Ahora tenemos que decir, ya al final, casi lo contrario, para complementar una verdad con otra: la trivialización ramoniana del mundo no puede nacer sino de una evidencia profunda de la muerte. El hombre que se ha negado a las mayúsculas y a la Historia es el hombre que sabe que la vida es un poco de sol al lado de la sepultura. El optimista, así, viene a complementarse con el místico: la vida es una tregua con sol o con lluvia. Dice una greguería de Ramón, que no sé si he reproducido ya en este libro: «Sólo tenemos treguas.» No es una greguería, claro. Es mucho más, aunque parezca mucho menos. Ramón hizo de oro su tregua, supo siempre que la vida era tregua, pero una tregua circular en la que él podía encerrarse y ser feliz. El humorista y el místico desvalorizan la vida, pero es más místico el humorista que el místico, porque éste ha trasladado los dones terrestres a otro mundo, y el humorista se queda aquí. (Salvado el pietismo postrero de Ramón, que no tiene para nosotros un gran valor.)

El que se ha negado siempre a la trascendencia de la Historia y a todas las trascendencias, el humorista, tiene un claro sentido de la muerte. El optimismo ramoniano resulta así el optimismo inverso del que sabe que todos los problemas están resueltos de antemano por la muerte que vendrá a su hora.

El humorismo, como el misticismo, es un contar con la muerte. Pero cuenta más el humorista que el místico, porque no juega la coartada de otra vida. El optimismo es un misticismo inverso y alegre, un misticismo que se queda aquí. El optimismo es el misticismo de la tierra, como el misticismo es el optimismo del cielo. Este misticismo de la tierra es el que ha practicado Ramón a lo largo de su obra ingente.

Recordemos el famoso título de Pablo Neruda: Residencia en la tierra. Es casi un título místico. Neruda está muy cerca de Ramón, literariamente. Si no hubiese contado siempre con la muerte -quizá sin saberlo- no habría sido Ramón el humorista que es, que fue.

A última hora, cuando la muerte se le hace evidente como una sorpresa que emerge de su propia obra, Ramón se ensombrece, naturalmente. Pero no podemos decir exactamente que todo lo que escribió haya quedado desmentido por la muerte, sino que la muerte estaba en todo y finalmente surge como un monstruo de las profundidades. Viene a no llevarse nada, a abolir una obra que se había ido aboliendo a sí misma a medida que nacía, mediante la corrección del humor, de la ironía, de la trivialidad y la cotidianidad. La muerte se lleva la obra de otros -en el sentido de que la niega o desmiente-, pero del humorista nada se lleva.

En el Madrid de los primeros años sesenta, poco se hablaba ya de Ramón. Sus greguerías aparecen dominicalmente en ABC, en pleno dominio de la escritura realista, y la mayoría de los escritores e intelectuales tienen a Ramón por una momia del exilio, por uno de tantos exiliados que están haciendo una escritura anacrónica, parados en la hora literaria de su partida.

A Ramón lo trajeron a enterrar a Madrid y el Ayuntamiento le puso unos motoristas en el entierro, que salió de la Casa de la Villa. La gente miraba más a los motoristas que al muerto. La gente no miraba a la popularidad -ya inexis-tente- de aquel escritor que siempre fue más popular de vida que de obra, sino que miraban la farsa de la popularidad, farsa de la que estaban siendo personajes y espectadores sin saberlo. Agustín Lara, él compositor mejicano, dirigió a la banda municipal en la capilla ardiente y sonó el chotis Madrid. En aquel acto absurdo, en aquella gala fúnebre, municipal, ni popular ni literaria, comprendí de pronto que había habido en la vida de Ramón un equívoco nunca resuelto, un enfrentamiento de direcciones: el escritor de obra y escritura minoritaria, que tuvo popularidad de torero en los años veinte y treinta. El señorito madrileño que vivió todos los tópicos del madrileñismo para hacer de ellos, no una obra costumbrista, sino una avanzada experiencia literaria. Esta indecisión esencial de su obra, esta disparidad entre los motivos y los procedimientos, es quizá lo que ha impedido a la fama hacer pie en Ramón y le ha dejado para siempre en un limbo de consagrado no leído, o leído por gentes que nunca podrán consagrarle.

Hablé por entonces con su viuda. En un libro mío de memorias literarias cuento un poco todo esto. Comprendí bien en la tarde del entierro que con Ramón moría algo que ya estaba muerto: ese momento en que la literatura coincidió milagrosamente con la felicidad. Momento raro en la literatura europea y único en la española. Leyendo a Ramón un poco a traición, abriendo de golpe un libro suyo, tendremos siempre esa sensación, esa revelación de que la literatura, toda la literatura, podía haber sido otra cosa, y no necesariamente el documento de que el hombre es desgraciado. A Ramón lo explica su época, claro, pero así y todo es insólita esta escritura que llega a tener en sí, efectivamente, un trasunto de dicha natural, no conseguida ni conquistada. La distancia que nos separa hoy de Ramón -tanta- es la distancia legendaria que nos separa del paraíso perdido. Ramón es un primitivo por su escritura ideográfica, como he dicho y repetido en este libro. Pero es un primitivo, sobre todo, porque parece venir, en cada página, de la felicidad original del planeta. Siendo un escritor tan de época-el estilo, la actitud-, es ante todo un escritor de los orígenes. El que en este libro hemos querido encontrar.

Francisco Umbral

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